INTRODUCCIÓN
Siempre me ha interesado la estupidez, tal vez por una pasión erasmista que me acomete de vez en cuando. No escribiría un elogio de la estulticia, pero sí un tratado sobre ella. Si existe una teoría científica de la inteligencia, debería haber otra igualmente científica de la estupidez. Creo, incluso, que enseñarla como asignatura troncal en todos los niveles educativos produciría enormes beneficios sociales. El primero de ellos —me dejaré llevar de mi optimismo— vacunarnos contra la tontería, profilaxis de urgente necesidad, pues es un morbo del que todos podemos contagiarnos. Por cierto, un síntoma de estupidez es haber convertido la palabra «morbo» (enfermedad) en un elogio. Si la inteligencia es nuestra salvación, la estupidez es nuestra gran amenaza. Por ello merece ser investigada, como el sida.
La historia de la estupidez abarcaría gran parte de la historia humana. El empecinamiento de nuestra especie en tropezar no dos sino doscientas veces en la misma piedra da mucho que pensar. Con la tozudez de un iluminado, Nietzsche predicó la inversión de todos los valores, porque estaba convencido de que las morales nos habían dado sistemáticamente gato por liebre. A mí me parece que hay que hacer una inversión de toda la historia, porque una parte de lo que consideramos glorioso es indecente. Borges quiso escribir una Historia universal de la infamia, pero se quedó en el título. De la Válgoma y yo hemos escrito su contrafigura, la historia universal de la dignidad, que es el memorial de un costoso triunfo de la inteligencia. Espero que alguien emprenda una crónica de la estupidez, que nos deje a todos estupefactos y arrepentidos, como quien descubre que había sido estafador y estafado al mismo tiempo. En su escrito Sobre la estupidez, Robert Musil ya señaló el ramalazo timador: «Si la estupidez no tuviera algún parecido que le permitiese pasar por talento, progreso, esperanza o perfeccionamiento, nadie querría ser tonto.»
Algunos autotes han intentado escribir esa historia, pero desde una actitud irónica, humorística o puramente anecdótica, que la trivial ¡2a. Hay excepciones. Libros como The March of Folly, de Barbara Tuchman, una historia de la estupidez política, o Sobre la psicología de la incompetencia militar, de Norman Dixon, editado por Anagrama, lo demuestran. Pero, en general, la jocosidad ha desprestigiado el empeño. La palabra «estupidez» se ha convertido en un insulto, tan disperso como una perdigonada, y no tiene prestancia científica. Por eso voy a utilizarla poco. Prefiero hablar de fracasos de la inteligencia, señalando así la hondura del asunto. Aprovecharé la literatura sobre perturbaciones en el conocimiento o en la acción publicada en los últimos años (Arkes, Kahneman, Tversky, Barón, Stanovich, Perkins, Sternberg, y pocos más).
La inteligencia fracasa cuando es incapaz de ajustarse a la realidad, de comprender lo que pasa o lo que nos pasa, de solucionar los problemas afectivos o sociales o políticos; cuando se equivoca sistemáticamente, emprende metas disparatadas, o se empeña en usar medios ineficaces; cuando desaprovecha las ocasiones; cuando decide amargarse la vida; cuando se despeña por la crueldad o la violencia. Carlo Cipolla, que ha enunciado las leyes de la estupidez, avanza la siguiente definición: «Una persona estúpida es la que causa un daño a otra persona o grupo de personas sin obtener, al mismo tiempo, un provecho para sí, o incluso obteniendo un perjuicio.» Me parece insuficiente. El asunto es más grave. Hay que incluir a las que se perjudican a sí mismas exclusivamente y, como espero mostrar, a las que perjudican a otros, aunque saquen un beneficio.
No sólo fracasa la inteligencia individual, sino la inteligencia colectiva. En estos casos, la propia interacción provoca un abaissement du niveau mental, un empequeñecimiento de las posibilidades. Cada miembro de la pareja o de la familia o de la empresa o del partido o de la nación puede ser brillante, entusiasta, perspicaz cuando está solo y empantanarse sin embargo en compañía. Hay unas dinámicas de grupo expansivas y otras depresivas. Las sociedades pueden ser inteligentes y estúpidas según sus modos de vida, los valores aceptados, las instituciones o las metas que se propongan.
¿Qué fue el régimen nazi o el régimen soviético, qué fueron las mil paradas triunfales, sino una terrible estupidez? La glorificación de una raza, de una nación, de un partido, el afán de poder, la obnubilación colectiva, esa pedante seriedad, ese engolamiento feroz y ridículo, la cascada del horror, deberían contarse como un fracaso de la inteligencia. Necesitamos un Pasteur que descubra la vacuna contra esa rabia festejada, una pedagogía de la inteligencia que evite tales obcecaciones asesinas, o, al menos, que no las condecore. No es fácil, porque la estupidez se disfraza con muchos ropajes. Musil dice, por ejemplo, que «la brutalidad es la praxis de la tontería». Tiene razón, pero introduce en su afirmación elementos morales de matute. Napoleón pensaba que hay que utilizar la fuerza para organizar una nación, porque es el único lenguaje que entienden los animales «y estamos rodeados de bestias». Lo hizo con gran eficacia, y para mucha gente es una de las grandes inteligencias de la historia. ¿Quién tiene razón, Musil o el coro napoleónico?
Con este libro expulso a la inteligencia de su trono platónico, donde se dedicaba a las puras tareas de la razón pura, a labores de aguja matemáticas, a encajes de bolillos cartesianos, y la sumerjo en la vida diaria, en los laberintos palpitantes del corazón, en la impura razón práctica. El gran objetivo de la inteligencia es lo que llamamos felicidad y por ello todos sus fracasos tienen que ver con la desdicha. Resulta trágico comprobar que con frecuencia las circunstancias, las experiencias, limitan los recursos intelectuales de una persona, su capacidad para enfrentarse con la vida. Se da entonces un fracaso objetivo del que la víctima no es, claro está, responsable. Un niño al que se le ha inoculado el odio va a sufrir un desajuste permanente en su vida. Es una inteligencia dañada.
Muchas veces es difícil distinguir entre la inteligencia dañada y la fracasada, porque ambas llegan a los mismos penosos resultados. Se trata de fenómenos complejos, de difícil definición. Pensemos en Franz Kafka. Se consideró siempre un fracasado, y no por su falta de éxito literario, sino por su dificultad para vivir. Unas veces habla del fracaso como si fuera «su destino fatal» y otras como si se tratara de «una acción intencionada». «Lo que yo quería era
seguir existiendo sin ser molestado.» Fue víctima de una patética vulnerabilidad, que le hizo escribir: «En el bastón de Balzac se lee esta inscripción: "Rompa todos los obstáculos". En el mío: "Todos los obstáculos me rompen.» ¿De dónde provino esa fragilidad? ¿Hubiera podido evitarla? ¿Hubiera debido evitarla? Una pregunta más insidiosa: ¿Hubiéramos querido que la evitara?
No me gusta el fracaso, lo confieso. Creo que una de las intoxicaciones culturales posrománticas ha sido el gusto por una metafísica del hundimiento. A ser posible sufrida en cabeza ajena, lo que es el colmo de la impostura. Sade es estupendo para ser leído, no para ser vivido. Convertir la degradación, el fracaso, el horror. la crueldad, el sinsentido en objeto estético es inevitable, pero confundente. Separa el arte de la vida. Resulta escandalosa, porque es verdadera, la afirmación de George Steiner: la cultura no hace mejores a las personas. Una pena.
Me lleva a estudiar un tema tan complicado mi optimismo de pedagogo. Creo que la inteligencia puede triunfar y sería deseable que lo hiciera. Pues por mí que no quede. La finalidad de este libro es ayudar a reducir la vulnerabilidad humana.
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