martes, 28 de abril de 2020

TZVETAN TODOROV - El mal del siglo





El mundo entero—toda la inmensidad del Universo—revela la sumisión pasiva de la materia inanimada, sólo la vida es el milagro de la libertad.
Vassili Grossman, La Madona sixtina
Memoria del mal, tentación del bien: indagación sobre el siglo XX ...



Nuestras democracias  liberales

Primera Guerra Mundial: ocho millones y medio de muertos en los frentes, casi diez millones en la población civil, seis millones de inválidos. Durante el mismo tiempo: genocidio de los armenios, un millón y medio de personas llevadas a la muerte por el poder turco. La Rusia soviética, nacida en 1917: cinco millones de muertos a causa de la guerra civil y la hambruna de 1922, cuatro millones de víctimas de la represión, seis millones de muertos durante la hambruna organizada de 1932-1933. Segunda Guerra Mundial: más de treinta y cinco millones de muertos sólo en Europa, de ellos al menos veinticinco en la Unión Soviética. Durante la guerra, exterminio de los judíos, los gitanos, los deficientes mentales: más de seis millones de víctimas. Bombardeos aliados de la población civil en Alemania y Japón: varios centenares de miles de muertos. Sin mencionar las sangrientas guerras llevadas a cabo por las potencias europeas en sus colonias, como Francia en Madagascar, en Indochina, en Argelia.
Ésas son las grandes hecatombes del siglo XX, reducidas a fechas, lugares y cifras de las víctimas. El siglo XVIII fue designado por los historiadores como el «siglo de las Luces», ¿acabaremos algún día llamando al nuestro el «siglo de las Tinieblas»? Escuchando esa letanía de matanzas y sufrimientos, esos números desmesurados que ocultan rostros de personas que deberían evocarse, una a una, la primera reacción es la del desaliento. Sin embargo, no podemos quedarnos ahí.
La historia del siglo XX, en Europa, es indisociable de la del totalitarismo. El Estado totalitario inaugural, la Rusia soviética, nació durante la Primera Guerra Mundial y muestra su huella; la Alemania nazi siguió poco después. La Segunda Guerra Mundial se inició cuando los dos Estados totalitarios se habían aliado y prosiguió con una lucha sin cuartel entre ambos. La segunda mitad del siglo se desarrolló a la sombra de la guerra fría, que opuso Occidente al bando comunista. Los cien años que acaban de transcurrir estuvieron dominados por el combate del totalitarismo con la democracia o por el de ambas ramas totalitarias entre sí. Ahora que los conflictos han terminado, podemos identificar el guión: todo ocurrió como si, para curarse de sus anteriores males, los países europeos hubieran probado un remedio y, luego, hubiesen advertido que era peor que el mal: lo rechazaron. Desde este punto de vista, el siglo puede ser considerado como un largo paréntesis; el XXI retoma las cosas donde las había dejado el XIX.
En lo esencial, el totalitarismo pertenece ya al pasado, ese mal en particular ha sido vencido. Pero necesitamos comprender lo que ocurrió: antes de volver una página, decía el antiguo disidente Yeliu Yelev, que fue durante cierto tiempo presidente de Bulgaria, hay que leerla. Y para nosotros, que la vivimos, esa necesidad representa una imperiosa urgencia personal. «No se prepara el porvenir sin aclarar el pasado», escribe Germaine Tillion. Quienes conocen el pasado desde el interior tienen el deber de transmitir la lección a quienes la ignoran. Pero ¿cuál es esta lección?
Para empezar a responder la pregunta, es preciso hacer previamente otra: ¿qué significan exactamente los términos «totalitarismo» y «democracia»?
Se trata ahí, se ve de entrada, de dos instancias de lo que hoy se denomina un «tipo ideal» de régimen político. Esta primera delimitación comporta dos elementos. El tipo ideal: así se designa, desde Max Weber, la construcción de un modelo destinado a hacer más inteligible lo real, sin que por ello sea necesario poder observar su encarnación perfecta en la Historia. El tipo ideal indica un horizonte, una perspectiva, una tendencia. Los hechos empíricamente observables lo ilustran en un grado más o menos alto, todos sus rasgos constitutivos se encuentran en él, o sólo algunos, a lo largo de todo un período histórico o sólo en una de sus partes, y así sucesivamente. Hay que insistir en ello, pues algunos historiadores y sociólogos creen poder prescindir de esas construcciones conceptuales, apoyándose en lo que les parece ser un gran sentido común empírico. En realidad aceptan, sin darse cuenta y sin poder criticarlos, los conceptos y los «tipos ideales» comunicados por el lenguaje común. El tipo ideal no es, en sí mismo, verdadero; sólo puede ser más o menos útil, sugerente, ilustrador.
Por otra parte, se trata cada vez de un régimen político, no de una sociedad tomada en su conjunto ni, menos aún, de otra de sus dimensiones, como la economía: está muy claro, en particular, que el sistema económico, que la composición social de los grupos políticos son distintos en la Alemania nazi y en la Unión Soviética, y que nada se gana designándolos con un término común.
La democracia moderna, como tipo ideal, presupone la copresencia de dos principios, que se encuentran ya enunciados conjuntamente por John Locke en el siglo XVII, pero que fueron articulados con claridad, sobre todo, tras la Revolución Francesa, cuando, en suma, los «trabajos prácticos» realizados entre tanto obligaron a poner a punto la teoría. Esa articulación fue, en particular, obra de Benjamín Constant, en su tratado Principios de política (1806). Los dos principios podrían denominarse: autonomía de la colectividad y autonomía del individuo.
La autonomía de la colectividad es, claro está, una exigencia antigua, es la misma que contiene la palabra «democracia» o poder del pueblo. La cuestión pertinente aquí es saber, primero, si es el pueblo quien detenta el poder o sólo una de sus partes, un único individuo incluso (el rey o el tirano), y, luego, si ese poder procede sólo de la voluntad humana o si es atribuido por una fuerza sobrehumana, Dios, la propia estructura del Universo o las tradiciones. La autonomía política, en este sentido de la palabra, consiste en que la colectividad viva bajo unas leyes que ella misma se ha dado y que puede modificar cuando lo desee. Atenas es, desde este punto de vista, una democracia, aunque su definición de «pueblo» fuera muy restrictiva, puesto que excluía a las mujeres, los esclavos y los extranjeros, es decir, tres cuartas partes de la población.
Los Estados cristianos, tras la caída del Imperio Romano, no reconocían la autonomía política, llamada también soberanía del pueblo: el poder tenía entonces su origen en Dios. Sin embargo, ya en el siglo XIV, Guillermo de Occam afirmó que Dios no es responsable del orden (o el desorden) del mundo; Guillermo reanudaba así con el principio cristiano original (mi reino no es de este mundo). El poder humano, declaró, pertenece sólo a los hombres. Por eso tomó partido por el emperador en su conflicto con el Papa, que intentaba acumular poder espiritual y poder temporal. Desde esa época, la afirmación de la autonomía política adquirió cada vez más fuerza, hasta su triunfo en las revoluciones americana y francesa. «Todo gobierno legítimo es republicano», declaraba Rousseau en su Contrato social, y añadía en una nota: «Entiendo por esta palabra todo gobierno guiado por la voluntad general que es la ley»;1 la propia monarquía puede ser republicana en este sentido. Dicho de otro modo: sólo es legítima la república, el régimen gobernado por la voluntad general del pueblo. Democracia, autonomía colectiva, soberanía del pueblo, voluntad general y república son, desde este punto de vista, términos emparentados.
La Revolución Francesa arranca el poder de las manos de los monarcas y lo devuelve a las del pueblo (aunque éste siga siendo definido de modo restrictivo); sin embargo, el resultado no es brillante: reina el terror en lugar de la libertad. ¿Dónde se equivocaron?, se preguntan los grandes ingenios liberales, los que se adhieren a la idea de la soberanía popular. Y es que olvidaron limitar el principio de la autonomía colectiva con el de la autonomía individual: el uno no se desprende del otro, son efectivamente dos. «Nunca debe presumirse—decía sin embargo Locke—que el poder de la sociedad se extiende más allá del bien común». Al día siguiente de la Revolución, los espíritus liberales, Siéyes, Condorcet, Benjamin Constant sobre todo, lo advierten: el poder ha pasado de las manos del rey a las de los representantes del pueblo, pero sigue siendo igual de absoluto (si no más aún). Los revolucionarios creen romper con el Antiguo Régimen pero en realidad perpetúan uno de sus rasgos más nefastos. Ahora bien, el individuo, no menos que la colectividad, aspira a la autonomía; para preservarla, no sólo hay que protegerle de los poderes en los que no participa (está excluido del derecho divino de los reyes), sino también de los poderes del pueblo: éstos deben extenderse hasta cierto límite (el «bien común»), pero no más allá.
Esta conjunción de los dos principios que designa la expresión «democracia liberal» es la que corresponde a los Estados democráticos modernos. Podemos también hablar de una vertiente «republicana» y una vertiente «liberal» de nuestras democracias; Constant, por su parte, se refería a ello como a la «libertad de los antiguos» y la «libertad de los modernos». Cada una de ellas pudo existir independientemente de la otra: soberanía del pueblo sin garantías para la libertad del individuo, como en la Grecia antigua; regímenes liberales en el seno de una monarquía de derecho divino. Su reunión es la que marca el nacimiento de la modernidad política.
¿Significa eso decir que nuestras democracias son Estados que no conocen nada superior a la expresión de la voluntad, ya sea colectiva o individual? ¿Podría el crimen hacerse en ellas legítimo porque el pueblo lo ha deseado y el individuo lo ha aceptado? No. Algo está por encima tanto de la voluntad individual como de la voluntad general, algo que, sin embargo, no es la voluntad de Dios: es la propia idea de la justicia. Pero esta superioridad no es sólo propia de las democracias liberales, se presupone en toda asociación política legítima, en todo Estado justo. Sea cual sea la forma de esta asociación, asamblea tribal, monarquía hereditaria o democracia liberal, es preciso, para que sea legítima, que se dé por principio el bienestar de sus miembros y la justa regulación de sus relaciones. Michael Kohlhaas, en la célebre novela de Kleist, no vive en democracia; puede sin embargo rebelarse contra la injusticia de la que es víctima y reclamar su justo derecho: lo arbitrario y el reino del interés personal no son tolerables en ningún Estado. La democracia, como cualquier Estado legítimo, reconoce que la justicia no escrita, la que pone la propia asociación política al servicio de sus miembros y afirma con ello el respeto que les es debido, es superior a la expresión de la voluntad popular o a la autonomía personal. Por eso, en efecto, podemos calificar de «crimen» lo que las leyes de un país particular autorizan, recomiendan incluso—la pena de muerte, por ejemplo—, o de «desastre» una expresión de la voluntad popular (como la que instaló a Hitler en el poder).
Ése es el «género cercano» de las democracias liberales (son Estados legítimos); por lo que se refiere a su «diferencia específica», consiste en una doble autonomía, colectiva e individual. En torno a esos dos grandes principios se acumulan, por añadidura, varias reglas, que dependen más o menos directamente de ellos y que forman, juntas, nuestra imagen de la democracia. Así, para la autonomía colectiva, la idea de igualdad de derechos y todo lo que implica. Si el pueblo es soberano, entonces todos deben participar en el poder, y por la misma razón unos u otros (como partes constitutivas de ese pueblo). En una democracia, pues, las leyes son las mismas para todos, sean o no ricos, célebres y poderosos. Puede verse qué imperfectas son, desde este punto de vista, las democracias reales, aun siendo conformes a su tipo ideal, puesto que mantienen a veces marginados a grandes grupos de población (en Francia, a los pobres hasta 1848; a las mujeres, hasta 1944). El sufragio realmente universal forma parte, para nosotros, de la definición de democracia, por ello el régimen del apartheid en Sudáfrica estaba excluido de ella. Además, este sufragio conduce a la elección de diputados en vez de decidir, directamente, cada cuestión planteada: la democracia liberal es representativa y sólo excepcionalmente recurre a la consulta directa o referéndum.
Por lo que se refiere a la autonomía individual—que nunca es total sino que se refiere sólo a un campo previamente delimitado, el de la vida privada—, se advirtió que podía asegurarla un medio más que todos los otros, hasta el punto de que este medio ha podido convertirse en un sinónimo de libertad y ser percibido como un fin en sí mismo: se trata del pluralismo. El término se aplica a múltiples facetas de la vida en sociedad, pero su sentido y su destino son siempre los mismos: la pluralidad asegura la autonomía del individuo. Y eso hace también la propia separación entre lo teológico y lo político, lo divino y lo humano, iniciada por Guillermo de Occam. Se trata, advirtámoslo, de una separación y no de una victoria de lo uno sobre lo otro. La democracia no exige que sus ciudadanos dejen de creer en Dios, sólo les pide que mantengan sus creencias encerradas en el espacio de su vida privada y toleren que las del vecino sean distintas. La democracia es un régimen laico, no ateo; se niega a fijar la naturaleza del ideal de cada vida particular y se limita a asegurar la paz entre esos diversos ideales, a condición, sin embargo, de que no contravengan las ideas subyacentes de justicia.
Las esferas en las que se implica la existencia de cada individuo también deben permanecer separadas. La primera separación, aquí, es la de lo público y lo privado, lo que prolonga la distinción entre lo colectivo y lo individual. Constant lo había advertido ya: estas dos esferas obedecen a dos principios distintos. Al igual que la autonomía personal no se desprende de la autonomía colectiva, el mundo de las relaciones personales no se confunde con el de los contactos que se establecen entre los hombres por el mismo hecho de que viven en sociedad. Esta última parte de la existencia humana es la que debe encargarse, de modo más o menos perfecto, del Estado; y el ideal de su acción es la justicia. Pero no ocurre del mismo modo con las relaciones personales, aquellas en las que los individuos se convierten en seres únicos, unos con respecto a otros, seres irreemplazables. Este mundo, en vez de obedecer a los principios de igualdad y de justicia, está hecho de preferencias y rechazos; su punto culminante es el amor. El Estado democrático, y esto es esencial, no legisla sobre el amor; idealmente, debiera ser lo contrario: «El amor debe vigilar siempre a la justicia», escribe Levinas al describir el humanismo como filosofía de la democracia. Es preciso poder adaptar la ley impersonal al contacto de las personas reales.
En el propio seno del mundo público se mantiene la separación de lo político y lo económico: los poseedores del poder político no deben controlar también, enteramente, la economía. Vemos entonces por qué cierta ortodoxia marxista es incompatible con la democracia liberal: la expropiación de los medios de producción pone el poder económico en manos de quienes detentan ya el poder político. El mantenimiento de la propiedad privada, en la medida en que asegura la autonomía del individuo, está de acuerdo con el espíritu democrático, aunque no baste para hacerlo triunfar. Recíprocamente, una política por completo dictada por consideraciones económicas es ajena al espíritu de la democracia liberal, diga lo que diga, hoy, un discurso ultraliberal, que pretende resolver todos los problemas sociales gracias a la economía de mercado.
La propia vida política, en democracia, obedece al principio del pluralismo. Primero, el individuo es protegido por leyes contra toda acción procedente de quienes detentan el poder: es un efecto de la famosa separación de los poderes ejecutivo y legislativo (y judicial), exigida por Montesquieu. Lo que éste denomina la moderación y que constituye su ideal de régimen político, sea cual sea, por lo demás, el origen o la forma, república o monarquía, es sólo otro nombre para el pluralismo que asegura la autonomía del individuo. El derecho y el poder permanecen aquí claramente separados, y el primero controla al segundo; la sociedad no es sólo un campo de batalla entre las distintas fuerzas que la habitan, se constituye en Estado de derecho, regido por un contrato tácito que obliga a todos los ciudadanos.
El mismo principio exige una pluralidad de las organizaciones políticas, llamadas partidos, entre las que el ciudadano puede elegir libremente. Aun cuando, durante las elecciones, uno de los partidos conquiste el poder, los partidos vencidos, convertidos en oposición, tienen también derechos; al igual que las minorías, en la propia sociedad, aunque deban someterse a la voluntad de la mayoría, no pierden el derecho a organizar su vida privada como deseen. Las diversas organizaciones y asociaciones públicas tampoco deben pertenecer a una sola tendencia política, ni siquiera reivindicar necesariamente una tendencia política cualquiera. Finalmente, los medios de difusión de la información—prensa, radio y televisión, bibliotecas y demás—siguen siendo también plurales, para escapar de una tutela política única.
Este pluralismo que limita el poder político y asegura la autonomía del individuo está, a su vez, limitado. Así, el Estado democrático no admite pluralismo alguno en el uso legítimo de la violencia: es el único que posee un ejército y una policía, y reprime cualquier manifestación privada de esta misma violencia, cualquier incitación, incluso, a tomar ese camino. Del mismo modo, mientras que el Estado no impone ideal alguno de vida buena a sus ciudadanos, excluye algunos que contradicen sus principios: castiga, por ejemplo, a quienes predican la violencia o quienes practican la discriminación hacia algunos grupos y contradicen así la igualdad ante la ley. La negativa del pluralismo puede extenderse a otros campos sin por ello poner en cuestión la identidad democrática. De ese modo, en Francia, existe sólo una lengua oficial, el francés, y un solo examen de fin de estudios secundarios, el examen de bachillerato. Las formas de pluralismo anteriormente enumeradas, en cambio, son indispensables.
La Revolución Americana y la Revolución Francesa, a finales del siglo XVIII, inauguraron la era de las democracias liberales en Europa y en América del Norte, aunque el camino de su triunfo estuviese sembrado de celadas. El siglo XIX dio, indiscutiblemente, una afirmación de ese tipo de régimen político. Al mismo tiempo, se acentuó la separación entre fe y razón, se autonomizaron progresivamente la Iglesia y el Estado. Eso no quiere decir que todos aprobaran esta evolución; en Francia, los partidarios del Antiguo Régimen eran numerosos y, a menudo, preferían una u otra faceta de la antigua sociedad a lo que veían con sus propios ojos. Debe decirse que no todo era perfecto en aquel mundo nuevo: la gozosa autonomía personal se paga con la pérdida de las orientaciones tradicionales y también con una miseria de formas inéditas.
Dos reproches, en particular, solían dirigir los conservadores (los que preferían el pasado al presente) a los demócratas. Ambos reproches correspondían a características reales de las sociedades nuevas, en las que esos críticos sólo ven los efectos nefastos. El primero es el debilitamiento del vínculo social: la sociedad democrática es «individualista»; aunque asegura la autonomía de las personas, lo hace a costa de lo que constituye su propia existencia, la interacción social. El espacio público se reduce y periclita en beneficio de una esfera privada hipertrofiada, la sociedad se ve amenazada por la atomización. Los Estados democráticos, profetizaban los conservadores, se verán poblados de solitarios infelices. La segunda característica es la desaparición de los valores comunes (la sociedad democrática es «nihilista»): comenzó disociando el Estado y la Iglesia, terminará por privar a los individuos de cualquier orientación común, pudiendo cada uno de ellos elegir sus propios valores, sin preocuparse de los valores de los demás.
Ambas críticas se reiteraron constantemente a lo largo del siglo XIX; debemos recordar hasta qué punto quienes nos parecen hoy los mejores ingenios de su tiempo—en Francia Baudelaire, Flaubert, Renán y tantos otros—despreciaron y denigraron la democracia. No conducen por ello, sin embargo, a una acción política violenta: se trataba más bien de la nostalgia de un pasado en parte imaginario. Las cosas cambiaron en la segunda mitad del siglo, cuando el ideal fue extraído del pasado y proyectado hacia el porvenir. En este contexto se preparó el proyecto totalitario. Retomó, en efecto, las críticas que los conservadores dirigían a la democracia—destrucción del vínculo social, desaparición de los valores comunes—, y se propuso poner remedio a ello con una acción política radical.
Totalitarismo: el tipo ideal
¿Qué entendemos por régimen «totalitario»? Los especialistas en política e historiadores del siglo XX, de Hannah Arendt a Krzystof Pomian procuraron descubrir y describir sus distintas características. Lo más sencillo sería cotejar ese nuevo fenómeno con el tipo ideal de democracia precedentemente evocado. Ambos grandes principios—autonomía de la colectividad, autonomía del individuo—reciben tratamientos distintos. El totalitarismo rechaza abiertamente el segundo, que era también objeto de crítica por parte de los conservadores. Ya no es el yo de cada individuo lo que aquí se valora, sino el nosotros del grupo. Lógicamente, el gran medio para asegurar esta autonomía, el pluralismo, es desdeñado a su vez y reemplazado por su contrario, el monismo. Desde este punto de vista, el Estado totalitario se opone, punto por punto, al Estado democrático.
Este monismo (un sinónimo de la propia palabra «totalitario») debe entenderse en dos sentidos que, complementarios, no siempre fueron tan explotados el uno como el otro. Por una parte, toda la vida del individuo se ve reunificada, ya no está dividida en esfera pública con obligaciones y esfera privada libre, puesto que el individuo debe hacer que la totalidad de su existencia se conforme a la norma pública, incluyendo sus creencias, sus gustos y sus amistades. El mundo personal se disuelve en el orden impersonal. El amor no tiene aquí un estatuto aparte, un territorio reservado en el que reinar como dueño indiscutido; y menos aún puede pretender orientar la propia acción de la justicia. La degradación del individuo acarrea la de las relaciones interpersonales: Estado totalitario y autonomía del amor se excluyen mutuamente.
Por otra parte, para alcanzar el ideal de unidad, de comunidad, de vínculo orgánico, el Estado totalitario impone el monismo en toda la vida pública. Restablece la unidad teológico-política, erigiendo un ideal único en dogma de Estado, instaurando pues un Estado «virtuoso» y exigiendo la adhesión espiritual de sus súbditos (es como si, en el más lejano pasado, el Papa se hubiera convertido, al mismo tiempo, en emperador). El totalitarismo somete lo económico a lo político, procediendo a nacionalizaciones o controlando estrechamente todas las actividades en este sector, al tiempo que defiende la teoría según la cual es la economía lo que rige la política (en el caso del comunismo). Establece un régimen de partido único, lo que supone suprimir los partidos, y somete también todas las demás organizaciones o asociaciones. Por esta razón, el poder totalitario es hostil a las religiones tradicionales (en eso se opone también a los conservadurismos), a menos que éstas le hagan un acto de sumisión. La unificación condiciona la jerarquía social: las masas están sometidas a los miembros del Partido, éstos a los miembros de la nomenklatura (los «miembros del personal dirigente»), subordinados a su vez a un pequeño grupo de dirigentes, en cuya cima reina el jefe supremo o «guía». El régimen controla todos los medios de comunicación y no permite la expresión de ninguna opinión disidente. Mantiene, claro está, los monopolios que se reservaba también el Estado democrático: el de la educación, el de la violencia legítima (los términos de «Estado», «Partido» y «policía» acaban así convirtiéndose en sinónimos).
Debo precisar aquí que, en la práctica del comunismo, encarnada primero por Lenin y Stalin, más tarde por sus discípulos en otros países, la ideología no se distingue sólo por su contenido sino también por su estatuto. En efecto, a partir de la Revolución de Octubre, la propia separación entre ideología y política, fin y medio, comienza a perder su sentido. Antaño podía creerse que la revolución, el Partido, el terror eran los instrumentos necesarios para desembocar en la sociedad ideal. En adelante, la separación ya no es posible y el monismo característico de los regímenes totalitarios se revela aquí en su plenitud. El propio término de «ideocracia» se convierte en un pleonasmo, puesto que la «idea» en cuestión no es más que la victoria del poder comunista. No hay verdad del comunismo a la que pueda accederse independientemente del Partido; todo ocurre como si la Iglesia se pusiera en el lugar de Dios.
Este singular estatuto de la ideología hace un poco más inteligible la represión que se abate sobre el propio aparato bolchevique entre 1934 y 1939. A menudo nos hemos preguntado cómo es posible que, durante este período, fueran los comunistas más convencidos las víctimas de la represión. El mismo enigma vuelve a plantearse después de la guerra en la Europa del Este. Las víctimas de las purgas de la época (1949-1953) no fueron, en efecto, los moderados o los indecisos sino, precisamente, los más combativos entre los dirigentes: Kostov en Bulgaria, Rajk en Hungría, Slansky en Checoslovaquia. Podría creerse que, desde el punto de vista del propio comunismo, éstos eran sus mejores servidores y que sus desgracias son semejantes, salvando todas las proporciones, a las que abrumaron a Job, hombre «perfecto y recto». O pensar también en los virtuosos estoicos descritos por Séneca. Dios acosa a quienes favorece, llena de aflicciones a los mejores, pone duramente a prueba las almas generosas. ¿Decidió Stalin, Dios en la tierra, actuar del mismo modo? ¿Es esta persecución signo de una distinción, el privilegio de la virtud? La pregunta merece ser planteada pues, hoy lo sabemos, esos procesos en la Europa del Este no fueron independientes los unos de los otros, obedecieron a un impulso y a una intención únicas, procedentes de Moscú.
Podemos entrever ahora las razones de esta política. Si el régimen quería que cada cual siguiese su propio camino hacia el ideal, que propusiera su propia interpretación, los viejos bolcheviques compañeros de Lenin o los dirigentes condenados en la Europa del Este habrían sido los mejores candidatos. Pero no era ése el sentido profundo del compromiso comunista. Cualquier autonomía individual, de pensamiento o de acción, es condenable porque sólo el Partido puede tener razón. Si bastaba, para ser un buen comunista, con buscar personalmente el mejor camino hacia el ideal, se introduciría una brecha en el monismo totalitario, puesto que uno mismo se habría convertido en fuente de la propia legitimidad, en vez de recibirla de las manos del poder, dicho de otro modo, del Partido y de su jefe supremo. Esa infracción al monismo hubiera sido inadmisible para el guía, que procura pues eliminar o quebrar todos los miembros del aparato dirigente sospechosos de querer pensar y actuar por sí mismos. La relación entre ideología y poder es comparable en la Alemania nazi: también allí Hitler eliminó muy pronto a los camaradas de combate cuyo fervor ideológico no estaba, en absoluto, en cuestión y exigió la fidelidad absoluta, no a una doctrina nazi abstracta—Mi lucha nada tiene, por lo demás, de tratado filosófico—, sino al propio poder, encarnado en la persona del Führer. Ese fue en particular, y de modo explícito, el compromiso de los SS. La concentración y la personalización del poder son semejantes aquí y allá.
Por lo que se refiere al otro principio de los Estados democráticos, la autonomía colectiva, y a sus consecuencias, el Estado totalitario afirma que los mantiene; en realidad, los vacía de cualquier contenido. La soberanía del pueblo se preserva en el papel, pero la «voluntad general» se ve, de hecho, alienada en beneficio del grupo dirigente, que ha transformado las elecciones en plebiscito (un único candidato, elegido por el 99 por 100 de los votantes). Se afirma que todos son iguales ante la ley, pero, en realidad, ésta no se aplica a los miembros de la casta superior y no protege a los adversarios del régimen, que serán perseguidos de un modo arbitrario. El ideal proclamado es la igualdad; sin embargo, la sociedad totalitaria suscita en su seno innumerables jerarquías y privilegios: una categoría social tiene derecho a tener pasaporte, a pasar por ciertas calles, a aprovisionarse en ciertas tiendas, a enviar a sus hijos a determinada escuela especializada, a pasar sus vacaciones en cierta estación estival; otra no. Esa diferencia entre el discurso político y su objeto, este carácter ficticio, ilusorio de la representación del mundo, se convirtió en una de las grandes características de la sociedad estalinista.
Desde este punto de vista, pues, aunque la oposición entre democracia y totalitarismo no sea menos real, está camuflada. En cambio, existe cierta continuidad entre ambos tipos de régimen en la política exterior y las relaciones entre Estados. Debemos decir que el proyecto de la democracia liberal se refiere, ante todo, al funcionamiento interno de cada Estado y no especifica realmente la conducción de los asuntos exteriores. De hecho, ésta correspondía, en el siglo XIX, a lo que los filósofos de los siglos precedentes denominaban el «estado natural», es decir, un campo de puro enfrentamiento de fuerzas, sin ninguna referencia al derecho. En aquella época, las democracias más avanzadas en el plano interior, Gran Bretaña y Francia, fueron al mismo tiempo los Estados punteros de la política colonial, que aspiraban a una supremacía mundial. En el siglo XX, renunciaron a las conquistas militares, pero intentaron asegurarse el control económico de un espacio máximo. Los Estados totalitarios no actuaron al principio de un modo distinto: cada vez que pudieron, se anexionaron territorios y países enteros, al tiempo que cubrían esa política imperialista, al igual que los Estados democráticos, con generosas declaraciones. Cierto es que el régimen que instalaron, una vez llevada a cabo la anexión, fue de tipo distinto: la dictadura totalitaria no se confunde con la dominación colonial.
Ese nuevo tipo de Estado se creó pues, en Europa, en el contexto de la Primera Guerra Mundial: primero en Rusia, luego en Italia, por último, en 1933, en Alemania.
Claro está que una presentación de los dos grandes tipos de regímenes, aunque sea tan esquemática como la precedente, revela las preferencias por el régimen democrático del que escribe. Habría que señalar aquí otra diferencia significativa entre ambos, que en parte puede explicarse porque las opiniones sobre el tema siguen sin embargo divididas. El totalitarismo contiene una promesa de plenitud, de vida armoniosa y de felicidad. Cierto es que no la cumple, pero la promesa está ahí y siempre podemos decirnos que la próxima vez será la buena y estaremos salvados. La democracia liberal no comporta semejante promesa; sólo se compromete a permitir que cada cual busque, por sí mismo, felicidad, armonía y plenitud. Asegura, en el mejor de los casos, la tranquilidad de los ciudadanos, su participación en la conducción de los asuntos públicos, la justicia en sus relaciones entre sí y con el Estado; no promete en absoluto la salvación. La autonomía corresponde al derecho de buscar por sí mismo, no a la certidumbre de hallar. Kant parecía creer que al hombre le gusta ese Estado que le permite salir «fuera del estado de minoría donde se mantiene por su propia falta»; pero, a decir verdad, no es seguro que todos prefieran la mayoría a la minoría, la edad adulta a la infancia.
La promesa de felicidad para todos permite identificar la familia a la que pertenece la doctrina totalitaria, contemplada ahora en sí misma y ya no en su oposición con la democracia. El totalitarismo teórico es un utopismo. A su vez, visto en la perspectiva de la historia europea, el utopismo aparece como una forma de milenarismo, a saber, un milenarismo ateo.
¿Qué es el milenarismo? Es un movimiento religioso en el seno del cristianismo (una «herejía») que promete a los creyentes la salvación en este mundo, y no en el reino de Dios. El mensaje cristiano original exige la separación de ambos mundos; por ello, san Pablo pudo proclamar: «No hay judío ni griego; no hay esclavo ni hombre libre; no hay varón ni hembra, pues todos sois uno en Cristo Jesús», sin por ello poner en cuestión el estatuto de dueño y esclavo, por no hablar de otras distinciones: desde este punto de vista, la igualdad y la unidad de los hombres sólo se obtendrán en la ciudad de Dios, la religión propone no cambiar nada del orden del mundo aquí abajo. Cierto es que el catolicismo, convertido en religión del Estado, infringe este principio y se entromete en asuntos intramundanos; no por ello promete la salvación en esta vida.
Ahora bien, eso es lo que predicaron los milenaristas cristianos que aparecieron en el siglo XIII. Un tal Segarelli, por ejemplo, anunció la proximidad del Juicio Final y, antes, el advenimiento inmediato de un milenio, reinado de mil años inaugurado por el regreso del Mesías; sus discípulos decidieron que era ya hora de despojar a los ricos e instaurar la perfecta igualdad sobre la tierra. Los taboritas de Bohemia, una secta radical, creían a su vez, en el siglo XV, que el regreso de Cristo era inminente y, con él, el comienzo del reino milenario marcado por la igualdad y la abundancia; era pues hora de prepararse. En el siglo siguiente, Thomas Müntzer encabezó una revuelta milenarista en Alemania, condenando tanto la riqueza de los príncipes como la de la Iglesia e incitando a los campesinos a apoderarse de ella, para acelerar el advenimiento del reino celestial en la tierra.
A diferencia de los milenaristas medievales o protestantes, el utopismo consiste en querer construir una sociedad perfecta sólo con el esfuerzo de los hombres, sin ninguna referencia a Dios; se desvía pues dos grados con respecto a la doctrina cristiana original. El utopismo extrae su nombre de la utopía, que es sólo una fabricación intelectual, una imagen de la sociedad ideal. Las funciones de la utopía pueden ser múltiples, pueden servir para alimentar la reflexión o criticar el mundo existente; sólo el utopismo intenta introducir la utopía en el mundo real. El utopismo está forzosamente vinculado a la coerción y a la violencia (presentes también en los milenarismos cristianos que no se limitan a aguardar la acción divina), pues, aun sabiendo que los hombres son imperfectos, intenta instaurar la perfección aquí y ahora. Por eso, advierte (en 1941) el filósofo religioso ruso Sémion Frank, «el utopismo, que presupone la posibilidad de realizar plenamente el bien por medio del orden social, tiene una tendencia inmanente al despotismo». Las doctrinas totalitarias son casos particulares de utopismo—los únicos que se conocen en la época moderna—y, por ello mismo, de milenarismo, lo que significa que pertenecen (como cualquier otra doctrina de salvación) al campo de la religión. No fue una casualidad, claro está, que esta religión sin Dios prosperara en un contexto de declive del cristianismo.
La base de ese utopismo es, sin embargo, por completo paradójica para una religión. Se trata de una doctrina constituida antes del advenimiento de los Estados totalitarios, antes del siglo xx, una doctrina que, a primera vista, nada tiene que ver, precisamente, con la religión: es el cientificismo. Ahora, por lo tanto, debemos volvernos hacia él.
Cientificismo y humanismo
El punto de partida del cientificismo es una hipótesis sobre la estructura del mundo: éste es por completo coherente. En consecuencia, el mundo es como transparente, puede ser conocido completamente por la razón humana. La tarea de este conocimiento se confía a una práctica aplicada, llamada la ciencia. Ninguna parcela del mundo, material o espiritual, animada o inanimada, puede escapar al imperio de la ciencia.
De este primer postulado se desprende, evidentemente, una consecuencia. Si la ciencia de los hombres consigue desvelar todos los secretos de la naturaleza, si permite reconstruir los encadenamientos que llevan a cada hecho, a cada ser existente, debiera entonces ser posible modificar estos procesos, orientarlos en la dirección deseada. De la ciencia, actividad de conocimiento, se desprende la técnica, actividad de transformación del mundo. Ese encadenamiento nos resulta a todos familiar: así, ya el hombre primitivo, tras haber descubierto el calor del fuego, lo domina y caldea su habitat; el clima «natural» queda transformado. O, mucho más tarde, tras haber comprendido que algunas vacas daban más leche que otras, o algunas semillas más trigo por hectárea, el hombre moderno practica sistemáticamente una «selección artificial», que se añade a la selección natural. No hay, aquí, contradicción alguna entre el determinismo integral del mundo, que excluye la libertad, y el voluntarismo del sabio-técnico que, por el contrario, la presupone. Si la transparencia de lo real se extiende también al mundo humano, nada impide pensar en la creación de un hombre nuevo, una especie liberada de las imperfecciones de la especie inicial: lo que es lógico para las vacas también lo es para los hombres. «La salvación la aporta el saber», resume Alain Besancon.
Pero ¿en qué dirección debe orientarse esa transformación de la especie? ¿Quién estará preparado para identificar y analizar el sentido de las imperfecciones y, también, la naturaleza de la perfección a la que aspiramos? La respuesta era simple en los primeros ejemplos: los hombres quieren estar calientes y comer cuando tienen hambre; aquí, lo conveniente cae por su propio peso. Es bueno a secas lo que es bueno para los hombres. Pero ¿se trata de modificar la especie humana como tal? El cientificismo responde: de nuevo será la ciencia la que aporte la solución. Los fines del hombre y del mundo son como un producto secundario, un efecto automático de la propia labor de conocimiento. Tan automático que, a menudo, el cientificista ni siquiera se toma el trabajo de formularlo. Marx, en su famosa undécima tesis sobre Feuerbach, se limita a declarar: «Los filósofos, hasta aquí, sólo han dado del mundo distintas interpretaciones; lo que importa es transformarlo». Así no sólo la técnica (o transformación) sigue inmediatamente a la ciencia (o interpretación), sino que, además, la naturaleza de la transformación no merece ser mencionada: es producida por el propio conocimiento. Unas décadas más tarde, Hippolyte Taine lo dirá con todas sus letras: «La ciencia desemboca en la moral buscando sólo la verdad».
Que los ideales de la sociedad o del individuo sean producidos por la ciencia, como los demás conocimientos, acarrea a su vez una consecuencia importante. Si los fines postreros fueran sólo efecto de la voluntad, todos debieran admitir que su elección podría no coincidir con la del vecino; así pues, habría que practicar cierta tolerancia, buscar compromisos y acomodos. Podrían coexistir varias concepciones del bien. Pero no ocurre así con los resultados de la ciencia. Aquí lo falso es implacablemente apartado y nadie piensa en pedir algo más de tolerancia para las hipótesis rechazadas. Como no hay lugar para varias concepciones de lo cierto, apelar al pluralismo no es procedente: sólo los errores son múltiples; la verdad, por su parte, es una. Si el ideal es el producto de una demostración y no de una opinión, hay que aceptarlo sin protestar.
El cientificismo descansa sobre la existencia de la ciencia, pero no es en sí mismo científico. Su postulado de partida, la transparencia íntegra de lo real, es improbable; y lo mismo ocurre con su punto de llegada, la fabricación de los fines últimos por el propio proceso de conocimiento. Tanto en la base como en la cima, el cientificismo exige un acto de fe («La fe tiene razón», decía Renán); por ello no pertenece a la familia de las ciencias, sino a la de las religiones. Basta, para convencerse de ello, con ver qué actitud adoptan las propiedades totalitarias, que reposan sobre premisas cientificistas, ante su propio programa: mientras que la regla corriente de la ciencia es dejar perfecta latitud a la libre crítica, estas sociedades exigen que se callen sus objeciones y se practique la sumisión ciega, como se hace en las religiones.
Hay que insistir en ello: el cientificismo no es la ciencia, es más bien una concepción del mundo que creció, como una excrecencia, en el cuerpo de la ciencia. Por esta razón, los regímenes totalitarios pueden adoptar el cientificismo sin favorecer, necesariamente, el desarrollo de la investigación científica. Y con razón: ésta exige someterse sólo a la búsqueda de la verdad, no al dogma. Los comunistas, como los nazis, se prohibieron este camino: unos condenaron la «física judía» (y por lo tanto a Einstein), los otros la «biología burguesa» (y por tanto a Mendel); en la Unión Soviética, discutir la biología de Lyssenko, la psicología de Pavlov o la lingüística de Marr podía llevarte a un campo de concentración. Por lo tanto, esos países se condenaron al provincianismo científico. Los totalitarios tampoco necesitan investigaciones eruditas y punteras para llevar a cabo sus grandes hazañas: las armas de fuego, el gas venenoso o los golpes no son precisamente un prodigio del espíritu. Sin embargo, la relación con la ciencia está, en efecto, ahí. Se ha producido una mutación: se ha hecho «posible» aprehender el Universo en su totalidad e intentar mejorarlo de un modo también global. Esta mutación es la que transforma el mal humano eterno en un inédito mal del siglo. Por ahí se introduce, también, una novedad radical en la historia de la humanidad.
El monismo de estos regímenes se desprende de este mismo proyecto: puesto que un solo pensamiento racional puede dominar el Universo entero, no hay ya lugar para mantener distinciones ficticias, ni entre grupos de la sociedad, ni entre esferas en la vida del individuo ni entre opiniones distintas. La verdad es una, el mundo humano debe ser uno también.
¿Cómo situar el cientificismo en la historia? Si nos atenemos a la tradición francesa, sus premisas se encuentran en Descartes. Éste, es cierto, comenzó excluyendo del campo del conocimiento racional todo lo que se refiere a Dios; pero, para lo demás, para la parte del mundo «en la que no se mezcla la teología» Descartes considera posible el conocimiento íntegro, siempre que se confíe sólo a la razón y a la voluntad. Por consiguiente, no está prohibido al hombre pensarse como un dueño de la naturaleza y dueño de sí mismo, «en cierto modo semejante a Dios». A partir de este conocimiento, un «arquitecto» único podría repensar la nueva organización de los Estados y de sus ciudadanos (una consecuencia que Descartes considera indeseable aunque posible). Por último, la dirección del cambio estará indicada por ese mismo trabajo de conocimiento, el bienestar común se desprenderá automáticamente de los trabajos de los sabios: «Las verdades que contienen dispondrán los espíritus a la dulzura y a la concordia».
Estas ideas fueron retomadas, ampliadas y sistematizadas por los «materialistas» de los siglos XVII y XVIII. Sigamos en todo a la naturaleza en vez de cargarnos con reglas morales, dice sonriendo Diderot: ello implica, primero, que se conozca esta naturaleza (ahora bien, ¿quién podría procurarnos este saber mejor que los científicos?) y, luego, que se obedezcan los preceptos que se desprenden automáticamente de este conocimiento. Pero fue sobre todo tras la Revolución cuando el cientificismo se introdujo en la política, puesto que el nuevo Estado, al parecer, no se basaba ya en tradiciones arbitrarias sino en las decisiones de la razón. Se desarrolló en el siglo xix entre los más variados pensadores, amigos y enemigos de la Revolución, tan grande era el prestigio de la ciencia que esperaban poder instalar en lugar de la desfalleciente religión. Lo reivindican, en Francia, tanto los utopistas y positivistas, como Saint-Simón y Auguste Comte, como los conservadores diletantes, como el conde Gobineau o los historiadores cultos, directores espirituales de la intelligentsia liberal y críticos de la democracia, Renán y Taine. Entonces, también, se dibujaron sus dos grandes variantes, el cientificismo histórico, cuyo pensador más influyente es Karl Marx; y el cientificismo biológico, al que el nombre de Gobineau puede servirle de emblema.
El cientificismo pertenece, pues, indiscutiblemente a la modernidad, si designamos con esta palabra las doctrinas que afirman que las sociedades reciben sus leyes no de Dios ni de la tradición, sino de los propios hombres; implica también la existencia de la ciencia, un saber que, a su vez, es conquistado sólo por la razón humana, más que ser mecánicamente transmitido de generación en generación. Pero no es por ello, como se obstinan en pensar tantos elevados ingenios, la culminación inevitable, la verdad oculta de cualquier modernidad; el totalitarismo, régimen inspirado en su principio, no es la propensión secreta y fatal de la democracia. Y es que hay más de una familia de pensamiento en el seno de la modernidad, y ni el voluntarismo como tal, ni el ideal igualitario, ni la exigencia de autonomía, ni el racionalismo conducen automáticamente al totalitarismo. La doctrina del cientificismo es combatida, sin cesar, por otras doctrinas, que también reivindican, sin embargo, la modernidad, tomada en su sentido amplio. De modo especialmente revelador, este conflicto opone los cientificistas a quienes podemos considerar como los pensadores de la democracia, a los humanistas.
Los humanistas discuten el postulado inicial de la total transparencia de lo real, la posibilidad, pues, de conocerlo por completo. Montesquieu, su representante en la primera mitad del siglo XVIII, formuló una doble objeción. En primer lugar, y por lo que se refiere a cualquier parcela del Universo, hay que someterse a lo que, a veces, hoy se denomina el «principio de precaución». El Universo posee, es cierto, una coherencia que en principio es cognoscible; pero hay mucha distancia del principio a la práctica. Concretamente, las causas de cada fenómeno son tan numerosas, tan complejas las interacciones, que nunca podemos estar seguros de los resultados de nuestros conocimientos; y, mientras subsista la duda, más vale abstenerse de acciones radicales e irreversibles (lo que no quiere decir: de toda acción). Más fundamentalmente, ningún saber puede jamás afirmarse absoluto y definitivo, so pena de dejar de serlo y convertirse en un simple acto de fe. Por eso mismo quedan ya arruinadas las ambiciones de cualquier utopismo: la ausencia de una transparencia global sólo autoriza unas mejoras locales y provisionales. La universalidad que reivindican cientificistas y humanistas no es, por consiguiente, la misma: el cientificismo se basa en una universalidad de la razón, las soluciones halladas por la ciencia convienen, por definición, a todos, aunque provoquen el sufrimiento e, incluso, la perdición de algunos. El humanismo, en cambio, postula la universalidad de la humanidad: todos los seres humanos tienen los mismos derechos y merecen un igual respeto, aunque sus modos de vida sigan siendo distintos.
Y hay algo más. El mundo humano, más específicamente, no es sólo una parte del Universo, tiene también su singularidad. Esta consiste en que los hombres tienen una conciencia de sí mismos que les permite desprenderse, en cierto modo, de su propio ser y actuar contra las determinaciones que sufren. «El hombre, como ser físico, está, al igual que los demás cuerpos, gobernado por leyes invariables. Como ser inteligente, viola sin cesar las leyes que Dios ha establecido y cambia las que él mismo establece», escribe Montesquieu. Tocqueville, por su parte, respondió a su amigo Gobineau, que le explicaba que los individuos obedecen a las leyes de su raza: «A mi entender, las sociedades humanas, al igual que los individuos, sólo son algo por el uso de la libertad».Creer que se conoce por completo al hombre es conocerlo mal. Incluso el conocimiento de los animales es imperfecto, y puede suceder que las vacas lecheras de hoy se vuelvan mañana estériles. Pero el de los hombres es, por principio, inacabable, en la medida en que los hombres son animales dotados de libertad. Por eso nunca podrá preverse con certidumbre su conducta de mañana.
Hay, además, un salto lógico acrobático en la pretensión de derivar lo que debe ser de lo que es. El mundo de la acción humana revela ante todo, al observador, no el derecho sino la fuerza: los más fuertes sobreviven a expensas de los más débiles. Pero la fuerza no fundamenta el derecho y responderemos con Rousseau a cualquier deducción de este tipo: «Podría emplearse un método más consecuente, pero no más favorable a los tiranos». Para decidir la dirección del cambio, pues, no basta con observar y analizar los hechos, algo para lo que la ciencia está especialmente bien provista; hay que apelar a objetivos que dependen de una elección voluntaria, que supone argumentos y contraargumentos. Los ideales no pueden ser verdaderos o falsos sino sólo más o menos elevados.
El conocimiento no produce la moral, los seres cultos no son necesariamente buenos: ésa es la gran crítica que dirigió Rousseau a sus contemporáneos cientificistas y hombres de las Luces (Rousseau pertenece también, claro está, a las Luces, pero en un sentido mucho más profundo que Voltaire o Helvétius). «Podemos ser hombres sin ser sabios», dice una de sus frases memorables. Y, regresando a los regímenes políticos: la democracia es la de todos los ciudadanos, no sólo la de las personas sabias y cultivadas. Su política implica no el conocimiento verdadero, sino la libertad (la autonomía) de la voluntad. Por ello cultiva el pluralismo, no el monismo: no sólo los errores son múltiples, sino también los deseos humanos.
El proyecto democrático, basado en el pensamiento humanista, no lleva a la instauración del paraíso en la tierra. No es que ignore el mal en el mundo y en el hombre, ni que quiera resignarse a él; pero no postula que ese mal pueda ser extirpado radicalmente y de una vez por todas. «Los bienes y los males son consustanciales a nuestra vida», escribe Montaigne, y Rousseau dice: «El bien y el mal brotan de la misma fuente». Bien y mal son consustanciales a nuestra vida porque resultan de la libertad humana, de la posibilidad que tenemos de elegir, en cualquier instante, entre varias opciones. Su fuente común es nuestra sociabilidad y nuestra inconclusión, que hacen que necesitemos a los demás para asegurar el sentimiento de nuestra existencia. Ahora bien, esta necesidad puede satisfacerse de dos modos opuestos: se quiere a los demás y se intenta hacerlos felices; o se los somete y humilla, para gozar del poder sobre ellos. Tras haber comprendido este carácter inseparable del bien y del mal, los humanistas abandonaron la idea de una solución global y definitiva de las dificultades humanas: los hombres sólo podrían ser liberados del mal que está en ellos siendo «liberados» de su propia humanidad. Vano es esperar que un régimen político mejorado o que una tecnología más efectiva puedan aportar un remedio definitivo a sus sufrimientos.
Por último, cientificismo y humanismo se oponen en su definición de los fines de las sociedades humanas. La visión cientificista excluye cualquier subjetividad, la contingencia, pues, que constituye la voluntad de los individuos. Los fines de la sociedad deben desprenderse de la observación de procesos impersonales, característicos de la humanidad entera, incluso del Universo en su conjunto. La naturaleza, el mundo, la humanidad mandan; los individuos se someten. Para el humanismo, por el contrario, los individuos no deben ser reducidos, pura y simplemente, al papel de medios. Esta reducción, decía Kant, es posible de modo puntual y parcial, con vistas a alcanzar un objetivo intermedio; pero el fin último son, siempre, los seres humanos particulares: todos los hombres, pero tomados uno a uno.
Nacimiento de la doctrina totalitaria
La violencia como medio para imponer el bien no está intrínsecamente vinculada al cientificismo, puesto que existe desde tiempos inmemoriales. La Revolución Francesa no necesitó una justificación cientificista para legitimar el Terror. Sin embargo, a partir de cierto momento, se operó la conjunción de varios elementos que hasta entonces subsistían por separado: el espíritu revolucionario que implicaba el recurso a la violencia; el sueño milenarista de edificar el paraíso terrenal aquí y ahora; y por último, la doctrina cientificista, que postula que el conocimiento integral de la especie humana está al alcance de la mano. Este momento corresponde a la partida de nacimiento de la ideología totalitaria. Aunque la propia toma del poder se lleve a cabo de modo pacífico (como la de Hitler, a diferencia de las de Lenin y Mussolini), el proyecto de crear una sociedad nueva, habitada por hombres nuevos, de resolver todos los problemas de una vez por todas, un proyecto cuya realización exige una revolución, se mantiene en todos los países totalitarios. Es posible ser cientificista sin sueño milenarista y sin recurso a la violencia (muchos expertos técnicos lo son hoy), como se puede ser revolucionario sin doctrina cientificista, como tantos poetas de comienzos de siglo que reclamaban, con sus votos, el desencadenamiento de los elementos. El totalitarismo, por su parte, exige la conjunción de esos tres ingredientes.
Ni la violencia revolucionaria ni la esperanza milenarista llevan, por sí solas, al totalitarismo. Para que se establezcan sus premisas intelectuales debe añadirse, además, el proyecto de dominio total del Universo, portado por el espíritu científico y, más aún, por el pensamiento cientificista. Preparado por el radicalismo cartesiano y el materialismo del siglo de las Luces, aquél florece en el siglo xix: sólo entonces el proyecto totalitario podía nacer. Recuerdo que aquí sólo trataré de las raíces ideológicas del totalitarismo, pues éste, es evidente, tiene también otras: económicas, sociales o estrictamente políticas.
¿De cuándo datan los primeros esbozos de la sociedad claramente totalitaria? Los escritos de Marx, por una parte, y de Gobineau, por la otra, fueron publicados a mitad de siglo; ilustran el cientificismo, pero no ofrecen un cuadro detallado de la futura sociedad (Gobineau no es en absoluto, por lo demás, un utopista, sólo prevé la decadencia). Los textos teóricos y literarios de Nikolai Chernychevski, el gran inspirador de Lenin, proceden de los años sesenta del siglo xix: el Principio antropológico en filosofía, su manifiesto cientificista, es de 1860; ¿Qué hacer?, su novela de tesis, de 1863. El Catecismo revolucionario de Necháiev, que se refiere más a la práctica revolucionaria que al proyecto de la sociedad que debe crearse, se redactó en 1869 y se hizo público en 1871. Uno de los textos más reveladores en este contexto, y al mismo tiempo uno de los menos conocidos, es el tercer Diálogo filosófico de Ernest Renán, que data de 1871. Un personaje llamado Théoctiste expone allí, por primera vez al parecer, los principios del futuro Estado totalitario.
En primer lugar, los fines últimos de la sociedad no se deducen de las exigencias de los seres individuales, sino de las de toda la especie, incluso de la naturaleza viva en su conjunto. Ahora bien, la gran ley de la vida no es sino el «deseo de existir», más poderoso que todas las leyes y convenciones humanas; la ley de la vida es el reinado de los más fuertes, la derrota y la sumisión de los más débiles. En esta óptica, el destino de los individuos no tiene importancia, éstos pueden ser inmolados al servicio de un designio superior. «El sacrificio de un ser vivo a un fin deseado por la naturaleza es legítimo». Puesto que es preciso seguir en todo las leyes de la naturaleza, se impone un trabajo preliminar: el de conocer esas leyes. Ésta será pues la tarea de los sabios. Dominando el saber, a éstos les será naturalmente atribuido el poder. «La élite de los seres inteligentes, dueña de los más importantes secretos de la realidad, dominaría el mundo por medio de los potentes medios de acción que estarían en su poder, y haría reinar en él el máximo de razón posible». El mundo sería pues dirigido no por los reyes filósofos, sino por «tiranos positivistas». Éstos, una vez iniciados en el secreto de la marcha natural del Universo, no estarían obligados a respetarla, deberían, por el contrario, al igual que todos los técnicos, prolongar el trabajo de la naturaleza mejorando la especie. «La ciencia debe encargarse de la obra en el punto donde la ha dejado la naturaleza». Hay que perfeccionar la especie, crear un hombre nuevo, provisto de capacidades intelectuales y físicas superiores, eliminando si es necesario todos los ejemplares defectuosos de la humanidad.
El futuro Estado basado en estos principios se opondría, punto por punto, a la democracia. Su objetivo, en efecto, no es dar el poder a todos, sino reservarlo para los mejores; no cultivar la igualdad sino favorecer el desarrollo de los superhombres. La libertad individual, la tolerancia, la concertación no tienen papel alguno que desempeñar allí, puesto que disponemos de la verdad y ésta es una y exige la sumisión, no el debate. «La gran obra se realizará por la ciencia, no por la democracia». De ese modo, el nuevo Estado defenderá su eficacia, mucho mayor que la de las democracias, las cuales están obligadas, por su parte, a consultar siempre, a comprender, a convencer. Esta cuestión, que podría sorprender, es reveladora. Ciencia y democracia son hermanas, nacen en el mismo movimiento de afirmación de la autonomía, de liberación con respecto a la tutela de las tradiciones. Sin embargo, si la ciencia deja de ser una forma de conocimiento del mundo y se transforma en guía de la sociedad, en productora de ideales (dicho de otro modo, si la ciencia se convierte en cientificismo), entra en conflicto con la democracia: la búsqueda de la verdad no se confunde con la del bien.
Para asegurar la buena marcha de los asuntos en el interior del país, el Estado cientificista tendrá que proveerse de un útil apropiado: el terror. El problema de las antiguas tiranías asociadas a la religión es que disponen de una amenaza—¡si desobedecéis iréis al infierno!—demasiado frágil, lamentablemente: cuando los hombres no creen ya en el infierno ni en los diablos, creen que todo les está permitido. Hay que poner remedio a esta carencia creando «no un infierno quimérico, de cuya existencia no se tengan pruebas, sino un infierno real». La creación de ese lugar—de ese campo de la muerte que haría nacer el espanto en todos los corazones y produciría la sumisión incondicional de todos—se justifica, pues serviría para el bien de la especie. «El ser en posesión de la ciencia pondría un terror ilimitado al servicio de la verdad». Para establecer esta política de terror, el gobierno científico tendrá a su disposición un cuerpo especial de individuos bien entrenados, «máquinas obedientes liberadas de repugnancias morales y dispuestas a todas las ferocidades». Encontraremos de nuevo esta exigencia, cincuenta años más tarde, en Dzerzhinski, el fundador de la policía política soviética, la Cheka, que describió a sus subordinados como «camaradas decididos, duros, sólidos, sin estados de ánimo».23
Por lo que se refiere a la política exterior, prosigue Renán, los científicos en el poder deberían encontrar el arma absoluta, la que asegura la destrucción inmediata de gran parte de la población enemiga; tras haberlo hecho, tendrían asegurada la dominación universal. «El día en que algunos privilegiados de la razón poseyeran el medio de destruir el planeta, su soberanía estaría creada; estos privilegiados reinarían por el poder absoluto, puesto que tendrían en sus manos la existencia de todos». El poder espiritual llevará así al poder material.
Éstas son las líneas generales de la utopía de Renán; forzoso es reconocer que los utopismos que comenzaron a implantarse medio siglo más tarde se adaptan a ella hasta en los detalles. La proximidad es particularmente grande con el nazismo, donde el proyecto de producción de un hombre nuevo recibe la misma interpretación biológica. Por lo demás, el propio Renán preveía la realización de su utopía no en Francia, donde habría chocado con otras tradiciones, sino precisamente en Alemania, un país «que muestra poca preocupación por la igualdad e incluso por la dignidad de los individuos». Pero la distancia con respecto a la sociedad comunista no es mayor, sólo está mejor escondida. Ésta reivindica un ideal igualitario, pero, como hemos recordado, no se adecua a él en absoluto. En la práctica, el papel de vanguardia atribuido al Partido y la exigencia, en el seno de éste, de sumisión incondicional a los dirigentes revelan, a su vez, el culto a los superhombres, que actúa en todas las sociedades totalitarias. La propia vida cotidiana se desarrolla, pese a las consignas igualitarias, de acuerdo con un rito jerárquico bien establecido.
El utopismo cientificista está en el corazón del proyecto totalitario. ¿Podemos afirmar que es por completo ajeno a la democracia? A decir verdad, el cientificismo está también presente en ella, como una tendencia entre otras. Cada vez que creemos conocer el mundo de un modo exhaustivo y tener que cambiarlo en una dirección que se desprende del propio conocimiento—en física, en biología o en economía—actuamos con un espíritu cientificista, sea cual sea la forma de régimen político en el que vivimos. Los excesos cientificistas en un país democrático son, incluso, bastante frecuentes: podemos ver un ejemplo de ello cuando las decisiones políticas se presentan como el efecto ineluctable de las leyes económicas establecidas por los sabios, o de las leyes naturales sólo accesibles a médicos y biólogos. A los políticos les gusta refugiarse tras la competencia de los expertos. Sin embargo, la diferencia fundamental perdurará mientras este cientificismo no se haya convertido en un utopismo, un proyecto de sociedad perfecto que debe realizarse de inmediato. La gran obra, defendiendo la opinión contraria a Renán, se realiza aquí por la democracia, no por la ciencia. En vez de que la sociedad esté a sus órdenes, la ciencia está ahora al servicio de la sociedad. Por eso, también, la democracia no predica la revolución, no se sirve del terror y favorece, por lo general, el pluralismo en detrimento del monismo.
Es una suerte, para nosotros, que las democracias modernas no aspiren a instaurar el reinado de la perfección en la Tierra ni a producir una especie humana mejorada, pues, a diferencia de los totalitarios del siglo XX, esos aprendices de brujo, serían capaces de ir muy lejos por este camino. Disponen de medios de vigilancia y de control incomparables, poseen armas capaces de destruir todo el planeta, tienen en su seno científicos capaces de dominar el código genético y, por lo tanto, de fabricar en sentido estricto una nueva especie. Comparados con las manipulaciones genéticas, los groseros medios de los comunistas, que intentaban alumbrar un hombre nuevo por la reeducación y el terror, o de los nazis, por el control de la reproducción y la eliminación de las «razas» y de los individuos considerados inferiores, parecen pertenecer a la prehistoria.
Volviendo resueltamente la espalda a cualquier utopismo, ¿debe la democracia renunciar a cualquier utopía? En absoluto. La democracia no es un conservadurismo, una aceptación resignada del mundo tal cual es. No hay razón alguna para encerrarse en la lógica de la exclusión de los otros, que los totalitarios intentaron imponer en los espíritus: no es necesario elegir entre la renuncia a cualquier ideal y la aceptación de cualquier medio para imponerlo. A su vez, la democracia puede sustituir lo que es por lo que debe ser, pero no pretende que la razón pueda deducir esto de aquello. Lenin practicaba el monismo y, por consiguiente, sometía lo económico a lo político. En democracia, ambos poderes permanecen separados, pero ello no quiere decir que estén condenados al aislamiento. Las fuerzas económicas intentan someter a los actores políticos; éstos, a su vez, pueden y deben imponer límites a aquéllos, en nombre del ideal de la sociedad. La utopía democrática tiene derecho a existir, siempre que no intente encarnarse por la fuerza, aquí y ahora.
¿Qué es lo que el hombre necesita? Los habitantes de los países democráticos o, al menos, sus portavoces, han creído a menudo que el hombre sólo aspiraba a la satisfacción de sus deseos inmediatos y de sus necesidades materiales: más comodidad, más facilidades, más ocio. A este respecto, los estrategas del totalitarismo resultaron mejores antropólogos y mejores psicólogos. Los hombres tienen, es cierto, necesidad de confort y de distracciones; pero, de modo menos perceptible y, sin embargo, más imperioso, necesitan también bienes que el mundo material no les procura: quieren que su vida tenga sentido, que su existencia encuentre un lugar en el orden del Universo, que se establezca un contacto entre ellos y lo absoluto. El totalitarismo, a diferencia de la democracia, pretende satisfacer estas necesidades y, por esta razón, fue libremente elegido por las poblaciones afectadas. No debe olvidarse que Lenin, Stalin y Hitler fueron deseados y amados por las masas.
Las democracias, a riesgo de poner en peligro su propia existencia, no tienen derecho a ignorar esa necesidad humana de trascendencia. ¿Cómo evitar que conduzcan a catástrofes comparables a las que provocó el totalitarismo en el siglo XX? No ignorando esta aspiración, sino separándola resueltamente del orden social. Lo absoluto casa mal con las estructuras de Estado; lo que no significa que pueda desaparecer. El mensaje original de Cristo era claro: «Mi reino no es de este mundo», lo que no significa que el reino no exista, sino que se encuentra en el espíritu de cada cual más que en las instituciones públicas. Este mensaje fue puesto entre paréntesis durante largos siglos, convirtiéndose el cristianismo en una religión de Estado. Hoy, la relación con la trascendencia no es menos necesaria que antaño; para evitar la deriva totalitaria, debe seguir siendo ajena a los programas políticos (nunca edificaremos el paraíso en la tierra), pero iluminar desde el interior la vida de cada persona. Podemos vivir el éxtasis ante una obra de arte o un paisaje, orando o meditando, practicando la filosofía o mirando cómo ríe un niño. La democracia no satisface la necesidad de salvación o de absoluto; no por ello puede permitirse ignorar su existencia.
La guerra, verdad de la vida
La ideología totalitaria encuentra en el cientificismo contemporáneo su tesis fundamental referente a las sociedades humanas: la ley de la vida es la guerra, el combate sin piedad. Las ideas de Darwin sobre la selección natural y la supervivencia del más apto fueron simplificadas y endurecidas para ser aplicadas a las sociedades humanas. La ley de su evolución se expresa a su vez en los mismos términos: lucha de clases, guerra de sexos, conflicto de razas, guerra de naciones. Sea cual sea el grupo humano elegido, su existencia está siempre regida por la voluntad de poder (el «deseo de existir», según la fórmula de Renán) y los inevitables conflictos. Como harían más tarde los ideólogos del racismo, Marx reivindica las ciencias de la naturaleza y a Darwin: «Veo en el desarrollo de la formación económica un proceso de historia natural», escribe, y no por azar, como recuerda Arendt, Engels le llama «el Darwin de la historia». Pero fueron sobre todo Lenin y Hitler quienes adoptaron, del darwinismo, la idea de la lucha sin cuartel como ley general de la vida y de la historia. Toda vida es política, toda política es guerra. Alain Besancon advierte que Lenin, gran admirador de Clausewitz, invirtió en realidad su máxima para afirmar: «La política es sólo una continuación de la guerra por otros medios».
No es que la idea haya nacido con Darwin, o con sus vulgarizadores—entre los pensadores del pasado, algunos la habían defendido ya («El hombre es un lobo para el hombre»)—, pero se presenta aquí aureolada por el prestigio de la ciencia y escapa pues a la discusión. Una vez más, sin el aval «científico», el totalitarismo no hubiera podido nacer. La verdad del mundo, se dice ahora, es que está dividido entre nosotros y ellos, amigos y enemigos: dos clases, dos razas, etc., envueltas en un implacable combate; lo mejor que podemos hacer, una vez reconocida esta verdad, es secundar los esfuerzos de la naturaleza, «tomar la obra en el punto donde la dejó la naturaleza», de nuevo según la fórmula de Renán, y añadir la selección artificial a la selección natural: las rampas de Auschwitz y las ejecuciones de los kulaks se inscriben en este programa. El fin del conflicto es la eliminación del enemigo. A este respecto, también, el vocabulario de Lenin y de Hitler es revelador: se empieza deshumanizando al que se intenta vencer, convirtiéndolo en «la escoria», «el reptil», «el chacal»; su eliminación se hace así aceptable para todos. Es preciso, dice Lenin, «exterminar sin piedad a los enemigos de la libertad», hacer «una sangrienta guerra exterminadora», «acabar con la purria contrarrevolucionaria».25 Todo totalitarismo es, pues, un maniqueísmo que divide el mundo en dos partes mutuamente excluyentes, los buenos y los malos, y que se fija como objetivo la aniquilación de estos últimos.
La traducción de estos principios en la política del día a día acarrea, en el plano interior, la práctica generalizada del terror. Lenin lo introdujo desde el comienzo del Estado soviético y lo defendió sin ambages: «Hay que plantear, abiertamente, que el terror es justo en principio y en política, que lo fundamenta y lo legitima su necesidad». En los países comunistas, «dictadura del proletariado» se volvió un nombre en clave para referirse al terror policíaco. Por ello hay que entender los asesinatos en masa, la tortura y las amenazas de violencias físicas; a lo que se añade esa institución específica y particularmente cómoda, los campos de concentración: todos los países totalitarios disponen de ellos. La vida en los campos es, al mismo tiempo, una privación de libertad y una tortura, son colonias penitenciarias; los detenidos nunca están seguros de salir de ellos. En el resto de los países reinan otras formas de terror: gracias a una vigilancia constante y omnipresente, cualquier acto de insubordinación o, incluso, la simple desviación con respecto a las normas en curso puede ser denunciado y su agente condenado a la deportación, a perder su trabajo, su alojamiento o el derecho, para él y para sus hijos, de inscribirse en la universidad o de viajar al extranjero, y así sucesivamente; el número de vejámenes posibles es infinito.
El terror no es una característica facultativa de los Estados totalitarios, forma parte de su mismo fundamento. Por eso es baldío querer estudiar esos Estados, como han hecho distintas escuelas «revisionistas», sin tenerlo en cuenta como si se tratara de sociedades animadas por los conflictos y las tensiones clásicos. Pudo verse en 1989: en cuanto el terror fue suspendido (la policía y el ejército no habían recibido órdenes de disparar contra los manifestantes), los Estados totalitarios comunistas se derrumbaron como un castillo de naipes.
Más allá de las fronteras, el terror toma el rostro más familiar de la guerra (o, en posición de repliegue, de la guerra fría); los pactos son forzosamente provisionales. El objetivo es siempre la dominación; los medios se adaptan a las circunstancias del momento. A fin de cuentas, la violencia recibe, en el marco totalitario, una legitimación múltiple. Es, en primer lugar, la ley de vida y de supervivencia, pero ésta conviene, además, a quien posee la verdad científica: ¿para qué andarse con discusiones cuando se sabe adonde hay que ir y lo que debe hacerse?
La división de la humanidad en dos partes mutuamente excluyentes es esencial para las doctrinas totalitarias. No hay lugar aquí para las posiciones neutrales: cualquier persona moderada es un adversario; cualquier adversario, un enemigo. Reduciendo la diferencia a la oposición e intentando luego eliminar a quienes la encarnan, el totalitarismo niega radicalmente la alteridad, la existencia de un tú a la vez comparable al yo, incluso intercambiable con él, y que sin embargo sigue siendo irreductiblemente distinto a él. Tenemos aquí una definición del pensamiento totalitario, mucho más extendido que los Estados totalitarios: aquel que no deja lugar legítimo alguno a la alteridad y a la pluralidad. Su emblema podría ser esta perla de Simone de Beauvoir, que no nos cansaremos de citar: «La verdad es una, el error es múltiple. No es una casualidad que la derecha profese el pluralismo». No diremos por ello, imitando su espíritu, que la izquierda es necesariamente totalitaria; sino más bien que, en el pensamiento que esta frase ilustra, los principios de la guerra se ven extendidos a la vida civil; el enemigo del interior no merece menos la muerte que el del exterior. En este sentido, el totalitarismo es hostil al universalismo que cultiva, por el contrario, el ideal de paz.
Este punto merece que nos detengamos más extensamente. Se afirma a menudo que el comunismo se basa en una ideología universalista y se ve en este hecho la gran dificultad para agrupar, bajo la misma etiqueta «totalitaria», al comunismo y al nazismo, puesto que este último es explícitamente antiuniversalista. Raymond Aron, uno de los adversarios más intransigentes y más lúcidos tanto del pensamiento como de la política comunistas, en su exposición de la cuestión, que se ha hecho clásica en Francia, plantea de entrada que una de las ideologías es «universalista y humanitaria»,28 y la otra, «nacionalista, radical y todo salvo humanitaria», lo que le permite hablar, con respecto al proyecto comunista, de «nobles aspiraciones», de «la creencia de los comunistas en valores universales y humanitarios», de su voluntad «inspirada por un ideal humanitario».
Ante esas fórmulas nos quedamos perplejos. Sólo hay dos posibilidades. O se aplican a la idea comunista tomada en su mayor generalidad, como puede observarse en períodos muy distintos de la historia, una idea de igualdad, de justicia y de fraternidad (y el comunismo apenas se distingue entonces del cristianismo); aunque no se ve cómo es posible limitarse a eso para caracterizar el régimen nacido de la Revolución de Octubre, ni tampoco su programa. O se trata realmente de la ideología del Estado soviético emplazado por Lenin, pero entonces no se comprende por qué extraña selección Aron consigue recordar sólo, de esta ideología, la imagen propagada por sus partidarios. Pues lo propio del leninismo, rompiendo en este punto con la tradición socialista e, incluso, marxista (a la que Lenin trata de «socialdemócrata», cuando no de «socialtraidora», y a sus sucesores de «socialfascistas»), es precisamente este abandono de la universalidad, puesto que la victoria pasa ahora por la derrota y la eliminación física de una parte de la población, llamada, por necesidades de la causa, la «burguesía», o los «enemigos».
El comunismo pretende la felicidad de la humanidad, aunque a condición de que los «malos» hayan sido previamente apartados, algo que, a fin de cuentas, sucede también con los nazis. ¿Cómo puede creerse aún en el universalismo de la doctrina cuando ésta afirma que se apoya en la lucha, la violencia, la revolución permanente, el odio, la dictadura, la guerra? Se da la justificación de que el proletariado es la mayoría, y la burguesía una minoría, lo que nos lleva ya lejos del universalismo; pero cuando, además, se sabe que la otra gran contribución de Lenin a la teoría comunista se refiere al papel dirigente del Partido, destinado a someter a las masas proletarias, vemos que ni siquiera el argumento de la mayoría se sostiene. Lenin se habría reído mucho de ese intento de Aron de presentarle como un humanista.
Puesto que el texto de Aron data de 1958, podemos preguntarnos si incluso un observador tan lúcido como él disponía, por aquel entonces, de las informaciones necesarias referentes no sólo a las prácticas de los comunistas en el poder sino también a su programa. Sin embargo, en las mismas páginas de Democracia y totalitarismo, Aron describe a los comunistas soviéticos como «un partido [que] se reconoce el derecho a emplear la violencia contra todos sus enemigos, en un país donde, en el punto de partida, se encuentra en minoría». Pero ¿cómo logra entonces ver en esta violencia sistemática e indispensable un ejemplo de los «valores universales y humanitarios»? Se tiene la impresión de que el contexto de guerra fría en el que su libro fue escrito le obligó, curiosamente, a tomarse demasiado en serio la propaganda soviética, y a no tener en cuenta ciertas características de la ideología comunista que, por lo demás, sabía observar.
Por ello, la reflexión de Aron sobre la comparación de los regímenes totalitarios se ve un poco comprometida. Concluye, en efecto, que entre ellos «la diferencia es esencial, sean cuales sean las similitudes», pues «en un caso actúa una voluntad de construir un régimen nuevo y, tal vez, otro hombre, por cualesquiera medios que sea; en el otro, una voluntad propiamente diabólica de destrucción de una seudorraza». Ahora bien, la diferencia sólo procede, aquí, de la presentación tendenciosa que hace Aron de los dos regímenes, en la que retiene, para uno, los objetivos autoproclamados y, para el otro, los medios utilizados. No pueden compararse así fines y medios. Hitler quería destruir la seudorraza judía para purificar a su pueblo y obtener así una mejor raza aria, otro hombre por tanto y, claro está, un régimen nuevo; de nada sirve aquí evocar a los demonios. Recíprocamente, Stalin persigue su objetivo considerando necesaria la destrucción de una seudoclase, los kulaks, condenados deliberadamente al fusilamiento o a la muerte por hambre: son, en efecto, «cualesquiera medios que sea». Son pues los ideales de ambos regímenes los que rompen con el universalismo: Hitler quería una nación y, ulteriormente, una humanidad sin judíos; Stalin pide una sociedad sin clases, sin clase burguesa. Una parte de la humanidad pasa, cada vez, por pérdidas y ganancias. Aquí difieren, simplemente, las técnicas utilizadas para llevar a cabo una misma política.
De modo que cuando Aron, creyendo aportar la prueba de la especificidad del régimen hitleriano, concluye: «En la historia moderna, nunca un jefe de Estado había decidido, a sangre fría, organizar el exterminio industrial de seis millones de sus semejantes», podemos replicarle: en 1932-1933, un jefe de Estado llamado Yosiv Stalin decidió, a sangre fría, organizar el exterminio «artesanal» de seis millones de semejantes, campesinos de Ucrania, del Cáucaso y de Kazajistán. Cierto es que Aron no parece estar al corriente de esta matanza, la mayor de las que organizó el poder soviético.
Es preciso pues insistir en ello: la ausencia de universalismo no sólo es patente en el nazismo, que, brotado de los movimientos nacionalistas, expone abiertamente su particularismo, sino también en el comunismo, que reivindica un ideal internacional. Y es que «internacional» no quiere decir «universal». En realidad, el comunismo es tan «particularista» como el nazismo, pues afirma, de modo explícito, que no toda la humanidad se ve concernida por este ideal: «transnacional» no significa «transclases», se exige siempre la previa eliminación de una parte de la humanidad. Una fórmula de Kaganovich, uno de los íntimos colaboradores de Stalin, lo expresa muy bien: «Debes pensar en la humanidad como en un gran cuerpo, pero que necesita permanente cirugía. ¿Debo recordarte que la cirugía no puede realizarse sin cortar las membranas, sin destruir los tejidos, sin hacer correr la sangre?».29 Sencillamente, la división no es ya territorial u «horizontal» (delimitada por las fronteras del país), sino «vertical», entre estratos de una misma sociedad. Donde en unos aparece la guerra de las naciones o la de las razas, en los otros se sitúa la lucha de clases.
Ni siquiera esta última oposición tiene nada de irreductible. Poco tiempo después de la Revolución de Octubre, y en todo caso después de la muerte de Lenin, se opera una singular fusión entre los intereses de la revolución mundial y los de la Rusia soviética que la encarna: todo lo que sirve a una aprovecha a la otra, y a la inversa. Gracias a esta equivalencia, los objetivos internacionalistas comenzaron a confundirse con los intereses de un solo país. El Komintern, que debía ser la expresión del internacionalismo, era al mismo tiempo un instrumento al servicio tanto del espionaje ruso como de la voluntad soviética de expansión y hegemonía. Los «kominternianos» que tienen dificultades para comprender esta fusión acaban, rápidamente, en el campo o ante el pelotón de ejecución. El internacionalismo soviético en nada se diferencia de la defensa del interés nacional más allá de las fronteras. En la Segunda Guerra Mundial, esta política salió a la luz del día: como en la hermosa época del imperialismo de la Gran Rusia, la Unión Soviética se anexionó vastos territorios que pertenecían, hasta entonces, a los países vecinos—Rumania, Polonia o Finlandia—o países enteros, como los Estados bálticos, y todo para hacerles avanzar más rápidamente por el camino del socialismo. Durante la guerra, grupos étnicos, incluso naciones enteras, fueron asimilados por Stalin con el «enemigo de clase» y, por esta razón, oprimidos, deportados, erradicados. Lo mismo ocurrió, aproximadamente, en el lado nazi, donde se pasó también con facilidad del genocidio de raza al genocidio de clases cuando se trató de eliminar, no ya a los judíos o los gitanos, sino a ciertas «categorías» de polacos y de rusos.
Debo añadir que el propio Aron cambió de opinión en este punto y que, en lo que puede considerarse como su testamento político, el «Epílogo» de sus Memorias (1983), escribe: «El comunismo no me resulta menos odioso de lo que era el nazismo. El argumento que empleé más de una vez para diferenciar el mesianismo de clase del de raza, no me impresiona mucho ya. El aparente universalismo del primero se ha convertido, en un postrer análisis, en un espejismo. [...] Sacraliza los conflictos o las guerras, muy lejos de salvaguardar por encima de las fronteras los frágiles vínculos de una fe común».
También en ello el totalitarismo se opone a la democracia y al pensamiento humanista que la sostiene y que, en cambio, es efectivamente universalista. Este principio se ejerce débilmente fuera de las fronteras nacionalistas, donde las relaciones entre países democráticos siguen estando sometidas a la fuerza, aunque ya no conduzcan—en principio—al inicio de la guerra, siendo la dominación buscada de orden esencialmente económico. La exigencia universal es, en cambio, obligatoria en la política interior, que debe dirigirse en nombre de todos y con vistas al bien de todos. De ahí la constante búsqueda de lo que puede servir para los intereses comunes, pero también la necesidad, para cada uno de los componentes de la sociedad, de renunciar parcialmente a la satisfacción de sus intereses; la política democrática es un arte del compromiso. En democracia, no se intenta resolver los conflictos eliminando físicamente a uno de los adversarios, sino que se transforman los antagonismos, inevitables en cualquier grupo humano, en complementariedades. Contrariamente a la idea recibida, el universalismo no traba el reconocimiento de la alteridad; muy al contrario, lo hace posible. Lo que la destruye es la reducción de la diferencia a la oposición y la necesidad de aniquilar al enemigo, movimientos consustanciales al totalitarismo. Aquí, el ideal lejano puede ser la paz y la armonía universal, pero para alcanzarlo es preciso, primero, eliminar a todos los que, al parecer, se oponen a ello. La victoria inicial de la revolución no basta en absoluto: la lucha de clases no hace más que exacerbarse con el paso de los años, según Stalin, incluso en la propia patria del comunismo; y, además, ésta se halla siempre rodeada de enemigos.
La gramática del humanismo implica la distinción de tres personas: el yo que ejerce su autonomía; el tú, a la vez distinto a él y colocado en el mismo plano que él (cada tú se convierte, a su vez, en yo, y viceversa), un tú que asume sucesiva o simultáneamente los papeles de colaborador, rival, consejero, objeto de amor y así sucesivamente; por fin, los ellos, la comunidad de la que se forma parte, la humanidad entera, incluso, concebida fuera de las relaciones personales, donde todos los individuos están provistos de la misma dignidad. La gramática del totalitarismo, en cambio, sólo conoce dos personas: el nosotros, que ha absorbido y eliminado las diferencias entre yo individuales, y los ellos, los enemigos que deben combatirse, eliminarse incluso. En el lejano porvenir, cuando se haya realizado la utopía totalitaria, los ellos ya sólo serán esclavos sumisos (como en el nazismo) o acabarán siendo eliminados (la gramática del comunismo tiene una sola persona).
Planteando la unidad como ideal supremo, la ideología totalitaria coincide paradójicamente con la crítica conservadora de la democracia. El régimen democrático era víctima, al modo de ver de los conservadores, como recordaremos, de su individualismo y su nihilismo. Sometiendo toda la sociedad a una regla única, exigiendo la obediencia de todos los individuos a las directrices del Partido, el Estado totalitario hace imposible el individualismo; al extraer sus valores de la ciencia e imponérselos a todos, debe eliminar también, al parecer, el nihilismo.
Ambivalencias totalitarias
La ideología totalitaria es una construcción compleja; podríamos decir incluso que intenta reconciliar exigencias incompatibles, lo que es a la vez una mente de debilidad—cierto día, sus contradicciones estallan y todo el edificio se derrumba—y de fuerza: mientras llega el hundimiento final, los principios dispares permiten rastrillar con tanta mayor amplitud o compensar aquí un fallo, afirmando allí lo contrario. Las tensiones internas de la doctrina podrían, creo, resumirse en tres.
La primera encuentra su fuente en la antinomia filosófica fundamental de la necesidad y del libre albedrío. Por una parte, el curso del mundo obedece a una causalidad rigurosa, histórica y social según unos, biológica según otros. Todo lo que sucede debía suceder, pues todo está determinado de antemano por unas causas irresistibles. Pero, por otra parte, el porvenir está en nuestras manos: se propone un modelo ideal y se harán los esfuerzos necesarios para alcanzarlo. Se está dispuesto a hacer tabla rasa con el pasado para edificar un mundo mejor e, incluso, un hombre nuevo. El cientificismo resuelve esta antinomia gracias a la intervención de un tercer término, el conocimiento científico. Si, en efecto, el mundo es por completo cognoscible, si el materialismo histórico nos revela las leyes de toda sociedad y la biología, las leyes de toda vida, se nos hace posible, a los que dominamos los secretos de la ciencia, no sólo explicar las formas existentes, sino también orientar su transformación en la dirección que elijamos. De ese modo, en efecto, la técnica, que pertenece al dominio de la voluntad, puede reivindicar la ciencia, que intenta conocer las necesidades.
La tensión, sin embargo, es menos fácil de resolver a partir del instante en que el objeto que debe conocerse es la historia unidireccional y no un eterno recomienzo: si el curso de la historia humana es, de todos modos, ineluctable, ¿están justificados los sacrificios que exige su ínfima aceleración? Pues bien, comunistas y nazis a la vez afirman conocer de antemano el desenlace de los acontecimientos e intervienen, del modo más activo (la «revolución») para modificar su curso.
La segunda gran ambigüedad en las premisas filosóficas del totalitarismo se refiere a la modernidad: el totalitarismo es, a la vez, si puede decirse así, antimoderno y archimoderno, algo que ilustran ya el fatalismo, por una parte, y el activismo por la otra. Es antimoderno porque, como en las sociedades tradicionales, privilegia los intereses del grupo en detrimento de los de la persona, los valores sociales en lugar de los valores individuales; podríamos decir: los valores en lugar de los intereses. Aunque utilice una retórica igualitaria, la sociedad totalitaria es siempre jerárquica, como las sociedades tradicionales. El culto al jefe carismático va en la misma dirección. Y, sin embargo, es también una sociedad que favorece opciones que solemos considerar modernas: la industrialización, la globalización, las innovaciones técnicas. Los comunistas industrializaron Rusia a un ritmo acelerado. Hitler se hizo promotor del coche individual y de las autopistas: las aspiraciones modernistas no apuntan pues, sólo, a la eficacia militar. Todo ocurre como si, contra lo que caracteriza las sociedades tradicionales, las relaciones con las cosas se pusieran en lugar de las relaciones entre personas.
Esta ambivalencia es particularmente sensible entre los nazis, que decidieron vestir su doctrina con todo un aparato de referencia a la tradición germánica, a los dioses paganos, a los elementos constitutivos de la sociedad antigua, a una naturaleza que sería liberada de las intervenciones humanas. Esta ambigüedad que les permitía atraer ingenios a los que nada debiera acercar, tanto a los que creían en el determinismo biológico y el eugenismo como a los que, como Heidegger, soñaban en liberar el mundo del poder de la técnica.
La tensión es menos sensible en el Estado soviético, que tiende por completo hacia el «progreso», pero no por ello está ausente de él. La fórmula de Lenin, «el comunismo = la electricidad + el poder de los soviets», revela también esta dualidad. El Estado comunista es una sociedad industrial donde los factores económicos desempeñan un papel preponderante. Pero es también lo contrario: una sociedad sometida a un ideal moral, ideológico, teológico, dispuesta a sacrificar su eficacia para adecuarse a su modelo. La electricidad y los soviets pueden llevar a exigencias contradictorias. ¿Hay que despedir al buen ingeniero si no es un buen comunista? ¿Debe confiarse el cuidado de la instalación eléctrica a personas competentes, aun cuando no posean el carné del Partido? Ambas soluciones fueron probadas alternativamente, cuando su conjunción resultó imposible. Recuerdo que mi padre, que dirigía un instituto de documentación, se veía constantemente confrontado a este dilema: ¿debía emplear a personas que dominaran las lenguas «occidentales» aunque hubieran recibido, sin duda, una educación «burguesa», puesto que ésta comportaba la enseñanza de estas lenguas? ¿O sólo a buenos comunistas que no hablaban más que el búlgaro y, como máximo, el ruso? Haberse decantado por la primera opción le valió ser apartado de la dirección.
Esas dos opciones contradictorias tienen, sin embargo, un rasgo común que facilita su cohabitación: ambas se oponen a la afirmación del ser humano individual como objetivo último de nuestras acciones; este objetivo debe ser, aquí, supraindividual (el pueblo, el proletariado, el Partido) o infraindividual (la técnica). Éste es, sin duda, el rasgo históricamente más sorprendente de estos regímenes: acaban oponiéndose, a comienzos del siglo XX, al progresivo ascenso del individualismo, explotando todas las frustraciones que esta evolución engendra.
Por último, una tercera ambigüedad importante se refiere al papel de la ideología en estos regímenes. Los teóricos del totalitarismo están divididos en este tema. Los más antiguos de ellos, Raymond Aron por ejemplo, lo interpretan como una ideocracia, un Estado donde no sólo el poder encuentra su legitimidad en la ideología, sino donde la conformidad ideológica prevalece sobre cualquier otra consideración: el poder es aquí instrumento; el ideal político, objetivo. Una segunda interpretación fue, sin embargo, propuesta, por lo que se refiere al comunismo, especialmente por los disidentes del Este o, también, en Francia, por Cornelius Castoriadis: la ideología es allí sólo una fachada, estando el poder, enteramente, a su propio servicio y apuntando sólo a su propio fortalecimiento; no ya una ideocracia, pues, sino, en cierto modo, una «estratocracia», un poder por el poder, una voluntad de voluntad.
Para ver más clara esa situación, debemos hacer un rodeo y examinar, brevemente, la historia del Estado totalitario, tomando como punto de partida su variante comunista, pues resulta particularmente rica en enseñanzas. En efecto, el nazismo sólo se mantuvo en el poder durante doce años y fue abolido por la fuerza, tras la victoria de los Aliados. El comunismo duró mucho más tiempo, setenta y cuatro años en vez de doce, y falleció, si puede decirse así, de muerte natural, sin guerra ni revolución. Como los «guías» del Partido Comunista gozaban de un poder ilimitado, podemos seguir la práctica por la que los períodos de la historia soviética son designados con un nombre propio: el de Lenin (hasta 1924), el de Stalin (hasta 1953), el de Jruschov (dimitido en 1964), el de Bréznev (muerto en 1982), para nombrar sólo los más importantes. Fácil es comprobar que los distintos elementos del régimen no evolucionaron al mismo ritmo.
La primera modificación notable se refiere al terror. Éste fue instaurado por Lenin y mantenido por Stalin a lo largo de todo su reinado, aunque conoció momentos de mayor o menor intensidad. Ahora bien, tras la muerte de Stalin se produjo un cambio, no ya de grado sino de naturaleza. Las ejecuciones en masa se suspendieron, se cerró un gran número de campos. Las torturas y deportaciones fueron sustituidas por vejaciones administrativas y dificultades profesionales. Las persecuciones y nuevas medidas como el encierro en hospitales psiquiátricos siguen siendo moneda corriente, pero sus víctimas fueron ya individuos, no categorías de la población. Debe decirse que la lección dio resultados y que toda rebeldía fue ahogada. Naturalmente, se está lejos aún de la legalidad y de la libertad individual «burguesas»: el conjunto de la población es vigilado, el individuo no está protegido por la ley contra la arbitrariedad del poder. No obstante, esta evolución hizo posible la aparición de los disidentes, un grupo que expresaba, más o menos abiertamente, su oposición al Estado. Semejante grupo hubiera sido inconcebible bajo Lenin y Stalin, cuando los oponentes eran aniquilados de inmediato; entonces eran «sólo» vigilados, perseguidos, en último término enviados al campo o al manicomio.
Hemos puesto ya de relieve la segunda inflexión, cuando el ideal internacional se confunde con una política nacionalista e imperialista. Es una inflexión disimulada, sin embargo, por el mantenimiento de la retórica anterior. El mismo modelo sigue el tercer cambio, el más importante de todos ellos y que concierne, precisamente, a la naturaleza y el lugar de la ideología; se produce tras la muerte de Stalin. A partir de aquel momento, la ideología oficial se convirtió, cada vez más, en una cáscara vacía en la que nadie creía. La promesa milenarista de salvación para todos cayó, poco a poco, en el olvido; el ideal colectivista era recordado cada vez con menos frecuencia. En su lugar se afirmaron los habituales compañeros del deseo de poder: la sed de riquezas y privilegios, la sumisión de todos los demás objetivos a la consecución del interés personal. Los antiguos bolcheviques, los fanáticos de la fe comunista fueron sustituidos por burócratas preocupados, ante todo, por sus privilegios, y por cínicos trepadores.
Entre la doctrina y el mundo real siempre hay un abismo: pero no se reacciona del mismo modo antes y después de la mutación que aquí describo. Bajo Lenin y Stalin, cuando se descubría la distancia entre el discurso y el mundo, se intentaba transformar el mundo. Lenin impuso la república soviética, Stalin colectivizó las tierras e industrializó el país. No importaba el precio pagado en sufrimientos humanos y desastres económicos: lo esencial era poner en marcha un programa y colmar con ello el abismo entre teoría y práctica, entre representaciones y realidad. Tras la muerte de Stalin, la grieta entre el discurso y el mundo no era menor; pero, más que intentar colmarla, se procuró entonces ocultarla. A partir de aquel momento, en efecto, el discurso oficial comenzó a llevar una vida por completo independiente, sin verdadera conexión con el mundo. Los responsables económicos se preocuparon menos de cumplir el plan que de trucar las cifras y obtener ventajas personales de su situación. Era el reino del camuflaje, de la ilusión, de las falsas apariencias: se afirmaba que la ideología comunista dirigía el país; en realidad, salvo por algunas excepciones, lo hacían el deseo de poder y el interés personal. Modulada en función del contexto nacional, esta misma mutación podía observarse en los demás países comunistas, en la Europa del Este.
Como antiguo súbdito de país totalitario, puedo dar testimonio de ello: en la época que recuerdo, los años cincuenta, y en la gran mayoría de los casos, la ideología era sólo fachada; sin embargo, al mismo tiempo, era indispensable. Vivíamos en una seudoideocracia. Mis amigos y yo teníamos la sensación de vivir en el mundo de la mentira generalizada, donde los términos que designan ideales—la paz, la libertad, la igualdad, la prosperidad—habían llegado a significar lo contrario; sin embargo, la ideología oficial mantenía cierta coherencia retórica y permitía, primero, que sobrevivieran algunos fanáticos y, luego, que la gran mayoría—los conformistas—dispusiera de una racionalización de su situación. Y cada cual era conformista, al menos parte del tiempo. La ideología era pues necesaria, con aquel contenido y no otro, aunque fuese, más a menudo, medio y no fin. No puede sobrestimarse la importancia de este camuflaje. Debo añadir que, a fin de cuentas, preferíamos tratar, más que con personajes cínicos sólo fieles al poder, con comunistas «honestos» y sinceros: el hecho de que estos últimos creyeran por opción personal, no por sumisión al Partido, era indicio de que no habían renunciado por completo a su autonomía personal; su compromiso comunista podía, paradójicamente, desempeñar el papel de muralla contra la arbitrariedad del poder.
El papel cambiante de la ideología, en el núcleo o en la superficie del régimen, puede explicar otra disparidad. De creer en las consignas oficiales, los intereses de los individuos, de todos los individuos, estaban sometidos a los de la colectividad. Pero nosotros, los súbditos ordinarios del país totalitario, nos veíamos confrontados a una realidad muy distinta: el reinado ilimitado del interés personal, donde cada cual buscaba su mayor ventaja; el interés común era un simple papel de embalaje. Al criticar la sociedad individualista en nombre de la comunidad orgánica, el totalitarismo desemboca en un resultado opuesto al que afirma perseguir: acaba produciendo «masas» de individuos yuxtapuestos, no vinculados por ninguna pertenencia pública positiva. Por lo demás, cuando la fachada ideológica se derrumbó, en 1989 o en 1991, fue necesario rendirse a la evidencia: dejando aparte una pequeña fracción de la sociedad (los disidentes), los habitantes del país sólo conocían los imperativos del egoísmo.
La última mutación, de menor alcance, se produjo en los años setenta, bajo Bréznev. Consistía en infligir una pequeña alteración al principio monista. Vida pública y vida privada volvían a ser, de nuevo, distintas. Dicho de otro modo, se hacía posible tener una existencia privada independiente de las normas públicas (que, en cambio, seguían sometidas a la ideología): la moda de indumentaria, el lugar de vacaciones, los viajes al extranjero podían entonces ser elegidos con mayor o menor libertad.
Estas observaciones sobre la evolución del totalitarismo comunista, al igual que su comparación con el nazismo, permiten poner de relieve su núcleo duro e identificar la jerarquía que forman sus características. Este núcleo comporta, en primer lugar, la necesidad de una fase inicial, revolucionaria, durante la cual son apartadas todas las resistencias y eliminados todos los adversarios interiores, reales o imaginarios. Se constituye luego en torno a un principio: el rechazo de la autonomía personal, la supresión de la libertad, la sumisión de todos a un poder absoluto, sumisión garantizada por el terror o la represión. Están por fin las consecuencias de esta opción: afirmación del conflicto como verdad de la vida, reducción de cualquier alteridad a la oposición, y rechazo del pluralismo político o económico.
En cambio, otros rasgos del régimen, entre los más llamativos, pueden desaparecer sin que se abandone el «tipo ideal» totalitario. Es el caso del terror de masas, indispensable sólo durante el período de transición (el cual, de todos modos, ocupó la mitad de la historia de la Unión Soviética). O también, más sorprendente aún, de la ideología cientificista como motor de la acción: necesaria durante la fase inicial, una vez consumado su papel destructor, puede transformarse en simple espejismo.
Estas transformaciones progresivas del régimen totalitario, aceleradas, multiplicadas e intensificadas durante la perestroika y la glasnost de Gorbachov, permitieron, en 1991, la salida pacífica del sistema, una solución «a la española» podríamos decir, refiriéndonos a la relación entre el franquismo y la España contemporánea, con la gran diferencia de que los perjuicios provocados por el comunismo se revelaron mucho más profundos y siguen frenando la evolución de los países de la Europa del Este. La guerra fría que, tras la Segunda Guerra Mundial, opuso las democracias al totalitarismo, terminó pues con la derrota incondicional de uno de los beligerantes, el régimen comunista. Esta derrota no fue el resultado de una intervención externa, como en la Alemania nazi, sino del hundimiento del propio sistema totalitario.
Podemos encontrar en este desenlace ciertas razones para no desesperar, pues resulta que un sistema político que ignora y rechaza, tan masivamente, la libertad del individuo acaba derrumbándose. Setenta y cuatro años es un plazo excesivamente largo para una vida individual, pero sólo un instante de la Historia. El comunismo murió por un conjunto de razones políticas, económicas y sociales, pero también como consecuencia de una evolución de las mentalidades, tanto en la población como en los equipos dirigentes. Todos habían acabado aspirando a formas del bien que aquel régimen no podía asegurarles: tranquilidad y seguridad personal, abundancia material, autonomía individual; otros tantos valores trabados por el totalitarismo y favorecidos por la democracia. Ciertamente, ésta no asegura la salvación colectiva ni promete la felicidad; garantiza sin embargo que el timbre no sonará a «la hora del lechero» para que unos hombres de gris te conduzcan al interrogatorio. Aunque se sea un miembro del personal dirigente del Partido y privilegiado, esta última perspectiva no tiene nada de halagadora. El régimen democrático permite, además, llenar los anaqueles de las tiendas y no caer en el ridículo de despreciar a las poblaciones que prefieren ese efecto del «capitalismo» a la penuria comunista.
Sin embargo, el hundimiento del régimen comunista no aportó a las poblaciones de la Europa del Este y de la antigua Unión Soviética la felicidad esperada. Puesto que el poder del Partido había sustituido a la autoridad del Estado, la caída del uno reveló la anterior desaparición del otro; ahora bien, la ausencia de Estado es peor aún que la presencia de un Estado injusto, puesto que deja campo libre a la pura confrontación de fuerzas brutas, es decir, a un espantoso incremento de la criminalidad. Otro tanto podría decirse de todos los valores propios de la vida pública: contaminados en tiempos del comunismo por su utilización fraudulenta, han quedado hoy fuera de uso; de ahí el chiste de Adam Michnik: «Lo más terrible que tiene el comunismo es lo que viene después». El régimen no sólo había corrompido las instituciones políticas; tras su caída, se descubrieron los daños irreparables infligidos tanto a la naturaleza como a la economía y a las almas humanas. Los hijos tendrán que pagar, por mucho tiempo aún, los errores de sus padres. La nueva libertad se paga muy cara: renunciando a hábitos tranquilizadores, a la rutina económica, a cierta comodidad (comparable a la del prisionero que no debe preocuparse por su cama y su cubierto). Hasta el punto de que los habitantes de estos países se preguntan, a veces: ¿La vida del pordiosero libre es, realmente, preferible a la del esclavo tranquilo? Nadie puede garantizar que estén al final de sus penas. Una certidumbre sigue existiendo, y es decisiva: la sociedad totalitaria no aporta la salvación.

Capítulo de Tzvetan Todorov, Memoria del mal, tentación del bien. Indagación sobre el siglo XX. Traducción de Manuel Serrat Crespo Ediciones Península Barcelona, 2002

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