viernes, 3 de julio de 2020

David Foster Wallace - Borges en el diván

David Foster Wallace - Borges en el diván


Las biografías literarias presentan una paradoja desafortunada. La mayoría de los lectores que se interesan por la biografía de un escritor, sobre todo por una tan larga y exhaustiva como Borges. Una vida de Edwin Williamson, son admiradores de la obra de ese escritor. Es por eso por lo que tendrán tendencia a idealizar a ese escritor y a perpetrar (de forma consciente o no) la falacia intencional. Parte del atractivo de la obra del escritor, para esos fans, residirá en el sello distintivo de la personalidad del autor, en sus predilecciones, estilo, tics y obsesiones particulares, en la sensación de que esas historias las escribió ese autor y que no las habría podido firmar nadie más.[1] Y sin embargo, a menudo da la impresión de que la persona que nos encontramos en la biografía literaria no podría haber escrito jamás las obras que admiramos. Y cuanto más íntima y exhaustiva es la biografía, más fuerte suele ser esa sensación. En el caso presente, el Jorge Luis Borges que emerge del libro de Williamson —un niño de mamá vanidoso, tímido, pomposo y entregado durante gran parte de su vida a neurasténicas obsesiones románticas— está en las antípodas del escritor límpido, ingenioso, pansófico y profundamente adulto que retratan sus historias. Con justicia o sin ella, cualquiera que reverencie a Borges por ser uno de los mejores y más importantes narradores del último siglo se resistirá a esta disonancia, y a fin de explicarla y mitigarla, buscará defectos obvios en el estudio biográfico de Williamson. El libro no los decepcionará.

  Edwin Williamson es un profesor de Oxford y apreciado hispanista cuya Penguin History of Latin America es una pequeña obra maestra de lucidez y criba. No es, por tanto, ninguna sorpresa que su Borges empiece fuerte, haciendo un fascinante esbozo de la historia argentina y el lugar que ocupa la familia de Borges dentro de ella. Williamson opina que el gran conflicto que da forma al carácter nacional argentino es el que se libra entre la «espada» del liberalismo civilizador europeo y el «puñal» del individualismo romántico del gaucho, y sostiene que la vida y la obra de Borges únicamente se pueden entender correctamente en relación con este conflicto, sobre todo con la forma en que se despliega durante su infancia. Durante el siglo XIX, tanto su abuelo paterno como el materno se laurearon en importantes batallas para obtener la independencia de España y establecer un gobierno centralizado argentino, y la madre de Borges estaba obsesionada con la gloria de la historia familiar. El padre de Borges, un hombre lastrado por haber vivido siempre a la sombra de su heroico padre, al parecer llegó a hacer cosas como darle a su hijo un puñal de verdad para que se defendiera de los matones de la escuela y mandarlo a un burdel para que perdiera la virginidad. El joven Borges no aprobó ninguna de ambas «pruebas», lo cual le generó unas cicatrices que Williamson cree que lo marcaron de por vida y que aparecen por todas partes en su narrativa.

  Es en estas afirmaciones sobre los asuntos personales que hay cifrados en la obra del escritor donde se encuentra el verdadero defecto del libro. Para ser justos, no es más que un caso particularmente pronunciado de un síndrome que parece común en las biografías literarias, tan común que podría indicar la existencia de un defecto de base en su empresa misma. El gran problema de Borges. Una vida es que Williamson es un lector atroz de la obra de Borges; sus interpretaciones constituyen una modalidad totalmente simplista y deshonesta de crítica psicológica. La razón de que este problema tal vez sea intrínseco a todo el género está bastante clara: los biógrafos no solo quieren que su historia sea interesante, sino también que tenga valor literario.[2] Y a fin de asegurarse de ello, la biografía tiene que conseguir que la vida personal del escritor y sus penurias psíquicas parezcan vitales para su obra. La idea es que no podemos interpretar correctamente una obra de naturaleza verbal a menos que conozcamos las circunstancias personales y/o psicológicas que rodearon su creación. El hecho de que muchos biógrafos se limiten a asumir esto como un axioma es un problema; otro problema es que el método funciona mucho mejor con unos escritores que con otros. Funciona bien con Kafka, el único autor moderno de alegorías que está a la altura de Borges, con quien se le ha comparado a menudo, puesto que las narraciones de Kafka son expresionistas, proyectivas y personales; únicamente tienen sentido artístico en tanto que manifestaciones de la psique de Kafka. Las historias de Borges, sin embargo, son muy distintas. Están diseñadas principalmente como argumentaciones metafísicas;[3] son densas, están encerradas en sí mismas y cuentan con una lógica anormal y propia. Por encima de todo, pretenden ser impersonales, trascender la conciencia individual, «ser incorporadas —en palabras de Borges—, igual que las fábulas de Teseo o de Asuero, a la memoria general de la especie e incluso trascender la fama de su creador o la extinción del idioma en el que fueron escritas». Una razón de esto es que Borges es un místico, o por lo menos una especie de neoplatónico radical: tanto el pensamiento como la conducta y la historia humanos son productos de una enorme Mente, o bien elementos de un inmenso Libro cabalista que incluye su propio descifrado. En términos biográficos, por tanto, tenemos una situación extraña, a saber: que la personalidad y las circunstancias individuales de Borges únicamente importan en la medida en que le llevan a crear obras en las que esos datos personales se presentan como irreales.

  Borges. Una vida, que tiene sus mejores momentos cuando trata de la historia y la política de Argentina,[4] tiene los peores cuando Williamson se pone a hablar de obras concretas a la luz de la vida personal de Borges. La tesis crítica de Williamson está clara: «A falta de la clave de su contexto autobiográfico, nadie podría haber entendido el intenso significado que estas obras tuvieron realmente para su autor». Y en todos los casos, las lecturas resultantes son superficiales, forzadas y distorsionadas, algo inevitable en aras de justificar el proyecto del biógrafo. Ejemplo al azar: «La espera», un maravilloso relato breve que aparece en El Aleph (1949), está escrito en forma de homenaje múltiple a Hemingway, las películas de gángsters y el submundo de Buenos Aires. Un mafioso argentino, mientras permanece escondido de otro mafioso y usando el nombre de su perseguidor, sueña tan a menudo con la aparición de este en su dormitorio que, cuando por fin los asesinos se presentan allí, él…

  
    Con una seña les pidió que esperaran y se dio vuelta contra la pared, como si retomara el sueño. ¿Lo hizo para despertar la misericordia de quienes lo mataron, o porque es menos duro sobrellevar un acontecimiento espantoso que imaginarlo y aguardarlo sin fin, o —y esto es quizá lo más verosímil— para que los asesinos fueran un sueño, como ya lo habían sido tantas veces, en el mismo lugar, a la misma hora?
  

  El final interrogativo y distante —una marca de la casa de Borges— se convierte en un interrogatorio a los sueños, la realidad, la culpa, el augurio y el terror mortal. Williamson, sin embargo, considera que la verdadera clave del significado de la historia es que «Borges no había conseguido ganarse el amor de Estela Canto… Y ahora que Estela ya no estaba, no parecía que mereciera la pena vivir», y representa el final de la historia estricta y únicamente como un lloriqueo deprimido: «Cuando sus asesinos por fin lo localizan, él se limita a darse la vuelta dócilmente contra la pared y se resigna a lo inevitable».

  No es solo que Williamson lea hasta la última coma de la obra de Borges como correlato del estado emocional del autor. Es que tiende a reducir todos los conflictos psíquicos y problemas personales de Borges a su búsqueda de una mujer. La teoría en que se basa Williamson consta de dos elementos principales: la incapacidad de Borges para plantar cara a su dominante madre,[5] y su creencia, cifrada en una lectura fantasiosa de Dante, de que «el amor de una mujer era lo único que podía salvarlo de la infernal irrealidad que compartía con su padre e inspirarlo a escribir una obra maestra que justificara su vida». Así, pues, Williamson se dedica a interpretar cada relato como un informe en código sobre la trayectoria amorosa de Borges, una trayectoria que resulta ser triste, timorata, pueril, fantasiosa y (como la de la mayoría de la gente) extremadamente aburrida. La fórmula se aplica por igual a los relatos famosos como «“El Aleph” (1945), cuyo subtexto autobiográfico alude a su amor contrariado por Norah Lange» y a otros menos conocidos como «El Zahir»: 

Los tormentos que describe Borges en este relato… son, por supuesto, confesiones desplazadas de sus penurias extremas. Estela [Canto, que acababa de romper con él] tenía que ser la «nueva Beatriz» que lo inspirara para crear una obra que fuera «la Rosa sin propósito, la Rosa platónica y atemporal», y sin embargo aquí estaba él otra vez, hundido en la irrealidad del yo laberíntico, ya sin perspectiva alguna de contemplar la Rosa mística del amor.
  

  Por endeble que sea esta clase de explicación, es preferible al proceso inverso por medio del cual a veces Williamson presenta los relatos y poemas de Borges como «pruebas» de que estaba atravesando situaciones emocionales extremas. Por ejemplo, la afirmación que hace Williamson de que en 1934, «después de que Norah Lange lo dejara de forma definitiva, Borges… llegó a estar al borde del suicidio» se basa exclusivamente en dos narraciones minúsculas de aquel periodo cuyos protagonistas se plantean suicidarse. No solo se trata de una forma extrañísima de leer y de razonar —¿acaso el Flaubert que escribió Madame Bovary era eo ipso suicida?—, sino que Williamson parece creer que le autoriza para llevar a cabo toda clase de afirmaciones discutibles y humillantes sobre la vida interior de Borges: «“La noche cíclica”, que publicó en La Nación del 6 de octubre, revela que estaba sufriendo una aguda crisis personal»; «en los extractos de este poema inacabado… vemos que la razón de que quisiera suicidarse era el fracaso literario, que derivaba en última instancia de la inseguridad sexual». Puaj.

  Lo vuelvo a decir, es básicamente gracias a los relatos de Borges por lo que alguien muestra algún interés por leer sobre su vida. Y aunque Edwin Williamson dedica mucho tiempo a contar con detalle el éxito explosivo que Borges disfrutó en su mediana edad, después de que el Premio Internacional de los Editores de 1961, compartido con Samuel Beckett, introdujera su obra en Estados Unidos y en Europa,[6] en su libro apenas habla de por qué Jorge Luis Borges es un narrador tan importante como para merecer una biografía tan increíblemente minuciosa. La verdad, en pocas palabras, es que Borges es probablemente el gran puente entre modernismo y posmodernismo que hay en la literatura mundial. Es modernista en el sentido de que su narrativa revela a una mente humana de primera fila despojada de todo fundamento de certidumbre religiosa o ideológica, una mente que de esa manera se vuelve completamente sobre sí misma.[7] Sus relatos son cerrados en sí mismos y herméticos, y producen ese terror vago de los juegos cuyas reglas son desconocidas y donde está en juego todo.

  Asimismo, la mente de esos relatos es casi siempre una mente que vive en los libros y por medio de ellos. Esto se debe a que el Borges escritor es, fundamentalmente, un lector. Las alusiones abundantes y poco conocidas de su narrativa no son un tic, ni siquiera realmente un rasgo de estilo; y tampoco es ningún accidente que a menudo sus mejores relatos sean ensayos falsos, o bien reseñas de libros ficticios, o bien tengan textos en el centro de sus tramas, o tengan de protagonistas a Homero o Dante o Averroes. Ya sea por razones artísticas de base, o bien por razones personales neuróticas, o por ambas, Borges funde al lector y al autor en una nueva modalidad de agente estético, que crea historias a partir de otras historias, para quien la lectura es esencialmente —y conscientemente— un acto creativo. Esto, sin embargo, no se debe a que Borges sea un metanarrador ni un crítico hábilmente camuflado. Se debe a que sabe que en última instancia no hay diferencia, que asesino y víctima, detective y fugitivo, intérprete y público son lo mismo. Obviamente, esto tiene implicaciones posmodernas (de ahí lo que decía antes del puente), pero en realidad la visión de Borges es mística, y profunda. Y también temible, puesto que la línea que separa el monismo del solipsismo es fina y porosa, y tiene más que ver con el espíritu que con la mente en sí. Y en tanto que programa artístico, esta especie de colapso/trascendencia de la identidad individual también resulta paradójico, puesto que requiere una grotesca obsesión por uno mismo combinada con un borrado casi total del yo y de la propia personalidad. Dejando de lado tics y obsesiones, lo que hace que un relato de Borges sea borgiano es la extraña e inevitable sensación que transmite de que no lo ha escrito nadie y a la vez lo ha escrito todo el mundo. Es por eso, por ejemplo, por lo que resulta tan irritante ver que Williamson describe «El inmortal» y «La escritura del dios» —dos de los relatos místicos más enormes y sobrecogedores nunca escritos, al lado de los cuales las epifanías de Joyce o las redenciones de O’Connor palidecen y resultan toscas— como productos respectivos de «los muchos niveles de angustia» de Borges y de la «indiferencia a su destino» después de que lo dejaran diversas novias idealizadas. Esa clase de afirmaciones indica que no se ha entendido nada. Por mucho que las afirmaciones de Williamson fueran ciertas, los relatos trascienden de forma tan absoluta su causa motriz que los datos biográficos se vuelven, en el sentido más profundo y literal, irrelevantes.

[1] Por supuesto, el famoso «Pierre Menard, autor del Quijote» de Borges se toma a broma esta misma convicción, igual que su posterior «Borges y yo» anticipa y refuta la idea misma de una biografía literaria. El hecho de que su narrativa siempre vaya varios pasos por delante de sus intérpretes es una de las razones de que Borges sea tan grande y tan moderno.

[2] En realidad, estos dos objetivos encajan entre sí, puesto que la única razón de que alguien se interese por la vida de un escritor es su importancia literaria. (Piénsenlo: la vida personal de la mayoría de gente que se pasa catorce horas al día sentada a solas, leyendo y escribiendo, no va a ser precisamente un torbellino de emoción).

[3] Esto es en parte lo que un otorga a los relatos de Borges su naturaleza mítica y precognitiva (la metafísica primera y más vital de todas las culturas siempre es mitopoética), una naturaleza que a su vez contribuye a explicar cómo es posible que los relatos sean tan abstractos y a la vez tan conmovedores.

[4] Probablemente la parte más valiosa de la biografía sea su narración de la evolución política de Borges. Un cotilleo habitual sobre Borges es que la razón de que no le dieran el Premio Nobel fue su supuesto apoyo a las atroces juntas autoritarias que gobernaron Argentina en los años sesenta y setenta. Gracias a Williamson, sin embargo, descubrimos que en realidad las ideas políticas de Borges eran mucho más complejas y trágicas. Criado en el seno de una vieja familia liberal, e izquierdista irredento en su juventud, Borges fue uno de los primeros y más valientes oponentes públicos del fascismo europeo y del nacionalismo de derechas que este engendró en Argentina. Lo que le hizo cambiar de ideas fue Perón, cuya repulsiva dictadura populista de derechas generó tanto desprecio en Borges que lo hizo aliarse con el represivamente antiperonista partido Revolución Libertadora. La situación de Borges después de la primera destitución de Perón en 1955 está llena de paralelismos inquietantes para los lectores americanos. Debido a que el peronismo seguía gozando de una enorme popularidad entre la clase obrera pobre de Argentina, el dictador en el exilio retuvo un poder político enorme, y habría ganado cualquier elección democrática nacional que se hubiera llevado a cabo en la década de 1950. Esto colocaba a los creyentes en la democracia liberal (como J. L. Borges) en la misma clase de situación paradójica que unos años más tarde afrontó Estados Unidos en Vietnam del Sur: ¿cómo se promueve la democracia cuando sabes que la mayoría, si le dieras la oportunidad, votaría a favor de prohibir las elecciones democráticas? En esencia, Borges decidió que las masas argentinas habían sido engañadas por Perón y su mujer hasta tal punto que el regreso a la democracia no sería posible hasta que el país se limpiara de peronismo. El análisis que hace Williamson del camino sin retorno que esta decisión hizo tomar a Borges, y su narración de cómo los izquierdistas argentinos se ensañaron con la reputación política de Borges a modo de venganza por su abandono (hasta el punto de que, en 1967, cuando el escritor vino a dar una charla a Harvard, los estudiantes prácticamente esperaban que llevara charreteras y fusta), ocupan los mejores capítulos de su libro. 

[5] Les aviso de que gran parte de las psicologías sobre la madre que se encuentran en el libro parecen sacadas del programa de Oprah, por ejemplo: «Sin embargo, al animar a su hijo a que hiciera realidad las ambiciones que ella había definido para sí misma, sin saberlo le infundió una sensación de no estar a la altura que se convirtió en el principal obstáculo que tuvo Borges a la hora de afirmarse a sí mismo».

[6]  Los capítulos en que Williamson trata la repentina fama mundial de Borges entrañarán un interés especial para los lectores americanos que o bien no habían nacido o bien todavía no leían a mediados de los años sesenta. Yo tuve la suerte de descubrir a Borges de niño, pero solo porque en 1974 encontré por casualidad en las estanterías de mi padre Laberintos, una antología temprana de sus relatos más famosos. Yo creía que el libro únicamente estaba allí gracias al gusto literario y al discernimiento desacostumbradamente elevados que tenían mis padres —y es verdad que los tienen—, pero lo que no sabía era que en 1974 Laberintos también estaba en decenas de millares de estantes de hogares americanos, puesto que Borges había sido una sensación de la magnitud de Tolkien y Gibran entre los lectores enrollados de la década anterior. 

[7] Laberintos, espejos, sueños, dobles… Muchos de los elementos que aparecen una y otra vez en la narrativa de Borges son símbolos de la psique vuelta hacia su interior.

En En cuerpo y en lo otro

sábado, 20 de junio de 2020

Alice Munro Escritora Premio Nobel Biografía

  • Por AlohaCriticón
alice-munroALICE MUNRO
(1931- )
Alice Munro es una autora canadiense nacida el 10 de julio del año 1931 en Wingham, localidad en donde su padre poseía una granja de zorros plateados.
Después de terminar su instrucción primaria, Alice acudió becada durante un tiempo a la Universidad de Western Ontario. En esta época universitaria publicó su primer relato, “The Dimension Of a Shadow”, un texto aparecido en la revista estudiantil “Folio” en donde Alice volvió a publicar nuevas historias cortas.
Terminada la beca, y sin recursos para financiar su estancia universitaria, Alice abandonó sus estudios y se casó con James Munro, con quien creó la librería “Munro’s Books”.
Sus relatos continuaron apareciendo en diversas publicaciones hasta la edición de su primer libro, “Dance Of The Happy Shades” (1968), una colección de historias cortas que obtuvieron cierta resonancia internacional al recibir en su país el premio Governor General.
alice-munro-mi-vida-querida-librosCon influencias de Anton Chejov, las hermanas Brönte o William Faulkner, la escritora canadiense, especialista en relatos cortos, llamó la atención por su precisión narrativa y la observación de emociones complejas, en especial femeninas, a través de una exposición sencilla de la vida diaria con ambientación primordial en Ontario.
Tres años después de su primer libro publicó “La Vida De Las Mujeres” (1971), su única novela, en la que Muro cuenta con el protagonismo en los años 40 de un personaje femenino llamado Del Jordan. Más tarde vieron la luz “Something I’ve Been Meaning to Tell You” (1974), “¿Quién Te Crees Que Eres?” (1978), “Las Lunas De Júpiter” (1982), “El Progreso Del Amor” (1986), “Amistad De Juventud” (1990), “Secretos a Voces” (1994)“El Amor De Una Mujer Generosa” (1998)“Odio, Amistad, Noviazgo, Amor, Matrimonio” (2001), “No Love Lost” (2003), “Escapada” (2004) o “La Vista Desde Castle Rock” (2006).
En el año 2007 la actriz Sarah Polley debutó como directora adaptando el relato “The Bear Came Over The Mountain”, encontrado en el libro “Odio, Amistad, Noviazgo, Amor, Matrimonio”.
En el 2011, Alice publicó “Mi Vida Querida”.
En el 2016, Pedro Almodóvar adaptó dos relatos para filmar su película “Julieta”.
El matrimonio con James Munro terminó en los años 70, época en la que Alice se casó con Gerald Fremlin, su segundo marido.
Fue galardonada con el premio Nobel en el año 2013.
Comentarios de Libros

martes, 5 de mayo de 2020

Irene Vallejo: «Sólo conservamos un 1 % de los libros de la Antigüedad»

La escritora publica 'El infinito en un junco' (Siruela), un recorrido por los orígenes del libro que recrea la inverosímil supervivencia actual de este objeto, el mayor legado de la cultura clásica.
Irene Vallejo



Aunque hoy cueste recordarlo, ante la avalancha de libros que nos asalta constantemente, durante la mayor parte de nuestra historia los libros fueron objetos artesanales, escasos, caros y frágiles. Exclusivos guardianes del conocimiento que fueron manteniendo vivas para las sucesivas generaciones los avances, intereses, saberes y visiones del mundo de las civilizaciones antiguas. “Lo más lógico es que todo se perdiera, porque es mucha la energía que hace falta para que un libro sobreviva a la navegación de varios milenios entre peripecias históricas de todo tipo”, afirma la escritora Irene Vallejo (Zaragoza, 1979), que en El infinito en un junco. La invención de los libros en el mundo antiguo (Siruela) narra su historia, que también es la nuestra. Un relato integral donde mezclando sin complejos crónica periodística, narración novelesca e interpelaciones al lector la autora recrea la inverosímil supervivencia de ese objeto indestructible que es el libro, que se resiste, incluso en nuestra época digital, a desaparecer.
Pregunta. Dedica buena parte del ensayo a la Biblioteca de Alejandría, ¿qué significó en su época y qué representa hoy? ¿Qué ha llegado hasta nuestros días de aquel proyecto loco y genial?
Respuesta. Hoy en día nos ha llegado tanto el mito como la realidad. Por un lado está la leyenda, que empapó a toda la ciudad de un aura literaria que se ha mantenido hasta Cavafis, Ungaretti, El cuarteto de Alejandría de Lawrence Durrell… Gracias a ella, Alejandría ha sido una ciudad colonizada para las letras y el imaginario cultural y ha producido muchas ensoñaciones, como el famoso relato de Borges. Por otro lado, este experimento de Alejandría tuvo consecuencias prácticas. Los libros que allí se reunieron, al alance de la gente culta de la época, se copiaron y generaron una multiplicación de ejemplares que fueron a parar a viviendas y colecciones privadas, donde los libros sobrevivieron en los tiempos duros de la Edad Media tras la caída del imperio romano, cuando fueron saqueados y destruidos los grandes centros de cultura. Todos los libros de hoy, pasando por los monasterios medievales, se remontan a la Biblioteca de Alejandría, donde nació un programa de conservación y salvamento que ha permitido a esos textos llegar hasta nosotros.

P. Durante su vida, la Biblioteca logró crear el imperio multicultural que la política, como se vio tras la fragmentación del imperio de Alejandro, no pudo, ¿es la cultura el único mundo sin fronteras posible?
R. En efecto, no sólo querían reunir todos los libros griegos, sino que aspiraban a compilar traducciones de los textos esenciales de las demás culturas, rivales en lo político, lo que es un cambio de concepto, un interés muy moderno para la época. Desde luego, el afán de totalidad que tenía Alejandro Magno, su sueño de abolir las fronteras, sólo se hizo realidad en la Biblioteca de Alejandría, el único lugar donde se reunieron todas las voces, lo que realmente cambió el mundo, pues permitió que todo ese saber fuera aprovechado por todas las culturas futuras.
«Es casi imposible hacer desaparecer un libro ya escrito. Pero las persecuciones generan autocensura hacia lo que todavía no se ha escrito»
P. La historia que conocemos es que el fin de la Biblioteca fue un pavoroso incendio, pero usted afirma que pesó más el desinterés y la dejadez de los gobernadores romanos en siglos posteriores. ¿Ocurre lo mismo hoy con la cultura, muere por falta de inversión y de interés político?
R. Para la cultura siempre ha sido más letal la indiferencia que la persecución, y eso que persecuciones a los libros y a la creación no han faltado en ninguna época. Pero estos ataques siempre despiertan movimientos de protección y de resistencia, por lo que es mucho más efectivo a la larga el desgaste de dejar las cosas languidecer, de no cuidarlas y no poner los pequeños medios que hacen falta para que este sistema venoso siga irrigando. A lo largo de la historia ha sido mucho más dañina la indiferencia y el desprecio, y la época contemporánea no es una excepción. El momento en el que se desprecia, de palabra o de obra, la importancia de la cultura, si se da a entender que es algo prescindible y que en momentos de crisis es lo primero que debe sucumbir es el fin, esas son las puñaladas que verdaderamente hieren de muerte.
De hecho, Vallejo habla de la gran capacidad de los libros para huir de la censura de cualquier condición y época, afirmando que es prácticamente imposible proscribir un texto para siempre. “Es muy difícil, cada vez más, hacer desaparecer un libro ya escrito. Salvo que se inventen métodos de control que hoy ni siquiera imaginamos, es muy difícil evitar que haya personas que los protejan, que los escondan, como en Fahrenheit 451”, opina la autora. “Ha habido varias épocas en la historia en que la gente ha aprendido de memoria libros proscritos para salvarlos de la destrucción”. Sin embargo, la escritora destaca que hay otro procedimiento más subliminal donde la censura tiene más éxito, que es en los libros que no se han escrito todavía. “Cuando hay una persecución a una persona, pongamos Salman Rushdie, todos los demás protagonistas del mundo del libro comienzan a autocensurarse para no sufrir esas consecuencias, en este caso la fetua, por eso la censura es más peligrosa para con los libros que no se han escrito todavía que con las que están en circulación”.
P. Todo este complejo tejido de historias que narra demuestran que el ser humano es inmutable, que sus pasiones y errores son constantes a través de los siglos. ¿Nos parecemos más a los antiguos de lo que creemos?
R. Estoy convencida de ello. Me parece algo casi mágico, milagroso, que una obra de hace varios milenios pueda seguir entablando una conversación de tú a tú con los lectores actuales. Pero eso es lo que hace un clásico, seguir, generación tras generación, siendo un faro en una realidad cambiante. Los libros de la Antigüedad proponen una conversación que no se ha silenciado en ningún momento de la historia, que ha sido ininterrumpida. Y eso se lo debemos  a gente que se ha esforzado, formando una especie de cadena espontánea, por transmitir los libros hacia el futuro sin otro aliciente que el propio amor por la literatura.
«Los libros de la Antigüedad proponen una conversación que no se ha silenciado en ningún momento de la historia, que ha sido ininterrumpida»
P. Como dice, el libro ha tenido una historia ininterrumpida desde Grecia y Roma hasta hoy, ¿es esto más que cualquier otra cosa lo que teje la herencia cultural del mundo clásico?
R. Hay  grandes civilizaciones de la Antigüedad como Egipto o las culturas mesopotámicas, cuyas lenguas y tradiciones se olvidaron y tuvieron que resucitarse, pero con Grecia y Roma hay ahí un cordón umbilical, un kilómetro cero, con el que no hemos perdido el contacto nunca. Ese es un gran logro de la creación literaria del que no hablamos mucho, porque nos centramos en los escritores, los protagonistas de la creación. No pensamos en la importancia que tienen, por un lado la traducción, y por otro todos esos canales de transmisión sigilosos y anónimos pero que nunca han dejado de funcionar. Ha sido el esfuerzo anónimo de mucha gente el que ha permitido la salvación de unas palabras que todavía hoy están vivas.
En su libro, Vallejo se detiene en el abismo absoluto que supuso la Caída de Roma, pero como cuenta, los libros sobrevivieron después, durante la larga y oscura Edad Media. ¿Cómo fue su supervivencia hasta la llegada de la imprenta? “Es un viaje apasionante que daría para otro libro. Hubo dos caminos. Por un lado, en Europa, fueron esenciales los monasterios, lugares apartados por donde no pasaban habitualmente los ejércitos y que no estaban sometidos a las mismas vicisitudes de destrucción que las grandes ciudades y capitales”, explica la escritora. “A ellos se retiraron personas que mantuvieron y cultivaron el conocimiento de la lectura y la escritura. Es importante destacar que no tendría por qué haber habido en los monasterios bibliotecas, no son un elemento indispensable para su funcionamiento, y sin embargo las crearon y mantuvieron”.
Además, Vallejo destaca el papel del mundo musulmán, que “en los peores siglos de Europa tuvo un gran esplendor y florecimiento recogiendo el legado del mundo helenístico sobre el que se implantó. Curiosamente, algunas obras literarias que en Europa se perdieron ellos las mantuvieron vivas. Aristóteles por ejemplo, nunca habría llegado a nosotros sin los pensadores árabes, que mantuvieron viva, discurrieron y comentaron una tradición de la que también se apropiaron”. Hablando de esta época, la autora nos recuerda que entonces, el mundo del libro era un arcano reservado a unas élites muy exiguas. “Incluso el Humanismo fue un fenómeno elitista y limitado. Ha habido que recorrer un larguísimo camino para volver a ampliar el espectro de lectura, para alcanzar y superar, claro, los números de la Antigüedad clásica”, explica. “Pero lo importante es que en ningún momento se cortó la hebra, por mucho que se adelgazase. A veces la supervivencia de una obra dependió de un solo ejemplar que, de haberse perdido, hubiera supuesto el silenciamiento para siempre de una voz”.
P. En este sentido, ¿es usted optimista, debemos valorar el legado recibido frente a todo lo perdido?
R. Se calcula que ha sobrevivido únicamente un 1 % de toda la suma de libros que hubo en la Antigüedad. Es un porcentaje ridículo, aunque obviamente hablamos de todo tipo de libros: religiosos, de cocina, técnicos de oratoria… Pero hay que destacar que no es 1 % aleatorio, sino que son los textos que los propios antiguos, con mejor o peor criterio, consideraron los más valiosos. Los mejores libros se beneficiaron de mayor esfuerzo de conservación y multiplicación, y estos son, con algunas lamentables pérdidas, los que han llegado hasta nosotros, los que ellos valoraron como decisivos y como dignos de legar al futuro.
«Debemos salvar las humanidades. La propia dinámica de la democracia no puede existir sin ciertas nociones de ética, de filosofía, de historia»
P. Es Doctora en Filología Clásica por las universidades de Zaragoza y Florencia, ¿cómo vive el progresivo desprestigio de las Humanidades en el ámbito educativo?
R. Si esto continúa así el precio que pagaremos es enorme. Hay que hacer un esfuerzo, equiparable al que en su día se hizo para salvar los libros. La movilización cultural de esta época debería ser un S.O.S. a las humanidades. Dicho esto sin menospreciar a la Ciencia, que no es la competencia, pero veo un discurso de constante menosprecio a las Humanidades como si fueran un residuo inútil de otros tiempos, cuando los desafíos del futuro, tanto los ecológicos y científicos como los éticos y morales, cada vez de mayor magnitud, nos exigen fortalecer estas disciplinas. Incluso la propia dinámica de la democracia no puede existir sin ciertas nociones de ética, de filosofía, de historia. La única manera de construir un futuro es saber de dónde venimos y cuál ha sido nuestro trayecto.
P. Hoy en día los libros pertenecen a todos y no a una élite, sin embargo, da la sensación  de que vivimos en un mundo menos culto que la Antigüedad. ¿Es cierto o es un anacronismo pensar así?
R. La cultura siempre se ha movido en élites y estamos en el momento de mayor capacidad lectora de la historia. Casi el 90 % de la humanidad es capaz de leer y escribir y, por tanto, de acceder al conocimiento. No soy muy partidaria de analizar otras épocas donde el acceso a la cultura estuvo limitado por cosas como el nacimiento, la condición social o el sexo. Estamos en una época de grandes éxitos, de expansión imparable del saber y no deberíamos olvidarlo. Muchos de los sueños de los antiguos se han hecho realidad sólo en la época contemporánea, así que valoremos los frutos de la historia antes que criticar el presente.

Pérez Cortés, Sergio, Palabras de filósofos. Oralidad, escritura y memoria en la filosofía antigua Gerardo Ramírez Vidal*

Pérez Cortés, Sergio, Palabras de filósofos. Oralidad, escritura y memoria en la filosofía antigua

Gerardo Ramírez Vidal*

México, Siglo XXI Editores, 2004, 325 págs.

Doctor en letras (clásicas) por la Universidad Nacional Autónoma de México, es profesor de griego, y estudioso y traductor de Antifonte y de Pseudo Jenofonte. Correo electrónico: grvidal@servidor.unam.mx

Recepción: 27 de marzo de 2008.
Aceptación: 12 de mayo de 2008.

Palabras clave: escritura, filosofía antigua, filósofos, memoria, oralidad.

Hace ya cuatro años se publicó el libro de Sergio Pérez Cortés, Palabras de filósofos. A pesar del tiempo transcurrido, no es inoportuno hacer una presentación de esa obra y poner a consideración del público interesado algunos comentarios al respecto, por tres razones. La primera es que, hasta hoy —que yo sepa—, no se ha publicado ninguna reseña sobre este volumen que yo considero merecedor de la atención de los especialistas. En nuestro medio no se ha dado a esa obra la importancia que merece, aunque el Collège International de Philosophic y la editorial Kimé han decidido publicar este libro en traducción al francés.
La segunda: Sergio Pérez Cortés, doctor en Lingüística (1981) y Filosofía (1987) por la Universidad de París (X–Nanterre y I–Sorbonne, respectivamente), es un académico de reconocido prestigio en el ámbito internacional. Fue director de programa del Collège International de Philosophie, con sede en París desde 2001 hasta 2003; desde 1984 es profesor y director del Departamento de Filosofía de la Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Iztapalapa,1 y ha publicado obras valiosas, cuya temática gira en torno a la filosofía.2
La tercera razón es que la obra que ahora comentamos debe considerarse como un libro de primer orden en el campo de los estudios filosóficos en México. Su consistencia, su óptica y su seriedad justificarían un amplio comentario en una revista como Nova Tellus, cuya misión es dar cuenta de las investigaciones que se publican en nuestro país sobre la Antigüedad grecolatina y su influencia en épocas posteriores.
La obra no es una historia de la filosofía ni una exposición de las doctrinas de los grandes filósofos o corrientes de pensamiento, sino que constituye un análisis puntual de las condiciones de producción, transmisión y recepción de las doctrinas filosóficas en el mundo antiguo griego y romano: las diversas maneras en que las palabras orales son verbalizadas y organizadas, los modos en que el filósofo las manipula para transmitir sus doctrinas con el concurso de la escritura, las formas en que las reciben sus destinatarios originales y los espacios y los ambientes en que estas prácticas se realizan.
El tema de la oralidad en el mundo griego y romano no es novedoso. En su tesis de doctorado sobre el verso homérico publicada en 1928, Milman Parry (1902–1935) había llamado la atención sobre la transmisión oral de la épica arcaica griega. A su muerte prematura sus discípulos continuaron con estos estudios. Albert B. Lord estableció un proyecto de rescate de la literatura oral y publicó El cantor de cuentos, en 1960.3 A partir de los años sesenta varias obras de este género tuvieron un gran impacto en las investigaciones de literatura y filosofía antiguas. Erick A. Havelock publicó varios estudios fundamentales: en 1963 Prefacio a Platón, el más conocido de ellos, y en 1986 La musa aprende a escribir, su último libro. Havelock había llegado a las siguientes conclusiones: en una sociedad de comunicación oral la transmisión de la cultura se basa en la memorización que se logra gracias a una serie de mecanismos poéticos como el ritmo. Homero pertenece por entero a una sociedad oral. La escritura se va abriendo paso durante los siglos que separan al poeta del filósofo Platón, quien reemplaza la narrativa y el pensamiento orales por el texto escrito, que hace inoperantes los mecanismos de la memoria oral. La mentalidad alfabetizada se logró gracias a la eficacia fonética del sistema de escritura griega. El verso fue sustituido por la prosa y los poetas dejaron su lugar a los filósofos. La idealización de los atributos literarios de la poesía épica, como si fuera un producto escrito, oscurecía el carácter analfabeto de la épica, pues se consideraba que la ausencia de escritura es un signo de primitivismo. Habría entonces que corregir los criterios tradicionales: la sociedad oral no es menos civilizada que la escrita, sino que se basa en otros patrones de vida y elabora artefactos culturales propios. La posesión de la escritura no es un criterio válido para distinguir las culturas superiores de las inferiores, pero sí es un factor muy útil para entender los cambios culturales de los pueblos.
Durante los años ochenta el tema de la oralidad recibe la atención de una gran cantidad de estudiosos en un sentido recapitulativo, como sucede con el texto La musa aprende a escribir. En 1982 Walter Ong publica Oralidad y escritura, donde sintetiza y sistematiza la enorme cantidad de material sobre el tema.4 La última década del siglo pasado los conocimientos al respecto, en el caso de la cultura griega, habían sido ampliamente asimilados y permitieron entender con más claridad la naturaleza de la poesía lírica arcaica. A este momento pertenece el libro del discípulo de Havelock, Kevin Robb, sobre la escritura y la educación en la Grecia antigua,5 cuya premisa central es que el mayor descubrimiento de la filología clásica en el siglo XX fue el redescubrimiento de la dimensión oral en la vida de los griegos de los periodos geométrico y arcaico y los efectos que esa dimensión tuvo en la época clásica.
A inicios del siglo XXI se ha continuado el estudio de dicho tema con rectificaciones, amplificaciones y aplicaciones de las teorías sobre la oralidad en el mundo clásico, particularmente en relación con la ejecución, la apreciación del texto como objeto, la vinculación binaria de la oralidad y la escritura, la interacción del género y las circunstancias de la ejecución, enfocados en Hornero, la época arcaica y la Biblia. El libro que ahora nos ocupa de Sergio Pérez Cortés se inscribe en esta área de conocimiento con nuevos enfoques, pues no se trata de la repetición de la historia contada con otras palabras, sino de la ampliación del campo de estudio y de la rectificación de algunas teorías.
El libro dirige su atención en particular a un tema poco tratado y que podría tal vez parecer paradójico: aunque se piensa que la producción filosófica está más vinculada a una cultura escrita que a una oral, entre otras muchas razones por la sistematicidad que la caracteriza, se estudia el papel de la voz y la memoria en el quehacer filosófico a partir de la época de Sócrates y hasta Plotino (siglo III d. C.) en el mundo grecorromano, es decir, en un periodo de supuesto predominio de la escritura. De esta manera, el autor amplía el estudio de la oralidad más allá de la época arcaica y clásica y del ámbito helénico, mientras que tradicionalmente los tratados sobre la oralidad se han enfocado a los periodos arcaico y clásico y a la Biblia.
La expansión indicada presupone la rectificación de las hipótesis sobre el cambio de una cultura oral a otra escrita, en determinado periodo de la civilización griega y, en consecuencia, queda superada también la división en dos grandes etapas del pensamiento griego, la del mito y la del logos.
Es bien sabido que la escritura había experimentado una lenta pero constante extensión desde su introducción en época oscura primero en las relaciones comerciales, luego en las prácticas legislativas y finalmente en el ámbito educativo. Es completamente entendible entonces que, ya a inicios del siglo V, se hubieran establecido escuelas donde se enseñaba a leer y a escribir a los niños y que fuera entonces también cuando la invención de las técnicas que requerían del texto escrito empezó a cobrar impulso. A pesar de esta constatación, en un principio se presumió que el fenómeno de la escritura se había difundido en amplias capas de la sociedad en Atenas y en otros lugares sólo hasta mediados del siglo V, y que debido a ello se inventó la retórica, cosa que atestiguan Platón y Aristóteles. Posteriormente se rechazó que el fenómeno de la difusión hubiera sucedido en esa época, y se postuló la hipótesis de que la reforma del alfabeto ático en 403 y la creación del archivo de Atenas a finales del siglo v son indicios de que la difusión de la escritura sucedió sólo hasta ese momento. K. Robb fue más allá: la sociedad ateniense estuvo alfabetizada, en el sentido "institucional", solamente hacia el 350 a. C., sin que necesariamente se hubiera alcanzado una alfabetización completa de todos los ciudadanos. Pérez Cortés señala, por su parte, que en la época de Platón sólo un 15% de la población sabía leer y escribir y en la Roma de Séneca un 20%, de manera que, según los estándares modernos, se trataría en ambos casos de "comunidades analfabetas" (p. 16), aunque indica que los estándares actuales no pueden aplicarse a la Antigüedad.
De tal manera, hoy se está de acuerdo en que la expansión de la escritura debió haberse dado paulatinamente en diversas capas de la población y que se puede hablar de una sociedad alfabetizada sólo en la Atenas del siglo IV. Pérez Cortés sostiene que la educación basada en la escritura se verificó en la segunda mitad del siglo v y que este fenómeno fue crucial en la historia de la educación, pues fue entonces cuando nació el "hombre de letras" en occidente (p. 33), pero no existió un periodo específico de introducción o de interiorización de la escritura que implicara su uso masivo, ni la escritura suplantó a la oralidad en algún momento de los siglos V y IV a. C., sino que más bien se dio una colaboración entre oralidad, memoria y escritura en la producción filosófica y fue esa colaboración que hizo posible la filosofía antigua: "la cultura antigua era una civilización poseedora de la escritura, pero no era una civilización de la escritura" (p. 9).
Con estos antecedentes, pasemos brevemente a explicar el contenido. El libro se compone de cinco capítulos, además del prólogo, la bibliografía y el índice onomástico. Este último puede resultar muy útil al lector interesado en algunos personajes en especial. Podemos observar que las figuras centrales son Platón, Aristóteles y Sócrates, por el número de veces que aparecen en el texto, y que Epicuro y Epicteto aparecen con más frecuencia que los filósofos presocráticos, debido a que el autor fija su atención en la filosofía griega y latina de Sócrates a Plotino, como ya hemos dicho. Extrañamente por tratarse de un libro sobre la memoria, el inventor de la nemotecnia, Simónides de Ceos, se menciona una sola vez de pasada.
En el capítulo primero (pp. 15–63) el autor refuta la idea generalizada de que, por lo menos después de Sócrates, la filosofía se transmitía mediante el texto escrito y de que la operación de escribir era un quehacer común entre los filósofos. En realidad, los filósofos tenían la opción de seguir utilizando los mecanismos tradicionales de la oralidad o bien recurrir a la nueva tecnología de la escritura o a ambos a la vez, que es lo que sucedió más a menudo en el periodo estudiado. No se trataba de una decisión superficial, sino que dependía de la idea que se tenía de la propia filosofía. Algunos filósofos optaron por no escribir, por el simple hecho de que consideraban que, para la formación espiritual de sus discípulos, bastaba con la expresión oral. El caso de Sócrates es el más conocido, pero se sabe también que Epicteto, quien vivió en el siglo I de nuestra era, no escribió nada. Hubo también quienes escribieron poco o que tenían una actitud crítica ante la escritura. La cautela de Platón frente la escritura es bien conocida; para él y para otros la enseñanza oral era irremplazable, siendo el texto escrito un sucedáneo del que podía prescindirse. De manera paradójica, Platón es el único filósofo de quien se ha conservado la obra completa. El tercer grupo es el de los escritores tenaces que veían en la escritura el medio idóneo de ser útiles a la posteridad. Entre ellos encontramos a Epicuro, quien habría escrito 300 volúmenes y a su rival, el estoico Crisipo, los filósofos más fecundos de la Antigüedad. Plotino pertenece al primer y tercer grupo, pues inició a escribir sólo después de los 50 años de edad.
Los filósofos se ponían ante el problema de cómo conservar las enseñanzas y lo resolvieron inicialmente mediante recursos nemotécnicos de naturaleza poética, como el ritmo, las asonancias, las repeticiones, las fórmulas, etcétera, que permitieron la conservación no sólo de los poemas homéricos, sino también de la filosofía arcaica escrita en verso. Después, la memoria continuó siendo un aspecto imprescindible en la educación, desde el aprendizaje de la lectura y de la escritura hasta la instrucción superior. Fue ese tipo de formación la que hizo posible las proezas de la memoria en las culturas clásicas antiguas, de las que Sócrates es uno de los mejores ejemplos, según el testimonio de Platón: "Al filósofo parece bastarle escuchar una vez para producir con una gran fidelidad, sin ninguna intervención de la lectura o la escritura" (p. 38). Pérez Cortés analiza detenidamente estrategias de la dialéctica de Sócrates y de la diatriba de Epicteto, cuyas obras escritas son notas de clase redactadas por Arriano, uno de sus discípulos. Ambos se basaron exclusivamente en la palabra oral y la memoria para desarrollar su actividad filosófica.
La necesidad de preservar sus palabras llevó a los filósofos a recurrir a otro instrumento más allá de la enseñanza oral y de sus mecanismos que les permitiría alcanzar su propósito: la escritura. Ésta constituía un mejor medio de conservación que la memoria, aunque tampoco garantizaba su trasmisión, como puede entenderse, por la gran cantidad de obras antiguas de filósofos que se perdieron en el transcurso del tiempo. Memoria y escritura son mecanismos útiles contra el olvido, pero para que rindan frutos es necesario que las generaciones sucesivas tengan estimación por las palabras y los textos. Los poemas homéricos lograron conservarse durante trescientos años sin el concurso de la página escrita y es probable que se hubieran preservado sin haber sido transcritas durante más tiempo por la gran estimación de que eran objeto. Así, los grandes maestros recurrieron a ambos medios como soportes eficaces de transmisión.
La preocupación de las generaciones posteriores por ordenar su legado filosófico por escrito los llevó a inventar diversas modalidades de escritura, entre las que sobresalen las sucesiones de filósofos, las historias de las corrientes de pensamiento, la doxografía y la biografía o formas que mezclaban varios de estos géneros, como sucedió con las Vidas y doctrinas de los filósofos ilustres de Diógenes Laercio (siglo II d. C), quien al parecer no era filósofo.
En el capítulo segundo (pp. 64–101), Sergio Pérez Cortés estudia con detenimiento tres géneros de transmisión escrita con base en la obra mencionada de Laercio, poniendo especial atención en sus fuentes. En primer lugar, la doxografía, esto es, repertorios de opiniones (doxai, placita) de los filósofos, ordenados a partir de criterios y con objetivos diversos que empezaron a circular desde la época de Hipias en forma de listas de citas. Estas compilaciones eran usadas como obras de consulta para la elaboración de textos.
El libro de Laercio en diferentes secciones contiene primero la biografía del filósofo y luego, aunque no siempre, el aparato doxográfico. El segundo género analizado es precisamente la biografía que, a diferencia de lo que sucede en nuestra época, era considerada como un género filosófico, pues mediante la presentación del carácter y de las acciones del personaje se ofrecía al lector–oyente un ejemplo vivo y memorable que podía guiar su propia vida. El retrato moral no necesariamente debía contener datos verídicos ni actos dignos de memoria, sino que podía estar enriquecido con noticias dudosas y pormenores triviales, lo que no resultaba censurable si con ello se lograba el propósito de retratar mejor al filósofo ejemplar. Precisamente el tercer género que analiza Pérez Cortés es la anécdota, relato breve, a menudo humorístico, de algún suceso insólito en la vida del filósofo, cuya función era fijar en la memoria de manera viva alguna nota típica del carácter o la doctrina del personaje. El autor analiza el significado, las características, los aspectos formales y la fortuna que tuvo este género en la Antigüedad.
De estos géneros, hoy secundarios pero que tuvieron un papel central en la transmisión del legado filosófico antiguo, el autor pasa a abordar, en el capítulo tercero (pp. 102–170), el ambiente espiritual que privaba en las escuelas filosóficas y que promovía las diversas formas de transmisión: oral y escrita. Inicia el autor señalando la perspectiva predominante de las filosofías helenísticas que heredaron de Sócrates: la orientación ética en relación con la vida que es digna de ser vivida. El hombre no tiene en el exterior (los dioses, la ciudad) alivio a su desdicha, sino en sí mismos mediante la razón. Así, las diferentes escuelas ofrecen al hombre diversos caminos para alcanzar la felicidad, y los discípulos entran en esas comunidades buscando la transformación interior que les permitiera, bajo la dirección de un guía espiritual, alcanzar esa tranquilidad, autosuficiencia o indiferencia del espíritu frente al poder, la riqueza o la gloria en la que se afanan generalmente los seres humanos. El autor describe entonces el ambiente que prevalecía en esas escuelas filosóficas: su carácter laico y privado, los espacios públicos en que se desenvolvía la enseñanza oral, su función educativa, su organización y los vínculos de amistad entre sus miembros. La importancia de la voz y la memoria fueron los pilares en que descansó la transmisión de la filosofía de la virtud, pero no se desdeñó el texto escrito, que fue considerado como el medio idóneo para la expresión de contenidos filosóficos de una manera rigurosa. Pero la palabra oral no se hallaba detrás de la hoja escrita, sino que esta última era la transcripción o duplicación de la voz del maestro. No se escribían palabras para luego ser pronunciadas, como ahora hacernos, sino, por el contrario, se reproducía en caracteres alfabéticos la palabra oral que imponía su naturaleza a los signos escritos que registraban sólo imperfectamente los rasgos propios de la oralidad.
Pérez Cortés analiza estos dos mecanismos de preservación de la palabra en la enseñanza de la filosofía. El autor aborda el caso singular de Platón, quien tenía en alta estima el texto escrito, pero al mismo tiempo daba al diálogo directo y frontal una función esencial en el proceso de indagación y en la enseñanza, con el rechazo expreso de la escritura, lo cual resulta paradójico. Mas no sólo Platón adopta esta actitud, sino que también la manifestaron otros autores de la época, como Isócrates y Alcidamante. El diálogo escrito tiene sus funciones especiales: en primer lugar, una función introductiva y protréptica para los nuevos discípulos; en segundo, una rememorativa de lo ya conocido para los avanzados (p. 131). El caso de la escuela de Aristóteles parecería diferente, por la importancia que en el Liceo se le daba al texto escrito y al libro y por la naturaleza misma de la actividad filosófica, que consistía más en la cooperación hacia un fin común que la guía espiritual del maestro mediante el diálogo. La voz y la memoria tenían su lugar privilegiado, de lo que dan cuenta los propios escritos del maestro, la mayoría de los cuales no fue destinada a la publicación, sino que se trata de notas de preparación de cursos o apuntes de sus lecciones. Los escritos publicados en forma de diálogo se perdieron. Las notas o apuntes conservan los rastros de la oralidad y las resonancias de la voz, pero no fueron concebidos para ser publicados como tratados para un público anónimo y distante. La parte restante del capítulo aborda la colaboración de la memoria y la escritura en las escuelas de Epicteto, Plotino y Epicuro.
El siguiente capítulo (pp. 171–224) inicia con la descripción de los dispositivos creados para preservar la memoria en las culturas orales, que son de carácter temporal y lineal, y de la naturaleza espacial y simultánea de la escritura en la superficie de la hoja. El objetivo de esta parte es analizar cómo se encuentra reproducida la voz y la memoria en el texto escrito, de qué manera éste refleja la naturaleza oral de la expresión filosófica. Se examina el empleo del verso, los procedimientos rítmicos y acústicos en algunos tipos de escritos como la sentencia, en la cual se condensan estrategias que permiten su recuerdo y que la dotan de un fuerte poder persuasivo, aunque al mismo tiempo resultan enigmáticos. El uso del verso es un vivo reflejo de esos mismos mecanismos orales en las obras de autores como Pitágoras, Jenófanes, Parménides, Empédocles y Lucrecio. En la primera prosa se siguieron preservando estrategias de la oralidad, como la terminología, el estilo sentencioso, la concisión e incluso el ritmo. El autor estudia en especial algunos géneros que reproducen la vinculación oral que se establecía entre el filósofo y sus destinatarios, como en los casos de la carta y el diálogo —que era la continuación de la conversación directa—, y se detiene particularmente en los géneros populares de la filosofía cínica.
En el último capítulo (pp. 225–298), el autor muestra los rastros de la voz y la memoria en las obras filosóficas, cuya expresión original era oral. Pérez Cortés analiza cómo el proceso de la elaboración, transmisión y recepción del texto filosófico estaba estrechamente vinculado con las prácticas orales y memorísticas. Es realmente interesante entender las diferentes fases del proceso de la expresión filosófica desde este enfoque poco conocido. El filósofo elaboraba de memoria lo que después habría de dictar o escribir él mismo, aunque lo primero era lo común. La construcción concreta del texto era posible gracias al empleo de instrumentos de escritura y de utensilios como la mesa (que no servía, sin embargo, para escribir), al manejo de materiales como el papel, a la intervención de personas en la actividad escritural. Se trataba de un proceso enteramente diferente de los actuales sistemas de elaboración textual.
Por otra parte, se describe la recepción de la obra. El texto filosófico no estaba destinado a lectores que en la tranquilidad de sus estudios fijaran la vista en las líneas de un texto escrito de manera silenciosa. Pérez Cortés pasa revista a las numerosas fuentes que muestran que los textos filosóficos de las culturas griega y latina eran leídos generalmente no sólo en voz alta, sino también de manera dramatizada (la performance es un tema de moda en los estudios actuales), no por una persona solitaria, sino frente a varios oyentes. Este fenómeno no tenía nada de extravagante, pues era la forma funcional en las condiciones de recepción tan particulares. Podremos imaginar al esclavo que escribe sobre las rodillas en un rollo de papiro, escuchando la voz de su dueño en condiciones realmente incómodas. Del mismo modo, habrá que pensar que las circunstancias de la lectura no eran fáciles por la misma forma de escritura continua y sin separación de palabras, oraciones o párrafos y sin signos de puntuación, además de que el lector debía reflejar las características orales originales. Este capítulo es bastante rico e interesante y contiene mucho más de lo que aquí se ha condensado de manera imperfecta, pero baste lo dicho para darnos una idea de su contenido, subrayando una vez más que, para entender correctamente la filosofía antigua, es necesario tomar en consideración los elementos orales, memorísticos y de la escritura en el proceso de la generación, transmisión y recepción de las obras.
No quisiéramos perder la oportunidad de hacer algunos comentarios sobre este libro interesante, actualizado y muy bien escrito (excepto las constantes erratas en los términos griegos).
En primer lugar, no parece que sea muy clara la posición del autor en torno a la memorización de los Diálogos de Platón. Doy uno de los ejemplos de proezas de la memoria (p. 27): el Parménides. Cuando había apenas alcanzado la edad de 20 años (esto es hacia el 450 a. C.) Sócrates sostuvo un diálogo con Zenón y Parménides, estando presente Pitodoro. Éste conservó en la memoria toda la conversación que repitió varias veces a sus amigos. Antifonte, el hermanastro mayor de Platón, escuchó varias veces el relato vivo y también se aprendió de memoria aquella célebre conversación, pero no la transcribió ni tenía la intención de hacerlo. Luego de muerto Sócrates (399), algunos filósofos del extranjero encabezados por Céfalo de Clazómenes, llegaron a Atenas en busca de Antifonte, para que les relatara a ellos aquella lejana conversación. Este personaje se resistió en un principio, pero accedió al final a repetir la larga y famosa conversación. Céfalo también guardó en su memoria toda la conversación con sus detalles y, a su vez, la relató varias veces. El diálogo fue reproducido por el filósofo Platón, ya en su vejez, entre 370 y 365.
En otras palabras, entre la conversación original y la elaboración definitiva del diálogo platónico habían pasado poco más de ochenta años. Se trata, en efecto, de un prodigio de la memoria, pues se logró que se conservaran intactas las palabras de los filósofos por ocho décadas. Pero no se trataba en aquella época de un caso extraordinario, si tomamos en consideración que los poemas homéricos pudieron conservarse por trescientos años antes de ser puestos por escrito. Tanto en el caso de la Ilíada y la Odisea, como en el del diálogo entre Sócrates, Parménides y Zenón, fue necesario que intervinieran una serie de memorizadores que conservaran verbatim palabras pronunciadas mucho tiempo antes. En el caso de Parménides podrían identificarse cuatro (no tres) transmisores del diálogo: Pitodoro de Atenas (un soldado), Antifonte de Atenas (dedicado a la hípica), Céfalo de Clazómenes (un viajero) y el propio Platón, si estamos de acuerdo en que él es el autor y que él lo reproduce de memoria a partir de Céfalo. En el diálogo se registran minucias tan intrascendentes como el hecho de que, durante la lectura que Zenón hacía de un escrito suyo, Sócrates, Parménides y un tal Aristóteles se habían quedado fuera y entraron cuando la lectura estaba casi por terminar.
Independientemente de que la hazaña memorística pudiera ser creíble o no, lo que resulta desconcertante es que el autor del libro no haya tomado en cuenta el probable carácter ficticio de esta obra platónica, si observamos que el Parménides ha sido considerado por la crítica como "el enigma de todos los enigmas de la hermenéutica platónica" o tal vez la obra "más controvertida de toda la civilización occidental".6 El propio Pérez Cortés manifiesta en otra parte (página 130) sus dudas sobre la veracidad de los diálogos: "admitiendo que los elaborados diálogos no son transcripciones de lo ocurrido, sino cuidadosos montajes literarios que ofrecen situaciones típicas con resultados concluyentes o aporéticos...". La hipótesis de que los diálogos son conversaciones ficticias, inventadas por Platón, fue sostenida por Havelock en su libro Alle origini della filosofía greca (Bari, Laterza, 1996) quien afirma, entre otras cosas lo siguiente:
no se nos obliga a creer que, por ejemplo, un diálogo socrático tenido con Trasímaco en un ambiente doméstico o en la cárcel con un grupo de devotos seguidores haya tenido lugar realmente y no en la fantasía filosófica de Platón [...] aparte del hecho de que Sócrates se encontraba al reparo, en su tumba, la ausencia de cualquier documentación le permitía [a Platón] tener toda la libertad. Estas conversaciones y discursos en prosa, adaptados a modelos teatrales anteriores, se deben incluir en aquella categoría de composiciones que Aristóteles identificaba como 'mimos' (p. 54).
En segundo lugar, en cuanto a la utilización de los gimnasios como espacios públicos destinados a la exposición de las lecciones, parece que el propio autor se encarga de desmentirse. En la página 111, al tratar sobre las propiedades privadas de las escuelas, asevera: "si no hubo adquisición de bienes, como en los casos de Aristóteles y Zenón, las escuelas elegían lugares públicos como un gimnasio o el Pórtico Pintado, donde resultaba sencillo reunirse a filosofar". Sin embargo, poco después, en el mismo capítulo (p. 139), luego de describir el aula de la escuela, afirma: "Aunque el término 'peripatético' parece sugerir que en la escuela profesores y alumnos deambulaban, esto no parece aplicarse a Aristóteles mismo. No es factible que Aristóteles ofreciera su instrucción en el gimnasio, porque su pedagogía requería un lugar privado y permanente". Pero luego señala que, al inicio de la lección, Aristóteles se cuidaba de prevenir al inexperimentado público con un bosquejo del contenido y del método del curso a quienes acudían a escucharlo, "para evitarse un fracaso semejante al que había presenciado tiempo atrás, en la conferencia de Platón acerca del Bien", y agrega que en la escuela de Liceo existía la costumbre de "ofrecer lecturas públicas ante auditorios numerosos" como los dos mil alumnos que Teofrasto llegó a reunir en alguna ocasión. No es clara, entonces, la relación entre la escuela de Aristóteles y el gimnasio del Liceo. El autor se refiere a las lecturas públicas: las matutinas, ofrecidas a los alumnos más avanzados, y las vespertinas expuestas a todos los jóvenes que quisieran escucharlas, pero no señala si había un cambio de espacios. Habría que distinguir tal vez las lecciones propiamente dichas dentro de la escuela y las conferencias, que podrían pronunciarse en el gimnasio del Liceo o en otros espacios amplios del dominio público.
Un último aspecto es oportuno resaltar. El autor observa que "en la enseñanza antigua, la filosofía y la retórica no estaban reñidas, porque la segunda era una habilidad indispensable para la práctica de la primera" (p. 150). Los ejemplos que muestran esta vinculación son frecuentes a lo largo del libro. El caso de Carneades es paradigmático: en 156 a. C., había sido enviado junto con los representantes del Liceo (Critolao) y del estoicismo (Diógenes) para litigar a favor de Atenas por un multa exagerada que se le impuso por haberse apropiado de bienes del pueblo de Oropos. Aparte del éxito obtenido, el acontecimiento más recordado fue que Carneades, durante su estancia en Roma, un día persuadió a los romanos de la virtud de la justicia y al día siguiente de lo contrario. Independientemente de la veracidad del acontecimiento (Carneades debió manejar de manera estupenda el latín para haber alcanzado el éxito que se le adjudica o los romanos sabían muy bien el griego), la anécdota muestra entre otras cosas que, en efecto, la retórica no está peleada con la filosofía. Sin embargo, en relación con Platón señala nuestro autor que "nunca ejerció el arte retórico y tampoco apreciaba la retórica como medio de enseñanza" (p. 133).
Habría que señalar que a Platón le repugnaba la retórica política, pero tenía en alta estima su propia retórica que posibilitaba la conducción de las almas hacia lo bello y lo bueno. Platón critica las imperfecciones de la retórica de su tiempo y el daño que podía producir si se usaba mal, pero al mismo tiempo propone —tácitamente— una retórica filosófica de naturaleza psicagógica, que sistematiza sus partes y sus elementos. Aún más, podríamos decir que Platón fue el fundador de la sistematización de ese arte y que los filósofos subsiguientes continuaron desarrollando esa tarea de la filosofía antigua. A ello se debe que los textos fundamentales de retórica sean sobre todo obra de filósofos. Bastaría pensar en Aristóteles, en Anaxímenes de Lámpsaco (autor de la Retórica a Alejandro), en el anónimo autor de la Retórica a Herenio, en Filodemo de Gádara y en muchos otros filósofos que escribieron sobre este asunto. En cambio, I sócrates, considerado el rétor por excelencia en la cultura griega, no elaboró ningún manual de ese arte y tampoco empleó la palabra "(arte) retórica".7 Además, denominó a su disciplina "filosofía de los discursos" (esto es, "filosofía retórica"), entendiendo por "filosofía" el conocimiento práctico o la enseñanza de una determinada competencia, en este caso, la discursiva.
Estas últimas reflexiones no desmerecen el valor de la obra que ahora comentamos, cuya lectura ayudará no sólo a enriquecer nuestro conocimiento del proceso práctico de la transmisión y la enseñanza de la filosofía antigua, sino que, también y sobre todo, nos ayudará a corregir los prejuicios sobre esa actividad que en gran medida ha sido malentendida y malinterpretada por la importancia que nuestra cultura ha otorgado a la vista, al papel escrito y al libro, invalidando la voz modulada, el oído y la memoria.

Notas
1 Podemos agregar otros datos interesantes: Sergio Pérez Cortés es el responsable de la Cátedra Michel Foucault, creada por la Universidad Autónoma Metropolitana–Iztapalapa y la Embajada de Francia en México, por lo que el Gobierno de la República Francesa lo condecoró en 2006 con la Orden de las Palmas Académicas, en grado de Caballero; fue Visiting Fellow del Clare Hall College, Universidad de Cambridge, Inglaterra, en 1998, del que es miembro vitalicio, y pertenece al Sistema Nacional de Investigadores (nivel III).
2 Han llamado la atención dos obras en especial. Una lleva por título La prohibición de mentir (México, Siglo XXI, 1998), donde Pérez Cortés reflexiona: "los hombres no pueden vivir mintiendo, porque se destruyen, pero no pueden vivir sin mentir, porque la mentira forma parte de la vida". Otro libro tiene por título La travesía de la escritura. De la cultura oral a la cultura escrita (México, Taurus, 2006), en el que el autor retoma uno de sus temas predilectos de los estudiosos de la antigua Grecia y la Edad Media. Otros libros suyos publicados son: Conflits de la formalisation en Linguistique (Paris, Université de Paris X Nanterre, 1983); La Primera Crítica a la Economía Política (México, UAM–Iztapalapa, 1983); La política del Concepto (México, UAM

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