domingo, 12 de abril de 2020

SOBRE LA PRENSA Umberto Eco




SOBRE LA PRENSA

    Señores Senadores:
    Lo que voy a presentarles brevemente es un cahier de doléances sobre la situación de la prensa italiana, sobre todo en sus relaciones con el mundo político. Puedo hacerlo, no a espaldas sino en presencia de representantes de la prensa, porque lo que diré lo he ido escribiendo a partir de los años sesenta en adelante y, en gran parte, en diarios y semanarios italianos. Esto significa que vivimos en un país donde una prensa libre y sin prejuicios es capaz de procesarse a sí misma.
    La función del cuarto poder es, sin duda, la de controlar y criticar a los otros tres poderes tradicionales (junto con el poder económico y el que representan partidos y sindicatos), y puede hacerlo, en un país libre, porque su crítica no tiene funciones represivas: los medios de masa sólo pueden influir en la vida política creando opinión. Los poderes tradicionales no pueden controlar y criticar a los medios de comunicación, como no sea a través de los medios de comunicación; de otro modo, su intervención se convierte en sanción, o ejecutiva, o legislativa o judicial; lo cual puede suceder sólo si los medios de comunicación delinquen, o parecen configurar situaciones de desequilibrio político e institucional. [2] Pero como los medios de comunicación y, en nuestro caso, la prensa, no pueden estar exentos de críticas, es garantía de salud para un país democrático que la prensa pueda uestionarse a sí misma.


    Con todo, a menudo no es suficiente que lo haga; es más, hacerlo puede constituir una sólida coartada, o mejor, seamos severos, un caso de la que Marcuse denominaba «tolerancia represiva»: una vez demostrada la propia despreocupación autoflagelatoria, la prensa no siente ya interés alguno por reformarse. Hace casi veinte años, Livio Zanetti me pidió, y publicó en L’Espresso , un largo artículo de crítica de la revista misma. Seré excesivamente modesto, pero si L’Espresso más tarde se enmendó, no fue por mérito de mi artículo, sino por natural evolución de las cosas. Por lo que recuerdo, mi crítica no tuvo ninguna trascendencia.
    Al bosquejar este cahier de doléances , no pretendo criticar a la prensa en sus relaciones con el mundo político como si éste fuera víctima inocente de los abusos de la prensa. Creo que el mundo político es totalmente corresponsable de la situación que intentaré delinear.
    Aún más, no seré uno de esos provincianos para los cuales sólo va mal lo que sucede en nuestro país. No caeré en el error de nuestra prensa, a menudo xenófila, que, cuando menciona un diario extranjero, lo hace anteponiéndole siempre el adjetivo «prestigioso», llegando a hablar así del «prestigioso New York Post » cuando quiere usar una afirmación de este diario, ignorando que el New York Post es un periódico de cuarta categoría que se avergonzarían de leer en Omaha, Nebraska. Gran parte de los males de los que adolece la prensa italiana son comunes, hoy en día, a casi todos los países. Pero me referiré en negativo a otros países sólo cuando sea estrictamente necesario, porque «dos sinrazones no hacen nunca una razón». Y tomaré como ejemplo a otros países cuando considere que su lección puede ser positiva también para nosotros.
    Última precisión: usaré como textos de referencia los periódicos Repubblica, Corriere della Sera y la revista semanal L’Espresso , y lo haré por corrección. Se trata de tres publicaciones en las cuales he escrito o escribo todavía, y, por lo tanto, mis críticas no podrán considerarse preconcebidas o inspiradas en la mala fe. Pero los problemas que sacaré a la luz atañen a toda la prensa italiana.
Las polémicas de los años sesenta y setenta
    En los años sesenta y setenta la polémica sobre la naturaleza y función de la prensa se desarrollaba sobre estos dos temas:
1 ) diferencia entre noticia y comentario, y, por lo tanto, el problema de la objetividad;
2 ) los periódicos son instrumentos de poder, controlados por partidos o grupos económicos, que usan un lenguaje deliberadamente críptico en cuanto que su verdadera función no es dar noticias a los ciudadanos, sino enviar mensajes cifrados a otro grupo de poder pasando por encima de las cabezas de los lectores. El lenguaje político se inspiraba en esos mismos principios y la expresión «convergencias paralelas» ha quedado grabada en la bibliografía sobre los mass media como símbolo de este lenguaje, a duras penas comprensible en los pasillos del Parlamento, completamente impermeable para un ama de casa de Voghera. [3]
    Como veremos, estos dos temas se han vuelto en gran parte obsoletos. Por un lado, hubo una amplia polémica sobre la objetividad, y muchos de nosotros sosteníamos que (con excepción del parte de las precipitaciones atmosféricas) no puede existir la noticia verdaderamente objetiva. Aun separando cuidadosamente comentario y noticia, la elección misma de la noticia y su confección constituyen elemento de juicio implícito. En las últimas décadas se ha afirmado el estilo de la denominada «tematización»: una misma página acoge noticias vinculadas de algún modo. He aquí, como ejemplo de tematización, la página 17 de Repubblica del domingo 22 de enero. Cuatro artículos: «Brescia, da a luz y deja morir a su hija»; «Roma, niño de 4 años, solo en casa, jugaba en el alféizar; el padre acaba en la cárcel»; «Roma, pueden dar a luz en un hospital también los que no quieren quedarse con el hijo que va a nacer»; «Treviso, una madre divorciada dimite de madre».
    Como ven se tematiza el riesgo de la infancia abandonada. El problema que debemos plantearnos es: ¿Se trata de un problema de actualidad típico de este período? ¿Se incluyen todas las noticias sobre casos de ese tipo? Si se tratara sólo de cuatro casos, el asunto sería estadísticamente insignificante; pero la tematización hace que la noticia se erija en lo que la retórica judicial y deliberativa clásica denominaba exemplum : un solo caso del que se saca (o se sugiere subrepticiamente que se saque) una regla. Si se trata sólo de cuatro casos, el periódico nos hace pensar que son muchos más; si se hubieran producido muchos más, el periódico no nos lo habría dicho. La tematización no ofrece cuatro noticias: expresa una fuerte opinión sobre la situación de la infancia, fuera cual fuera el deseo del redactor que, quizás de madrugada, confeccionó así la página 17 porque no sabía cómo llenarla. Con esto no quiero decir que la técnica de la tematización sea equivocada o peligrosa: digo sólo que nos demuestra cómo pueden expresarse opiniones dando noticias completamente objetivas.
    En cuanto al problema del lenguaje críptico, diría que nuestra prensa lo ha abandonado, porque ha cambiado también el lenguaje de los políticos, los cuales, ante los micrófonos, ya no leen en un papelito frases oscuras y elaboradas, sino que dicen, apertis verbis , que su compañero de cordada es un traidor, mientras el otro magnifica a voz en grito las cualidades eréctiles del propio órgano reproductivo. La prensa, es más, se repliega a un lenguaje al alcance de esa entidad magmática que hoy se llama «la gente», pero considera que la gente habla sólo con frases hechas. Y he aquí, entonces (entresaco al azar de los datos recogidos por mis estudiantes sobre un mes de frases hechas en la prensa italiana) en un solo artículo del Corriere del 11 de enero de 1995 la siguiente lista de frases hechas: «La esperanza es lo último que se pierde», «Estamos en un callejón sin salida», «Dini anuncia sangre, sudor y lágrimas», «El Presidente está en pie de guerra», «Lo han hecho tarde, mal y nunca», «Pannella pone el dedo en la llaga», «El tiempo aprieta, ya no pueden doler prendas», «Al gobierno le queda mucho por andar», «Habremos perdido nuestra batalla», «Estamos con el agua al cuello». En la Repubblica del 28 de diciembre de 1994 se encuentra «Hay que nadar y guardar la ropa», «Quien mucho abarca poco aprieta», «De los amigos me salve Dios», «La peor manera de apretar las tuercas», «Fininvest vuelve a salir al ruedo», «Lo hecho, hecho está», «A la fuerza ahorcan», «Mala hierba nunca muere», «Según como sople el viento», «La televisión se lleva la mejor parte y nos deja las migajas», «Volvamos al buen camino», «El índice de audiencia se ha desplomado», «Perder el hilo del discurso», «Abrir los ojos», «Una antena hacia los mercados», «Sale malparado», «La dolorosa espina en el costado», «Rendir las armas»… No se trata de un periódico, se trata de un refranero. Uno se pregunta si estos clichés, al final, resultan más transparentes, o menos, que las «convergencias paralelas», que al menos las Brigadas Rojas entendieron lo que querían decir y, efectivamente, actuaron en consecuencia.
    Nótese que de estas frases hechas, buenas para la «gente», el cincuenta por ciento están inventadas por los articulistas y otro cincuenta por ciento se citan de declaraciones de parlamentarios. Como ven, para usar otra frase hecha, «el círculo se estrecha», y estamos poniendo en evidencia una diabólica alianza en la que no se sabe quiénes son los corruptos y quiénes los corruptores.
    Fin, así pues, del antiguo debate sobre objetividad y lenguaje críptico. Se plantean nuevos problemas. ¿Cuáles son y cómo nacen?
El diario se convierte en un semanario
    En los años sesenta los periódicos no sufrían todavía por la competencia de la televisión. Sólo Achille Campanile, en un congreso sobre la televisión, en Grosseto, en septiembre de 1962, tuvo una intuición luminosa: hubo un tiempo en que los periódicos daban una noticia antes que nadie, luego intervenían otras publicaciones para profundizar la cuestión; el periódico era un telegrama que acababa por «sigue carta». Ya entonces, en 1962, la noticia telegráfica la daba el telediario a la hora de cenar. El periódico, la mañana siguiente, daba la misma noticia: era una carta que acababa por: «Sigue, mejor dicho, precede telegrama».
    ¿Por qué sólo un genio del humor como Campanile se había dado cuenta de esa situación paradójica? Porque la televisión se limitaba, entonces, a uno o dos canales considerados gubernamentales, y, por lo tanto, no se la consideraba (y en gran parte no lo era) fidedigna como fuente; los periódicos decían más cosas y de forma menos vaga; los humoristas nacían en el cine o en el cabaret , y no siempre llegaban a la televisión; la comunicación política se producía en las plazas, cara a cara, o mediante carteles en las paredes: un estudio sobre el telemitin en los años sesenta apuntaba, mediante el análisis de numerosas tribunas políticas que, al intentar adaptar las propias propuestas a una media de los espectadores televisivos, el representante del Partido Comunista acababa diciendo cosas muy parecidas a las del representante de la Democracia Cristiana, es decir, se anulaban las diferencias, y cada uno intentaba mostrarse lo más neutro y tranquilizador posible. Por eso el debate, la lucha política, se producía en otra parte, y en gran parte en los periódicos.
    Luego hubo un salto, cuantitativo (los canales fueron multiplicándose) y cualitativo: incluso dentro de la televisión estatal se distinguían tres canales orientados políticamente de manera diferente; la sátira, el debate acalorado, la fábrica de la revelación sensacional pasaron a la televisión, que infringió incluso las barreras del sexo, de suerte que algunos programas de las once de la noche eran ya mucho más audaces que las monacales portadas de L’Espresso o de Panorama , que se detenían en la frontera del glúteo. Todavía a principios de los setenta, recuerdo que publicaba yo una reseña sobre los talk-shows americanos, como lugar de conversación civilizada, ingeniosa, que podía mantener a los espectadores pegados hasta la madrugada a la pequeña pantalla, y los proponía apasionadamente para la televisión italiana. Más tarde, aparecía cada vez más triunfalmente en las pantallas italianas el talk-show , que poco a poco, en cambio, se iba convirtiendo en ocasión de choques violentos, a veces incluso físicos, escuela de un lenguaje sin términos medios (la verdad es que una evolución de este tipo se produjo también en los talk-shows de otros países).
    De este modo, la televisión se convertía en la primera fuente de difusión de las noticias, y al diario se le abrían sólo dos caminos: del primer camino posible (que por ahora definiré sólo como «atención ampliada») hablaré después; pero creo que se puede afirmar que la prensa ha seguido en gran parte el segundo camino: se ha «semanalizado». El diario ha ido pareciéndose cada vez más a un semanario, con el espacio enorme que dedica a la discusión sobre la actualidad, a argumentos de sociedad, a los cotilleos de la vida política, y la atención hacia el mundo del espectáculo. Esto pone en crisis a los semanarios de alto nivel (para entendernos, desde Panorama a Epoca , desde L’Europeo a L’Espresso ): al semanario le quedan dos vías, o se «mensualiza» (pero existen ya revistas especializadas —sobre vela, relojes, cocina, ordenadores— con su fiel y seguro mercado); o bien, se ve obligado a invadir el espacio del chisme que pertenecía ya, y sigue perteneciendo, a los semanarios de medio nivel, Gente u Oggi para los apasionados de bodas principescas, o de bajo nivel, Novella 2000, Stop o Eva Express para los devotos del adulterio espectacular y los cazadores de senos descubiertos en la intimidad de los excusados.
    Pero los semanarios de alto nivel no pueden descender al nivel bajo o medio como no sea en las páginas finales, y lo hacen. Efectivamente es ahí donde deben buscar los senos, las afectuosas amistades y los matrimonios. Sin embargo, al hacerlo pierden la fisonomía del propio público; cuanto más roza el semanario de alto nivel el medio o bajo nivel, tanto más adquiere un público que no es el suyo tradicional, no sabe ya a quién se dirige y entra en crisis: aumenta la tirada y pierde su identidad. Por otra parte, el semanario recibe un golpe mortal de los suplementos semanales de los diarios. Tendría una sola solución: emprender el camino de publicaciones como las que en Estados Unidos se dirigen a una clase alta de lectores, como el New Yorker , que ofrece al mismo tiempo la cartelera de los espectáculos teatrales, cómics, breves antologías poéticas, y donde puede aparecer un artículo de cincuenta folios mecanografiados sobre la vida de una gran dama del mundo editorial como Helen Wolf. O podría emprender, también, el camino de Times o Newsweek , que aceptan ser semanarios que hablan de acontecimientos de los que ya han hablado los diarios y la televisión, pero sobre estos acontecimientos ofrecen resúmenes esenciales o dossiers de profundización realizados en equipo, cada uno de los cuales requiere meses de programación y trabajo, y una documentación controlada palmo a palmo, de suerte que es raro que estas revistas publiquen cartas de desmentido que atañen a datos concretos. Por otra parte, también un artículo para el New Yorker se encarga con meses y meses de antelación, y, si luego se considera no adecuado, al autor se le paga (magníficamente) y el artículo se tira. Este tipo de revista tiene costes altísimos y puede existir sólo para un mercado mundial de anglófonos, y no para un restringido mercado de italófonos, donde los índices de lectura siguen siendo descorazonadores.
    Por lo tanto, el semanario se esfuerza por seguir al diario, en su mismo camino, y cada uno intenta superar al otro para conquistar los mismos lectores. Esto explica por qué cierra el glorioso Europeo, Epoca intenta desesperadamente una vía alternativa sosteniéndose con promociones televisivas, L’Espresso y Panorama luchan por diferenciarse: lo hacen, pero el público lo nota cada vez menos. Yo me encuentro a menudo con conocidos, incluso cultos, que se congratulan conmigo por la buena columna que escribo semanalmente en Panorama , y aseguran, aduladores, que compran Panorama y sólo Panorama , exclusivamente para leer mi columna (cuando yo escribo para L’Espresso ).
La ideología del espectáculo
    ¿Y los diarios? Para semanalizarse aumentan las páginas, para aumentarlas luchan por la publicidad, para lograr más publicidad aumentan aún más las páginas y se inventan suplementos, para ocupar todas esas páginas tienen que contar algo, para contarlo deben ir más allá de la noticia escueta (que, entre otras cosas, ha dado ya la televisión) y, por lo tanto, se semanalizan cada vez más y deben inventar la noticia, transformar en noticia lo que noticia no es.
    Un ejemplo. Hace algunos meses recibí un premio en Grinzane y me presentó mi colega y amigo Gianni Vattimo. Los que se ocupan de filosofía saben que mis posiciones divergen de las de Vattimo y que, aun así, nos profesamos recíproco aprecio. Otros saben que somos amigos fraternos desde nuestra juventud y que nos gusta picarnos mutuamente en todas las ocasiones festivas. Aquel día Vattimo eligió precisamente la vía jovial, hizo una presentación afectuosa y graciosa, y yo también le respondí jocosamente, subrayando con chistes y paradojas nuestras perennes divergencias. Al día siguiente, un periódico italiano dedicaba toda una página cultural al choque de Grinzane, que habría marcado, según el articulista, el nacimiento de una nueva, dramática e inédita fractura en el campo filosófico italiano. El autor del artículo sabía perfectamente que no se trataba de una noticia, ni tan siquiera cultural. Sencillamente había creado un caso que no existía. Dejo que encuentren ustedes ejemplos equivalentes en el campo político. Ahora bien, el ejemplo cultural es interesante: el periódico debía construir un caso porque tenía que llenar demasiadas páginas dedicadas a cultura, actualidad y sociedad, y dominadas todas ellas por una ideología del espectáculo.
    Tomemos el Corriere (44 páginas) y Repubblica (54 páginas) del lunes 23 de enero. Considerando la densidad mayor de las páginas del Corriere , estamos ante una cantidad equivalente de material. El lunes es un día difícil, no hay noticias políticas y económicas frescas, a lo sumo queda el deporte. En Italia, ese día, estamos en plena crisis de gobierno y nuestros diarios pueden dedicarle los artículos de fondo al duelo Dini-Berlusconi. Una masacre en Israel en el «día de Auschwitz» permite llenar la mayor parte de la primera página, con la añadidura del asunto Andreotti y, para el Corriere , la muerte de la matriarca de los Kennedy. Quedan crónicas de Chechenia. ¿Cómo llenar lo demás? Los dos periódicos dedican respectivamente 7 y 4 páginas a los sucesos, 14 y 7 al deporte, 2 y 3 a la cultura, 2 y 5 a la economía, y entre 8 y 9 páginas a crónica de sociedad, espectáculos y televisión. En ambos casos, de 32 páginas por lo menos 15 están dedicadas a reportajes de tipo semanario.
    Tomemos ahora el New York Times de ese mismo lunes. De 53 páginas, 16 van al deporte, 10 a problemas metropolitanos, 10 a la economía. Quedan 16 páginas. Allí no hay una crisis en curso, y Washington no pide demasiado espacio, de modo que las 5 páginas de «National Report» se ocupan de asuntos internos. Luego, después de la masacre de Israel, encuentro por lo menos diez artículos sobre Perú, Haití, refugiados cubanos, Ruanda, Bosnia, Argelia, conferencia internacional sobre la pobreza, Japón posterremoto, caso del obispo Gaillot. Siguen dos densas páginas de comentarios y análisis políticos.
    Los dos periódicos italianos no hablan de Perú, Haití, Cuba, Ruanda. Aun admitiendo que los primeros tres temas interesen más a los americanos que a los europeos, en cualquier caso resulta que había argumentos de actualidad internacional que los periódicos italianos pasaron por alto para aumentar la parte dedicada a espectáculos y televisión. El New York Times , pero sólo porque es lunes, le dedica dos páginas al media business , pero no se trata de avances e indiscreciones sobre personajes del espectáculo, sino de reflexiones y análisis económicos sobre el show business .
El diario y la televisión
    La prensa italiana, a estas alturas, es esclava de la televisión. Es la televisión la que fija, como se suele decir, la agenda de la prensa. No hay prensa en el mundo donde las noticias televisivas acaben en primera página, a menos que, la noche antes, Clinton o Mitterrand hayan hablado desde las pantallas, o que haya sido sustituido el administrador delegado de una cadena nacional.
    No me repliquen que hay que llenar de alguna manera las páginas. He aquí el New York Times del domingo 22 de enero. Se trata, en su conjunto, de 569 páginas, incluidos los encartes publicitarios, la revista de los libros, el semanal de actualidad, los viajes, los automóviles, etcétera. Vayamos a ver dónde se habla de televisión, que es justo un electrodoméstico que ocupa mucho espacio en la fantasía de los americanos. Se habla de televisión en la página 32 del suplemento sobre artes y espectáculos, donde hay una reflexión sobre los estereotipos raciales en los programas y una larga reseña de un buen documental sobre volcanes. Además, está el fascículo con los programas, es obvio, pero el tema televisivo no vuelve a aparecer ni siquiera en el semanal. Por lo tanto, no es verdad que hay que hablar de televisión para llenar las páginas e interesar al público. Es una elección, no una necesidad. Ese mismo día, los diarios italianos daban amplio espacio a una transmisión de Piero Chiambretti (aun por emitir y, por lo tanto, se trataba de publicidad gratuita), donde la noticia central era que Chiambretti había intentado entrar con las cámaras de televisión en el aula universitaria donde yo estaba dando clase, y yo —por respeto al lugar y a la función— no se lo había permitido. Si precisamente esa era la noticia (porque es realmente una noticia que algún santuario quede televisivamente virgen), valía cuatro líneas entre los breves de curiosidades.
    ¿Y si a aquella aula hubiera llamado, cámara en mano, un político cualquiera, y yo le hubiera invitado a desistir? Habría conseguido, sin entrar en el aula, y sin aparecer en pantalla, las primeras planas de los periódicos. En Italia, el mundo político fija la agenda de las prioridades periodísticas afirmando algo en la televisión (mejor aún, haciendo saber que lo afirmará) y la prensa al día siguiente no habla de lo que ha sucedido en el país sino de lo que sobre el país se ha dicho o habría podido decirse en la televisión. Y ojalá fuera sólo esto, porque sin duda la salida provocadora de un político en la televisión ha ocupado ya el lugar de un comunicado de prensa formal. Es que, a estas alturas, en Italia, va también en primera página, entre las noticias políticas, un intercambio de bofetadas entre dos habitués de la televisión como D’Agostino y Sgarbi.
    Ciertamente somos el país en el que, más que en cualquier otro, la vida de la televisión se vincula estrechamente con la vida política, si no, no se discutiría de par condicio , y esto sucedía ya en los tiempos en que Bernabei dirigía la RAI y, por lo tanto, antes de que apareciera Fininvest en el horizonte; así pues, la prensa debe dar cuenta de este vínculo. Un amigo extranjero me hacía notar, el domingo 29 de enero, que sólo en Italia podía suceder que aquel día, en primera página y luego en séptima en Repubblica , en quinta en el Corriere , pudiera figurar, a muchas columnas, la histórica declaración de Chiambretti: «Yo no me voy» (y sólo porque el popular periodista Michele Santoro había lanzado una provocación el día antes). Desde luego, la decisión profesional de un humorista no debería ser noticia de primera página, sobre todo si el humorista no decide interrumpir, sino continuar tranquilamente una transmisión. Si es noticia el hombre que muerde al perro y no el perro que muerde al hombre, aquél era el caso de un perro que aparentemente no había mordido a nadie. Y, sin embargo, todos sabemos que, detrás de aquel debate, en el que participaba incluso Enzo Biagi, había una sensación de desazón, una polémica de claro sabor político. Deberíamos decir que la prensa estaba obligada a ponerla en primera página, y no por su propia culpa, sino por culpa de la situación italiana. Aun así, aventuro que la situación italiana también es la que es por culpa de la prensa.
    Desde mucho antes, la prensa, para atraer al público de la televisión, impuso la pantalla como espacio político privilegiado, dando excesiva publicidad al propio competidor natural. Los políticos sacaron las debidas consecuencias: eligieron la televisión, adoptaron su lenguaje y sus maneras, seguros de que sólo así iban a recibir también la atención de la prensa.
    La prensa politizó el espectáculo más de lo debido. Entonces, era obvio que el político intentara hacerse notar llevando a Cicciolina al Parlamento; y el caso de esta actriz porno es típico porque, por instintiva mojigatería, la televisión no le había dado a Cicciolina el espacio que le dio inmediatamente la prensa.
La entrevista
    Mientras depende de la televisión para su agenda, la prensa ha decidido emularla en su estilo. La manera más típica de dar cualquier noticia —de política, literatura, ciencias— se ha vuelto la entrevista. La entrevista es obligatoria en la televisión, donde no se puede hablar de alguien sin enseñarlo, pero es, en cambio, un instrumento que la prensa en el pasado usaba con mucha mesura. Entrevistar quiere decir regalar el propio espacio a alguien para hacerle decir lo que él quiere. Piensen sólo en lo que sucede cuando un autor publica un libro. El lector espera de la prensa un juicio y una orientación, y se fía de la opinión del crítico conocido o de la seriedad del periódico. Hoy en día, en cambio, un periódico se considera vencido si no consigue obtener antes que nada, con ese autor, una entrevista. ¿Qué es una entrevista con el autor? Fatalmente, autopublicidad. Es rarísimo que el autor afirme que ha escrito un libro inmundo. Es habitual un chantaje implícito (y recuerdo que esto sucede también en otros países): «Si no concedes la entrevista, no haremos ni siquiera la reseña»; pero a menudo el periódico, satisfecho con la entrevista, se olvida de la reseña. En cualquier caso, se ha estafado al lector; la publicidad ha precedido o sustituido al juicio crítico, y a menudo el crítico, cuando por fin escribe, no discute ya el libro, sino lo que el autor ha dicho en el transcurso de las diferentes entrevistas.
    Con mayor razón, la entrevista con un político debería ser un gesto de cierto relieve: o la solicita el político, que quiere usar el periódico como vehículo —y es el periódico el que debe evaluar si quiere darle ese espacio—, o la solicita el periódico, que pretende profundizar en una determinada posición del político. Una entrevista seria debe tomar mucho tiempo, y el entrevistado (como sucede en casi todo el mundo) debe controlar posteriormente el entrecomillado, para evitar tergiversaciones y desmentidos. Hoy en día, los diarios publican una decena de entrevistas al día, preparadas en el microondas, donde el entrevistado dice lo que ha dicho a otros periódicos; pero, para superar a la competencia, es necesario que la entrevista de ese periódico sea más sabrosa que la del otro. Por lo tanto, el juego está en arrancarle al político una media admisión que, deliberadamente enfatizada, hará nacer el escándalo.
    El político, siempre en escena al día siguiente para desmentir lo que declaró el día antes, ¿es víctima de la prensa? Deberíamos preguntarle entonces: «¿Por qué les haces el juego, y no adoptas la técnica eficaz del no comment ?». El pasado mes de octubre pareció que Bossi elegía esta vía, cuando prohibió a sus diputados que hablaran con los periodistas. ¿Elección equivocada porque lo sometió a los ataques de la prensa? ¿Elección acertada porque le reportó por lo menos dos días de presencia a toda plana en todos los diarios? Los periodistas parlamentarios afirman que, en todos los casos de declaración seguida de virulento desmentido, es el político el que ha hecho realmente esa media declaración, precisamente para que el periódico la publicara, y poderla desmentir al día siguiente, habiendo lanzado de momento un globo sonda y habiendo hecho llegar una amenaza o una insinuación a su objetivo. Después de lo cual, entran ganas de preguntarle al cronista parlamentario, víctima del político astuto: «¿Por qué le haces el juego, por qué no exiges que controle y suscriba el entrecomillado?».
    La respuesta es sencilla. En este juego cada uno tiene algo que ganar y nada que perder. En la medida en que el juego es vertiginoso, las declaraciones se suceden día a día, el lector pierde la cuenta, y se olvida de lo que se ha dicho; en compensación, el periódico lanza la noticia, y el político saca el beneficio que se había propuesto. Es un pactum sceleris en perjuicio del lector y del ciudadano. Está tan extendido, y aceptado, que se ha convertido en costumbre no de «dación» sino de «dicción ambiental». Pero, como todos los delitos, al final no compensa: el precio, tanto para la prensa como para el político, es la pérdida de credibilidad, la reacción de total indiferencia por parte del lector.
    Para hacer aún más apetecible la entrevista, ha intervenido, como se ha dicho, el cambio radical del lenguaje político, el cual, adoptando las maneras del debate y del rifirrafe televisivo, ya no es cauto, sino pintoresco e inmediato. Durante largo tiempo nos hemos lamentado de los políticos italianos que leían una parca y oscura declaración en un papelito, y admirábamos a aquellos políticos norteamericanos que ante los micrófonos parecían hablar sin guión, improvisando, introduciendo incluso en el discurso salidas ocurrentes. Pues bien, no era así: la mayor parte de ellos habían seguido cursillos en los speech centers de sus universidades; seguían y siguen las reglas de una oratoria aparentemente improvisada pero regulada, en cambio, con precisión milimétrica; decían y dicen (excepto en los casos de meteduras de pata) ocurrencias recogidas en manuales específicos, o preparadas de madrugada por los ghost writers .
    Una vez eludida la oratoria curial de nuestra primera república, el político de la segunda improvisa de verdad. Habla de forma más comprensible, pero a menudo incontrolada. No hace falta decir que para los periódicos, sobre todo si han decidido semanalizarse, es como si les hubiera tocado la lotería. Me perdonarán ustedes la comparación irreverente, pero es un mecanismo psicológico normal de taberna de pueblo que, si alguien ha empinado demasiado el codo y dice una primera frase imprudente, todo el auditorio se esfuerce en provocarlo y hacer que pase todos los límites. Ésta es la dinámica de la provocación que se instaura en los reality-shows , y es la misma que se instaura en la relación entre el cronista y el político. La mitad de los fenómenos que hoy estamos definiendo como «envenenamiento de la lucha política» proceden de esta dinámica incontrolable. Desde luego, he dicho que, en el torbellino, los lectores se olvidan de la declaración específica; pero lo que queda y crea hábito es el tono del debate, la convicción de que todo está permitido.
La prensa habla de la prensa
    En esta afanosa caza de las declaraciones, sucede más y más que la prensa hable sólo de la otra prensa. Cada vez es más frecuente en el periódico A el artículo que anuncia una entrevista que aparecerá al día siguiente en el periódico B. Y cada vez es más frecuente la carta de desmentido de quien dice no haber concedido nunca unas declaraciones al periódico A, a la que sigue la aclaración del periodista que afirma haber leído la respuesta en una entrevista al periódico B, sin preocuparse de si también B ha sacado indirectamente la noticia del periódico C.
    Cuando no habla de televisión, la prensa habla de sí misma; lo ha aprendido de la televisión, que en su mayoría habla de la televisión. En vez de suscitar preocupada indignación, esta situación anómala ayuda al político, quien encuentra útil que a cada declaración suya a un único medio le haga eco la caja de resonancia de todos los demás medios de prensa unidos. De este modo, los medios de comunicación de masas, de ventana hacia el mundo, se transforman en espejo, los espectadores y los lectores miran un mundo político que se remira, como la reina de Blancanieves.
¿Quién consigue ahora la noticia bomba?
    L’Espresso ha lanzado a menudo campañas que han hecho época, piénsese en el célebre e inicial «Capital corrupta, nación infecta». Pero ¿cuál era la técnica de estas campañas? Tengo en casa sólo un año completo de L’Espresso , el 1965, y lo hojeé el otro día. Del número 1 al número 7, los artículos van de la política a la sociedad, y no hay revelaciones extraordinarias. Sólo a partir del número 7 aparece un reportaje de Jannuzzi, «Los dividendos de San Pedro», donde se acusa al Vaticano de haber defraudado cuarenta millones a Hacienda en tres años, con el consentimiento del gobierno italiano. Estamos en período conciliar, se está cuestionando otra vez el artículo 7.º de la Constitución, es un tema candente. En el número 8 el tema fiscal no se retoma. Aparece, en cambio, un reportaje sobre El Vicario de Hochhut, cuya representación había sido paralizada por la jefatura de policía de Roma, con un artículo de Eugenio Scalfari. Aparece un artículo, sin firma, de indiscreciones sobre el Concilio. Sin que el lector se de cuenta a primera vista, el tema del Vicario se retoma en la columna teatral de Sandro de Feo. En el número 9 empieza un largo reportaje de Camilla Cederna sobre lo que sucede entre los bastidores del Concilio, que sigue hasta el número 13.
    Sólo en el número 13, casi dos meses después, un artículo de Livio Zanetti destapa el problema político de las discusiones sobre la revisión del concordato, y sólo al final el problema se relaciona con el de los presuntos fraudes fiscales vaticanos. Sobre el tema se vuelve en el número 14, pero sin vocearlo en primera plana. En el número 15, la Iglesia está presente con un artículo de Falconi sobre los curas rebeldes y sobre el caso, entonces nuevo, de la iglesia de Barbiana y la revolución educativa del padre Milani. Sólo en el número 16, un editorial en primera página habla del peso político de una visita del dirigente socialista Pietro Nenni al Vaticano. ¿Sabrá el Estado italiano hacer valer sus derechos? A partir del número 18 empieza un reportaje nuevo, sobre los misterios de la magistratura.
    El periódico, evidentemente, tenía una estrategia propia, sabía que no podía gritar «¡Que viene el lobo, que viene el lobo!» todas las semanas, dosificaba los tonos, saboreaba las noticias, dejaba que los lectores se fueran formando poco a poco la propia opinión, hacía sentir a la clase política el peso de una monitorización discreta pero constante, dejando entender que, si era necesario, podía volver a salir al descubierto.
    ¿Podría un semanario hoy portarse de la misma forma? No: 1) el Espresso de entonces se dirigía, por su tirada y su presentación gráfica, a la clase dirigente; hoy sus lectores han aumentado por lo menos cinco veces; ya no puede seguir la técnica de la insinuación sutil, progresiva y gradual; 2) hoy, la primera revelación sensacional sería retomada y ampliada por el resto de la prensa y de los medios de comunicación, y, para poder retomar el tema, el semanario debería elevar inmediatamente el tono, encontrar noticias más explosivas, a costa de hinchar datos insuficientemente controlados; 3) en el mundo político, y en sus apariciones en la televisión, el tema habría alcanzado ya el nivel del encontronazo; el tema de la noticia habría dejado de ser el hecho de que hay un presunto fraude fiscal, o un problema concordatario, y sería el choque pintoresco que a esas alturas se habría producido con respecto a ese problema; y el semanario hablaría sólo de cómo los demás periódicos o telediarios encaran la cuestión; 4) por último, entre los elementos de transformación de la prensa, no podemos ignorar la nueva actitud de la magistratura. La prensa intervenía allí donde las fuerzas políticas callaban y la magistratura no veía. Después de «Manos Limpias», la magistratura ha alcanzado tal intensidad de denuncia a todos los niveles que a la prensa le queda bien poco por descubrir. No puede sino repetir (o anticipar, en una frenética carrera a la indiscreción) las denuncias surgidas del palacio de justicia, o cambiar de juego y denunciar a la magistratura, pero también ahí a remolque de la televisión. El intercambio de papeles se vuelve entonces exacerbado. Es su exacerbación la que lo vacía de cualquier efecto, es decir, produce como único efecto de conjunto el envenenamiento de la lucha política.
    Si otrora un periódico debía enviar a los propios espías a los pasillos de los palacios romanos de la política para hacerse con alguna cauta admisión de personas informadas, hoy en día, debe guardarse, si acaso, de alguien que le ofrezca, sin que nadie se lo requiera, ricos dossiers a los cuales, si no controla la credibilidad, sirve de caja de resonancia burlada, perdiendo credibilidad. Enzo Pecorelli (que, antes de morir asesinado, jugaba a medio camino entre acontecimientos, mundo político, servicios secretos y periodismo) ha vencido a Arrigo Benedetti, que pensaba en el periodismo como en un cuarto poder autónomo.
    No es que en otros lugares las cosas marchen de forma diferente; Francia ha lamentado recientemente que la carrera a la revelación sensacional, cueste lo que cueste, haya violado la más celosa intimidad del presidente de la república. Cuáles son las consecuencias de esta carrera a la noticia bomba nos lo dice una comparación entre Nixon y Clinton.
    Antes de la investigación del Washington Post sobre el Watergate no había habido nunca ataques, que no fueran políticos, a la presidencia y a su honorabilidad. Si consideramos en sí misma la entidad del dolo, Nixon podía haber resuelto fácilmente el problema acusando a colaboradores demasiado concienzudos. Pero cometió el error de partir con una mentira. Entonces la campaña periodística lo apostó todo al hecho de que el presidente de los Estados Unidos había mentido, y Nixon al final cayó, no porque fuera culpable indirectamente de un delito de allanamiento, sino porque era reo de mendacidad. La elección, así pues, había sido precisa, puntual, calibrada, y, precisamente por ello, eficaz. Lo que hace que la campaña contra Clinton sea extremadamente más débil y deshilvanada, es que aparece una revelación al día, y con tal de obtenerla no se duda en atribuir a Clinton y a Hillary cualquier incorrección: desde la especulación inmobiliaria hasta la alimentación del gato con dinero del Estado. Demasiado. Se turba la opinión pública, y ésta es fundamentalmente escéptica. El resultado final, también allí, es el envenenamiento de la lucha política: sólo se sustituye a un líder si se consigue meterlo en la cárcel.
¿Qué hacer?
    Para eludir estas contradicciones, a la prensa le quedan dos caminos, ambos difíciles, porque también los periódicos extranjeros que hasta ahora los han practicado deben transformarse, de alguna manera, para adaptarse a los nuevos tiempos.
    El primero es el «camino fidjiano». En 1990 pasé casi todo un mes en las islas Fidji, y el año pasado casi un mes en el Caribe. Sólo podía leer, en las islitas donde estaba, el diario local: ocho o doce páginas, en su mayor parte publicidad de restaurantes y noticias de carácter local. Estaba en las Fidji mientras estallaba la crisis del Golfo; y me encontraba en el Caribe mientras en Italia se discutía el decreto de amnistía para los casos de corrupción del ministro Biondi. Pues bien, estos periódicos me mantenían al tanto de todos los hechos esenciales. Estos periódicos pobrísimos, trabajando sólo sobre despachos de agencias, conseguían dar en pocas líneas las noticias más importantes del día anterior. A aquella distancia entendía que aquello de lo que aquel periódico no hablaba no era, al fin y al cabo, tan importante.
    Seguir el camino fidjiano implica naturalmente, para un periódico, un tremendo bajón de ventas. Se convertiría en un boletín para una elite como la que lee los boletines bursátiles: porque para entender el peso de una noticia dada de forma esencial es necesario un ojo educado. Constituiría también una catástrofe para la vida política, que perdería la función crítica de la prensa. Los políticos superficiales podrían pensar que llegados a ese punto les bastaría la televisión: pero la televisión, como cualquier otra forma de espectáculo, desgasta. El democristiano Fanfani ha sobrevivido más tiempo que la cantante Nilla Pizzi. Una clase política crece y madura también a través de una confrontación amplia, sosegada y reflexiva, como sólo la relación con la prensa puede permitir. Y la clase política es la primera que tiene todo que perder (acaparando sólo algún beneficio a corto plazo: pocos, malditos y enseguida) de una prensa diaria totalmente semanalizada y conformada sobre la televisión.
    El otro camino sería el que he definido «de la atención ampliada»: el diario renuncia a convertirse en semanario de actualidad, y se convierte en austera y fidedigna mina de noticias sobre todo lo que sucede en el mundo; no hablará sólo del golpe de estado ocurrido ayer en un país del Tercer Mundo, sino que habrá dedicado a los acontecimientos de este país una atención continua, incluso cuando los hechos por venir estaban incubándose, consiguiendo explicarle al lector por qué (por cuáles intereses económicos o políticos, incluso nacionales) había que prestar atención a lo que sucedía en esa parte del mundo. Pero este tipo de prensa diaria requiere una lenta educación del lector; hoy en día, en Italia, un diario, antes de haber llegado a educar a los propios lectores, los habría perdido. Incluso el New York Times , que sí tiene lectores educados y se mueve en Nueva York en un régimen prácticamente de monopolio, se encuentra ya con que el coloreadísimo y más ligero Us Today le está quitando lectores.
    No podría suceder de otro modo. Con el desarrollo de la telemática y de una televisión interactiva, pronto cada uno de nosotros podría componerse e incluso imprimirse en casa, con el mando a distancia, el propio diario esencial, eligiendo entre una miríada de fuentes. Podrían morir los periódicos (aunque no los editores de periódicos, que venderían información con costes reducidos). Ahora bien, el periódico hecho en casa podría hablar sólo de aquello en lo que el usuario ya está interesado, y lo enajenaría de un flujo de informaciones, juicios, alarmas que habrían podido estimularlo; se le substraería la posibilidad de captar, hojeando el resto del diario, la noticia inesperada o no deseada. Tendríamos una elite de usuarios informadísimos, que saben dónde y cuándo buscar las noticias, y una masa de subproletarios de la información, contentos de saber que en el vecindario ha nacido una ternera con dos cabezas, e ignorando al resto del mundo. Que es lo que sucede ya con los periódicos norteamericanos que no se publican en Nueva York, San Francisco, Los Ángeles, Washington y Boston.
    También en este caso sería una catástrofe para los políticos, obligados a replegarse en la televisión: estaríamos en un régimen de república plebiscitaria, donde los electores reaccionarían sólo a la emoción del momento, transmisión a transmisión, hora a hora. A alguien podrá parecerle una situación ideal: pero en ese caso, no sólo el político individual, sino los mismos grupos, los movimientos, tendrían la vida breve de una modelo.
    Queda abierto, es verdad, un futuro con Internet, y políticos como Al Gore lo han entendido desde hace tiempo. La información se difunde por innumerables canales autónomos, el sistema es acéfalo e incontrolable, cada uno discute con los demás, no sólo reacciona emocionalmente ante las encuestas en tiempo real, sino que mastica mensajes, incluso profundizados, que descubre poco a poco, teje relaciones y discusiones por encima de lo que es la dialéctica parlamentaria, o la vetusta polémica periodística.
    Pero, y al menos por largos años: 1) las redes telemáticas seguirán siendo un instrumento para una elite culta y joven, no para el ama de casa católica, no para el marginado al que se dirige la extrema izquierda, no para el jubilado al que apela el centro izquierda, no para la señora burguesa que va a las manifestaciones de la derecha. Bromeo, amenazándoles, pero hay algo verdadero: por ahora, la red telemática puede darles el poder no a ustedes y a sus electores tradicionales, sino a mis estudiantes, que establecerán un puente privilegiado con los yuppies de Wall Street; 2) no hay que dar por descontado que estas redes puedan seguir siendo acéfalas, eludiendo todo control desde arriba; ya estamos en situaciones de atasco, y mañana un Gran Hermano podría controlar los canales de acceso, y entonces se nos quedarían cortas las discusiones sobre la par condicio …; 3) la inmensidad de información que estas redes permiten podría llevar a una censura por exceso. El New York Times del domingo contiene de verdad all the news that’s fit to print , «todo lo que vale la pena imprimir» y, con todo, no se diferencia mucho del Pravda de los tiempos de Stalin, porque —visto que es imposible leerlo todo en siete días— es como si las noticias que da estuvieran censuradas. El exceso de información lleva o a criterios casuales de selección, o a elecciones atentas permitidas, una vez más, a una elite educadísima.
    ¿Cómo concluir? Yo considero que la prensa, en el sentido tradicional del periódico y de la revista de actualidad hecha de papel que se adquiere voluntariamente en el quiosco, tiene una función fundamental, y no sólo para el crecimiento cívico de un país, sino también para nuestra satisfacción y el placer de estar acostumbrados, desde hace algunos siglos, a considerar, con Hegel, la lectura de los diarios como la oración de la mañana del hombre moderno.
    Pero, tal como van las cosas hoy en día, la prensa italiana manifiesta desde sus mismas columnas un malestar del cual es consciente, sin saber cómo salir de él. Como las alternativas, lo acabamos de ver, son difíciles de intentar, es necesario que empiece una lenta transformación, a la cual el mundo político no puede permanecer ajeno. No se le puede pedir a la prensa que elimine del todo el proceso de semanalización, por las razones que hemos visto. Pero tampoco se la puede impulsar a que recoja sólo cotilleos políticos o declaraciones desatinadas. Porque el riesgo de colapso es común.
    Para empezar, pasa a menudo que un político envíe a los periódicos un artículo que aparece como «Remitido». Bien, ésta es una manera de contribuir a la reflexión y de asumir la responsabilidad de las propias declaraciones. Pida el político que todas las entrevistas sean aprobadas, y suscriba el entrecomillado. Aparecerá menos en los periódicos, pero la vez que aparezca se le tomará en serio. Sacarán beneficios también los periódicos, que no se verán condenados a registrar sólo cambios de humor arrancados entre un café y otro. ¿Y cómo llenará la prensa estos huecos? Quizá buscando otras noticias en el resto del mundo, que no es un pequeño cuadrilátero entre el Congreso y el Senado. Del cual, a millones y millones de personas, no les importa nada de nada. Con todo, hay millones y millones de personas que nos deben importar a nosotros, y de las que la prensa debe hablar más, no sólo porque millares de conciudadanos nuestros estén construyendo algo con ellos, sino porque de su crecimiento y de su crisis depende el futuro de nuestra sociedad.
    Ésta es una invitación, tanto para la prensa como para el mundo político, a que miren más al mundo, y a que se miren menos en el espejo.



No hay comentarios:

Publicar un comentario

David Foster Wallace - Borges en el diván

Las biografías literarias presentan una paradoja desafortunada. La mayoría de los lectores que se interesan por la biografía de un es...