domingo, 29 de marzo de 2020

Seremos más humanos gracias a lo digital Por Giovanni Lo Storto

8 de marzo de 2020
No debemos cometer el error de contentarnos con ver esta vez solo como una tragedia.
Ilustración de dios Corbis
Ilustración de dios Corbis
Cada uno de nosotros tiene miedos, los más diversos. Es normal, fisiológico. Pero el miedo que une a todos, realmente a todos, es a lo desconocido. El cambio repentino, abrupto y drástico, que toma a todos por sorpresa y desencadena mecanismos de reacción más o menos rápidos.
Las últimas dos semanas nos han visto a todos lidiando con un cambio radical. Hemos subvertido nuestra rutina diaria, nuestros ritmos diarios y de fin de semana, nuestras relaciones sociales y aquellos con colegas. Nuestras oficinas se han mudado a nuestros hogares, las relaciones se han vuelto principalmente digitales. Hemos comenzado a practicar coercitivamente el distanciamiento social , forzados a un aislamiento que no nos dejará indiferentes, ni inalterados cuando todo regrese a una dimensión de normalidad recién descubierta. No sabemos con certeza cuándo ocurrirá esto, y mientras tanto seguimos viviendo nuestras vidas en diferentes plataformas, descubriendo que somos capaces de una digitalización que pensamos que estaba más lejos.
Acabamos de enterarnos de que el mundo después de 2008 ya no podría ser como era antes de 2008, y un nuevo shock nos obliga a acostumbrarnos a comprender que el mundo que tendremos después de que todo esto termine será muy diferente de lo que vivimos hasta hace solo unos días Temíamos los impactos de la inteligencia artificial, excepto para descubrir cuán útil es la conexión digital para todos nosotros hoy. Volveremos a nuestras vidas con una mayor conciencia del valor de un abrazo y la belleza de un apretón de manos. Y habremos descubierto que lo digital aumentará nuestra humanidad.
Hasta hace unas semanas, reflexionamos, razonamos, sobre la velocidad del cambio. Y luego, de repente, nos detuvimos. Ha habido una larga discusión sobre la oportunidad de usar herramientas digitales en la escuela, excepto hoy para tener la escuela solo en herramientas digitales. Sin previo aviso Las clases se distanciaron y se compactaron más allá de una pantalla, los maestros tuvieron que enfrentar la realidad de no ver con sus propios ojos el futuro, y los efectos directos, de la transferencia de conocimiento. El poder del maestro ha cambiado, porque ahora su función se ha convertido sobre todo en inculcar la motivación creativa. Inspirador, no solo docente.
Y luego, todos juntos, esta nueva era podría permitir una poderosa,aceleración imparable hacia lo que imaginamos la reserva de un futuro bastante distante. En absoluto, porque ese futuro ya está aquí hoy, y no hay salida. Ya no. Como si fuera el tiro de una honda, nos detuvimos, cargamos la conciencia y luego tiramos nuestras vidas, lanzadas al futuro que ya no dividirá lo analógico y lo digital, y ya no necesitará mezclar el humanismo y la tecnología, porque habrá dado a luz Necesidad fuerte y urgente de esta experiencia, una fusión consciente en un solo sentimiento.
Así como el tostador elige hábilmente los granos de café para obtener la acidez, robustez y delicadeza adecuadas para un sabor perfecto, el nuevo humanismo está hecho de la hábil mezcla de humanidad y tecnología.
Hemos progresado más en la comprensión de cómo lo digital puede ayudarnos en los últimos diez días que en los últimos años. Pronto nos daremos cuenta de cuán lejos estamos de nuestra propia forma de pensar, la de hace solo unas semanas. Hemos tenido éxito en lo que pensamos que era imposible: parar. Aún así, realmente no nos detuvimos. Físicamente, tal vez, pero en realidad estamos experimentando la gran oportunidad de aprender lo que tal vez de otro modo no hubiéramos podido poner en práctica. Hemos redescubierto el tiempo; la importancia del contacto físico; generosidad, como la de quienes crean soluciones jugaad para ayudar a las personas mayores y vulnerables a comprar, entregándolas en su hogar.
Jugaad significa aprovechar la oportunidad en la adversidad y esforzarse por encontrar una solución al problema. Nos transforma en emprendedores, y ahora todos nos hemos convertido en emprendedores de nosotros mismos. Maestros en la gestión de nuestro tiempo de una manera (más) eficiente, también hemos redescubierto el valor de la informalidad. Nuestras reuniones de negocios están veladas por una atmósfera de mayor informalidad, porque ahora, aunque lejos de nuestros colegas y gerentes, en realidad compartimos mucho más de nuestros hogares y nuestras vidas privadas que antes. Nos unimos en lugar de alejarnos.
El futurista Anton Musgrave se pregunta: ¿cómo será una vida exitosa después del coronavirus?¿Cuáles serán las nuevas métricas de éxito para el individuo, la sociedad y el mundo entero? El aislamiento en el que nos encontramos ahora nos da tiempo y libertad para pensar en la respuesta. Nuestras prioridades inevitablemente han cambiado algo. La familia, el bienestar, el equilibrio entre la vida privada y profesional, ahora con esquemas ligeramente más matizados, y un sentido de comunidad han vuelto al centro de nuestras vidas. Es por eso que la rutina nunca volverá a ser como era antes. ¿La capacitación en línea y el trabajo inteligente se convertirán en la nueva normalidad? Ciertamente, lo digital será más parte de nosotros, pero apreciaremos aún más el contacto humano o la belleza de un paseo en la empresa, que en estos días hemos aprendido a nunca dar por sentado.
El futuro no llegará en un momento dado. Lo estamos creando hoy, ahora, todos juntos. Redescubriendo un sentido de comunidad, de pertenencia a un grupo que solo puede progresar uniendo fuerzas. No cometemos el error de contentarnos con ver esta vez solo como una tragedia. Agradecemos a quienes nos rodean que están sanos, a las personas que garantizan una atención incansable a quienes se enferman y a quienes nos permiten poder quedarnos en casa con los servicios esenciales y a quienes están cerca de nosotros, incluso a distancia. No nos arrepentimos del pasado y aceptamos el cambio. Aprendamos la lección de la adversidad y conviértala en una oportunidad.
Giovanni Lo Storto,
gerente general de LUISS Guido Carli en Roma

sábado, 28 de marzo de 2020

Jorge Luis Borges (1899–1986) El inmortal (El Aleph (1949)

Jorge Luis Borges
(1899–1986)


El inmortal
(El Aleph (1949)

      Solomon saith: There is no new thing upon the earth. So that as Plato had an imagination, that all knowledge was but remembrance; so Solomon given his sentence, that all novelty is but oblivion
                  Francis BaconEssayslviii



         En Londres, a principios del mes de junio de 1929, el anticuario Joseph Cartaphilus, de Esmirna, ofreció a la princesa de Lucinge los seis volúmenes en cuarto menor (1715-1720) de la Iliada de Pope. La princesa los adquirió; al recibirlos, cambió unas palabras con él. Era, nos dice, un hombre consumido y terroso, de ojos grises y barba gris, de rasgos singularmente vagos. Se manejaba con fluidez e ignorancia en diversas lenguas; en muy pocos minutos pasó del francés al inglés y del inglés a una conjunción enigmática de español de Salónica y de portugués de Macao. En octubre, la princesa oyó por un pasajero del Zeus que Cartaphilus había muerto en el mar, al regresar a Esmirna, y que lo habían enterrado en la isla de Ios. En el último tomo de la Iliada halló este manuscrito.
         El original esta redactado en inglés y abunda en latinismos. La versión que ofrecemos es literal.

I
          Que yo recuerde, mis trabajos empezaron en un jardín de Tebas Hekatómpylos, cuando Diocleciano era emperador. Yo había militado (sin gloria) en las recientes guerras egipcias, yo era tribuno de una legión que estuvo acuartelada en Berenice, frente al Mar Rojo: la fiebre y la magia consumieron a muchos hombres que codiciaban magnánimos el acero. Los mauritanos fueron vencidos; la tierra que antes ocuparon las ciudades rebeldes fue dedicada eternamente a los dioses plutónicos; Alejandría, debelada, imploró en vano la misericordia del César; antes de un año las legiones reportaron el triunfo, pero yo logré apenas divisar el rostro de Marte. Esa privación me dolió y fue tal vez la causa de que yo me arrojara a descubrir, por temerosos y difusos desiertos, la secreta Ciudad de los Inmortales.
          Mis trabajos empezaron, he referido, en un jardín de Tebas. Toda esa noche no dormí, pues algo estaba combatiendo en mi corazón. Me levanté poco antes del alba; mis esclavos dormían, la luna tenia el mismo color de la infinita arena. Un jinete rendido y ensangrentado venia del oriente. A unos pasos de mi, rodó del caballo. Con una tenue voz insaciable me preguntó en latín el nombre del río que bañaba los muros de la ciudad. Le respondí que era el Egipto, que alimentan las lluvias. Otro es el río que persigo, replicó tristemente, el río secreto que purifica de la muerte a los hombres. Oscura sangre le manaba del pecho. Me dijo que su patria era una montaña que está del otro lado del Ganges y que en esa montaña era fama que si alguien caminara hasta el occidente, donde se acaba el mundo, llegaría al río cuyas aguas dan la inmortalidad. Agregó que en la margen ulterior se eleva la Ciudad de los Inmortales, rica en baluartes y anfiteatros y templos. Antes de la aurora murió, pero yo determiné descubrir la ciudad y su río. Interrogados por el verdugo, algunos prisioneros mauritanos confirmaron la relación del viajero; alguien recordó la llanura elísea, en el término de la tierra, donde la vida de los hombres es perdurable; alguien, las cumbres donde nace el Pactolo, cuyos moradores viven un siglo. En Roma, conversé con filósofos que sintieron que dilatar la vida de los hombres era dilatar su agonía y multiplicar el número de sus muertes. Ignoro si creí alguna vez en la Ciudad de los Inmortales: pienso que entonces me bastó la tarea de buscarla. Flavio, procónsul de Getulia, me entregó doscientos soldados para la empresa. También recluté mercenarios, que se dijeron conocedores de los caminos y que fueron los primeros en desertar.
          Los hechos ulteriores han deformado hasta lo inextricable el recuerdo de nuestras primeras jornadas. Partimos de Arsinoe y entramos en el abrasado desierto. Atravesamos el país de los trogloditas, que devoran serpientes y carecen del comercio de la palabra; el de los garamantas, que tienen las mujeres en común y se nutren de leones; el de los augilas, que sólo veneran el Tártaro. Fatigamos otros desiertos, donde es negra la arena, donde el viajero debe usurpar las horas de la noche, pues el fervor del día es intolerable. De lejos divisé la montaña que dio nombre al Océano; en sus laderas crece el euforbio, que anula los venenos; en la cumbre habitan los sátiros, nación de hombres ferales y rústicos, inclinados a la lujuria. Que esas regiones barbaras, donde la tierra es madre de monstruos, pudieran albergar en su seno una ciudad famosa, a todos nos pareció inconcebible. Proseguimos la marcha, pues hubiera sido una afrenta retroceder. Algunos temerarios durmieron con la cara expuesta a la luna; la fiebre los ardió; en el agua depravada de las cisternas otros bebieron la locura y la muerte. Entonces comenzaron las deserciones; muy poco después, los motines. Para reprimirlos, no vacilé ante el ejercicio de la severidad. Procedí rectamente, pero un centurión me advirtió que los sediciosos (ávidos de vengar la crucifixión de uno de ellos) maquinaban mi muerte. Huí del campamento con los pocos soldados que me eran fieles. En el desierto los perdí, entre los remolinos de arena y la vasta noche. Una flecha cretense me laceró. Varios días erré sin encontrar agua, o un solo enorme día multiplicado por el sol, por la sed y por el temor de la sed. Deje el camino al arbitrio de mi caballo. En el alba, la lejanía se erizó de pirámides y de torres. Insoportablemente soñé con un exiguo y nítido laberinto: en el centro había un cántaro; mis manos casi lo tocaban, mis ojos lo veían, pero tan intrincadas y perplejas eran las curvas que yo sabía que iba a morir antes de alcanzarlo.

II
         Al desenredarme por fin de esa pesadilla, me vi tirado y maniatado en un oblongo nicho de piedra, no mayor que una sepultura común, superficialmente excavado en el agrio declive de una montaña. Los lados eran húmedos, antes pulidos por el tiempo que por la industria. Sentí en el pecho un doloroso latido, sentí que me abrazaba la sed. Me asomé y grité débilmente. Al pie de la montaña se dilataba sin rumor un arroyo impuro, entorpecido por escombros y arena; en la opuesta margen resplandecía (bajo el último sol o bajo el primero) la evidente Ciudad de los Inmortales. Vi muros, arcos, frontispicios y foros: el fundamento era una meseta de piedra. Un centenar de nichos irregulares, análogos al mío, surcaban la montaña y el valle. En la arena había pozos de poca hondura; de esos mezquinos agujeros (y de los nichos) emergían hombres de piel gris, de barba negligente, desnudos. Creí reconocerlos: pertenecían a la estirpe bestial de los trogloditas, que infestan las riberas del Golfo Arábigo y las grutas etiópicas; no me maravillé de que no hablaran y de que devoraran serpientes.
          La urgencia de la sed me hizo temerario. Consideré que estaba a unos treinta pies de la arena; me tiré, cerrados los ojos, atadas a la espalda las manos, montaña abajo. Hundí la cara ensangrentada en el agua oscura. Bebí como se abrevan los animales. Antes de perderme otra vez en el sueño y en los delirios, inexplicablemente repetí unas palabras griegas: Los ricos teucros de Zelea que beben el agua negra del Esepo...
          No sé cuántos días y noches rodaron sobre mi. Doloroso, incapaz de recuperar el abrigo de las cavernas, desnudo en la ignorada arena, dejé que la luna y el sol jugaran con mi aciago destino. Los trogloditas, infantiles en la barbarie, no me ayudaron a sobrevivir o a morir. En vano les rogué que me dieran muerte. Un día, con el filo de un pedernal rompí mis ligaduras. Otro, me levanté y pude mendigar o robar —yo, Marco Flaminio Rufo, tribuno militar de una de las legiones de Roma— mi primera detestada ración de carne de serpiente.
          La codicia de ver a los Inmortales, de tocar la sobrehumana Ciudad, casi me vedaba dormir. Como si penetraran mi propósito, no dormían tampoco los trogloditas: al principio inferí que me vigilaban; luego, que se habían contagiado de mi inquietud, como podrían contagiarse los perros. Para alejarme de la bárbara aldea elegí la más pública de las horas, la declinación de la tarde, cuando casi todos los hombres emergen de las grietas y de los pozos y miran el poniente, sin verlo. Oré en voz alta, menos para suplicar el favor divino que para intimidar a la tribu con palabras articuladas. Atravesé el arroyo que los médanos entorpecen y me dirigí a la Ciudad. Confusamente me siguieron dos o tres hombres. Eran (como los otros de ese linaje) de menguada estatura; no inspiraban temor, sino repulsión. Debí rodear algunas hondonadas irregulares que me parecieron canteras; ofuscado por la grandeza de la Ciudad, yo la había creído cercana. Hacia la medianoche, pisé, erizada de formas idólatras en la arena amarilla, la negra sombra de sus muros. Me detuvo una especie de horror sagrado. Tan abominadas del hombre son la novedad y el desierto que me alegré de que uno de los trogloditas me hubiera acompañado hasta el fin. Cerré los ojos y aguardé (sin dormir) que relumbrara el día.
          He dicho que la Ciudad estaba fundada sobre una meseta de piedra. Esta meseta comparable a un acantilado no era menos ardua que los muros. En vano fatigué mis pasos: el negro basamento no descubría la menor irregularidad, los muros invariables no parecían consentir una sola puerta. La fuerza del día hizo que yo me refugiara en una caverna; en el fondo había un pozo, en el pozo una escalera que se abismaba hacia la tiniebla inferior. Bajé; por un caos de sórdidas galerías llegué a una vasta cámara circular, apenas visible. Había nueve puertas en aquel sótano; ocho daban a un laberinto que falazmente desembocaba en la misma cámara; la novena (a través de otro laberinto) daba a una segunda cámara circular, igual a la primera. Ignoro el número total de las cámaras; mi desventura y mi ansiedad las multiplicaron. El silencio era hostil y casi perfecto; otro rumor no había en esas profundas redes de piedra que un viento subterráneo, cuya causa no descubrí; sin ruido se perdían entre las grietas hilos de agua herrumbrada. Horriblemente me habitué a ese dudoso mundo; consideré increíble que pudiera existir otra cosa que sótanos provistos de nueve puertas y que sótanos largos que se bifurcan. Ignoro el tiempo que debí caminar bajo tierra; sé que alguna vez confundí, en la misma nostalgia, la atroz aldea de los bárbaros y mi ciudad natal, entre los racimos.
          En el fondo de un corredor, un no previsto muro me cerró el paso, una remota luz cayó sobre mi. Alcé los ofuscados ojos: en lo vertiginoso, en lo altísimo, vi un circulo de cielo tan azul que pudo parecerme de púrpura. Unos peldaños de metal escalaban el muro. La fatiga me relajaba, pero subí, sólo deteniéndome a veces para torpemente sollozar de felicidad. Fui divisando capiteles y astrágalos, frontones triangulares y bóvedas, confusas pompas del granito y del mármol. Así me fue deparado ascender de la ciega región de negros laberintos entretejidos a la resplandeciente Ciudad.
          Emergí a una suerte de plazoleta; mejor dicho, de patio. Lo rodeaba un solo edificio de forma irregular y altura variable; a ese edificio heterogéneo pertenecían las diversas cúpulas y columnas. Antes que ningún otro rasgo de ese monumento increíble, me suspendió lo antiquísimo de su fabrica. Sentí que era anterior a los hombres, anterior a la tierra. Esa notoria antigüedad (aunque terrible de algún modo para los ojos) me pareció adecuada al trabajo de obreros inmortales. Cautelosamente al principio, con indiferencia después, con desesperación al fin, erré por escaleras y pavimentos del inextricable palacio. (Después averigüé que eran inconstantes la extensión y la altura de los peldaños, hecho que me hizo comprender la singular fatiga que me infundieron.) Este palacio es fabrica de los dioses, pensé primeramente. Exploré los inhabitados recintos y corregí: Los dioses que lo edificaron han muerto. Noté sus peculiaridades y dije: Los dioses que lo edificaron estaban locos. Lo dije, bien lo sé, con una incomprensible reprobación que era casi un remordimiento, con mas horror intelectual que miedo sensible. A la impresión de enorme antigüedad se agregaron otras; la de lo interminable, la de lo atroz, la de lo complejamente insensato. Yo había cruzado un laberinto, pero la nítida Ciudad de los Inmortales me atemorizó y repugnó. Un laberinto es una casa labrada para confundir a los hombres; su arquitectura, pródiga en simetrías, esta subordinada a ese fin. En el palacio que imperfectamente exploré, la arquitectura carecía de fin. Abundaban el corredor sin salida, la alta ventana inalcanzable, la aparatosa puerta que daba a una celda o a un pozo, las increíbles escaleras inversas, con los peldaños y la balaustrada hacia abajo. Otras, adheridas aéreamente al costado de un muro monumental, morían sin llegar a ninguna parte, al cabo de dos o tres giros, en la tiniebla superior de las cúpulas. Ignoro si todos los ejemplos que he enumerado son literales; sé que durante muchos años infestaron mis pesadillas; no puedo ya saber si tal o cual rasgo es una transcripción de la realidad o de las formas que desatinaron mis noches. Esta Ciudad (pensé) es tan horrible que su mera existencia y perduración, aunque en el centro de un desierto secreto, contamina el pasado y el porvenir y de algún modo compromete a los astros. Mientras perdure, nadie en el mundo podrá ser valeroso o feliz. No quiero describirla; un caos de palabras heterogéneas, un cuerpo de tigre o de toro, en el que pulularan monstruosamente, conjugados y odiandose, dientes, órganos y cabezas, pueden (tal vez) ser imágenes aproximativas.
          No recuerdo las etapas de mi regreso, entre los polvorientos y húmedos hipogeos. Únicamente sé que no me abandonaba el temor de que, al salir del último laberinto, me rodeara otra vez la nefanda Ciudad de los Inmortales. Nada más puedo recordar. Ese olvido, ahora insuperable, fue quizá voluntario; quizá las circunstancias de mi evasión fueron tan ingratas que, en algún día no menos olvidado también, he jurado olvidarlas.

III
         Quienes hayan leído con atención el relato de mis trabajos recordaran que un hombre de la tribu me siguió como un perro podía seguirme, hasta la sombra irregular de los muros. Cuando salí del último sótano, lo encontré en la boca de la caverna. Estaba tirado en la arena, donde trazaba torpemente y borraba una hilera de signos que eran como las letras de los sueños, que uno está a punto de entender y luego se juntan. Al principio, creí que se trataba de una escritura bárbara; después vi que es absurdo imaginar que hombres que no llegaron a la palabra lleguen a la escritura. Además, ninguna de las formas era igual a otra, lo cual excluía o alejaba la posibilidad de que fueran simbólicas. El hombre las trazaba, las miraba y las corregía. De golpe, como si le fastidiara ese juego, las borró con la palma y el antebrazo. Me miró, no pareció reconocerme. Sin embargo, tan grande era el alivio que me inundaba (o tan grande y medrosa mi soledad) que di en pensar que ese rudimental troglodita, que me miraba desde el suelo de la caverna, había estado esperandome. El sol caldeaba la llanura; cuando emprendimos el regreso a la aldea, bajo las primeras estrellas, la arena era ardorosa bajo los pies. El troglodita me precedió; esa noche concebí el propósito de enseñarle a reconocer, y acaso a repetir, algunas palabras. El perro y el caballo (reflexioné) son capaces de lo primero; muchas aves, como el ruiseñor de los Césares, de lo último. Por muy basto que fuera el entendimiento de un hombre, siempre sería superior al de irracionales.
          La humildad y miseria del troglodita me trajeron a la memoria la imagen de Argos, el viejo perro moribundo de la Odisea. Y así le puse el nombre de Argos y traté de enseñárselo. Fracasé y volví a fracasar. Los arbitrios, el rigor y la obstinación fueron del todo vanos. Inmóvil, con los ojos inertes, no parecía percibir los sonidos que yo procuraba inculcarle. A unos pasos de mí, era como si estuviera muy lejos. Echado en la arena, como una pequeña y ruinosa esfinge de lava, dejaba que sobre él giraran los cielos, desde el crepúsculo del día hasta el de la noche. Juzgué imposible que no se percatara de mi propósito. Recordé que es fama entre los etíopes que los monos deliberadamente no hablan para que no los obliguen a trabajar y atribuí a suspicacia o a temor el silencio de Argos. De esa imaginación pasé a otras, aún mas extravagantes. Pensé que Argos y yo participábamos de universos distintos; pensé que nuestras percepciones eran iguales, pero que Argos las combinaba de otra manera y construía con ellas otros objetos; pensé que acaso no había objetos para él, sino un vertiginoso y continuo juego de impresiones brevísimas. Pensé en un mundo sin memoria, sin tiempo; consideré la posibilidad de un lenguaje que ignorara los sustantivos, un lenguaje de verbos impersonales o de indeclinables epítetos. Así fueron muriendo los días y con los días los años, pero algo parecido a la felicidad ocurrió una mañana. Llovió, con lentitud poderosa.
          Las noches del desierto pueden ser frías, pero aquélla había sido un fuego. Soñé que un río de Tesalia (a cuyas aguas yo había restituido un pez de oro) venia a rescatarme; sobre la roja arena y la negra piedra yo lo oía acercarse; la frescura del aire y el rumor atareado de la lluvia me despertaron. Corrí desnudo a recibirla. Declinaba la noche: bajo las nubes amarillas la tribu, no menos dichosa que yo, se ofrecía a los vívidos aguaceros en una especie de éxtasis. Parecían coribantes a quienes posee la divinidad. Argos, puestos los ojos en la esfera, gemía; raudales le rodaban por la cara; no sólo de agua, sino (después lo supe) de lagrimas. Argos, le grité, Argos.
          Entonces, con mansa admiración, como si descubriera una cosa perdida y olvidada hace mucho tiempo, Argos balbuceó estas palabras: Argos, perro de Ulises. Y después, también sin mirarme: Este perro tirado en el estiércol.
          Fácilmente aceptamos la realidad, acaso porque intuimos que nada es real. Le pregunté qué sabia de la Odisea. La practica del griego le era penosa; tuve que repetir la pregunta.
          Muy poco, dijo. Menos que el rapsoda más pobre. Ya habrán pasado mil cien años desde que la inventé.

IV
         Todo me fue dilucidado, aquel día. Los trogloditas eran los Inmortales; el riacho de aguas arenosas, el río que buscaba el jinete. En cuanto a la ciudad cuyo renombre se había dilatado hasta el Ganges, nueve siglos hacía que los Inmortales la habían asolado. Con las reliquias de su ruina erigieron, en el mismo lugar, la desatinada ciudad que yo recorrí: suerte de parodia o reverso y también templo de los dioses irracionales que manejan el mundo y de los que nada sabemos, salvo que no se parecen al hombre. Aquella fundación fue el último símbolo a que condescendieron los Inmortales; marca una etapa en que, juzgando que toda empresa es vana, determinaron vivir en el pensamiento, en la pura especulación. Erigieron la fabrica, la olvidaron y fueron a morar en las cuevas. Absortos, casi no percibían el mundo físico.
          Esas cosas Homero las refirió, como quien habla con un niño. También me refirió su vejez y el postrer viaje que emprendió, movido, como Ulises, por el propósito de llegar a los hombres que no saben lo que es el mar ni comen carne sazonada con sal ni sospechan lo que es un remo. Habitó un siglo en la Ciudad de los Inmortales. Cuando la derribaron, aconsejó la fundación de la otra. Ello no debe sorprendemos; es fama que después de cantar la guerra de Ilión, cantó la guerra de las ranas y los ratones. Fue como un dios que creara el cosmos y luego el caos.
          Ser inmortal es baladí; menos el hombre, todas las criaturas lo son, pues ignoran la muerte; lo divino, lo terrible, lo incomprensible, es saberse inmortal. He notado que, pese a las religiones, esa convicción es rarísima. Israelitas, cristianos y musulmanes profesan la inmortalidad, pero la veneración que tributan al primer siglo prueba que sólo creen en él, ya que destinan todos los demás, en número infinito, a premiarlo o a castigarlo. Más razonable me parece la rueda de ciertas religiones del Indostán; en esa rueda, que no tiene principio ni fin, cada vida es efecto de la anterior y engendra la siguiente; pero ninguna determina el conjunto... Adoctrinada por un ejercicio de siglos, la república de hombres inmortales había logrado la perfección de la tolerancia y casi del desdén. Sabia que en un plazo infinito le ocurren a todo hombre todas las cosas. Por sus pasadas o futuras virtudes todo hombre es acreedor a toda bondad, pero también a toda traición, por sus infamias del pasado o del porvenir. Así como en los juegos de azar las cifras pares y las cifras impares tienden al equilibrio, así también se anulan y se corrigen el ingenio y la estolidez, y acaso el rústico poema del Cid es el contrapeso exigido por un solo epíteto de las Églogas o por una sentencia de Herálito. El pensamiento mas fugaz obedece a un dibujo invisible y puede coronar, o inaugurar, una forma secreta. Sé de quienes obraban el mal para que en los siglos futuros resultara el bien, o hubiera resultado en los ya pretéritos... Encarados así, todos nuestros actos son justos, pero también son indiferentes. No hay méritos morales o intelectuales. Homero compuso la Odisea; postulado un plazo infinito, con infinitas circunstancias y cambios, lo imposible es no componer, siquiera una vez, la Odisea. Nadie es alguien, un solo hombre inmortal es todos los hombres. Como Cornelio Agrippa, soy dios, soy héroe, soy filósofo, soy demonio y soy mundo, lo cual es una fatigosa manera de decir que no soy.
          El concepto del mundo como sistema de precisas compensaciones influyó vastamente en los Inmortales. En primer término, los hizo invulnerables a la piedad. He mencionado las antiguas canteras que rompían los campos de la otra margen; un hombre se despeñó en la mas honda; no podía lastimarse ni morir, pero lo abrasaba la sed; antes que le arrojaran una cuerda pasaron setenta años. Tampoco interesaba el propio destino. El cuerpo era un sumiso animal doméstico y le bastaba, cada mes, la limosna de unas horas de sueño, de un poco de agua y de una piltrafa de carne. Que nadie quiera rebajarnos a ascetas. No hay placer mas complejo que el pensamiento y a él nos entregábamos. A veces, un estímulo extraordinario nos restituía al mundo físico. Por ejemplo, aquella mañana, el viejo goce elemental de la lluvia. Esos lapsos eran rarísimos; todos los Inmortales eran capaces de perfecta quietud; recuerdo alguno a quien jamas he visto de pie: un pájaro anidaba en su pecho.
          Entre los corolarios de la doctrina de que no hay cosa que no esté compensada por otra, hay uno de muy poca importancia teórica, pero que nos indujo, a fines o a principios del siglo X, a dispersarnos por la faz de la tierra. Cabe en estas palabras: Existe un río cuyas aguas dan la inmortalidad; en alguna región habrá otro río cuyas aguas la borren. El número de ríos no es infinito; un viajero inmortal que recorra el mundo acabará, algún día, por haber bebido de todos. Nos propusimos descubrir ese río.
          La muerte (o su alusión) hace preciosos y patéticos a los hombres. Estos se conmueven por su condición de fantasmas; cada acto que ejecutan puede ser último; no hay rostro que no esté por desdibujarse como el rostro de un sueño. Todo, entre los mortales, tiene el valor de lo irrecuperable y de lo azaroso. Entre los lnmortales, en cambio, cada acto (y cada pensamiento) es el eco de otros que en el pasado lo antecedieron, sin principio visible, o el fiel presagio de otros que en el futuro lo repetirán hasta el vértigo. No hay cosa que no esté como perdida entre infatigables espejos. Nada puede ocurrir una sola vez, nada es preciosamente precario. Lo elegiaco, lo grave, lo ceremonial, no rigen para los Inmortales. Homero y yo nos separamos en las puertas de Tánger; creo que no nos dijimos adiós.

V
         Recorrí nuevos reinos, nuevos imperios. En el otoño de 1066 milité en el puente de Stamford, ya no recuerdo si en las filas de Harold, que no tardó en hallar su destino, o en las de aquel infausto Harald Hardrada que conquistó seis pies de tierra inglesa, o un poco más. En el séptimo siglo de la Héjira, en el arrabal de Bulaq, transcribí con pausada caligrafía, en un idioma que he olvidado, en un alfabeto que ignoro, los siete viajes de Simbad y la historia de la Ciudad de Bronce. En un patio de la cárcel de Samarcanda he jugado muchísimo al ajedrez. En Bikanir he profesado la astrología y también en Bohemia. En 1038 estuve en Kolozsvar y después en Leipzig. En Aberdeen, en 1714, me suscribí a los seis volúmenes de la Iliada de Pope; sé que los frecuenté con deleite. Hacia 1729 discutí e1 origen de ese poema con un profesor de retórica, llamado, creo, Giambattista; sus razones me parecieron irrefutables. El cuatro de octubre de 1921, el Patna, que me conducía a Bombay, tuvo que fondear en un puerto de la costa eritrea[1]. Bajé; recordé otras mañanas muy antiguas, también frente al Mar Rojo; cuando yo era tribuno de Roma y la fiebre y la magia y la inacción consumían a los soldados. En las afueras vi un caudal de agua clara; la probé, movido por la costumbre. Al repechar la margen, un árbol espinoso me laceró el dorso de la mano. El inusitado dolor me pareció muy vivo. Incrédulo, silencioso y feliz, contemplé la preciosa formación de una lenta gota de sangre. De nuevo soy mortal, me repetí, de nuevo me parezco a todos los hombres. Esa noche, dormí hasta el amanecer.
          ...He revisado, al cabo de un año, estas paginas. Me consta que se ajustan a la verdad, pero en los primeros capítulos, y aun en ciertos párrafos de los otros, creo percibir algo falso. Ello es obra, tal vez, del abuso de rasgos circunstanciales, procedimiento que aprendí de los poetas y que todo lo contamina de falsedad, ya que esos rasgos pueden abundar en los hechos, pero no en su memoria... Creo, sin embargo, haber descubierto una razón mas íntima. La escribiré; no importa que me juzguen fantástico.
          La historia que he narrado parece irreal porque en ella se mezclan los sucesos de dos hombres distintos. En el primer capítulo, el jinete quiere saber el nombre del río que baña las murallas de Tebas; Flaminio Rufo, que antes ha dado a la ciudad el epíteto de Hekatómpylos, dice que el río es el Egipto; ninguna de esas locuciones es adecuada a él, sino a Homero, que hace mención expresa, en la Ilíada, de Tebas Hekatómpylos, y en la Odisea, por boca de Proteo y de Ulises, dice invariablemente Egipto por Nilo. En el capítulo segundo, el romano, al beber el agua inmortal, pronuncia unas palabras en griego; esas palabras son homéricas y pueden buscarse en el fin del famoso catalogo de las naves. Después, en el vertiginoso palacio, habla de «una reprobación que era casi un remordimiento»; esas palabras corresponden a Homero, que había proyectado ese horror. Tales anomalías me inquietaron; otras, de orden estético, me permitieron descubrir la verdad. El último capitulo las incluye; ahí esta escrito que milité en el puente de Stamford, que transcribí, en Bulaq, los viajes de Simbad el Marino y que me suscribí, en Aberdeen, a la Ilíada inglesa de Pope. Se lee, inter alia: «En Bikanir he profesado la astrología y también en Bohemia». Ninguno de esos testimonios es falso; lo significativo es el hecho de haberlos destacado. El primero de todos parece convenir a un hombre de guerra, pero luego se advierte que el narrador no repara en lo bélico y sí en la suerte de los hombres. Los que siguen son mas curiosos. Una oscura razón elemental me obligó a registrarlos; lo hice porque sabía que eran patéticos. No lo son, dichos por el romano Flaminio Rufo. Lo son, dichos por Homero; es raro que éste copie, en el siglo trece las aventuras de Simbad, de otro Ulises. y descubra a la vuelta de muchos siglos, en un reino boreal y un idioma bárbaro, las formas de su Ilíada. En cuanto a la oración que recoge el nombre de Bikanir, se ve que la ha fabricado un hombre de letras, ganoso (como el autor del catálogo de las naves) de mostrar vocablos espléndidos[2].
          Cuando se acerca el fin, ya no quedan imágenes del recuerdo; sólo quedan palabras. No es extraño que el tiempo haya confundido las que alguna vez me representaron con las que fueron símbolos de la suerte de quien me acompañó tantos siglos. Yo he sido Homero; en breve, seré Nadie, como Ulises; en breve, seré todos: estaré muerto.

         Posdata de 1950. Entre los comentarios que ha despertado la publicación anterior, el mas curioso, ya que no el mas urbano, bíblicamente se titula A coat of many colours (Manchester, 1948) y es obra de la tenacísima pluma del doctor Nahum Cordovero. Abarca unas cien paginas. Habla de los centones griegos, de los centones de la baja latinidad, de Ben Jonson, que definió a sus contemporáneos con retazos de Séneca, del Virgilius evangelizans de Alexander Ross, de los artificios de George Moore y de Eliot y, finalmente, de “la narración atribuida al anticuario Joseph Cartaphilus”. Denuncia, en el primer capitulo, breves interpolaciones de Plinio (Historia naturalis, V, 8); en el segundo, de Thomas de Quincey (Writings, III, 439); en el tercero, de una epístola de Descartes al embajador Pierre Chanut; en el cuarto, de Bernard Shaw (Back to Methuselah, V). Infiere de esas intrusiones, o hurtos, que todo el documento es apócrifo.
         A mi entender, la conclusión es inadmisible. Cuando se acerca el fin, escribió Cartaphilus, ya no quedan imágenes del recuerdo; solo quedan palabras. Palabras, palabras desplazadas y mutiladas, palabras de otros, fue la pobre limosna que le dejaron las horas y los siglos.

A Cecilia Ingenieros

[1] Hay una tachadura en el manuscrito: quizá el nombre del puerto ha sido borrado.

[2] Ernesto Sábato sugiere que el “Giambattista” que discutió la formación de la llíada con el anticuario Cartaphilus es Giambattista Vico; ese italiano defendía que Homero es un personaje simbólico, a la manera de Plutón o de Aquiles.

PRÓLOGO Amor líquido. Acerca de la fragilidad de los vínculos humanos Zygmunt Bauman



Amor líquido. Acerca de la fragilidad de los vínculos humanos

Zygmunt Bauman

¿Liquidez o liquidación del amor? ¿Hemos acabado con el amor a base de conferirle flexibilidad, falta de consistencia y duración a nuestros vínculos afectivos? En esta nueva entrega de sus atinadas observaciones sobre los cambios de actitud y mentalidad que comporta la sociedad globalizada, Bauman escoge como protagonista principal a las relaciones humanas, profundizando en las paradojas del eros contemporáneo, siempre avaro de seguridad en el trato con los demás, derrochador en la búsqueda de oportunidades más atractivas y, al mismo tiempo, temeroso de establecer lazos fuertes.

Es la angustia ambivalente del querer “vivir juntos y separados” lo que constituye para el prestigioso sociólogo polaco uno de los elementos más destacados de la condición humana actual, que aquí examina con lujo de detalles, del sexo sin compromiso a las parejas semiadosadas.
Pero Bauman hace algo más que limitarse a constatar esta situación o a divagar acerca de las peculiaridades del amor y la sexualidad en nuestros días, por más que su libro tenga un confesado carácter fragmentario. Sus consideraciones sobre esta nueva fragilidad de los vínculos amorosos pretenden ser, ante todo, una llamada de atención acerca del preocupante desmoronamiento de la solidaridad en una sociedad cada vez más individualizada, donde el amor al prójimo se ve sustituido por el miedo al extraño.
Con el análisis de dichas paradojas del amor en tiempos de fuerte disolución de los vínculos sociales, Bauman vuelve así a ejemplificar diversos pormenores de su conocido diagnóstico sobre la ambigöedad inherente a esta etapa de la modernidad que él suele calificar como “líquida”. La novedad de su libro, publicado originalmente en inglés en 2003, lo es, por tanto, más por extensión del campo de aplicación de sus tesis que por intensión, puesto que Bauman ya había definido suficientemente esta especificidad de nuestro tiempo en obras anteriores como Modernidad líquida (2000). Allí, en efecto, se había referido ya al contraste entre la primera modernidad o modernidad en su fase “sólida” -donde la labor ilustrada de desintegración de las autoridades y lealtades tradicionales se efectuó básicamente a fin de dejar sitio a principios más sólidos y duraderos- y la nueva fase desplegada a lo largo del siglo XX, donde la emancipación de la economía de sus antiguas ataduras propició la extensión de una racionalidad instrumental, guiada por el puro cálculo de beneficios, a todos los ámbitos de la vida. Amparada en una presunta defensa de la libertad individual, la creciente desregulación o “flexibilización” de mercados y puestos de trabajo ha venido desposeyendo desde entonces a los antiguos Estados-nación de su capacidad para intervenir frente a los poderes económicos globales, al tiempo que la quiebra del viejo núcleo de creencias compartidas por la totalidad social ha ido forzando a los individuos a buscar soluciones privadas a los problemas públicos, generando ese nuevo territorio de lo que Bauman llama “políticas de la vida”, donde florecen alianzas tenues e intercambios fugaces.
Disueltos los nexos entre elecciones personales y acciones colectivas, el espacio de la modernidad se fluidifica y vuelve inestable. La liquidez de la modernidad es resultado, así pues, de su privatización y es por este motivo por lo que Bauman analiza la especial fragilidad que revisten hoy día los vínculos humanos como un caso destacado de la lógica del consumo que rige esta sociedad.
Ello, unido a la ya mencionada fragmentariedad del discurso, puede desorientar un tanto al lector no familiarizado con la obra de Bauman, quien en el primer capítulo inscribe sus reflexiones en una larga y venerable tradición, que, de Platón a Freud, ha indagado en la naturaleza última del amor. Muchas de las apreciaciones de ese primer capítulo parecen oponer a las “relaciones de bolsillo” de nuestro tiempo (relaciones que uno se guarda sin cultivarlas a diario, sólo para sacarlas cuando hace falta), con inequívoco tono de reproche, un modelo de amor “eterno” algo trasnochado. Conviene no olvidar, sin embargo, que el objetivo final de Bauman es dilucidar cómo la urgencia consumista, al permear todas las esferas de nuestra existencia, distorsiona igualmente el terreno de los afectos, forzándonos a pensar las relaciones en términos de costes y beneficios. Quiere inspirar una ética responsable y solidaria, sin que el suyo sea el discurso de un moralista escandalizado por la promiscuidad actual. Precisamente el hecho de haber intentado afinar la esquemática distinción entre modernidad y postmodernidad nos advierte de que Bauman es consciente de que la crisis y fluidificación de las relaciones afectivas es un fenómeno experimentado desde la primera modernidad.
Tal fue ya, por remontarnos a un ejemplo destacado, el tema de la gran novela de Goethe, Las afinidades electivas, que exploró cómo la extraña química del deseo impulsaba a algunas parejas a disolver sus otrora firmes lazos amorosos y a entablar nuevas relaciones. El trágico desenlace de los personajes arrebatados por la pasión era una advertencia del gran poeta del clasicismo alemán para que el individuo se contuviera en los límites de una personalidad armoniosa, con una identidad centrada en sus compromisos sociales y profesionales, tal como luego teorizara Max Weber en La ética protestante y el espíritu del capitalismo. Hoy, en cambio, la ética del trabajo y la fidelidad a la profesión han sido reemplazadas por una estética del consumo y su diversidad de ofertas (comerciales, laborales, sentimentales).
Esto es verdaderamente lo que preocupa a Bauman: lo que se esconde tras tanta fluidez e inconstancia. No el que nuestros deseos fluctúen o el que vivamos varias historias de amor, sino más bien el que todas esas vidas e historias posean el carácter de simulacros, de “vidas desperdiciadas” también, al fin y al cabo como las de otros parias de la modernidad, porque en ningún caso estamos dispuestos a asumir un compromiso duradero. Aquí radica el punto doliente de los amores líquidos del presente, en el hecho de que el arte de romper las relaciones y salir ileso de ellas supere ampliamente al arte de componer las relaciones, según se aprecia en las páginas de tantas revistas del corazón o en las recetas de tantos gabinetes de autoayuda, que nos adiestran sobre el nuevo espíritu de los vínculos afectivos. Simplemente se trata de aprender a preservarnos, como consumidores de otros que no quieren gastarse a sí mismos. El auge de esos consultorios para la vida feliz -tema sobre el que también acaba de publicar un libro excelente Francisco Vázquez García (Tras la autoestima. Variaciones sobre el yo expresivo en la modernidad tardía), la fascinación por los contactos a distancia que permiten las nuevas tecnologías o la obsesión por la fama inmediata de los más celebrados concursos televisivos (que destilan un único mensaje: competir e imponerse al resto es la clave del éxito) son algunos ejemplos destacados de esta nueva sensibilidad. Mediante ellos, Bauman explica la importancia decisiva que hoy adopta el tema de las “relaciones”, así como la extrema ambivalencia y ansiedad con que nos enfrentamos a ellas.
Con su habitual talento, buena pluma y agudeza crítica, Bauman ha escrito un nuevo capítulo de esa historia oculta de nuestra modernidad tardía, que Erich Fromm describió en términos de “miedo a la libertad”. Deudor del análisis de la sociedad disciplinaria de los frankfurtianos y Foucault, ha acertado a desenmascarar la rigidez que sigue latiendo en esta sociedad aparentemente tan flexible y le ha puesto nuevo, rotundo título: miedo al amor.
Vidas desperdiciadas

El análisis de los miedos e incertidumbres que atenazan al hombre contemporáneo emprendido en Amor líquido tiene su continuación en la temática de Vidas desperdiciadas, obra recientemente traducida también al castellano. Para Bauman, la paradoja suprema de la cultura de los residuos en que vivimos se resume en la circunstancia de que esos productos de consumo que desechamos a diario simbolizan asimismo nuestra propia obsolescencia y desechabilidad. La angustia de sentirnos superfluos, inútiles y rechazados debería incitarnos a una búsqueda más humilde y solidaria del abrazo humano, sugiere este profesor emérito de las Universidades de Leeds y Varsovia. Sin embargo, el homo oeconomicus y consumens de nuestro tiempo, que todo lo valora en términos de rendimiento y beneficio, ha distorsionado por completo ese precepto fundante de toda civilización que exige amar al prójimo. Temeroso él mismo de ser consumido y luego arrojado a la basura, se parapeta tras los muros de la privacidad y procura que nada, ni siquiera el amor, le altere y le haga sentir extraño, entablando con los demás una versión más de ese juego de la convivencia humana que a diario nos enseñan los diferentes programas estrellas de la tele-realidad, donde la supervivencia es la meta y ganar dicho juego pasa por saberse servirse de los otros para explotarlos en beneficio propio, evitando el destino final de los desechados.
Portada del libro

PRÓLOGO

    Ulrich, el héroe de la gran novela de Robert Musil, era —tal como lo anunciaba el título de la obra— Der Mann ohne Eigenschafiem el hombre sin atributos. Al carecer de atributos propios, ya fueran heredados o adquiridos irreversiblemente y de manera definitiva, Ulrich debía desarrollar, por medio de su propio esfuerzo, cualquier atributo que pudiera haber deseado poseer, empleando para ello su propia inteligencia e ingenio; pero sin garantías de que esos atributos duraran indefinidamente en un mundo colmado de señales confusas, con tendencia a cambiar rápidamente y de maneras imprevisibles.
    El héroe de este libro es Der Mann ohne Verwandtschaften , el hombre sin vínculos, y particularmente sin vínculos tan fijos y establecidos como solían ser las relaciones de parentesco en la época de Ulrich. Por no tener vínculos inquebrantables y establecidos para siempre, el héroe de este libro —el habitante de nuestra moderna sociedad líquida— y sus sucesores de hoy deben amarrar los lazos que prefieran usar como eslabón para ligarse con el resto del mundo humano, basándose exclusivamente en su propio esfuerzo y con la ayuda de sus propias habilidades y de su propia persistencia. Sueltos, deben conectarse… Sin embargo, ninguna clase de conexión que pueda llenar el vacío dejado por los antiguos vínculos ausentes tiene garantía de duración. De todos modos, esa conexión no debe estar bien anudada, para que sea posible desatarla rápidamente cuando las condiciones cambien… algo que en la modernidad líquida seguramente ocurrirá una y otra vez.
    Este libro procura desentrañar, registrar y entender esa extraña fragilidad de los vínculos humanos, el sentimiento de inseguridad que esa fragilidad inspira y los deseos conflictivos que ese sentimiento despierta, provocando el impulso de estrechar los lazos, pero manteniéndolos al mismo tiempo flojos para poder desanudarlos.
    Al carecer de la visión aguda, la riqueza de la paleta y la sutileza de la pincelada de Musil —de hecho, cualquiera de esos exquisitos talentos que convirtieron a Der Mann ohne Eigenschaften en el retrato definitivo del hombre moderno— tengo que limitarme a esbozar una carpeta llena de burdos bocetos fragmentarios en vez de pretender un retrato completo, y menos aún definitivo. Mi máxima aspiración es lograr un identikit , un fotomontaje que puede contener tanto espacios vacíos como espacios llenos. E incluso esa composición final será una tarea inconclusa, que los lectores deberán completar.
    El héroe principal de este libro son las relaciones humanas . Los protagonistas de este volumen son hombres y mujeres, nuestros contemporáneos, desesperados al sentirse fácilmente descartables y abandonados a sus propios recursos, siempre ávidos de la seguridad de la unión y de una mano servicial con la que puedan contar en los malos momentos, es decir, desesperados por «relacionarse». Sin embargo, desconfían todo el tiempo del «estar relacionados», y particularmente de estar relacionados «para siempre», por no hablar de «eternamente», porque temen que ese estado pueda convertirse en una carga y ocasionar tensiones que no se sienten capaces ni deseosos de soportar, y que pueden limitar severamente la libertad que necesitan —sí, usted lo ha adivinado— para relacionarse…
    En nuestro mundo de rampante «individualizacion» las relaciones son una bendición a medias. Oscilan entre un dulce sueño y una pesadilla, y no hay manera de decir en qué momento uno se convierte en la otra. Casi todo el tiempo ambos avatares cohabitan, aunque en niveles diferentes de conciencia. En un entorno de vida moderno, las relaciones suelen ser, quizá, las encarnaciones más comunes, intensas y profundas de la ambivalencia. Y por eso, podríamos argumentar, ocupan por decreto el centro de atención de los individuos líquidos modernos, que las colocan en el primer lugar de sus proyectos de vida.
    Las «relaciones» son ahora el tema del momento y, ostensiblemente, el único juego que vale la pena jugar, a pesar de sus notorios riesgos. Algunos sociólogos, acostumbrados a elaborar teorías a partir de las estadísticas de las encuestas y de convicciones de sentido común, como las que registran esas estadísticas, se apresuran a concluir que sus contemporáneos están dispuestos a la amistad, a establecer vínculos, a la unión, a la comunidad. De hecho, sin embargo (como si se cumpliera la ley de Martin Heidegger, que afirma que las cosas se revelan a la conciencia solamente por medio de la frustración que causan, arruinándose, desapareciendo, comportándose de manera inesperada o traicionando su propia naturaleza), la atención humana tiende a concentrarse actualmente en la satisfacción que se espera de las relaciones, precisamente porque no han resultado plena y verdaderamente satisfactorias; y si son satisfactorias, el precio de la satisfacción que producen suele considerarse excesivo e inaceptable. En su famoso experimento, Miller y Dollard observaron que sus ratas de laboratorio alcanzaban un pico de conmoción y agitación cuando «la adiance igualaba la abiance » es decir, cuando la amenaza de una descarga eléctrica y la promesa de una comida apetitosa estaban perfectamente equilibradas…
    No es raro que las «relaciones» sean uno de los motores principales del actual « boom del counselling ». Su grado de complejidad es tan denso, impenetrable y enigmático que un individuo rara vez logra descifrarlo y desentrañarlo por sí solo. La agitación de las ratas de Miller y Dollard casi siempre se diluía en la inacción. La incapacidad de elegir entre atracción y repulsión, entre esperanza y temor, desembocaba en la imposibilidad de actuar. A diferencia de las ratas, los seres humanos que se encuentran en circunstancias semejantes pueden recurrir al auxilio de expertos consultores que ofrecen sus servicios a cambio de honorarios. Lo que esperan escuchar de boca de ellos es cómo lograr la cuadratura del círculo: cómo comerse la torta y conservarla al mismo tiempo, cómo degustar las dulces delicias de las relaciones evitando los bocados más amargos y menos tiernos; cómo lograr que la relación les confiera poder sin que la dependencia los debilite, que los habilite sin condicionarlos, que los haga sentir plenos sin sobrecargarlos…

    Los expertos están dispuestos a asesorar, seguros de que la demanda de asesoramiento jamás se agotará, ya que no hay consejo posible que pueda hacer que un círculo se vuelva cuadrado… Sus consejos abundan, aunque con frecuencia apenas logran que las prácticas comunes asciendan al nivel del conocimiento generalizado, y este a su vez a la categoría de teoría erudita y autorizada. Los agradecidos destinatarios del consejo revisan las columnas sobre «relaciones» de los suplementos semanales o mensuales de los periódicos serios y menos serios buscando escuchar de las personas «que saben» lo que siempre han querido escuchar, ya que son demasiado tímidos o pudorosos como para decirlo por sí mismos; de ese modo se enteran de las idas y venidas de «otros como ellos» y se consuelan como pueden con la idea, respaldada por expertos, de que no están solos en sus solitarios esfuerzos por enfrentar esa encrucijada.
    A través de la experiencia de otros lectores, reciclada por los counsellors , los lectores se enteran de que pueden intentar establecer «relaciones de bolsillo», que «se pueden sacar en caso de necesidad», pero que también pueden volver a sepultarse en las profundidades del bolsillo cuando ya no son necesarias. O de que las relaciones son como la Ribena [1] : si se la bebe sin diluir, resulta nauseabunda y puede ser nociva para la salud… —al igual que la Ribena, las relaciones deben diluirse para ser consumidas—. O de que las «parejas abiertas» son loables por ser «relaciones revolucionarias que han logrado hacer estallar la asfixiante burbuja de la pareja». O de que las relaciones, como los autos, deben ser sometidas regularmente a una revisión para determinar si pueden continuar funcionando. En suma, se enteran de que el compromiso, y en particular el compromiso a largo plazo, es una trampa que el empeño de «relacionarse» debe evitar a toda costa. Un consejero experto informa a los lectores que «al comprometerse, por más que sea a medias, usted debe recordar que tal vez esté cerrándole la puerta a otras posibilidades amorosas que podrían ser más satisfactorias y gratificantes». Otro experto es aún más directo: «Las promesas de compromiso a largo plazo no tienen sentido… Al igual que otras inversiones, primero rinden y luego declinan». Y entonces, si usted quiere «relacionarse», será mejor que se mantenga a distancia; si quiere que su relación sea plena, no se comprometa ni exija compromiso. Mantenga todas sus puertas abiertas permanentemente.
    Si uno les preguntara, los habitantes de Leonia, una de las «ciudades invisibles» de Italo Calvino, dirían que su pasión es «disfrutar de cosas nuevas y diferentes». De hecho, cada mañana «estrenan ropa nueva, extraen de su refrigerador último modelo latas sin abrir, escuchando los últimos jingles que suenan desde una radio de última generación». Pero cada mañana «los restos de la Leonia de ayer esperan el camión del basurero», y uno tiene derecho a preguntarse si la verdadera pasión de los leonianos no será, en cambio, «el placer de expulsar, descartar, limpiarse de una impureza recurrente». Si no es así, por qué será que los barrenderos son «bienvenidos como ángeles», aun cuando su misión está «rodeada de un respetuoso silencio». Es comprensible: «una vez que las cosas han sido descartadas, nadie quiere volver a pensar en ellas».
    Pensemos…
    ¿Los habitantes de nuestro moderno mundo líquido no son como los habitantes de Leonia, preocupados por una cosa mientras hablan de otra? Dicen que su deseo, su pasión, su propósito o su sueño es «relacionarse». Pero, en realidad, ¿no están más bien preocupados por impedir que sus relaciones se cristalicen y se cuajen? ¿Buscan realmente relaciones sostenidas, tal como dicen, o desean más que nada que esas relaciones sean ligeras y laxas, siguiendo el patrón de Richard Baxter, según el cual se supone que las riquezas deben «descansar sobre los hombros como un abrigo liviano» para poder «deshacerse de ellas en cualquier momento»? En definitiva, ¿qué clase de consejo están buscando verdaderamente? ¿Cómo anudar la relación o cómo —por si acaso— deshacerla sin perjuicio y sin cargos de conciencia? No hay respuestas fáciles a esa pregunta, aunque es necesario formularla, y seguirá siendo formulada mientras los habitantes del moderno mundo líquido sigan debatiéndose bajo el peso abrumador de la tarea más ambivalente de las muchas que deben enfrentar cada día.
    Tal vez la idea misma de «relación» aumente la confusión. Por más arduamente que se esfuercen los desdichados buscadores de relaciones y sus consejeros, esa idea se resiste a ser despojada de sus connotaciones perturbadoras y aciagas. Sigue cargada de vagas amenazas y premoniciones sombrías: transmite simultáneamente los placeres de la unión y los horrores del encierro. Quizás por eso, más que transmitir su experiencia y expectativas en términos de «relacionarse» y «relaciones», la gente habla cada vez más (ayudada e inducida por consejeros expertos) de conexiones, de «conectarse» y «estar conectado». En vez de hablar de parejas, prefieren hablar de «redes». ¿Qué ventaja conlleva hablar de «conexiones» en vez de «relaciones»?
    A diferencia de las «relaciones», el «parentesco», la «pareja» e ideas semejantes que resaltan el compromiso mutuo y excluyen o soslayan a su opuesto, el descompromiso, la «red» representa una matriz que conecta y desconecta a la vez: la redes solo son imaginables si ambas actividades no están habilitadas al mismo tiempo. En una red, conectarse y desconectarse son elecciones igualmente legítimas, gozan del mismo estatus y de igual importancia. ¡No tiene sentido preguntarse cuál de las dos actividades complementarias constituye «la esencia» de una red! «Red» sugiere momentos de «estar en contacto» intercalados con períodos de libre merodeo. En una red, las conexiones se establecen a demanda, y pueden cortarse a voluntad. Una relación «indeseable pero indisoluble» es precisamente lo que hace que una «relación» sea tan riesgosa como parece. Sin embargo, una «conexión indeseable» es un oxímoron: las conexiones pueden ser y son disueltas mucho antes de que empiecen a ser detestables.
    Las conexiones son «relaciones virtuales». A diferencia de las relaciones a la antigua (por no hablar de las relaciones «comprometidas», y menos aún de los compromisos a largo plazo), parecen estar hechas a la medida del entorno de la moderna vida líquida, en la que se supone y espera que las «posibilidades románticas» (y no solo las «románticas») fluctúen cada vez con mayor velocidad entre multitudes que no decrecen, desalojándose entre sí con la promesa «de ser más gratificante y satisfactoria» que las anteriores. A diferencia de las «verdaderas relaciones», las «relaciones virtuales» son de fácil acceso y salida. Parecen sensatas e higiénicas, fáciles de usar y amistosas con el usuario, cuando se las compara con la «cosa real», pesada, lenta, inerte y complicada. Un hombre de Bath, de 28 años, entrevistado en relación con la creciente popularidad de las citas por Internet en desmedro de los bares de solas y solos y las columnas de corazones solitarios, señaló una ventaja decisiva de la relación electrónica: «uno siempre puede oprimir la tecla “ delete ”».
    Como si obedecieran a la ley de Gresham, las relaciones virtuales (rebautizadas «conexiones») establecen el modelo que rige a todas las otras relaciones. Eso no hace felices a los hombres y las mujeres que sucumben a esa presión; al menos no los hace más felices de lo que eran con las relaciones previrtuales. Algo se gana, algo se pierde.
    Tal como señaló Ralph Waldo Emerson, cuando uno patina sobre hielo fino, la salvación es la velocidad. Cuando la calidad no nos da sostén, tendemos a buscar remedio en la cantidad. Si el «compromiso no tiene sentido» y las relaciones ya no son confiables y difícilmente duren, nos inclinamos a cambiar la pareja por las redes. Sin embargo, una vez que alguien lo ha hecho, sentar cabeza se vuelve aún más difícil (y desalentador) que antes —ya que ahora carece de las habilidades que podrían hacer que la cosa funcionara—. Seguir en movimiento, antes un privilegio y un logro, se convierte ahora en obligación. Mantener la velocidad, antes una aventura gozosa, se convierte en un deber agotador. Y sobre todo, la fea incertidumbre y la insoportable confusión que supuestamente la velocidad ahuyentaría, aún siguen allí. La facilidad que ofrecen el descompromiso y la ruptura a voluntad no reducen los riesgos, sino que tan solo los distribuyen, junto con las angustias que generan, de manera diferente.
    Este libro está dedicado a los riesgos y angustias de vivir juntos, y separados, en nuestro moderno mundo líquido.
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jueves, 26 de marzo de 2020

Elementos esenciales de una hermenéutica analógica* Mauricio Beuchot



Essential Elements for an Analogical Hermeneutics


Instituto de Investigaciones Filológicas, Universidad Nacional Autónoma de México. mbeuchot50@gmail.com

Recibido el 25 de octubre de 2014
Aceptado el 5 de febrero de 2015

Resumen
Mi propósito en este trabajo es ofrecer un panorama de la hermenéutica analógica. Comienzo con un breve recorrido histórico de la hermenéutica y de la noción de analogía. Reúno después ambos conceptos y explico cómo la hermenéutica analógica puede evitar las fallas tanto del univocismo como del equivocismo en la interpretación.
Palabras clave: analogía, univocismo, equivocismo, Gadamer, Ricoeur.

Abstract
The purpose of this work is to give a general sketch of an analogical hermeneutics. I start with a brief historical survey of hermeneutics and of the notion of analogy. I then put together both terms and explain how an analogical hermeneutics can avoid the faults of both univocism and equivocism in interpretation.
Key words: analogy, univocism, equivocism, Gadamer, Ricoeur.

1. Introducción
Se me ha pedido que exponga los rasgos fundamentales de la hermenéutica analógica. Para ello comenzaré con la descripción de las notas básicas de la hermenéutica, después introduciré la noción de la analogía y terminaré con la conjunción de estas dos en una hermenéutica analógica, es decir, en un instrumento de interpretación que aproveche la analogía para su trabajo.
Pero antes diré algo acerca del puesto de la hermenéutica en el cosmos filosófico actual. Se ha dicho que, después de la edad del análisis, ahora estamos en la edad de la interpretación, todavía dentro del giro lingüístico. Esto indica la actualidad de la hermenéutica, la cual es muy semejante en sus objetivos a la pragmática, esa rama de la semiótica que va después de la sintaxis y la semántica, y que es la más difícil, porque atiende a lo que quiere decir el hablante. Y en la filosofía analítica se habla de un giro pragmático, después del positivista, ya que este último ha quedado muy atrás.
Gianni Vattimo incluso dice que la hermenéutica es el lenguaje común o koiné de la filosofía reciente, pero parece referirse a la que denominamos posmoderna. Lo que sí es seguro es que nuestra labor principal en las humanidades es interpretar textos. Lo hacemos en filosofía, literatura, historia o derecho. Recientemente en algunas ciencias como la antropología, la sociología y la psicología se ha llegado a cobrar conciencia de ello.

2. La hermenéutica
Comencemos con una definición de hermenéutica. Sé que hay varias concepciones de ella, pero no creo que descuide sus notas sustantivas si la caracterizo como la disciplina que versa sobre la interpretación de textos.1 Digo "disciplina" porque puede discutirse si la hermenéutica es ciencia o arte, y yo creo que tiene algo de los dos. No es, ciertamente una ciencia estricta, pero tampoco es una mera técnica o intuición artística. Me satisface más la relación que establece Gadamer entre la hermenéutica y la phrónesis aristotélica2 o prudencia, porque es el conocimiento en el contexto, la razón contextuada. Interpretar es comprender en profundidad, y el texto puede ser de varias clases, no sólo escrito. Gadamer añade a los tipos de texto el diálogo y Ricoeur la acción significativa, y un texto también puede ser una pintura, una escultura, etcétera. Para Heidegger la realidad misma es texto, y por eso su ontología era una "hermenéutica de la facticidad",3 y por ello también Gadamer hablaba de la universalidad de la hermenéutica, pues en todo lo que hacemos interpretamos.4
Podría decirse que la phrónesis, una virtud ética, no tiene nada que ver con la hermenéutica, que parece ser algo teórico. Sin embargo, Gadamer muestra cómo en ambos casos se trata de una racionalidad situada, es decir, en contexto,5 y, precisamente, interpretar es poner un texto en su contexto. En el acontecimiento hermenéutico o acto interpretativo interviene, en primer lugar, un texto, que es lo que se va a interpretar. Pero ese texto supone un autor, así como un lector o intérprete, que es quien lo va a interpretar. Hay, por un lado, una intención del autor, que es lo que quiso expresar en su texto; y hay otra intencionalidad, la del lector, que no siempre interpreta lo que el autor quiso que se entendiera, sino que añade significados propios. Por eso algunos, como umberto Eco, añaden una intencionalidad del texto para diferenciar la del autor y la del lector, y que es algo que resulta del encuentro de estos dos.6
Suele aclararse que únicamente el texto polisémico, es decir, el que tiene varios significados, permite la intervención de la hermenéutica, pues donde hay un solo significado no hace falta la interpretación. Este segundo caso sería el de la univocidad, la cual únicamente admite un solo sentido y, por lo mismo, una sola interpretación. Así, la hermenéutica conviene a textos multívocos, y la multivocidad es doble: 1) analógica o 2) equívoca. Sin embargo, la equivocidad plena tampoco admite la interpretación, pues la disuelve y la atomiza en infinitas interpretaciones sin que se sepa cuál es la o las verdaderas. En cambio, la analogía es una equivocidad controlada, como la definiera ya Aristóteles e incluso Bertrand Russell, quien hablaba de una ambigüedad sistemática7 (no de una ambigüedad sin más, pues ésta es inaprehensible).
La historia de la hermenéutica es larga.8 Sólo recordaré algunos hitos. En ella ha habido tendencias univocistas y equivocistas, así como analógicas. Se trata de una pugna entre el sentido literal y el sentido alegórico, en la que media un sentido analógico. Toda la historia de la hermenéutica podría vertebrarse mediante la lucha entre literalistas y alegoristas y la búsqueda de un terreno medio, analogista, que pocas veces se ha encontrado. En la Edad Media esto ocurrió en la hermenéutica de la Sagrada Escritura o exégesis bíblica.9 Ya desde el tiempo de la patrística, es decir, durante el comienzo del cristianismo y la época de los Santos Padres, la Escuela de Antioquía, capitaneada por Luciano, era literalista, privilegiaba el sentido literal de la Escritura, mientras que la Escuela de Alejandría, liderada por orígenes, prefería el sentido alegórico. Los literalistas argüían que la lectura alegórica llevaba a muchas herejías; pero lo curioso es que la única vez que Orígenes de Alejandría fue literalista incurrió en la heterodoxia. Por tomar al pie de la letra un texto evangélico, cayó en la herejía. Tuvo que venir el genio de San Agustín para lograr un equilibrio entre el literalismo y el alegorismo con el analogismo que ya empezaba a delinear él en su teología.
Ya en la época medieval, la exégesis de los monjes fue alegorista, mientras que la de los escolásticos fue literalista.10 Esto resulta comprensible debido a que a los monjes les interesaba la mística, el sentido espiritual, que incluía el sentido alegórico, y no el sentido literal o histórico, que era árido y plano. Empleaban como herramienta la retórica y la poética. En cambio, a los escolásticos les interesaba el sentido literal porque eran científicos; usaban la lógica o dialéctica. Ya no eran monjes, sino profesores universitarios (no se olvide que la universidad es un invento medieval). De entre los alegoristas sobresale Hugo de San Víctor. Uno de los literalistas más famosos fue Juan Duns Escoto. Sin embargo, hubo analogistas que lograron equilibrar el sentido literal y el alegórico con el sentido analógico, como San Buenaventura de Bagnoregio y Santo Tomás de Aquino, cada uno a su manera, pues el primero se inclinó más por la alegoría y el segundo por la literalidad. Ambos alcanzaron un balance muy equilibrado de ambas tendencias.
La hermenéutica siguió su avance en la historia y tuvo épocas literalistas, como el Renacimiento, en el que los humanistas buscaban la pureza filológica y los reformadores religiosos, como Lutero, prohibían la lectura alegórica de la Biblia. Si permitían el libre examen, era para procurar a toda costa el sentido literal. En el Barroco brotó un simbolismo tan extremo que se abusó muchas veces del alegorismo, y en la Ilustración la hermenéutica corrió el peligro de perecer por su rechazo de todo significado múltiple.
La Ilustración dio a luz dos hijos, uno por reacción y otro por eclosión, reñidos entre sí. El primero fue el Romanticismo, una rebelión contra el racionalismo del Iluminismo. El segundo fue el Positivismo, que llevó el cientificismo ilustrado hasta sus últimas consecuencias. El paradigma de la hermenéutica romántica se encuentra en la obra de Friedrich Schleiermacher, quien decía que interpretaba con la adivinación (divinatio) para entender al autor mejor de lo que se entendió él mismo, lo que condujo a un relativismo muy grande.11 El paradigma de la hermenéutica positivista lo representa John Stuart Mill, quien pedía que todo se sujetara a la razón y a la lógica. Gadamer y Ricoeur hablan mucho de la hermenéutica romántica, a la cual juzgan excesivamente relativista, porque considera válidas a todas o a casi todas las interpretaciones.12 A ella la denomino equivocista. Podemos añadir una hermenéutica positivista, que en realidad no es hermenéutica porque sólo admite una única interpretación, pero que nos servirá en un sentido didáctico para contraponer el univocismo al equivocismo. También podemos decir que quien logra una postura intermedia, o una hermenéutica analógica, es Charles Sanders Peirce. En efecto, este filósofo se opone tanto a las pretensiones cientificistas del Positivismo como a los excesos de intuición del Romanticismo, y se coloca en un punto intermedio. Según él, se interpreta por abducción, la cual es una posición que se ubica entre la inducción y la deducción. Es la propuesta de hipótesis, que después se contrastan por inducción.13 De esta manera, se lanza una hipótesis interpretativa del texto y se trata de confirmarla con el grupo de investigadores o de intérpretes en la comunidad hermenéutica. Esto supo recogerlo Karl Otto Apel, quien durante un tiempo se posicionó en la hermenéutica y retomó de Peirce la idea de la intersubjetividad en la comunidad epistémica.
Dilthey estudió a Schleiermacher y llegó también a un relativismo interpretativo notable. De él la hermenéutica pasó a Heidegger, quien leyó a Dilthey por sugerencia de su amigo el teólogo y exégeta bíblico de Marburgo, Rudolf Bultmann. Heidegger supo combinar la hermenéutica con la fenomenología de su maestro Husserl. Llegó así a la hermeneutización de la fenomenología y a poner nuevamente en circulación la hermenéutica como postura filosófica.14 Esto fue durante la llamada "primera época" de Heidegger, la de Ser y tiempo, obra de 1927 en la que la hermenéutica tiene un papel muy importante (aunque ya figuraba antes, pues en un curso de 1923 el pensador alemán considera la ontología una hermenéutica de la facticidad). Sin embargo, Heidegger, en lo que se llama su "segunda época", abandona la hermenéutica, que recoge entonces su discípulo Hans-Georg Gadamer.
Gadamer es propiamente el gran hermeneuta del siglo XX.15 En su libro Verdad y método de 1960 pone otra vez en circulación la hermenéutica. Si Heidegger la consideraba un existenciario del ser humano, es decir, algo que ya por el hecho de existir realiza el hombre, Gadamer sigue en esa línea y opone la interpretación, como algo ontológico, al metodologismo de los positivistas lógicos. Considera que la interpretación se ubica en una tradición, y que es algo que se efectúa con un sensus communis, es decir, un contexto social, y que, además, tiene parecido con la phrónesis aristotélica. En este sentido, me parece que Gadamer apunta a la utilización de la analogía en la hermenéutica, ya que la phrónesis es analogía hecha vida, pues es sentido de la proporción y "analogía" fue el vocablo griego que los latinos tradujeron como proportio.
Tomando en cuenta a Gadamer, Ricoeur desarrolló la hermenéutica sobre todo para la interpretación del símbolo y de la metáfora, ya que éstos no los abordaban ni el estructuralismo ni la filosofía analítica. Para Ricoeur, el símbolo es el signo más rico, y le asigna la estructura de la metáfora. Es lo más difícil de interpretar, de modo que llega a decir que una hermenéutica muestra su valía cuando sirve para interpretar el símbolo, y una semiótica lo hace cuando da cuenta del significado de la metáfora. Ricoeur estudia el símbolo en relación con el mito, que es una de las formas simbólicas, así como en relación con el psicoanálisis, que interpreta los sueños, los cuales tienen una estructura simbólica, y en relación con la metáfora, que presta su andamiaje al símbolo mismo.16
Éstos han sido los principales hermeneutas ya finados. Hoy en día hay varios representantes de esta disciplina, y me referiré a algunos de ellos a continuación. Pero antes pasemos a la noción de analogía.

3. La analogía
En la historia de la lógica y de la filosofía del lenguaje la analogía se define como un modo de significar y de predicar (es decir, de atribuir predicados a un sujeto) a medio camino entre la univocidad y la equivocidad. La univocidad es la significación idéntica de un término en relación con todos sus significados, como se ve en "hombre", que designa a todos sus individuos de la misma manera. En cambio, la equivocidad es la significación diferente de un término en relación con sus significados, como se ve en "gato", que puede significar cosas diversas: el animal doméstico, el instrumento mecánico, el juego de niños y hasta una persona demasiado servil. A diferencia de ambos, la analogía es la significación de un término en relación con sus significados en parte idéntica y en parte diferente. Por ejemplo, el bien significa y se predica de manera distinta pero proporcionalmente igual al bien útil, al bien deleitable y al bien honesto.17
El concepto de analogía tiene también su historia. Lo introdujeron en la filosofía los pitagóricos, presocráticos que tomaron esa idea de las matemáticas y la aplicaron a la filosofía.18 Significaba el sentido de la proporción, que ellos predicaban en la medicina y en la ética. Era la armonía que se alcanzaba mediante la proporción de los elementos constitutivos de una cosa. Además, la analogía les permitía considerar las propiedades físicas desde las matemáticas, concretamente desde la geometría, e incluso aplicar esto a la psicología para alcanzar el equilibrio del alma. Si se consulta el tercer tomo de la obra clásica de Hermann Diels y Walter Kranz, Die Fragmente der Vorsokratiker, y se busca el vocablo "analogía", se verá que lo emplearon principalmente los pitagóricos,19 claro que tras la mediación de los doxógrafos, pero es significativo que se encuentra en ellos, sus progenitores filosóficos.
Esta idea pasa de los pitagóricos a Platón, quien tuvo varios amigos que dan nombre a algunos de los Diálogos (Timeo de Locres, Teeteto y Lisis, entre otros). Platón practica la analogía mendiante el empleo de mitos en su filosofía.20 Cuando se topa con algo muy importante suele introducir un mito, como si de ahí se pudiera extraer la explicación de ese tema.21 Sin embargo, también utiliza la analogía o proporción para presentar las virtudes de los ciudadanos en la República (la prudencia, la templanza, la fortaleza y la justicia). Todas ellas son virtudes analógicas, basadas en la idea de proporción.
Aristóteles recibe la analogía de su maestro Platón, tanto la analogía de proporcionalidad, de origen pitagórico, como una analogía más platónica, más jerarquizante, la analogía de atribución o pros hen. Ésta es muy importante en su sistema porque los principales conceptos de la filosofía son analógicos o, como expresa él, cada uno de ellos "se dice de muchas maneras" (pollajós légetai), como lo vemos en el libro V de la Metafísica, que es una especie de diccionario filosófico. No obstante, aun cuando cada término filosófico (p. ej. el ente, el uno o el bien) se dice de muchas maneras, se dice en relación con un principal (alla pros hen), es decir, con cierto orden, pros hen o ad unum. Por ejemplo, el ente se dice de muchas maneras, pero de modo principal de la substancia, y luego, en relación con ella, de las demás categorías: la cantidad, la cualidad, la relación, la acción, la pasión, el tiempo, el lugar, la situación y el hábito. Con todo, la doctrina de la analogía del ente (analogia entis), como lo ha dicho Pierre Aubenque, no es propiamente aristotélica, sino medieval,22 aunque está claro que se basa en elementos de Aristóteles.23 Por eso pasaremos a los desarrollos escolásticos.
La teoría de la analogía atraviesa la Edad Media, y encuentra en Santo Tomás a alguien que la aplicó tanto a la filosofía como a la teología. Sin embargo, encontró un gran sistematizador en un tomista del Renacimiento, Tomás de Vio (1469-1534), el cardenal Cayetano, llamado así porque fue obispo de Gaeta —en latín Caieta—, en Italia. Este autor, en su libro De nominum analogia, ofrece una clasificación muy útil. Distingue tres tipos de analogía: de desigualdad, de atribución y de proporcionalidad, tanto propia como impropia o metafórica. La analogía de desigualdad tiene poca utilidad, ya que se acerca demasiado a la univocidad (por ejemplo, la semejanza en un mismo género, como la que hay entre la fuerza física y la fuerza espiritual o moral). La analogía de atribución es el famoso pros hen de Aristóteles, y que Cayetano llamó analogia attributionis, pues es la asignación diversa de un predicado a diversos sujetos, según un orden que va de más propio a menos propio; por eso admite un analogado principal y analogados secundarios. Un ejemplo es "sano", que se atribuye propiamente al organismo, pero también al alimento porque mantiene la salud y al medicamento porque la restablece, así como al clima, al ambiente e incluso, metafóricamente, a la amistad (ahora diríamos que a la economía, pues se habla de una economía "sana"). La analogía de proporcionalidad propia ocurre, por ejemplo, al decir "el instinto es al animal lo que la razón al hombre", y la analogía de proporcionalidad impropia o metafórica tiene lugar, por ejemplo, en "las flores son al prado lo que la risa al hombre", proporción que nos hace entender la metáfora "el prado ríe".24
La teoría de la analogía llegó después a Franz Brentano, quien escribió una tesis de doctorado titulada Sobre el múltiple significado del ser en Aristóteles, en 1862. En ese trabajo abordó el tema de la analogía del ente, tan importante para el Estagirita, pero se inclinó por la univocidad, tal vez como concesión a sus enemigos los positivistas. Por eso, aunque Heidegger dice en una página autobiográfica que el primer libro filosófico que leyó fue esa célebre tesis de Brentano,25 hizo poco caso de la analogía y se inclinó por la univocidad. No en balde escribió su tesis de habilitación (Habilitationschrift) sobre Juan Duns Escoto, el campeón de la univocidad en la Edad Media, y eso también se reflejó en Ser y tiempo, donde usa mucho la teoría escotista de la individuación a través de la haecceitas, puesta allí como el Dasein.26
Sin embargo, la doctrina de la analogía se preservó por otro camino, un tanto extraño, gracias a Charles Sanders Peirce quien, en la pasmosa erudición que lo caracterizó, fue un gran conocedor de los medievales. A pesar de que admiraba a Duns Escoto, y que lo siguió en el problema de los universales, mantuvo la idea de la analogía y, más aún, la actitud analógica en el conocimiento.27 Peirce recoge la analogía en su idea de la iconicidad, del signo icónico. En efecto, divide el signo en tres tipos: ícono, índice y símbolo.28 El índice es el signo unívoco, porque es natural, surge de una relación de causa y efecto, como la huella en el lodo y el animal que la imprimió. El símbolo es el signo equívoco porque es cultural, como el lenguaje, en el que una cosa (como la mesa) se dice de maneras diferentes en los distintos idiomas. En cambio, el ícono es en parte natural y en parte cultural, en parte idéntico y en parte diferente, como un simulador de un avión, donde se aprende a pilotear. Además, Peirce divide el ícono en tres: imagen, diagrama y metáfora. La imagen nunca es unívoca, es decir, idéntica a lo representado; es sólo semejante. La metáfora también ofrece conocimiento. Y el diagrama está entre la una y la otra, pudiendo ser desde una fórmula algebraica hasta una buena metáfora. Un estudioso suyo, Max Black, que fue, asimismo, discípulo de Wittgenstein, dice, en la línea de Peirce, que los buenos modelos científicos fueron metáforas afortunadas.29
En la actualidad la noción de analogía ha sido trabajada en la filosofía analítica sobre todo por lógicos polacos, entre los que descuella Innocentius M. Bochenski, así como el estadounidense James F. Ross y el francés Stanislas Breton. Estudié con Bochenski, en la Universidad de Friburgo, Suiza, entre 1973 y 1974. Este autor había elaborado una lógica de la analogía,30 pero me pareció que su reconstrucción era demasiado complicada. Por eso decidí aplicarla a la hermenéutica y no a la lógica, que ya había sido trabajada por él. En el ámbito de la hermenéutica, la apreció mucho Ricoeur, a quien pude tratar en 1987 y que me orientó hacia el camino de la analogía. Trataba yo entonces el problema de la interpretación del símbolo, y Ricoeur me hizo releer la parte final de La simbólica del mal, y su gran libro La metáfora viva, obras en que discute la analogía. Ambos filósofos me llevaron a aplicar la analogía a la hermenéutica.

4 . Hermenéutica analógica
Como he dicho, la hermenéutica es el instrumento para la interpretación de textos. ¿Qué le añade la noción de analogía? ¿Para qué sirve ésta en la interpretación?
En primer lugar, sirve como una actitud. Dada su raigambre aristotélica, la analogía tiene que colocarse en una epistemología de las virtudes, al modo como en la ética es la clave de las virtudes morales, a saber, la templanza, la fortaleza y la justicia, pues es el sentido de la proporción. En cuanto a las virtudes epistémicas, corresponde sobre todo a la phrónesis o prudencia, que es la sabiduría de lo concreto y práctico, el equilibrio proporcional; por eso también se refleja en la sofía o sabiduría, que es teórica, pero que ilumina a la praxis desde las alturas.
La noción de analogía tiene una importancia especial para la hermenéutica porque, como lo vio Gadamer, ésta tiene la estructura de la phrónesis, en tanto que saber situado y atento al contexto, y la phrónesis tiene el esquema de la proporción, la cual es el núcleo de la analogía.31
De este modo, una hermenéutica analógica tendrá como actitud característica, o como virtud propia, evitar los extremos de una hermenéutica univocista y de una hermenéutica equivocista. La primera, que se coloca en el punto fijo de la univocidad, sólo acepta una única interpretación como válida y todas las demás las considera inválidas o inadecuadas. Ya que la hermenéutica supone que sólo puede aplicarse a un texto polisémico, una hermenéutica unívoca de hecho no podría existir, pero se da en los casos en los que se quiere reducir la polisemia a un único sentido, como cuando algunos hablan de haber obtenido la interpretación, por ejemplo, de Platón. En cambio, está claro que una hermenéutica equívoca, distendida en el ámbito inabarcable de la equivocidad, es algo que existe; es la hermenéutica relativista extrema que vemos hoy en día en muy numerosos hermeneutas, típicamente posmodernos. Esa hermenéutica equívoca considera válidas casi todas las interpretaciones, si no es que todas, alegando que no hay criterios claros para decidir cuándo una interpretación es adecuada y cuándo no. A diferencia de ambas, una hermenéutica analógica se abre lo suficiente, sin atomizarse, como la equívoca, a un sinfín de interpretaciones, pero no tiene la exigencia de unicidad de la unívoca. Si la hermenéutica unívoca aspira a la interpretación clara y distinta de un texto, la equívoca se derrumba en interpretaciones oscuras y confusas, por su excesiva aceptación de la ambigüedad y del relativismo. Como se ha visto, una hermenéutica analógica trata de colocarse entre las dos anteriores e intenta evitar los defectos y aprovechar los beneficios de ambas posiciones.
Asimismo, una hermenéutica analógica no sólo se distingue de la unívoca y la equívoca, sino que emplea las dos formas de la analogía, a saber, la analogía de proporcionalidad y la de atribución. En su aspecto de proporcionalidad, es capaz de aglutinar, conmensurar o coordinar varias interpretaciones de un texto por lo que tienen de común, es decir, busca el común denominador de éstas, a pesar de las diferencias que contienen. Iguala en lo posible; es la parte de identidad que tiene la analogía o semejanza. En su aspecto de atribución, es capaz de distinguir, atiende las diferencias y, aprovechando su estructura jerárquica, nos ayuda a disponer de las varias interpretaciones de un texto de manera ordenada, según su mayor o menor adecuación al significado del texto. De modo que se puede establecer cuáles interpretaciones son los analogados principales y cuáles los secundarios, hasta que llega un momento en el que se hunden en la inadecuación, en la equivocidad y, además, no se alcanza la univocidad en la adecuación misma.
Por otro lado, la analogía de atribución se divide en intrínseca y extrínseca, de modo que habrá niveles de interpretación que serán muy apegados al significado del texto, de manera intrínseca y esencial, dando paso a una idea de verdad como correspondencia o adecuación, y otras de manera extrínseca y accidental, lo que permite una noción de verdad pragmática más amplia.
Asimismo, la analogía de proporcionalidad se divide en analogía de proporcionalidad propia y analogía de proporcionalidad impropia o metafórica. Es decir, una de sus formas es la metáfora. Solía asociarse a la propia el sentido literal y a la impropia o metafórica el sentido alegórico. Sin embargo, más recientemente se ha visto que la propia tiene la estructura de la metonimia y la impropia obviamente la de la metáfora.32 Así, la analogía tiende sus brazos y abarca de manera suave los dos sentidos de los textos, el literal y el alegórico, situándose en medio, de modo que puede oscilar hacia uno o hacia otro, según se necesite. También hemos visto que la analogía abarca la metáfora y la metonimia, que son los dos polos del discurso humano (la primera, de la poesía; la segunda, de la prosa).33
Con esto la analogía conjunta dos aspectos que el estructuralismo separaba de manera demasiado tajante. Es decir, habrá interpretaciones que sean más sintagmáticas y otras más paradigmáticas.34 Es decir, unas más superficiales y otras más en profundidad, como se da, respectivamente, en el sentido literal y en el metafórico.
Igualmente, se nos dice que el símbolo es el signo más rico, porque siempre tiene múltiples significados.35 Se juzga que es el signo más rico porque es el que más representa a una cultura. Una cultura se caracteriza por sus símbolos. Así lo han hecho ver filósofos y antropólogos como Ernst Cassirer. Luis Villoro hablaba de una identidad cultural, que radica en lo simbólico, y que era tan importante como la identidad ontológica de los individuos en una colectividad.36 Por ser tan rico y múltiple, el símbolo es el signo más difícil de interpretar y, por lo mismo, el que más le interesa a la hermenéutica.
¿Cómo interpretar el símbolo? Ya Kant, en la Crítica del juicio §59, nos dice que el símbolo sólo se puede conocer analógicamente, es decir, en el doble sentido de que únicamente se puede conocer por un procedimiento analógico y de que sólo alcanzamos de él un conocimiento analógico, nunca unívoco. Lo dice así:
Todas las intuiciones que se ponen bajo conceptos a priori son esquemas o símbolos, encerrando los primeros exposiciones directas de conceptos; los segundos, indirectas. Los primeros lo hacen demostrativamente; los segundos, por medio de una analogía (para la cual también se utilizan intuiciones empíricas), en la cual el juicio realiza una doble ocupación: primero, aplicar el concepto al objeto de una intuición sensible, y después, en segundo lugar, aplicar la mera regla de la reflexión sobre aquella intuición a un objeto totalmente distinto, y del cual el primero es sólo el símbolo.37
Kant pone como ejemplos representar un Estado como un organismo, cuando se rige por leyes, o como un molino, cuando se rige por la voluntad férrea del gobernante. Y añade algo fundamental de la analogía: "entre un Estado despótico y un molinillo no hay ningún parecido, pero sí lo hay en la reglas de reflexionar sobre ambos y sobre su causalidad".38 Es decir, recoge la idea de que la analogía no es una semejanza de propiedades, sino de relaciones. Una interpretación analógica es, para Kant, la que corresponde al símbolo.
Por su parte, Ricoeur nos dice que la interpretación del símbolo tiene un esquema analógico; no en balde sostiene que el símbolo posee la misma estructura que la metáfora, y sabemos que la metáfora es una de las formas de la analogía. Ricoeur afirma primero que el símbolo es signo, pero un signo muy especial, y explica: "Todo signo apunta a algo fuera de sí, y además lo representa y sustituye. Pero no todo signo es símbolo. Aquí hay que añadir que el símbolo oculta en su visual una doble intencionalidad".39 Es decir, tiene una intencionalidad o sentido literal y una intencionalidad o sentido analógico; por eso los signos simbólicos, sigue diciendo nuestro autor, "son opacos, porque el mismo sentido literal, original, patente, está apuntando a otro sentido analógico, que no se nos comunica más que a través de él [...] Esta opacidad constituye la profundidad misma del símbolo, que, como veremos, es inagotable".40 El propio Ricoeur añade:
Pero intentemos comprender debidamente ese lazo analógico que une el sentido literal con el sentido simbólico. Mientras la analogía es un razonamiento inconcluyente que procede por cuarta proporcional —A es a B como C es a D—, en el símbolo no podemos objetivar la relación analógica que empalma el sentido segundo con el primero; el sentido primero nos arrastra más allá de sí mismo, mientras nos estamos moviendo en el sentido primero: el sentido simbólico se constituye en y por el sentido literal, el cual opera la analogía proporcionando el análogo.41
Aquí se ve el sentido traslaticio que tiene el símbolo, es decir, su estructura metafórica, que también señala Ricoeur, y que arrastra y conduce a algo diferente, al sentido propiamente simbólico. El símbolo tiene, pues, un componente de analogicidad, que, según hemos dicho, lleva inevitablemente a otra cosa. En el símbolo, el sentido literal está preñado ya del sentido analógico, está cargado de figuración; es una literalidad anómala. Nos conduce al otro sentido aunque no queramos, es un camino inevitable. El sentido manifiesto nos lleva de la mano al sentido latente.
Más aún, algunos mencionan que el símbolo no tiene sólo dos sentidos, sino que puede desatar incluso un sinfín de sentidos. Esto es discutible, o por lo menos tiene que acotarse. Pide un límite. Por eso algunos posmodernos, como Derrida, siguiendo a Nietzsche, hablan del carácter metafórico del lenguaje, pero añaden que no hay metafórica posible que nos lo revele.42 Solamente hay huellas que seguimos, sin que nunca alcancemos nuestra presa: el sentido.
Asimismo, una hermenéutica analógica nos ayudará a buscar no sólo el sentido de los textos, sino su referencia. Ahora son pocos los que defienden la referencia; más bien muchos la atacan y se quedan con el solo sentido. Pero una teoría de la interpretación analógica nos hace recuperar la verdad como correspondencia o adecuación, que es la que procede de Aristóteles, que Tarski recuperó para los lenguajes formales y Ricoeur para la metáfora y el símbolo,43 sólo que en este último caso se trata de una referencia anómala. No es una referencia física o fisicalista, sino una referencia humana, ya que los símbolos, por ejemplo los mitos, no se refieren a hechos históricos, sino a hechos humanos, a cosas que el ser humano necesita para dar sentido a su vida.
La hermenéutica analógica nos ayudará a obtener una interpretación a la vez sintagmática y paradigmática —en el sentido del estructuralismo que he mencionado—, aunque preponderantemente del segundo tipo. Se ha pensado que las dos son irreconciliables, pero podemos ver el punto en el que se entrecruzan, en el que se unen en el trabajo interpretativo. El polo sintagmático es horizontal y superficial, avanza por oposición, como en el lenguaje ordinario, en el que los signos se dan in praesentia, se contraponen y así adquieren su función. El polo paradigmático es vertical y avanza en profundidad; se da in absentia (por la memoria) y procede por asociación, como los estilos de las columnas griegas.44 Este último cala hondo, asocia y ve lo que se repite, y que, a pesar de ello, tiene una novedad: la de lo mismo pero diferente (esto es: lo análogo). Por ejemplo, los monjes medievales leían los salmos en sentido paradigmático, asociativo, pues los relacionaban con toda la Escritura y de manera reiterativa, ya que los cantaban un buen número de veces al año y los sabían de memoria. Pero cada vez que los repetían, éstos eran diferentes, es decir, enseñaban algo nuevo: lo mismo se veía distinto.
La analogía tiene como instrumento principal la distinción, y por ello requiere del diálogo. Tiene que distinguir, porque eso es lo que evita la univocidad y la equivocidad. Según Peirce, la distinción era lo propio de la discusión escolástica, y agregaba que la distinción tiene la estructura de un silogismo dilemático o razonamiento alternativo.45 Además, la analogía es eminentemente dialógica. En efecto, el diálogo es el que obliga a distinguir, y la distinción hace encontrar con sutileza el medio entre dos extremos que se presentan como opciones de un dilema, ampliando la gama de interpretaciones. Si tomamos una de las alternativas del dilema, caemos en contradicción o en problemas; si adoptamos la otra, también. Entonces hay que buscar un tercer término, un término medio que nos ayude a introducir otra u otras alternativas, que sean nuevas posibilidades, las cuales nos permitan salir de la contradicción que generalmente tiene lugar en los extremos.
Por otra parte, la hermenéutica presupone una antropología filosófica o filosofía del hombre en la que el ser humano se caracteriza por su humildad ante el saber. Sabe que puede no saber, que se puede equivocar, que puede engañarse o ser engañado. Sobre todo, que puede no tener razón.46 Eso mueve a sospechar y a distinguir. El ejercicio de la sospecha, en efecto, va muy asociado con la distinción, pues es el procedimiento por el que se busca salir del error posible. Distinguir es lo más hermenéutico, y la distinción es un acto sumamente analógico, ya que trasciende la identidad pura y la diferencia pura para colocarse en la analogía, la cual se reconoce como no pura, aunque sabe también que no es completamente impura. Es la mediación en la que predomina la diferencia. Además, una hermenéutica analógica ayudaría a superar la dicotomía que señala Wittgenstein entre el decir y el mostrar. Es sabido que este autor separaba demasiado, sin punto de conciliación ni solución de continuidad, el decir y el mostrar.47 El decir era lo científico y el mostrar lo místico. Lo que no se podía decir, sólo se podía mostrar. Según el filósofo austríaco, las cosas más importantes de la vida, como lo ético, lo estético y lo religioso, no se pueden decir; sólo se pueden mostrar. Sin embargo, muchos místicos usaron la analogía para poder decir de alguna manera lo que estaba destinado a sólo mostrarse. Frente a la teología positiva, en la que se pretendía decir mucho acerca del misterio, se estableció la teología negativa (en la línea judía, como en Filón y Maimónides, y en la línea cristiana oriental, como en Juan Damasceno y Gregorio Palamás). Pero también se buscó una línea intermedia, como se aprecia en el caso del Pseudo Dionisio, cuando no se lo lee sólo como teólogo negativo, sino como si buscara la vía de la eminencia. Algo parecido sucede en Santo Tomás, en el Maestro Eckhart, en San Juan de la Cruz y otros.48 La analogía es decir el mostrar y mostrar el decir. Sobre todo tratar de decir lo que sólo se puede mostrar. Pero se sabía que eso únicamente era posible hasta cierto punto, en muy pequeña medida, como balbuciendo, con un gran predominio de las imágenes y las metáforas sobre el discurso directo y literal. Sin embargo, se consiguió al menos lo suficiente para decir algo del misterio y no quedarse irremediablemente callado.
Finalmente, me gustaría decir que la hermenéutica analógica tiene un carácter mexicano y universal. Mexicano, porque adopta de la historia de la filosofía en México muchos pensadores que, en diversos momentos, usaron la noción de analogía como núcleo de su filosofar.49 Esto ha tenido lugar desde los prehispánicos, como Netzahualcóyotl, quien emplea mucho la metáfora para reflexionar. Asimismo, Bartolomé de las Casas, quien trata de comprender la cultura indígena mediante una analogía con la griega y la romana, e incluso con elementos de la cristiana. A muchos de los dioses indios los compara con deidades griegas y romanas, y aun con santos del cristianismo, y, sobre todo, en contra de humanistas como Ginés de Sepúlveda, defiende un humanismo indígena, análogo al europeo, es decir, en parte igual pero predominantemente diferente. Alonso de la Vera Cruz compara los sacrificios humanos con una especie de eucaristía en la misa católica. Tomás de Mercado usa la noción de analogía para su idea de la justicia conmutativa en el comercio. Zapata y Sandoval la emplea para su idea de la justicia distributiva y la adecuada asignación de oficios y beneficios civiles y eclesiásticos a los peninsulares y a los criollos. Francisco Javier Clavijero usa la analogía para defender la cultura indígena contra los ilustrados, quienes la menospreciaban. Clemente de Jesús Munguía deja un libro sobre la filosofía del lenguaje en el que expone la doctrina de la analogía. Ya en el siglo XX, José Vasconcelos escribe una obra sobre Pitágoras en la que expone algunos rasgos de esta teoría a través del ritmo y la armonía. Octavio Paz toma la analogía como núcleo de la poesía y de su pensamiento. Adolfo García Díaz, que formó parte del Instituto de Investigaciones Filosóficas y fue de los fundadores de la revista Diánoia, dejó una tesis de maestría sobre la analogía. Alejandro Rossi dice que el primer curso que dictó en México fue sobre la analogía,50 y Enrique Dussel aplica la analogía a la dialéctica, en forma de analéctica o anadialéctica.

5. Conclusión
He tratado de esbozar las líneas principales de una hermenéutica analógica a partir de la noción misma de hermenéutica y luego de la correspondiente de analogía. Al unirlas, se obtiene la hermenéutica analógica, una teoría de la interpretación que trata de colocarse entre una hermenéutica unívoca, que pretende interpretaciones claras y distintas, rigurosas y exactas, de los textos (cosa que creo que en las humanidades no se puede alcanzar), pero que también trata de evitar la hermenéutica equívoca, la cual se hunde en un mar de interpretaciones oscuras y confusas, irremediablemente ambiguas e inexactas, y que produce un relativismo excesivo en la comprensión. De esta manera creo que se puede ayudar a la filosofía hermenéutica, tan presente en las corrientes de hoy, a tener una perspectiva más adecuada y cultivar un terreno más fértil en esta hora de crisis de la filosofía.

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Notas
* Este texto fue leído y discutido durante la Cátedra Diánoia el 3 de septiembre de 2014 en el Instituto de Investigaciones Filosóficas de la UNAM. La Cátedra Diánoia es un evento académico que organiza la revista Diánoia cada dos años para fomentar y celebrar la producción filosófica original en lengua española.
1 Recojo los rasgos esenciales de la definición de hermenéutica de Paul Ricoeur: "La hermenéutica es la teoría de las operaciones de la comprensión en su relación con la interpretación de los textos" (Ricoeur 1982, p. 43).
2 Gadamer 1994, p. 317.
3 Grondin 2006, pp. 29 y ss.
4 Gadamer 1977, pp. 567 y ss.
5 Beuchot 2007a, pp. 2 y ss. 6Eco 1992, pp. 29 yss.
7 Russell 1960, pp. 14-24.
8 Ferraris 2002, p. 12.
9 Beuchot 2002, pp. 7-8.
10 Beuchot 2002, pp. 69 y ss.
11 Schleiermacher 1987, p. 149.
12 Gadamer 1977, pp. 237 y ss.; Ricoeur 1982, pp. 43 y ss.
13 Peirce 1970, pp. 65 y ss.
14 Rodríguez 1997, pp. 101 y ss.
15 Grondin 2003, pp. 183 y ss.
16 Ricoeur 1997, pp. 33 y ss.
17 Una definición clásica es la siguiente: "El nombre análogo significa al mismo tiempo varios conceptos, pero no como en desorden, sino como coordinados o subordinados, a saber: uno de manera primera y principal, otro u otros de manera secundaria y por cierta extensión, atribución o transunción, esto es, subordinados al primero y principal, o muchos coordinados según relaciones o proporciones semejantes, y por ello no significa del todo lo mismo en todos ellos" (Ramírez 1970, pp. 276-277).
18 Secretan 1984, p. 19.
19 Diels y Kranz 1967, p. 43b34. Se trata de Pitágoras y Arquitas de Tarento. Sólo se añade a Espeusipo, el sobrino de Platón, que fue más bien pitagórico, y a Hipócrates, que también lo fue en buena medida.
20 Grenet 1948, pp. 52 y ss.
21 Pieper 1998, p. 38.
22 Aubenque 1989, pp. 291-304.
23 de Libera 1991, pp. 82-85.
24 Thomas de Vio 1952, pp. 4 y ss.
25 Nolte 1998, p. 36, cita el Discurso inaugural de Heidegger en la Academia de Ciencias de Heidelberg, de 1957, donde se lee: "En 1907, un amigo paterno oriundo de mi patria natal, el más tarde arzobispo de Friburgo de Brisgovia, Conrad Gróber, me dio en mano la disertación de Franz Brentano Del significado múltiple del ente según Aristóteles (1862) [... ] La pregunta por la simplicidad de lo múltiple en el ser, que por entonces se despertaba sólo de forma oscura, vacilante y desvalida, siguió siendo a lo largo de muchos desmayos, extravíos y perplejidades el motivo constante del tratado Ser y tiempo, aparecido dos décadas después".
26 Volpi 1976, pp. 134-135.
27 Beuchot 2006, pp. 55-69; Beuchot 2009, pp. 29-39.
28 Peirce 1974, pp. 45 y ss.
29 Black 1964, p. 218.
30 Bochenski 1962, pp. 96-117.
31 Beuchot 2004, pp. 439-449; Beuchot 2007b, pp. 425-449.
32 Sobre la analogía de proporcionalidad impropia como metáfora y la de atribución como metonimia, véase cómo las aplica a la física Selvaggi 1955, pp. 282-283.
33 Jakobson 1986, p. 389.
34 Sobre los ejes sintagmático y paradigmático véase la exposición en Saussure 1988, pp. 172 y ss.
35 Ricoeur 1995, p. 67.
36 Villoro 1998, p. 66.
37 Kant 1958, pp. 443-444. En la nota a la página 443 Kant dice: "Lo intuitivo del conocimiento debe ser opuesto a lo discursivo (no a lo simbólico). Ahora bien, lo primero es: o esquemático, mediante demostración, o simbólico, como representación, según una mera analogía".
38 Kant 1958, p. 444.
39 Ricoeur 1969, p. 251.
40 Ricoeur 1969, p. 252.
41 Ricoeur 1969, p. 252.
42 Derrida 1989, p. 259.
43 Ricoeur 1995, pp. 58 yss.
44 Éstas son las definiciones y ejemplos de Saussure 1988 (pp. 173-174).
45 Peirce 1988, pp. 201-203.
46 Domingo Moratalla 1991, pp. 310-311.
47 Wittgenstein 1973, p. 87.
48 Beuchot 1996, pp. 258-271; Beuchot 1993, pp. 29-34.
49 Beuchot 2012, pp. 9 y ss.
50 Rossi 1996, p. 11.

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