Tango, último tango
(1973)
Pagar los 5 dólares de uno y unirse a la sala llena del Trans-Lux para el pase nocturno de Último tango en París es hacer que le recuerden otra vez que el planeta está en estado de pululación. Las temporadas se aceleran. La nieve, que estaba cayendo en noviembre, había desaparecido el 1.º de marzo. ¿Nuestro verano llegará en Pascuas y terminará en julio? La culpa de todo la tiene esa radiación nuclear, dice cualquier aficionado de lo oculto. Y pululamos. Como un hormiguero que empieza a sentir el calor.
Sabemos que la metamorfosis de mil años de Spengler de la cultura a la civilización pasó, pasó hace mucho, y el siglo requerido para que un arte menor se mueva del comienzo a la decadencia está fuera de cuestión. Temporadas enteras de cine nacen, se desarrollan y mueren en veinticuatro meses. ¡Aun así! Ha pasado apenas medio año desde que Pauline Kael declaró a los lectores del New Yorker que la presentación de Último tango en París en el Festival de Cine de Nueva York, el 14 de octubre de 1972, era una fecha que «debería convertirse en un punto de referencia en la historia del cine: comparable al 29 de mayo de 1913 —la noche en que se ejecutó por primera vez La consagración de la primavera — en la historia de la música», y después siguió para explicar que la nueva obra tenía «el mismo tipo de excitación hipnótica que La consagración… , la misma fuerza primitiva, y el mismo erotismo golpeador, empujador. […] Bertolucci y Brando han cambiado el rostro de una forma de arte». ¿Qué podría haber sido mostrado en la pantalla para hacer que Kael se abriera de golpe por un film? «Esta debe de ser la película más poderosamente erótica jamás realizada, y podría convertirse en la película más liberadora jamás realizada…» ¿Podía ser esta nuestra Lady Vinagre, nuestra vinagrera por excelencia? ¡La frígida principal entre los críticos de cine estaba experimentando su primer frisson público! ¡Profetas de Baal, alabad a Kael! Como es obvio, no teníamos una hora ordinaria de cine por contemplar.
Ahora, un año después, la película es historia, tiene toda la palpabilidad de lo histórico. Algo apenas discernible ya le ocurrió a la humanidad como resultado, o al menos a ese público que está entrando en el Trans-Lux a verla. Son un equipo. Tienen una homogeneidad inesperada para un público de cine, componen, en realidad, una tajada sociológica tan delgada de la salchicha neoyorquina y suburbana que no puedes estar seguro de que tu propia entrada no sea lo que quedó para el escarbadientes, mientras el resto de la sala ha sido comprado de un mordisco. Como mínimo, existe la misma sensación de opresión que se siente en una obra de teatro cuando la sala está ocupada por un grupo teatral. También así es el público de Tango , un infarto de sus majestades anales de la clase media: si Freud no nos hubiese dado una pista, un lector de rostros podría decidir por sí solo que tenía que haber cierta conexión social entre el sexo, la mierda, el poder, la violencia y el dinero. Pero estos rostros de clase media han avanzado su centímetro histórico desde la última vez que uno los ha visto. Están un poquito así más cerca ahora de los antiguos romanos.
Ya se trate de matronas o de jóvenes matronas, de hombres o de muchachos, son swingers . Los varones tienen bigotes de intercambiadores de esposas, las mujeres son de la boutique de unos grandes almacenes. Es como si todo lo que había de reciente e incongruente idealismo en la clase media se hubiera agotado en los años de resistencia a la Guerra de Vietnam: ahora, que nos traigan el Caribe. ¡Asombroso! En Norteamérica, hasta los judíos han llegado a parecerse a la clase media francesa, lo que es decir que el egocentrismo de la boca fascista está en el rostro nacional. Tal vez sea el precio de admisión de 5 dólares, pero este público tiene una obsesión obvia con el sexo como el núcleo confirmado de una vida acaudalada. Basta para que uno se avergüence de su propia obsesión (¿aunque dónde trazaría uno la diferencia?). Tal vez sea que este público, aun en marzo, está bronceado por el sol, o al menos maquillado para parecer bronceado. El rojo y el naranja de las pieles combinarán con los famosos «colores uterinos» —así denominados por el diseñador de producción— de los interiores de Último tango .
Qué tensión hay en la sala un minuto antes de que las luces bajen. Uno bien podría estar en la multitud el momento antes de que comience una importante pelea de box. Han pasado años desde que uno ha observado empezar una película con semejante expectativa. Y la tensión se sostiene cuando comienza la proyección. Vemos a Brando y a Schneider que se pasan entre sí en la calle. Como nos han informado a todos —nada menos que por la revista Time —, sabemos que van a ocuparse carnalmente entre sí, y muy pronto. El público observa con ansiedad como si también fuera a haber en el acto algo nuevo, y el corazón (y para algunos, las vísceras) muestra un temblor entre el terremoto y la expectativa. Maria Schneider es una presencia tan sexual. Ninguna de las fotografías ha preparado a nadie para esto. Son raras las actrices, apenas unas pocas, que tienen atracción carnal. Sientes como si pudieras tocarlas en la pantalla. Schneider tiene atracción olfativa: puedes olerla. Es cada mujer de dieciocho años que se paseó alguna vez por la Quinta Avenida en minifalda y maxiabrigo con la arrogancia interior que proclama: «Mi concha es mi carro de guerra».
No tenemos que esperar más que unos pocos minutos. Ella va a ver un departamento en alquiler. Brando ya está ahí. Se han cruzado en la calle, y junto a una cabina telefónica; ahora están en un cuarto vacío. Bruscamente, Brando hace efectivo el cheque que nos escribió Stanley Kowalski hace veinticinco años: se coge a la heroína de parado. Disuelve la vieja risita de ¿cómo lo haces dentro de una cabina telefónica?: le desgarra las bragas a la Schneider. En nuestra nueva línea de superlativos aprobados por el New Yorker , puede decirse que el rasguido de la tela es el sonido más emocionante oído en la Cultura Mundial desde las cuatro notas iniciales de la Quinta sinfonía de Beethoven [14] . Es, de hecho, un sonido infernal, pequeño, pero tan preciso como el relampagueo de un fósforo sobre un montón de combustibles, un modo para el director de decir: «Como ya pueden haber adivinado por el modo en que establecí mi apertura, soy bueno haciendo películas, y tengo una pareja soberbia, Brando y Schneider: son pesos pesados sexuales. Ahora hago mi promesa de director sobre el material: van a tener una experiencia grave y maravillosa. Vamos a llegar al fondo de un hombre y una mujer».
Es lo que da a entender Bertolucci a través del silencio de ese cuarto vacío de muebles, cuando Brando y Schneider, totalmente vestidos, se sacuden, se aferran, se conectan, se encorvan, gritan y acaban en menos de un minuto, con sus orgasmos superponiéndose como latas de basura precipitándose colina abajo. Caen al piso, y se desmoronan. Es como si una granada de mano hubiese estallado en sus entrañas. Una escena maravillosa, tan buena como un beso apasionado en la vida real, aunque no tan buena, porque no ha habido ninguna toma de Brando penetrando a Schneider, y como el público ha estado observando con el sobrecogimiento sombrío que uno sentiría en la primera fila de una mesa de operaciones, es como ver una operación sin la entrada del cuchillo del cirujano.
Uno puede ir a cualquier film de porno hard-core y ver cincuenta falos entrando y saliendo de otras tantas vaginas en cuatro horas (si se puede encontrar a alguien que se quede cuatro horas). Hay un carácter abstracto monumental en el hard-core . Es como si, cuanto más puede funcionar sexualmente un actor ante una cámara, menos capaz es de ofrecer cualquier otra expresión. A la larga, los órganos sexuales muestran más carácter que los rostros de los actores. Uno puede leer algo sobre las condiciones de trabajo de una vida en la concha vieja e irritada de alguna muchacha, uno puede ver incluso triunfos del espíritu humano: labios del sexo viejos y malamente agotados que siguen humedeciéndose con nueva vida, ¡estupendo! Hay falos en el porno cuyas venas distendidas hablan de la integridad del corazón que trabaja duro, ¡pero hay tan poco contenido específico en los rostros! El hard-core adormece después de que excita, y por último hace que el cerebro se ponga a dormir.
Pero el órgano real de Brando entrando en la vagina real de Schneider habría llevado la historia del cine un enorme escalón más cerca de la experiencia definitiva que este ha prometido desde su invención (que es reencarnar la vida). Uno puede incluso ver cómo en la noche de inauguración del Festival de Cine no importó mucho. No del todo preparados para lo que iba a venir, el sexo simulado debe de haber estremecido como el sexo real la primera vez. Desde entonces, nos han contado que la película es grandiosa, así que estamos preparados para resistir la grandeza, y hemos leído en Time que Schneider dijo: «Nunca estuvimos cogiendo en escena. Nunca sentí ninguna atracción sexual por él… tiene casi cincuenta, saben, y —hace correr su mano desde el torso hasta el estómago— ¡es sólo hermoso hasta aquí!».
Así que uno mira de una manera diferente. Sí, están simulando. Sí, hay algo ligeramente poco natural en el modo en que acaban y caen desmoronados. Es demasiado estilizado, como si estuvieran rindiéndole ciertos respetos al teatro kabuki. La necesidad real del órgano real de Brando en las profundidades de la actriz real podría haber sido para esas épocas menos excepcionales que seguirían al film mucho después del estreno y de que la reacción se hubiese asentado.
Dado que Tango es, sin embargo, el primer film importante con un presupuesto respetable, un joven director soberbiamente capaz, un camarógrafo totalmente experto, y un gran actor que está dispuesto a algo más que chapotear en la improvisación, en realidad entrará densamente en un procedimiento fílmico hasta ahora no intentado, así que las leyes de la improvisación están ante nosotros, y la primera ley por reconocer es la de que es casi imposible construir sobre una base demasiado falsa. El problema real en la improvisación cinematográfica es encontrar un final que sea fiel a lo que ha pasado antes y, sin embargo, lo suficientemente infiel como para permitir que los actores queden con vida.
Volveremos a esto. Difícilmente sea el momento, sin embargo, de dejar de lado nuestra sinopsis. Real o simulado, en la noche del estreno o meses más tarde, sabemos después de cinco minutos que, al menos, nos encontramos en un estudio minucioso de un hombre y una mujer, y que el examen será muy cercano. Brando alquila el departamento vacío; se verán allí todos los días. Él se llama Paul, ella Jeanne, pero todavía no se enterarán de los nombres. No van a decirse ese tipo de cosas, le informa él a ella. «Aquí no necesitamos nombres… vamos a olvidar todo lo que sabemos. […] Todo lo que está fuera de este lugar son tonterías».
Van a buscar el placer. Estamos de vuelta en la confrontación existencial del siglo. Dos personas van a coger en un cuarto hasta que lleguen a un reconocimiento trascendente o una muerte de ellos mismos. No nos estamos ocupando de una trama sino de un tema que es terreno abierto para cien películas. De hecho, nos veremos cara a cara con la estructura fundamental del porno: la diferencia es que tenemos un director que, según las medidas del porno, es Eisenstein, y actores que son como dioses. Así que el film adquiere la más simple y rica de las estructuras. Hacen el amor en un departamento vacío, después regresan a una vida separada. Es como cada relación clandestina que el público ha tenido, sólo que más aún: ¡nada de nombres! Todo demonio personal será azotado en el sexo: ¡uno borrará el pasado! Esa es la sanción enorme del anonimato. Equivale a una nueva vida.
De qué poderosos detalles biográficos nos enteramos, sin embargo, en cuanto se separan. La esposa de Paul es una suicida. Justo la noche anterior se mató con una navaja en una bañera; la bañera está ante nosotros, roja como un matadero. Una camarera sollozante la limpia mientras le habla con miedo a Paul. Ni siquiera es seguro si la esposa es una suicida o si él la ha matado: ese casi no es el punto. Es la muerte ensangrentada suspendida sobre su vida como un torso sangrante: es con esa existencia carmesí ante los ojos que Paul hará el amor en los días siguientes.
Jeanne, a su vez, está por casarse con un joven director de TV. Es la estrella en un videofilm que él está haciendo sobre la juventud francesa. Hace pucheros, atormenta a su novio, se deleita en sí misma, se deleita en la idiotez especial de los hombres. Puede meterle los cuernos a su joven director hasta las raíces de los ojos. También se deleita en la violación que ella hará de sus propias raíces burguesas. En este film para la TV que ella hace dentro de la película presenta su biografía a la cámara del novio: es la hija de un oficial del Ejército lo bastante racista como para enseñarle a su perro a reconocer a los árabes por el olor. Además tiene una buena crianza: hay atisbos de una villa suburbana en una pequeña propiedad amurallada; es nada menos que el honor familiar concentrado del Ejército francés lo que ella somete cuando Brando procede poco después a sodomizarla.
Estos entornos separados dividen el film con tanta limpieza entre biografía y fornicación como esos vasos de whisky trucados que presentan el dibujo de un hombre o una mujer llevando ropa en la parte externa del vaso y desnudos en el interior. Cada vez que Brando y Schneider dejan el cuarto, nos enteramos más de las vidas fuera del cuarto; cada vez que se reúnen, estamos dispuestos a ir más allá. Además, como para enriquecer su tema para estudiantes de cine, Bertolucci ofrece detalles de la historia del cine francés. El salvavidas de L’Atalante aparece a manera de homenaje a Jean Vigo, y Jean-Pierre Léaud de Los cuatrocientos golpes es el director de TV, el muchacho ahora bien crecido. Algo del eco perturbador de Amanece y Arletty también está con nosotros, ese sombrío recuerdo de Jean Gabin vagando por los muelles húmedos en el amanecer, esperando que la policía lo atrape después de haber asesinado a la amada. Es como si fuéramos a pensar no sólo en este film sino en otras tragedias sexuales que el cine francés nos ha traído, hasta que la visión de cada calle gris y silenciosa de París esté dispuesta a evocar el sonido perdido del Bal-musette y el triste chapoteo casi silencioso del Sena. En ningún lugar como en París pueden los amantes condenados pasar la pena, gota a gota, a través de la sangre del corazón del público.
Sin embargo, a medida que el film avanza con cada capacidad en evidencia, mientras Brando entrega una actuación inolvidable (y Schneider muestra todas las promesas de convertirse en una estrella de peso), a medida que las históricas sodomizaciones y violencias anales son presentadas, y el idioma rompe barreras que aún no han sido erigidas —¡ningún general de la censura podría saber que los ejércitos de la obscenidad estaban tan cerca!—, a medida que esos choques se multiplican y la lujuria sube los escalones hacia el amor, algo extraño le ocurre al film. No logra explotar. Es un depósito entero de dinamita y sin embargo algo sale mal con la explosión.
Uno deja la sala desorientado. Una mecha nunca se encendió. ¿Pero en qué punto estaba preparada para explotar? Uno trata de volver a recorrer la línea de la historia.
Así que regresamos a Paul tratando de alzarse fuera del horizonte sangriento de la muerte de la esposa. Incluso tenemos cierta comprensión instintiva de cómo debe él degradar la relación encerrada con su bella; de hecho, nos han dado incluso el detalle preciso de que le engrasará el ano con manteca antes de sodomizar su honor familiar. Una escena o dos después, él aumenta forzadamente el temor que ella siente hacia él agitando una rata muerta, que le ofrece para comer. «Te reservaré el culo», le dice. «Culo de rata a la mayonesa [15] ». (El público ruge: Brando conoce bien a los públicos). Ella está parada ante él en vestido blanco de novia: se ha escapado de un equipo de cámaras de TV dispuesto a filmar su boda pop. Se ha precipitado al departamento bajo la lluvia. Estremeciéndose ahora, pero recuperada del temor que sentía, ella le dice que se ha enamorado de alguien. Brando le dice que se dé un baño caliente o le dará pulmonía, morirá, y todo lo que le quedará a él será «coger la rata muerta».
No, protesta ella, está enamorada.
—En diez años —le dice Brando mirándole los grandes pechos— vas a jugar al fútbol con tus tetas. —Pero la idea del otro amante lo está carcomiendo—. ¿Es un buen cogedor?
—Magnífico.
—¿Sabes una cosa? Eres una imbécil. Porque el mejor sexo que vas a tener es aquí, exactamente en este departamento.
No, no, le dice ella, el amante es maravilloso, un misterio… diferente.
—¿Un proxeneta local?
—Podría serlo. Tiene la pinta.
Ella, le dice Brando, nunca podrá encontrar el amor hasta que se meta «en el mismo culo de la muerte». Es un amante que no tiene miedo de la metáfora. «Bien adentro de su culo: hasta que encuentres un útero de temor. Y entonces tal vez podrás encontrarlo».
—Pero he encontrado a ese hombre —dice Jeanne. La metáfora ya ha continuado lo suficiente para ella—. Eres tú. Tú eres ese hombre.
En los viejos films guionados, semejante frase era punteada por la cuerda de un compositor de cine. Pero esto es improvisación. La respuesta inmediata de Brando es decirle a ella que consiga una tijera y se corte las uñas de la mano derecha. Con dos dedos bastará. Que le meta esos dedos en el culo.
— Quoi?
—Que me metas los dedos en el culo, ¿estás sorda? Vamos.
No, él no es demasiado sentimental. El amor nunca es flores, sino pedos y flores. Más toda prueba superlativa. Así que vemos el rostro de Brando ante nosotros: es esa máscara angélica trágica de angustia incomunicable que nos ha hablado a lo largo de los años de sus profundidades heroicas no cartografiadas. Ahora está entrando en ese fundamento de gladiador otra vez, y ante nosotros y ante millones de rostros aún por venir ella será su sodomizadora sustituta, real o simulada. ¡Qué entrada en las imágenes finales de la historia! Brando nos habla con el cuerpo de ella detrás de él y sus dedos apenas concebiblemente dentro de él. «Voy a conseguir un cerdo» son las palabras que salen de su rostro trágico, «y voy a hacer que un cerdo te coja» —sí, el toque en su agujero ha abierto una fantasía como una gorgona— «y quiero que el cerdo te vomite en la cara. Y quiero que tragues el vómito. ¿Vas a hacer eso por mí?».
—Sí.
—¿Eh?
—¡Sí!
—Y quiero que el cerdo muera mientras —larga pausa—, mientras lo estás cogiendo. Y entonces tienes que ir atrás, y quiero que huelas los pedos moribundos del cerdo. ¿Vas a hacer eso por mí?
—Sí, y más que eso. Y peor que antes.
Brando ha hecho una promesa. En nuestro año del siglo XX , ¿cómo podríamos hacer un contrato de amor con menos de trescientos kilos de mierda de cerdo? Con su coraje para dejarse ir, por fin podemos reconocer la tragedia de su expresión a través de estos veinticinco años. Esa expresión ha estado encerrada en la imposibilidad de comunicar alguna vez semejante conjunto de pensamientos privados. Sin embargo, acaba de hacerlo. Es probablemente el único actor del mundo que podría haberlo hecho. Está tomando la mierda que hay en él y dejándola caer sobre nosotros. Cómo le encanta al público. Han venido para verse cubiertos. No es por nada que el mundo está contaminado. Hay cierta disfunción profunda del siglo XX en la eliminación de los desperdicios. Y Brando se aferra a eso. Es un golpe de genio haber hecho un discurso como ese. Una y otra vez está diciendo en este film que uno sólo llega al amor saltando fuera de la mierda en uno mismo.
Así, busca vaciar sus residuos eternos por el suicidio de la esposa. Se queda sentado junto al cadáver tendido en un sórdido cuarto de hotel, la maldice, solloza, se dedica a quitar el lápiz labial del empleado de pompas fúnebres, rumia sobre el amante de ella (que vive en el piso de arriba del hotel), y pasa a través de alguna curva de lo oscuro, porque ahora, fuera de escena, procede a desaparecer. Nos damos cuenta de esto cuando vemos a Jeanne en los cuartos vacíos. Paul ha desaparecido. Le ha ordenado a ella que marche hacia los pedos del cerdo para nada. Así que ella le pide a su director de TV que vea el departamento: ¿podrían alquilarlo? El pragmatismo profundo de la burguesía francesa se agacha sobre nosotros. Ella aprecia el valor de unos pocos recuerdos para darle algo de salsa a su débil matrimonio. Pero el director de TV debe de olfatear esta vieja cocción, porque se va de pronto, después de decirle que buscará un departamento mejor.
Bruscamente Brando está de nuevo ante ella en la calle. ¿Estuvo esperando que ella apareciera? Se lo ve rejuvenecido. «Terminó», le dice ella. «Terminó», contesta él. «Después empieza otra vez». Está enamorado de Jeanne. Le revela su biografía, la esposa muerta, los detalles poco románticos. «Tengo una próstata del tamaño de una papa de Idaho pero sigo siendo bueno para la erección. […] Supongo que si no te hubiese encontrado es probable que hubiera aceptado una silla dura y una hemorroides». Siguen hasta una sala, cierta especie de palacio del tango mítico donde se está llevando a cabo un concurso de baile. Se emborrachan y salen a la pista. Brando se entrega a una parodia escuálida del tango. Cuando los sacan los jueces, exhibe su culo desnudo por un instante.
Ahora vuelven a sentarse y de pronto el affaire amoroso está terminado. ¡Así nomás! Jeanne está aburrida de él. Algo ha pasado. No sabemos qué. ¿Ella es una burguesa a quien repele la pensión de mala muerte de Brando? ¿O la forma en que él desfiguró el tango hirió algún nervio definitivo de la conducta superior francesa? Es un motivo demasiado pequeño. ¿Debemos decidir que el sexo sin una máscara ya no es amor, que ninguna máscara es más adecuada para la pasión que no tener nombre en la cama de un amante extraño?
Hay diez motivos por los que el amor de ella podría terminar, pero no conocemos ninguno. Ella simplemente se quiere librar de él. Líbrenme de un tipo de cincuenta años puede ser su único grito.
Trata de huir. Él la sigue. La sigue en el metro y todo el camino a casa. Sube las escaleras en caracol cuando ella sube en el lento ascensor, e irrumpe en la casa de la madre junto con ella, sin aliento, mascando chicle, con mirada lasciva. Ahora es todo verga. Es el recuerdo de cada buena cogida que le ha dado. «Esta es la toma del título, nena. Vamos a recorrer todo el camino».
Ella saca la pistola del ejército del padre y le dispara. Él murmura «Nuestros hijos, nuestros hijos, nuestros hijos recordarán…» y sale tambaleante al balcón, mira la mañana de París, se saca el chicle de la boca, lo pega con cuidado en la parte de abajo de la baranda de hierro en un movimiento que es puro caldo de Brando —la cultura como una cagada de cabra sobre el busto de Goethe— y muere. El ángel del rostro trágico se desliza fuera de la pantalla. Y la orgullosa Maria Schneider queda bruscamente y del modo más increíble reducida a una boluda que inventa un pretexto. «No sé quién es», murmura en su mente a los flics que se acercan. «Me siguió en la calle, trató de violarme, está loco. No sé cómo se llama. No sé quién es. Quería violarme».
El film termina. Las preguntas empiezan. Nos hemos visto sometidos a una ruptura cinematográfica mayor que cualquier otro film —al menos— desde Soy curiosa, amarillo . De hecho hemos ido mucho más allá. Es difícil pensar en otro film que haya dado un paso más largo. Sin embargo, si este es «el film erótico más poderoso que se haya hecho», entonces el sexo es como un laxante para damas. Porque nos han dado un baño de mierda sin ninguna recompensa. A pesar de toda su energía, el film ha sido dado vuelta hacia el final. Nos han pedido que sigamos a dos amantes serios y más o menos desesperados mientras pasan por las esclusas de la lujuria y la defecación, a través de algunas especies de la cura casera del cáncer, si quieren, y ha estado a la altura de las profundidades modernas —¡caga el rostro de la amada y encuentra el amor!— sólo para descubrir una extorsión peculiar en lo estético. Nos han llevado en este viaje hasta la próstata grande como una papa de Idaho sólo para reconocer que nunca nos metimos de verdad en la exploración de las catacumbas del amor, la pasión, la infancia, la sodomía, la ternura, y la ruptura del hielo emocional, en cambio apenas si vagamos del oasis de un onanista a otro.
Es, sin embargo, una película que se ha declarado a sí misma, por el poder de su apertura, como igual en experiencia a una gran cogida, y así la medida de su éxito o su fracaso es por la misma estética sexual. Rara vez el valor de un film dependió tanto del poder o la falta de poder de su final, incluso como una cogida que está llena de promesas está dispuesta a verse pinchada por un final pobre. Así, en Tango no hay un juntarse de fuerzas para la conclusión, ningún remolino de destinos sexuales (en este caso, del público y los actores) hacia el mismo embudo de conversión, ningún vuelo fuera de los sentidos persiguiendo una visión nueva, no, apenas la carga plena contra una pared en blanco, un espasmo de masturbador —llegado por el motivo equivocado y con el pensamiento equivocado— y uno es lanzado hacia atrás, hecho añicos, demasiado ubicuamente electrizado, y lleno de críticas. Ahora las fallas recordadas del film carcomen el placer, incluso como el orgasmo fallido de un acto apasionado pondrá en cuestión el carácter de la pasión.
Así que salimos de la sala caminando con furia. El film estaba estirándose hacia la grandeza de la que ha estado hablando Kael, pero el logro ha sido apenas parcial. Como todas las ejecuciones menos divinas que su concepción, Último tango… provocará mutaciones que están obligadas a explorar los puntos muertos. ¡Más polución estética por venir! La actuación de Brando ha sido única, histórica, incomparable: es posible, sin embargo, que haya ido por completo en la dirección equivocada. Brando ha sido como un amante que sigue contando chistes sucios consumados hasta el amanecer devastado, cuando la muchacha dirá: «¿Viniste a cantar o a coger?». Él ha venido con gran honor y dignidad y coraje excepcional a desnudar su alma. Pero en un solo. Nos han dado un film de coger sin la cogida. Es como un western sin caballos.
Ahora, el sentido sutil de desplazamiento que ha colgado sobre la película es claro. No ha habido ninguna alta pasión particular perdida. Brando es un actor tan magnético, Schneider es tan atractiva, y las escenas son tan íntimas que suponemos que hay pegamento sexual entre sus partes, pero es nuestra libido la que ha estado haciendo hervir ese pegamento y no los actores sobre la pantalla. Si Kael ha tenido una liberación sexual con Tango , su libido no está sola —el público también se saca las ganas— examinando los mocos de los famosos. (La liberación de la Mayoría Silenciosa tal vez no sea asistir a una cogida sino oír chistes sucios). Así que el estremecimiento real de Tango para los públicos de 5 dólares se convierte en la mirilla para espiar qué nos ofrece Brando sobre Brando. Están allí para oír a un actor de fama mundial decir como respuesta a «Qué brazos fuertes tienes»:
—Para apretarte y sacarte un pedo mejor.
—Qué largas uñas tienes.
—Para arañarte el culo mejor.
—Oh, qué peludo eres.
—Para que tus ladillas se escondan mejor.
—Oh, qué lengua larga tienes.
—Para metértela en el trasero mejor, querida mía.
—¿Para qué es esto?
—Eso es tu felicidad y mi peninidad.
Pandemónium de placer en la sala. ¿Quién quiere observar un acto de amor cuando el fantasma del gran Lenny Bruce [16] ha regresado? El goce de la multitud es que una celebridad nacional está siendo obscena en la pantalla. Para medir el magnetismo mediático de semejante acto, pregúntense a sí mismos cuántos cientos de kilómetros podrían conducir para oír a Richard Nixon decir una línea como «Acabamos de echarnos un polvo volador en una rosquilla rodante», o «Fui a la Universidad del Congo; estudié cómo cogen las ballenas». Sólo los liberales impenitentes serían tan progresistas como para decir que no conducirían ni un kilómetro. No, uno podría desencadenar migraciones masivas si Nixon fuera a dar el discurso de cerdo-y-vómito de Brando ante la prueba del amor.
Reconozcamos el fenómeno. Sería un acto tan surrealista que no podríamos pasar por alto a Nixon. El surrealismo se ha convertido en nuestro correlato objetivo. Un atisbo privado de los grandes se convierte en la alquimia de los medios, el oro del tonto en el siglo de la comunicación. En la era de la televisión sabemos todo sobre los grandes salvo cómo se tiran pedos: el viento del culo, por lo tanto, es nuestro viento comercial. Parte del genio de Brando es reconocer que el interés auténtico de los públicos no reside en tenerlo retratando los pasajes tiernos y las tormentas asesinas de una pasión descontrolada entre un hombre y una mujer, es más bien dar un atisbo de sus manías sexuales. Las manías sexuales de Brando ofrecen una vibración comprensiva a las manías sexuales de los dos. La afirmación de la pasión es que nos alzamos de los pantanos de nuestros pañales —sea cual fuere la ruta tortuosa— hacia la pija y la concha; es el colmo de lo decadente ir desde el primer asalto de amor explosivo de Tango hasta las uñas recortadas metidas en su recto.
Después sigue el asesinato. Salvo que no sigue. Ha estado colocado ahí desde el principio como el final requerido en la mente de Bertolucci. Ya estaba escrito en el guion preparado primero con Trintignant y Dominique Sanda en mente. Pero hubo complicaciones y cambios de elenco. Sanda estaba embarazada, etc. Apareció Brando, y encontraron a Schneider. Sin embargo el viejo final sigue allí. Como no creció de manera convincente a partir del material del guion original, aparece, después de la improvisación de Brando, como totalmente fortuito.
En el guion original, el diálogo es tan general y los personajes tan vagos que uno tiene que suponer que Trintignant, Sanda y Bertolucci planeaban darnos algo extraordinario precisamente al superar su guion pedestre. Es como si Bertolucci dejara afuera a propósito líneas principales enteras de argumento para descubrirlas en el film. Sólo que fue Brando quien apareció en vez de Trintignant para hacer un personaje particular a partir de un papel general, para «superponer» —de acuerdo al deseo de Bertolucci— su propio personaje como Marlon Brando, así como también algo de su vida, y un buen trozo de sus obsesiones privadas. Mientras lo hacía, sin embargo, el film se apartó de cualquier lógica que el guion hubiese tenido originariamente. Por ejemplo, en el tratamiento pre-Brando, nos habríamos visto obligados a escuchar lo siguiente:
LEON (alias Paul): Te hago morir, me haces morir, somos dos asesinos, cada uno del otro. Pero quien logre realizar esto es dos veces el asesino. Y ese es el placer mayor: mirarte morir, mirarte salir de ti misma, con los ojos en blanco, retorciéndote, jadeando, gritando tan alto que parece la última vez.
¡Oh, la la! Estamos escuchando a un intelectual francés. Es por buenos motivos que Bertolucci desea superponer la personalidad de Brando. Cualquier cosa es preferible a Leon. Y con gran certeza Brando oblitera este análisis verbal, crea en cambio un personaje que es mitad noble y mitad un bruto, un calco dibujado sobre papel transparente encima de su propia imagen. Paul es un norteamericano, ex boxeador, ex actor, ex corresponsal extranjero, ex aventurero, y ahora, con la muerte de su esposa, ex gigoló. Es ese personaje y sin embargo es aun más Brando. De hecho, se parece tanto a Brando que no encaja del todo en el papel de Paul: habla un poquito demasiado, y es un poco demasiado distinguido como para ser el propietario de un hotel barato a los cincuenta años; digamos que al menos Paul está lo bastante cerca del campo magnético de Marlon como para que un público sea incapaz de comprender por qué Jeanne se vería repelida ante el hecho de que tiene un hotel barato. ¿A quién le importa, si es Marlon quien te invita a vivir en un hotel barato? Por otro lado, también es Marlon el Difícil, Marlon el Indio del Hampa, Marlon la sombra de los alienados, Marlon la joven estrella que, cuando le preguntan en su primer viaje a Hollywood qué le gustaría en el sentido de atención personal y toques de control para la mascota con los nervios de punta que ha llevado consigo, dice: «Que se cojan a mi mono».
Sí, Brando está estudiando el asunto de las ballenas en el Congo. Es la ronca voz desubicada de la pradera. Después, contemplando el fracaso, nos damos cuenta de que ha estado dejando afuera a Schneider. Como un boxeador maestro con cien trucos, la ha estado dejando afuera de la actuación (con todo su tacaño tesoro de tradición actoral), le ha estado robando escenas a ella mientras se encuentra desnuda y él esta vestido por completo, ¡qué virtuosismo! Pero es injusto. Ella está llena hasta el borde para dejarse ir. Quiere dar la actuación joven de su vida y él la saca de posición con un golpecito aquí, y le hace un truco más allá: mucho antes de que haya terminado nos damos cuenta de que él no quiere el combate del siglo sino una decisión local. No vino a coger sino a defecar. A defecar en las maravillas para su público abriboca y hacer su cura del cáncer en público. ¡Es lo más rápido! Engrasemos las manías sexuales y traigamos a los cerdos. Aceptaríamos un corral entero de cerdos si Brando se metiera en el tema sobre el que gira la película, pero está absorto en el mayor solo de su vida y artistas tan jóvenes como Schneider y Bertolucci difícilmente van a ser capaces de detenerlo.
Así es nuestro más grande actor, nuestro actor más noble, y es también nuestro grosero nacional. ¿Podría ser de otro modo en Estados Unidos? Sin embargo, una rabia enorme se agita. Brando es tan grande. ¿No puede ser aun más grande e ir al fondo del terror de todo actor espléndido, que es dejar de lado los trucos que rodean a la persona y entrar a la arena auténtica de la improvisación? Es ahí donde puede existir el futuro de la película, pero no lo averiguaremos hasta que un gran actor haga el esfuerzo hasta el final.
Pero ahora regresamos al núcleo del fracaso de Último tango . Se reduce a la dificultad de la improvisación, al reconocimiento de que la improvisación que es menor que la totalidad de un film está cerca de ninguna improvisación. Ha disminuido desde el plato entero a un condimento agregado al plato (por lo común, de modo incorrecto). Bertolucci es un director joven soberbio, atrevido, empapado de cultura fílmica, bendecido por la gracia cinematográfica. Nos da una película de la mayor ambición, con riesgos considerables, y un sentido del pasado. Sin embargo tropieza en la trampa mayor de la improvisación: es la simple negativa de los que hacen el film a enfrentarse con la lógica implacable del problema. Uno no agrega improvisación a un guion que ya está escrito y con un final encerrado bajo llave. Sin importar lo agradables que puedan ser los resultados particulares, sigue siendo la entrada del formulismo en la estética: «Ustedes los negros pueden trabajar en esta empresa y están libres de expresarse a sí mismos siempre que no hagan nada que un empleado blanco no haría». Aténganse al guion. Reduzcan la improvisación a un período de juego libre en medio de un programa estricto.
La exigencia fundamental sobre la improvisación es que la idea para el film y el estilo de la improvisación tendrían que surgir del mismo pensamiento. Desde un principio, la improvisación debe vivir en la premisa en vez de ser agregada a ella. La noción no es fácil de captar, y de hecho es elusiva. Incluso puede ayudar a alejarse de Último tango… lo suficiente como para mirar otro ejemplo de improvisación posible. Se pide indulgencia al lector: pensar en otro tipo de film por completo, una complicación que distrae en cuanto a la argumentación, pero tal vez no sea posible enfocar la improvisación hasta que tengamos otros modelos ante nosotros.
Así que se ofrece el film siguiente e imaginario: Orson Welles interpreta a Churchill mientras que Olivier o Burton hacen de Beaverbrook en la semana de Dunquerque. Supongamos que tenemos la buena suerte de encontrar a estos actores en la cúspide de sus poderes y tengamos como auteur a un cineasta que es además un historiador brillante. A estos comienzos, él agrega una compañía de actores ingleses agudos y les da a estudiar el mismo material histórico para suministrar un común denominador al conocimiento de todos. A esta altura el auteur y la compañía están de acuerdo en algunas premisas del argumento. El auteur ofrecerá situaciones específicas. Ayudará si los episodios están lo suficientemente cargados como para que los actores pierdan su primer miedo a la improvisación, que es que deben inventar sus líneas.
Entonces, una acción narrativa puede empezar a surgir del interjuego de los personajes, muy en el estilo en que una buena fiesta resulta diferente de las expectativas de la anfitriona y sin embargo se desarrollará a partir de su concepción original. Con un guion, los actores tratan de convencer al escritor, si está presente, de que mejore sus líneas: con la improvisación ellos deben poner en juego su ingenio. ¿Por qué suponer que el ingenio de esta compañía de inteligentes actores ingleses tendrá menos conocimiento de la conducta y la historia que un guionista que abarca demasiado y trata de elaborar su concepción remota de cómo podrían haber sido Churchill y Beaverbrook? ¿Por qué no suponer que Welles y Burton tienen una idea mejor? ¿No es más probable que ellos contengan un conocimiento instintivo en su carne ambulante? ¿Acaso la compañía, al meterse como buenos actores británicos con su propia historia, no será capaz de revelarnos más sobre lo que semejante semana podría haber sido que casi cualquier esfuerzo de un guionista, salvo el más inspirado?
Todos contenemos la cultura de nuestro país en nuestras capacidades actorales sin uso. Aunque es probable que Clark Gable no hubiera podido hacer una improvisación para salvarse a sí mismo, dado que no tenía hábitos de trabajo para eso, sigue en pie la sospecha de que Gable, si hubiese sido capaz de permitírselo, podría haber ofrecido algunas revelaciones sobre la vida de Dwight D. Eisenhower, en especial porque Ike parece haberse pasado una buena parte de la vida imitando la voz de Gable. Si la violencia puede liberar el amor, la improvisación puede soltar la cultura no usada de un artista de cine.
Es concebible que el argumento sea espléndido, pero estamos hablando de improvisación histórica , donde el final sigue siendo conocido y son los detalles los que importan. Qué simple (e intenso) en comparación se vuelve el problema de hacer una improvisación completa en Último tango… Allí nos dan una situación fundamental, una muchacha mimada que se está por casar, un hombre consternado cuya esposa es una suicida. El hombre y la muchacha están en el cuarto para hacer el amor. Estamos otra vez en el mismo principio. ¡Pero ya no podemos proyectar por adelantado! Si los actores no sienten sexualmente nada por el otro, como ha indicado Schneider en varias entrevistas que era el caso para Brando y ella —incluso puede haber estado diciendo la verdad—, entonces ninguna improvisación es posible sobre líneas sexuales. (La improvisación tendría que trabajar sobre las consecuencias de una falta de atracción). Los actores no tienen que sentir gran pasión entre sí para cumplir con un papel, pero tiene que existir atracción suficiente como para ofrecer un carbón encendido sobre el que la improvisación pueda soplar. Sin algún grano de realidad para una improvisación sólo un monstruo puede seguir ofreciendo líneas interesantes. Una vez que la atracción está presente, no hay nada excepcional en la continuación del proceso. La mayoría de nosotros, dada la relación umbilical entre el sexo y el drama, hacemos funcionar nuestros fuelles psíquicos con muchas chispas sensuales, pero por otra parte la mayoría de los affaires son, en uno u otro punto, improvisaciones, lo cual es decir genuinos en cierta parte del sentimiento y muy bien actuados en el resto. Lo que separa a los actores profesionales de todos nosotros, las masas aficionadas con nuestro instinto animal para el fingimiento, nuestra actuación cotidiana, es la capacidad de los profesionales de tomar una emoción improvisada y recorrer una larga distancia con ella. En un texto guionado, algunos profesionales no necesitan la menor relación con el otro actor; pueden, como dijo Monroe una vez, «borrarlos por completo» y ponerles otra cara. Pero la improvisación depende de una vida continuada, dado que existe en la tierra de nadie entre la actuación y la respuesta no calculada. Es un estado psíquico especial , en el mejor de los casos más real que la vida a la que uno regresa después, y una forma de demencia especial. Toda actuación es un corolario de la demencia, pero trabajar a partir de un guion ofrece un medio altamente controlado de apartarse de la propia personalidad de uno para poder entrar en otra. (Así como también el poder formal de regresar).
Lo que hace a la improvisación lo bastante fértil, luminosa, aterrorizante y en última instancia pomposa como para que un profesional como Gable rechace su práctica es que el actor está haciendo dos cosas a la vez: interpretando un papel ficticio mientras usa sentimientos auténticos, que entonces empiezan a servir (en vez de la seguridad del guion) para estimularlo hacia sucesivos nuevos sentimientos y respuestas, hasta que está en peligro de entrar en un terreno emocional que está demasiado lejos de su control.
Si ahora examinamos Último tango… contra esta perspectiva, los riesgos (una vez que hay atracción sexual real entre el hombre y la mujer) tienen que multiplicarse. Después de todo no están simplemente interpretándose a sí mismos sino más bien insertos en criaturas muy cargadas, un hombre violento con un horizonte lleno de sangre y una muchacha mimada de clase media con tiranías enterradas. Mientras continúan esta improvisación, ¿cómo pueden evitar caer enamorados o llegar a odiarse? Con buenos actores de cine, existe incluso el peligro real de que la presencia del equipo de filmación los inflame aun más, dado que en cada actriz o actor dramático hay un orgiasta gritando por salir.
Así que el asesinato es la primera realidad dramática entre dos amantes semejantes en un film continuado de improvisación. Avanzan hacia un fin que está aterradoramente abierto. El hombre puede matar a la mujer, o la mujer al hombre. Porque, como actores, también tienen que enfrentar la vergüenza de apartarse el uno del otro caminando con serenidad, un pequeño desastre cuando uno está tratando de construir intensidad, porque semejante final tranquilo equivale a falta de inspiración, una cobardía ante la violencia potencial del otro. La improvisación es profundamente malvada cuando funciona; sube la apuesta, carga todo potencial dramático, busca el choque. Sin embargo, qué dimensión de exploración dramática se ofrece al mismo tiempo. Porque los actores pueden incluso enamorarse, pueden enamorarse realmente, pueden pasar un rito de pasaje juntos y así alcanzar cierta cripta del corazón cerrada con llave precisamente porque han sido fotografiados cogiendo juntos desde todos los ángulos, y aun así —tal vez sea por eso mismo— han encontrado cierta reserva privada de intimidad que nadie más puede tocar. Dejen que el mundo observe. No está cerca.
Así, la improvisación auténtica que Último tango… demandaba se habría movido cada día a partir de la experiencia de los actores el día anterior; habría ofrecido, por lo tanto, más excitación estética. ¡Debido a su peligro! Hay una línea muy delgada en los últimos reconocimientos de la psiquis entre las balas reales de una pistola y las balas de fogueo. La locura de la improvisación es tal, las intensidades de la voluntad se vuelven tales que uno apenas se atreve a disparar una bala de fogueo al otro actor. ¿Qué pasaría si se ha dejado llevar tanto por la excitación que se negara a caer? Que traigan la bala verdadera, entonces. Que la muerda.
Desde luego, el asesinato literal difícilmente sea el desenlace inevitable de la improvisación. Pero está en el plan privado de la paranoia de cada actor. Empujados juntos en la improvisación más allá de lo que los actores han ido antes, quién sabe qué riesgos literales podrían haber tomado por último. Es probable que sea por eso que Brando eligió interpretar un bufón a un nivel muy alto y, por lo tanto, también eligió rebajar a Schneider. Por último, nos reímos de esas tetas plenas y encantadoras que serán buenas sólo para jugar al fútbol (y ella decidirá rebajar quince kilos después de hacer el film: toda una pérdida de quince kilos de pulcritud). Brando, con su paranoia inmensa (difícilmente no esté justificada), puede haber concluido como muchos artistas atrevidos antes que él que ya se estaba arriesgando lo suficiente. No había necesidad de más.
Aun así, perdió una oportunidad para su talento inmenso. Si ha sido nuestro primer actor durante décadas, es porque nos ha dado, desde la temporada en que llegó con Un tranvía llamado deseo , una sensación de improvisación a partir de las líneas de un guion mayor que la de cualquier otro actor profesional. A veces parecía el único intérprete vivo que sabía cómo sugerir que estaba por decir algo más valioso que lo que decía. Le daba fuerza. Las líneas que otra gente había escrito para él salían de su boca como el mejor compromiso que la vida le había ofrecido a cambio de cinco pensamientos mejores. Parecía tener un subtexto cargado. Era como si, cada vez que le pedían en otras películas decir líneas de guion tan malas como «te hago morir, me haces morir, somos dos asesinos, cada uno del otro», el subtexto —la emoción de las palabras que estaba usando detrás de las palabras— se convirtiera en «Quiero que el cerdo te vomite en la cara». Eso era lo que le daba un aire de amenaza desordenado, casi descontrolado y ardiente a todo lo que hacía.
Ahora, en Último tango… , no tiene nada debajo del guion, porque su subtexto previo era el guion. Así que apareció ante nosotros como un hombre orando, no improvisando. Pero, por otra parte, un discurso largo difícilmente sea una improvisación si su línea de acción es capaz de ir a ninguna parte, salvo regresar a las estructuras predispuestas del argumento. Es como el aparte de un político antes de que regrese a ese texto preparado para la prensa que ya tiene en las manos. Así que nuestro interés se apartó de las posibilidades del film y se gastó en el hombre mismo, su nobleza y su calidad de rudo. Pero su naturaleza fue, por último, una cuestión menos interesante de lo que debería haber sido, y pasarían semanas antes de que uno pudiera perdonar a Bertolucci por la cacofonía estética del final.
Aun así, uno podía perdonar. Porque, en última instancia, Bertolucci nos había dado un fracaso que valía por cien films como El padrino . Sin tener en cuenta todos sus solos, sus majestades fallidas, y sus horrores que le yerran al blanco, incluso como una aventura altamente imperfecta, sigue siendo la mejor aventura en cine que puede verse en este año de pululación. Y abrirá un abismo para Bertolucci. El resto de su vida debe ser ahora una improvisación. Sin duda es lo bastante audaz como para vivir con eso. Porque empieza Último tango… con Brando murmurando dos palabras que uno apenas puede oír. Son: «Cogerse a Dios».
Lo inmanejable en uno mismo debe ahora ofrecer consejo. Si Bertolucci se va a coger a Dios, dejen que tenga realmente su cogida. Entonces, todos podremos saber un poco más acerca de lo que Dios está dispuesto o no a perdonar. Es decir, a menos que Dios esté viejo y haya olvidado de hecho y estemos meramente en un mar de analidad humana, un Fausto colectivo privado de Mefisto y convirtiéndose en mierda. La elección, desde luego, es pequeña. De cualquier manera, seguimos empujando en cada arte y cada tecnología hacia la reencarnación de la creación. Sin duda es una empresa más demente que aparearse con el cerdo, pero es nuestra empresa, nuestra ballena blanca, y mediante ella o con ella seremos seducidos. Derecho al Congo con sexo, tecnología y las livideces inflamadas de la voluntad humana.
Norman Mailer (Long Branch, New Jersey, 31 de enero de 1923 - Nueva York, 10 de noviembre de 2007), fue un escritor, novelista, periodista, ensayista, dramaturgo, cineasta, actor y activista político estadounidense. Junto con Truman Capote, está considerado el gran innovador del periodismo literario
En 1948, justo antes de entrar en la Sorbona en París, escribió la obra que lo haría famoso en el mundo, The Naked and the Dead (Los desnudos y los muertos), basada en sus experiencias durante la guerra. Fue aclamada por muchos como una de las mejores novelas estadounidenses tras la guerra y la Modern Library (sección de la editorial Random House) la calificaría como una de las cien mejores novelas.
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