domingo, 12 de abril de 2020

PREFACIO El Relojero Ciego Richard Dawkins




PREFACIO
    Este libro está escrito con la convicción de que nuestra propia existencia, presentada alguna vez como el mayor de todos los misterios, ha dejado de serlo, porque el misterio está resuelto.
    Lo resolvieron Darwin y Wallace, aunque todavía continuaremos añadiendo observaciones a esta solución, durante algún tiempo. Escribí este libro porque me sorprendió la cantidad de gente que no sólo parecía ignorar esta elegante y bella solución a un problema tan profundo, sino que en muchos casos ignoraban, realmente, que hubiese un problema.
    Se trata de un problema de complejidad de diseño. El ordenador con el que estoy escribiendo estas palabras tiene una capacidad de almacenamiento de unos 64 Kb (un byte es la unidad que se utiliza para almacenar cada carácter de un texto). El ordenador fue diseñado de una manera consciente, y fabricado deliberadamente. El cerebro con el que se están comprendiendo mis palabras es un conjunto de unos diez millones de kiloneuronas.
    Muchas, entre estos miles de millones de células nerviosas, tienen más de mil «cables eléctricos» cada una, que las conectan con otras neuronas. A nivel genético molecular, cada célula somática, de las más de un billón existentes, contiene una información digital, meticulosamente ordenada, unas mil veces mayor que la de mi ordenador. La complejidad de los organismos vivos va pareja con la elegante eficiencia de su diseño aparente. Si alguien no está de acuerdo con que este diseño tan complejo pide a gritos una explicación, me rindo. Pero no, pensándolo bien, no me rindo, porque una de las finalidades de este libro es la de transmitir algunas de las verdaderas maravillas de la complejidad biológica a aquellos cuyos ojos no han sido abiertos a las mismas.
    En todo caso, después de haber creado un misterio, otra finalidad importante consiste en eliminarlo, explicando la solución.
    Explicar es un arte difícil. Se puede explicar algo de forma que el lector comprenda las palabras, o de forma que el lector lo sienta en la médula de sus huesos. Para hacer esto último, a veces no es suficiente presentar la evidencia ante el lector de una manera desapasionada. Hay que transformarse en abogado y utilizar los trucos de la abogacía. Este libro no es un tratado científico desapasionado. Otros libros sobre el darwinismo lo son, muchos de ellos excelentes e informativos, y deberían leerse juntamente con éste. Lejos de ser desapasionado, tengo que confesar que algunas partes de este libro están escritas con una pasión que, en una revista científica profesional, podría provocar comentarios. Por supuesto, se trata de informar pero también se trata de persuadir e incluso —se puede decir el propósito sin presunción-- inspirar. Quiero inspirar al lector una visión de nuestra propia existencia, confrontada como un misterio escalofriante, y transmitirle, simultáneamente, toda la excitación del hecho de que se trata de un misterio con una solución elegante a nuestro alcance. Además, quiero persuadir al lector, no sólo de que la visión darwiniana del mundo es cierta, sino de que es la única teoría conocida que, en principio, podría resolver el misterio de nuestra existencia. Esto la convierte en una teoría doblemente satisfactoria. Un buen planteamiento podría ser que el darwinismo fuese cierto no sólo en este planeta sino en todos los del universo en los que pudiera hallarse vida.
    Hay un aspecto que me separa de los abogados profesionales.
    A un abogado o a un político se les paga para que ejerciten su pasión o persuasión en nombre de un cliente o de una causa en la cual puede que no crean en privado. Yo nunca he hecho esto ni lo haré. Puede que no siempre esté en lo cierto pero me preocupo intensamente de lo que es verdad y nunca digo algo que no crea que sea cierto. Recuerdo haber quedado impresionado durante una visita a una asociación universitaria para discutir con unos creacionistas. En la cena, después del debate, estaba sentado junto a una mujer joven, que había pronunciado un discurso máso menos apasionado en favor del creacionismo.
    Era obvio que no podía ser una creacionista, por lo que le pedí que me dijera honestamente por qué lo había hecho. Admitió que, simplemente, estaba practicando su habilidad en el debate, y encontró más desafiante defender una posición en la que no creía. Al parecer, es una práctica frecuente de estas asociaciones universitarias decir a los oradores de qué lado tienen que estar. Sus propias creencias no entran en juego. He recorrido un largo camino para realizar la desagradable tarea de hablar en público, porque creo en la veracidad del tema que se me pide que defienda. Cuando descubrí que los miembros de esa sociedad utilizaban un tema como vehículo para practicar juegos de palabras, decidí rechazar futuras invitaciones de esta clase de asociaciones que fomentan una defensa falsa de principios en los que está en juego una verdad científica.
    Por razones que no tengo del todo claras, el darwinismo parece necesitar una defensa mayor que otras verdades establecidas de manera similar en otras ramas de la ciencia. Muchos de nosotros no comprendemos la teoría cuántica, o las teorías de Einstein sobre la relatividad general y especial, pero esto no nos lleva a oponernos a estas teorías. El darwinismo, a diferencia del «einsteinismo», aparece contemplado como un hermoso juego por aquellos críticos que muestran un cierto grado de ignorancia.
    Supongo que un problema con el darwinismo, como Jacques Monod observó con perspicacia, es que todo el mundo cree que lo comprende. Es, por supuesto, una teoría remarcadamente simple; bastante infantil, podría pensarse, en comparación con casi toda la física y las matemáticas. En esencia, equivale simplemente a la idea de que, donde hay posibilidades de que se produzcan variaciones hereditarias, la reproducción no aleatoria tiene consecuencias que pueden llegar lejos, si hay tiempo para que se acumulen. Aun así, tenemos buenos fundamentos para creer que esta simplicidad es decepcionante. No hay que olvidar que, aunque parezca una teoría simple, nadie pensó en ella hasta que lo hicieron Darwin y Wallace, a mediados del siglo XIX, casi trescientos años después de los Principia de Newton, y más de dos mil años después de la medición de la Tierra por

    Eratóstenes. ¿Cómo una idea tan simple pudo permanecer oculta para pensadores del calibre de Newton, Galileo, Descartes,
    Leibnz, Hume y Aristóteles? ¿Por qué tuvo que esperar a dos naturalistas de la época victoriana? ¿Dónde se equivocaron los filósofos y matemáticos que la pasaron por alto? Y ¿cómo una idea tan importante no ha sido absorbida todavía en amplios sectores de la conciencia popular?
    Es casi como si el cerebro humano estuviese diseñado específicamente para no entender el darwinismo, o para encontrarlo difícil de creer. Tomemos, por ejemplo, el tema del «azar», dramatizado frecuentemente como el azar ciego. La mayoría de la gente que ataca el darwinismo se lanza con una vehemencia casi impropia hacia la idea errónea de que no hay otra cosa distinta del mero azar en esta teoría. Dado que la complejidad de los seres vivos encarnan la antítesis total del azar, si se piensa esto del darwinismo, ¡resultará fácil refutarlo! Una de mis tareas consistirá en destruir este mito tan ampliamente extendido de que el darwinismo es una teoría de «azar». Otro aspecto por el que parecemos predispuestos a no creer en el darwinismo es que nuestros cerebros están construidos para tratar sucesos en escalas de tiempo radicalmente diferentes a las que caracterizan los cambios evolutivos. Estamos equipados para apreciar procesos que tardan segundos, minutos, años o, como mucho, décadas en completarse. El darwinismo es una teoría de procesos acumulativos tan lentos que precisan entre miles y millones de décadas para completarse. Todos nuestros juicios intuitivos de lo que puede ser probable resultan erróneos en muchos órdenes de magnitud. Nuestro bien sintonizado aparato de escepticismo y teoría de la probabilidad subjetiva falla por un gran margen, porque está sintonizado —irónicamente, por la propia evolución para trabajar dentro de una vida de unas pocas décadas. Se requiere un gran esfuerzo de imaginación para escapar de esta prisión de la escala de tiempo familiar, un esfuerzo en el que yo trataré de ayudar.
    Un tercer aspecto en e! que nuestros cerebros parecen estar predispuestos a resistirse al darwinismo proviene de nuestro gran éxito como diseñadores creativos. Nuestro mundo está dominado por proezas de ingeniería y obras de arte. Estamos acostumbrados a la idea de que la elegancia compleja indica un diseño artesanal premeditado. Esta es, probablemente, la razón más poderosa de la creencia, mantenida por la mayoría de la gente, en algún tipo de deidad sobrenatural. Fue necesario un gran salto de la imaginación de Darwin y Wallacc para ver que. en contraposición a toda intuición, hay otro camino que, una vez comprendido, constituye una manera mucho más plausible de que surja un «diseño» complejo partiendo de otro primitivo más simple.
    Un salto tan grande de la imaginación, que aún hoy en día mucha gente parece reacia a realizar. La finalidad principal de este libro es, pues, ayudar al lector a dar ese salto.
    Los autores esperan, naturalmente, que sus libros tengan un impacto duradero mejor que efímero. Pero cualquier abogado además de exponer su interminable parte del caso, debe responder también a sus colegas con puntos de vista opuestos o aparentemente opuestos. Existe el riesgo de que algunos de estos argumentos, a pesar de la vehemencia que puedan originar hoy día, parezcan terriblemente anticuados en las décadas venideras.
    Con frecuencia, se ha observado la paradoja de que la primera edición de El origen de las especies presentaba el argumento de una forma más clara que la sexta. Esto se debe a que Darwin se sintió obligado, en ediciones posteriores, a responder a las críticas de la primera edición, críticas que hoy parecen tan anticuadas que las respuestas se encuentran en el camino, e incluso en lugares fuera del mismo. Sin embargo, no hay que caer en la tentación de ignorar las críticas de los colegas que están de moda y que uno sospecha que son prodigios pasajeros, por razones de cortesía no sólo hacia estos críticos sino también hacia sus, por otra parte, confusos lectores. Aunque tengo mis propias ideas sobre qué capítulos del libro demostraran ser, por esta razón, eventualmente efímeros, el lector -y el tiempo— lo juzgarán.
    Me preocupa ver que algunas amigas (afortunadamente no muchas) tratan el uso del pronombre impersonal masculino como si se mostrara intención de excluirlas. Si hubiese que hacer alguna exclusión (por suerte, no hay que hacerla), pienso que excluiría antes a los hombres, aunque cuando hice una vez una tentativa de referirme a mis lectores en abstracto como «ella», una feminista me denunció por fomentar la condescendencia: debería decir «el o ella», y «suyo o suya». Esto es fácil de hacer si a uno no le preocupa el lenguaje, y si esto sucede no merece tener lectores de ningún sexo. En este libro, he vuelto a las reglas convencionales de los pronombres. Puedo referirme al «lector» como «él», sin pensar que mis lectores sean específicamente masculinos más de lo que un orador francés piensa que una mesa es femenina. De hecho, creo que pienso con más frecuencia que mis lectores son mujeres, pero éste es un problema personal y no me gustaría que tales consideraciones interfirieran con la forma de utilizar mi lengua materna.
    Personales también son algunas de mis razones de agradecimiento.
    Aquellos a los que no puedo hacer justicia lo comprenderán.
    Mis editores no vieron razones para ocultarme la identidad de sus arbitros (no de sus «críticos»; los verdaderos críticos , tienen el mismo aire que muchos americanos por debajo de los cuarenta, y critican los libros sólo después de publicados, cuando ya es muy tarde para que el autor haga algo al respecto), por lo que me he beneficiado en gran parte de las sugerencias de John Krebs (otra vez), John Durant, Graham Cairns-Smith, Jeffrey Levinton, Michacl Ruse, Anthony Hallam y David Pye. Richard Gregory criticó amablemente el capítulo 12, y la versión final se benefició con su completa desaparición. Mark Ridley y Alan Grafen, que ya no son mis estudiantes, incluso oficialmente, son, junto con Bill Hamilton, las lumbreras que encabezan el grupo de colegas con los que discuto sobre evolución y de cuyas ideas me beneficio casi a diario. Pamela Wells, Peter Atkins y John Dawkins han criticado positivamente varios capítulos. Sarah Bunney introdujo numerosas mejoras, y John Gribbin corrigió un error importante. Alan Grafen y Will Atkinson me aconsejaron sobre problemas de cálculo, y los componentes del Apple Macintosh Syndicate del Departamento de Zoología me permitieron amablemente dibujar bioformas en su impresora láser.
    Una vez más me he beneficiado del dinamismo incansable con el que Michael Rodgers, ahora en Longman, lleva a cabo todo lo que se le pone por delante. Él y Mary Cunnane, de Norton, apretaron con habilidad el acelerador (a mi moral) y el freno (a mi sentido del humor) siempre que fue preciso. Escribí el libro durante un permiso sabático concedido amablemente por el Departamento de Zoología y el New College. Por último, una deuda que debería haber reconocido en mis dos libros anteriores: el sistema tutorial de Oxford y mis muchos alumnos de las tutorías en Zoología a lo largo de los años, me han ayudado a practicar las escasas habilidades que pueda tener en el difícil arte de explicar.
    Richard Dawkins
    Oxford, 1986.

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