domingo, 12 de abril de 2020

Michel Onfray . El crepúsculo de un ídolo Freud FRAGMENTO




PREFACIO

    EL SALÓN DE POSTALES FREUDIANAS 

    Conocí a Freud en el mercado de la subprefectura de Argentan (Orne), cuando tenía unos quince años. El hombre había asumido la apariencia de una figura de papel que firmaba los títulos de obras ajadas, compradas por unas monedas en el puesto de una librera de lance que, probablemente sin saberlo, fue el genio bueno de mis años de adolescente triste. Me acuerdo como si fuera ayer de la compra de Tres ensayos de teoría sexual , con la cubierta negra y violeta del libro de bolsillo de la colección «Idées» de Gallimard; tengo todavía el precioso volumen con el precio indicado en lápiz en la primera página.
    Entre el puesto de los sostenes y las fajas de color carne, armazones blindadas de tela de lona destinadas a las corpulentas granjeras que acudían a hacer la compra, y el del ferretero que vendía bagatelas de hojalata a los maridos directamente salidos de un relato de Maupassant, esa señora de pelo corto, desaparecida desde entonces de la faz de la Tierra, me vendía casi por nada una gran cantidad de libros que yo leía con avidez, en el desorden y el caos de un alma hambrienta de luces.
    Yo salía, en efecto, de cuatro años pasados en un orfanato de sacerdotes salesianos, pedófilos algunos de ellos, y los libros ya me habían salvado de ese infierno en el que no se sabía si, a la mañana siguiente, no se habría bajado un escalón más hacia la infamia. Viví en esa hoguera de vicio entre los diez y los catorce años, la edad de mi regreso a la vida. Entre dos clases de mi primer año en el liceo, 1973, pasaba pues por el mercado y aprovisionaba mi cartera de poetas y escritores, biografías y sociología, psicología y filosofía.
    Descubría en esos años los Manifiestos del surrealismo de André Breton y me entusiasmaba con la escritura automática, el ejercicio del cadáver exquisito, la poesía en la calle, la prosa jubilosa y el espíritu libertario de los artistas. Rimbaud me imponía su ley, también Baudelaire, y los surrealistas de vidas quemadas me permitían encender mis promesas vacilantes en sus volcanes incandescentes.
    En las bolsas de libros comprados y revendidos para comprar otros hallé tres pepitas dispersas: Nietzsche, Marx y Freud. Estaba muy lejos de imaginar que un tal Michel Foucault había transformado el nombre de esos tres pensadores en el título de una conferencia pronunciada en Royaumont en 1964, durante un coloquio «Nietzsche». Me encontraba a años luz de saber que, bajo esa magnífica triangulación, se ocultaba una inmensa promesa de fuegos filosóficos contemporáneos. Me movía ciego en un mundo de señales ya titilantes.
    En un revoltijo de libros, algunos de ellos francamente malos, hubo pues tres flechazos filosóficos: El Anticristo de Nietzsche, el Manifiesto del Partido Comunista de Marx y los Tres ensayos sobre teoría sexual de Freud. Esos tres relámpagos en el cielo oscuro de mis años de posorfanato alumbraron un fervor en el cual sigo viviendo. El primer libro me enseñaba que el cristianismo no era una fatalidad, que había habido una vida antes de él y que podríamos muy bien acelerar el movimiento para la venida de una vida posterior; el segundo me enseñaba que el capitalismo no era el horizonte insuperable de nuestra humanidad y que existía un bello nombre, socialismo, para imaginar otro mundo, y el tercero me hacía descubrir que la sexualidad podía pensarse en la claridad luminosa de una anatomía amoral, sin desvelos con Dios o el diablo, sin amenazas, sin miedos, sin los temores asociados al aparato represivo de la moral cristiana. A los quince o dieciséis años, yo contaba con una considerable reserva de dinamita para hacer saltar en pedazos la moral católica, socavar la maquinaria capitalista y volatilizar la moral sexual represiva judeocristiana. ¡Ya tenía provisiones suficientes para una fiesta filosófica, y muy larga!
    Comprendí entonces que la filosofía es ante todo un arte de pensar la vida y vivir nuestro pensamiento, una verdad práctica para guiar nuestra barca existencial. Vista desde ese prisma, la disciplina degrada en este pequeño mundo todo lo que no vive más que de teoricismos, entreglosas, comentarios, parloteos eruditos, minucias. El niño que ha sentido en el cuello el aliento de la bestia cristiana; aquel que ha conocido la miseria de una familia en la cual el padre, obrero agrícola, y la madre, doméstica, trabajaban duro sin poder asegurar otra cosa que la supervivencia de la casa; aquel que ha debido contar en el confesionario toda su vida sexual, la de cualquier persona de esa edad, y a quien se le ha hecho saber que la masturbación es un viaje directo a las llamas del infierno, ese niño, desde luego, descubre en Nietzsche, Marx y Freud a tres amigos …
    Júzguese: ¡ El Anticristo termina, en una página, con la proclamación de una «Ley contra el cristianismo»! Una ganga… Entre los cinco artículos de esa legislación por venir, el primero: “Viciosa es toda especie de contranaturaleza. La especie más viciosa de hombre es el sacerdote: él enseña la contranaturaleza.
    Contra el sacerdote no se tienen razones, se tiene el presidio”. Me habría gustado estrechar la mano de este individuo vigoroso que devuelve la dignidad al niño a quien trataron de arrebatarla. Otra propuesta: ¡arrasar el Vaticano y criar serpientes venenosas en esa tierra arrasada! Otro artículo proclamaba: «La predicación de la castidad es una incitación pública a la contranaturaleza. Todo desprecio de la vida sexual, toda mancilla de ésta con el concepto ‘impuro’ es el auténtico pecado contra el espíritu sano de la vida». Este hombre, cabe sospecharlo, se convirtió en mi amigo: ha seguido siéndolo .
    Sentí la misma proximidad con la palabra de Marx, quien, en el Manifiesto del Partido Comunista , explica que la historia, desde siempre, tiene por motor la lucha de clases. El pequeño volumen de color naranja de la colección Éditions Sociales se cubría de trazos de lápiz: el balanceo dialéctico entre el hombre libre y el esclavo, el patricio y el plebeyo, el barón y el siervo, el maestro de un gremio y el oficial, el opresor y el oprimido, yo lo leía, sin duda, y sabía visceralmente que era justo, pues lo vivía en mi carne, en la casa de mis padres, donde el salario de miseria apenas bastaba para alimentar la fuerza de trabajo de mi padre, que el mes siguiente debía volver a empezar para asegurar su supervivencia y la de la familia.

    Nada de vacaciones, jamás salidas; ningún cine, ni teatros ni conciertos, claro está; nada de museos, nada de restaurantes, nada de cuartos de baño, un dormitorio para cuatro, retretes en el sótano; nada de libros, por supuesto, salvo un diccionario y una colección de recetas de cocina heredados de los abuelos; pocas invitaciones, dos o tres amigos de mis padres, apenas menos pobres que ellos: yo sabía que Marx decía la verdad, mi padre era empleado de un propietario que tenía una lechería y una casa burguesa en la cual mi madre hacía la limpieza. Yo sabía que allí no llevaban la misma vida que en casa de mis padres, y descubría con Marx que no había ni fatalidad ni maldición en el hecho de que algunos tuvieran todo —si no mucho, al menos demasiado—, mientras que otros no tienen nada, les falta lo necesario y pueden pasar hambre…

    Esa lectura hizo de mí un socialista , y lo soy hasta hoy. Pronto descubrí la posibilidad de serlo con otros aparte de Marx, sobre todo en compañía de los anarquistas en general y de Proudhon en particular. En el último curso del bachillerato, la lectura de ¿Qué es la propiedad? me convenció de que el socialismo libertario encarnaba una potencialidad inexplotada, y por lo tanto una riqueza de temible actualidad en un mundo donde el marxismo podía hacer dudar de la excelencia de Marx. Creo todavía en la inmensa fecundidad de Proudhon. Pero no olvido que debo a Marx haber olido por primera vez la pólvora de la política…
    ¡Y después Freud! Lo descubrí en principio a través de malos libros, cuyo papel en la producción de la leyenda y la propagación de las fábulas o los mitos correspondientes en los estratos menos ilustrados de la sociedad habría que analizar: pienso en el libro de Pierre Daco titulado Enigmas y triunfos del psicoanálisis , una publicación asimilable a las propagandas ideológicas en el mundo político. Compré asimismo un Psychanalyse de l’humour érotique que brillaba menos por el psicoanálisis que por el humor erótico… Pero descubría esa palabra, psicoanálisis , y su olor de azufre me atraía, como el perfume de una cosa prohibida.
    La lectura de Freud en directo me pareció más apropiada. La literatura de los discípulos, la producción de glosadores, la edición de numerosos comentarios, cosas abundantes en los anaqueles de mi librera de lance, constituían otras tantas escorias que alejaban del núcleo duro del pensamiento. Tres ensayos de teoría sexual fue mi primer libro leído, mi primera conversación con un hombre que parecía hablarme personalmente: los niños tienen una sexualidad, la masturbación representa un momento necesario en la evolución psíquica de un individuo, la ambivalencia en el camino hacia la construcción de una identidad sexual pasa por experiencias homosexuales ocasionales; todo esto iluminaba mi existencia y borraba de un plumazo años de hedor cristiano, alientos aguardentosos y bocas podridas de sacerdotes que, cada semana, detrás de la reja de madera del confesionario, sometían a tormentos a los seiscientos niños que éramos para obtener confesiones de onanismo o de manoseos.
    Al reabrir hoy mi ejemplar de Freud, encuentro en el margen una marca en lápiz azul que da testimonio de mi relación íntima, entonces, con ese libro: «Desavenencias entre los padres, su vida conyugal desdichada, condicionan la más grave predisposición a un desarrollo sexual perturbado o a la contracción de una neurosis por parte de los hijos». ¿Se aprecia alguna vez hasta qué punto las ideas de un filósofo pueden producir efectos sobre la existencia futura de un joven lector? Freud lavaba con agua lustral años de mugre mental. Su libro borraba una mancha. Esas páginas abolían el eros nocturno en el cual la mayor parte de nosotros nos ahogábamos, nos sofocábamos. Muestran asimismo en qué medida el final de un miedo, la condenación cristiana, no constituye el final de todos los miedos, pues hay también una suerte de castigo de los psiquismos… Nietzsche, Marx y Freud, por tanto: tres faros en la alta mar azotada por los tormentos de la adolescencia, tres estrellas en una noche que parecía sin fin, tres huellas para salir del infierno. He leído a Nietzsche durante toda mi vida; hoy sonrío al ver en los márgenes los signos que delatan mi alma de entonces: el filósofo misógino por ser incapaz de hablar a las mujeres, el elogio de la fuerza en un ser agotado, la vehemencia de un bondadoso concentrada en aforismos de guerra, el encomio heroico de la vida poética y de las nuevas posibilidades de existencia. Lo comprendo hoy como un maestro de sabiduría existencial que piensa para salvar el pellejo, como todo filósofo digno de ese nombre; en otras palabras, como todo filósofo visceral.
    Dejé a Marx por los socialistas libertarios, de preferencia franceses. La dominación de Marx sobre el socialismo internacional; su talento, como el de Freud y los suyos, para imponer su ley a todo el planeta, aunque fuera a costa de las prácticas más deshonrosas; su desconsideración hacia cualquier socialismo al margen del suyo, puestos por él en la misma bolsa panfletaria que las extravagancias utópicas más descabelladas; su odio a los campesinos y el mundo agrícola; su elitismo proletario de una vanguardia ilustrada y su aborrecimiento hacia el pueblo amado por Proudhon: todo eso me hizo preferir el socialismo libertario. Pero no olvido que le debo el descubrimiento de este bello mosaico: los socialismos .
    Mis lecturas salvajes y solitarias, voraces y furiosas, anárquicas e instintivas, se cruzaron durante un tiempo con las lecturas ordenadas y colectivas, escolares y aplicadas, estudiosas y obligatorias de la clase de filosofía. Mi profesor del último curso del bachillerato ponía las cartas sobre la mesa al comienzo del año: destacaba siempre en la última clase de junio el cuaderno mejor cuidado del alumno más aplicado y se valía de él para dictar su curso del año siguiente. Recibimos así una enseñanza impartida según las reglas del arte, durante la cual se deslizaba a veces la gracia de una idea que arrebataba nuestras almas inquietas.
    Freud formaba parte, pues, de la lista de autores del programa: un día, el Boletín oficial había puesto en conocimiento de quien quisiera enterarse una lista de nociones y autores que, por decisión de la institución, constituían el material básico de la clase de filosofía. La obtención del bachillerato, diploma iniciático, sésamo napoleónico, amuleto social, supone entonces que un alumno prepare una redacción conforme a la razón retórica o elabore un comentario de texto. Entre los extractos propuestos cada año a los examinandos: los textos de Freud…
    En una lista pensada por el Ministerio de Educación Nacional, con los inspectores generales y su cohorte de subordinados, con los técnicos ministeriales flanqueados por sus sherpas , con los insoslayables de la pedagogía seleccionados por su docilidad y su capacidad para reproducir los engranajes de la sociedad que los ha distinguido, encontramos entonces a Sigmund Freud, entre una cantidad de filósofos tomados entre la antigüedad de Platón y la posmodernidad de Foucault, en el caso de la edición más reciente.
    El Freud que yo leía entonces para mi gobierno también era, por tanto, el Freud aconsejado por el Ministerio de Educación Nacional de la República Francesa, que considera que este autor, en efecto, forma parte del patrimonio mundial de la filosofía, escogido para ello entre millares de nombres repartidos a lo largo de veinticinco siglos de pensamiento. ¿Cómo no ver en esa elección una garantía de excelencia?
    En la lista de libros que debíamos leer, nuestro profesor señalaba: la República de Platón, el Discurso del método de Descartes, El contrato social y el Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres de Rousseau, los Fundamentos de la metafísica de las costumbres de Kant y Tótem y tabú y las Conferencias de introducción al psicoanálisis de Freud. Más cerca de nuestros días, La formación del espíritu científico de
    Bachelard. Primera lección de la clase de filosofía: Freud es un filósofo , como Platón, Descartes o Rousseau.
    Leí, en consecuencia, lo que había que leer. Freud e incluso más que la bibliografía aconsejada: agregué El chiste y su relación con lo inconsciente , La interpretación de los sueños y los trabajos sobre metapsicología. Por entonces parecía que se podía leer a Marx sin ser marxista, a Spinoza sin ser espinosista o a Platón sin ser platónico. Pero la lectura de Freud no permitía la alternativa de ser o no ser freudiano, porque el psicoanálisis parecía una certeza universal y definitiva. Había sido un progreso decisivo de la naturaleza científica, puesto que, como nadie duda hoy del heliocentrismo, el psicoanálisis no se presentaba como la hipótesis de un hombre, e incluso la ficción de un filósofo, sino como un bien común, una verdad de orden general. Pasaba por ser un descubrimiento, como el de América por Cristóbal Colón: la disciplina daba razón de la totalidad del mundo hasta el más mínimo de sus detalles; además, era una terapia que asistía, por cierto, pero también curaba : ¡Freud lo decía y lo escribía y lo mismo hacían sus discípulos, y con ellos tantos otros autores serios! La institución lo consentía, la edición también; si restituía esas certezas admirables, uno aprobaba y obtenía el bachillerato…
    Ingresé a la Universidad de Caen en octubre de 1976, a los diecisiete años. Tuve un flechazo filosófico durante el curso de mi viejo maestro Lucien Jerphagnon consagrado a Lucrecio: descubría con él un mundo entero, la filosofía antigua, y una obra en particular, De la naturaleza de las cosas , que proponía una ética rigurosa, una moral austera, una ascesis hedonista, virtudes sin Dios, un pensamiento materialista y sensualista, una visión del mundo indiferente a los dioses, una sabiduría práctica, una salvación existencial sin muletas teológicas, trascendentes. La virtud sin el diablo y la amenaza de los infiernos o la promesa de un paraíso.
    El sistema de unidades de valores (UV) no permitía inscribirse sólo en filosofía. Seguí entonces cursos de historia del arte y arqueología antigua y luego de historia antigua, y ello para profundizar más en el mundo de la Antigüedad, que me fascinaba. En el Instituto de Filosofía, un joven docente marxista leninista vituperaba el psicoanálisis, ciencia burguesa. Asistí a sus clases durante un año. Luego de las vacaciones de verano, volvió convertido al lacanismo. El año fue duro para los izquierdistas zurrados con la fusta lacaniana, a lo cual el joven profesor agregaba una cucharada de Sade y una pizca de Bataille, esos subversivos de confesionario… Hoy, pasado al bando de san Pablo, el reciente convertido pondera los méritos de su nueva secta y la acompaña con una salsa fenomenológica… El Lucrecio que invita a su lector a no temer a los dioses me había vacunado contra las genuflexiones lacanianas.
    En 1979 me inscribí en una UV de psicoanálisis. El salón estaba lleno hasta los topes. El profesor dictaba dos horas por semana, antes de llegar a un arreglo con un viejo estalinista, miembro del Comité Central del Partido Comunista Francés, para alternarse con él y no ir más que una vez cada quince días, cuando daba clase durante cuatro horas seguidas: ¡uno enseñaba los grandes conceptos del psicoanálisis, y otro, el genio de Marx y la indigencia de Proudhon! El comunista se olvidaba cada dos por tres de ir a dar la clase, y cuando iba, dedicaba parte de su tiempo a hacer fotocopias y otra a las pausas para fumar, y luego se marchaba antes de hora porque no quería perder el último tren…
    La clase de psicoanálisis estaba bien organizada: se proponían los conceptos esenciales de la disciplina y se examinaba su funcionamiento en los análisis presentados por Freud en sus cinco casos más célebres, reunidos en un volumen titulado Cinq psychanalyses . En consecuencia, pasamos el año con Dora, el pequeño Hans, el Hombre de los Lobos, el Hombre de las Ratas y el presidente Schreber, otros tantos personajes conceptuales útiles para abordar la histeria, la fobia, la neurosis infantil, la neurosis obsesiva y la paranoia. Freud afirmaba haber atendido y curado a esas personas ocultas detrás de nombres de fantasía; la cosa estaba dicha, escrita, publicada por editoriales respetables, se enseñaba en todos los cursos de filosofía de Francia y Navarra, servía como verdad revelada para aprobar el bachillerato e incluso se profesaba en el marco oficial de la universidad; con ella se podían conseguir diplomas, en este caso una licenciatura en filosofía…
    En esa época, además de los análisis de los cinco casos en cuestión, leí El malestar en la cultura , Psicopatología de la vida cotidiana y El porvenir de una ilusión . Luego, El autoanálisis de Freud , el monumental trabajo de tesis de Didier Anzieu. De modo que había explorado más o menos dos mil quinientas páginas de Freud cuando, ya profesor de filosofía en un liceo técnico, yo también comencé a enseñar el programa de la disciplina que seguía incluyéndolo. En veinte años de docencia, me tocó corregir más de una vez comentarios de textos de Freud en el examen final del bachillerato.
    ¿Cómo no abordar cuestiones como «la Conciencia», noción incluida en el programa, sin pasar por el psicoanálisis y exponer en clase el inconsciente freudiano? ¿O bien «la Razón», «la Naturaleza», «la Historia» y otros ídolos mayúsculos constitutivos del programa oficial, y silenciar las tesis psicoanalíticas? ¿Qué podría haber justificado que yo quitara de en medio a Freud, el freudismo, el psicoanálisis, en un curso de filosofía que me pedían hacer y por el cual el Estado me pagaba? El mundo de la edición seria, el Ministerio de Educación Nacional y su programa oficial de último año de secundaria, la enseñanza de la disciplina en la universidad, la prescripción freudiana en el bachillerato: nada permitía dudar de la validez científica del psicoanálisis.
    Durante veinte años, por consiguiente, enseñé en mis clases de filosofía lo que había aprendido concienzudamente: la evolución sexual de los niños del estadio oral al estadio genital, a través del estadio sádico anal; las fijaciones y traumas capaces de aparecer a lo largo de ese desarrollo; el inevitable complejo de Edipo; la etiología sexual de las neurosis; las dos tópicas del aparato psíquico y las relaciones entre represión y sublimación. Pero también: la técnica del diván; la toma de conciencia sobre la represión y la desaparición de los síntomas, y las modalidades de la cura. Daba mis clases de la misma manera que cuando enseñaba la naturaleza naturada y la naturaleza naturante de Spinoza o la famosa alegoría de la caverna en Platón…
    Ahora bien, mis alumnos no lo entendían así, porque una clase sobre el imperativo categórico kantiano o el superhombre nietzscheano jamás producía tantos efectos como las consagradas al psicoanálisis. Cuando yo abordaba la constitución de la identidad homosexual o las modalidades de la relación edípica, la conexión entre trauma infantil y perturbación de la libido, la necesidad del paso de la zona clitoridiana a la zona vaginal para hacer posible una sexualidad femenina digna de ese nombre, la cuestión de las llamadas perversiones, la resistencia al discurso psicoanalítico como signo de la necesidad de tenderse en un diván, no impartía una lección sobre las nociones vagas de un corpus doctrinal aconsejado por el Ministerio, sino sobre los fragmentos biográficos y existenciales de cada uno de mis alumnos. El psicoanálisis enseñado en la teoría terminaba por ser en concreto su psicoanálisis, el análisis de su psique de jóvenes, tanto hombres como mujeres. Yo sabía que en ese pensamiento había una suerte de hechicería que era menester manejar con infinitas precauciones. La posibilidad de convertirse en terapeuta y por lo tanto mago, y por lo tanto hechicero, y por lo tanto gurú, me hacía correr frío por la espalda: se nos pedía que enseñáramos una materia eminentemente combustible a almas inflamables. Con esa experiencia llegué a tocar en parte el peligroso poder de los psicoanalistas. Desarrollé entonces una desconfianza instintiva y visceral con respecto a su casta sacerdotal y su poder de prestes…
    Con la ayuda del programa, encontrábamos espacios filosóficos menos mágicos, menos perturbadores, más serenos: la articulación entre el estado de naturaleza y la necesidad de un contrato social en Rousseau, y la diferencia entre los deseos naturales y necesarios y los deseos naturales y no necesarios en Epicuro, generaban menos turbulencias… Freud había aparecido en la vida de mis alumnos, desaparecía, reaparecía bajo la forma de texto que comentar, volvía a desaparecer una vez el título de bachiller estaba en el bolsillo; seguía siendo lo que había sublevado, rozado, tocado su alma frágil. Nunca abordé esas tierras ocultas sin el temor de arrojar a identidades en proceso de formación al lado sombrío de un mundo mágico, bastante irracional, perturbador y muy tentador para temperamentos en vías de construcción…
    Suscribí, pues, lo que llamaré postales freudianas. ¿Qué es una postal en filosofía? Un cliché obtenido por simplificación a ultranza, un icono emparentado con una imagen piadosa, una fotografía simple, eficaz, que se propone decir la verdad de un lugar o un momento a partir de una puesta en escena, un recorte, un encuadre arbitrariamente efectuado en una totalidad viva mutilada. Una postal es el fragmento seco de una realidad húmeda, una representación escenográfica que disimula los bastidores, un pedazo del mundo liofilizado y presentado bajo sus mejores galas, un animal disecado, un simulacro.
    La tarjeta postal reúne todo un mundo complejo en una viñeta simple: ¿qué hace en filosofía? Propone atajos, resúmenes, compendios, sea bajo una forma anecdótica —la crátera de la cicuta socrática, el ánfora cínica, el índice platónico alzado hacia el cielo, el dedo aristotélico que señala el suelo, si no Cristo en la cruz—, sea bajo una forma teórica: el «conócete a ti mismo» de Sócrates, la vida según la naturaleza de Diógenes, el mundo inteligible de Platón, etcétera. Freud no escapa del exhibidor filosófico.
    Son muchas las personas para quienes la postal freudiana es suficiente. Contadas, las que procuran aprehender el movimiento de conjunto de ese pensamiento leyendo la obra completa para descubrir en ella la dialéctica de una visión del mundo global. El curso de filosofía en el último año del bachillerato y el anfiteatro de la universidad actúan como máquinas de fabricar postales: ponen la mira en algunos clichés fáciles de enseñar, simples de comentar, elementales para la difusión de un «pensamiento». La glosa y la entreglosa universitarias producen postales de postales, reproducen los clichés en cantidad considerable y gran escala y a lo largo de mucho tiempo.
    ¿Cuáles son esas postales freudianas? Selecciono diez ejemplares para este exhibidor, pero podría hacer una lista más grande.
    POSTAL NÚM . 1
    Freud descubrió el inconsciente por sí solo con la ayuda de un autoanálisis extremadamente audaz y valeroso.
    POSTAL NÚM . 2
    El lapsus , el acto fallido , el chiste , el olvido de nombres propios y la equivocación dan testimonio de una psicopatología por medio de la cual se accede al inconsciente.
    POSTAL NÚM . 3
    El sueño es interpretable: en cuanto expresión disfrazada de un deseo reprimido , es la vía regia que lleva al inconsciente.
    POSTAL NÚM . 4
    El psicoanálisis procede de observaciones clínicas: pertenece al ámbito de la ciencia.
    POSTAL NÚM . 5
    Freud descubrió una técnica que, a través de la cura y el diván , permite atender y curar las psicopatologías.
    POSTAL NÚM . 6
    La toma de conciencia de una represión , alcanzada durante el análisis , acarrea la desaparición del síntoma .
    POSTAL NÚM . 7
    El complejo de Edipo , en virtud del cual el niño siente deseos sexuales por el progenitor del sexo opuesto y considera al progenitor de su mismo sexo como un rival a quien es preciso matar simbólicamente, es universal.
    POSTAL NÚM . 8
    La resistencia al psicoanálisis demuestra la existencia de una neurosis en el sujeto reacio.
    POSTAL NÚM . 9
    El psicoanálisis es una disciplina emancipadora.
    POSTAL NÚM . 10
    Freud encarna la permanencia de la racionalidad crítica emblemática de la filosofía de la Ilustración.
    Éstas son, pues, las postales con las que se conforma el corpus enseñado por los profesores en el liceo o las universidades. Estos clichés son repetidos a coro por la mayor parte de las élites intelectuales, relevadas por la maquinaria ideológica que, con trazo cada vez más grueso a medida que se desciende hacia el gran público, termina por constituir una vulgata que cabe en la mano de un niño, del tipo: «Con el psicoanálisis como teoría, Freud accede definitivamente a los mecanismos de la psique humana, en la cual la libido es ley en general, y el complejo de Edipo lo es en particular… Con el psicoanálisis como práctica, Freud perfeccionó una técnica que atiende y cura las psicopatologías». Ahora bien, estas postales reproducen clichés en el segundo sentido del término, a saber: errores convertidos en verdades a fuerza de repeticiones, reiteraciones, redundancias de esos ritornelos ensordecedores.
    En 2006 reflexioné sobre el lugar de Freud en mi Contrahistoria de la filosofía . Desde 2002, acompañado por algunos amigos, enseño, en ese ámbito alternativo creado por mi iniciativa que es la Universidad Popular [UP], una historia de la filosofía olvidada, dominada por la historiografía dominante que es idealista, espiritualista, dualista y, en resumidas cuentas, cristiana, por compartir muchas de sus premisas con la religión dominante en Europa. Es imposible escribir la historia de veinticinco siglos de filosofía marginal, minoritaria, sin considerar la cuestión del freudismo.
    En ese lugar, no enseño lo que otros profesan —muy bien, por lo demás—, porque consagro seminarios bien a pensadores olvidados (de Antifonte de Atenas a Robert Owen, a través de Carpócrates o Bentivenga de Gubbio, entre otros), bien a pensadores conocidos, pero con un ángulo de ataque inédito (la comunidad política hedonista de Epicuro en el Jardín, la dicción de los Ensayos que Montaigne no escribió sino habló, la propuesta de una sabiduría existencial nietzscheana por medio de la construcción del superhombre, etcétera). En el caso de Freud, nos encontramos desde luego en el segundo caso. Apriori, sobre la sola base de mis lecturas pasadas, me proponía leerlo como un filósofo vitalista que elabora su teoría en el linaje de Schopenhauer y Nietzsche, pensadores que lo marcaron a tal punto que él negaba toda influencia con una vehemencia sospechosa. Una relectura de los trabajos de metapsicología y de Más allá del principio de placer me confirmó en esta hipótesis de un Freud pensador vitalista.
    Para preparar mis cursos en la UP, recurro a un método muy simple: la lectura de la obra completa in extenso , pues la mayoría de las postales proceden de cierta holgazanería intelectual. ¿Por qué trabajar la obra íntegra si podemos conformarnos, para asegurar nuestro salario de funcionarios o cumplir con el contrato editorial —si no garantizarnos la existencia en el pequeño coto privado intelectual—, con repetir todo el tiempo la vulgata? ¿Cómo se justificaría una cantidad considerable de esfuerzo si se puede alcanzar el pequeño efecto buscado con muy poco trabajo?
    En consecuencia, compré la edición de las obras completas de Freud publicada por Presses Universitaires de France y las leí concienzudamente en orden cronológico. Exploré la correspondencia, esencial para presenciar el trabajo entre bastidores. Agregué las biografías, útiles para ordenar y ligar el conjunto, así como para contextualizar las producciones intelectuales en la vida de la persona, de su familia, de su época, de su tiempo. Jamás me adherí a la lectura estructuralista, que celebra la religión del texto sin contexto y aborda la página a la manera de un pergamino redactado por un puro espíritu.
    Escribo una historia nietzscheana de la filosofía con la preocupación siempre puesta en el discurso del método que constituye a mi juicio el prefacio de La gaya ciencia . Lo he citado a menudo; permítaseme remitir otra vez a él, al menos a estas frases extraídas de una larga y magnífica exposición: «El disfraz inconsciente de las necesidades fisiológicas, bajo el pretexto de la objetividad, de la idea, de la pura intelectualidad, es capaz de tomar proporciones pavorosas, y más de una vez me he preguntado si, a fin de cuentas, la filosofía no habrá consistido decididamente en una exégesis del cuerpo y un malentendido del cuerpo».
    Propongo aquí, pues, una historia nietzscheana de Freud, del freudismo y del psicoanálisis : la historia del disfraz freudiano de ese inconsciente (la pluma de Nietzsche escribe la palabra…) como doctrina; la transformación de los instintos y las necesidades fisiológicas de un hombre en doctrina que sedujo a una civilización; los mecanismos de la fabulación que permitieron a Freud presentar objetiva, científicamente, el contenido muy subjetivo de su propia autobiografía: en pocas palabras, propongo aquí el esbozo de una exégesis del cuerpo freudiano…
    El público de la UP, a veces más de mil personas, está constituido por individuos a menudo muy sagaces. Cada clase es de dos horas, una primera en cuyo transcurso hago una exposición —que me exige más o menos unas treinta horas de trabajo—, y la segunda, durante la cual respondo a las preguntas, a todas las preguntas, y lo hago en directo, sin red. Como es obvio, algunas de ellas son preparadas, enteradas y especializadas, a veces al extremo de parecer una trampa, lo cual me regocija: uno no se expone filosóficamente en escena sin haber trabajado, y, si ha realizado la labor necesaria, no hay nada que temer.
    Es preciso por tanto haber trabajado todos los expedientes, y en detalle. Ésa es la razón por la cual, en previsión de la intervención de adversarios del psicoanálisis, he leído las obras de los historiadores críticos. Me aplicaba a la tarea con ideas falsas en la cabeza, originadas en la lectura de historiadores del psicoanálisis presuntamente honestos y que, en algunas revistas dignas de fe —eso suponía—, habían publicado reseñas que yo imaginaba serias. Esos guardianes de la leyenda descartaban de un plumazo toda la literatura crítica, que consideraban «revisionista», antisemita, reaccionaria y con olor a camaradería con la extrema derecha. En la época, yo no había leído pues esos libros presentados como el producto de gente intelectualmente infrecuentable.
    Ahora puedo decir que los he leído: dicen la verdad… Este descubrimiento suscitó en mí una estupefacción sin límite: ¡ante todo, esos autores no tenían nada de antisemitas, la calificación de «revisionistas» que se les endilgaba era falsa, sus posiciones políticas, si bien podían (tal vez) no ser de izquierda, no hacían de ellos, empero, militantes de la causa extremista de derecha! La designación de «revisionista» se expresa siempre en el cuerpo del texto. A pie de página, una nota señala que, como es obvio, la palabra no tiene nada que ver con los revisionistas que, camaradas de los negacionistas, niegan la existencia de las cámaras de gas… Es cierto. Pero entonces, ¿qué necesidad de utilizar una palabra que, por lo menos, alimenta la ambigüedad o, mucho peor, da a entender que el hecho de oponerse a Freud con argumentos históricos verificables pone a los historiadores críticos del psicoanálisis al lado de quienes niegan la solución final?
    Descubría entonces al histérico combatiendo lo histórico en una guerra en la cual, sin lugar a dudas, las armas racionales del historiador tienen poco peso frente a la fe irracional del histérico que no vacila en recurrir a los más graves insultos (¡la insinuación de complicidad con Hitler!) para desacreditar al adversario, y por ende para evitar un verdadero debate de ideas, un auténtico intercambio de puntos de vista, una confrontación intelectual digna, una discusión calmosamente argumentada: otros tantos procedimientos que suponen la intersubjetividad cultural más elemental…
    Sin entrar en el pormenor de los dichos de los historiadores críticos, ¿qué tesis salen de sus plumas? Que Freud mintió mucho, disfrazó, trabajó en su propia leyenda; que destruyó correspondencia, una actividad ardorosamente practicada en vida con sus discípulos y su hija, y luego retomada y desarrollada con mayor amplitud por los suyos hasta el día de hoy; que procuró hacer desaparecer cartas, en especial las de su intercambio con Fliess, que muestran a un Freud adepto a teorías extravagantes, de la numerología al ocultismo pasando por la telepatía; que esos intercambios epistolares fueron expurgados, reescritos de conformidad con la leyenda y difundidos durante años sólo en su versión hagiográfica (una reciente primera edición íntegra, de octubre de 2006, permite en efecto apreciar la extensión de los estragos); que con desprecio de la historia y los historiadores, los turiferarios mantienen un implacable embargo sobre una gran cantidad de archivos, inaccesibles por ello al público y vedados a los investigadores hasta fechas extravagantes como 2057 en ciertos casos, y para terminar, que algunos de esos documentos, no obstante, pueden ser consultados por investigadores de cuyo celo hagiográfico se ha asegurado el comité…
    En esos historiadores críticos se constata asimismo que Freud falsifica resultados, inventa pacientes, pretende apoyar sus descubrimientos en casos clínicos inhallables y destruye las pruebas de sus falsificaciones; que sus teorías sobre la cocaína, defendidas con vehemencia, son invalidadas públicamente por científicos, y él termina por negarlas, renegar de ellas y luego silenciarlas, o presentarlas en una versión fraguada por sí mismo para mayor gloria del héroe.
    Agreguemos a esto que el psicoanálisis jamás curó a Anna O., en contra de las afirmaciones constantemente repetidas por Freud durante toda su vida, y que tampoco salieron bien librados los cinco casos presentados como arquetípicos del psicoanálisis. En algunos de ellos, el tratamiento psicoanalítico incluso agravó las cosas… Leamos para convencernos las confidencias de un Serguéi Pankejeff, el famoso Hombre de los Lobos, presuntamente curado por Freud, muerto en 1979 a los noventa y dos años, después de haber sido psicoanalizado durante siete décadas por un total de diez analistas…
    Al leer a los historiadores críticos, se comprueba por último que Freud organiza el mito de la invención genial y solitaria del psicoanálisis, cuando en realidad fue un gran lector, un prestatario oportunista de muchas tesis de autores hoy desconocidos que hizo pasar por suyos esos descubrimientos de oscuros científicos; que, en contraste con la versión legendaria y hagiográfica, hay una genealogía histórica y libresca del pensamiento de Sigmund Freud, pero que durante su vida, y hasta el día de hoy, se hizo todo lo posible para evitar una lectura histórica de la génesis de su obra, de la producción de sus conceptos, de la genealogía de su disciplina.
    ¿Qué hacer una vez descubiertas esas informaciones históricas que pulverizan la leyenda? ¿Destruirlo todo, no conservar nada, abandonar en los sótanos la obra completa de Freud? ¿Mantener todo y recurrir al insulto, renegar de la historia y rechazar el debate en presencia del trabajo crítico? Frente a los hechos comprobados, a las certezas históricas innegables y verificables, en presencia de archivos indiscutibles y, paralelamente, ante esa proscripción de archivos que induce a imaginar la existencia de cosas que no sería bueno saber, puesto que se las oculta, ¿se podrá hacer durante mucho tiempo como si nada pasara e insultar a los historiadores, tachándolos con medias palabras de devotos de Hitler porque se conforman con aportar pruebas que los partidarios de la leyenda dorada se niegan a examinar?
    Remitamos a los freudianos a Freud, que se ofuscaba en su Presentación autobiográfica ante el hecho de que hubiese adversarios capaces de oponerse a sus tesis, manifestar resistencias, no creer en sus teorías, proponer la idea sacrílega de que el psicoanálisis sería «un producto de [su] fantasía especulativa» (XVII, p. 96) [XX, p. 46], [1] en tanto que él reivindicaba un prolongado y paciente trabajo de científico. Al dirigirse a sus adversarios, Freud llegaba a la conclusión de que reactivaban «la clásica maniobra de la resistencia: no mirar por el microscopio a fin de no ver lo que habían impugnado» ( ibid. ) [XX, p. 47]. Toma la metáfora de Cremonini, que se negaba a observar por el anteojo de Galileo y, de tal modo, se vedaba la posibilidad de acceder a la prueba de la validez de la tesis heliocéntrica. Hoy, son los freudianos quienes se niegan a observar por el telescopio histórico, y en este aspecto se asemejan a los sacerdotes del Vaticano, cuidadosos en aquella época de no someter el texto sagrado a la prueba científica.
    Por mi parte, utilicé el anteojo freudiano con el objeto, a priori , de descubrir lo que Freud afirma encontrar por su intermedio. Ya se habrá advertido que no me movía un prejuicio desfavorable: me adherí durante bastante tiempo a la palabra performativa de Freud… En cambio, vi por el borde del ocular la cantidad suficiente de cosas para permitirme romper las postales clavadas durante tanto tiempo a mi pared. Propongo, pues, una serie de contrapostales:
    CONTRAPOSTAL NÚM . 1
    Freud formuló su hipótesis del inconsciente en una inmersión histórica decimonónica y en respuesta a numerosas lecturas, sobre todo filosóficas (Schopenhauer y Nietzsche entre las más importantes), pero también científicas.
    CONTRAPOSTAL NÚM . 2
    Es posible, en efecto, atribuir un sentido a los diferentes accidentes de la psicopatología de la vida cotidiana, pero de ninguna manera en la perspectiva de una represión estrictamente libidinal y menos aún edípica.
    CONTRAPOSTAL NÚM . 3
    El sueño tiene sin duda un sentido, pero en la misma perspectiva que la proposición precedente: debe descartarse por completo que lo haga en una configuración específicamente libidinal o edípica.
    CONTRAPOSTAL NÚM . 4
    El psicoanálisis es una disciplina que pertenece al ámbito de la psicología literaria, procede de la autobiografía de su inventor y funciona a las mil maravillas para comprenderlo a él, y sólo a él.
    CONTRAPOSTAL NÚM . 5
    La terapia analítica es la ilustración de una rama del pensamiento mágico: como tratamiento funciona en el estricto límite del efecto placebo.
    CONTRAPOSTAL NÚM . 6
    La toma de conciencia de una represión jamás provocó mecánicamente la desaparición de los síntomas, y menos aún la curación.
    CONTRAPOSTAL NÚM . 7
    Lejos de ser universal, el complejo de Edipo manifiesta el deseo infantil de Sigmund Freud, y sólo de él.
    CONTRAPOSTAL NÚM . 8
    El rechazo del pensamiento mágico no obliga en modo alguno a poner el propio destino en manos del hechicero.
    CONTRAPOSTAL NÚM . 9
    So capa de emancipación, el psicoanálisis ha desplazado los interdictos constitutivos del psicologismo, esa religión secular posterior a la religión.
    CONTRAPOSTAL NÚM . 10
    Freud encarna lo que en la época de la Ilustración histórica se denominaba antifilosofía: una fórmula filosófica de la negación de la filosofía racionalista.
    Freud detestaba la filosofía y a los filósofos. Como buen nietzscheano que negaba serlo, proponía poner al descubierto las razones inconscientes de los pensadores a fin de leer sus producciones intelectuales como otras tantas exégesis de su cuerpo . Intentemos entonces, con él, esa «psicografía» a la que invita en «El interés por el psicoanálisis» (XII, p. 113) [XIII, p. 182]. ¿La meta? No destruir a Freud, ni superarlo, ni invalidarlo, ni juzgarlo, ni despreciarlo, ni ridiculizarlo, sino comprender que su disciplina fue ante todo una aventura existencial autobiográfica, estrictamente personal: un manual de instrucciones para un solo uso, una fórmula ontológica para vivir con los muchos tormentos de su ser…
    El psicoanálisis — ésa es la tesis de este libro — es una disciplina verdadera y justa sólo en lo concerniente a Freud, y a nadie más. Los conceptos de la inmensa saga freudiana le sirven ante todo para pensar su propia vida, poner orden en su existencia: la criptomnesia, el autoanálisis, la interpretación de los sueños, la indagación psicopatológica, el complejo de Edipo, la novela familiar, el recuerdo encubridor, la horda primordial, el asesinato del padre, la etiología sexual de las neurosis y la sublimación constituyen, entre muchos otros, otros tantos momentos teóricos directamente autobiográficos. El freudismo es en consecuencia, como el espinosismo o el nietzscheanismo, el platonismo o el cartesianismo, el agustinismo o el kantismo, una visión privada del mundo de pretensión universal. El psicoanálisis constituye la autobiografía de un hombre que se inventa un mundo para vivir con sus fantasmas, como cualquier otro filósofo…

    Terminaré este análisis nietzscheano de Freud con… Nietzsche, que brinda por su parte una respuesta a la pregunta «¿qué hacer con el psicoanálisis?» con esta frase de El Anticristo . Apoyada en un enorme humor, la frase propone una fórmula útil para la resolución de nuestro problema: «En el fondo, hubo un solo cristiano, y murió en la cruz», escribe el padre de Zaratustra. Por nuestro lado podríamos pues agregar, como dichosos cómplices de la gran risa nietzscheana: «En el fondo, hubo un solo freudiano, y murió en su cama en Londres el 23 de septiembre de 1939». Todo esto no habría sido demasiado grave si uno y otro, Jesús y Freud, no hubieran dado origen a discípulos y luego a una religión extendida por el planeta entero… Espero que se me haya comprendido: este libro propone reiterar el gesto del Tratado de ateología con un material llamado psicoanálisis.

PRIMERAPARTE : INTOMATOLOGÍA


    Renegado sea el que piense mal [2]
    Tesis 1 : El psicoanálisis reniega de la filosofía, pero es en sí mismo una filosofía



1. PRENDER FUEGO A LOS BIÓGRAFOS
    «La verdad biográfica es inaccesible. Si tuviéramos acceso a ella, no podríamos hacerla valer».
    SIGMUND FREUD , carta a Martha Bernays, 18 de mayo de 1896
    «El psicoanálisis se convirtió en el contenido de mi vida».
    SIGMUND FREUD , Presentación autobiográfica
    (XVII, p. 119) [XX, p. 67]
    Desconfiemos de los filósofos que organizan su posteridad, se guardan de los biógrafos, temen sus investigaciones, las prevén, las suscitan, envían a sus espías al frente para construir un esbozo de narración hagiográfica, destruyen su correspondencia, borran las huellas, queman papeles, escriben en vida una leyenda con la idea de que conformará a los curiosos, mantienen a su alrededor una custodia personal integrada por discípulos útiles para editar, imprimir y difundir las imágenes piadosas diseñadas con aplicación, redactan una autobiografía sabiendo muy bien que el círculo de luz proyectado aquí por ellos mismos dispensa de ir a ver más allá, en la sombra, donde su nido de víboras existencial murmura en un cuasisilencio.
    Freud forma parte de esa ralea que quiere las ventajas de la celebridad sin sus inconvenientes: aspira ardientemente a que se hable de él, pero bien y en los términos elegidos por él mismo. ¿La gran pasión del inventor del psicoanálisis? Consagrar toda su existencia a dar la razón a su madre, para quien Sigmund encarnaba la octava maravilla del mundo. La realidad, casi siempre prosaica, aburre a los autores de leyendas, que prefieren una narración mirífica en la cual triunfen lo imaginario, el deseo y el sueño. Mejor una bonita historia falsa que una lamentable historia verdadera. El falsario hermosea, repinta, arregla las cosas, suprime el triunfo de las pasiones tristes activas en su existencia: la envidia, los celos, la maldad, la ambición, el odio, la crueldad, el orgullo.
    El autor de la Presentación autobiográfica jamás deseó que se pudiera explicar su obra por su vida, su pensamiento por su autobiografía, sus conceptos por su existencia. Víctima en ese aspecto, como la mayor parte de los filósofos, del prejuicio idealista en virtud del cual las ideas caen del cielo, descienden de un empíreo inteligible a la manera de una lengua de fuego que distingue al espíritu elegido para iluminarlo con su gracia, Freud quiere resueltamente que suscribamos su relato: como el hombre de ciencia que pretende ser, sin cuerpo ni pasiones, habría descubierto, cual un místico de la razón pura, la pepita oculta en lo que bastaba con observar: un juego de niños, con tal de tener el genio necesario…

    Ahora bien, como todo el mundo, claro está, Freud se formó con lecturas, intercambios, encuentros, amigos, a menudo transformados en enemigos al cabo de un tiempo; siguió cursos en la universidad; trabajó en laboratorios bajo la responsabilidad de jefes; leyó mucho, citó poco, en contadas ocasiones practicó el homenaje y con frecuencia prefirió la denigración; escribió esto, lo contrario y otra cosa; se cruzó con mujeres, se casó con una, ocultó discretamente una relación incestuosa con otra, tuvo hijos, fundó una familia, cómo no.
    En 1885, algunos días antes de cumplir veintinueve años, Freud escribe a Martha Bernays, su prometida, una extraña carta en la cual confiesa el júbilo que le ha provocado la destrucción de las huellas de catorce años de trabajo, reflexión y meditación; ha quemado sus diarios, sus notas, su correspondencia, todos los papeles en los que había anotado sus comentarios científicos; aunque aún son pocos, ha dado sus trabajos al fuego; ya no queda nada. Está exultante.
    Este holocausto en miniatura borra para la posteridad, y por tanto para la eternidad, las pruebas de la naturaleza humana, muy humana, probablemente demasiado humana en su opinión, de un personaje que decidió desde sus más jóvenes años que asombraría al mundo con sus descubrimientos, capaces de estremecer a la humanidad. ¿Cuáles? Todavía lo ignora, pero no duda de que será ese hombre: el fuego sagrado lo habita e ilumina su camino. Entretanto, el futuro gran hombre —lo escribe explícitamente— imagina la cara que pondrán sus biógrafos (no dice su sino sus , sin dudar de su número, aunque él todavía no sea nada…) cuando descubran esa fechoría que, por ahora, lo llena de alegría.
    Por el momento, ese hombre encantado con la mala pasada que ha hecho a sus futuros biógrafos no tiene gran cosa que proponer de memorable: su nacimiento el 6 de mayo de 1856 en Freiberg, hijo de Jakob Freud, comerciante en lanas, y Amalia; el judaísmo de sus padres; su nombre de pila de entonces, Sigismund; su circuncisión; su infancia trivial; sus estudios comunes y corrientes en el colegio secundario; sus años de medicina, durante los cuales se toma su tiempo sin saber demasiado hacia qué especialidad inclinarse; sus investigaciones sobre la sexualidad de las anguilas; una publicación sobre el sistema nervioso central de una larva de lamprea; su servicio militar; la traducción de algunos textos de Stuart Mill; el encuentro con su novia; las peripecias de sus infructuosas investigaciones con la cocaína y, sobre todo, las extravagantes afirmaciones presuntamente científicas publicadas acerca de esta droga que él consumirá durante unos diez años; el tratamiento de sus pacientes por medio de la electroterapia. Nada muy notable para unas biografías… Freud tiene, pues, veintiocho años y, al margen de obtener en el plazo más corto una reputación mundial sin saber en concreto por qué medios, su mayor preocupación consiste en ganarse rápido y bien la vida a fin de casarse con su prometida e instalarse en un barrio elegante de Viena y fundar una grande y bella familia. Tal la materia del auto de fe y la mala pasada que cree jugar a los biógrafos por venir…
    El episodio de la cocaína podría explicar en parte ese gesto. Obsesionado por la celebridad a la que aspira, ha tomado al vuelo la oportunidad de un trabajo sobre esa droga. Va rápido, experimenta con un solo caso —un amigo— y pretende curar su morfinomanía por conducto de la cocaína; fracasa, lo transforma en cocainómano, comprueba que los efectos producidos no son los que él daba por descontados, afirma pese a todo lo contrario, redacta a toda prisa sus conclusiones, las publica en una revista y presenta esta droga como capaz de resolver casi la totalidad de los problemas de la humanidad. Por el momento, la cocaína alivia su angustia, multiplica sus facultades intelectuales y sexuales, lo serena. Aquí se encuentra concentrado su método: extrapolar sobre la base de su caso particular una doctrina de pretensión universal. Digámoslo con una fórmula más trivial: tomar su caso por una generalidad .
    La lectura de la correspondencia con Fliess, un gran archivo oculto durante mucho tiempo, publicada en un primer momento bajo la forma de fragmentos escogidos mientras se ponían a buen resguardo las posiciones teóricas extravagantes, muestra a un Freud en las antípodas de la postal que lo presenta como un científico que procede de manera experimental y traza con mano firme un surco hacia los descubrimientos que no puede no hacer, porque lleva en sí el tropismo del sabio destinado a cosas mayores.
    En esas cartas descubrimos a un Freud que anda a tientas, vacilante, capaz de afirmar una cosa y después su contraria; arrebatado un día por su descubrimiento de una psicología científica, quema al día siguiente ese hallazgo ayer genial y revolucionario, convertido —él mismo lo confiesa— en una tesis sin interés. Vemos allí a un Freud que somatiza todo, del forúnculo en el escroto a las migrañas recurrentes, de la miocarditis al tabaquismo furioso, de sus fracasos sexuales a sus trastornos intestinales, de la neurosis al mal humor, del alcohol mal tolerado al hábito de la cocaína, de su fobia a los trenes a su angustia por carecer de comida, de su miedo a morir a sus muchas supersticiones enfermizas.
    Para terminar, en esa correspondencia verificamos la obsesión por el éxito, el dinero y la fama que día tras día le corroe el alma: ¿qué hacer para ser un científico reputado? El 12 de junio de 1900 escribe a Fliess: «¿Puedes creer que algún día, en esta casa, se leerá en una placa de mármol que aquí, el 24 de julio de 1895, el sistema del sueño le fue revelado al doctor Freud?». Aquí tenemos, pues, una doble información: el fantasma de la celebridad que lo atenaza y la idea de que sus teorías procederían de una revelación y no de lecturas, trabajos, reflexiones, cruces con hipótesis de otros investigadores, asimilación crítica de la literatura sobre el tema, deducciones, constataciones clínicas, acumulaciones de pacientes experimentaciones…
    Ése es por tanto el imperativo metodológico, y se entiende que motive aquel primer auto de fe de 1885: borrar todo lo que muestre la producción histórica de la obra, suprimir cualquier posibilidad de una genealogía inmanente de la disciplina, prohibir lo que no sea la versión querida e impuesta por Freud; no un devenir histórico, sino una epifanía legendaria. Como sucede con frecuencia en casos similares, la fábula comienza con un nacimiento milagroso. ¿El psicoanálisis? Surge del muslo de un Júpiter llamado Sigmund Freud, completamente armado y con casco incluido, resplandeciente y centelleante bajo un sol vienés de fin de siglo.
    Ese deseo de no ver a los biógrafos laborar en las trastiendas de su aventura lo lleva a teorizar la imposibilidad de toda biografía. Después de reírse en la carta a su novia del apuro en que pone a esos biógrafos aún no nacidos, expone un alegato pro domo : «No se puede ser biógrafo sin comprometerse con la mentira, el disimulo, la hipocresía, la adulación, por no mencionar la obligación de enmascarar la propia incomprensión. La verdad biográfica es inaccesible. Si tuviéramos acceso a ella, no podríamos hacerla valer» (18 de mayo de 1896). La cosa está clara: la biografía es una tarea imposible en sí misma y por eso, para confirmarlo, ¡hagámosla imposible en los hechos! Y además, esta ambigüedad: la tarea es imposible, pero lo sería porque no podemos hacerla valer. ¿Por qué razones? ¿Acaso él, Freud, se prohíbe la aventura de la biografía cuando se trata del presidente Wilson?
    No hay duda alguna de que el biógrafo mantiene con su tema una relación singular, a menudo de identificación; de que lo característico de una vida es haber sido compleja, enredada; de que algunos hacen, en efecto, un uso abundante del disimulo, la confusión de las pistas; de que otros, en vida, escriben la leyenda con el propósito de enturbiar su historia; de que los testimonios de los sobrevivientes se tejen de sueños y ensueños, anhelos y recuerdos modificados; de que la envidia y los celos están presentes aun en los amigos más fieles, convocados algún día a testimoniar; de que los textos autobiográficos actúan con frecuencia como embustes útiles para desviar la atención hacia lo accesorio con el fin de mantener lo esencial al abrigo de las miradas, y de que la empresa es difícil, casi siempre aproximada. Pero la dificultad de la tarea no veda la iniciativa. ¡Tendría poca gracia que, más que nadie, Freud, que invitaba a psicoanalizar a los filósofos, prescribiera para otros una posología que rechaza para sí! No sería el primero, sin embargo… Freud, el freudismo y el psicoanálisis no suponen la epifanía legendaria: la empresa biográfica puede y debe mostrarlo.
    Que Freud haya enredado adrede la madeja, mezclado deliberadamente las pistas, borrado a sabiendas las huellas, teorizado la imposibilidad del asunto, falsificado los resultados de sus descubrimientos y practicado casi todo el tiempo la licencia literaria ocultándose detrás del pretexto científico; que haya destruido cartas y procurado recuperar las más peligrosas, que amenazaban el brillo de su leyenda: todo esto es, muy por el contrario, lo que hace interesante la tarea. La biografía intelectual de Freud se confunde con la biografía intelectual del freudismo, que engloba, como es obvio, la biografía intelectual del psicoanálisis.
    Su carta a la novia habla de mentiras, disimulo e hipocresía. Parece una confesión enmascarada de lo que lo atormenta a él mismo. Puesto que, de hecho, las leyendas impuestas por los hagiógrafos —Ernest Jones el primero, con su suma de mil quinientas páginas titulada Vida y obra de Sigmund Freud — hacen imposible la biografía: a tal punto obró el doctor vienés para imponer su leyenda, sus fábulas, sus narraciones literarias, sus mitos y sus quimeras. Esa biografía sirvió de matriz a muchas otras, todas las cuales duplican a más no poder las postales del exhibidor freudiano.
    Mantendré a la misma distancia las hagiografías y las patografías: las primeras se proponen regar la planta sublime, y las segundas, arrancar la vegetación venenosa. Deseo mostrar, más allá de las postales, que el psicoanálisis es el sueño más elaborado de Freud : un sueño, y por tanto una fabulación, un fantasma, una construcción literaria, un producto artístico, una construcción poética en el sentido etimológico. Propongo asimismo mostrar los basamentos preponderantemente biográficos, subjetivos, individuales del freudismo, pese a sus pretensiones de universalidad, objetividad y cientificidad. No me sitúo en el terreno de una moral moralizadora que juzgara que la mentira freudiana (comprobada) conduce en línea recta a la necesidad de un auto de fe de Freud, de sus obras, de su trabajo y de sus discípulos.
    Conforme al principio de Spinoza, ni reír ni llorar, comprender , mi perspectiva es la de Nietzsche, más allá del bien y del mal. Propongo la deconstrucción de una empresa, como podría deconstruirse una sonata de Anton Webern, una pintura de Kokoschka o una pieza teatral de Karl Kraus. Freud no es un hombre de ciencia, no produjo nada que esté en la órbita de lo universal, su doctrina es una creación existencial fabricada a medida para vivir con sus fantasmas, sus obsesiones, su mundo interior, atormentado y estragado por el incesto. Freud es un filósofo, lo cual no es poca cosa, pero él mismo recusaba ese juicio, con la violencia de aquellos que, a través de su ira, señalan el sitio preciso: el del dolor existencial.



2. DESTRUIR A NIETZSCHE , DICE …
    «Mi meta inicial, la filosofía. Puesto que eso era lo que quería en el origen».
    SIGMUND FREUD carta a Fliess, 1 de enero de 1896
    En su voluntad furiosa de quererse sin dioses ni maestros, Freud hace de Nietzsche el hombre a quien es preciso abatir. Veamos justamente en este blanco privilegiado una invitación a llevar a cabo una pesquisa sobre esa alergia particular y constante. ¿Por qué Nietzsche? ¿En nombre de qué extrañas razones? ¿Para proteger qué o a quién? ¿Con el fin de sofocar qué secretos? ¿Qué significa, en él, esa ardiente pasión por negar la filosofía y a los filósofos, entre quienes se cuenta? ¿Por qué ha de ser él lo que no querría que se supiera: un filósofo, precisamente un filósofo, sólo un filósofo, nada más que un filósofo? De hecho, para un hombre sediento de fama, la filosofía conduce con menos facilidad que un descubrimiento científico al reconocimiento planetario…
    La inscripción del psicoanálisis en un linaje legendario, fabuloso y mitológico se acompaña de la mayor de las violencias contra la influencia más manifiesta del filósofo mismo que afirma esta idea fuerte y cierta, justa y poderosa, pero efectivamente incompatible con la leyenda: toda filosofía es la confesión autobiográfica de su autor, la producción de un cuerpo y no la epifanía de una idea venida de un mundo inteligible. Freud se pretende sin influencias, sin biografía, sin raíces históricas: la leyenda lo exige.
    Freud libró sin interrupción el combate contra los filósofos y la filosofía, a la manera de aquellos que, de Luciano de Samosata a Nietzsche, pasando por Pascal o Montaigne, ilustran la famosa tradición de que burlarse de la filosofía es propiamente filosofar . Si un día recibió el premio Goethe en vez del Nobel de medicina que daba por descontado, fue sin duda porque, ya durante su vida, un areópago consideró que su obra pertenecía más a la literatura que a la ciencia.
    En la mitología freudiana escrita por su propia iniciativa, Goethe tiene un papel importante, porque sería el desencadenante de todo un destino. En efecto, cuando Freud duda y busca su camino, en el momento mismo en que la filosofía lo tienta más que cualquier otra cosa, antes de abrazar la carrera médica que, según su confesión, fue un malentendido, una vía tomada por defecto, Goethe le señala hacia dónde ir. En la Presentación autobiográfica, aquél afirma que la lectura pública de «Die Natur», el ensayo del poeta alemán, lo convenció de iniciar los estudios de medicina. ¡Podría encontrarse un disparador menos literario para un destino científico! En 1914, en la Contribución a la historia del movimiento psicoanalítico, Freud pretende que ha leído a Schopenhauer, por cierto, pero que su propia teoría de la represión no tiene nada que ver con El mundo como voluntad y representación, aunque la de este libro sea exactamente igual y la preceda por más de medio siglo. El lector de las mil páginas de la Philosophie des Unbewussten [Filosofía de lo inconsciente] de Eduard von Hartmann puede indicar asimismo otras proximidades entre Freud y este otro filósofo alemán, también schopenhaueriano, sobre todo en lo relacionado con la cuestión central de los determinismos del inconsciente. Freud lo asegura: ha pensado por sí solo y descubierto sin ayuda su teoría de la represión; a continuación, se sintió muy dichoso al comprobar que el pensamiento de Schopenhauer confirmaba el suyo.
    Su relación con Nietzsche se muestra bajo una luz más problemática y, para decirlo todo, bastante neurótica. En esa misma confesión, Freud escribe: «Me rehusé el elevado goce de las obras de Nietzsche con esta motivación consciente: no quise que representación-expectativa de ninguna clase viniese a estorbarme en la elaboración de las impresiones psicoanalíticas» [XIV, p. 15].
    ¡Curiosa revelación! ¿Por qué razones rehusarse un placer que, sin embargo, se estima tan elevado? ¿Por qué remitir a motivaciones conscientes, cuando uno ha basado su fondo de comercio en la idea de que la raíz de todas las cosas es inconsciente? ¿Qué justifica que no aplique su método y que evite cuestionar su propio inconsciente acerca de esa negativa particularmente significativa?
    ¿Qué hay que englobar bajo la vaga expresión de «representación-expectativa»?
    Freud leyó pues a Schopenhauer, pero sus teorías jamás influyeron en él, ni siquiera donde son semejantes, ¡y por otro lado, no leyó a Nietzsche para evitar caer bajo su influencia! ¿Cómo saber empero que existe el riesgo de ser influenciado si no se tiene ya la certeza de que las tesis coinciden? Por más que el doctor vienés practique la renegación, no deja de ser cierto que el freudismo parece un retoño singular del nietzscheanismo para cualquier lector que esté aunque sea un poco informado en materia de filosofía.
    Sigmund Freud conoce a Nietzsche y, aun cuando no lo haya leído, ha hablado mucho de él con interlocutores que lo conocían por haberse codeado con él en el camino de Eze, cerca de Niza. Durante sus años de universidad —esto es, entre 1873 y 1881—, Freud escuchó hablar de él en las clases de filosofía de Brentano. En una carta a Fliess, escribe que ha comprado las obras de Nietzsche. ¡Qué extraño gesto: adquirir los libros de un filósofo a quien no se leerá a fin de evitar su influencia! Dice a su amigo: «Espero encontrar en él las palabras para muchas cosas que permanecen mudas en mí, pero todavía no lo he abierto. Demasiado perezoso por el momento» (1 de enero de 1900). Ahora bien, Freud era todo menos perezoso…
    El 28 de junio de 1931, cuando ya tiene a sus espaldas lo esencial de su obra, escribe a Lothar Bickel: «Me he negado a estudiar a Nietzsche a pesar de que —no, porque— corría el notorio riesgo de encontrar en él intuiciones cercanas a las probadas por el psicoanálisis». Retengamos la lección, entonces: el filósofo tiene intuiciones; el psicoanalista, pruebas. Tal es la línea de defensa adoptada por Freud en su crítica de toda la filosofía: ese mundillo que no le incumbe —a él, el médico—, se mueve en el cielo de las ideas, postula, habla sin pruebas, afirma, produce conceptos sin preocupación por su verosimilitud; en cambio, el psicoanálisis procede de otra manera: después de observación, examen, comprobación de los casos, deducción científica, entrega verdades indubitables.
    En la historia de la humanidad, por tanto, y según la opinión del hombre del diván, Nietzsche no tiene más que intuiciones, mientras que Freud se desenvuelve en el mundo científico donde las cosas se prueban… Ya veremos que no hay peor filósofo que el que se niega a serlo y se supone un científico que, para creer en su propia mentira, debe falsificar resultados, inventar conclusiones, mentir acerca del número de presuntos casos que le permiten llegar a verdades hipotéticas desautorizadas por la realidad. Pero nuestra pesquisa no hace sino empezar…
    La puesta en paralelo de sus biografías nos informa sobre estos dos contemporáneos. Nietzsche es doce años mayor, una nadería cuando los individuos ya están incorporados a la escena filosófica. Su primer texto, El nacimiento de la tragedia , aparece en 1871, cuando Freud estudia en la escuela secundaria. El mayor publica la Primera consideración intempestiva ; el menor ingresa en medicina. Nietzsche firma su texto sobre Wagner; Freud estudia la sexualidad de las anguilas en Trieste. Breuer comenta el caso de Anna O. a Freud; Nietzsche publica La gaya ciencia y aparece Así habló Zaratustra ; Freud asiste a los cursos de Charcot. En 1886, Freud abre su consultorio en Viena el domingo de Pascua (!); Más allá del bien y del mal llega a las librerías. El 3 de enero de 1889, Nietzsche se derrumba al pie de un caballo en Turín e inicia un periodo de diez años de locura; durante ese mismo año, Freud perfecciona su técnica hipnótica, bastante pobre, en Nancy, con Bernheim. Nietzsche va a vivir sus últimos diez años en la postración y el silencio, acompañado por su madre y luego por su hermana, que se apoderan de él para disfrazar su obra y su pensamiento, y llevar al filósofo en dirección al nacionalsocialismo. Durante ese decenio de muerte en vida, Freud dedica escritos a las parálisis histéricas, las afasias, la etiología sexual de las histerias, otros tantos temas útiles para examinar el caso Nietzsche.
    Y luego, símbolo fuerte de las fechas, Nietzsche muere con el inicio del siglo, el 25 de agosto de 1900, año bisagra en el cual aparece La interpretación de los sueños , una obra posdatada, dado que ya se encuentra en las librerías un tiempo antes, desde octubre de 1899; Freud, empero, desea esa fecha redonda e inaugural para dar un sentido a la salida oficial de su libro: cree que con ese texto, su fortuna, en todos los sentidos de la palabra, está asegurada. Se tiran seiscientos ejemplares, de los cuales se venden ciento veintitrés los seis primeros años; la edición tarda ocho años en agotarse. Muerte de Nietzsche, nacimiento del nietzscheanismo, advenimiento del freudismo…
    Los diez años de locura de Nietzsche corresponden a una increíble moda que no puede no haber arrastrado a Freud: construcción de la Villa Silberblick, creación de los Archivos Nietzsche, edición de una biografía escrita por su hermana, reedición de sus obras en colecciones más accesibles, aparición del libro de Lou Andreas-Salomé que pone en perspectiva la vida y la obra; vigencia europea del filósofo: Mahler el vienés y Richard Strauss componen piezas musicales basadas en el Zaratustra , de todas partes llegan personas para visitarlo, la hermana escenifica el ritual de las visitas. Así como hubo una manía schopenhaueriana, hay ahora una manía nietzscheana, una manía fin de siglo. ¿Cómo habría escapado Freud a esta histeria de pretexto filosófico?
    El filósofo descansa desde hace apenas ocho años en el cementerio de Röcken y la Sociedad Psicoanalítica de Viena consagra su sesión del 1 de abril de 1908 a este tema: «Nietzsche: ‘¿Qué significan los ideales ascéticos?’, tercer tratado de La genealogía de la moral ». Si Freud no lo ha leído, de ahora en adelante ya no puede decir que ignora sus tesis, en especial las que tienen un papel tan grande en su teoría de la génesis de la civilización a través de la inhibición de los instintos… Así es como se puede conocer sin conocer, saber e ignorar al mismo tiempo, disponer de los conceptos nietzscheanos sin haber leído una sola línea del pensador, al menos si damos crédito a la hipótesis antojadiza de la compra de libros que se ha previsto no leer…
    Tras la lectura de un extracto de la Genealogía , el orador expone directamente su tesis: «Un sistema filosófico es el producto de un impulso interior y no difiere en demasía de una obra artística». Esta opinión sobre Nietzsche es… ¡nietzscheana! En efecto, el filósofo no dijo otra cosa en su prefacio a La gaya ciencia o en las páginas dedicadas a las mentiras de los filósofos en Más allá del bien y del mal , páginas donde acomete a martillazos contra el cristal de la tesis de una génesis celestial de las ideas, para afirmar que todo pensamiento procede de un cuerpo.
    El expositor de esta lectura es Hitschmann, quien señala que conoce poca cosa de la biografía del filósofo. De todos modos, hace notar: una infancia sin padre; una educación en un medio de mujeres; muy pronto, una inquietud por las cuestiones morales; la afición a la Antigüedad en general y a la filología en particular, y una fuerte tendencia a la amistad viril a la manera romana, lo cual, en un medio de psicoanalistas siempre dispuestos a sexualizar las cosas, se convierte de modo perentorio en una tendencia a la «inversión».
    El orador señala asimismo el contraste entre su vida triste, trágica, y la reivindicación de la alegría de su obra; la contradicción que habría en propiciar la crueldad en sus libros y la práctica de la simpatía o la empatía mencionadas por todos los observadores que tomaron contacto con Nietzsche, y su relación patológica con la escritura, como lo ejemplifica la redacción de la Genealogía en apenas veinte días. Siguen consideraciones sucintas sobre la culpa, el bien, el mal, la mala conciencia y el ideal ascético, otros tantos conceptos reactivados más adelante en el análisis freudiano.
    El conferenciante agrega igualmente lo siguiente: Nietzsche no habría advertido que su obra provenía de deseos incumplidos. Para decirlo de forma más concreta, si hubiera tenido una vida sexual normal, probablemente no habría frecuentado los burdeles y, con ello, no se hubiera afanado en denostar en el papel las lógicas del ideal ascético… Si bien el filósofo no dijo nada acerca de ese tema que lo incumbía en concreto, no dejó de hacer saber teóricamente que componía su partitura conceptual con sus fuerzas y sus debilidades, sus deseos y sus instintos, sus carencias y sus desbordes. El conferenciante termina con la «parálisis» del filósofo que impide llevar a buen puerto un análisis digno de ese nombre.
    La ponencia es seguida por una discusión. Contrariamente a lo que hace suponer una idea difundida, los psicoanalistas no son liberadores del sexo ni revolucionarios en el terreno de las costumbres. Freud no lo desmiente. La homosexualidad, la inversión, la libido libertaria y hasta la masturbación son temas a cuyo respecto encontramos, con el pretexto del vocabulario de la corporación, un espantoso conformismo burgués. Para uno, Nietzsche es «un sujeto viciado», juicio expeditivo muy útil para despachar de inmediato al filósofo y su filosofía con el fin de concentrarse en el caso patológico. Se diagnostica una histeria y asunto arreglado. ¡Sin prueba alguna, la asamblea habla de su motivación homosexual! Para otro, Nietzsche no puede ser un filósofo, a lo sumo un moralista del talante de los maestros franceses, como La Rochefoucauld o Chamfort.
    Un tercero, Adler, se expresa de este modo: «Nietzsche es el más cercano a nuestra manera de pensar». El futuro enemigo íntimo de Freud osa incluso trazar un linaje que va de Schopenhauer a Freud vía Nietzsche… A su entender, mucho antes de la técnica psicoanalítica, este último descubrió lo que el paciente comprende con los progresos de la terapia. Y agrega que el autor de La genealogía de la moral entendió el lazo de causalidad entre la inhibición de la libido y las producciones de la civilización: arte, religión, moral, cultura. Todavía estamos lejos de la aparición de El malestar en la cultura o El porvenir de una ilusión , pero Adler da en el blanco.
    Federn insiste con el concepto: «Nietzsche está tan cerca de nuestras ideas que ya no nos queda sino preguntarnos qué se le escapó». Luego, crimen de lesa majestad cometido en presencia de Freud: «Anticipó por intuición algunas ideas de Freud; fue el primero en descubrir la importancia de la abreacción, de la represión, de la huida en la enfermedad, de las pulsiones sexuales normales y sádicas». ¡Poca cosa! Resulta que al menos una vez se dijeron esas cosas, incluso en presencia del maestro, siempre silencioso. Viciado para unos, precursor de Freud para otros, será menester escoger, salvo que una cosa no excluya la otra, pero entonces también habrá que decirlo…
    Freud toma la palabra. Explica que ha renunciado al estudio de la filosofía a causa de la antipatía —así dice— que le genera su carácter abstracto… Quien haya leído los trabajos de metapsicología o Más allá del principio de placer concluirá con razón que el muerto (psicoanalítico) se ríe del degollado (filosófico)… Freud confiesa ante la asamblea que ignora a Nietzsche: «Sus tentaciones ocasionales de leerlo fueron sofocadas por un exceso de interés», informa el redactor de Las reuniones de los miércoles: actas de la Sociedad Psicoanalítica de Viena. Nuevo sofisma freudiano: no prestar interés por exceso de interés… Está claro que Freud no olvida responder a aquellos, Adler el primero, que tienen la insolencia de creer que podría haber tenido predecesores que le aportaron tal o cual idea útil para su proyecto. La consigna ontológica sigue siendo la siguiente: Freud descubre todo exclusivamente por obra de su genio, está tocado por la gracia y nada ni nadie sería capaz de influenciarlo. El secretario de la Sociedad anota: «Freud puede asegurar [sic] que las ideas de Nietzsche no han tenido influencia alguna sobre sus trabajos». Como puede asegurarlo, nadie tendrá la desfachatez de pedirle pruebas.
    Es el turno de Rank, otro psicoanalista famoso. Delira sobre la pulsión sadomasoquista reprimida en el filósofo y sobre su papel en la constitución de la filosofía de la crueldad. Por su parte, Stekel, ingeniero de la «mujer frígida», despliega una tesis que debería desencadenar una carcajada interminable pero que, dado que la seriedad es la virtud mejor repartida en los cenáculos psicoanalíticos, se abre paso en la mente de los oyentes. Este hombre, en efecto, «tiende a ver una suerte de confesión en el hecho de que Nietzsche aconseje las glándulas de lúpulo y el alcanfor». ¿Dónde? Nadie sabe. ¿En qué circunstancias? Tampoco se sabe. Y el lector de Nietzsche no emitirá juicio sobre el diagnóstico de Stekel, por no haber encontrado en la obra completa de aquél una sola mención de esas glándulas de lúpulo…
    Como la asamblea parece no haber hecho casi ningún progreso en la resolución del caso Nietzsche, le dedica una nueva sesión el 28 de octubre del mismo año. En el menú: la aparición de Ecce Homo , presa codiciada para esta cofradía. El orador, Häutler, propone esta tesis: el libro es un autorretrato soñado; podríamos agregar: «pleonasmo»… Para halagar al maestro defensor de la tesis de la ausencia de curación por el beneficio producido por la enfermedad, Häutler agrega que Nietzsche no quiere curarse porque sabe que su dolencia es la causa de su reflexión.
    Sigue una discusión pasmosa. En ella, efectivamente, se descubre, en la más pura lógica de la alucinación colectiva, un ejemplo de sofistería que confirma a Freud en su renegación de toda contaminación con el pensamiento de Nietzsche. He aquí el paralogismo de Häutler: «Sin conocer la teoría de Freud, Nietzsche sintió [ sic ] y anticipó muchas cosas de ella: por ejemplo, el valor del olvido, de la facultad de olvidar, su concepción de la enfermedad como sensibilidad excesiva con respecto a la vida, etcétera». Pasemos por alto el «etcétera» y apreciemos el desvarío:
    ¡Freud, precursor de Nietzsche!
    Puesto que, a pesar de las fechas y en virtud de un efecto de inversión espectacular, Freud resulta ser un predecesor de Nietzsche. ¡No conocer a Freud pero sentir muchas de sus cosas supone una hazaña intelectual! En efecto, si Nietzsche hubiera leído a Freud antes de hundirse en la locura, habría tenido entre manos dos o tres artículos sobre las gónadas de las anguilas, las neuronas de cangrejo o el sistema nervioso de los peces, nada que hiciera posible una teoría del olvido, por ejemplo, sin hablar del «etcétera». Contra toda lógica elemental, aquí casi tenemos pues a un Freud prenietzscheano , cuando el sentido común lleva simplemente a la conclusión de un Freud nietzscheano .
    Para matar al Padre que es Nietzsche, podemos entonces ignorarlo, minimizar su existencia, simular no conocerlo o, mejor, declarar que nos es totalmente indiferente, afirmar que su importancia en nuestra vida se reduce a cero. También podemos cometer un asesinato simbólico, al desconsiderar al hombre con una lectura insidiosamente moralizadora. Nietzsche se convierte a la sazón en un homosexual, un invertido, un cliente regular de burdeles masculinos donde ha contraído la sífilis. ¿Faltan pruebas para afirmar esta particularidad sexual del filósofo? Basta con poner en circulación un nuevo sofisma: si nada muestra esa inversión, es porque estaba reprimida y por ende tanto más presente, aún más fuerte y poderosa en sus efectos. En virtud del principio: “Es homosexual pero, si parece no serlo, se debe a que es un homosexual reprimido y por consiguiente un ser aún más afectado a causa de la amplitud de su represión”. Todo el mundo está condenado a este régimen dialéctico, nadie se libera… Conclusión: «Es indudable [ sic ] cierta anomalía sexual», informa el secretario.
    ¿Las pruebas? Premisa mayor: Ecce Homo testimonia un evidente narcisismo; premisa menor: ahora bien, el narcisismo constituye un notorio signo de homosexualidad; conclusión: Nietzsche es homosexual.
    Y la homosexualidad es una perversión… Nietzsche perverso, Nietzsche que paga a hombres en un tugurio en el cual contrae el treponema, Nietzsche invertido, Nietzsche afectado de una anomalía sexual, Nietzsche paralítico, Nietzsche histérico, Nietzsche que reprime en sí a las mujeres, Nietzsche narcisista: ¿cómo podría un monstruo semejante influir siquiera un poco en Freud?
    In cauda venenum , Freud concluye su asesinato con una especie de gesto amable: sea como fuere, Nietzsche habría llevado la introspección a un grado pocas veces o nunca alcanzado; al menos, al que nadie llegó. ¿Freud leyó a Agustín? ¿O a Montaigne?
    ¿O, si no a éstos, a Rousseau? Habrá quien crea que el bello gesto podría salvar un tanto la situación. No contemos con ello: en efecto, Freud decreta que, pese a ese aspecto favorable, los logros de Nietzsche son sólo particulares, individuales, certezas que no valen sino para él. En otras palabras: nada interesante. En cambio, él, Freud, ha descubierto verdades universales.
    El 21 y 22 de septiembre de 1911 se celebra en Weimar un congreso de psicoanalistas. Dos de ellos, Sachs y Jones, visitan a la hermana de Nietzsche. El peregrinaje a la casa de Elisabeth Förster-Nietzsche no se hará sin el consentimiento de Freud, que por su parte no se desplazará hasta la villa… ¡Aquí tenemos, pues, a dos apóstoles del freudismo en su visita a una de las más grandes falsarias de todos los tiempos! En efecto, esta mujer hizo todo lo posible para arrojar a su hermano en brazos del nacionalsocialismo, a fuerza de fraudes, mentiras y maldades, entre ellas la publicación d e La voluntad de poder , una falsificación en debida forma destinada a construir la leyenda de un Nietzsche antisemita, belicista, nacionalista prusiano, pangermanista, celebrador de la crueldad, la brutalidad y la falta de piedad: un retrato de su hermana…
    Tal es, pues, la mujer a cuyos pies se ponen los freudianos que le llevan mirra e incienso con la bendición de Freud. Ernest Jones es el portavoz del congreso. Reconoce las proximidades intelectuales entre Freud y Nietzsche. ¿Habrá llegado la hora de la reconciliación? ¿Habrá solucionado Freud, por fin, el problema de ese Padre filosófico, admitiendo su paternidad? En el momento de la presentación del cuerpo sagrado del psicoanálisis a la hermana del filósofo que hizo posible ese extraño parto, Freud conoce a Lou Andreas-Salomé en Weimar. Lou, el objeto fantasmático del filósofo, la autora del primer verdadero libro que demuestra el carácter autobiográfico y existencial de la obra del pensador, pero también la enemiga jurada de Elisabeth, que le profesa un odio mortal por numerosas razones, entre ellas, en parte, la ascendencia judía de esta luterana libertina culpable de arrastrar a su hermano a la pendiente (fantasmática) de sus malas costumbres.
    Sachs y Jones aseguran que entre Nietzsche y Freud hay un parentesco intelectual: este reconocimiento, en un hombre que tanto ha hecho para afirmar lo contrario, está preñado de sentido. Se ignora qué piensa Freud de esta iniciativa, si la ha promovido, tolerado, qué sabe y, eventualmente, qué espera de ella, cuáles son sus verdaderas razones, sus móviles estratégicos o tácticos, pues no cabe imaginar que una confesión semejante no esté motivada por una expectativa lo bastante grande para justificar algo que podría emparentarse en él con un gesto de vasallaje intelectual. Enigma…
    Elisabeth Förster, histérica notoria, antisemita en grado sumo, malvada mujer y mala persona, debió observar con curiosidad ese homenaje rendido en su propia casa por representantes de una disciplina judía capaz de significar para ella la cumbre de la corrupción moral e intelectual. Freud, por su parte, consideraba problemática la sobrerrepresentación judía en el psicoanálisis y anhelaba, con Jung, encontrar avales «arios» (son sus palabras) para esta nueva disciplina destinada a expandirse por el planeta entero. ¿La visita a la hermana de Nietzsche se inscribía en ese marco? Nadie lo sabe.
    Hacia el final de su vida, por fin mundialmente reconocido, Freud escribe en una carta a Arnold Zweig, del 11 de mayo de 1934: «Durante mi juventud, [Nietzsche] representaba para mí una nobleza que no estaba a mi alcance. Uno de mis amigos, el doctor Paneth, fue a conocerlo en la Engadina y solía escribirme una multitud de cosas a su respecto». ¿Qué abarca esa «multitud de cosas»? Probablemente, lo que preocupaba a Nietzsche en ese momento: la transvaloración de los valores; el cuerpo identificado con la gran razón; el «ello» (un concepto fundamental de la segunda tópica freudiana) como instancia determinante de lo consciente; la naturaleza imperiosa de la voluntad de poder; la crítica de la moral judeocristiana dominante; su papel en la producción del malestar contemporáneo y la miseria sexual, como no sean las tesis de La genealogía de la moral sobre la culpa, la falta, la mala conciencia y otras que reaparecen apenas modificadas en los análisis freudianos.
    El mismo Arnold Zweig confiesa a Freud su deseo de escribir una obra sobre el derrumbe de Nietzsche. Adjunta un primer borrador a este pedido epistolar, y recibe como respuesta una invitación a abandonar el proyecto. Con referencia a esta historia, Ernest Jones informa que Freud aconsejó a Zweig renunciar, «aunque admitía no saber con precisión por qué razones». Podemos imaginar que la famosa nobleza nietzscheana que, en su juventud, le parecía inalcanzable, recuerda la psicología del zorro en la fábula de La Fontaine, que, al no poder llegar hasta las uvas, se aparta de ellas con el pretexto de que están demasiado verdes… ¿Nietzsche encarna un ideal del yo demasiado elevado para un discípulo incapaz de ponerse a su altura y que, debido a ello, quema lo que adora? La hipótesis me resulta tentadora…

3. E L FREUDISMO, ¿UN NIETZSCHEANISMO?


    «Durante mi juventud, [Nietzsche] representaba para mí una nobleza que no estaba a mi alcance».
    SIGMUND F REUD , carta a Arnold Zweig,
    11 de mayo de 1934
    Es fácil comprender la resistencia opuesta por Freud a una persona a la cual, con toda probabilidad, debe tanto! Para él, el hecho de ser hijo de , de deber algo a un padre, lo sumía en estados psíquicos en los que mostraba un verdadero talento de asesino. Tener una deuda con Schopenhauer o Nietzsche era algo que estaba por encima de sus fuerzas libidinales… Ahora bien, muchos de sus conceptos hoy incorporados al vocabulario general suponen con frecuencia un trabajo cosmético destinado a disimular la reapropiación freudiana del material intelectual nietzscheano.
    Si hay que dar crédito a los analistas que se codeaban con Freud en las reuniones de la Sociedad Psicoanalítica de Viena, los siguientes son los elementos del vocabulario freudiano que de Nietzsche pasaron a él: la etiología sexual de las neurosis; el papel de la inhibición de los instintos en la construcción de la civilización, la cultura, el arte y la moral; la lógica de la abreacción; las estrategias de la represión; la renegación y la escisión del yo; la huida hacia la enfermedad, la somatización; la fuente inconsciente de la conciencia; la importancia de la introspección en la producción de sí; la crítica de la moral cristiana dominante, culpable de generar patologías individuales y colectivas, y la relación entre culpa, mala conciencia y renuncia a los instintos. Este balance es el que se deduce exclusivamente de los dichos de los psicoanalistas, y eso, en compañía del propio Freud…
    La lista recién mencionada bastaría para mostrar hasta qué punto el freudismo es un nietzscheanismo. Recordemos a las seseras formateadas que este último no se define como una adopción lisa y llana de todas las ideas de Nietzsche (por ejemplo el eterno retorno, la teoría de la voluntad de poder o el superhombre), sino como el pensamiento producido a partir de la cantera filosófica nietzscheana. En Freud no se encontrará nada sobre el reciclado de la teoría del eterno retorno de lo mismo o sobre el papel del arte musical en la construcción de una nueva civilización.
    Nuestra pesquisa se beneficiaría también si detallara con minucia lo que el Unbewusste (el inconsciente) freudiano debe al Wille (la voluntad) de El mundo como voluntad y representación de Schopenhauer o al Wille zur Macht (la voluntad de poder) de Más allá del bien y del mal . Ese poder ciego que en los tres filósofos se erige en ley, domina, destruye toda posibilidad de libre albedrío, funda una tragedia de la necesidad y produce tantas ramificaciones como variaciones existen sobre un tema posible, mostraría de otra manera que el freudismo es un nietzscheanismo, y daría la razón a Adler, cuya perspicacia anuncia y enuncia el linaje que va de Schopenhauer a Freud a través de Nietzsche. Pero ésa es una cantera con todas las de la ley…
    Otra pista —y ése es el objeto de este libro— consiste en examinar cómo ilustra Freud la tesis de Nietzsche en virtud de la cual toda filosofía es confesión autobiográfica de su autor. Planteo la hipótesis de que aquí se encuentra el motivo esencial de la renegación de Nietzsche en Freud. Éste quiere ignorar lo que ya sabe: el hecho de que, en cuanto filósofo —cosa que él es y no dejará de ser—, crea a partir de sí mismo una visión del mundo para salvar su propio pellejo. Para Freud es imposible aceptar esa evidencia: contradice demasiado radicalmente su voluntad proclamada de establecerse en el terreno científico de la prueba, la demostración, el método experimental, la mesa de laboratorio, la observación clínica, lo universal. Sus flechas procuran dar en ese centro del blanco nietzscheano: toda filosofía procede de una autobiografía.
    Leamos La gaya ciencia : «Todo el disfraz inconsciente de necesidades fisiológicas bajo la máscara de la objetividad, la idea, la pura intelectualidad, es capaz de tomar proporciones pavorosas, y con bastante frecuencia me he preguntado si la filosofía, en resumidas cuentas, no habrá consistido meramente en una exégesis del cuerpo y un malentendido del cuerpo». Freud disfrazó inconscientemente sus necesidades fisiológicas y reivindicó la objetividad.
    En él, el disimulo y el disfraz de esas evidencias adoptan un cariz extraordinario. El psicoanálisis constituye la exégesis del cuerpo de Freud, y nada más. Pero Freud afirma exactamente lo contrario: el psicoanálisis es exégesis de todos los cuerpos, salvo el suyo… Para una mirada sagaz, esa disciplina representa la lectura subjetiva de una tragedia existencial personal marcada por el sello del deseo incestuoso; pretende ser —para Freud el primero, claro está— una teoría científica del mundo de los instintos y la psique colectiva. Para decirlo sin rodeos: Freud niño desea a su madre con un fantasma de incesto; Freud adulto teoriza la universalidad de un presunto complejo de Edipo. Cualquier hijo de vecino encontrará en Nietzsche la clave, la llave de esta aventura. Freud no quería oír hablar de ella; sabía que abría una habitación oscura llena de ratas reventadas, serpientes vengativas, gusanos hambrientos…
    Leamos Más allá del bien y del mal (primera parte, § 5):
    Lo que nos mueve a dirigir a los filósofos, en su conjunto, una mirada en la que sólo se mezclan desconfianza y burla, no es tanto descubrir en todo momento qué inocentes son, cuántas veces y con qué facilidad se engañan y se extravían; en suma, cuánta puerilidad, cuánto infantilismo muestran, sino ver con qué falta de sinceridad elevan un concierto unánime de virtuosas y ruidosas protestas cuando se toca, por mínimo que sea, el problema de su sinceridad. Todos hacen como si hubieran descubierto y conquistado sus propias opiniones mediante el ejercicio espontáneo de una dialéctica pura, fría y divinamente impasible (a diferencia de los místicos de todo tipo, que, más honestos y palurdos, hablan de su «inspiración»), cuando lo que defienden por razones inventadas a posteriori es las más de las veces una afirmación arbitraria, un antojo, una «intuición» y, con mayor frecuencia aún, un deseo muy preciado pero depurado y cuidadosamente pasado por el tamiz. Son todos, mal que les pese, los abogados y a menudo hasta los astutos defensores de sus prejuicios, que ellos llaman «verdades».
    Texto temible, considerable, texto revolucionario en la historia de la filosofía, porque anuncia por primera vez que «el rey está desnudo» y descompone el cuadro en sus detalles: el filósofo pretende apoyarse en la razón pura, reivindica el uso de la dialéctica, aspira a la objetividad, pero su motor es la intuición, como en los místicos; son caprichos los que movilizan sus tesis; se cree libre, cuando en realidad obedece a la voluntad de poder, un poder más fuerte que él que lo lleva donde quiere; se dice dueño de sí mismo, pero erra como esclavo y servidor de sus instintos, sus deseos secretos, sus aspiraciones íntimas. ¿Lo que llama sus verdades? Prejuicios…
    Freud no puede, no quiere escuchar ese discurso. Una parte de sí mismo sabe que Nietzsche dice la verdad en general y en particular; otra insiste en persuadirlo de lo contrario. Ese perpetuo tropismo de atracción y repulsión se arraiga en aquella verdad escrita en los libros del filósofo, sin duda, pero también en el discurso desarrollado y desplegado por Lou Andreas-Salomé en su obra, transmitido a Freud por el doctor Paneth, el amigo del solitario de la Engadina de quien él habla tres veces en La interpretación de los sueños como de un «amigo». Sin mencionar las reuniones de la Sociedad Psicoanalítica, donde el comentario del Ecce Homo no puede evitar esa tesis desarrollada a lo largo de toda una página en el libro.
    De modo que: o bien uno acepta la verdad de lo afirmado por Nietzsche, y se condena a lo singular y lo particular, y el filósofo es entonces un artista como cualquier otro, un esteta, un literato, o bien recusa, niega, se afana en la renegación. Mejor: reivindica una posición en las antípodas. Así, «lo que Nietzsche escribe es justo, pero sólo incumbe a los filósofos; ahora bien, yo soy un psicoanalista, un científico; en consecuencia, ese análisis no me concierne. ¡Vale para Spinoza o Kant, si no para Platón, sobre quienes Nietzsche ejerce su método con una crueldad arrebatadora, pero no para Kepler o Galileo, Darwin o… yo mismo!».
    Por lo tanto, Freud proclama a voz en cuello que no es un filósofo. Que no le gusta la filosofía. Que es un hombre de ciencia. Con todo, el inventor del psicoanálisis no es más científico que Shakespeare o Cervantes, para citar a dos de sus autores preferidos. Gústele o no, es un filósofo que, con sus intuiciones, elabora verdades presuntamente universales. Piensa a partir de sí mismo, con la mira puesta en su salvación personal. Su teoría procede de su confesión autobiográfica, y ello de la primera a la última línea de su obra. Singularmente, y siempre afectado por la incapacidad de ver en él lo que pretende discernir con tanta claridad en los otros, Freud explica lo que define la filosofía: la proposición de una visión del mundo, y luego desarrolla sus teorías a lo largo de más de medio siglo proponiendo… una visión del mundo. ¡Pero que nadie diga jamás que es un filósofo!
    Freud leyó mucho, sobre todo filosofía. Pero como no quiere decir qué, cuándo, cómo, ni revelar las fuentes, las influencias, sus relaciones con tal o cual gran pensador, si no con tal o cual gran pensamiento, debemos proceder a la manera de arqueólogos y buscar por doquier los afloramientos, rastrear huellas y, sobre todo, encarar excavaciones donde parezca que el filósofo Freud tomó préstamos de la filosofía para constituir su visión del mundo, recubierta con el bello atuendo de la ciencia.
    Con el objeto de mostrar que la autobiografía está en el origen del pensamiento o los conceptos, examinaremos un espécimen de noción inventada por él para justificar su exclusión de la filosofía y los filósofos. Veremos aquí como en otros lugares —en otras palabras, en él como en todos los demás— que un concepto no cae del cielo, sino que sube de un cuerpo a fin de justificar sus dinámicas pulsionales. Ese concepto se denomina criptomnesia . A la vista y el conocimiento de lo que encubre, tal vez se comprenderá hasta qué punto esta noción procede, más que ninguna otra, de la autobiografía…
    La palabra aparece en una obra publicada por Freud en debida forma, pero también en una carta a Doryon del 7 de octubre de 1938. Criptomnesia figura, en efecto, en «Análisis terminable e interminable» (1937), para respaldar un análisis de las fuentes de la pulsión de vida y la pulsión de muerte , un par de nociones introducidas en Más allá del principio de placer , de 1920, cuando Freud propone una reformulación de su sistema tópico pulsional.
    En la obra freudiana, la primera de esas dos pulsiones apunta a conservar la vida y mantener la cohesión de la sustancia viviente, su unidad y su existencia, mientras que el objetivo de la segunda es destruirla y volver al estado anterior a la vida, esto es, la nada. Designa asimismo lo que una de las discípulas de Freud, Barbara Low, llama principio de nirvana , una expresión que él retoma sin mención específica de su autora. Freud simula pues asombrarse cuando, al discurrir sobre el par Eros/Tánatos, explica que Empédocles de Agrigento ya había propuesto una teoría bastante parecida.
    El filósofo de Agrigento elabora esa tesis en el siglo  V a. C. y señala en su gran poema sobre la naturaleza que todo se reduce a un combate entre el amor y la guerra, dos fuerzas activas en los cuatro elementos constitutivos de lo real. La primera fuerza aglomera las partículas; la segunda disgrega la aleación. Lo real se constituye por la alternancia perpetua de esas pulsiones propias del movimiento del mundo. ¿Podría la teoría freudiana de la pulsión de vida y la pulsión de muerte deber algo al texto filosófico de Empédocles? Freud evita responder si lo ha leído o no, pero señala haber «reencontrado» su teoría en «una de las figuras más grandiosas y asombrosas de la historia de la cultura griega». Sigue un panegírico de los talentos excepcionales de ese hombre a quien «sus contemporáneos […] veneraban como un dios».
    En la época, esta teoría de las dos pulsiones no se granjea la adhesión de la comunidad psicoanalítica. Ahora bien, a Freud no le gusta que se le resistan. Por ello, su alegría estalla a la luz del día cuando puede oponer a esa resistencia de la corporación el genio de un filósofo presocrático que ha pensado lo mismo que él. De un lado, la impericia de una camarilla psicoanalítica incapaz de comprender su talento; de otro, Empédocles, quien, con un poco de suerte y a despecho de la cronología, también habría podido ser un freudiano sin saberlo…
    Fortalecido con el patrocinio de Empédocles, Freud está casi dispuesto a afirmar la identidad de las teorías del pensador de Agrigento y las suyas. Pero la cosa es imposible. Ni hablar de comparación con un filósofo o una filosofía… En consecuencia, hay una diferencia fundamental: la teoría «del griego es una fantasía cósmica, mientras que la nuestra se ciñe a pretender una validez biológica» (p. 261) [XXIII, p. 247]. Volvemos a un terreno conocido: ¡de un lado, la intuición, la imaginación, y de otro, la ciencia! Aquí, Empédocles; allí, Freud. O bien: ayer, una poética de la ensoñación; hoy, una doctrina de la verdad.
    ¿Freud leyó a Empédocles? Si la respuesta es afirmativa, ¿sacó de él un beneficio intelectual al adaptar la teoría presocrática de la lucha entre el amor y la guerra a su teoría de las dos pulsiones? Leamos lo que dice sobre la cuestión de la anterioridad de esa teoría: «A esta corroboración sacrifico de buena gana el prestigio de la originalidad, tanto más cuanto que, dada la extensión de mis lecturas en años tempranos, nunca puedo estar seguro de que mi supuesta creación nueva no fuera una operación de la criptomnesia» (p. 260) [XXIII, p. 246].
    La criptomnesia define aquí, por lo tanto, el enterramiento inconsciente de una referencia adquirida por la lectura, y su posterior surgimiento inopinado en la elaboración de una teoría que se pretende exclusivamente salida de su mente virgen. ¡El teórico del funcionamiento inconsciente no considera necesario analizar con mayor profundidad ese bonito concepto tomado de Théodore Flournoy, una noción tan práctica para justificar que tal vez uno haya leído, que ya no se acuerda y que, vista la ausencia de recuerdo, la referencia antigua no tiene papel alguno en su epifanía contemporánea! El autor de una Psicopatología de la vida cotidiana recordaría a Freud que el olvido mantiene una relación extremadamente íntima con el inconsciente, y que detrás de ese tipo de aventura siempre se perfila la sombra de Edipo, de un padre que amenaza castrar a su hijo con un cuchillo o de una madre con la cual uno tiene ganas de acostarse…
    Resulta difícil, entonces, señalar las fuentes filosóficas del pensamiento de un filósofo que no quiere serlo y aspira a la condición de científico. Pero gravosas presunciones pesan sobre el criptomnésico. He aquí una lista de los préstamos posibles tomados sólo en el mundo de la filosofía antigua: Empédocles y su teoría del par amor/destrucción & pulsión de vida/pulsión de muerte, como acabamos de ver; el basamento ontológico del «conócete a ti mismo» socrático & la necesidad de la introspección y más tarde del autoanálisis en la construcción de uno mismo; numerosos puentes, aunque Freud los niegue, entre La interpretación de los sueños de Artemidoro & el método simbólico de La interpretación de los sueños de Freud; la técnica de Antifonte de Atenas, quien, para curar patologías, hacía hablar a la gente, que a continuación pagaba por haber aliviado su conciencia, & el famoso dispositivo analítico del tratamiento por la palabra rentable; la teoría del andrógino en el discurso de Aristófanes del Banquete de Platón & la teoría freudiana de la bisexualidad (Freud cita esta fuente en Tres ensayos de teoría sexual) .
    Pasemos a los contemporáneos de Freud. Los elementos tomados de los científicos abundan, y trabajos voluminosos y definitivos (sobre todo Henri F. Ellenberger en su Historia del descubrimiento del inconsciente y Frank J. Sulloway en Freud, Biologist of the Mind ) establecen las filiaciones, los puntos de paso, las influencias disimuladas, el material utilizado positiva o negativamente y todo lo que demuestra el arraigo de Freud en un terreno intelectual, sociológico, filosófico, pero también anatómico, histológico, fisiológico, biológico, químico, físico, neurológico, y hace polvo la leyenda de un sabio recompensado por la gracia tras un largo y paciente trabajo de observación científica, casi siempre sobre sí mismo, y nadie más.
    Volvamos a Nietzsche. Dejemos de lado lo que ya se ha dicho. Agreguemos lo que no habrán advertido en su tiempo los primeros compañeros de ruta del psicoanalista. En Más allá del bien y del mal , Nietzsche apela claramente a «una psicología de las profundidades» inédita, nunca vista, que debe buscarse y encontrarse, si no, dice, «inventarse». Esa psicología será «morfología y teoría general de la voluntad de poder» (p. 12): ¿ninguna relación con un psico-análisis matriz del psicoanálisis?
    Si agrupamos una serie de tesis diseminadas por el filósofo, que nunca dedicó una obra específica a la cuestión, encontramos numerosas hipótesis, intuiciones, afirmaciones, pistas, opiniones que reaparecen a continuación apenas transfigurados, como no sea por la magia de los neologismos, en el corpus freudiano. Así, en Humano, demasiado humano : la idea de que la madre actuaría como prototipo psíquico del esquema femenino sobre cuya base cada hombre construiría su relación con el otro sexo & la madre como primer objeto de investidura libidinal ; la afirmación según la cual, si no tenemos un buen padre, tenemos que crearlo & el ideal del yo freudiano; en Así habló Zaratustra : la constatación de que el sueño procede de la economía del despertar y de que el sentido de cada uno de ellos está oculto en la vida cotidiana del soñante & la proposición freudiana del sueño custodio del dormir ; en La gaya ciencia , pero también en Más allá del bien y del mal : el consciente tiene por origen un inconsciente instintivo y pulsional que es inaccesible al saber & la doctrina arquitectónica del inconsciente psíquico ; en La genealogía de la moral : el papel dinámico del olvido como factor de mantenimiento del orden psíquico & la teoría freudiana de la represión ; la relación entre práctica del ideal ascético y construcción de una identidad patológica & la etiología sexual de las neurosis ; la constitución del alma por una vuelta de los instintos sobre ella misma & las dos tópicas de la economía libidinal ; el papel patógeno de la civilización que, a través de la moral y la religión, sofoca los instintos, masacra la vida y genera malestares individuales y colectivos & el papel inhibidor de la censura sobre el inconsciente y luego, tras el cambio de paradigma de la segunda tópica, el trabajo del superyó sobre el ello para constituir el yo , sin hablar de toda la trama analítica de El malestar en la cultura ; la implicación del autosacrificio en la economía de la producción de la crueldad & las relaciones entre heridas narcisistas y genealogía del masoquismo ; la plástica de los instintos que, inhibidos aquí, salen en otra parte, transfigurados, & la doctrina de la sublimación , y para terminar, en El Anticristo , la puesta en perspectiva del odio al cuerpo, la incitación cristiana a renunciar a la vida aquí y ahora y la producción del nihilismo, la enfermedad de la civilización occidental, & la crítica de la moral sexual dominante y más adelante la denuncia del papel perverso de las religiones como neurosis obsesivas colectivas , otras tantas pistas para encarar la pesquisa de las criptomnesias freudianas en el solo terreno nietzscheano.



4. COPÉRNICO, D ARWIN, SI NO NADA …

    «como […] no eran menores mi confianza en mi propio juicio y mi coraje moral».
    SIGMUND FREUD , Contribución a la historia del movimiento psicoanalítico
    (XII, p. 264) [XIV, p. 21]
    «no soy, al menos que yo sepa, ambicioso».
    SIGMUND FREUD , La interpretación de los sueños
    (IV, p. 172) [IV, p. 156]
    Todo el mundo recuerda el gesto de Napoleón, quien, en presencia del papa Pío VII y de una cantidad impresionante de grandes hombres de su tiempo que habían acudido a su coronación, se autocorona emperador, porque estima que nadie es lo bastante digno para ponerle la joya en la cabeza. Freud realiza el mismo tipo de gesto en un breve texto de 1917 titulado «Una dificultad del psicoanálisis», escrito para una revista húngara en un contexto particular: acaba de enterarse de que el comité Nobel se ha negado a otorgarle su premio de ese año…
    La dificultad mencionada en el título remite al registro afectivo y no al registro intelectual. Si el psicoanálisis no alcanza el éxito descontado, con la rapidez, la trascendencia, la perdurabilidad que Freud desea, si no se impone de inmediato, por completo, masiva y definitivamente, es porque la disciplina inflige una herida a la humanidad. Como es obvio, Freud no relaciona este texto y su fracaso en el Nobel, causalidad demasiado trivial para un hombre de ciencia que ha abrazado lo universal. Pero, sin darse cuenta de que se desliza de su caso personal a una extrapolación universal, el psicoanalista decepcionado, humillado, habla del narcisismo … de la humanidad. No el suyo sino —se ha leído bien— el de los hombres en su totalidad.
    Freud afirma —he aquí la naturaleza de la herida en cuestión— que, según una expresión ya célebre, «el yo no es el amo en su propia casa» (XV, p. 50) [XVII, p. 135], porque en ella el inconsciente hace reinar su ley, descubrimiento reivindicado por el desafortunado candidato al Nobel… Al comprobar que no está en el centro de sí mismo, el hombre sufre pues una herida, ¡infligida por el herido del día a la totalidad de quienes viven en el planeta! Tenemos aquí, entonces, una «afrenta psicológica» ( ibid. ) [ ibid. ] que él se encarga de proclamar: donde se descubre al herido que hiere…
    ¿Cuáles son las dos heridas precedentes? La primera, la «afrenta cosmológica» (XV, p. 46) [XVII, p. 132], se debe a Copérnico y su demostración de que la Tierra no está en el centro del mundo, como afirma la vulgata cristiana, sino que gira alrededor del Sol, astro que ocupa aquel lugar. El hombre se creía en el punto justo del centro cósmico y resulta que ahora, con Sobre las revoluciones de los orbes celestes , descubre que la verdad astronómica no es el geocentrismo sino el heliocentrismo. De tal modo, navega en la periferia, perdido en un universo infinito.
    Segunda herida narcisista, la «afrenta biológica» ( ibid. ) [ ibid. ] infligida por Darwin con la publicación de El origen de las especies en 1859. Siempre en virtud de las enseñanzas de la Iglesia Católica, Apostólica y Romana, los hombres creían en la Biblia a pies juntillas y tenían por verdadero el relato mitológico del Génesis: Dios había creado el mundo en seis días y luego consumado su creación con un hombre a su imagen, antes de tomar un descanso bien merecido el séptimo día, que muy oportunamente caía en domingo.
    Ahora bien, hete aquí que Darwin, tras volver de dar una vuelta al mundo a bordo del Beagle , expone los resultados de su trabajo científico: el hombre no ha sido creado por Dios, sino que, por obra de una ley de la naturaleza llamada evolución de las especies, se encuentra al final de un proceso cuyo origen es un simio. Con ello, ya no existe, como cree la religión, una diferencia de naturaleza entre el hombre y el animal: lo que hay es una diferencia de grado. Esta verdad asesta un segundo golpe en la cabeza del hombre.
    Ya conocemos la tercera herida narcisista: después del heliocentrismo copernicano y el evolucionismo darwiniano, se trata pues del psicoanálisis freudiano. Afrenta cosmológica, afrenta biológica, afrenta psicológica, pero —habrá de comprobarse—, en cada una de esas oportunidades, afrenta científica: al menos ése es el esquema del filósofo Sigmund Freud, que se instala con claridad en la corporación de los hombres de ciencia.
    Apreciemos, de paso, que además de la inmodestia de inscribirse en vida en la estirpe que incluye a dos grandes y verdaderos sabios, a pesar de contar como único bagaje con unas pocas publicaciones, entre ellas La interpretación de los sueños , Freud no retrocede ante la megalomanía. Al contrario, redobla la apuesta y suma vanidad a su orgullo: si hay un podio para esos tres héroes, ¡es indudable que él no puede ocupar otro escalón que el primero! Por eso podemos leer, de su pluma, esta afirmación verdaderamente pasmosa: «Sin duda que la más sentida fue la tercera afrenta, la psicológica» (XV, p. 47) [XVII, p. 133], la suya. Y así, Copérnico y Darwin quedan transformados en buenos segundos ex aequo …
    Comparemos esta increíble desfachatez con un análisis hecho en «Un recuerdo de infancia en Poesía y verdad », un breve texto publicado en 1917, el mismo año, por tanto, que esa ceremonia de autocoronación. Poesía y verdad es el título de la autobiografía de Goethe. El poeta cuenta el único hecho que recuerda de su más tierna infancia: tira al suelo una pieza de la vajilla familiar y luego, alentado por tres chiquillos cómplices, lanza con entusiasmo una sucesión de proyectiles.
    Este suceso antiguo, comparado con un caso similar expuesto en su diván, permite a Freud concluir que, al actuar así, el niño activa un pensamiento «mágico» (XV, p. 69) [XVII, p. 146], pues la vajilla rota remite a una situación particular: en el caso de Goethe, la llegada de un hermano menor cuya aparición amenaza la serenidad, la paz y la quietud del mayor. El intruso representa un peligro porque obliga al otro a compartir el afecto de sus padres. Amo de esa magia, Freud concluye que el lanzamiento de objetos pesados concierne a la madre. ¡Lanzamiento de cubiertos = rechazo del hermano menor! Pensamiento mágico, en efecto…
    Goethe, Poesía y verdad , la escena de la vajilla rota, el caso similar en el diván: otras tantas ocasiones subterráneas de volver a su persona, sin indicarlo al lector, por supuesto. En una carta a Fliess, Freud señala hasta qué punto sintió personalmente lo que pretende haber deducido del análisis de un tercero , al nacer su hermano menor: “había saludado la llegada de mi hermano, un año más pequeño que yo [muerto a los pocos meses], con malos deseos y verdaderos celos de niño y […] su muerte dejó en mí un germen de reproches” (3 de octubre de 1897).
    ¿Freud tuvo malos deseos a la llegada de Julius, su hermano menor? En consecuencia , todo el mundo los ha tenido en el momento de nacer un hermano menor, que ha de ser para siempre y para todos un rival. Goethe también conoció, pues, como su par Freud, esa clase de sentimiento; la prueba es que tiró cubiertos al suelo, y por ende a su hermano… De ahí una teoría general presentada como una verdad universal y científica. Quienquiera que haya saludado la llegada de un hermano menor como un verdadero placer —yo, por ejemplo—, habrá disfrazado su sentimiento inconsciente de deshacerse de él.
    Ese pequeño texto contiene otra perla en lo referido a Freud. Al poner a Goethe como punto de partida y de llegada, un trayecto habitual en la configuración del personaje, el psicoanalista concluye con una tesis que, en definitiva, obra como una confesión involuntaria: «Cuando uno ha sido el predilecto indiscutido de la madre, conservará toda la vida ese sentimiento de conquistador, [3] esa confianza en el éxito que no pocas veces lo atrae de verdad». Y después esto: «Goethe habría tenido derecho a iniciar su autobiografía con una observación como ésta: ‘Mi fuerza tiene sus raíces en la relación con mi madre’» (XV, p. 75) [XVII, p. 150]. Freud también.
    Pues él fue desde su más tierna infancia el preferido de Amalia, su madre. Ésta creyó —y lo veremos en detalle un poco más adelante— que sería un genio, un héroe, un gran hombre, y se lo recordó regularmente. Freud pasó la vida tratando de darle ese placer, a falta de otro —sexual, éste— con el cual no dejó de fantasear. Que ese amor de ayer o antes de ayer justifique que se encarame hoy a un podio en compañía de Copérnico y Darwin, que se reserve incluso el primer lugar, que pretenda infligir una herida a la humanidad en respuesta a la herida que le inflige la humanidad al no reconocer su genio con el Nobel: tales las pruebas de la cientificidad de las aseveraciones del filósofo vienés…
    Señalemos en ese texto autobiográfico disimulado la palabra conquistador . Y comparémoslo a continuación con otra reivindicación de Freud presente en todos sus textos: se pretende científico, y ni hablar de ser filósofo. Pero entonces, ¿cómo puede reivindicar también, al mismo tiempo, la posición de conquistador ? En una carta a Fliess escribe, en efecto:
    No soy en absoluto un hombre de ciencia, un observador, un experimentador, un pensador. No soy otra cosa que un conquistador por temperamento, un aventurero si prefieres traducirlo así, con la curiosidad, la audacia y la temeridad de esa clase de hombres. Solemos apreciar a esas personas sólo cuando han conocido el éxito, cuando han descubierto verdaderamente algo, pero si no, las desechamos. Y esa actitud no es del todo injustificada. (1 de febrero de 1900.)
    Que conste…
    ¿Quién piensa siquiera un momento que Hernán Cortés o Cristóbal Colón fueron científicos? Freud, que había leído tanto y sabía tantas cosas, aun cuando a veces se viera un poco afectado de criptomnesia, no podía ignorar que, para cualquier hijo de vecino, incluso medianamente culto, un conquistador define a un mercenario sin ley ni fe, impulsado por el afán de lucro, un bandido, a menudo fuera de la ley en su país, que no retrocede ante ninguna inmoralidad para lograr sus fines. Debemos a los conquistadores genocidios, masacres, epidemias y pandemias, la propagación del tifus, la viruela y la sífilis, la destrucción de civilizaciones, matanzas en masa de poblaciones autóctonas, y todo para llenar sus cofres de un oro que ellos imaginaban abundante en las comarcas descubiertas por sus afanes con esa sola meta.
    ¿Dónde quedó el Freud que un mes antes había publicado en las primeras páginas de La interpretación de los sueños la afirmación de que era «un investigador de la naturaleza» (IV, p. 16) [IV, p. 18]? ¿Dónde está el Freud que más adelante precisa su método y sostiene que participa de un «procedimiento científico» de interpretación (IV, p. 135) [IV, p. 122]? ¿Dónde se oculta el Freud que habla del «tratamiento científico» (IV, p. 134) [IV, p. 121] de los centenares de sueños analizados en esa obra? ¿Cómo pueden coexistir con la reivindicación de la audacia del aventurero esas profesiones de fe emparentadas con proclamaciones que parecen destinadas a él solo, con el único designio de persuadirse? Aun Freud afirma que el tipo de individuo representado por el aventurero no es recomendable, no es agradable, y que hay motivos para rechazarlo, siempre que no haya descubierto nada, pues el fin justifica los medios…
    Freud quiere dinero y celebridad, y debe talar el bosque en procura de ese El Dorado. Por el momento, relativamente entregado a los brazos de Fliess, propone su verdadero modo de uso: vacila en la oscuridad, habla con su amigo, le confía todo, sus enfermedades, sus malogros sexuales, sus dudas, su depresión recurrente, su cansancio de no tener ningún paciente, la falta de dinero, la imposibilidad de ganarse el pan, la falta de celebridad; da un paso adelante sin máscara y confiesa entonces su auténtica naturaleza: es un aventurero .
    Cuando lo iluminan las candilejas, el discurso de Freud es otro. No es cuestión de descubrir su juego. En el escenario, no es un aventurero o un conquistador sino un hombre de ciencia. Me repito: el hombre privado que confiesa a su amigo Fliess no ser “en absoluto [ sic ] un hombre de ciencia, un observador, un experimentador”, afirma lisa y llanamente en sus libros que es «un investigador de la naturaleza». ¿Qué hay que creer, entonces? La lectura y el análisis de la obra completa, su cruce con la correspondencia y las biografías muestran a las claras que aquí el epistológrafo dice la verdad…
    Cuando reivindica la actitud del conquistador , no confía esa reivindicación a sus obras, claro está, sino a su correspondencia o a una conversación con Marie Bonaparte, una discípula psicoanalista que lo veía… ¡como una mezcla de Kant y Pasteur! Freud rechaza la comparación en los siguientes términos, transmitidos por Ernest Jones:
    No es que sea modesto, nada de eso. Tengo en muy elevada opinión lo que he descubierto, pero no así a mi propia persona. Los grandes descubridores no son necesariamente seres superiores. ¿Quién cambió el universo más que Cristóbal Colón? ¿Y quién era éste? Un aventurero. Tenía, es cierto, energía, pero no era un gran hombre. Como ve, pues, se pueden descubrir cosas importantes sin ser pese a ello un gran hombre.

5. ¿CÓMO ASESINAR A LA FILOSOFÍA ?

    «De joven, no tenía otro anhelo vehemente que el del conocimiento filosófico».

    SIGMUND FREUD , carta a Fliess, 2 de abril de 1896

    En su guerra total contra los filósofos y la filosofía, Freud no da cuartel: imbuido por completo de su pasión triste, mete en la misma bolsa a los materialistas y los idealistas, los ateos y los cristianos, los doctrinarios y los utilitaristas, los platónicos y los epicúreos, los antiguos y los modernos, los partidarios de Hegel y los amigos de Nietzsche, los espiritualistas y los positivistas, los místicos y los cientificistas, los presocráticos y sus contemporáneos. Se trata de agruparlos en un inmenso conjunto para un incendio definitivo: Freud llega para poner fin a veinticinco siglos de errancias filosóficas.
    Reproche fundamental: toda la corporación, sin excepción, ha pasado por alto su gran descubrimiento, el inconsciente. Poco importa que, antes de él, existan en filosofía las «pequeñas percepciones» de Leibniz, el «querer vivir» de Schopenhauer, el «inconsciente» de Hartmann o la «voluntad de poder» de Nietzsche, tan emparentados con su hallazgo mirífico, como no sean el « conatus » de Spinoza, el « nisus » de D’Holbach o Guyau, la «vida» de Schelling, conceptos apenas alejados del «plasma germinal» que él utiliza en abundancia desde el comienzo hasta el final de su obra: Freud ha tomado la decisión de librar una guerra total y será, pues, la guerra total.
    ¿Cuál es la naturaleza precisa del reproche? Para Freud, los filósofos que abordaron la cuestión lo hicieron mal: en efecto, piensan el inconsciente como una parte ignorada, oscura, desconocida de la conciencia. ¿La causa de este error? Su incapacidad para disponer de otro material de observación al margen de sí mismos. Agreguemos a ello su completa falta de interés por el sueño, la hipnosis y la clínica (al contrario de él, como ya se habrá comprendido). Mientras el pensador permanezca en su gabinete cubierto de libros sin preocuparse por sus sueños o los de sus pacientes, no dará con nada interesante, confiable, seguro y cierto.
    Digámoslo de otra manera: como Kant no hipnotizó a ningún sujeto, jamás escribió una Crítica de la ensoñación , no pudo evaluar el efecto terapéutico de una curación con el uso de las técnicas de Charcot y no estudió sus sueños para proponer un análisis de su contenido, no puede decir nada bueno ni nada bien sobre el inconsciente o lo que escapa a la conciencia. Para replicar a Freud, podríamos aducir la dificultad de ser culpable de no haber practicado una actividad inexistente en su época. Que la hipnosis es una fórmula típicamente decimonónica cuyo ancestro cercano es la cubeta de Messmer y sus pases magnéticos. Y que la bata blanca del médico y el paciente tendido sobre una mesa de laboratorio no dispensan de errancias teóricas. Todo será en vano, puesto que, mientras el filósofo no sea psicoanalista, no dirá nada inteligente sobre el tema. Por doquier encontramos, en la pluma de Freud, la idea de que, si uno mismo no es analista o analizado, no disfruta de legitimidad alguna para emitir un juicio sobre la disciplina. El cerrojo intelectual es, pues, inviolable: toda declaración filosófica sobre el inconsciente, al no emanar de un psicoanalista, es por principio nula y sin valor…
    En la trigésimo quinta de las Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis , Freud especifica sus reproches a la filosofía. Esta disciplina se define por su proposición de una visión del mundo, y en eso se equivoca. Ahora bien, ¿qué es una visión del mundo? Una «construcción intelectual que soluciona de manera unitaria todos los problemas de nuestra existencia a partir de una hipótesis suprema; dentro de ella, por tanto, ninguna cuestión permanece abierta y todo lo que recaba nuestro interés halla su lugar preciso» (p. 242) [XXII, p. 146].
    Pero ¿acaso el psicoanálisis no se ajusta más que cualquier otra disciplina a esa definición? ¿No es la más reciente visión del mundo, la más cerrada, la más hermética, la más totalizadora, la más unitaria, la más global? ¿No ha abordado todos los temas con la pretensión, por medio de la hipótesis suprema del inconsciente, de resolver todos los enigmas: las razones del arte, el nacimiento de la religión, la construcción de los dioses, la genealogía moral, la procedencia del derecho, el origen de la humanidad, la lógica de la guerra, los arcanos de la política, las actividades conscientes o inconscientes de los individuos, el sentido de sus sueños, de sus más mínimos gestos, la significación de los lapsus, de los actos fallidos, del chiste, de la ironía, del humor, de la broma, los misterios de toda vida sexual, desde la masturbación en el vientre de la madre hasta los fuegos fríos de una sublimación, pasando por las variedades de la vida de alcoba? ¿Quién pretende explicar las enfermedades mentales, las alucinaciones de toda índole, las psicosis, las neurosis, las paranoias, las crisis de histeria, las fobias y toda la psicopatología de la vida cotidiana? ¿No es Freud el que piensa que una palabra deformada en una conversación, un manojo de llaves perdido, un silencio sostenido, una inflexión de la voz, la elección de una profesión o una pareja sexual, una preferencia o una aversión alimentaria, y mil otras cosas, son pasibles de una explicación psicoanalítica que termina siempre por invocar la famosa hipótesis suprema del inconsciente?

    ¿No es menester una visión del mundo extremadamente totalizadora para explicar el nacimiento del fuego por la inhibición del júbilo habitual que provoca el rociarlo con orina? ¿No hay uso, si no abuso de visión del mundo cuando, en El malestar en la cultura , para que no falte una enésima explicación de todo lo que recaba nuestro interés —digámoslo con sus propias palabras—, el filósofo que no quiere serlo diserta sobre la concepción fálica originaria de la llama, sobre la homología entre la extinción del fuego con su chorro de orina y el acto sexual con un hombre, y sobre esa micción como goce de la potencia masculina sin la competencia homosexual? Con ello, quienquiera que aguante las ganas de rociar el fuego lo dominará, lo controlará y hará suya la potencia que él confiere. Se comprende así por qué razones —anatómicas, en este caso— la mujer no pudo participar de ese juego y se vio obligada a guardar lo que el hombre había obtenido al refrenarse de mear las llamas cuando le viniera en gana… ¡Freud afirma esto con mucha seriedad y, a modo de conclusión, aclara que, para sostener esas verdades universales, se apoya en «las experiencias analíticas» (p. 277) [XXI, p. 89] realizadas por él mismo sobre la base de su método! Es fácil de entender que un filósofo armado de su mera imaginación no habría llegado a similares conclusiones, toda vez que semejante resultado exige, en efecto, la clínica, el diván, la observación prolongada y paciente…

    ¿No se mueve Freud en una visión del mundo cuando propone su hipótesis —científica, a no dudar— sobre el origen de la música y, en continuidad con el registro escatófilo que nos instruye más acerca de él que acerca del mundo, escribe a Stefan Zweig: «Al analizar a varios músicos, he advertido un interés especial, y que se remonta a su infancia, por los ruidos que se producen con los intestinos. […] Un fuerte componente anal en esa pasión por el mundo sonoro» (25 de junio de 1931)? Gustav Mahler, analizado por el maestro en persona a lo largo de cuatro horas (!) de caminata por las calles de Leiden (Holanda), habrá contribuido a buen seguro a la elaboración de ese material científico…
    Freud opone dos maneras de aprehender el mundo: por un lado, la del arte, la religión y la filosofía, pérfidamente asociadas en su pluma (todo el mundo sabe, en efecto, la estima que profesa a la religión), y por otro, la del psicoanálisis, es decir, la suya. Los primeros proponen fábulas estéticas, alegorías literarias, mitologías religiosas, ficciones filosóficas; los segundos —el segundo, pues, en virtud de la ley del primus inter pares — presentan verdades científicas obtenidas gracias a la observación clínica, como cualquiera habrá podido comprobar en el caso de la orina del rociador ontológico o el pedo del concertista.
    En Inhibición, síntoma y angustia (1926), Freud se desata una vez más y engrosa la causa instruida contra la filosofía:
    Yo no soy en modo alguno partidario de fabricar cosmovisiones. Dejémoslas para los filósofos, quienes, según propia confesión, hallan irrealizable el viaje de la vida sin un Baedeker así, que dé razón de todo. Aceptemos humildemente el desprecio que ellos, desde sus empinados afanes, arrojarán sobre nosotros (p. 214) [XX, p. 91].
    ¡Pasemos rápidamente por alto la invocación de humildad hecha por un hombre que ignora esa virtud! Detengámonos en el presunto desprecio de que darían prueba los filósofos ante las invenciones de su colega: ¿quiénes? ¿Cuándo? ¿Dónde? ¿En qué revistas o publicaciones? ¿Cuántos libros se escribieron contra Freud en esa etapa de su existencia? Su alegación es una muestra de paranoia, puesto que nada en la historia verifica la hipótesis de una mirada altanera, desdeñosa, lanzada sobre la nueva disciplina por filósofos sin nombre ni rostro. Airado, Freud prosigue hablando del «barullo de los filósofos», aquellos que, poseídos por la angustia, cantan en la oscuridad. A esa cohorte de estúpidos, opone el científico, su lento y paciente trabajo clínico, las horas incontables que pasa observando, examinando casos, comparando, cruzando informaciones, para luego, con mucha prudencia y tras numerosas verificaciones experimentales, proponer modestamente las conclusiones de su labor.
    Podríamos retribuir a Freud el tono que él utiliza, el menosprecio, los insultos, la agresividad, los juicios inapelables sobre los filósofos vociferantes, coprófilos y ciegos que cantan en medio de las tinieblas, y preguntarnos el porqué de tanto odio. Él, que sin razones ni pruebas, sin nombres ni referencias, pretende que los filósofos lo miran desde arriba, mira con arrogancia a los filósofos y da pruebas de ello, sin olvidar por su parte los nombres y menos aún la criminalización a través del diagnóstico: acordémonos de Nietzsche, el invertido que frecuentaba burdeles masculinos.
    La intención de Freud es, por tanto, dar muerte a la filosofía: asesinarla, para ello, con un arma cuyo nombre es psicoanálisis. La temática de la muerte de la filosofía hará correr ríos de tinta (filosófica), suscitará numerosos libros (filosóficos), seguidos de abundantes debates (filosóficos); tiene sus raíces en ese proyecto freudiano de terminar con una disciplina de la pura afirmación y, guiado por el fantasma positivista más grande del siglo  XIX , asegurar el advenimiento de la ciencia. De Marx a Freud pasando por Auguste Comte, esta fantasía arrastra a muchas grandes mentalidades, pero siempre evitó a Nietzsche.
    ¿Cómo terminar con veinticinco siglos de filosofía europea? Demostrando que se presenta como una ciencia, que adopta en apariencia su método, pero que, en el fondo, no es nada de eso. En 1913, en «El interés por el psicoanálisis», Freud —que, recordémoslo, no tendría el fantasma de la visión del mundo— cuenta que su disciplina tiene cierto interés para: la psicología, la lingüística, la biología, la psiquiatría, la filogénesis, la sexualidad, las artes, la sociología, la pedagogía, la cultura, la psicología de los pueblos, la mitología, el folclore, la religión, el derecho, la moral y, por supuesto, la filosofía.
    También se puede asesinar a la filosofía de otra manera: probando que en todo momento ha hecho caso omiso del inconsciente, puesto sin cesar del lado de lo místico, lo inasible o lo imposible de descubrir, otras tantas aserciones falsas, lo hemos visto, cuando se trata de los dos pensadores que ejercieron la mayor influencia sobre Freud, Schopenhauer y Nietzsche, por no mencionar a Eduard von Hartmann. Esa arma fue de mucha utilidad en el proceso parcialmente exitoso de ejecución de la filosofía en nombre del psicoanálisis que generó las famosas ciencias humanas, y en el cual se hundieron numerosas víctimas de esta creencia originada en Freud.
    Para terminar, podrán darse los últimos toques al crimen si se echa a la filosofía en el diván para hacerle decir lo que contiene de inconfesable en sus entresijos. Las nuevas perspectivas propuestas por el psicoanálisis a la filosofía consisten, pues, en este programa seductor: la gracia de un diagnóstico de neurosis obsesiva, un tratamiento gratuito de desintoxicación de esta patología mediante la práctica regular del análisis. Puesto que, para Freud, el buen filósofo es, o bien un filósofo muerto, o el que se ha pasado al campo del psicoanálisis.
    ¿El arma del crimen? La «psicografía» (XII, p. 113) [XIII, p. 182] de la personalidad filosófica. Se trata de partir al descubrimiento de las pulsiones anímicas, los trayectos instintivos, las lógicas inconscientes, los complejos genéticos, y buscar un hilo de Ariadna capaz de devanarse en el laberinto de ese tipo de personalidad particularmente cargada —tal vez debido a una infrecuente delicadeza, Freud habla de «personas de sobresalientes dotes individuales» ( ibid. ) [XIII, p. 181]—, a fin de comprender al filósofo y por tanto su filosofía. Idea nietzscheana como pocas…

    El hombre para quien, según escribía a su novia, toda biografía era imposible e inútil cuando se trataba de la suya, dice ahora que es factible y necesaria cuando se trata de todos los demás, pues el psicoanálisis puede «pesquisar la motivación subjetiva e individual de doctrinas filosóficas pretendidamente surgidas de un trabajo lógico imparcial, y hasta indicar a la crítica los puntos débiles del sistema» (XII, p. 113) [XIII, p. 182]. ¡Una demostración bella como una página de La gaya ciencia ! Habida cuenta de que Nietzsche disfruta de la anterioridad del descubrimiento, se me permitirá proponer este ejercicio de «psicografía» con la persona y la figura de Sigmund Freud. He aquí, pues, una psicografía nietzscheana del inventor del psicoanálisis.

SEGUNDA PARTE : GENEALOGÍA

    La cabeza de Freud niño

    Tesis 2 : El psicoanálisis no supone una ciencia, sino una autobiografía filosófica



1. U NA «PSICONEUROSIS MUY GRAVE…»
    «Mi fuerza tiene sus raíces en la relación con mi madre»
    SIGMUND F REUD , «Un recuerdo de infancia en Poesía y verdad »
    (XV, p. 75) [XVII, p. 150].
    
Una pictografía de Freud toma nota, pues, de la ambivalencia entre la atracción por la filosofía en su juventud y la repulsión posterior durante gran parte de su vida. Advierte asimismo la presencia de una suerte de Aufhebung que le permite volver a amar sin aborrecer, al mismo tiempo que integra el aborrecimiento… En 1896, año de su invención del psicoanálisis, Freud, en efecto, escribe lo siguiente a Fliess: «De joven, no tenía otro anhelo vehemente que el del conocimiento filosófico, y ahora estoy a punto de cumplirlo al pasar de la medicina a la psicología. Me he convertido en terapeuta a mi pesar» (2 de abril de 1896). Psicoanalista, por lo tanto, ya que no ha podido ser filósofo.
    Ese mismo año, algunos meses antes, también había afirmado esto con referencia a su rodeo por la medicina: «Abrigo en lo más profundo de mí la esperanza de alcanzar por el mismo camino mi primera meta: la filosofía . A eso aspiraba en un comienzo, antes de haber comprendido con claridad por qué estaba en el mundo» (1 de enero de 1896). ¡La cursiva es de Freud! Queda dos veces dicho, por consiguiente, que su primer anhelo es la filosofía, en el momento preciso en que aparece la palabra psicoanálisis , con la cual él parece reencontrar su amor de juventud. Por eso afirmo claramente que el psicoanálisis es la filosofía de Freud y no una doctrina científica de validez universal.
    Maquillado con la apariencia del científico, Freud lleva a cabo su actividad de filósofo en el registro de la autobiografía existencial. Dejemos a la leyenda, al relumbrón de los mitos elaborados por su propia iniciativa, las reivindicaciones estruendosas de Copérnico y Darwin, y tengamos presente la idea de la aventura audaz del conquistador . Resta saber qué es lo que este nuevo Cristóbal Colón ha descubierto verdaderamente: ¿un inmenso continente y regiones extendidas hasta el infinito o el pequeño coto cerrado de una verdad existencial subjetiva? ¿Una América remota o un principado en la puerta de su casa? Como no sea nada en absoluto: ¿una ilusión, una aparición, un espejismo en el desierto del pensamiento?
    Freud da pistas en su prefacio a la segunda edición de La interpretación de los sueños . Es cierto, la voluminosa obra se presenta como una máquina de guerra capaz de cortar en dos la historia de la humanidad: habrá un antes y un después del descubrimiento del inconsciente psíquico. La datación simbólica adelantada a 1900 va en ese sentido, puesto que Freud sabe, cree, quiere que ese libro abra un nuevo periodo, inaugure un nuevo siglo, marque un progreso en la humanidad. Un nuevo cómputo para un calendario exclusivamente construido sobre la ciencia nueva.

    Pero ese libro de ciencia delata en cada página una obra autobiográfica. El propio Freud nos lo advierte: las páginas publicadas constituyen un fragmento de un autoanálisis. El autor se vale de sus sueños, propone una introspección analítica en la gran tradición socrática de las Confesiones de Agustín, los Ensayos de Montaigne, Las confesiones de Rousseau, el Ecce Homo de Nietzsche, por no mencionar más que los monumentos del pensamiento occidental. La interpretación de los sueños se sitúa en ese linaje… filosófico.
    ¿Quién podría negarlo, cuando su autor mismo pone las cartas sobre la mesa? En primer lugar: el material de ese libro está constituido por sus propios sueños y su análisis. En segundo lugar, esta confidencia personal sobre la genealogía de la obra:
    Es que para mí el libro posee otro significado, subjetivo, que sólo después de terminarlo pude comprender. Advertí que era parte de mi autoanálisis, que era mi reacción frente a la muerte de mi padre, vale decir, frente al acontecimiento más significativo y la pérdida más terrible en la vida de un hombre. Después de que lo hube reconocido, me sentí incapaz de borrar las huellas de esa influencia (IV, p. 18) [IV, p. 20].
    El conquistador parte a la conquista de un territorio desconocido, es cierto, pero el destino no parece muy lejano, a saber: la parte oscura que lo atormenta. Su correspondencia con Fliess, otro autoanálisis, lo muestra de manera permanente enfrentado a sus migrañas, sus hemorragias nasales, sus problemas intestinales, su humor depresivo, sus malogros sexuales, su cansancio, sus somatizaciones, su inspiración agotada. Su estado de ánimo debía ser muy malo para que Ernest Jones, el fiel discípulo, el hagiógrafo jamás falto de astucia para presentar a su héroe bajo su mejor luz, el hombre incondicional que tuerce la historia para que coincida siempre con la curva de la leyenda, escribiera sin tapujos que Freud padecía «de una psiconeurosis muy grave entre 1890 y 1900».
    En su correspondencia, Freud habla dos veces (el 14 de agosto y el 3 de octubre de 1897) de su histeria : «Atravieso ahora un periodo huraño. El principal paciente que me ocupa soy yo mismo. Mi pequeña histeria, fuertemente acentuada por el trabajo, ha avanzado un poco en su solución. Aún quedan ocultas otras cosas. Y mi humor depende en primer lugar de ellas». El trabajo del científico afecta pues al paciente, porque parece acentuar su tropismo histérico. El autoanálisis de Freud hace correr ríos de tinta en la abundante biblioteca freudiana. Tiene un lugar central, dado que su autor afirma que funda la disciplina. Pero, paradójicamente, él nunca le dedicó un texto específico. ¿Cómo es posible que ese concepto fundamental no haya sido jamás objeto de ninguna exposición en una obra completa tan voluminosa?
    Una vez, en Contribución a la historia del movimiento psicoanalítico , Freud explica que un buen autoanálisis basta para ser psicoanalista si uno no es «demasiado anormal» (XII, p. 263) [XIV, p. 19] o neurótico, pero entre bastidores escribe a Fliess (14 de noviembre de 1897) que su propio autoanálisis no muestra ningún adelanto, se estanca, cosa que, después de todo, es lógica, puesto que si fuera posible no habría enfermedades causadas por la represión. Finalmente, en el congreso de 1922 de la Asociación Psicoanalítica Internacional, los analistas, a propuesta de Sándor Ferenczi, concluyen que la solución es el «análisis didáctico» efectuado con otro analista, por su parte también analizado. Sobre la base del principio del primer motor inmóvil o de la causa incausada de Aristóteles, el autoanálisis sólo puede funcionar para el inventor del psicoanálisis y para nadie más… Los otros deberán tenderse sobre un diván oficialmente certificado por Freud o un freudiano.
    Los historiadores del psicoanálisis se pelean para datar el autoanálisis de Freud. ¿Cuándo empieza? ¿Y cuándo termina? ¿Fue constante, regular, o se interrumpió por momentos? Si es así, ¿cuánto tiempo? Por lo común, los biógrafos transfiguran esta aventura —banal, a fin de cuentas— en jugada genial saludada como una audacia sin nombre, una actitud valerosa, un hecho excepcional, una tentativa heroica y perseverante, una realización grandiosa, una tarea ardua. Llueven los calificativos cuando se trata de esta introspección común y corriente a la cual invitan todos los filósofos estoicos de la Antigüedad, porque constituye para ellos uno de los grandes ejercicios espirituales de la práctica existencial de su disciplina… Selbstdarstellung significa simplemente presentación, descripción, análisis de sí. No hay motivo para hablar, como lo hace Jones, del «carácter único de esta hazaña» (vol. 1, p. 351).
    Podríamos imaginar que el periodo del autoanálisis abarca el de la correspondencia con Fliess —vale decir, de 1887 a 1904—, durante el cual Freud enviaba a su amigo, en promedio, una carta cada diez días, además de gruesos manuscritos, entre ellos el del Proyecto de psicología (1895). De hecho, esa correspondencia, de carácter muy íntimo, que no evita nada y supone la puesta al desnudo de los protagonistas, podría servir a Freud para ponerse a prueba a sí mismo con un tercero como testigo, si no como espejo. Su palabra epistolar equivaldría a la voz articulada frente al terapeuta. Al escribir (a Fliess), se escribiría (a sí mismo). El asunto del plagio que sirve de pretexto a la ruptura no constituye un verdadero motivo: Wilhelm Fliess reprocha a Freud haber dejado filtrar sus propias tesis sobre la bisexualidad al confiar a otros lo que estaba al abrigo de la correspondencia entre los dos amigos. Freud, que no sabía en efecto mantener la reserva  —confesión del propio Jones (vol. 2, p. 433)…— y que durante su prolongada carrera traicionó en muchas ocasiones el secreto profesional, rompió con alguien a quien adoraba. Si Anna hubiese sido un varón, habría llevado su nombre de pila.
    ¿De qué nos enteramos al leer esa correspondencia? Descubrimos a Freud el hombre, lejos de la exposición legendaria o mitológica organizada en otros lugares por su propia iniciativa; un hombre desinteresado de la leyenda o la posteridad y sin inquietudes por lo que sus biógrafos, para decirlo como él, puedan hacer con esa relación epistolar privada. Como cualquiera que se sabe a sus anchas, se afloja, se alivia, se libera. Se nos revela entonces la desnudez de un ser con sus zonas de sombra, sus debilidades, sus errancias, sus dudas, su carácter, su temperamento sin disimulos: vemos al hombre de mala fe , y volveré a esto en detalle con el caso de Emma Eckstein; al ambicioso obsesionado por las maneras de dejar rápidamente una huella en la historia; al codicioso que busca el hallazgo en condiciones de asegurarle una fortuna en el plazo más corto, como lo veremos con el asunto de la cocaína y el caso Fleischl-Marxow; al intransigente que renuncia sin renunciar frente a las pruebas de su equivocación, por ejemplo con la teoría de la seducción; al supersticioso que recurre en sus cartas a signos para conjurar la mala suerte, y más adelante veremos también la disimulación de su verdadera opinión en favor del ocultismo; al ingenuo que se adhiere a las tesis antojadizas de su amigo sobre los ciclos, los periodos y la superstición numerológica asociada; al ciclotímico que detalla la más mínima somatización: derrame nasal, arritmias cardíacas, migrañas recurrentes, tabaquismo, forúnculo tan grande como un huevo en el escroto, alternancia de constipaciones y diarreas; al depresivo que confiesa trastornos padecidos desde varios años atrás (7 de agosto de 1894), un humor vacilante, un rendimiento intelectual nulo, una fatiga general, una libido claudicante, un «estado psíquico lamentable» (16 de octubre de 1895), y al angustiado y el fóbico : angustia a los viajes, miedo a la muerte, miedo a los trenes, miedo a la falta de alimentos, miedo a no tener dinero; al cocainómano que será durante unos diez años (12 de junio de 1895). En suma, Freud al desnudo, sin máscara; Freud humano, muy humano, demasiado humano; Freud antes del maquillaje, los proyectores y la pose para la eternidad; Freud en carne y hueso, una dura realidad para quien se soñó, se pensó y se quiso en mármol y oro…
    En definitiva, el autoanálisis no tiene ni principio ni fin. Podríamos mencionar, además, el título de uno de sus últimos textos, «Análisis terminable e interminable» (1937), en el cual, al borde de la muerte, masacrado por el cáncer de mandíbula, sometido al sufrimiento que le causa su prótesis y agotado por una treintena de operaciones, da la clave de su odisea: de su egodicea , diría por mi parte, tomando ese bello concepto de Jacques Derrida. Freud duda de la posibilidad de afirmar que el psicoanálisis puede curar de manera definitiva y, sofista curtido, para intentar explicar que lo que vuelve no es lo imposible de tratar sino lo que proviene de otra parte, argumenta y diserta como rétor sutil acerca de la distinción entre el «análisis incompleto» y el «análisis inconcluso» (p. 235) [XXIII, p. 250], la imposibilidad de suprimir definitivamente una exigencia pulsional. Escribe: el analista debería analizarse una vez, es cierto, pero regularmente, cada cinco años, tendría que volver a tenderse en el diván. ¿Qué pasa en el caso de un autoanálisis? ¿Un proceder que ahorra transferencia y contratransferencia? Al cabo de un largo camino, Freud concluye su texto con la afirmación de que el análisis podría ser «una tarea […] interminable» (p. 265) [XXIII, p. 251], y podríamos creer entonces que, en las postrimerías de su vida, constata que un análisis, su análisis , ha sido una tarea sin fin…
    El psicoanálisis habría de ser pues el análisis sin principio ni fin de un hombre deseoso de avenirse con su psique. Un hombre que pretendió escrutarla firmemente, pero sin un deseo sincero de describir su auténtico contenido, y conforme con hacer de ella la ficción de la psique de los otros, todos los otros. Su obra completa reúne los cuadernos de notas de una búsqueda inconclusa de sí; contiene en el más breve texto dado a una revista o en un grueso libro destinado a hacer teoría —por ejemplo la Psicopatología de la vida cotidiana — la bitácora de un alma en pena.
    Freud propone menos un psicoanálisis científico originado en un método experimental con conceptos universalmente válidos, que una psicología literaria originada en una autobiografía con nociones creadas a medida para sí mismo, y extrapoladas a continuación a toda la humanidad. La interpretación de los sueños , presentado a la vez como un texto científico (la fundación de una ciencia) y un relato autobiográfico (el autoanálisis consecutivo a la muerte del padre), abunda en referencias personales, subjetivas, contadas en primera persona.
    En el libro encontramos, en efecto, una cantidad incalculable de sueños, alrededor de cincuenta, que dan testimonio de la vida nocturna del autor, de sus fantasmas, de sus deseos, de sus ansias: nos cruzamos con su madre llevada sobre una cama por criaturas con pico de pájaro; con un tío de barba rubia; con uno de sus hijos en atuendo deportivo; con un amigo de mala facha; con otro hijo miope; con una inyección aplicada a una tal Irma… Nos enteramos de cosas sobre la niñera de su infancia, a quien debería su iniciación sexual; sus años de estudio; el enredo de su familia, en la que se entrelazan tres generaciones bajo un mismo techo; la agonía y la muerte del «viejo», como dice en sus cartas a Fliess; su nominación al cargo de profesor extraordinario; sus viajes a Italia, y luego, numerosos momentos constitutivos de su psique de adulto.
    Así, esta escena en la cual podría representarse una parte de la aventura que nos interesa. Escena inaugural, determinante, fundacional. Escena de la que Sartre, en el lenguaje de su psicología existencial, diría que constituye un «proyecto originario». Escena traumatizante, es obvio, humillante para el padre y por lo tanto para el hijo. Freud tiene diez o doce años, camina por la calle en compañía de su padre. Charlan. El padre cuenta una vieja historia para mostrar el cambio de estatus de los judíos y lo agradable que es ahora para ellos vivir en una Viena tolerante: estamos en 1866-1867. Una vez, bien vestido, tocado con un bonito y flamante gorro de piel, Jakob Freud se cruzó con un cristiano que, con un gesto, le sacó el gorro, lo tiró al arroyo y lo increpó: «Judío, bájate de la acera»… Con curiosidad por conocer la reacción paternal, Freud cae de las nubes al enterarse de que su padre no hizo nada: bajó a la calzada, recogió su posesión y prosiguió su camino. Comentario del mismo Freud más de treinta años después: «Esto no me pareció heroico de parte del hombre grande que me llevaba a mí, pequeño, de la mano» (IV, p. 235) [IV, p. 211].
    El niño imagina otro final para esta historia: un final que remite a Amílcar Barca cuando hace jurar a su hijo Aníbal que lo vengará de los romanos. Cabe suponer que una parte del programa existencial de Freud es un calco de ese anhelo de vengar al padre convirtiéndose a su manera en Aníbal. Freud confiesa haber erigido al cartaginés en un héroe. En principio, durante sus estudios, al leer los relatos de las Guerras Púnicas, se identifica con él; luego, cuando de joven experimenta el antisemitismo vienés, el capitán semita se convierte a sus ojos en un héroe. Desde entonces, Freud opone la católica Roma, la ciudad del hombre que humilló a su padre, a Cartago, la ciudad del caudillo guerrero que resistió a los romanos. En consecuencia, ya no tiene otra idea que la de entrar en Roma como conquistador victorioso.
    La identificación con ciertas figuras atormentó a Freud. Con frecuencia, su programa existencial calcó el de tal o cual: Aníbal en un principio, Moisés más adelante, pero también Edipo, como veremos. La vida de Aníbal podría, en efecto, hacer pensar por momentos en la de Freud: la fidelidad a la palabra dada; una feroz oposición al enemigo; evidentes talentos de estratega y táctico para alcanzar sus fines; una reputación que sobrevive a las calumnias de sus adversarios, y un final de la existencia puesto bajo el signo de la reapropiación de sí mismo a través del suicidio. Los dos hombres comparten todos estos elementos.
    Pero lo que los asemeja vigorosamente, más allá de tal o cual rasgo biográfico, es ese anhelo furioso de entrar en Roma victoriosos y conquistadores. El deseo torturó durante mucho tiempo y profundamente a Freud, que contempló la posibilidad de trasladarse a esa ciudad, trabajó sobre su topografía y examinó muchas obras dedicadas al tema. En una carta a su mujer expresa el deseo de instalarse con ella en Roma. E incluso imagina la perspectiva de renunciar a su puesto de profesor para llevar a buen puerto su proyecto. Pero en 1897, un viaje a la ciudad se detiene misteriosamente en las puertas de Trasimeno. Freud obedecía a una voz interior que le decía: «hasta aquí y no más allá». Ahora bien, dos mil años antes Aníbal había escuchado la misma voz y se había detenido en el mismo lugar…
    A decir verdad, las cartas a Fliess atestiguan esa extraña relación con Roma. Pero también lo hace la obra. En La interpretación de los sueños , la ciudad recorre muchos de sus sueños, y al analizarlos, Freud comprende que ocultan algo profundo, aunque también en este caso se detiene a las puertas de la significación.
    Llegó un día en que el viaje, por fin, fue una realidad. En Los orígenes del psicoanálisis puede leerse esta extraña frase con referencia a ese viaje finalmente realizado: «Fue el punto culminante de mi vida». ¡Qué confesión!
    La relación que Freud mantuvo con Italia en general y con Roma en particular es una muestra de la neurosis freudiana. Él mismo lo confirma en una carta a Fliess: «Mi vehemente anhelo por Roma es, además, profundamente neurótico» (3 de diciembre de 1897), escribe, recordando su entusiasmo de liceísta. En virtud de la lógica del recuerdo encubridor, puede suponerse en efecto que, en la proposición freudiana de lectura del caso de Aníbal, Freud destaca la hipótesis de la venganza del padre para atribuirle un papel capital en la economía de su existencia, cuando en realidad habría que ir a buscar a otra parte. Puesto que, cada vez que su progenitor aparece en la obra, lo hace más bien en calidad de padre castrador, padre rival, padre muerto o padre a quien hay que eliminar y no honrar. Freud, ya célebre, honrado, respetado en todo el planeta, deseoso de vengar a su padre, si no el honor de los judíos escarnecidos: ¡hermosa hipótesis, de una corrección política a pedir de boca, pero tan contradictoria con el resto de la obra!
    Sin advertirlo, Freud da siempre las llaves de sus cerraduras más sólidas. Así, en una nota agregada en 1911 a La interpretación de los sueños , señala que ha publicado el análisis típico de un sueño edípico camuflado. Citando a Rank, que por su parte cita a Tito Livio, afirma que un oráculo informó a los Tarquinos que el poder sobre Roma correspondería a «aquel de ellos que primero besara a la madre» (IV, p. 447) [V, p. 400, nota 60]. Según Freud, un sueño de comercio sexuado con la propia madre aporta un presagio favorable de toma de posesión de la Madre Tierra.
    Aquí tenemos pues los elementos para resolver el enigma de Aníbal y llegar a la conclusión de que la lectura propuesta por Freud de su identificación con el héroe semita que venga el honor de los cartagineses escarnecidos por los romanos, como antaño su padre fue humillado por un vienés católico (romano, entonces), oculta otra interpretación. Freud lo escribe en ese texto, pero lo repetirá regularmente en su obra: la Tierra es la Madre. Conquistar Roma es, por tanto, poseer a la Madre Tierra: entrar en la Ciudad equivale por eso, en la psique freudiana torturada por un constante deseo incestuoso, a desposar a su madre, unirse a ella. Por esas razones Freud puede desear durante mucho tiempo a Roma, girar en su torno mientras la estudia, querer abandonarlo todo para instalarse en ella, no lograr penetrarla, quedar impedido frente a su entrada y luego, una vez penetrada, escribir que con ello ha llegado al momento culminante de su vida…
    Otra escena infantil referida por él muestra otra relación con el padre: en ella, la fantasía presenta a Jakob menos como un padre a quien hay que vengar, tras no haber sido él mismo capaz de hacer pagar una ofensa antisemita, que como un padre castrador. Aclaremos que la primera aventura, leída en la perspectiva de la madre que conquistar y no del padre que vengar, devuelve a este último un lugar coherente en la visión edípica de Freud: la abundancia de imágenes del padre castrador, el padre muerto, el padre a quien hay que matar, parecía en contradicción con esta única historia del padre humillado al que su hijo venga. El progenitor aparece en una postura que conviene al hijo: un padre humillado, ofendido, a quien éste no tendrá ninguna gana de vengar, tesis puesta de relieve por él para ocultar la verdad edípica de su psique. Ese otro hecho, que Freud juzga digno de consignar en lo que considera como su obra maestra, la que debe valerle el Nobel, el dinero, las placas conmemorativas, los bustos con su efigie, la reputación planetaria, la inscripción de su nombre en la historia de la humanidad en compañía de Copérnico y Darwin, apenas un paso por delante de ellos; el libro que anuncia la muerte de la filosofía y los plenos poderes del psicoanálisis; la suma que corta la humanidad en dos, de modo que después de ella las cosas ya no serán como antes; el libro que tarda años en agotar su primera edición, pero entierra veinticinco siglos de filosofía occidental; la suma científica que marca el paso a un nuevo mundo y va a dar pábulo a un nuevo calendario intelectual, ese libro, pues, nos informa en algunas líneas fundamentales de que un día, Freud, de siete u ocho años, entró en el dormitorio de sus padres, hizo sus necesidades en el bacín familiar y escuchó —aparentemente lastimado por una observación banal, en resumidas cuentas— a su padre decir: «Este chico nunca llegará a nada» (IV, pp. 254-255) [IV, p. 230]. Su comentario: «Tiene que haber sido un terrible agravio a mi ambición, pues alusiones a esta escena frecuentan siempre mis sueños y por regla general van asociadas al relato de mis logros y triunfos, como si yo quisiera decir: “Mira, no obstante he llegado a ser algo”» ( ibid. ) [ ibid. ]. Aquí tenemos, entonces, una imagen más conforme a la imagen freudiana, por lo tanto edípica, del padre en la obra completa: el padre humillado se une al padre humillante; en ambos casos, se trata en verdad de un padre detestable.
    Padre castrado, padre castrador, quizás incluso padre castrador por ser un padre castrado: Freud saca a la luz a un progenitor aborrecible. El hombre que no tuvo el coraje de responder al insulto antisemita se muestra débil con los fuertes y fuerte con los débiles; en este caso, el hijo que orina en el cubo de baño de sus padres, fechoría menor. El padre dobla la cerviz bajo la humillación antisemita, pero levanta la cabeza en la castración de su pequeño hijo judío.
    En el cruce de estos dos sueños se descubre que Freud parece menos querer vengar al padre que no supo responder a la provocación antisemita que vengarse del padre y de su observación castradora y ofensiva para él, que, desde su primera juventud, corre tras la celebridad, la reputación, el dinero, la notoriedad, los signos exteriores de reconocimiento social que van del cargo institucional de profesor en la universidad al premio Nobel, pasando por varias otras distinciones honoríficas.
    En La interpretación de los sueños , cuando su padre no está castrado ni es castrador, está muerto…, según el testimonio que nos dan otros dos sueños. Uno de ellos es de la noche que precede a su entierro. En la correspondencia con Fliess seguimos en detalle el deslizamiento de su progenitor hacia la nada. Freud tiene el plan de ver a su amigo tan querido, pero la prolongación de la agonía es una contrariedad que se lo impide. Una carta del 30 de junio de 1896 cuenta los colapsos cardíacos, la parálisis de la vejiga y otros síntomas en condiciones de probar que Jakob, por entonces de ochenta y un años, se encamina hacia su fin.
    Ya un mensaje anterior, del 11 de diciembre de 1893, se refería a una fuerte gripe que había dejado a su anciano padre de setenta y ocho años en un estado irreconocible: la sombra de sí mismo. A fines de septiembre de 1896, el movimiento hacia la tumba se acelera: momentos de confusión, agotamiento, neumonía, parálisis intestinal (29 de septiembre) y, signo mayor, cercanía de una fecha funesta y fatídica; recordemos que Freud, junto con su amigo, hace sacrificios a una oscura teoría de las fechas, los ciclos y las cifras, según la cual uno muere en una fecha y no en otra. En la carta siguiente, del 9 de octubre, Freud habla fríamente de la probabilidad de visitar a su amigo en Berlín: «Es probable que el estado del viejo limite mi participación al mínimo».
    El «viejo», en efecto, muere en la noche del 23 de octubre de 1896. Freud tiene cuarenta años. Comentario del padre del psicoanálisis:
    Se mantuvo con gallardía hasta el último momento, como, en suma, el hombre poco banal que era. Al final debió de tener hemorragias meníngeas, accesos de letargo acompañados de una fiebre inexplicable, hiperestesia y espasmos, tras lo cual se despertaba sin fiebre. El último ataque fue seguido por un edema pulmonar y una muerte fácil, a decir verdad. (26 de octubre de 1896).
    Los muertos son todos buenos tipos. Pero no en Freud, al menos cuando se trata de su padre. Una carta del año siguiente (8 de febrero de 1897) lo muestra otra vez como si en sí mismo la eternidad no lo cambiara. Su vida se ha consagrado a destruir o desconsiderar al padre. Ha habido una pausa durante la agonía: un mínimo de decencia. Pero el combate se reinicia aún con más fuerza a comienzos de 1897: esta vez, hay que encarnizarse con el cuerpo muerto del padre. Freud saca de la tumba ese cadáver en descomposición y vuelca su encono sobre él: en su correspondencia con Fliess, formula la hipótesis puramente gratuita de que su padre habría sido un «perverso» ( ibid. ) responsable de la histeria de su otro hijo varón y de algunas de sus hijas menores.
    Es el comienzo entonces de la extravagante teoría llamada «de la seducción», a la cual volveré más adelante. Digamos por el momento, antes de referirnos en sus pavorosos detalles a la neurosis freudiana, que esa teoría supone una etiología sexual de las neurosis que la mayoría de las veces remite a un trauma de juventud, e incluso de sus primerísimos años: de infancia, por tanto, y concerniente, en este caso, a abusos sexuales cometidos por el progenitor con sus propios hijos. ¡Aquí vemos a Freud, pues, transformar al cadáver de su padre en un perverso que viola a su progenitura! ¿Podría Aníbal querer vengar a un padre de esa calaña?
    ¿Hay que asombrarse de que el año de ese prurito freudiano con respecto a su padre transformado en abusador sexual de su familia sea asimismo el de dos sueños que entraron a la historia con los títulos de «Hella» y «Encuentro en la escalera con la mujer de servicio», a partir de los cuales va a elaborar su teoría del complejo de Edipo? 1897: año de la renuncia a los trabajos neurológicos y las tesis de su psicología científica; 1897: año en que decide escribir La interpretación de los sueños ; 1897: año del comienzo oficial de su autoanálisis; 1897: año en que se ocupa de la lápida de su padre. ¡Y, para terminar, 1897 es igualmente el año de su viaje a Italia! Es también —véase su carta del 15 de diciembre a Fliess— el de su descubrimiento del presunto complejo de Edipo. La muerte del padre, ese acontecimiento que el propio Freud presenta como lo más importante que puede suceder en la vida de un individuo, constituye efectivamente un gran momento en la vida de un niño obsesionado por la unión sexual con su madre: el momento que devuelve a ésta a su hijo, después del rapto cometido por el padre…
    Entretanto, dos sueños con el padre muerto muestran a un Freud en paz con su progenitor, que tiene el buen gusto de dejar de amenazarlo. Muerto en la víspera, Jakob vuelve por la noche a atormentar el dormir de su hijo. Prescindamos de los detalles. Freud señala en ese sueño un cartel en el cual se lee: «Se ruega cerrar los ojos». Y/o: «Un ojo». ¡El hijo había elegido para su «viejo» los funerales menos costosos! No era cuestión de pagar por su padre… ¿La razón de esas exequias baratas? Al difunto no le habrían gustado los gastos inútiles, asesta Freud. El hijo ve en su sueño una suerte de reproche planteado por la familia: en efecto, ésta podría mirar con otros ojos esa tacañería. El psicoanalista propone una interpretación de su sueño: una invitación a cerrar los ojos; en otras palabras, una exhortación a la indulgencia con respecto a ese gesto mediocre del hijo.
    Otro sueño: de nuevo Jakob muerto. Resucitado por causa onírica, tenemos aquí a ese hombre antaño aborrecido por su cobardía ante un gesto antisemita, transfigurado en héroe de la unidad magiar. El anciano sentado, rodeado por una numerosa concurrencia en el Parlamento, parece desempeñar un papel de rey, de sabio muy escuchado… Comentario del hijo: «Me acuerdo de que en su lecho de muerte se lo veía tan parecido a Garibaldi, y me regocija que este augurio se haya hecho verdadero» (IV, p. 476) [V, p. 427]. Muerto y en un sueño, el padre bien puede ser un héroe: ya no representa ningún peligro para el hijo, cuya mirada se vuelve entonces hacia su madre, por fin libre.
    Leamos La interpretación : «El sueño es el cumplimiento (disfrazado) de un deseo (sofocado, reprimido)» (IV, p. 196) [IV, p. 177]. ¿Qué deseo, en este caso? ¿Que su padre esté muerto y bien muerto? ¿Que sea Garibaldi a su manera? ¿Que triunfe como actor de la unificación magiar? ¿Que, interpretación del hijo, de pie y rodeado, no persista visiblemente en la situación señalada por éste, algunas líneas más adelante, de un padre muerto y que vacía los intestinos? ¿O bien que su padre pueda en efecto ser un héroe, sin duda, pero sólo post mortem ? Ésa será mi hipótesis.
    Recapitulemos en cuanto a la teoría: ese grueso libro anunciado como científico se basa en una introspección autobiográfica; la interpretación subjetiva del sueño y de algunas otras escenas de infancia consideradas como fundamentales por el artífice de la obra constituye el único ejercicio de un método presentado como de carácter experimental; el contenido autobiográfico satura las demostraciones, incluyendo interpretaciones destinadas a la mayor gloria de su intérprete; la parte de autoanálisis egotista revela ser capital en las exposiciones presuntamente clínicas y abundantes, y la psicología literaria de su autor se impone a un psicoanálisis científico.
    Agreguemos lo siguiente en lo relacionado con los descubrimientos útiles para nuestra psicografía: el hombre que elabora un método llamado psicoanálisis padece de una profunda afección neurótica con síntomas importantes; los sueños interpretados por él lo son por un analista que es juez y parte; las conclusiones proceden de esa imposibilidad técnica de efectuar un análisis objetivo, y el autoanálisis produce de manera inevitable una autojustificación y evita el nido de víboras de la psique.
    La multiplicación de cruces entre los textos, la correspondencia, los análisis, las biografías y la obra completa conduce hacia la fuente negra de esa psiconeurosis de Freud: un odio a su padre presentado como un ser humillado, que a su vez humilla, castrador, y cuya grandeza nunca es tan manifiesta como en la muerte; una madre deseada, sexualmente codiciada, identificada con la Madre Tierra que es Roma, una ciudad en la cual él aspira a penetrar sin lograrlo y en la que luego consigue entrar, para conocer en ella el día más hermoso de su vida. Esta patología no tenía nombre; en la pluma de Freud, se convertirá en el complejo de Edipo, del que él hará una patología universal con el único objetivo de vivir menos solo con ella…



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