INTRODUCCIÓN
La NATURALEZA (el arte con que Dios ha hecho y gobierna el mundo) está imitada de tal modo, como en otras muchas cosas, por el arte del hombre, que éste puede crear un animal artificial. Y siendo la vida un movimiento de miembros cuya iniciación se halla en alguna parte principal de los mismos ¿por qué no podríamos decir que todos los autómatas (artefactos que se mueven a sí mismos por medio de resortes y ruedas como lo hace un reloj) tienen una vida artificial? ¿Qué es en realidad el corazón sino un resorte; y los nervios qué son, sino diversas fibras; y las articulaciones sino varias ruedas que dan movimiento al cuerpo entero tal como el Artífice se lo propuso? El arte va aún más lejos, imitando esta obra racional, que es la más excelsa de la Naturaleza: el hombre. En efecto: gracias al arte se crea ese gran Leviatán que llamamos república o Estado (en latín civitas) que no es sino un hombre artificial, aunque de mayor estatura y robustez que el natural para cuya protección y defensa fue instituido; y en el cual la soberanía es un alma artificial que da vida y movimiento al cuerpo entero; los magistrados y otros funcionarios de la judicatura y ejecución, nexos artificiales; la recompensa y el castigo (me diante los cuales cada nexo y cada miembro vinculado a la sede de la soberanía es inducido a ejecutar su deber) son los nervios que hacen lo mismo en el cuerpo natural; la riqueza y la abundancia de todos los miembros particulares constituyen su potencia; la salus populi (la salvación del pueblo) son sus negocios; los consejeros, que informan sobre cuantas cosas precisa conocer, son la memoria; la equidad y las leyes, una razón y una voluntad artificiales; la concordia, es la salud; la sedición, la enfermedad; la guerra civil, la muerte. Por último, los convenios mediante los cuales las partes de este cuerpo político se crean, combinan y unen entre sí, aseméjanse a aquel fíat, o hagamos al hombre, pronunciado por Dios en la Creación.
Al describir la naturaleza de este hombre artificial me propongo considerar:
1.º La materia de que consta y el artífice, ambas cosas son el hombre.
2.° Cómo y por qué pactos, se instituye, cuáles son las derechos y el poder justo o la autoridad justa de un soberano; y qué es lo que lo mantiene o lo aniquila.
3.º Qué es un gobierno cristiano.
Por último qué es el reino de las tinieblas.
Por lo que respecta al primero existe un hecho acreditado según el cual la sabiduría se adquiere no ya leyendo en los libros sino en los hombres. Como consecuencia aquellas personas que por lo común no pueden dar otra prueba de ser sabios, se complacen mucho en mostrar lo que piensan que han leído en los hombres, mediante despiadadas censuras hechas de los demás a espaldas suyas. Pero existe otro dicho más antiguo, en virtud del cual los hombres pueden aprender a leerse fielmente el uno al otro si se toman la pena de hacerlo: es el nosce te ivsurn, léete a ti mismo: lo cual no se entendía antes en el sentido, ahora usual, de poner coto a la bárbara conducta que los titulares del poder observan con respecto a sus inferiores: o de inducir hombres de baja estofa a una conducta insolente hacia quienes son mejores que ellos. Antes bien, nos enseña que por la semejanza de los pensamientos y de las pasiones de un hombre con los pensamientos y pasiones de otro, quien se mire a sí mismo y considere lo que hace cuando piensa, opina, razona, espera, teme, etc, y por qué razones, podrá leer y saber, por consiguiente, cuáles son los pensamientos y pasiones de los demás hombres en ocasiones parecidas. Me refiero a la similitud de aquellas pasiones que son las mismas en todos los hombres: deseo, temor, esperanza etc.: no a la semejanza entre los objetos de las pasiones, que son las cosas deseadas, temidas, esperadas, etcétera. Respecto de éstas la constitución individual y la educación particular varían de tal modo y son tan fáciles de sustraer a nuestro conocimiento que los caracteres del corazón humano, borrosos y encubiertos, como están, por el disimulo, la falacia, la, ficción y las erróneas doctrinas, resultan únicamente legibles para quien investiga los corazones. Y aunque, a veces, por las acciones de los hombres descubrimos sus designios, dejar de compararlos con nuestros propios anhelos y de advertir todas las circunstancias que pueden alterarlos, equivale a descifrar sin clave y exponerse al error, por exceso de confianza o de desconfianza, según que el individuo que lee, sea un hombre bueno o malo.
Aunque un hombre pueda leer a otro por sus acciones, de un modo perfecto, sólo puede hacerlo con sus circunstantes, que son muy pocos. Quien ha de gobernar una nación entera debe leer, en si mismo, no a este o aquel hombre, sino a la humanidad, cosa que resulta más difícil que aprender cualquier idioma o ciencia; cuando yo haya expuesto ordenadamente el resultado de mi propia lectura, los demás no tendrán otra molestia sino la de comprobar si en sí mismos llegan a análogas conclusiones. Porque este género de doctrina no admite otra demostración.
PRIMERA PARTE
DEL HOMBRE
CAPÍTULO I
DE LAS SENSACIONES
Por lo que respecta a los pensamientos del hombre quiero considerarlos en primer término singularmente, y luego en su conjunto, es decir, en su dependencia mutua.
Singularmente cada uno de ellos es una representación o apariencia de cierta cualidad o de otro accidente de un cuerpo exterior a nosotros, de lo que comúnmente llamamos objeto. Dicho objeto actúa sobre los ojos, oídos y otras partes del cuerpo humano, y por su diversidad de actuación produce diversidad de apariencias.
El origen de todo ello es lo que llamamos sensación (en efecto: no existe ninguna concepción en el intelecto humano que antes no haya sido recibida, totalmente o en parte, por los órganos de los sentidos). Todo lo demás deriva de ese elemento primordial.
Para el objeto que ahora nos proponemos no es muy necesario conocer la causa natural de las sensaciones; ya en otra parte he escrito largamente acerca del particular. No obstante, para llenar en su totalidad las exigencias del método que ahora me ocupa, quiero examinar brevemente, en este lugar, dicha materia.
La causa de la sensación es el cuerpo externo u objeto que actúa sobre el órgano propio de cada sensación, ya sea de modo inmediato, como en el gusto o en el tacto, o mediatamente como en la vista, el oído y el olfato: dicha acción, por medio de los nervios y otras fibras y membranas del cuerpo, se adentra por éste hasta el cerebro y el corazón, y causa allí una resistencia, reacción o esfuerzo del corazón, para libertarse: esfuerzo que dirigido hacia el exterior, parece ser algo externo. Esta apariencia o fantasía es lo que los hombres llaman sensación, y consiste para el ojo en una luz o color figurado; para el oído en un sonido; para la pituitaria en un olor; para la lengua o el paladar en un sabor; para el resto del cuerpo en calor, frío, dureza, suavidad y otras diversas cualidades que por medio de la sensación discernimos. Todas estas cualidades se denominan sensibles y no son, en el objeto que las causa, sino distintos movimientos en la materia, mediante los cuales actúa ésta diversamente sobre nuestros órganos. En nosotros, cuando somos influidos por ese efecto, no hay tampoco otra cosa sino movimientos (porque el movimiento no produce otra cosa que movimiento). Ahora bien: su apariencia con respecto a nosotros constituye la fantasía, tanto en estado de vigilia como de sueño; y así como cuando oprimimos el oído se produce un rumor, así también los cuerpos que vemos u oímos producen el mismo efecto con su acción tenaz, aunque imperceptible. En efecto, si tales colores o sonidos estuvieran en los cuerpos u objetos que los causan, no podrían ser separados de ellos como lo son por los espejos, y en los ecos mediante la reflexión. De donde resulta evidente que la cosa vista se encuentra en una parte, y la apariencia en otra. Y aunque a cierta distancia lo real, el objeto visto parece revestido por la fantasía que en nosotros produce, lo cierto es que una cosa es el objeto y otra la imagen o fantasía. Así que las sensaciones, en todos los casos, no son otra cosa que fantasía original, causada, como ya he dicho, por la presión, es decir, por los movimientos de las cosas externas sobre nuestros ojos, oídos y otros órganos.
Ahora bien, las escuelas filosóficas en todas las Universidades de la cristiandad, fundándose sobre ciertos textos de Aristóteles, enseñan otra doctrina, y dicen, por lo que respecta a la visión, que la cosa vista emite de sí, por todas partes, una especie visible, aparición o aspecto, o cosa vista; la recepción de ello por el ojo constituye la visión. Y por lo que respecta a la audición, dicen que la cosa oída emite de sí una especie audible, aspecto o cosa audible, que al penetrar en el oído engendra la audición. Incluso por lo que respecta a la causa de la comprensión, dicen que la cosa comprendida emana de sí una especie inteligible, es decir, un inteligible que al llegar a la comprensión nos hace comprender. No digo esto con propósito de censurar lo que es costumbre en las Universidades, sino porque como posteriormente he de referirme a su misión en el Estado, me interesa haceros ver en todas ocasiones qué cosas deben ser enmendadas al respecto. Entre ellas está la frecuencia con que usan elocuciones desprovistas de significación.
CAPÍTULO II
DE LA IMAGINACIÓN
Que cuando una cosa permanece en reposo seguirá manteniéndose así a menos que algo la perturbe, es una verdad de la que nadie duda; pero que cuando una cosa está en movimiento continuará moviéndose eternamente, a menos que algo la detenga, constituye una afirmación no tan fácil de entender, aunque la razón sea idéntica (a saber: que nada puede cambiar por sí mismo). En efecto: los hombres no miden solamente a los demás hombres, sino a todas las otras cosas, por sí mismos: y como ellos mismos se encuentran sujetos, después del movimiento, a la pena y al cansancio, piensan que toda cosa tiende a cesar de moverse y procura reposar por decisión propia; tienen poco en cuenta el hecho de si no existe otro movimiento en el cual consista este deseo de descanso que advierten en sí mismos. En esto se apoya la afirmación escolástica de que los cuerpos pesados caen movidos por una apetencia de descanso, y se mantienen por naturaleza en el lugar que es más adecuado para ellos: de este modo se adscribe absurdamente a las cosas inanimadas apetencia y conocimiento de lo que es bueno para su conservación (lo cual es más de lo que el hombre tiene).
Cuando un cuerpo se pone una vez en movimiento, se mueve eternamente (a menos que algo se lo impida); y el obstáculo que encuentra no puede detener ese movimiento en un instante, sino con el transcurso del tiempo, y por grados. Y del mismo modo que vemos en el agua cómo, cuando el viento cesa, las olas continúan batiendo durante un espacio de tiempo, así ocurre también con el movimiento que tiene lugar en las partes internas del hombre, cuando ve, sueña, etc. En efecto: aun después que el objeto ha sido apartado de nosotros, si cerramos los ojos seguiremos reteniendo una imagen de la cosa vista, aunque menos precisa que cuando la veíamos. Tal es lo que los latinos llamaban imaginación, de la imagen que en la visión fue creada: y esto mismo se aplica aunque impropiamente, a todos los demás sentidos. Los griegos, en cambio, la llamaban fantasía, que quiere decir apariencia, y es tan peculiar de un sentido como de los demás. Por consiguiente, la IMAGINACIÓN no es otra cosa sino una sensación que se debilita; sensación que se encuentra en los hombres y en muchas otras criaturas vivas, tanto durante el sueño como en estado de vigilia.
La debilitación de las sensaciones en el hombre que se halla en estado de vigilia no es la debilitación del movimiento que tiene lugar en las sensaciones: más bien es una obnubilación de ese movimiento, algo análogo a como la luz del sol obscurece la de las estrellas. En efecto: las estrellas no ejercen menos en el día que por la noche la virtud que las hace visibles. Pero así como entre las diferentes solicitaciones que nuestros ojos, nuestros oídos y otros órganos reciben de los cuerpos externos, sólo la predominante es sensible, así también, siendo predominante la luz del sol, no impresiona nuestros sentidos la acción de las estrellas. Cuando se aparta de nuestra vista cualquier objeto, la impresión que hizo en nosotros permanece: ahora bien, como otros objetos más presentes vienen a impresionarnos, a su vez, la imaginación del pasado se obscurece y debilita; así ocurre con la voz del hombre entre los rumores cotidianos. De ello se sigue que cuanto más largo es el tiempo transcurrido desde la visión o sensación de un objeto, tanto más débil es la imaginación. El cambio continuo que se opera en el cuerpo del hombre destruye, con el tiempo, las partes que se movieron en la sensación; a su vez la distancia en el tiempo o en el espacio producen en nosotros el mismo efecto. Y del mismo modo que a gran distancia de un lugar el objeto a que miráis os aparece minúsculo y no hay posibilidad de distinguir sus detalles; y así como, de lejos, las voces resultan débiles e inarticuladas, así, también, después de un gran lapso de tiempo, nuestra imagen del pasado se debilita, y, por ejemplo, perdemos de las ciudades que hemos visto, el recuerdo de muchas calles; y de las acciones, muchas particulares circunstancias. Esta sensación decadente, si queremos expresar la misma cosa (me refiero a la fantasía) la llamamos imaginación, como ya dije antes: pero cuando queremos expresar ese decaimiento y significar que la sensación se atenúa, envejece y pasa, la llamamos memoria. Así imaginación y memoria son una misma cosa que para diversas consideraciones posee, también, nombres diversos.
Memoria. Una memoria copiosa o la memoria de muchas cosas se denomina experiencia. La imaginación se refiere solamente a aquellas cosas que antes han sido percibidas por los sentidos, bien sea de una vez o por partes, en tiempos diversos; la primera (que consiste en la imaginación del objeto entero tal como fue presentado a los sentidos) es simple imaginación; así ocurre cuando alguien imagina, un hombre o un caballo que vio anteriormente. La otra es compuesta, como cuando de la visión de un hombre en cierta ocasión, y de un caballo en otra, componemos en nuestra mente la imagen de un centauro. Así, también, cuando un hombre combina la imagen de su propia persona con la imagen de las acciones de otro hombre; por ejemplo, cuando un hombre se imagina a si mismo ser un Hércules o un Alejandro (cosa que ocurre con frecuencia a quienes leen novelas en abundancia), se trata de una imaginación compuesta, pero propiamente de una ficción mental. Existen también otras imágenes que se producen en los hombres (aunque en estado de vigilia) a causa de una gran impresión recibida por los sentidos. Por ejemplo, cuando se mira fijamente al sol, la impresión deja ante nuestros ojos, durante largo tiempo, una imagen de dicho astro; cuando se mira con fijeza y de un modo prolongado figuras geométricas, el hombre en la obscuridad (aunque esté despierto) tiene luego imágenes de líneas y ángulos ante sus ojos: este género de fantasía no tiene nombre particular, por ser algo que comúnmente no cae bajo el discurso humano.
Ensueños. Las imaginaciones de los que duermen constituyen lo que llamamos ensueños. También éstas, como todas las demás imaginaciones, han sido percibidas antes, totalmente o en partes, por los sentidos. Y como el cerebro y los nervios, necesarios a la sensación, quedan tan aletargados en el sueño que difícilmente se mueven por la acción de los objetos externos, durante el sueño no puede producirse otra imaginación ni, en consecuencia, otro ensueño sino el que procede de la agitación de las partes internas del cuerpo humano. Dada la conexión que tienen con el cerebro y otros órganos, cuando estos elementos internos se perturban, ponen a dichos órganos en movimiento: sólo que hallándose entonces algo aletargados los órganos de la sensación y no existiendo un nuevo objeto que pueda dominarla u obscurecerla con una impresión más vigorosa, el ensueño tiene que ser más claro en el silencio de las sensaciones que lo son nuestros pensamientos en el estado de vigilia.
Y aun suele ocurrir que resulte difícil, y en ciertos casos imposible, distinguir exactamente entre sensación y ensueño. Por mí parte, cuando considero que en los sueños no pienso con frecuencia ni constantemente en las mismas personas, lugares, objetos y acciones que cuando estoy despierto; ni recuerdo durante largo rato una serie de pensamientos coherentes con los ensueños de otros tiempos; y como, además, cuando estoy despierto observo frecuentemente lo absurdo de los sueños, pero nunca sueño con lo absurdo de mis pensamientos en estado de vigilia, me satisface advertir que estando despierto yo sé que no sueño: mientras que cuando duermo me pienso estar despierto.
Si advertimos que los ensueños son causados por la destemplanza de algunas partes internas del cuerpo, tendremos que esas diversas destemplanzas causarán, necesariamente, ensueños diferentes. Así acontece que cuando se tiene frío estando echado se sueña con cosas de terror, y surge la idea o imagen de algún objeto temible (siendo recíproco el movimiento del cerebro a las partes internas, y de las partes internas al cerebro); del mismo modo que la cólera causa calor en algunas partes del cuerpo cuando estamos despiertos, así, cuando dormimos, el exceso de calor de las mismas partes causa cólera, y engendra en el cerebro la imagen de un enemigo. De la misma manera la pasión natural, cuando estamos despiertos, engendra deseo; y el deseo produce calor en otras ciertas partes del cuerpo; así también el exceso de ardor en estas partes, cuando estamos durmiendo, sucede en el cerebro la imagen de algún anhelo antes sentido. En suma, nuestros ensueños son el reverso de nuestras imágenes en estado de vigilia. Sólo que cuando estamos despiertos el movimiento se inicia en un extremo, y cuando dormimos, en otro.
Apariciones y visiones. La mayor dificultad en discriminar los ensueños de un hombre y sus pensamientos en estado de vigilia se advierte cuando por accidente dejamos de observar que estamos durmiendo, casa que fácilmente ocurre al hombre que está lleno de terribles pensamientos, y cuya ¡conciencia se halla perturbada, hasta el punto de que duerme aun en circunstancias extrañas, por ejemplo al acostarse o al desnudarse, lo mismo que otros dormitan en el sillón. En efecto: quien está apenado y se afana, en vano, por dormir, si una fantasía extraña o exorbitante se le aparece, fácilmente propenderá a pensar en un ensueño. Cuentan de Marco Bruto (un personaje a quien dio vida Julio César, y le hizo su favorito, no obstante lo cual fue asesinado por él) que en Philippi, la noche de la víspera de la batalla contra César Augusto, vio una aparición espantable que los historiadores presentan, por lo común, como una visión; ahora bien, teniendo en cuenta las circunstancias, fácilmente podemos inferir que no se trataba sino de un ensueño fugaz. Hallándose sentado en su tienda, pensativo y conturbado por el acto cometido, no fue difícil para él, aterido de frío como estaba, soñar acerca de lo que más le afligía: ese mismo temor le hizo despertar gradualmente, con lo cual la aparición fue desvaneciéndose poco a poco. Y como no tenía seguridad de estar durmiendo, no había motivo para pensar que todo ello fuera un ensueño ni cosa distinta de una visión. Esta eventualidad no es muy rara, pues incluso los que están perfectamente despiertos, cuando tienen miedo y son supersticiosos, y se hallan poseídos por terribles ideas, al estar solos en la obscuridad se ven sujetos a tales fantasías, y creen ver espíritus y fantasmas de hombres muertos paseando por los cementerios. En todo ello no hay otra cosa que su fantasía, o bien el fraude de ciertas personas que, abusando del temor ajeno, pasan disfrazadas, durante la noche, por lugares que desean frecuentar sin ser conocidas.
De esta ignorancia para distinguir los ensueños, y otras fantasías, de la visión y de las sensaciones, surgieron en su mayor parte las creencias religiosas de los gentiles, en los tiempos pasados, cuando se adoraba a sátiros, faunos, ninfas y otras ficciones por el estilo: tal es, también, ahora, el origen del concepto que la gente vulgar tiene de hadas, fantasmas y duendes, así como del poder de las brujas. En cuanto a estas últimas no creo que su brujería encierre ningún poder efectivo: pero justamente se las castiga por la falsa creencia que tienen de ser causa de maleficio, y, además, por su propósito de hacerlo si pudieran: sus actividades se hallan más cerca de una nueva religión que de un arte o ciencia. En cuanto a las hadas y fantasmas de ambulantes, el concepto que sobre ellos se tiene se inició seguramente, o por lo menos no ha sido contradicho, para acreditar el uso de exorcismos, cruces, agua bendita y otras parecidas invenciones de personas supersticiosas. A pesar de ello no hay duda de que Dios puede hacer apariciones fuera de lo natural: pero que las haga tan frecuentemente que los hombres hayan de temer tales cosas más que temen la continuidad o el cambio en el curso de la Naturaleza (que también puede permanecer o cambiar), no es artículo de fe cristiana. Ahora bien, los hombres malvados, bajo el pretexto de que Dios puede hacerlo todo, son tan osados que dicen todo aquello que sirve a sus propósitos, aunque sepan que, es falso. Es cosa inherente a la condición de un hombre sabio no creer en ello sino cuando la buena razón haga dignas de crédito las cosas afirmadas. Si esta superstición, este temor a los espíritus fuese eliminado, y con ello los pronósticos a base de ensueños y otras cosas concomitantes —mediante las cuales algunas personas ambiciosas de poder abusan de las gentes sencillas— los hombres estarían más aptos que lo están para la obediencia cívica.
Tal debería ser la misión de las escuelas, pero más bien tienden a alimentar semejantes doctrinas. Porque (no sabiendo lo que son la imaginación y las sensaciones) enseñan aquello que por tradición conocen. Así afirman algunos que las imaginaciones surgen en nosotros mismos y no tienen causa. Otros aseguran que más comúnmente se producen por obra de la voluntad; que los pensamientos buenos son inspirados en el hombre por Dios, y los pensamientos malvados por el demonio: o que los pensamientos buenos resultan imbuidos (infusos) en el hombre por Dios, y los malignos por el demonio. Algunos dicen que los sentidos reciben las especies de las cosas y las entregan al sentido común: que el sentido común las transmite a la fantasía, y ésta la memoria, y la memoria al juicio; lo cual parece pura tradición de cosas, con muchas palabras que no ayudan a la comprensión.
Entendimiento. La imaginación que se produce en el hombre (o en cualquier otra criatura dotada con la facultad de imaginar), por medio de palabras u otros signos voluntarios es lo que generalmente llamamos entendimiento, que es común a los hombres y a los animales. Por el hábito, un perro llegará a entender la llamada o la reprimenda de su dueño, y lo mismo ocurrirá con otras bestias. El entendimiento que es peculiar al hombre, no es solamente comprensión de su voluntad, sino de sus concepciones y pensamientos, por la sucesión y agrupación de los nombres de las cosas en afirmaciones, negaciones y otras formas de expresión. De este género de entendimiento he de hablar más adelante.
CAPÍTULO III
DE LA CONSECUENCIA O SERIE DE IMAGINACIONES
Por consecuencia o serie de pensamientos comprendo la sucesión de un pensamiento a otro; es lo que, para distinguirlo del discurso en palabras, denominamos discurso mental.
Cuando un hombre piensa en una cosa cualquiera, su pensamiento inmediatamente posterior no es, en definitiva, tan casual como pudiera parecer. Un pensamiento cualquiera no sucede a cualquier otro pensamiento de modo indiferente. Del mismo modo que no tenemos imágenes, a no ser que antes hayamos tenido sensaciones, en conjunto o en partes, así tampoco tenemos transición de una imagen a otra si antes no la hemos tenido en nuestras sensaciones. La razón de ello es la siguiente. Todas las fantasías son movimientos efectuados dentro de nosotros, reliquias de los que se han operado en la sensación. Estos movimientos que inmediatamente se suceden en las sensaciones, siguen hallándose, también, conjuntos después de ellas. Así, al volver a ocupar el primer movimiento un lugar predominante, continúa el segundo por coherencia con la materia movida, como el agua sobre una mesa puede ser empujada de una parte a otra y guiada por el dedo. Pero como en las sensaciones, tras una sola y misma cosa percibida, viene una vez una cosa y otras otra, así ocurre también en el tiempo, que al imaginar una cosa no podemos tener certidumbre de lo que habremos de imaginar a continuación. Sólo una cosa es cierta: algo debe haber que sucedió antes, en un tiempo u otro.
Serie de pensamientos sin orientación. Esta serie de pensamientos o discurso mental es de dos clases. La primera carece de orientación y designio, es inconstante; no hay en ella pensamiento apasionado que gobierne y atraiga hacia sí mismo a los que le siguen, constituyéndose en fin u objeto de algún deseo o de otra pasión. En tal caso se dice que los pensamientos fluctúan y parecen incoherentes uno respecto a otro, como en el sueño. Tales son, comúnmente, los pensamientos de los seres humanos que no sólo están aislados, sino también sin preocupación por cualquiera otra cosa. Incluso puede ocurrir que estos pensamientos sean tan activos como en otros tiempos, pero carezcan de armonía, como el sonido de un laúd sin templar en manos de cualquier hombre; o templado, en manos de alguien que no supiera tocar. Aun en esta extraña disposición de la mente un hombre percibe muchas veces el hilo y la dependencia de un pensamiento con respecto a otro. Así en un coloquio acerca de nuestra guerra civil presente ¿qué cosa sería más desatinada, en apariencia, que preguntar (como alguien lo hizo) cuál era el valor de un dinero romano? Aun así, la coherencia, a juicio mío, era bastante evidente, porque el pensamiento de la guerra traía consigo el de la entrega del rey a sus enemigos; este pensamiento sugería el de la entrega de Cristo; ésta, a su vez, el de los treinta dineros que fue el precio de aquella traición: fácilmente se infiere de aquí aquella maliciosa cuestión; y todo esto en un instante, porque el pensamiento es veloz.
Serie de pensamientos regulados. El segundo es más constante, puesto que está regulado por algún deseo y designio. La impresión hecha por las cosas que deseamos o tememos es, en efecto, intensa y permanente o (cuando cesa por algún tiempo) de rápido retomo: tan fuerte es, a veces, que impide y rompe nuestro sueño. Del deseo surge el pensamiento de algunos medios que hemos visto producir efectos análogos a aquellos que perseguimos; del pensamiento de estos efectos brota la idea de los medios conducentes a ese fin, y así sucesivamente hasta que llegamos a algún comienzo que está dentro de nuestras posibilidades. Y como el fin, por la grandeza de la impresión viene con frecuencia a la mente, si nuestros pensamientos comienzan a disiparse, rápidamente son conducidos otra vez al recto camino. Observado esto por uno de los siete sabios, ello le indujo a dar a los hombres este consejo que ahora recordamos: Respice finem. Es decir, en todas vuestras acciones, considerad infrecuente aquello que queréis poseer, porque es la cosa que dirigirá todos vuestros pensamientos al camino para alcanzarlo.
La serie de pensamientos regulados es de dos clases. Una cuando tratamos de inquirir las causas o medios que producen un efecto imaginado: este género es común a los hombres y a los animales. Otra cuando, imaginando una cosa cualquiera, tratamos de determinar los efectos posibles que se pueden producir con ella; es decir, imaginar lo que podemos hacer con una cosa cuando la tenemos. De esta especie de pensamientos en ningún tiempo y fin percibimos muestra alguna sino sólo en el hombre ésta es, en efecto, una particularidad que raramente ocurre en la naturaleza de cualquiera otra criatura viva que no tenga más pasiones que las sensoriales, tales como el hambre, la sed, el apetito sexual y la cólera. En suma, el discurso mental, cuando está gobernado por designios, no es sino búsqueda o facultad de invención, lo que los latinos llamaban sagacitas y solertia; una averiguación de las causas de algún efecto presente o pasado, o de los efectos de alguna causa pasada o presente. A veces el hombre busca lo que ha perdido; y desde el momento, lugar y tiempo en que advierte la falta, su mente retrocede de lugar en lugar y de tiempo en tiempo, para hallar dónde y cuándo la tenía; esto es, para encontrar un tiempo y un lugar evidentes y unos límites dentro de los cuales dar comienzo a una metódica investigación. Luego, desde allí, vuelven sus pensamientos hacia los mismos lugares y tiempos para hallar qué acción o qué contingencia pueden haberle hecho perder la cosa.
Remembranza. Es lo que denominamos remembranza o invocación a la mente: los latinos la llamaban reminiscentia, por considerarla como un reconocimiento de nuestras acciones anteriores.
A veces el hombre conoce un lugar determinado dentro del ámbito en el cual ha de inquirir; entonces sus pensamientos hurgan en ese sitio por todas sus partes, del mismo modo que registraríamos una habitación para hallar una joya; o como un perro de caza recorrería el campo hasta encontrar el rastro; o como alguien consultaría el diccionario para hallar una rima.
Prudencia. En ocasiones un hombre desea saber el curso de determinada acción; entonces piensa en alguna acción pretérita semejante y en las consecuencias ulteriores de ella, presumiendo que a acontecimientos iguales han de suceder acciones iguales. Cuando uno quiere prever lo que ocurrirá con un criminal recuerda lo que ha visto ocurrir en crímenes semejantes: el orden de sus pensamientos es éste: el crimen, los agentes judiciales, la prisión, el juez y la horca. Este género de pensamiento se llama previsión, prudencia o providencia; a veces sabiduría; aunque tales conjeturas, dada la dificultad de observar todas las circunstancias, resulten muy falaces. Mas es lo cierto que algunos hombres tienen una experiencia mucho mayor de las cosas pasadas que otros, y en la misma medida son más prudentes; sus previsiones raramente fallan. El presente sólo tiene dila realidad en la Naturaleza; las cosas pasadas tienen una realidad en la memoria solamente; pero las cosas por venir no tienen realidad alguna. El futuro no es sino una ficción de la mente, que aplica las consecuencias de las acciones pasadas a las acciones presentes; quien tiene mayor experiencia hace esto con mayor certeza; pero no con certeza suficiente. Y aunque se llama prudencia, cuando el acontecimiento responde a lo que esperamos, no es, por naturaleza, sino presunción. En erecto, la presunción de las cosas por venir, que es providencia, pertenece sólo a Aquél por cuya voluntad sobrevienen. De Él solamente, y por modo sobrenatural, procede la profecía. El mejor profeta, naturalmente, es el más perspicaz; y el más perspicaz es el más versado e instruido en las materias que examina, porque tiene mayor cantidad de signos que observar.
Signos. Un signo es el acontecimiento antecedente del consiguiente; y, por el contrario, el consiguiente del antecedente, cuando antes han sido observadas las mismas consecuencias. Cuanto más frecuentemente han sido observadas, tanto menos incierto es el signo y, por tanto, quien tiene más experiencia en cualquiera clase de negocios, dispone de más signos para avizorar el tiempo futuro. Como consecuencia es el más prudente, y mucho más prudente que quien es nuevo en aquel género de negocios y no tiene, como compensación, cualquiera ventaja de talento natural y desusado: aunque a veces, muchos jóvenes piensan lo contrario.
No obstante no es la prudencia lo que distingue al hombre de la bestia. Hay animales que teniendo un año observan más, y persiguen lo que es bueno para ellos con mayor prudencia que un niño puede hacerlo a los diez.
Conjetura del tiempo pasado. La prudencia es una presunción del futuro basada en la experiencia del pasado; pero existe también una presunción de cosas pasadas, deducida de otras cosas que no son futuras, sino pasadas también. Quien ha visto por qué procedimientos y grados un Estado floreciente cae primero en la guerra civil y luego en la ruina, a la vista de la ruina de cualquier otro Estado inducirá que las causas de ello fueron las mismas guerras y los mismos sucesos. Pero esta conjetura tiene el mismo grado de incertidumbre que la conjetura del futuro; ambas están basadas solamente sobre la experiencia.
Por lo que yo recuerdo no existe otro acto de la mente humana, connatural a ella, y que no necesite otra cosa para su ejercicio sino haber nacido hombre y hacer uso de los cinco sentidos. Por el estudio y el trabajo se adquieren e incrementan aquellas otras facultades de las que hablaré poco a poco, y que parecen exclusivas del hombre. Muchos hombres van adquiriéndolas mediante instrucción y disciplina, y todas derivan de la invención de las palabras y del lenguaje. Porque aparte de las sensaciones y de los pensamientos, la mente del hombre no conoce otro movimiento, si bien con ayuda del lenguaje y del método, las mismas facultades pueden ser elevadas a tal altura que distingan al hombre de todas las demás criaturas vivas.
Cualquiera cosa que imaginemos es finita. Por consiguiente, no hay idea o concepción de ninguna clase que podamos llamar infinita. Ningún hombre puede tener en su mente una imagen de cosas infinitas ni concebir la infinita sabiduría, el tiempo infinito, la fuerza infinita o el poder infinito. Cuando decimos de una cosa que es infinita, significamos solamente que no somos capaces de abarcar los términos y límites de la cosa mencionada, con lo que no tenemos concepción de la cosa, sino de nuestra propia incapacidad. De aquí resulta que el nombre de Dios es usado no para que podamos concebirlo (puesto que es incomprensible, y su grandeza y poder resultan imposibles de concebir) sino para que podamos honrarle. Así (tal como dije antes), cualquiera cosa que concebimos ha sido anteriormente percibida por los sentidos, de una vez o por partes, y un hombre no puede tener idea que represente una cosa no sujeta a sensación. En consecuencia, nadie puede concebir una cosa sino que debe concebirla situada en algún lugar, provista de una determinada magnitud y susceptible de dividirse en partes; no puede ser que una cosa esté toda en este sitio y toda en otro lugar, al mismo tiempo; ni que dos o más cosas estén, a la vez, en un mismo e idéntico lugar. Porque ninguna de estas cosas es o puede ser nunca incidental a la sensación; ello no son sino afirmaciones absurdas, propaladas —sin razón alguna— por filósofos fracasados y por escolásticos engañados o engañosos.
CAPÍTULO IV
DEL LENGUAJE
Origen del lenguaje. La invención de la imprenta, aunque ingeniosa, no tiene gran importancia si se la compara con la invención de las letras. Pero ignoramos quién fue el primero en hallar el uso de las letras. Dicen los hombres que quien en primer término las trajo a Grecia fue Cadmo, hijo de Agenor, rey de Fenicia. Fue, ésta, una invención provechosa para perpetuar la memoria del tiempo pasado, y la conjunción del género humano, disperso en tantas y tan distintas regiones de la tierra; y tuvo gran dificultad, como que procede de una cuidadosa observación de los diversos movimientos de la lengua, del paladar, de los labios y de otros órganos de la palabra; añádase, además, a ello la necesidad de establecer distinciones de caracteres, para recordarlas. Pero la más noble y provechosa invención de todas fue la del lenguaje, que se basa en nombres o apelaciones, y en las conexiones de ellos. Por medio de esos elementos los hombres registran sus pensamientos, los recuerdan cuando han pasado, y los enuncian uno a otro para mutua utilidad y conversación. Sin él no hubiera existido entre los hombres ni gobierno ni sociedad, ni contrato ni paz, ni más que lo existente entre leones, osos y lobos. El primer autor del lenguaje fue Dios mismo, quien instruyó a Adán cómo llamar a las criaturas que iba presentando ante su vista. La Escritura no va más lejos en esta materia. Ello fue suficiente para inducir al hombre a añadir nombres nuevos, a medida que la experiencia y el uso de las criaturas iban dándole ocasión, y para acercarse gradualmente a ellas de modo que pudiera hacerse entender. Y así, andando el tiempo, ha ido formándose el lenguaje tal como lo usamos, aunque no tan copioso como un orador o filósofo lo necesita. En efecto, no encuentro cosa alguna en la Escritura de la cual directamente o por consecuencia pueda inferirse que se enseñó a Adán los nombres de todas las figuras, cosas, medidas, colores, sonidos, fantasías y relaciones. Mucho menos los nombres de las palabras y del lenguaje, como general, especial, afirmativo, negativo, indiferente, optativo, infinitivo, que tan útiles son; y menos aún la de entidad, intencionalidad, quididad, y otras, insignificantes, de los Escolásticos.
Todo este lenguaje ha ido produciéndose y fue incrementado por Adán y su posteridad, y quedó de nuevo perdido en la torre de Babel cuando, por la mano de Dios, todos los hombres fueron castigados, por su rebelión, con el olvido de su primitivo lenguaje. Y viéndose así forzados a dispersarse en distintas partes del mundo, necesariamente hubo de sobrevenir la diversidad de lenguas que ahora existe, derivándose por grados de aquélla, tal como lo exigía la necesidad (madre de todas las invenciones); y con el transcurso del tiempo fue creciendo de modo cada vez más copioso.
Uso del lenguaje. El uso general del lenguaje consiste en trasponer nuestros discursos mentales en verbales: o la serie de nuestros pensamientos en una serie de palabras, y esto con dos finalidades: una de ellas es el registro de las consecuencias de nuestros pensamientos, que siendo aptos para sustraerse de nuestra memoria cuando emprendemos una nueva labor, pueden ser recordados de nuevo por las palabras con que se distinguen. Así, el primer uso de los nombres es servir como marcas o notas del recuerdo. Otro uso se advierte cuando varias personas utilizan las mismas palabras para significar (por su conexión y orden), una a otra, lo que conciben o piensan de cada materia; y también lo que desean, temen o promueve en ellos otra pasión. Y para este uso se denominan signos. Usos especiales del lenguaje son los siguientes: primero, registrar lo que por meditación hallamos ser la causa de todas las cosas, presentes o pasadas, y lo que a juicio nuestro las cosas presentes o pasadas puedan producir, o efecto, lo cual, en suma es el origen de las artes. En segundo término, mostrar a otros el conocimiento que hemos adquirido, lo cual significa aconsejar y enseñar uno a otro. En tercer término, dar a conocer a otros nuestras voluntades y propósitos, para que podamos prestarnos ayuda mutua. En cuarto lugar, complacernos y deleitarnos nosotros y los demás, jugando con nuestras palabras inocentemente, para deleite nuestro.
Abusos del lenguaje. A estos usos se oponen cuatro vicios correlativos: Primero, cuando los hombres registran sus pensamientos equivocadamente, por la inconstancia de significación de sus palabras; con ellas registran concepciones que nunca han concebido, y se engañan a sí mismos. En segundo lugar, cuando usan las palabras metafóricamente, es decir, en otro sentido distinto de aquel para el que fueron establecidas, con lo cual engañan a otros. En tercer lugar, cuando por medio de palabras declaran cuál es su voluntad, y no es cierto. En cuarto término, cuando usan el lenguaje para agraviarse unos a otros: porque viendo cómo la Naturaleza ha armado a las criaturas vivas, algunas con dientes, otras con cuernos, y algunas con manos para atacar al enemigo, constituye un abuso del lenguaje agraviarse con la lengua, a menos que nuestro interlocutor sea uno a quien nosotros estamos obligados a dirigir; en tal caso ello no implica agravio, sino correctivo y enmienda.
La manera como el lenguaje se utiliza para recordar la consecuencia de causas y efectos, consiste en la aplicación de nombres y en la conexión de ellos.
Nombres propios _y comunes universales. De los nombres, algunos son propios y peculiares de una sola cosa, como Pedro, Juan, este hombre, este árbol: algunos, comunes a diversas cosas, como hombre, caballo, animal. Aun cuando cada uno de éstos sea un nombre, es, no obstante, nombre de diversas cosas particulares; consideradas todas en conjunto constituyen lo que se llama un universal. Nada hay universal en el mundo más que los nombres, porque cada una de las cosas denominadas es individual y singular.
El nombre universal se aplica a varias cosas que se asemejan en ciertas cualidades u otros accidentes. Y mientras que un nombre propio recuerda solamente una cosa, los universales recuerdan cada una de esas cosas diversas.
De los nombres universales algunos son de mayor extensión, otros de extensión más pequeña; los de comprensión mayor son los menos amplios: y algunos, a su vez, que son de igual extensión, se comprenden uno a otro, recíprocamente. Por ejemplo, el nombre cuerpo es de significación más amplia que la palabra hombre, y la comprende; los nombres hombre y racional son de igual extensión, y mutuamente se comprenden uno a otro. Pero ahora, conviene advertir que mediante un nombre no siempre se comprende, como en la gramática, una sola palabra, sino, a veces, por circunlocución, varias palabras juntas. Todas estas palabras: el que en sus acciones observa las leyes de su país, hacen un solo nombre, equivalente a esta palabra singular: justo.
Mediante esta aplicación de nombres, unos de significación más amplia, otros de significación más estricta, convertimos la agrupación de consecuencias de las cosas imaginadas en la mente, en agrupación de las consecuencias de sus apelaciones. Así, cuando un hombre que carece en absoluto del uso de la palabra (por ejemplo, el que nace y sigue siendo perfectamente sordo y mudo), ve ante sus ojos un triángulo y, junto a él, dos ángulos rectos, (tales como son los ángulos de una figura cuadrada) puede, por meditación, comparar y advertir que los tres ángulos de ese triángulo son iguales a los dos ángulos rectos que estaban junto a él. Pero si se le muestra otro triángulo, diferente, en su traza, del primero, no se dará cuenta, sin un nuevo esfuerzo, de si los tres ángulos de éste son, también, iguales a los de aquél. Ahora bien, quien tiene el uso de la palabra, cuando observa que semejante igualdad es una consecuencia no ya de la longitud de los lados ni de otra peculiaridad de ese triángulo, sino, solamente, del hecho de que los lados son líneas rectas, y los ángulos tres, y de que ésta es toda la razón de por qué llama a esto un triángulo, llegará a la conclusión universal de que semejante igualdad de ángulos tiene lugar con respecto a un triángulo cualquiera, y entonces resumirá su invención en los siguientes términos generales: Todo triángulo tiene sus tres ángulos iguales a dos ángulos rectos. De este modo la consecuencia advertida en un caso particular llega a ser registrada y recordada como una norma universal; así, nuestro recuerdo mental se desprende de las circunstancias de lugar y tiempo, y nos libera de toda labor mental, salvo la primera; ello hace que lo que resultó ser verdad aquí y ahora, será verdad en todos los tiempos y lugares.
Ahora bien, el uso de palabras para registrar nuestros pensamientos en nada resulta tan evidente como en la numeración. Un imbécil de nacimiento, que nunca haya podido aprender de memoria el orden de los términos numerales, como uno, dos y tres, puede observar cada uno de los toques de la campana y asentir a ellos, o decir uno, uno, uno; pero nunca sabrá qué hora es. Parece ser que existió un tiempo en que las denominaciones numéricas no estaban en uso; entonces afanábanse los hombres en utilizar los dedos de una o de las dos manos para las cosas que deseaban contar; de aquí procede que en la actualidad nuestras expresiones numerales sean diez en diversas naciones, si bien en algunas son cinco, después de lo cual se vuelve a comenzar de nuevo. Quien puede contar hasta diez, si recita los números sin orden, se perderá a sí mismo y no sabrá lo que ha hecho: mucho menos podrá sumar y restar, realizar todas las demás operaciones de la aritmética. Así que sin palabras no hay posibilidad de calcular números; mucho menos magnitudes, velocidades, fuerza y otras cosas cuyo cálculo es tan necesario para la existencia o el bienestar del género humano.
Cuando dos nombres se reúnen en una consecuencia o afirmación como, por ejemplo, un hombre es una criatura viva, o bien si él es un hombre es una criatura viva, si la última denominación, criatura viva, significa todo lo que significa el primer nombre, hombre, entonces la afirmación o consecuencia es cierta; en otro caso, es falsa. En efecto: verdad y falsedad son atributos del lenguaje, no de las cosas. Y donde no hay lenguaje no existe ni verdad ni falsedad. Puede haber error como cuando esperamos algo que no puede ser, o cuando sospechamos algo que no ha sido: pero en ninguno de los dos casos puede ser imputada a un hombre falta de verdad.
Necesidad de las definiciones. Si advertimos, pues, que la verdad consiste en la correcta ordenación de los nombres en nuestras afirmaciones, un hombre que busca la verdad precisa tiene necesidad de recordar lo que significa cada uno de los nombres usados por él, y colocarlos adecuadamente; de lo contrario se encontrará él mismo envuelto en palabras, como un pájaro en el lazo; y cuanto más se debata tanto más apurado se verá. Por esto en la Geometría (única ciencia que Dios se complació en comunicar al género humano) comienzan los hombres por establecer el significado de sus palabras; esta fijación de significados se denomina definición, y se coloca en el comienzo de todas sus investigaciones.
Esto pone de relieve cuán necesario es para todos los hombres que aspiran al verdadero conocimiento examinar las definiciones de autores precedentes, bien para corregirlas cuando se han establecido de modo negligente, o bien para hacerlas por su cuenta. Porque los errores de las definiciones se multiplican por sí mismos a medida que la investigación avanza, y conducen a los hombres a absurdos que en definitiva se advierten sin poder evitarlos, so pena de iniciar de nuevo la investigación desde el principio; en ello consiste el fundamento de sus errores. De aquí resulta que quienes se fían de los libros hacen como aquellos que reúnen diversas sumas pequeñas en una suma mayor sin considerar si las primeras sumas eran o no correctas; y dándose al final cuenta del error y no desconfiando de sus primeros fundamentos, no saben qué procedimiento han de seguir para aclararse a sí mismos los hechos. Limítanse a perder el tiempo mariposeando en sus libros como los pájaros que habiendo entrado por la chimenea y hallándose encerrados en una habitación, se lanzan aleteando sobre la falsa luz de una ventana de cristal, porque carecen de iniciativa para considerar qué camino deben seguir. Así en la correcta definición de los nombres radica el primer uso del lenguaje, que es la adquisición de la ciencia. Y en las definiciones falsas, es decir, en la falta de definiciones, finca el primer abuso del cual proceden todas las hipótesis falsas e insensatas; en ese abuso incurren los hombres que adquieren sus conocimientos en la autoridad de los libros y no en sus meditaciones propias; quedan así tan rebajados a la condición del hombre ignorante, como los hombres dotados con la verdadera ciencia se hallan por encima de esa condición. Porque entre la ciencia verdadera y las doctrinas erróneas la ignorancia ocupa el término medio. El sentido natural y la imaginación no están sujetos a absurdo. La Naturaleza misma no puede equivocarse: pero como los hombres abundan en copiosas palabras, pueden hacerse más sabios o más malvados que de ordinario. Tampoco es posible sin letras, para ningún hombre, llegar a ser extraordinariamente sabio o extraordinariamente loco (a menos que su memoria esté atacada por la enfermedad o por defectos de constitución de los órganos). Usan los hombres sabios las palabras para sus propios cálculos, y razonan con ellas: pero hay multitud de locos que las avalúan por la autoridad de un Aristóteles, de un Cicerón o de un Tomás, o de otro doctor cualquiera, hombre en definitiva.
Sujeta a nombres. Sujeta a nombres es cualquiera cosa que pueda entrar en cuenta o ser considerada en ella, ser sumada a otra para componer una suma, o sustraída de otra para dejar una diferencia. Los latinos daban a las cuentas el nombre de rationes, y al contar ratiocinatio : y lo que en las facturas o libros llamamos partidas, ellos lo llamaban nomina, es decir, nombres: y de aquí parece derivarse que extendieron la palabra ratio a la facultad de computar en todas las demás cosas. Los griegos tienen una sola palabra, lovgoz , para las dos cosas: lenguaje y razón. No quiere esto decir que pensaran que no existe lenguaje sin razón; sino que no hay raciocinio sin lenguaje. Y al acto de razonar lo llamaban silogismo, que significa resumir la consecuencia de una cosa enunciada, respecto a otra. Y como las mismas cosas pueden considerarse respecto a diversos accidentes, sus nombres se establecen y diversifican reflejando esta diversidad. Esta diversidad de nombres puede ser reducida a cuatro grupos generales.
En primer término, una cosa puede considerarse como materia o cuerpo; como viva, sencilla, racional, caliente, fría, movida, quieta; bajo todos estos nombres se comprende la palabra materia o cuerpo; todos ellos son nombres de materia.
En segundo lugar puede entrar en cuenta o ser considerado algún accidente o cualidad que concebimos estar en las cosas como, por ejemplo, ser movido, ser tan largo, estar caliente, etc.; entonces, del nombre de la cosa misma, por un pequeño cambio de significación, hacemos un nombre para el accidente que consideramos; y para viviente tomamos en consideración vida; para movido, movimiento; para caliente, calor; para largo, longitud; y así sucesivamente. Todas esas denominaciones son los nombres de accidentes y propiedades mediante los cuales una materia y cuerpo se distingue de otra. Todos estos son llamados nombres abstractos, porque se separan (no de la materia sino) del cómputo de la materia.
En tercer lugar consideramos las propiedades de nuestro propio cuerpo mediante las cuales hacemos distinciones: cuando una cosa es vista por nosotros consideramos no la cosa misma, sino la vista, el color, la idea de ella en la imaginación; y cuando una cosa es oída no captamos la cosa misma, sino la audición o sonido solamente, que es fantasía o concepción de ella, adquirida por el oído: y estos son nombres de imágenes.
Uso de nombres positivos. En cuarto lugar tomamos en cuenta, consideramos y damos nombres a los nombres mismos y a las expresiones: en efecto, general, universal, especial, equivoco, son nombres de nombres. Y afirmación, interrogación, narración, silogismo, oración y otros análogos son nombres de expresiones. Esta es toda la variedad de los nombres que denominamos positivos, los cuales se establecen para señalar algo que está en la Naturaleza o que puede ser imaginado por la mente del hombre, como los cuerpos que existen o cuya existencia puede concebirse; o los cuerpos que tienen propiedades o pueden imaginarse provistos de ellas; o las palabras y expresiones.
Nombres negativos y sus usos. Existen también otros nombres llamados negativos, y son notas para significar que una palabra no es nombre de la cosa en cuestión; tal ocurre con las palabras nada, nadie, infinito, indecible, tres no son cuatro, etc., y otras semejantes. No obstante, tales palabras son usuales en el cálculo o en la corrección del cálculo, y aunque no son nombres de ninguna cosa, nos recuerdan nuestras pasadas cogitaciones, porque nos hacen rehusar la admisión de nombres que no se usan correctamente.
Palabras sin significación. Todos los demás nombres no son sino sonidos sin sentido y son de dos clases. Una cuando son nuevos y su significado no está aún explicado por definición; gran abundancia de ellos ha sido puesta en circulación por los escolásticos y los filósofos enrevesados.
Otra, cuando se hace un nombre de dos nombres, cuyos significados son contradictorios e inconsistentes, como, por ejemplo, ocurre con la denominación de cuerpo incorporal o (lo que equivale a ello) sustancia incorpórea, y otros muchos. En efecto, en cualquier caso en que una afirmación es falsa, si los dos nombres de que está compuesta se reúnen formando uno, no significan nada en absoluto. Por ejemplo, si es una afirmación falsa la de decir, que un círculo es un cuadrado, la frase círculo cuadrado no significará nada, sino un mero sonido. Del mismo modo es falso decir que la virtud puede ser insuflada o infusa: las palabras virtud insuflada, virtud infusa son tan absurdas y desprovistas de significación como círculo cuadrado. Difícilmente os encontraréis con una palabra sin sentido y significación que no esté hecha con algunos nombres latinos y griegos. Un francés raramente oirá llamar a su Salvador con el nombre de Palabra, sino con el de Verbo; y, sin embargo, palabra y verbo no difieren sino en que la una es latín y la otra francés.
Comprensión. Cuando un hombre, después de oír una frase, tiene los pensamientos que las palabras de dicha frase y su conexión pretenden significar, entonces se dice que la entiende: comprensión no es otra cosa sino concepción derivada del discurso. En consecuencia, si la palabra es peculiar al hombre (como lo es, a juicio nuestro), entonces la comprensión es también peculiar a él. Y por tanto, de absurdas y falsas afirmaciones, en el caso de que sean universales, no puede derivarse comprensión; aunque algunos piensan que las entienden, no hacen sino repetir las palabras y fijarlas en su mente.
De las distintas expresiones que significan apetitos, aversiones y pasiones de la mente humana, y de su uso y abuso hablaré cuando haya hablado de las pasiones.
Nombres inconstantes. Los nombres de las cosas que nos afectan, es decir lo que nos agrada y nos desagrada (porque la misma cosa no afecta a todos los hombres del mismo modo, ni a los mismos hombres en todo momento) son de significación inconstante en los discursos comunes de los hombres. Adviértase que los nombres se establecen para dar significado a nuestras concepciones, y que todos nuestros afectos no son sino concepciones; así, cuando nosotros concebimos de modo diferente las distintas cosas, difícilmente podemos evitar llamarlas de modo distinto. Aunque la naturaleza de lo que concebimos sea la misma, la diversidad de nuestra recepción de ella, motivada por las diferentes constituciones del cuerpo, y los prejuicios de opinión prestan a cada cosa el matiz de nuestras diferentes pasiones. Por consiguiente, al razonar un hombre debe ponderar las palabras; las cuales, al lado de la significación que imaginamos por su naturaleza, tienen también un significado propio de la naturaleza, disposición e interés del que habla; tal ocurre con los nombres de las virtudes y de los vicios; porque un hombre llama sabiduría a lo que otro llama temor; y uno crueldad a lo que otro justicia; uno prodigalidad a lo que otro magnanimidad, y uno gravedad a lo que otro estupidez, etc. Por consiguiente, tales nombres nunca pueden ser fundamento verdadero de cualquier raciocinio. Tampoco pueden serlo las metáforas y tropos del lenguaje, si bien éstos son menos peligrosos porque su inconsistencia es manifiesta, cosa que no ocurre en los demás.
CAPÍTULO V
DE LA RAZÓN Y DE LA CIENCIA
Qué es la razón. Cuando un hombre razona, no hace otra cosa sino concebir una suma total, por adición de partes; o concebir un residuo, por sustracción de una suma respecto a otra: lo cual (cuando se hace por medio de palabras) consiste en concebir a base de la conjunción de los nombres de todas las cosas, el nombre del conjunto: o de los nombres de conjunto, de una parte, el nombre de la otra parte. Y aunque en algunos casos (como en los números), además de sumar y restar, los hombres practican las operaciones de multiplicar y dividir, no son sino las mismas, porque la multiplicación no es sino la suma de cosas iguales, y la división la sustracción de una cosa tantas veces como sea posible. Estas operaciones no ocurren solamente con los números sino con todas las cosas que pueden sumarse unas a otras o sustraerse unas de otras. Del mismo modo que los aritméticos enseñan a sumar y a restar en números, los geómetras enseñan lo mismo con respecto a las líneas, figuras (sólidas y superficiales), ángulos, proporciones, tiempos, grados de celeridad, fuerza, poder, y otros términos semejantes: por su parte, los lógicos enseñan lo mismo en cuanto a las consecuencias de las palabras: suman dos nombres, uno con otro, para componer una afirmación; dos afirmaciones, para hacer un silogismo, y varios silogismos, para hacer una demostración; y de la suma o conclusión de un silogismo, sustraen una proposición para encontrar la otra. Los escritores de política suman pactos, uno con otro, para establecer deberes humanos; y los juristas leyes y hechos, para determinar lo que es justo e injusto en las acciones de los individuos. En cualquiera materia en que exista lugar para la adición y la sustracción existe también lugar para la razón: y dondequiera que aquélla no tenga lugar, la razón no tiene nada que hacer.
La razón definida. A base de todo ello podemos definir (es decir, determinar) lo que es y lo que significa la palabra razón, cuando la incluimos entre las facultades mentales. Porque RAZÓN. en este sentido, no es sino cómputo (es decir, suma y sustracción) de las consecuencias de los nombres generales convenidos para la caracterización y significación de nuestros pensamientos; empleo el término caracterización cuando el cómputo se refiere a nosotros mismos, y significación cuando demostramos o aprobamos nuestros cómputos con respecto a otros hombres.
Dónde está la verdadera razón. Del mismo modo que en Aritmética los hombres que no son prácticos yerran forzosamente, y los profesores mismos pueden errar con frecuencia, y hacer cómputos falsos, así en otros sectores del razonamiento, los hombres mas capaces, más atentos y más prácticos pueden engañarse a sí mismos e inferir falsas conclusiones. Porque la razón es, por sí misma, siempre una razón exacta, como la Aritmética es un arte cierto e infalible. Sin embargo, ni la razón de un hombre ni la razón de un número cualquiera de hombres constituye la certeza; ni un cómputo puede decirse que es correcto porque gran número de hombres lo haya aprobado unánimemente. Por tanto, así como desde el momento que hay una controversia respecto a un cómputo, las partes, por común acuerdo, y para establecer la verdadera razón, deben fijar como módulo la razón de un árbitro o juez, en cuya sentencia puedan ambas apoyarse (a falta de lo cual su controversia o bien degeneraría en disputa o permanecería indecisa por falta de una razón innata), así ocurre también en todos los debates, de cualquier género que sean. Cuando los hombres que se juzgan a sí mismos más sabios que todos los demás, reclaman e invocan a la verdadera razón como juez, pretenden que se determinen las cosas, no por la razón de otros hombres, sino por la suya propia; pero ello es tan intolerable en la sociedad de los hombres, como lo es en el juego, una vez señalado el triunfo, usar como tal, en cualquiera ocasión, la serie de la cual se tienen más cartas en la mano. No hacen, entonces, otra cosa tales hombres sino tomar como razón verdadera en sus propias controversias las pasiones que les dominan, revelando su carencia de verdadera razón con la demanda que hacen de ella.
Uso de la razón. El uso y fin de la razón no es el hallazgo de la suma y verdad de una o de pocas consecuencias, remotas de las primeras definiciones y significaciones establecidas para los nombres, sino en comenzar en éstas y en avanzar de una consecuencia a otra. No puede existir certidumbre respecto a la última conclusión sin una certidumbre acerca de todas aquellas afirmaciones y negaciones sobre las cuales se fundó e infirió la última. Si un jefe de familia, al establecer una cuenta, asentara los totales de las facturas pagadas, en una suma, sin tomar en consideración cómo cada una está sumada por quienes las comunicaron ni lo que pagó por ellas, no adelantaría él mismo más que si aceptara la cuenta globalmente, confiando en la destreza y honradez de los acreedores: así, también, al inferir de todas las demás cosas establecidas, conclusiones por la confianza que le merecen, los autores, si no las comprueba desde los primeros elementos de cada cómputo (es decir, respecto a los significados de los nombres, establecidos por las definiciones) pierde su tiempo: y no sabe nada de las cosas, sino simplemente cree en ellas.
Del error y del absurdo. Cuando un hombre calcula sin hacer uso de las palabras, lo cual puede hacerse en determinados casos (por ejemplo, cuando a la vista de una cosa conjeturamos lo que debe precederla o lo que ha de seguirla), si lo que pensamos que iba a suceder no sucede, o lo que imaginamos que precedería no ha precedido, llamamos a esto ERROR; a él están sujetos incluso la mayoría de los hombres prudentes. Pero cuando razonamos con palabras de significación general, y llegamos a una decepción al presumir que algo ha pasado o va a ocurrir, comúnmente, se le denomina error, es, en realidad, un ABSURDO o expresión sin sentido. En efecto, el error no es sino una decepción al presumir que algo ha pasado o va a ocurrir; algo que aunque no hubiera pasado o no sobreviniera no entraña una imposibilidad efectiva. Pero cuando hacemos una afirmación general, a menos que sea una afirmación verdadera, la posibilidad de ella es inconcebible. Las palabras de las cuales no percibimos más que el sonido son las que llamamos absurdas, insignificantes e insensatas. Por tanto, si un hombre me habla de un rectángulo redondo; o de accidentes del pan en el queso; o de substancias inmateriales; o de un sujeto libre, de una voluntad libre o de cualquiera cosa libre, pero libre de ser obstaculizada por algo opuesto, yo no diré que está en un error, sino que sus palabras carecen de significación; esto es, que son absurdas.
He dicho antes (en el capitulo II ) que el hombre supera a todos los demás animales en la facultad de que, cuando concibe una cosa cualquiera, es apto para inquirir las consecuencias de ella y los efectos que pueda producir. Añado ahora otro grado de la misma excelencia, el de que, mediante las palabras, puede reducir las consecuencias advertidas a reglas generales, llamadas teoremas o aforismos; es decir, que él puede razonar o calcular no solamente en números, sino en todas las demás cosas que pueden ser sumadas o restadas de otras.
Pero este privilegio va asociado a otro; nos referimos al privilegio del absurdo al cual ninguna criatura viva está sujeta, salvo el hombre. Y entre los hombres, más sujetos están a ella los que profesan la filosofía. Porque es una gran verdad lo que Cicerón decía de alguien: que no puede haber nada tan absurdo que sea imposible encontrarlo en los libros de los filósofos. Y la razón es manifiesta: ninguno de ellos comienza su raciocinio por las definiciones o explicaciones de los nombres que van a usarse, método solamente usado en Geometría, razón por la cual las conclusiones de esta ciencia se han hecho indiscutibles.
Causas de absurdo. 1. La primera causa de las conclusiones absurdas la adscribo a la falta de método, desde el momento en que no se comienza el raciocinio con las definiciones, es decir, estableciendo el significado de las palabras: es como si se quisiera contar sin conocer el valor de los términos numéricos: 1, 2 y 3.
Y, como todos los cuerpos pueden considerarse desde distintos aspectos (a ello me he referido en el precedente capítulo), siendo estas consideraciones denominadas de diverso modo, origínanse distintas posibilidades de absurdo por la confusión y conexión inadecuada de sus nombres en las afirmaciones. Como consecuencia:
2. La segunda causa de las aserciones absurdas, la adscribo a la asignación de nombres de cuerpos a accidentes; o de accidentes a cuerpos. En ellas incurren quienes dicen que la fe es inspirada o infusa, cuando nada puede ser insuflado o introducido en una cosa sino un cuerpo; o bien que la extensión es un cuerpo; que los fantasmas son espíritus, etc.
3. La tercera la adscribo a la asignación de nombres de accidentes de los cuerpos situados fuera de nosotros a los accidentes de nuestros propios cuerpos; en ella incurren los que dicen que el calor está en el cuerpo; el sonido en el oído, etc.
4. La cuarta, a la asignación de nombres de cuerpos a expresiones; como cuando se afirma que existen cosas universales, que una criatura viva es un género, o una cosa general, etc.
5. La quinta, a la asignación de nombres de accidentes a nombres y expresiones; como cuando se dice que la naturaleza de una cosa es su definición; que el mandato de un hombre es su voluntad, y así sucesivamente.
6. La sexta al uso de metáforas, tropos y otras figuras retóricas, en lugar de las palabras correctas. Por ejemplo, aunque sea legítimo decir, en la conversación común, que el camino va o conduce a tal o cual parte, o que el proverbio dice esto o aquello (cuando ni los caminos pueden conducir, ni hablar los proverbios), en la determinación e investigación de la verdad no pueden admitirse tales expresiones.
7. La séptima a nombres que no significan nada, sino que se toman y aprenden rutinariamente en las Escuelas, como hipostático, transubstanciación, consubstanciación, eternoactual y otras cantinelas semejantes de los escolásticos.
Quien puede evitar estas cosas no es fácil que caiga en el absurdo, como no sea por la longitud de su raciocinio, caso en el cual puede olvidar lo que antes ocurrió. En efecto: todos los hombres, por naturaleza, razonan del mismo modo, y lo hacen bien, cuando tienen buenos principios. Porque, ¿quién sería tan estúpido para equivocarse en Geometría, y persistir en ello, si otros le señalan su error?
Ciencia. De este modo se revela que la razón no es, como el sentido y la memoria, innata en nosotros, ni adquirida por la experiencia solamente, como la prudencia, sino alcanzada por el esfuerzo: en primer término, por la adecuada imposición de nombres, y, en segundo lugar, aplicando un método correcto y razonable, al progresar desde los elementos, que son los nombres, a las aserciones hechas mediante la conexión de uno de ellos con otro; y luego hasta los silogismos, que son las conexiones de una aserción a otra, hasta que llegamos a un conocimiento de todas las consecuencia de los nombres relativos al tema considerado; es esto lo que los hombres denominan CIENCIA. Y mientras que la sensación y la memoria no son sino conocimiento de hecho, que es una cosa pasada e irrevocable, la Ciencia es el conocimiento de las consecuencias y dependencias de un hecho respecto a otro: a base de esto, partiendo de lo que en la actualidad podemos hacer, sabemos cómo realizar alguna otra cosa si queremos hacerla ahora, u otra semejante en otro tiempo. Porque cuando vemos cómo una cosa adviene, por qué causas y de qué manera, cuando las mismas causas caen bajo nuestro dominio, procuramos que produzcan los mismos efectos.
Esta es la causa de que los niños no estén dotados de razón, en absoluto, hasta que han alcanzado el uso de la palabra; pero son llamadas criaturas razonables por la aparente posibilidad de tener uso de razón en tiempo venidero. La mayor parte de los hombres, aunque tienen el uso de razón en ciertos casos como, por ejemplo, para la numeración hasta cierto grado, les sirve de muy poco en la vida común; gobiérnense ellos mismos, unos mejor, otros peor, de acuerdo con su grado diverso de experiencia, destreza de memoria e inclinaciones, hacia fines distintos; pero especialmente de acuerdo con su buena o mala fortuna y con los errores de uno respecto a otro. Por lo que a la Ciencia se refiere, o a la existencia de ciertas reglas en sus acciones, están tan lejos de ella que no saben lo que es. De la Geometría piensan que es un mágico conjuro. Pero de las demás ciencias, quienes no han sido instruidos en sus principios o han hecho algunos progresos en ellas, en forma tal que pueden ver cómo se adquieren y engendran, son, en este aspecto, como los niños, que no tienen idea de la generación, y les hacen creer las mujeres que sus hermanos y hermanas no han nacido, sino que han sido hallados en un jardín.
Eso sí: quienes carecen de ciencia se encuentran, con su prudencia natural, en mejor y más noble condición que los hombres que, por falsos razonamientos o por confiar en quienes razonan equivocadamente, formulan reglas generales que son falsas y absurdas. Por ignorancia de las causas y de las normas los hombres no se alejan tanto de su camino como por observar normas falsas o por tomar como causas de aquello a que aspiran cosas que no lo son, sino que, más bien, son causas de lo contrario.
En conclusión: la luz de la mente humana la constituyen las palabras claras o perspicuas, pero libres y depuradas de la ambigüedad mediante definiciones exactas; la razón es el paso; el Incremento de ciencia, el camino; y el beneficio del género humano, el fin. Por el contrario las metáforas y palabras sin sentido, o ambiguas, son como los ignes fatui; razonar a base de ellas equivale a deambular entre absurdos innumerables; y su fin es el litigio y la sedición, o el desdén.
Prudencia y sapiencia, y sus diferencias. Del mismo modo que mucha experiencia es prudencia, así mucha ciencia es sapiencia. Porque aunque usualmente tenemos el nombre de sabiduría para las dos cosas, los latinos distinguían siempre entre prudencia y sapiencia, adscribiendo el primer término a la experiencia, el segundo a la ciencia. Para que su diferencia nos aparezca más claramente, supongamos un hombre dotado con una excelente habilidad natural y destreza en el manejo de las armas, y otro que a esta destreza ha añadido una ciencia adquirida respecto a cómo puede herir o ser herido por su adversario, en cada postura posible o guardia. La habilidad del primero sería con respecto a la habilidad del segundo como la prudencia respecto a la sapiencia: ambas cosas son útiles, pero la última es infalible. Quienes confiando solamente en la autoridad de los libros, siguen al ciego ciegamente, son como aquellos que confiando en las falsas reglas de un maestro de esgrima, se aventuran presuntuosamente ante un adversario, del cual reciben muerte o desgracia.
Signos de la Ciencia. De los signos de la ciencia unos son ciertos e infalibles; otros, inciertos. Ciertos, cuando quien pretende la ciencia de una cosa puede enseñarla, es decir, demostrar la verdad de la misma, de modo evidente, a otro. Inciertos cuando sólo algunos acontecimientos particulares responden a su pretensión, y en ciertas ocasiones prueban lo que habían de probar. Todos los signos de prudencia son inciertas, porque observar experiencia y recordar todas las circunstancias que pueden alterar el suceso, es imposible. En cualquier negocio en que un hombre no cuente con una ciencia infalible en que apoyarse, renunciar al propio juicio natural y dejarse guiar por las sentencias generales que se leyeron en los autores y están sujetas a excepciones diversas, es un signo de locura, generalmente tildado con el nombre de pedantería. Entre aquellos hombres que en los Consejos de gobierno gustan ostentar sus lecturas en política e historia, muy pocos lo hacen en los negocios domésticos que atañen a su interés particular; tienen prudencia bastante para sus asuntos privados, pero en los públicos aprecian más la reputación de su propio ingenio que el éxito de los negocios de otros.
CAPÍTULO VI
DEL ORIGEN INTERNO DE LAS MOCIONES VOLUNTARIAS, COMÚNMENTE LLAMADAS «PASIONES», Y TÉRMINOS POR MEDIO DE LOS CUALES SE EXPRESAN
Moción vital y animal. Existen en los animales dos clases de mociones peculiares a ellos. Unas se llaman vitales; co mienzan en la generación y continúan sin interrupción alguna a través de la vida entera. Tales son la circulación de la sangre, el pulso, la respiración, la digestión, la nutrición, la excreción, etcétera. Semejantes mociones o movimientos no necesitan la ayuda de la imaginación. Las otras son mociones animales, con otro nombre, mociones voluntarias, como por ejemplo, andar, hablar, mover uno de nuestros miembros del modo como antes haya sido imaginado por nuestra mente. Este sentido implica moción en los órganos y partes interiores del cuerpo humano, causada por la acción de las cosas que vemos, oímos, etc. Y esta fantasía no es sino la reliquia de la moción misma, que permanece después de las sensaciones a que hemos aludido en los capítulos I y II . Y como la marcha, la conversación y otras mociones voluntarias dependen siempre de un pensamiento precedente respecto al dónde, de qué modo y qué, es evidente que la imaginación es el primer comienzo interno de toda moción voluntaria. Y aunque los hombres sin instrucción no conciben moción alguna allí donde la cosa movida sea invisible, no obstante, tales mociones existen. En efecto, ningún espacio puede ser tan pequeño que, movido un espacio mayor del cual el primero sea una parte, no sea primeramente movido en este último.
Esfuerzo. Estos tenues comienzos de la moción, dentro del cuerpo del hombre, antes de que aparezca en la marcha, en la conversación, en la lucha y en otras acciones visibles se llaman comúnmente, ESFUERZOS.
Hambre, Sed, Apetito, Deseo. Este esfuerzo, cuando se dirige hacia algo que lo causa, se llama APETITO O DESEO; el último es e] nombre general; el primero se restringe con frecuencia a significar el deseo de alimento, especialmente el hambre y la sed.
Aversión. Cuando el esfuerzo se traduce en apartamiento de algo, se denomina AVERSIÓN. Estas palabras apetito y aversión se derivan del latín; ambas significan las mociones, una de aproximación y otra de alejamiento.
Los griegos tienen palabras para expresar las mismas ideas, ovrmhv y ayormhv . En efecto, la naturaleza misma impone a los hombres ciertas verdades contra las cuales chocan quienes buscan algo fuera de lo natural. Las Escuelas no encuentran moción alguna actual en los simples apetitos de ir, moverse, etc.; pero como forzosamente tienen que reconocer alguna moción la llaman moción metafórica, lo cual implica una expresión absurda, porque si bien las palabras pueden ser llamadas metafóricas, los cuerpos y las mociones no.
Amor. Odio. Lo que los hombres desean se dice también que lo AMAN, y que ODIAN aquellas cosas por las cuales tienen aversión. Así que deseo y amor son la misma cosa, sólo que con el deseo siempre significamos la ausencia del objeto, y con el amor, por lo común, la presencia del mismo; así también, con la aversión significamos la ausencia, y con el odio la presencia del objeto.
De los apetitos y aversiones algunos nacen con el hombre, como el apetito de alimentarse, el apetito de excreción y exoneración (que puede también y más propiamente ser llamado aversión de algo que sienten en sus cuerpos). Los demás, es decir, algunos otros apetitos de cosas particulares, proceden de la experiencia y comprobación de sus efectos sobre nosotros mismos o sobre otros hombres. De las cosas que no conocemos en absoluto, o en las cuales no creemos, no puede haber, ciertamente, otro deseo sino el de probar e intentar. En cuanto a la aversión la sentimos no sólo respecto a cosas que sabemos que nos han dañado, sino también respecto de algunas que no sabemos si nos dañarán o no.
Desprecio. Aquellas cosas que no deseamos ni odiamos decimos que son despreciadas: el DESPRECIO no es otra cosa que una inmovilidad o contumacia del corazón, que resiste a la acción de ciertas cosas; se debe a que el corazón resulta estimulado de otro modo por objetos cuya acción es más intensa, o por falta de experiencia respecto a lo que despreciamos.
Como la constitución del cuerpo humano se encuentra en continua mutación, es imposible que las mismas cosas causen siempre en una misma persona los mismos apetitos y aversiones: mucho menos aún pueden coincidir todos los hombres en el deseo de uno y el mismo objeto.
Bueno. Malo. Lo que de algún modo es objeto de cualquier apetito o deseo humano es lo que con respecto a él se llama bueno, Y el objeto de su odio y aversión, malo; y de su desprecio, vil e inconsiderable o indigno. Pero estas palabras de bueno, malo y despreciable siempre se usan en relación con la persona que las utiliza. No son siempre y absolutamente tales, ni ninguna regla de bien y de mal puede tomarse de la naturaleza de los objetos mismos, sino del individuo (donde no existe Estado) o (en un Estado) de la persona que lo representa; o de un árbitro o juez a quien los hombres permiten establecer e imponer como sentencia su regla del bien y del mal.
Pulchrum Turpe. La lengua latina tiene dos palabras cuya significación se aproxima a las de bueno y malo; pero no son precisamente lo mismo: nos referimos a los términos pulchrum y turpe. Significa el primero aquello que por ciertos signos aparentes promete lo bueno, y la segunda lo que promete lo malo. Pero en nuestra lengua no tenemos nombres tan generales para expresar estas ideas. Para pulchrum decimos respecto a algunas cosas fino ; de otras, bello, lindo, galante, honorable, adecuado, amigable; y para turpe, necio, deforme, malvado, bajo, nauseabundo, y otros términos parecidos, según requiera el asunto. Todas estas palabras en su significación propia, no significan nada sino el aspecto o la disposición que promete lo bueno y lo malo.
Agradable. Provechoso. Desagradable. Inaprovechable. Así que de lo bueno existen tres clases; bueno en la promesa, es decir, pulchrum; bueno en el efecto como fin deseado, a lo cual se denomina jocundo, deleitoso; y bueno como medio, a lo que se llama útil, provechoso. Y otras tantas respecto de lo malo, porque lo malo en promesa es lo que se llama turpe; lo malo en el efecto y en el fin es molesto, desagradable, perturbador; y lo malo en los medios, inútil, inaprovechable, penoso.
Así como en las sensaciones lo que realmente se da en nuestro interior (como antes se ha advertido) es, sólo, moción causada por la acción de los objetos, aunque sea, en apariencia, para la vista, luz y color; para el oído, sonido; para el olfato, olor, etcétera, así, cuando la acción del mismo objeto continúa desde los ojos, oídos y otros órganos hasta el corazón, el efecto real no es otra cosa sino moción o esfuerzo, que consiste en apetito o aversión hacia el objeto en movimiento. Ahora bien, la apariencia o sensación de esta moción es lo que respectivamente llamamos DELEITE O TURBACIÓN DE LA MENTE.
Deleite. Pesar. Esta moción que se denomina apetito y en su manifestación deleite y placer es, a juicio mío, una corroboración de la moción vital y una ayuda que se le presta: en consecuencia, aquellas cosas que causan deleite se denominan, con toda propiedad, jocundas (á juvando), porque ayudan o fortalecen; y las contrarias, molestas, ofensivas, porque obstaculizan y perturban la moción vital.
Ofensa. Por tanto, placer (o deleite) es la apariencia o sensación de lo bueno; y molestia o desagrado, la apariencia o sensación de lo malo. De aquí que todo deseo, apetito y amor está acompañado de cierto deleite más o menos intenso; y todo lo odiado y la aversión, se acompañan con desagrado y ofensa, mayor o menor.
Placeres de los sentidos. De los placeres o deleites, algunos surgen de la sensación de un objeto presente, y a éstos se les llama placeres de los sentidos (la palabra sensual. tal como es usada por quienes los condenan, no tiene lugar alguno mientras no existen leyes). De este género son todas las operaciones y exoneraciones del cuerpo como, por ejemplo, todo cuanto es agradable a la vista, al oído, sal gusto, al tacto y al olfato.
Placeres de la mente. Alegría, dolor, pesar. Otras se engendran en la expectación que procede de la previsión del fin o de la consecuencia de las cosas, según que estas cosas agraden o desagraden a los sentidos. Estos son placeres de la mente para quien deduce tales consecuencias, y por lo común se denominan ALEGRÍA. Del mismo modo que de las cosas desagradables, algunas afectan a los sentidos y se denominan dolor; otras fincan en la expectativa de las consecuencias y se denominan pesar.
Estas pasiones simples denominadas apetito, deseo, amor, aversión, odio, alegría y pena, tienen nombres diversos según su distinta consideración. En primer lugar, cuando una de ellas sucede a otra, se denominan diversamente, según la opinión que los hombres tienen de la posibilidad de alcanzar lo que desean; en segundo lugar, según es el objeto amado u odiado; en tercer término, cuando se consideran conjuntamente algunas de ellas; en cuarto lugar, según la alternativa o sucesión de esas pasiones.
Esperanza. El apetito, unido a la idea de alcanzar, se denomina ESPERANZA.
Desesperación. La misma cosa sin tal idea, DESESPERACIÓN. Temor. Aversión, con la idea de sufrir un daño, TEMOR.
Valor. La misma cosa, con la esperanza de evitar este daño por medio de una resistencia, VALOR.
Cólera. El valor repentino, CÓLERA.
Confianza. La esperanza constante, CONFIANZA en nosotros mismos.
Desconfianza. La desesperación constante, DESCONFIANZA en nosotros.
Indignación. La ira por un gran daño hecho a otro, cuando concebimos que ha sido hecho injustamente, INDIGNACIÓN.
Benevolencia. Bondad. El deseo del bien de otro, BENEVOLENCIA, BUENA VOLUNTAD, CARIDAD. SI se refiere al hombre en general, BONDAD NATURAL.
Codicia. El deseo de riquezas, CODICIA; nombre usado siempre en tono de censura, porque los hombres que luchan por lograrlas ven con desagrado que otros las obtengan. El deseo en sí mismo debe ser censurado o permitido según los medios que se pongan en juego para realizarlo.
Ambición. El deseo de prominencia, AMBICIÓN: nombre usado también en el peor sentido por la razón antes mencionada.
Pusilanimidad. El deseo de cosas que conducen difícilmente a nuestros fines, y el temor de cosas que sólo oponen escasos obstáculos a su logro, PUSILANIMIDAD.
Magnanimidad. El desprecio respecto de esas ayudas u obstáculos insignificantes, MAGNANIMIDAD.
Valor. Magnanimidad, en el peligro de muerte o heridas, VALOR, ENTEREZA.
Liberalidad. Magnanimidad en el uso de las riquezas, LIBERALIDAD.
Miseria. Pusilanimidad respecto a lo mismo, TACAÑERÍA y MISERIA, o PARSIMONIA, según sea aceptable o inaceptable.
Amabilidad. Deseo. Amor hacía las personas en el aspecto de convivencia, AMABILIDAD. Amor hacia las personas por mera complacencia de los sentidos, DESEO NATURAL.
Lujuria. Amor del mismo género adquirido por reminiscencia insistente, es decir, por imaginación del placer pasado, LUJURIA.
Pasión amorosa. Amor singular de alguien, con el deseo de ser singularmente amado, PASIÓN AMOROSA. La misma cosa, con el temor de que esa estimación no sea mutua, CELOS.
Afán de venganza. Deseo de hacer daño a otro, para obligarle a lamentar algún hecho cometido, AFÁN DE VENGANZA
Curiosidad. Deseo de saber por qué y cómo, CURIOSIDAD; este sentimiento no se da en ninguna otra criatura viva sino en el hombre. El hombre se distingue singularmente no sólo por su razón, sino también por esa pasión, de otros animales, en los cuales el apetito nutritivo y otros placeres de los sentidos son de tal modo predominantes que borran toda preocupación de conocer las causas; éste es un anhelo de la mente que por la perseverancia en el deleite que produce la continua e infatigable generación de conocimiento, supera a la fugaz vehemencia de todo placer carnal.
Religión. Superstición. Religión verdadera. Temor del poder invisible imaginado por la mente o basado en relatos públicamente permitidos, RELIGIÓN; no permitidos, SUPERSTICIÓN. Cuando el poder imaginado es, realmente, tal como lo imaginamos, RELIGIÓN
Terror pánico. Temor, sin darse cuenta del por qué o el cómo, TERROR PÁNICO; así se denomina por las fábulas que hacían a Pan autor de ello; en verdad existe siempre en quien primero sintió el temor una cierta comprehensión de la causa, aunque el resto lo ignore; cada uno supone que su compañero sabe el por qué. Por tal motivo esta pasión ocurre sólo a un grupo numeroso o multitud de gentes.
Admiración. Alegría por la aprehensión de una novedad, ADMIRACIÓN; es propia del hombre, puesto que excita el apetito de conocer la causa.
Gloria. Alegría que surge de la imaginación de la propia fuerza y capacidad de un hombre, es la exaltación de la mente que se denomina GLORIFICACIÓN; Si se basa en la experiencia de acciones pasadas coincide con la confianza; pero cuando se funda en la adulación de los demás, solamente en el propio concepto, para deleitarse en las consecuencias de ello, se llama VANAGLORIA, nombre que está muy justamente aplicado, porque una confianza bien fundada suscita potencialidad, mientras que suponer una fuerza inexistente no la engendra; ello hace que a esta gloria se la denomine, con razón, vana.
Desaliento. El pesar causado por la opinión de una falta del poder se llama DESALIENTO.
La vanagloria que consiste en la ficción o suposición de capacidades en nosotros mismos, cuando sabemos que no disponemos de ellas, es muy frecuente en los jóvenes; alimentase por las historias o por la ficción de magnas empresas; con frecuencia queda corregida por la edad y la ocupación.
Entusiasmo repentino. Risa. El entusiasmo repentino es la pasión que mueve a aquellos, gestos que constituyen la RISA; es causada o bien por algún acto repentino que a nosotros mismos nos agrada, o por la aprehensión de algo deforme en otras personas, en comparación con las cuales uno se ensalza a sí mismo. Ocurre esto a la mayor parte de aquellos que tienen conciencia de lo exiguo de su propia capacidad, y para favorecerse observan las imperfecciones de los demás. Por tanto, la frecuencia en el reír de los defectos ajenos es un signo de pusilanimidad. Porque los hombres grandes propenden siempre a ayudar a los demás en sus cuitas, y se comparan sólo con los más capaces.
Desaliento repentino. Llanto. Por el contrario el desaliento repentino es la pasión que causa LLANTO; está motivado por ciertos accidentes, como la repentina pérdida de alguna esperanza vehemente o por algún fracaso de la propia fuerza. A ello propenden aquellas personas que necesitan contar inexcusablemente con una ayuda externa, como son las mujeres y los niños. Algunos lloran por la pérdida de amigos; otros por su falta de amabilidad; otros, por la repentina paralización, causada en sus pensamientos de venganza, por la reconciliación. Pero en todos los casos ambas cosas, risa y llanto, son mociones repentinas. La costumbre las elimina paulatinamente. Porque ningún hombre ríe de pasadas chocarrerías, ni llora por calamidades ya lejanas.
Vergüenza. Rubor. El pesar causado por el descubrimiento de cierto defecto de capacidad se denomina VERGÜENZA, pasión que se delata en el RUBOR; consiste en la aprehensión de alguna cosa poco honorable. En los jóvenes es un signo de la estima en que se tiene la buena reputación, y por tanto, resulta apreciable. En los viejos es un signo de lo mismo, pero como viene demasiado tarde, no es apreciable ya.
Impudicia. El desprecio por la buena reputación se llama IMPUDICIA.
Lástima. El dolor que causa una calamidad ajena se denomina LÁSTIMA, y se produce por la idea de que una calamidad semejante puede ocurrirnos a nosotros mismos; esta es la razón de que también se llame COMPASIÓN, y usando una frase de los tiempos presentes, COMPAÑERISMO. Cuando se trata de calamidades que derivan de un gran desastre, los mejores hombres sienten menos lástima, y ante la misma calamidad tienen menos lástima aquellos que se sienten menos amenazados por ella.
Crueldad. El desprecio o escaso sentimiento que inspira la desgracia ajena es lo que los hombres llaman CRUELDAD, y procede de la seguridad de la propia fortuna. Porque yo no concibo la posibilidad de que un hombre encuentre placer sustantivo en las grandes desgracias de los demás.
Emulación. Envidia. La pena que suscita el éxito de un competidor en riquezas, honor u otros bienes, cuando va unida al propósito de robustecer nuestras propias aptitudes para igualar o superar a aquél, se llama EMULACIÓN. Si se asocia con el propósito de suplantar o poner obstáculos a un competidor, ENVIDIA.
Deliberación. Cuando en la mente del hombre surgen alternativamente los apetitos y aversiones, esperanzas y temores que conciernen a una y la misma cosa, y diversas consecuencias buenas y malas de nuestros actos u omisiones respecto a la cosa propuesta acuden sucesivamente a nuestra mente, de tal modo que a veces sentimos un apetito hacia ella, otras una aversión, en ocasiones una esperanza de realizarla, otras veces una desesperación o temor de no alcanzar el fin propuesto, la suma entera de nuestros deseos, aversiones, esperanzas y temores, que continúan hasta que la cosa se hace o se considera imposible, es lo que llamarnos DELIBERACIÓN.
En consecuencia, la deliberación no existe respecto de las cosas pasadas, porque es manifiestamente imposible cambiar lo pasado; ni tampoco de las cosas que sabemos que son imposibles, o, cuando menos, lo imaginamos así, porque los hombres saben o piensan que tal deliberación es vana. Pero de las cosas imposibles que suponemos posibles, podemos deliberar porque no sabemos que ello es en vano. Y esto se llama deliberación, porque implica poner término a la libertad que tenemos de hacer u omitir, de acuerdo con nuestro propio apetito o aversión.
Voluntad. En la deliberación, el último apetito o aversión inmediatamente próximo a la acción o a la omisión correspondiente, es lo que llamamos VOLUNTAD, acto (y no facultad) de querer. Los animales que tienen capacidad de deliberación deben tener, también, necesariamente, voluntad. La definición de la voluntad dada comúnmente por las Escuelas, en el sentido de que es un apetito racional, es defectuosa, porque si fuera correcta no podría haber acción voluntaria contra la razón. Pero si, en lugar de un apetito racional, decimos un apetito que resulta de la deliberación precedente, entonces la definición es la misma que he dado aquí. Voluntad, por consiguiente, es el último apetito en la deliberación. Y aunque decimos, en el discurso común, que un hombre tuvo, en cierta ocasión, voluntad de hacer una cosa, y que, no obstante, se abstuvo de hacerla, esto es propiamente una inclinación que no constituye acción voluntaria, porque la acción no depende de ello, sino de la última inclinación o apetito. Si los apetitos intervinientes convirtieran en voluntaria una acción, entonces, por la misma razón, todas las aversiones intervinientes deberían hacer involuntaria la misma acción, y así, una y la misma acción, seria, a la vez, las dos cosas: voluntaria e involuntaria.
Resulta, así, manifiesto que no sólo son voluntarias las acciones que tienen su comienzo en la codicia, en la ambición, en el deseo o en otros apetitos con respecto a la cosa propuesta, sino también todas aquellas que se inician en la aversión o en el temor de las consecuencias que suceden a la omisión.
Formas de dicción expresivas de las pasiones. Las formas de dicción mediante las cuales se expresan las pasiones, son parcialmente idénticas y parcialmente diferentes de aquellas por las cuales expresamos nuestros pensamientos. En primer lugar, generalmente, todas las pasiones pueden ser expresadas de modo indicati vo, como yo amo, yo temo, yo me alegro, yo delibero, yo quiero, yo ordeno; pero algunas de ellas tienen sus expresiones particulares que, no obstante, no son afirmaciones, a menos que sirvan para llegar a otras conclusiones distintas de las de la pasión de la cual proceden. La deliberación puede expresarse, también, de modo subjuntivo, lo cual implica una expresión propia para significar suposiciones, con sus consecuencias como: si se hace esto, entonces sucederá aquello; y no difiere del lenguaje del razonamiento, salvo en que el razonamiento se hace en términos generales, mientras que la deliberación es, en la mayor parte de los casos, de particulares.
El lenguaje del deseo y de la aversión es imperativo, como: haz esto, no hagas aquello. Cuando el interesado se obliga a hacer u omitir, existe un mandato; en otro caso, una súplica; en algunos, un consejo. El lenguaje de la vanagloria, de la indignación, de la lástima y del afán de venganza es optativo. Del deseo de saber hay una expresión peculiar que se llama interrogativa como: ¿qué es esto? ¿cuándo? ¿cómo? ¿cómo está hecho? ¿por qué? Yo no conozco otro lenguaje de las pasiones. Porque las maldiciones, juramentos e insultos, y otras formas semejantes, no tienen valor como elementos de discurso, sino como mera palabrería.
Estas formas de dicción son expresiones o significados voluntarios de nuestras pasiones: pero signos ciertos no lo son, porque pueden ser usados arbitrariamente, ya sea que quienes los usan tengan esas pasiones o no. Los mejores signos de las pasiones presentes se encuentran o bien en el talante, o en los movimientos del cuerpo, en las acciones, fines o propósitos que por otros conductos sabemos que son esenciales al hombre.
Bien aparente. Mal aparente. Y como, en la deliberación, los apetitos y aversiones surgen de la previsión de las consecuencias buenas y malas, y de las secuelas de la acción sobre la cual deliberamos, el efecto bueno o malo de ello depende de la previsión de una larga serie de consecuencias, de las cuales raramente un hombre es capaz de ver hasta el final. Por lejos que un hombre vea, si el bien, en tales consecuencias, supera en magnitud al mal, la sucesión entera es lo que los escritores llaman bien aparente o semejante; y, contrariamente, cuando el mal excede al bien, el conjunto es mal aparente o semejante; así quien, por experiencia o razón, tiene las máximas y más seguras perspectivas de las consecuencias, delibera mejor por sí mismo y es capaz, cuando quiera, de dar el mejor consejo a los demás.
Felicidad. El éxito continuo en la obtención de aquellas cosas que un hombre desea de tiempo en tiempo, es decir, su perseverancia continua, es lo que los hombres llaman FELICIDAD. Me refiero a la felicidad en esta vida; en efecto, no hay cosa que dé perpetua tranquilidad a la mente mientras vivamos aquí abajo, porque la vida raras veces es otra cosa que movimiento, y no puede darse sin deseo y sin temor, como no puede existir sin sensaciones. Qué género de felicidad guarda Dios para aquellos que con devoción le honran, nadie puede saberlo antes de gozarlo: son cosas que resultan, ahora, tan incomprensibles como ininteligible parece la frase visión beatífica de los escolásticos.
Elogio. Exaltación. La forma de dicción por medio de la cual significan los hombres su opinión acerca de la bondad de una cosa, es el ELOGIO. Aquello con lo cual significan la capacidad y la grandeza de una cosa, constituye la EXALTACIÓN. Y aquello con lo cual significan la opinión que tienen de la felicidad de un hombre es lo que los griegos llamaban maarismovz, expresión para la cual carecemos de un nombre en nuestro idioma. Considero que con lo dicho hay suficiente, para nuestro propósito, por lo que respecta a las pasiones.
CAPÍTULO VII
DE LOS FINES O RESOLUCIONES DEL DISCURSO
Para todos los discursos, gobernados por el afán de saber, existe, en último término, un fin, que consiste en alcanzar o renunciar a algo. Y dondequiera que se interrumpa la cadena del discurso, existe un fin circunstancial.
Juicio o sentencia final. Si el discurso puramente mental, consiste en pensamientos disyuntivos de que la cosa será o no será, o de que ha sido o no ha sido. Así dondequiera que interrumpamos la cadena de un discurso humano, dejamos la presunción de que será o no será; de si ha sido o no ha sido. A todo esto se denomina opinión. Y así como existen apetitos alternativos, al deliberar respecto al bien y al mal, así también hay una opinión alternativa en la busca de la verdad respecto al pasado y al futuro. Y así como el último apetito en la deliberación se denomina voluntad; así la última opinión en busca de la verdad del pasado y del futuro se llama JUICIO o sentencia resolutiva y final de quien realiza el discurso.
Duda. Y como la serle completa de los apetitos alternos, en la cuestión de lo bueno y lo malo, se llama deliberación, así la serie completa de las opiniones que alternan en la cuestión de lo verdadero y de lo falso, se llama DUDA.
Ningún discurso puede terminar en el conocimiento absoluto de un hecho, pasado o venidero. Porque para conocer un hecho, primero es necesaria la sensación, y luego la memoria. Y en cuanto al conocimiento de las consecuencias, a lo que anteriormente he dicho que se denomina ciencia, no es absoluto, sino condicional. Ninguno puede saber por discurso que esto o aquello es, ha sido o será, porque ello supondría saber absolutamente: sólo que si esto es, aquello es; o si esto ha sido, aquello ha sido; o si esto será, aquello será, lo cual implica saber condicionalmente. Y esta no es la consecuencia de una cosa con respecto a otra, sino del nombre de una cosa con respecto a otro nombre de la misma cosa.
Ciencia. Por consiguiente cuando el discurso se expresa verbalmente, y comienza con las definiciones de las palabras, y avanza, por conexión de las mismas, en forma de afirmaciones generales, y de éstas, a su vez, en silogismos, el fin o la última suma se denomina conclusión; y la idea mental con ello significada es conocimiento condicional, o conocimiento de la consecuencia de las palabras, lo que comúnmente se denomina CIENCIA.
Opinión. Pero si la primera base de semejante discurso no está constituida por definiciones; o si las definiciones no se conjugan correctamente unas con otras formando silogismos, entonces el fin o conclusión continúa siendo OPINIÓN acerca de la verdad de algo afirmado, aunque a veces con palabras absurdas o insensatas, sin posibilidad de ser comprendidas.
Conciencia. Cuando dos o más personas conocen uno y el mismo hecho, se dice que son CONSCIENTES de ello una respecto a otra, lo cual equivale a conocer conjuntamente. Y como tales personas son los mejores testigos respecto de los hechos mutuos o de los de un tercero, fue y ha sido siempre repudiado como un acto censurable, para cualquier hombre, hablar contra su conciencia, o corromper o forzar a otro para proceder así. Tal es la causa de que el testimonio de la conciencia haya sido siempre atendido con diligencia en todos los tiempos. Con posterioridad los hombres hicieron uso de la misma palabra metafóricamente, para designar un conocimiento de sus propios actos secretos, y de sus secretos pensamientos, y así se dice retóricamente que la conciencia equivale a mil testigos. Por último, quienes están vehementemente enamorados de sus propias opiniones y, por absurdas que sean, tienden con obstinación a mantenerlas, dan a esas opiniones suyas el nombre reverente de conciencia, como si les pareciera inadecuado cambiarlas o hablar contra ellas; y así pretenden saber que son ciertas, cuando saben a lo sumo que ello no pasa de una opinión.
Creencia. Fe. Cuando el discurso de un hombre no comienza por definiciones, o bien se inicia por una contemplación de sí propio, y entonces se llama opinión, o se apoya en afirmaciones de otra persona, de cuya capacidad para conocer la verdad y de cuya honestidad sincera no tiene la menor duda; entonces el discurso no concierne tanto a la casa como a la persona, y la resolución se llama CREENCIA y FE; fe en el hombre, creencia en dos cosas, en el hombre y en la verdad de lo que él dice. Así que en la creencia hay dos opiniones, una de ellas de los dichos del hombre, otra de su verdad. Tener fe en o confiar en, o creer en un hombre, significan la misma cosa, a saber: una opinión acerca de su veracidad; pero creer lo que se dice, significa sólo una opinión sobre la verdad de lo dicho. Observemos que la frase yo creo en, como también la latina, credo in, y la griega pisevuw eviz , nunca se usan sino cuando se refieren a lo divino. En lugar de ello, en otros escritos se dice yo creo en él, yo confío en él, yo tengo fe en él, yo me apoyo en él; y en latín, credo illi , Pido illi ; en griego, pisevuw avuty ; y esta singularidad del uso eclesiástico de las palabras ha levantado muchas disputas acerca del verdadero objeto de la fe cristiana.
Pero al decir creo en, como se afirma en el Credo, no se significa la confianza en la persona, sino la confesión y reconocimiento de la doctrina. Porque no sólo los cristianos, sino toda clase de hombres creen de tal modo en Dios que consideran como verdad cuanto se le atribuye, compréndanlo o no. Este es el máximo de fe y confianza que una persona cualquiera puede tener. Pero no todos creen la doctrina del Credo.
De aquí podemos inferir que cuando creemos en la veracidad de lo que alguien afirma a base de argumentos tomados no de la cosa misma, o de los principies de la razón natural, sino de la autoridad y buena opinión que tenemos de quien lo ha dicho, entonces el que dice o la persona en quien creemos o confiamos, y cuya palabra admitimos, es el objeto de nuestra fe; y el honor hecho al creer, se hace a él solamente. Como consecuencia, cuando creemos que las Escrituras son la palabra de Dios, no teniendo revelación inmediata de Dios mismo, nuestra creencia, fe y confianza están en la Iglesia, cuya palabra admitimos y a la que prestamos nuestra aquiescencia. Y aquellos que creen en lo que un profeta les refiere en nombre de Dios, admiten la palabra del profeta, le honran, y confían y creen en él, recogiendo la verdad de lo que relata, ya sea un profeta verdadero o falso; y así ocurre también con todo lo demás en historia. Porque si yo no creyera todo lo que han escrito los historiadores sobre los actos gloriosos de Alejandro o de César, no creo que el espíritu de Alejandro o de César tuvieran motivo alguno para ofenderse por ello, ni ningún otro, salvo el historiador. Si Livio dice que los dioses hicieron hablar una vez a una vaca y no lo creemos, no desconfiamos de Dios, sino de Livio. Así es evidente que cualquiera cosa que creamos, no por otra razón sino solamente por la que deriva de la autoridad de los hombres y de sus escritos, ya sea comunicada o no por Dios, es fe en los hombres solamente.
CAPÍTULO VIII
DE LAS VIRTUDES COMÚNMENTE LLAMADAS INTELECTUALES Y DE SUS DEFECTOS OPUESTOS
Definición de las virtudes intelectuales. Generalmente la virtud, en toda clase de asuntos, es algo que se estima por su eminencia. Consiste en la comparación, porque si todas las cosas fueran iguales en todos los hombres, nada sería estimado. Y por virtudes INTELECTUALES se entiende, siempre, aquellas aptitudes de la mente que los hombres aprecian, valoran y desearían poseer en sí mismos: comúnmente se comprenden bajo la denominación de un buen talento, aunque la misma palabra talento se use también para distinguir una cierta aptitud del resto de ellas.
Talento natural o adquirido. Talento natural. Estas virtudes son de dos clases: naturales y adquiridas. Con la denominación de naturales no significo lo que un hombre tiene desde su nacimiento, porque entonces no posee sino sensaciones; en ello difieren los hombres tan poco unos de otros, y de los animales, que no puede incluirse esa cualidad entre las virtudes. Me refiero más bien a ese talento que se adquiere solamente por el uso y la experiencia, sin método, cultura e instrucción. Ese TALENTO NATURAL consiste principalmente en dos cosas: celeridad de la imaginación (es decir, con respecto a otro), y sucesión rápida de un pensamiento, dirección certera hacia algún fin propuesto. Por lo contrario, una imaginación lenta constituye el defecto o falta de inteligencia que comúnmente se denomina PESADEZ, estupidez, y a veces con otros nombres que significan lentitud de movimiento o dificultad de ser movido.
Buen talento o imaginación. Esta diferencia de celeridad proviene de la diferencia de las pasiones humanas; unos hombres aman y aborrecen unas cosas, otros otras; como consecuencia, ciertos pensamientos humanos siguen un camino, y otros otro, y retienen y observan de modo diferente las cosas que pasan a través de su imaginación. Y como en esta sucesión de los pensamientos humanos no hay nada que observar en las cosas sobre las cuales se piensa, sino es aquello en que una se asemeja o se diferencia de otra, o para qué sirven, o cómo sirven para determinado propósito, quienes observan su semejanza, en los casos en que esta cualidad difícilmente es observada por otros, se dice que tienen un buen talento, con lo cual, en esta ocasión, se significa una buena imaginación.
Buen juicio. Quienes observan esa diferencia y desemejanza, actividad que se denomina distinguir, observar y juzgar entre cosa y cosa, cuando este discernimiento no es fácil, se dice que tiene un buen juicio, particularmente en materia de conversación y negocios.
Discreción. Cuando han de discernirse tiempos, lugares y personas, esta virtud se denomina DISCRECIÓN. LO primero, es decir, la fantasía, sin ayuda del juicio, no puede considerarse como virtud; pero lo último, es decir, el juicio y la discreción reunidos se recomiendan por sí mismos aun sin auxilio de la fantasía. Junto a la discreción sobre tiempos, lugares y personas, que es indispensable para una buena imaginación, se requiere, también, una aplicación frecuente de los pensamientos con respecto a su fin; es decir, con respecto al uso que ha de hacerse de ellos. Hecho esto, quienes poseen esta virtud, fácilmente encuentran similitudes que no solamente resultan agradables para la ilustración de su discurso y para exornarlo con nuevas y adecuadas metáforas, sino también por la rareza de su invención. En cambio, sin ese sentido certero o dirección hacia el fin, una gran imaginación no es sino una especie de locura; tal ocurre con quienes iniciando un discurso se apartan de su propósito por alguna cuestión que les viene a la mente, cayendo en tan abundantes y diversas digresiones y paréntesis, que se extravían lamentablemente. No conozco ningún nombre especial para este género de locura, pero su causa es, a veces, la falta de experiencia, que hace parecer a un hombre nueva y rara una cosa que no lo es para los otros; a veces la pusilanimidad, cuando lo que parece grande a uno, otros hombres lo estiman baladí; y como todo lo que es nuevo y grande resulta, por consiguiente, digno de expresión, aparta a un hombre gradualmente de la vía señalada a sus discursos.
En un buen poema, ya sea épico o dramático, como también en sonetos, epigramas y otras piezas, se requieren ambas cosas, juicio e imaginación. Pero la imaginación debe ser preeminente; porque tales obras deben agradar por su extravagancia, pero no desagradar por su indiscreción.
En una buena historia la cualidad eminente debe ser el juicio, porque la bondad consiste en el método, en la verdad y en la selección de las acciones más dignas de ser conocidas. La imaginación no tiene ahí adecuado lugar si no es para adornar el estilo.
En las oraciones laudatorias y en las invectivas la, imaginación predomina, porque el fin propuesto no es la verdad, sino el ensalzamiento o la denigración, lo cual se logra mediante comparaciones nobles o viles. El juicio sugerirá qué circunstancias hacen un acto laudable o reprobable.
En las exhortaciones e informes, como la verdad o la simulación sirven mejor al designio propuesto, unas veces interesa más el juicio y otras la fantasía.
En la demostración, en el consejo y en toda busca rigurosa de la verdad, el juicio lo es todo, salvo en aquellas ocasiones en que la comprensión necesita facilitarse por una semblanza adecuada, caso en el cual precisa recurrir a la imaginación. En cuanto a las metáforas, deben ser decididamente excluidas en este caso porque revelan una simulación, y admitirlas en un consejo o razonamiento seria insensatez manifiesta.
En un discurso cualquiera, si el defecto de discreción es evidente, por extraordinaria que sea la imaginación, el discurso entero será considerado como un signo de falta de talento; nunca ocurre esto cuando la discreción es manifiesta, aunque la imaginación resulte pobre.
Los pensamientos secretos de un hombre giran en torno a todas las cosas, santas y profanas, limpias, obscenas, graves y ligeras, sin vergüenza ni desdoro; no ocurre lo mismo con el discurso verbal, ya que el juicio debe tener en cuenta el lugar, el tiempo y las personas. Un anatómico o un médico pueden expresar o escribir su opinión sobre cosas sucias, porque su objeto no es agradar sino ser útil; pero que otro hombre escriba sus fantasías extravagantes y ligeras sobre esas mismas cosas, es como sí alguien sé presentara en una reunión después de haberse revolcado en el fango. La diferencia consiste en la falta de discreción. En los casos de deliberada disipación de la mente y en el circulo familiar, un hombre puede juzgar con los sonidos y con las significaciones equívocas de las palabras, cosa que en ocasiones es signo de extraordinaria fantasía. Pero en un sermón, o en público, o ante personas desconocidas, o delante de aquellas a quienes reverenciamos, tales juegos de palabras no pueden ser considerados sino como necedad manifiesta; y la diferencia consiste una vez más en la falta de discreción. Así que donde falta el ingenio, no es la imaginación lo que estorba, sino la falta de discreción. Por consiguiente, el juicio sin imaginación es talento, pero la fantasía sin juicio no lo es.
Prudencia. Cuando los pensamientos de un hombre que se propone algo, giran en torno a una multitud de cosas, y observa cómo pueden conducirle a tal designio, o qué designios pueden conducirle a ello, si sus observaciones son de tal linaje que no pueden considerarse fáciles o usuales, este talento de la persona en cuestión se denomina PRUDENCIA, y depende en gran parte de la experiencia y memoria de cosas análogas anteriores y de sus consecuencias. En esto no existe tanta diferencia entre los hombres como la hay en sus fantasías y en sus juicios; en efecto, la experiencia de los hombres de una misma edad no difiere grandemente en orden a la cantidad, pero varía según las diferentes ocasiones, ya que cada uno tiene sus particulares designios. Gobernar bien una familia y un reino no son grados diferentes de prudencia, sino diferentes especies de negocios; del mismo modo que diseñar un cuadro en pequeño o en grande, o en tamaño mayor que el natural no implica sino grados diferentes de arte. Un esposo sencillo es más prudente en los negocios de su propia casa que un consejero privado en los asuntos de otro hombre.
Astucia. Si a la prudencia se añade el uso de medios injustos o deshonestos, tales como los que usualmente arbitra el hombre cuando siente temor o necesidad, nos encontramos con esa especie de sabiduría tortuosa que se denomina ASTUCIA, y es un signo de pusilanimidad. En efecto, la magnanimidad implica el desprecio de ayudas injustas o deshonestas. Y lo que los latinos llaman versutia (traducido al inglés shifting), que consiste en aceptar el peligro presente para evitar otro mayor, como ocurre cuando alguien roba a uno para pagar a otro, es una astucia de corto radio, lo que se llama versutia, derivado de versura, que significa tomar dinero a usura para hacer frente al pago actual del interés.
Talento adquirido. En cuanto al talento adquirido (me refiero al logrado por el método y la instrucción) no es otra cosa que la razón; está fundado en el uso correcto del lenguaje, y produce las ciencias. Pero de razón y de ciencia he hablado ya en los capítulos V y VI .
Las causas de esta diferencia de talento se encuentran en las pasiones; y la diferencia de pasiones procede, en parte, de la diferente constitución del cuerpo, y en parte de la distinta educación. Porque si la diferencia procediese del temple del cerebro y de los órganos de los sentidos tanto externos como internos, no habría menos diferencia entre los hombres en cuanto a la vista, al oído y otros sentidos, que en cuanto a su imaginación y a su discernimiento. La diferencia de talento procede, por consiguiente, de las pasiones, que no solamente difieren por la diversa complexión humana, sino, también, por sus diferencias en punto a costumbres y educación.
Disipación. Locura. Las pasiones que más que nada causan las diferencias de talento son, principalmente, un mayor o menor deseo de poder, de riquezas, de conocimientos y de honores, todo lo cual puede ser reducido a lo primero, es decir: al afán de poder. Porque las riquezas, el conocimiento y el honor no son sino diferentes especies de poder. Por tal razón, un hombre que no tiene gran pasión por ninguna de estas cosas es lo que suele llamarse un indiferente, aunque, por lo demás, puede ser un hombre tan cabal que sea incapaz de ofender a nadie, pero sin gran imaginación ni adecuado juicio. Porque los pensamientos son, con respecto a los deseos, como escuchas o espías, que precisa situar para que avizoren el camino hacia las cosas deseadas. Toda la firmeza en los actos de la inteligencia y toda la rapidez de la misma proceden de aquí. En efecto, no tener deseos es estar muerto; tener pasiones débiles es pereza; apasionarse indiferentemente por todas las cosas, DISIPACIÓN y distracción; y tener por alguna cosa pasiones más fuertes y más vehementes de lo que es ordinario en los demás, es lo que los hombres llaman LOCURA.
Existen clases tan diversas de locura como de pasiones mismas. A veces la pasión, extraordinaria y extravagante, procede de la defectuosa constitución de los órganos del cuerpo, o de un daño que se le ha inferido; a veces el daño e indisposición de los órganos lo causan la vehemencia o prolongada continuidad de la pasión. Pero en ambos casos la locura es de una sola y la misma naturaleza.
La pasión, cuya violencia o continuidad producen la locura, es, o bien una gran vanagloria, lo que comúnmente se llama orgullo y alta estimación de si mismo, o un gran desaliento o desánimo.
Rabia. El orgullo lanza al hombre a la violencia, y su exceso es la locura, RABIA vehemente o FUROR. Y así ocurre que un excesivo anhelo de venganza, cuando se hace habitual, perturba los órganos y se convierte en rabia. El amor excesivo, con celos, se transforma en rabia también. La exagerada opinión que un hombre tiene de sí mismo, cuando siente la inspiración divina, por su sabiduría, por su enseñanza, sus maneras, etc., se convierte en distracción y disipación. La misma cosa, asociada con la envidia, se convierte en rabia; la opinión vehemente de la verdad de todas las cosas, contradicha por los otros, engendra rabia también.
Melancolía. El abatimiento provoca en el hombre temores inmotivados; es llamado comúnmente MELANCOLÍA y tiene también manifestaciones diversas; por ejemplo, la frecuentación de cementerios y lugares solitarios, los actos de superstición, el temor a alguien o a alguna cosa en concreto.
En suma, todas las pasiones que producen una conducta extraña y desusada reciben, por lo general, el nombre de locura. Pero de las diversas clases de ella quien quisiera tomarse la pena podrá contar una legión, y si los excesos son locura, no hay duda de que las pasiones mismas, cuando tienden al mal, son grados de ella.
Por ejemplo, aunque el efecto de la locura en quienes creen hallarse inspirados, no siempre es visible en una persona por una acción extravagante que proceda de tales pasiones, cuando varias personas obedecen a una de esas inspiraciones, la rabia de la multitud entera es bastante visible, Porque ¿qué mayor prueba de locura que increpar, herir y lapidar vuestros mejores amigos?: y esto es lo menos que semejante multitud puede hacer. Esa multitud increpará, combatirá y aniquilará a aquellos que en tiempos pasados de su vida les aseguraron contra el mal. Y si esto es locura en la multitud, lo mismo ocurre con et hombre particular. Porque, como en medio del mar, aunque un hombre no perciba el rumor del agua que le rodea, está bien seguro de que esta porción contribuye al rumor de las olas, tanto como cualquiera otra parte del mar entero, así, aunque no percibamos una gran inquietud en uno o en dos hombres, podemos estar seguros que sus pasiones singulares son parte de la agitación que anima a una nación turbulenta. Y si no existiera nada que manifestara su locura, por lo menos la pretensión misma de asignarse tal inspiración, es prueba suficiente de ello. Si un habitante de Bedlam os entretuviera en términos pretenciosos, y al despediros quisierais saber quién es, para corresponder más tarde a su atención, y os dijera que es Dios Padre, pienso que no necesitaríais esperar ninguna otra acción extravagante para tener una prueba de su locura.
Este sentido de la inspiración, llamado comúnmente espíritu particular, se inicia con mucha frecuencia en el hallazgo o percepción de un error en que generalmente incurren los demás; y no sabiendo o no recordando por qué conducto de razón llegan a una verdad tan singular (como ellos lo piensan, aunque lo que descubren sea, en muchos casos, una sinrazón), actualmente se admiran a sí mismos, suponiendo que se encuentran en posesión de la gracia del Todopoderoso que les ha revelado esa verdad, de modo sobrenatural, por su Espíritu.
Que a su vez esta locura no es otra cosa sino la muestra de una excesiva pasión, se advierte por los efectos del vino, muy semejantes a los de la mala disposición de los órganos. Porque la manera de conducirse los hombres que han bebido demasiado es la misma que la de los locos: algunos de ellos rabian, otros aman, otros ríen, todos de modo extravagante, pero de acuerdo con sus distintas pasiones dominantes. Porque el vino produce el efecto de disipar todo disimulo, dejando que se manifieste la deformidad de las pasiones. Ni los hombres más sobrios, cuando caminan solos, dando rienda suelta a su imaginación, tolerarían que la extravagancia de sus pensamientos fuera públicamente advertida: lo cual es una confesión de que las pasiones sin guía son, en la mayor parte de los casos, mera locura.
Lo mismo en tiempos pasados que en otros más cercanos, las opiniones del mundo concernientes a la causa de la locura han sido dos. Algunos la hacen derivar de las pasiones; otros, de los demonios o espíritus, tanto buenos como malos, pensando que esos entes son susceptibles de agitar sus órganos en tan extraña e Inconsiderada manera como suele ocurrir a los locos. Los primeros llaman a tales hombres locos; pero los últimos les denominan demoníacos (es decir, poseídos por los espíritus); a veces energúmenos (es decir, agitados o movidos por los espíritus); y ahora en Italia se les llama no solamente pazzi o locos, sino también spiritati , o posesos.
Hubo una vez una gran afluencia de gente en Abdera, ciudad de los griegos, durante la representación de la tragedia de Andrómeda, en un día extraordinariamente caluroso; como consecuencia de ello una gran parte de los espectadores contrajo fiebres, accidente causado por el calor y por la tragedia juntamente, y no hacían otra cosa sino pronunciar yámbicos con los nombres de Perseo y Andrómeda; esto, juntamente con la fiebre, quedó curado con el advenimiento del invierno. Decíase que esta locura procedía de la pasión suscitada por la tragedia. Del mismo modo cayó sobre dicha ciudad griega una racha de locura que afectaba solamente a las jóvenes doncellas e inducía a muchas de ellas a ahorcarse. Supúsose por muchos que esta locura era acto del demonio. Pero hubo quien sospechó que el hastío de la vida sentido por las jóvenes podía proceder de cierta pasión de la mente, y suponiendo que estimaban en más su honor, aconsejó a los magistrados que desnudaran a las interesadas y las dejasen colgar desnudas. De este modo dice la historia que curaron su locura. Pero por otro lado los mismos griegos atribuían frecuentemente la locura unas veces a la actuación de las Euménides o Furias; otras, a Ceres, a Febo y a otros dioses. Muchas cosas atribuían entonces los hombres a los fantasmas, suponiéndoles cuerpos aéreos vivientes, y en general los llamaban espíritus. Los romanos, en esto, tenían la misma opinión que los griegos, y así ocurrió también con los judíos. Llamaban éstos a los profetas locos o demoníacos, según los considerasen inspirados por espíritus buenos o malos; y algunos de ellos llamaban a ambos, profetas y demoníacos, hombres locos; y otros llaman al mismo hombre las dos cosas, demoníaco y loco. En cuanto a los gentiles no puede esto causar extrañeza, porque las enfermedades y la salud, los vicios y las virtudes y muchos accidentes naturales eran denominados y conjurados por ellos como demonios; así que cualquiera comprendía bajo la denominación de demonio lo mismo una fiebre que un diablo. Pero que los judíos tengan tal opinión es algo extraño, porque ni Moisés ni Abraham pretendían profetizar por la posesión de un espíritu, sino por la voz de Dios o por la visión o ensueño. Ni existe, tampoco, cosa alguna en su ley moral o ceremonial, por la cual pueda pretenderse que existiera tal entusiasmo o posesión. Cuando se dice que Dios (Num. 11, 25) tomó el espíritu que había en Moisés y lo dio a los setenta más ancianos, el espíritu de Dios (considerándolo como la sustancia de Dios) no queda por ello dividido. Las Escrituras, al decir espíritu de Dios en el hombre, significan un espíritu humano propenso a lo divino. Y donde se dice (Ex. 28, 3) a aquel a quien he henchido con el espíritu de la sabiduría para que haga vestidos a Aarón, no quiere decirse que se haya imbuido en él un espíritu que pueda hacer vestidos sino la sabiduría de sus propios espíritus en este género de trabajo. En el mismo sentido cuando el espíritu del hombre produce acciones impuras, se llama ordinariamente espíritu impuro; y así se habla también de otros espíritus, por lo menos cuando la verdad y el vicio son de tal naturaleza que resultan extraordinarios y eminentes. Tampoco los otros profetas del Antiguo Testamento pretendieron estar inspirados o que Dios hablara por ellos, sino que se les manifestara mediante la voz, visión o ensueño. Y el peso del Señor, no era posesión sino orden o mando. ¿Cómo pudieron los judíos caer en esta idea de la posesión? Yo no me imagino razón alguna sino la que es común a todos los hombres, especialmente el anhelo de curiosidad por buscar las causas naturales, y su empeño de situar la felicidad en la adquisición de los grandes placeres de los sentidos, y en las cosas que más inmediatamente conducen a ellos. En efecto, quienes ven ciertas excelencias, desastres y defectos en una mente humana, a menos que no se den cuenta de la causa que pudo probablemente originarlos, difícilmente pensarán que sea cosa natural, y si no es natural, habrá de ser sobrenatural; y entonces ¿qué puede haber sino Dios o el demonio en ellos? De aquí que cuando nuestro Salvador (Mr. 3, 21) se hallaba rodeado por la multitud, sus familiares sospechaban que estuviera loco y salieron de casa para detenerle. Pero los escribas decían (Jn 10, 20) que tenía a Belzebú, y que gracias a él expulsaba a los demonios, como si el loco más grande empujara a los más pequeños. Así en el Antiguo Testamento aquel que vino a ungir a Jehú (2 R., 9, 11), era un profeta; pero alguno de los circunstantes preguntó: Jehú ¿qué viene a hacer ese loco? Así que, en suma, es manifiesto que todo aquel que se comporta de un modo extraordinario, era considerado por los judíos como poseído bien por un dios, bien por un espíritu maligno; exceptuábanse los saduceos, quienes, por otra parte, erraban tanto que no creían en absoluto en la existencia de los espíritus (lo cual no dista mucho de inducir al ateísmo); y a causa de esto, acaso, los demás, propendían a denominar a tales hombres demoníacos, más bien que locos.
Pero ¿por qué nuestro Salvador procedió en la curación de ellos como si estos hombres fueran posesos, y no como si fuesen locos? A ello no puedo dar otro género de respuesta sino el que se da a quienes tratan de utilizar análogamente la Escritura contra la opinión del movimiento de la tierra. La Escritura fue escrita para mostrar a los hombres el reino de Dios, y para preparar sus espíritus para ser sus súbditos obedientes, abandonando el mundo, y la filosofía a él referente, a la disputa de los hombres, para ejercicios de su razón natural. Que las tierras o los soles en su movimiento creen el día y la noche; que las acciones exorbitantes de los hombres procedan de la pasión o del demonio (con tal de que no le rindamos culto) es lo mismo, por lo que se refiere a nuestra obediencia y sumisión a la Omnipotencia divina, objeto para el cual fue escrita la Escritura. En cuanto a que nuestro Salvador hablase a la enfermedad como a una persona, es la frase usual de todos aquellos que curan solamente por la palabra, como lo hizo Cristo (y como pretenden hacerlo los encantadores, ya invoquen al diablo o no). Porque ¿no se dice que Cristo increpó también (Mt. 8, 26) a los vientos? ¿no se le atribuye igualmente (Lc. 4, 39) haber recriminado a la fiebre? Sin embargo, esto no permite argüir que una fiebre sea un demonio. Y cuando se dice que muchos de estos demonios confesaron a Cristo, el pasaje en cuestión no debe interpretarse necesariamente de otro modo sino en el sentido de que aquellos locos lo confesaron. Y cuando nuestro Salvador (Mt., 12, 43) habla de un espíritu impuro, que habiendo salido de un hombre va errando por el desierto, en busca de descanso y sin hallarlo, y vuelve al mismo hombre, en compañía de otros siete espíritus peores que él mismo, esto es evidentemente una parábola, refiriéndose a un hombre que después de haberse esforzado tenuemente por despojarse de sus deseos, fue vencido por la potencia de ellos y se hizo siete veces peor de lo que era. Así que yo no veo absolutamente nada en la Escritura que obligue a creer que los demoníacos eran otra cosa que locos.
Palabras sin sentido. Y todavía existe otro defecto en los discursos de algunas personas, que puede ser enumerado entre las especies de locura: nos referimos al abuso de palabras de que anteriormente he hablado, en el capítulo V , bajo la denominación de absurdas. Tal ocurre cuando los hombres expresan palabras que reunidas unas con otras carecen de significación, no obstante lo cual las gentes, sin comprender sus términos, las repiten de modo rutinario, y son usadas por otros con la intención de engañar mediante la oscuridad que hay en ellas. Ocurre esto solamente a aquellos que conversan sobre temas incomprensibles, como los escolásticos, o sobre cuestiones de abstrusa filosofía. El común de las gentes raramente dice palabras sin sentido, y esta es la razón de que esas otras egregias personas las tengan por idiotas. Pero para asegurarnos de que sus palabras carecen de contenido correspondiente en su espíritu, habríamos de citar algunos ejemplos; si alguien lo requiere, que tome por su cuenta un escolástico y vea si puede traducir cualquier capítulo concerniente a un punto difícil como la Trinidad, la Deidad, la naturaleza de Cristo, la transubstanciación, el libre albedrío, etc., a alguna de las lenguas modernas, para hacerlo inteligible, o en un latín tolerable como el que nos dieron a conocer quienes vivieron cuando el latín era una lengua común. ¿Qué significan estas palabras: La causa primera, en razón de la subordinación esencial de las causas segundas, no necesita introducir algo en éstas, por medio de lo cual pueda ayudarlas a obrar? Tal es la traducción del título del capítulo sexto de Suárez, libro primero, Del Concurso del movimiento y de la ayuda de Dios. Cuando los hombres escriben volúmenes enteros acerca de tales necedades ¿no están locos o tratan de volver locos a los demás? Particularmente en el problema de la transubstanciación. Cuando, después de haber pronunciado determinadas palabras como blancura, redondez, magnitud, cualidad, corruptibilidad, se dice que todo esto que es incorpóreo pasa de la Hostia al Cuerpo de nuestro bendito Salvador ¿no prueban con todas aquellas terminaciones abstractas que hay otros tantos espíritus que poseen su cuerpo? Por espíritus entienden estas gentes, en efecto, cosas que siendo incorpóreas se mueven, no obstante, de un lugar a otro. De modo que este género de absurdos puede correctamente ser incluido entre las diversas especies de locura; y todo el tiempo en que, guiados por pensamientos claros de sus pasiones mundanas, se abstienen de discutir o de escribir así, no son sino intervalos de lucidez. Y así ocurre con muchas de las virtudes y defectos intelectuales.
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