INTRODUCCIÓN
¿Dónde debo ir, ahora, yo, un Trotta?
JOSEPH ROTH
la cripta de los capuchinos
Durante una de las abarrotadas asambleas en la que se tenía que decidir si se debía cambiar de nombre al PCI, un compañero dirigió a Pietro Ingrao una pregunta: “Después de todo lo que ha sucedido y sigue sucediendo, ¿estás seguro de que con la palabra comunista se puede aún definir un gran partido democrático y de masas como el que hasta hoy hemos sido, como aún somos, y al que queremos renovar y reforzar para llevarlo al gobierno del país?”.
Ingrao, que ya había expuesto ampliamente su desacuerdo con Occhetto y había propuesto seguir otro camino, respondió, un poco en broma, aunque no tanto, empleando una famosa parábola de Bertolt Brecht, El sastre de Ulm . Ese artesano, empecinado en la idea de confeccionar un aparato que le permitiese al hombre volar, un día, convencido de haberlo logrado, se presentó ante el gobernador y le dijo: “Aquí lo tengo. Puedo volar”. El gobernador lo condujo ante la ventana del alto edificio y lo desafió a demostrarlo. El sastre se lanzó y obviamente se espachurró sobre el adoquinado. Con todo, comenta Brecht, algunos siglos después los hombres consiguieron volar.
Yo, que estaba presente, encontré la respuesta de Ingrao no sólo aguda, sino con fundamento. ¿Cuánto tiempo, cuántas luchas cruentas, cuántos avances y derrotas le fueron necesarios al sistema capitalista en una Europa occidental al comienzo más retrasada y bárbara que otras regiones del mundo para encontrar al final una eficiencia económica jamás conocida, darse nuevas instituciones políticas más abiertas, una cultura más racional? ¿Cuántas contradicciones irreducibles marcaron, durante siglos, al liberalismo entre ideales solemnemente afirmados (la común naturaleza humana, la libertad de pensamiento y palabra, la soberanía conferida al pueblo) y conductas que los desmentían de manera permanente (esclavismo, dominación colonial, expulsión de campesinos de tierras comunales, guerras de religión)? Contradicciones de hecho, pero legitimadas en el pensamiento: la idea de que a la libertad no pudiesen ni debiesen acceder más que quienes tuviesen, por censo y cultura, incluso por raza y color, la capacidad de ejercitarla sabiamente; y la idea correlativa de que la propiedad de los bienes era un derecho absoluto e intocable y que por consiguiente excluía el sufragio universal.
Contradicciones todas que no atormentaron sólo la primera fase de un ciclo histórico, sino que se habían reproducido en diversas formas en sus evoluciones sucesivas, y que gradualmente se habían reducido tan sólo por la intervención de nuevos sujetos sociales sacrificados y de formas contestatarias a ese sistema y a ese pensamiento. Si la historia real de la modernidad capitalista, por tanto, no había sido lineal ni unívocamente progresiva, sino más bien dramática y costosa, ¿por qué habría de serlo el proceso de su superación? Era esta observación lo que quería significar la parábola del sastre de Ulm.
Con todo, un poco en broma, aunque no tanto, le propuse de inmediato a Ingrao dos interrogantes que aquella parábola, en vez de superar, sacaba a la luz. ¿Estamos seguros de que el sastre de Ulm, si hubiese sobrevivido lisiado a la desastrosa caída, habría subido de inmediato otra vez para volver a intentarlo y de que sus amigos no habrían tratado de retenerlo? Y, sea como fuere, ¿qué contribución efectiva había supuesto a la historia de la aeronáutica? Estos interrogantes, en relación al comunismo, eran particularmente pertinentes y peliagudos. En primer lugar porque, en su constitución teórica, pretendía no ser un ideal en el que inspirarse, sino parte de un proceso histórico ya en curso, de un movimiento real que cambia el estado de cosas existentes: comportaba, por tanto, en cada momento, una verificación factual, un análisis científico del presente, una previsión realista del futuro, para no evaporarse en forma de mito. En segundo lugar porque entre las derrotas precedentes y los retrasos de las Revoluciones burguesas en Francia y en Inglaterra, y el derrumbamiento reciente del “socialismo real” se puede ver una profunda diferencia. Una diferencia que no se mide por el número de muertos o por el uso del despotismo, sino por el resultado: las primeras han dejado herencia, quizá mucho más modesta que las esperanzas iniciales, dondequiera que se hayan dado, lo que es evidente de inmediato de una o de otra manera; del segundo, en cambio, es difícil descifrar y medir su legado y señalar dignos continuadores.
Veinte años después, estos interrogantes no sólo no han encontrado respuesta, sino que ni siquiera han sido discutidos seriamente. O, mejor aún, han encontrado algunas respuestas, pero muy superficiales, y dictadas por las conveniencias: abjuración o remoción. Una experiencia teórica y un patrimonio teórico que han marcado todo un siglo han sido pues, confiados, para utilizar una expresión de Marx, a la “crítica roedora de las ratas” que, como se sabe, son voraces y, en un ambiente adecuado, se multiplican rápidamente.
La palabra comunista vuelve de nuevo, es cierto, de manera obsesiva y caricaturesca, en la propaganda de la derecha más burda. Perdura en los símbolos electorales de pequeños partidos europeos, para conservar el consenso de una minoría apegada a un recuerdo, o para indicar genéricamente cierta aversión al capitalismo. En otras regiones del mundo, partidos comunistas continúan gobernando pequeños países, sobre todo en defensa de su independencia en contra del imperialismo, y en uno, enorme, sin embargo, sirve para sostener un extraordinario desarrollo económico que, en cualquier caso, va en otra dirección. La Revolución de Octubre se considera, por lo general, como una gran ilusión, útil para los ojos de unos cuantos, pero en conjunto desgraciada (identificada con el estalinismo en su versión grotesca), y de todos modos condenada desde su éxito inicial. Marx ha reconquistado un cierto crédito como pensador, por sus previsiones de largo alcance sobre el capitalismo del futuro, pero totalmente mutilado de las ambiciones de ponerle fin.
Y aún peor, la condena de la memoria tiende ahora a actuar más allá: tiende a extenderse a la totalidad del hecho socialista y, de paso, a los componentes radicales de la revolución burguesa y a las luchas de liberación de los pueblos coloniales (que, como se sabe, incluso en el país de Gandhi, no pudieron ser siempre pacíficas). En suma, “el fantasma que recorría...” parece finalmente enterrado: para algunos con honor, para otros con odio no olvidado, para la mayoría con indiferencia porque ya no tiene nada que decirnos.
La frase más hiriente pero, a su manera, más respetuosa a esta sepultura definitiva, la había anticipado una de las mayores mentes adversarias, Augusto del Noce. Cuando, hace años, dijo en esencia de los comunistas: han vencido y han sido vencidos. Han sido vencidos desastrosamente en su prometeica ambición de invertir el curso de la historia, de prometer a los hombres libertad y fraternidad, también sin un dios y reconociéndose mortales. Han vencido como potente y necesario factor de aceleración de la globalización de la modernidad capitalista y sus valores: el materialismo, el hedonismo, el individualismo, el relativismo ético. Un extraordinario fenómeno de heterogénesis de los fines, que él mismo, católico, conservador e intransigente creía haber previsto, pero del que tenía pocas razones para congratularse.
Quien ha creído en el intento del comunismo, y de una u otra manera ha participado, y por lo general sin dar señales de alarma, ahora tiene el deber de dar cuenta de ello, incluso a sí mismo, de preguntarse si este entierro no es demasiado apresurado, si no es necesario otro certificado acerca del rigor mortis. Tenemos todos muchos argumentos para sortear el obstáculo. Como por ejemplo: he sido comunista italiano porque era prioritario para combatir al fascismo, defender la democracia republicana, apoyar las sacrosantas reivindicaciones de los trabajadores; o también: me convertí en comunista cuando ya los lazos con la Unión Soviética o la ortodoxia marxista estaban en tela de juicio, hoy en día puedo agregar una crítica circunscrita al pasado y una fuerte apuesta por lo nuevo. ¿No es suficiente? A mi juicio no lo es, porque no da cuenta de una empresa colectiva que, para bien o para mal, comprende demasiadas décadas, y que debe ser tomada, para bien o para mal, en su conjunto. No es suficiente sobre todo para sacar del comunismo una lección útil para hoy y para el mañana.
A estas alturas, escucho a muchos decir: era todo una equivocación pero han sido los mejores años de nuestra vida. Durante algunos años, a primera vista, esta mezcla de autocrítica y nostalgia, de dudas y orgullo, sobre todo entre las personas sencillas, me ha parecido justificada; es más, un recurso. Aún así, con el paso del tiempo, y sobre todo entre intelectuales y dirigentes, me parece ya un compromiso acomodaticio con uno mismo y con los demás. Y vuelvo de nuevo a preguntarme y con mayor énfasis: ¿existen argumentos racionales y convincentes para oponerse a la abjuración y a la remoción? O por lo menos, ¿existen buenas razones y condiciones adecuadas para reabrir críticamente hoy en día una discusión acerca del comunismo, en lugar de archivarla? Me parece que sí. De hecho, desde aquel fatídico ochenta y nueve ha pasado mucha agua bajo los puentes, y con turbulencia. Las novedades que esa cesura histórica expresaba y ratificaba han emergido más claras y concluyentes, y otras se han venido a sumar, rápidas e inesperadas. De su conjunto ha resultado un nuevo equilibrio del orden mundial, de la sociedad y de la conciencia de quien en ésta vive. Aquello que quedaba sobre el terreno, como vencedor, no era solamente el capitalismo, sino un capitalismo cuya victoria le permitía reafirmar, sin necesidad de más condicionamientos coactivos, los valores y mecanismos que constituyen su base, y al que una nueva revolución tecnológica y un salto en la globalización parecían prometer una expansión económica impetuosa y duradera, una estabilidad de las relaciones internacionales bajo el liderazgo, compartido, o padecido, de una sola potencia avasalladora. Bien es cierto que aún se podía discutir acerca de la contribución que los conflictos y la competencia entre los dos sistemas del siglo pasado habían aportado a la democracia y al progreso, o acerca de lo que habían costado a cada uno y a todos. Se podía también discutir acerca de los correctivos a aportar al nuevo orden para limitar las peores consecuencias sociales, o para garantizar la transparencia y honestidad del mercado restaurado, o para frenar el unilateralismo de la potencia dominante. En cualquier caso, a esas alturas el sistema era éste, no podía ser puesto en duda, por el contrario había que apoyarlo para su buen fin y en coherencia con sus principios. Y si acaso, en un día lejano, también él hubiese agotado su cometido y hubiese sido superado, esto no habría tenido de todos modos nada que ver con lo que las izquierdas hubiesen hecho o pensado. Así era la realidad, y todo político con sentido común debía reconocerla, o ladrar a la luna.
Sin embargo, en el lapso de pocos años el cuadro ha cambiado profundamente. También éste es un hecho difícilmente rebatible. Aparecieron, de manera novedosa y en muchos casos, crecientes desigualdades de renta, de calidad de vida, de poder entre las diferentes áreas del mundo y en el interior de cada una de ellas. Se constató la incompatibilidad entre el nuevo funcionamiento del sistema económico y la continuidad de grandes conquistas sociales conseguidas desde hacía tiempo: Estado del bienestar universal, ocupación plena y estable, democracia participativa en las sociedades más avanzadas; para los países subdesarrollados y los más pequeños el derecho a la independencia nacional y alguna tutela contra una intervención armada. Han surgido, dondequiera y con urgencia, nuevos problemas: degradación del medio ambiente, cada vez más acelerada; y degradación moral que debido al individualismo y al consumismo, en lugar de colmarse con nuevos valores y nuevas relaciones humanas el vacío abierto por la crisis, irreversible y en sí misma liberadora de instituciones milenarias, la profundiza y la transforma en la dicotomía entre desregulación y neoclericalismo. A un tiempo evidente y nueva, avanza una crisis del sistema político: impotente por la debilitación de los Estados nacionales, sustituidos por instituciones ajenas al sufragio popular, vaciados por la manipulación mediática del consenso y por la transformación de los partidos en máquinas electorales de reproducción de una clase. También en el plano productivo las tasas de crecimiento se debilitan, y los equilibrios parecen inestables, como algo que va un poco más allá de la mera coyuntura: la financiarización genera como su hija natural a la renta, y tiene como hermana la búsqueda exasperada del beneficio inmediato; por lo tanto, le quita al mercado el criterio acerca de qué producir y cómo verificar la propia eficiencia. Por último, y como consecuencia de todo esto, asistimos a la debilitación de la hegemonía, una multiplicación de los conflictos, una crisis del orden mundial, al cual es natural suplir con el empleo de la fuerza, incluso hasta la guerra, que, a su vez, en lugar de resolver agrava todos los problemas.
Admitamos también que el cuadro así dibujado en pocas líneas sea excesivamente lúgubre y sobre todo unilateral, que tales preocupantes tendencias aún están dando los primeros pasos. Y admitamos también que otros elementos, por ejemplo los recursos de la innovación tecnológica, o la aún más sorprendente irrupción de nuevos y grandísimos países y sus actuales éxitos compensen y frenen dichas tendencias. Admitamos por último que la nueva amplitud de la base social que se ha beneficiado de la precedente acumulación o que espera beneficiarse de un bienestar hasta ahora negado, garantice aún el consenso o genere de todas maneras un temor por las mutaciones radicales pero no seguras.
Muchas veces los comunistas han cometido el error de hacer análisis catastrofistas de los que han pagado el precio. Esto no quita que haya tenido lugar un cambio de dirección, más e incluso antes de lo que nadie temiese o esperase. El futuro del mundo y de la civilización no parece prometer nada tranquilizador, no sólo para minorías renuentes o sufrientes, sino para el sentido común de la masa, para una intelectualidad difusa, incluso para algunos sectores de la clase dominante. No estamos en el clima político del siglo XX, pero no se respiran aires de Belle Époque (que entre otras cosas, sabemos que no terminó nada bien).
Por tanto, no por casualidad, en pocos años han aparecido en la escena movimientos de lucha y de protesta social, sorprendentes por su extensión, duración, pluralidad de motivos y novedosas temáticas. Movimientos diseminados e intermitentes, carentes de un proyecto unitario y de una organización, ¿movimientos por tanto sociales y culturales más que políticos? Evidentemente, porque nacen de las más diversas situaciones y subjetividades entre sí, y rechazan organización, ideología y política tal como las han conocido y, sobre todo, por la manera en que se presentan hoy en día. Y, sin embargo, se comunican incesantemente entre sí, reconocen adversarios comunes a los que dan nombre y apellido, cultivan ideales y experimentan prácticas que se contraponen radicalmente al estado actual de las cosas, a los valores, a las instituciones, a los poderes que lo encarnan en cada terreno, al modo de producir, de consumir, de pensar la relación entre clases, sexos, países, religiones. En algunos momentos y acerca de ciertos temas, como la guerra “preventiva” en Iraq, han logrado movilizar a una gran parte de la opinión pública. En este sentido son plenamente políticos y tienen un peso.
¿Podemos por ello tranquilizarnos? ¿El “viejo topo” finalmente liberado del peso de doctrinas y disciplinas que podrían frenarlo ha vuelto a excavar y, a la larga, nos llevará a un “mundo nuevo”? Me gustaría creerlo, pero lo dudo.
También aquí los hechos hablan por sí solos. Por un lado es necesario mirar de frente, sin melancolía ni fingimiento, la manera en que, de momento, evoluciona la situación real. No es lícito decir que esté cambiando gradualmente para mejor, ni que la lectura de las cosas esté produciendo un deslizamiento general de las relaciones de fuerza a favor de la izquierda. Para dibujar alguna que otra referencia concreta: el matrimonio de conveniencia entre la economía asiática y la estadounidense ha permitido a la primera un despegue sorprendente y ha garantizado a la segunda asegurarse beneficios imperiales y continuar consumiendo por encima de sus propios medios, pero, entretanto, ha contribuido al estancamiento europeo, y ha provocado una nueva gran crisis. La guerra, en lugar de estabilizar al oriente Medio, ha “incendiado la pradera”. La unidad europea, en lugar de progresar como fuerza autónoma, ha retomado y acentuado su dependencia del modelo anglosajón y de su política internacional. En América Latina, después de muchos años, fuerzas populares y antiimperialistas están en el gobierno de muchos países, pero tanto en Asia Central como en el este europeo se multiplican en cambio los clientes de los Estados Unidos. En Europa ganó Zapatero, pero en Italia, tras una breve y fatigosa victoria de una amplia coalición de centroizquierda, ha vuelto Berlusconi en una versión peor. En Alemania los democristianos han vuelto a asumir el liderazgo, en Francia toda la gauche está desconcertada, en Inglaterra el New Labour ha resistido largo tiempo en la línea de Blair pero pierde en beneficio de los conservadores. Los sindicatos, después de uno que otro signo de reactivación, casi en todos sitios se encuentran estancados, permanentemente a la defensiva, y las condiciones reales de los trabajadores están sometidas a la presión de este marco político y al chantaje de la crisis económica y de los déficits en el balance.
Tal vez se pueda prever, globalmente, que de la abollada política tipo Bush cambie a una política más prudente de tipo Clinton: poco que ver con un verdadero cambio de dirección política adecuado a los nuevos y apremiantes problemas del mundo. Ni en economía ni en política existe ningún New Deal en camino, y el reformismo, invocado por todos en todas sus versiones, es pálido y evasivo. Y, aun así, por necesidad o por elección, es esta versión la que se mantiene al mando.
También en cuanto a las fuerzas que se oponen al sistema y lo refutan se puede y se debe hacer un balance veraz, no muy reconfortante por ahora. Evidentemente es importante que los nuevos movimientos sociales sigan en escena, que en ciertos casos se extiendan a nuevas regiones o contribuyan a producir una cierta renovación política, y que de cualquier manera hayan evidenciado problemas decisivos y siempre olvidados: el agua, el clima, la tutela de la identidad cultural, las libertades civiles para minorías tales como inmigrantes u homosexuales. Sería por tanto erróneo hablar sólo de reflujo o de crisis. No obstante, lo es igualmente hablar, como se ha hecho en algún momento, de una “segunda potencia mundial” en acto o en construcción. Porque en las grandes batallas en que se habían empeñado unitariamente —la paz, el desarme, la abolición de la OMC, o del Fondo Monetario Internacional, la Tasa Tobin, las energías alternativas, el precariado— los resultados han sido irrelevantes y su capacidad de iniciativa ha disminuido. El pluralismo ha resultado ser, además de un recurso, también un límite. La organización, cuestionada hasta donde se quiera, no puede reducirse a internet o a la réplica de los foros por mucho tiempo. Verdades parciales irrenunciables, en vez de ser una etapa de un recorrido, como el rechazo de la política, el poder desde abajo y la revolución sin poder corren el riesgo de convertirse en una subcultura cristalizada, en una retórica repetitiva que obstaculiza una reflexión sobre sí misma y sobre cada laboriosa definición de las prioridades. Por último y, sobre todo, no por culpa suya por supuesto, a los nuevos movimientos se ha aproximado otro tipo de oposición radical a la modernidad capitalista, esa que anima el fundamentalismo religioso o étnico, que encuentra en el terrorismo su forma extrema, pero que involucra e influencia a masas imponentes.
El balance parece aún más exiguo si, entre las fuerzas de la oposición, queremos concentrar la mirada sobre las fuerzas políticas organizadas de la extrema izquierda, que han resistido valientemente el colapso posterior al ochenta y nueve, se han consagrado a planes de renovación y han acompañado nuevos movimientos y luchas sindicales. Tras años de trabajo, en una sociedad en ebullición, estas fuerzas resultan marginales, divididas entre sí y en el interior de sí mismas, se sitúan entre el 3 y el 10 por ciento en términos electorales y están, por ende, constreñidas a elegir entre un radicalismo minoritario o establecer acuerdos electorales de los que hay que pagar un elevado precio.
En resumen, si queremos ser sinceros, se puede decir, parafraseando a algunos clásicos del marxismo, que nos encontramos de nuevo frente a una fase en la que “el viejo mundo puede producir barbarie, pero no aparece un nuevo mundo capaz de sustituirlo”. La razón de este callejón sin salida no es difícil de ver, aunque sea difícil de modificar. Neoliberalismo y unilateralismo, contra los que se combate en esta fase justamente, son la expresión de una de las variantes de algo más profundo y permanente, que ha intervenido en el sistema llevando al extremo su vocación originaria. Dominio de la economía sobre cualquier otra dimensión de la vida individual y colectiva; dominio en la economía del mercado globalizado y en el mercado dominio de las grandes concentraciones financieras sobre la producción, y en la producción, de los servicios con respecto a la industria, y sustitución de los bienes inmateriales por consumos inducidos más allá de las necesidades reales; decadencia de la política en la forma Estado-nación, a la vez vaciada por la fragmentación y por la manipulación de esa voluntad popular que tenía que orientarla y sostenerla; en fin, unificación del mundo pero bajo el signo de una precisa jerarquía en cuya cumbre permanece una potencia avasalladora. Un sistema por tanto descentralizado en apariencia, pero en el que en última instancia las decisiones más importantes están concentradas en manos de unos pocos, los que detentan monopolios decisivos. En orden creciente: el tecnológico, el de las comunicaciones, el financiero, el militar.
Quien sostiene todo esto —como nunca y más que nunca— es la propiedad bajo la forma del capital, a la búsqueda incesante e irrenunciable del propio incremento, proceso que ha conquistado plena autonomía respecto al territorio en el que se coloca y sobre cualquier otra finalidad que lo vincule; que por medio de la industria cultural puede directamente crear necesidades, conciencias, estilos de vida; que puede seleccionar la clase política e intelectual; que puede condicionar la política exterior, los gastos militares, las orientaciones de la investigación; que por fin, pero no por último, puede incluso modelar las relaciones de trabajo, escogiendo el dónde y el cómo reclutarlo y las maneras más adecuadas para minar el poder contractual.
Con respecto a las fases precedentes, la novedad más relevante está pues en el hecho de que, incluso en los momentos y por los aspectos por los que entra en crisis o se produce una quiebra, el sistema reproduce de una manera o de otra sus propias bases de fuerza y de interdependencia y logra desestructurar o chantajear a sus propios antagonistas. Evoca y al mismo tiempo entierra al mismo sepulturero. A fin de contrastar y superar tal sistema es cada vez más necesario definir otro sistema a su vez coherente, la fuerza para imponerlo, la capacidad de gestionarlo, un bloque social que pueda sostenerlo, etapas y alianzas adecuadas a tal empresa. Cuanto más puede y tiene uno que liberarse del mito del catastrofismo y de la conquista del poder estatal por parte de una minoría jacobina que aprovecha la ocasión, tanto menos se puede encomendar a una sucesión de revueltas dispersas o de pequeñas reformas que espontáneamente se constituyan en una gran transformación.
He aquí porqué me parece que las cosas por sí mismas imponen a una izquierda, que hoy en día navega en una gran confusión, una reflexión sobre la “cuestión comunista”. No empleo fortuitamente ambas palabras. Digo reflexión —no recuperación ni restauración— para subrayar el hecho de que ha concluido una fase histórica, y la fase nueva impone una innovación radical de ésta, así como de cualquier otra tradición teórica o práctica (de sus orígenes, de sus desarrollos, de sus resultados). Digo
comunista , porque me refiero no sólo o no tanto a textos interpretados desigualmente en los cuales redescubrir verdades eclipsadas pero permanentes, ni a nobles intenciones de las cuales uno se ha desviado. Me refiero específicamente y en su conjunto, a una experiencia histórica que ha expuesto el tema de una revolución anticapitalista de forma explícita, dirigida por la clase obrera organizada en un partido, que ha acogido durante décadas, alrededor de esta empresa, a millones y millones de seres humanos, ha combatido y ganado una guerra mundial, ha gobernado grandes Estados forjando su sociedad e indirectamente ha influido sobre los acontecimientos del mundo y, al final, no por casualidad evidentemente, ha degenerado y ha sido duramente vencida. Para bien o para mal, esa experiencia ha marcado casi un siglo entero.
Hacer un balance del comunismo del siglo XX: cualesquiera que sean las convicciones de las que se parta o las conclusiones a las que se llegue, pero con espíritu de verdad, sin falsificación de los hechos, sin justificaciones y sin sacarlo del contexto. Separar el trigo de la paja, la contribución dada a avances históricos permanentes y decisivos y los costes tremendos que ha comportado, las verdades teóricas intuidas y los resplandores del pensamiento. Distinguir las diversas fases de una evolución y buscar en cada una no sólo los errores cometidos y los sucesivos elementos degenerativos, sino sus causas subjetivas y objetivas y también las ocasiones, que se ofrecían realmente, para enfilar caminos distintos con objeto de alcanzar el fin perseguido. En suma, reconstruir el hilo de una empresa titánica y de una caída dramática, sin exhibir una neutralidad imposible y sin rebajas, sino buscando una aproximación a la verdad.
Con el fin de enfrentar estos temas todos tenemos, hoy en día, el extraordinario privilegio de saber cómo ha concluido la cuestión y el estímulo que nace de la conciencia de encontrarnos de nuevo en una crisis de civilización. Utilizar el presente para comprender mejor el pasado, y comprender bien el pasado a fin de orientarse en el presente y en el futuro. Si se evita este tipo de reflexión, si se considera el siglo XX como un montón de cenizas, si se subestiman las grandes revoluciones, las duras luchas de clases, los grandes conflictos culturales que lo han atravesado, el socialismo y el comunismo que lo han animado; o si se reduce todo a un enfrentamiento entre “totalitarismos” y “democracia” (sin distinguir los diversos orígenes y las diversas finalidades de los “totalitarismos” y prescindiendo de la política concreta de la “democracia”), no sólo creo que se altera la historia, sino que le quedarían faltando a la política pasiones y argumentos para afrontar tanto antiguos y dramáticos problemas, que hoy se presentan de nuevo, como los nuevos que emergen y exigen cambios profundos y un discurso racional.
Porque el “siglo breve” es una época grande y complicada, cruzada por contradicciones dramáticas, cada una de las cuales reenvía a otras y reclama por tanto una visión general del contexto. Porque está aún tan cercano en la memoria colectiva como para dificultar la necesaria distancia crítica. Porque va a contracorriente con respecto al sentido común prevaleciente hoy en día, que no sólo considera cerrado ese capítulo, sino que niega en general que la historia pueda ser, en conjunto y en el largo plazo, descifrable, y por tanto niega la utilidad de oponerle el presente y de preparar categorías interpretativas adecuadas. N fin, porque, para contrastar este sentido común, sería necesaria ahora más que nunca una ruptura de la continuidad, ser capaces de hacer emerger desde el comienzo de la lectura crítica del pasado los primeros esbozos de un análisis apropiado del presente y un proyecto de acción futura (éste fue el punto de fortaleza del marxismo, incluso en aspectos que muy pronto se revelaron caducos).
Ahora bien, soy perfectamente consciente de no tener en absoluto el tiempo de vida, las competencias, los recursos de inteligencia para prestar una ayuda significativa a una empresa de este alcance. Sin embargo siento la responsabilidad, no sólo individual sino generacional, de contribuir a este fin contando con los pocos recursos de que dispongo para ello. El primer paso, para mí, tiene que ser el trabajo de reconstrucción e investigación acerca de algunos nudos cruciales de la historia del comunismo italiano. La elección no tiene motivación autobiográfica ni una visión provinciana. Por el contrario, precisamente en esta elección, circunscrita a un objeto concreto, está implícita una hipótesis de trabajo que va a contracorriente, que obliga, y quizá al final permite, alguna conclusión general. Me explico. Hoy en día prevalecen dos lecturas diferentes del comunismo italiano, opuestas entre ellas y cada una con finalidades múltiples y movidas desde vertientes diversas. La primera lectura sostiene, de forma más o menos tosca, que el PCI, por lo menos desde finales de la guerra, siempre ha sido, en sustancia, un partido socialdemócrata, incluso sin quererlo decir y quizá sin tampoco saberlo; su historia ha sido una larga marcha, demasiado lenta pero constante, de autorreconocimiento; tal retardo le ha costado la larga exclusión del gobierno del país, pero aquella identidad sustancial le ha asegurado la fuerza y luego garantizado la supervivencia, a pesar de la crisis. La segunda lectura sostiene que a pesar de la resistencia, la constitución republicana, el papel desempeñado en la ampliación de la democracia, a pesar de algunas pruebas de autonomía y la hostilidad ante toda hipótesis insurreccional, en última instancia el PCI fue una articulación de la política soviética y siempre llevó en el corazón la perspectiva de aquel modelo: sólo hacia su final ha tenido que rendirse y cambiar su identidad. Ambas lecturas no sólo resultan contradichas por múltiples hechos, sino que borran lo más original e interesante que ha habido en aquellos acontecimientos.
Quisiera, por el contrario, afirmar que el PCI ha representado, de modo intermitente y sin desarrollarla plenamente, la tentativa más seria, en una determinada fase histórica, de abrir el camino a una “tercera vía”: es decir, de conjugar reformas parciales, búsqueda de amplias alianzas sociales y políticas, empleo convencido de la democracia parlamentaria, con difíciles luchas sociales, con una explícita y compartida crítica de la sociedad capitalista; de construir firmemente un partido compacto, militante, rico en cuadros ideológicamente formados, pero de masas; de corroborar la propia pertenencia a un terreno revolucionario mundial, padeciendo por ello pero conquistando una relativa autonomía. No se trataba de un simple doble frente: la idea estratégica aglutinante era que la consolidación y la evolución del “socialismo real” no constituía un modelo que un día también habría sido posible aplicar a occidente, sino el bagaje necesario para realizar, respetando las libertades, otro tipo de socialismo. Es esta tentativa la que explica el crecimiento de su fuerza en Italia —que continuó también después de la modernización capitalista— y de su influencia internacional, incluso después de las primeras y llamativas señales de crisis del “socialismo real”. Sin embargo, recíprocamente, su decadencia y su disolución final en una fuerza liberal-demócrata, más que socialdemócrata, obliga a explicar cómo y cuándo esa tentativa ha fracasado. Permitámonos hallar las razones objetivas y subjetivas de esta parábola y preguntarnos si, cómo y cuándo, se han ofrecido vías mejores para corregirla. Si esto es cierto, y si se lograra demostrarlo concretamente, entonces la historia del comunismo italiano podría no ser tan sólo la historia de un partido, sino que podría decirnos algo relevante acerca del hecho global, ya sea de la Italia republicana, ya sea del movimiento comunista en general, permitiría valorarla en su mejor versión y apreciar a fondo los límites no superados. (Quizá el mismo interés, en un contexto completamente diferente y para quien fuese capaz de ello, podría tener el igualmente especial fenómeno del comunismo chino, hoy muy admirado por sus éxitos económicos, aunque completamente inexplicado en su pasado e indescifrable en su futuro).
La segunda razón por la cual centro la atención en el comunismo italiano es menos importante pero no irrelevante. En torno a la historia de los comunistas, italianos incluidos, diferentes historiadores han trabajado con seriedad considerable y riqueza de información acerca del periodo comprendido entre la Revolución rusa y la segunda posguerra; de manera más episódica y llena de lagunas y prejuicios acerca del periodo siguiente. Quedan pendientes, en ambos casos, un balance total y una valoración equilibrada. No sorprenden tanto las controversias, más que justificadas, cuanto la bifurcación entre la esmerada exploración de la documentación disponible y el panfletarismo faccioso. Obviamente, no hay que asombrarse de ello, porque en su trabajo, tanto en el pasado como en tiempo reciente, han pesado, primero, un clima de choque político duro, luego la improvisación y el inesperado derrumbamiento: tanto el uno como el otro indujeron en algunos la sobriedad del especialista, o permitieron cómodas simplificaciones a otros. Sin embargo, más allá de esto, se opone también un obstáculo a la búsqueda y a la reflexión del historiador más escrupuloso y más agudo: la limitación y la difícil interpretación de las fuentes.
En efecto, los partidos comunistas han sido bastante poco transparentes por ideología, forma organizativa y por las condiciones en que tenían que funcionar. El debate en torno a los temas fundamentales se concentraba en sedes muy restringidas, a menudo informales, cuyos miembros estaban obligados a la discreción y que, también entre ellos, se expresaban en términos cautos, compatibles con la preocupación por la unidad. Las decisiones políticas tomaban muy en serio las orientaciones individuales de los militantes y los estímulos de un debate a menudo concurrido y vivaz, pero eran aceptadas y defendidas por todos, incluso con matices diferentes. La selección de los cuadros dirigentes tenía en cuenta las capacidades realmente demostradas, pero luego tenía lugar la cooptación por la cúpula, en la que también pesaba el patrón de la fidelidad. En determinados países, y en determinados momentos, la comunicación externa, o con la propia base, no titubeaba en censurar los hechos ni en aportar explicaciones sumarísimas de la política adoptada, porque prevalecía el objetivo de consolidar la movilización y el consenso aun cuando fuese en detrimento de la verdad. Ahora bien, incluso en donde, como en Italia, a partir de los años sesenta, crecían los espacios de tolerancia ante algún disenso, por ejemplo en los Comités Centrales, ello se expresaba con un lenguaje prudente y en parte críptico. El trabajo de catalogación y archivo, en todas las instancias, era muy esmerado, pero también muy sobrio y a menudo, voluntariamente o por obligación, autocensurado.
Durante los momentos de “giro”, el principio siempre vigente ha sido el de la “renovación en la continuidad”. En cambio quien era alejado, o se alejaba del partido —siendo el partido, por elección propia y por imposición del adversario, una comunidad de vida— padeció un pesado aislamiento humano que alimentaba durante mucho tiempo un recíproco sectarismo. Para reconstruir la historia real, sin equívocos y sin censuras, no basta pues una lectura seria de los periódicos y documentos de la época; alguna entrevista póstuma o el acceso a los archivos por fin abiertos. Hace falta también la mediación de la memoria de quien ha participado como protagonista, o como observador directamente informado, y puede decir algo más sobre aquello que los documentos callan o interpretar de estos, más allá de la letra, el sentido y la importancia. Pensemos, para tomar un ejemplo extremo, cuánta luz habría podido arrojar a la historia de los tres últimos lustros de Unión Soviética, un auténtico informe de los hechos y las discusiones y una valoración meditada, por parte de Gorbachov, cuando ya se daban todas las condiciones para hacerlo.
Todos sabemos, sin embargo, cuánta insidia comporta la memoria individual, bien porque ésta disminuye con la edad, o bien porque por el hecho de haber compartido responsabilidades relevantes o haber padecido un agravio injusto puede hacerse selectiva o tendenciosa. En vez de hablar de la historia que nuestra vida nos permite conocer para acercarnos a la verdad, es fácil releer esta historia con las anteojeras de las propias vivencias. Seguramente no hay nada de malo en ello. Por el contrario, también este empleo de la memoria puede ser de gran ayuda cuando se hace y se manifiesta honestamente. Proust, Tolstoi, Mann o Roth han contribuido más agudamente a la comprensión de la historia de su época que sus historiadores coetáneos.
Sin embargo, yo he hablado de “mediación de la memoria” en un sentido distinto. Por elección y por necesidad. No encuentro muy interesantes mis vivencias y si así fuera no tendría la capacidad de comunicarlas. Mi incidencia en la política además ha sido limitada, se ha concentrado en precisos y raros momentos, se ha ejercitado más a través de algunas ideas, a menudo demasiado anticipadas pero recurrentes, que en acciones de resultado feliz. Siento por lo tanto la necesidad y la utilidad de una memoria disciplinada, con una que otra verificación documentada por los hechos, por la confrontación con diferentes memorias, objetivada lo más posible, como si se tratase de la vida de otro, para que nos pueda acercar a una interpretación plausible de lo que realmente ha ocurrido o pudo ocurrir. La autobiografía sólo intervendrá si es estrictamente necesario.
Desde este punto de vista creo tener una condición ventajosa. Me hice en efecto comunista, por razones de edad, cuando el clima del fascismo y la resistencia se había cerrado hacía una década, más bien después del XX Congreso del PCUS y los hechos de Hungría, y después de haber leído además de a Marx, Lenin y Gramsci, también a Trotsky y el marxismo occidental heterodoxo. No puedo decir entonces: lo he hecho para combatir mejor el fascismo, o bien que no sabía nada del estalinismo y de las “purgas”. He entrado porque creía, como he seguido luego creyendo, en un proyecto de cambio radical de la sociedad del que había que soportar los costes. Tengo que explicar luego, ante todo a mí mismo, si tenía razón en hacerlo. He militado en aquel partido, nunca en lugares de poder, en directa relación con el grupo dirigente, durante quince años de un debate apasionado y de experiencias importantes, en los que he participado con posiciones minoritarias pero con cierta influencia, y con pleno conocimiento de aquello que sucedía. Años decisivos, sobre los que aún se sabe demasiado poco, o de los que demasiadas cosas han sido eliminadas y yo en cambio puedo añadir algo.
He sido separado del partido en 1970, con otros compañeros, porque dimos vida a una revista, Il manifesto , considerada inadmisible, porque de por sí resquebrajaba el centralismo democrático, porque solicitaba explícitamente una crítica más neta del modelo y la política soviéticos, y en fin, porque pedía replantear la estrategia del partido, aceptando sugerencias de los nuevos movimientos obreros y estudiantiles. Por lo tanto nadie puede desconfiar de mí por haber callado, ni por cultivar viejas ortodoxias. De todas formas, estoy obligado, a mi vez, a cuestionarme el porqué de que tantas buenas razones y análisis, a menudo proféticos, hayan quedado aislados y hayan errado el objetivo.
He vuelto con numerosos compañeros al PCI al comienzo de los años ochenta, consciente de los límites de un extremismo sobre el que nos ilusionamos, aunque no como arrepentido, porque el cambio de rumbo del último Berlinguer pareció recomponer muchas de las diferencias que nos habían separado. Al encontrarme esta vez en la dirección del partido, conservo conocimiento directo del proceso que ha limitado primero, y luego vaciado, aquel cambio de orientación, mostrando también el retraso y los límites. Un periodo acerca del que aún ahora la reticencia es grande, y la autocrítica desmedida no encuentra contraste. He participado, esta vez en primera fila, en la batalla en contra de la decisión de deshacer el PCI, no porque fuese demasiado innovadora, sino porque innovaba de modo y en dirección equivocados, es decir, que liquidaba sin discernimiento una rica identidad; abría no ya el camino a una socialdemocracia, a su vez en crisis, sino a una fuerza liberal-demócrata y moderada; mandaba a casa a un ejército que aún no estaba a la desbandada y suplía con veleidoso “ nuovismo ” el vacío de elaboración. Después de todo lo que ha seguido, soy uno de los pocos en creer que aquella operación careció por completo de fundamento, aunque con mayor razón estoy obligado a preguntarme por qué ha prevalecido.
He participado, en fin, con alguna duda, en la construcción de Rifondazione Comunista, porque temía que faltaran las ideas, la voluntad y la fuerza para tomar en serio tal nombre: es decir, temía una deriva maximalista y luego un acomodo politiquero. Me he alejado de ello, porque en aquel proyecto sigo creyendo, pero no reconozco en aquella organización, como tampoco en la diáspora de la izquierda radical, suficiente determinación y capacidad para llevarlo adelante. De este reciente hecho tormentoso casi ninguno sabe o entiende mucho, por lo que hablar honestamente de ello puede ser, por tanto, útil.
De manera que soy un particular archivo viviente arrojado en el desván.
Si para una persona ya anciana el aislamiento es decoroso, para un comunista es el pecado más grave, del que hay que dar cuenta. El “último de los mohicanos” puede ser un mito, el comunista solo, y enfadado, se arriesga al ridículo si no se hace a un lado. Así y todo, si el pecado (perdónenme la irónica concesión a la moda y la conveniencia que hoy en día empuja a muchos otros a la repentina búsqueda de Dios) abre el camino del Señor, justamente el aislamiento podría permitir una útil distancia. No puedo decir “no estaba”, “no sabía”; por el contrario algo he dicho cuando era incómodo decirlo, tengo por tanto la libertad de defender aquello de lo que no debe renegarse y de preguntarme lo que se podía hacer o se podría aún hacer más allá del bric-à-brac de la política de cada día.
No es cierto que la historia pasada, de los comunistas y de todos, estaba ya predeterminada por completo, tal como tampoco es cierto que el futuro está por completo en manos de los jóvenes que vendrán. El “viejo topo” ha cavado y sigue cavando, pero, siendo ciego, no sabe bien de dónde viene y adónde va, o si gira en círculos. Quien no quiere o no puede encomendarse a la Providencia, tiene que hacer lo posible por entenderlo y así ayudarla.
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