domingo, 5 de abril de 2020

El islam como modo de vida Reflexiones blasfemas Slavoj Žižek




    Los momentos extáticos de las manifestaciones de París son, por supuesto, un triunfo de la ideología: unen al pueblo contra un enemigo cuya fascinante presencia arrasa, momentáneamente, con todo antagonismo. Así pues, la pregunta que hay que plantearse es: ¿qué es lo que ensombrecen?, ¿qué aspiran a ocultar? Por supuesto, debemos condenar sin ningún tipo de ambigüedad los asesinatos como un ataque a la esencia misma de nuestras libertades, y condenarlos sin reservas escondidas (al estilo de «no obstante, Charlie Hebdo se pasaba provocando y humillando a los musulmanes»). Debemos rechazar toda referencia de orden similar que remita a un contexto atenuante más amplio: los hermanos atacantes estaban profundamente afectados por los horrores de la ocupación norteamericana de Iraq (de acuerdo, pero ¿por qué no atacaron alguna instalación militar estadounidense en vez de un periódico satírico francés?); de facto , los musulmanes son en Occidente una minoría explotada y apenas tolerada (sí, pero los negros africanos también lo son, incluso más, y sin embargo no se dedican a lanzar bombas y a matar), etc. El problema con esa evocación del complejo trasfondo es que también se puede utilizar perfectamente a propósito de Hitler: también él consiguió traducir en movilización la injusticia del tratado de Versalles, pero, no obstante, estaba plenamente justificado luchar contra el régimen nazi con todos los medios al alcance. Lo importante no es si los motivos de queja que condicionan los actos terroristas son verdaderos o no, lo importante es el proyecto político-ideológico que emerge como reacción contra las injusticias.
    Todo esto no es suficiente; deberíamos ir más allá en nuestro pensamiento, y ese pensar más allá no tiene nada que ver con la banalización barata del crimen (el mantra de «¿quiénes somos nosotros en Occidente, perpetradores de terribles matanzas en el Tercer Mundo, para condenar esos actos?»). Tiene incluso menos que ver con el miedo patológico de muchos izquierdistas liberales occidentales de ser culpables de islamofobia. Para estos falsos izquierdistas, cualquier crítica al islam es una expresión de la islamofobia occidental, y Salman Rushdie habría provocado innecesariamente a los musulmanes y fue por tanto responsable (parcialmente, al menos) de la fatwa que lo condenaba a muerte, etc. El resultado derivado de esa postura es el que se puede esperar en tales casos: cuanto más exploran su culpa los izquierdistas liberales occidentales, más son acusados por los fundamentalistas musulmanes de ser hipócritas que tratan de ocultar su odio al islam. Esta constelación reproduce perfectamente la paradoja del superego: cuanto más te atienes a lo que el Otro demanda de ti, más culpable eres. Análogamente, cuanto más toleres al islam, más fuerte será su presión sobre ti…
    Esta es la razón también de que encuentre insuficientes las llamadas a la moderación en la declaración de Simon Jenkins (en The Guardian , el 7 de enero), en el sentido de que nuestra tarea es «no reaccionar en exceso, no dar demasiada publicidad a las consecuencias. Hay que tratar cada acontecimiento como un accidente pasajero del horror». Pero el ataque a Charlie Hebdo no fue un mero «accidente pasajero del horror», seguía una agenda religiosa y política precisa y, como tal, formaba parte con toda claridad de un plan mucho más amplio. Por supuesto, no deberíamos reaccionar en exceso, si por ello se entiende sucumbir a una islamofobia ciega, pero deberíamos analizar sin concesiones ese plan.
    Mucho más necesario, más fuerte y eficaz que la demonización de los terroristas como heroicos fanáticos suicidas es el desmantelamiento del mito demoníaco. Hace ya tiempo Friedrich Nietzsche percibió cómo la civilización occidental se estaba moviendo en dirección al Último Hombre, una criatura apática sin ninguna gran pasión ni compromiso. Incapaz de soñar, cansado de la vida, no asume ningún riesgo, buscando solo el bienestar y la seguridad, una expresión de tolerancia con los otros:
    Un poco de veneno de vez en cuando: eso produce sueños agradables. Y mucho veneno al final, para tener un morir agradable […]. La gente tiene su pequeño placer para el día y su pequeño placer para la noche: pero honra la salud. «Nosotros hemos inventado la felicidad», dicen los Últimos Hombres, y parpadean [3] .
    En efecto, puede parecer que la grieta entre el Primer Mundo permisivo y la reacción a este por parte del fundamentalismo se identifica cada vez más con la oposición entre llevar una vida larga y satisfactoria, llena de riqueza material y cultural, y dedicar la propia vida a alguna causa transcendente. ¿No es este antagonismo aquel que Nietzsche veía entre lo que él llamaba «nihilismo pasivo» y «nihilismo activo»? Nosotros, en Occidente, somos los Últimos Hombres de que hablaba Nietzsche, inmersos en estúpidos placeres cotidianos, mientras los radicales musulmanes están dispuestos a arriesgarlo todo, entregados a la batalla hasta la autodestrucción. La segunda venida de William Butler Yeats parece reflejar a la perfección nuestra difícil situación presente: «Los mejores carecen de toda convicción, mientras los peores están llenos de intensidad apasionada». Esta es una descripción excelente de la grieta que ahora se abre entre liberales anémicos y fundamentalistas apasionados. «Los mejores» no son ya plenamente capaces de comprometerse, mientras que «los peores» se entregan a un fanatismo racista, religioso y sexista.
    Ahora bien, ¿encajan realmente los terroristas fundamentalistas en esta descripción? De lo que ellos obviamente carecen es de un rasgo que es fácil encontrar en todos los fundamentalistas auténticos, desde los budistas tibetanos a los amish de los Estados Unidos: la ausencia de resentimiento y envidia, la profunda indiferencia hacia la forma de vida de los no creyentes. Si los llamados fundamentalistas de hoy día creen realmente que han encontrado su camino a la Verdad, ¿por qué se sienten amenazados por los no creyentes, por qué los envidian? Cuando un budista se encuentra con un hedonista occidental, apenas lo condena. Se limita a señalar de forma benevolente que la búsqueda de la felicidad del hedonista es autodestructiva. En contraste con los fundamentalistas verdaderos, los pseudofundamentalistas terroristas están profundamente irritados, intrigados, fascinados, por la vida pecaminosa de los no creyentes. Se podría pensar que, al luchar con el pecador, están luchando con su propia tentación.

    Es aquí donde el diagnóstico de Yeats es insuficiente para la situación presente: la intensidad apasionada de los terroristas atestigua una falta de verdadera convicción. ¿Qué nivel de fragilidad debe de tener la creencia de un musulmán si se siente amenazada por una caricatura estúpida en un semanario satírico? El terror de los fundamentalistas islámicos no se basa en la convicción de los terroristas de su superioridad y en su deseo de salvaguardar su identidad cultural y religiosa de la embestida de la civilización consumista mundial. El problema con los fundamentalistas no es que los consideremos inferiores a nosotros, sino, más bien, que ellos mismos se consideran secretamente inferiores. Esta es la razón de que nuestra condescendiente insistencia, tan políticamente correcta, en que no sentimos ninguna superioridad respecto a ellos solo sirve para enfurecerlos más y alimentar su resentimiento. El problema no es la diferencia cultural (su esfuerzo por preservar su identidad), sino el hecho opuesto de que los fundamentalistas son ya como nosotros, de que, secretamente, ya han interiorizado nuestros valores y se miden a sí mismos según esos valores. De forma paradójica, de lo que carecen en realidad los fundamentalistas es precisamente de una dosis de la auténtica convicción «racista» de su propia superioridad.
    Las recientes vicisitudes del fundamentalismo musulmán confirma la vieja idea de Walter Benjamin de que «cada ascenso del fascismo da testimonio de una revolución fracasada»: el ascenso del fascismo es el fracaso de la izquierda, pero, simultáneamente, una prueba de que había un potencial revolucionario, un descontento, que la izquierda no fue capaz de movilizar. ¿Y no vale esto también para el llamado «islamo-fascismo» actual? ¿No es el auge del islamismo radical exactamente correlativo a la desaparición de la izquierda secular en los países musulmanes? Cuando, en la primavera del 2009, los talibanes se apoderaron del valle de Swat en Pakistán, el New York Times informaba de que maquinaban «una rebelión de clase que explota las profundas fisuras entre un pequeño grupo de ricos propietarios y los arrendatarios sin tierras». Ahora bien, si al «aprovecharse» de las dificultades de los campesinos, los talibanes están «haciendo sonar la alarma sobre los riesgos en Pakistán, que sigue siendo principalmente feudal», ¿qué impide a los demócratas liberales de Pakistán, así como a los Estados Unidos, «aprovecharse» igualmente de esa difícil situación y tratar de ayudar a los campesinos sin tierra? Lo que este hecho tristemente refleja es que las fuerzas feudales de Pakistán son el «aliado natural» de la democracia liberal…
    Así pues, ¿qué pasa con los valores nucleares del liberalismo: libertad, igualdad, etc.? La paradoja es que el liberalismo no es lo suficientemente fuerte para salvarlos de la acometida fundamentalista. El fundamentalismo es una reacción —una reacción falsa, engañosa, por supuesto— a una deficiencia real del liberalismo, y por eso es generado una y otra vez por el mismo liberalismo. Abandonado a sí mismo, este se hundirá lentamente; lo único que puede salvar sus valores nucleares es una izquierda renovada. Para que ese legado clave sobreviva, el liberalismo necesita la ayuda fraternal de la izquierda radical. Esta es la única manera de derrotar al fundamentalismo, mover el suelo bajo sus pies.
    Pensar en respuesta a los asesinatos de París significa abandonar la suficiencia autocomplaciente del liberal permisivo y aceptar que el conflicto entre la permisividad liberal y el fundamentalismo es, en el fondo, un falso conflicto, un círculo vicioso de dos polos que se generan y presuponen entre sí. Lo que Max Horkheimer había dicho sobre el fascismo y el capitalismo ya en los años treinta —aquellos que no quieran hablar críticamente del capitalismo deberían guardar silencio también sobre el fascismo— debería ser aplicado actualmente al fundamentalismo: aquellos que no quieran hablar críticamente de la democracia liberal deberían guardar silencio también sobre el fundamentalismo religioso. Y es sobre este telón de fondo como deberíamos plantear la pregunta: ¿son los fundamentalistas musulmanes un fenómeno premoderno o moderno?
    Si se pregunta a un anticomunista ruso a qué tradición se debe culpar por los horrores del estalinismo, se pueden obtener dos respuestas opuestas. Algunos ven en el estalinismo (y en el bolchevismo en general) un capítulo de la larga historia de la modernización occidental de Rusia, una tradición que comenzó con Pedro el Grande (si no ya con Iván el Terrible), mientras que otros cargan la culpa sobre el atraso ruso a la larga tradición de despotismo oriental que predominó en el país. Así, mientras para el primer grupo los modernizadores occidentales alteraron brutalmente la vida orgánica de la Rusia tradicional, reemplazándola por el terror estatal, para el segundo grupo la tragedia de Rusia fue que la revolución socialista ocurrió en un tiempo y en un lugar equivocados, en un país atrasado sin ninguna tradición democrática. Y ¿no ocurre algo similar con el fundamentalismo musulmán que encuentra su (hasta ahora) expresión extrema en el Estado Islámico ( EI )?
    Se ha convertido en un lugar común observar que el auge del EI es el último capítulo en la larga historia del nuevo despertar anticolonial (las fronteras arbitrarias trazadas tras la Primera Guerra Mundial por las grandes potencias están siendo redibujadas), y, simultáneamente, un capítulo en la lucha contra la manera en que el capital mundial socava el poder de los Estados nacionales. Pero lo que provoca tal miedo y consternación es otra característica del régimen del EI : las declaraciones públicas de las autoridades del EI dejan claro que la principal tarea del poder estatal no es la regulación del bienestar de su población (salud, lucha contra el hambre); lo que realmente importa es la vida religiosa, la preocupación por que toda la vida pública se atenga a las leyes religiosas. Esta es la razón de que el EI permanezca más o menos indiferente ante las catástrofes colectivas en su territorio; su lema es «ocúpate de cuidar la religión y el bienestar se cuidará a sí mismo». Ahí radica la brecha que separa la idea de poder practicada por el EI y la moderna idea occidental del llamado «biopoder» que regula la vida: el califato del EI rechaza radicalmente la idea de biopoder.
    
¿Hace esto del EI una realidad simplemente premoderna, un intento desesperado de volver hacia atrás el reloj del progreso histórico? Aquí la ironía es que, aunque los fundamentalistas musulmanes sitúen habitualmente el giro equivocado de Occidente en la secularización de la sociedad plasmada en la Revolución francesa, se puede también argüir que, en cuanto a su forma de organización, «los yihadistas del EI no son medievales», están conformados por la moderna filosofía occidental. Deberíamos mirar a la Francia revolucionaria si queremos comprender el origen de la ideología y la violencia del EI : según el pensador indo-paquistaní Abul A’la Maududi, creador de la expresión contemporánea de «Estado Islámico», la Revolución francesa ofreció la promesa de un «Estado basado en un conjunto de principios» en cuanto opuesto al Estado basado en una nación o un pueblo. Para Maududi, este potencial se marchitó en Francia; su realización tendría que esperar a la aparición de un Estado Islámico. […] En la Francia revolucionaria, es el Estado el que crea a sus ciudadanos, y no se debería permitir que nada se interponga entre el ciudadano y el Estado. […] Este ciudadano universal, separado de la comunidad, la nación o la historia, está en el centro mismo de la visión que tiene Maududi de la «ciudadanía en el islam». […] Si el Estado Islámico es profundamente moderno, también lo es su violencia. Los combatientes del EI no simplemente matan; tratan de humillar, como vimos la semana pasada cuando se conducía bruscamente a unos reservistas sirios a la muerte, vestidos solamente con los calzoncillos [4] .
    Aunque exista un punto de verdad en este comentario, su tesis básica es, no obstante, profundamente problemática. No solo se acerca demasiado a la autoinculpación políticamente correcta de los occidentales, en el sentido de que «si algo horrible sucede en el Tercer Mundo debe de ser de algún modo un efecto del (neo)colonialismo…»; más importante, el paralelismo entre el EI y la Revolución francesa es puramente formal, lo mismo que el paralelismo entre el nazismo y el estalinismo como dos versiones de un mismo «totalitarismo»: una serie similar de medidas opresivas extremas oscurecen no solo un contenido social e ideológico distinto, sino también un modo de funcionamiento diferente de las medidas opresivas (por ejemplo, no hay nada similar a las purgas estalinistas en el nazismo). El punto de verdad reside en el hecho de que el motivo religioso de la total subordinación del hombre a Dios (que se encuentra, entre otros, en el islam), lejos de sostener necesariamente una visión de esclavitud y subordinación, puede también sustentar un proyecto de emancipación universal, como sucede en Milestones , de Sayyid Qutb, donde desarrolla el vínculo entre la libertad humana universal y la servidumbre humana a Dios:
    Solo en una sociedad en la que la soberanía pertenece exclusivamente a Alá y se expresa en la obediencia a la Ley Divina, y en la que todas las personas están liberadas de la servidumbre a otros, se saborea la libertad verdadera. Solo esa es una «civilización humana», porque la base de la civilización humana es la libertad completa y verdadera de toda persona y la dignidad plena de cada individuo en la comunidad. Por otra parte, en una sociedad en la que unos son señores que legislan y otros son esclavos que obedecen, no hay libertad en el sentido real, ni dignidad para el individuo. […] En una sociedad basada en el concepto, la creencia y el modo de vida que tienen su origen en Alá, la dignidad del ser humano se mantiene inviolable en el grado más alto: nadie es esclavo de otro, como sucede en las sociedades en que los conceptos, las creencias y el modo de vida se originan en fuentes humanas. En la primera, las características más nobles del hombre —espirituales e intelectuales— encuentran su expresión más plena, mientras que en una sociedad basada en el color, la raza, el nacionalismo u otros fundamentos similares, degeneran en grilletes para el pensamiento humano y en medios para suprimir los atributos y las cualidades humanas más nobles. Todos los hombres son iguales independientemente de su color, raza o nación, pero cuando se les priva de espíritu y razón, se les despoja también de su humanidad. El hombre puede cambiar sus creencias, su pensamiento y su actitud hacia la vida, pero no puede cambiar su color, ni su raza, ni puede decidir en qué lugar o nación ha de nacer. Por consiguiente, es evidente que una sociedad es civilizada solo en la medida en que las asociaciones humanas se basan en una comunidad de libre elección moral, y una sociedad es atrasada en la medida en que las bases de asociación no son de libre elección [5] .

Qutb concibe así la libertad universal (también la social y la económica) como ausencia de cualquier amo: mi servidumbre a Dios es la garantía negativa del rechazo de cualquier otro amo (terrenal, humano); o, como podríamos expresarlo de manera más audaz, el único contenido positivo de mi subordinación a Dios es mi rechazo de todos los amos terrenales. (Y, por cierto, exactamente la misma lógica actúa en la defensa de Hayek del mercado: «Hayek arguye que el mal surge de la tiranía de la dependencia personal, de la sumisión de una persona a la voluntad arbitraria de otra. De este estado de subordinación solo se puede escapar si cada miembro de la sociedad se somete voluntariamente a una norma abstracta, impersonal y universal que lo transciende absolutamente» [6] . El Dios de Qutb desempeña así una función rigurosamente análoga al mercado de Hayek, pues ambos garantizan la libertad personal). Adviértase, sin embargo, la ausencia sintomática de un término en esta serie de propiedades naturales del ser humano: uno no puede cambiar de color, de raza ni de nación, pero tampoco de género , así pues ¿por qué una sociedad libre no incluye la igualdad de hombres y mujeres? A través de esos detalles podemos discernir el abismo insuperable que separa el proyecto de Qutb del proyecto emancipatorio de igualdad occidental basado en la soberanía de las personas, sin ninguna garantía del gran Otro.
    La resistencia al capitalismo mundial no debería basarse en tradiciones premodernas, en la defensa de sus formas de vida particulares, por la simple razón de que ese retorno a las tradiciones premodernas es imposible, dado que la globalización afecta ya a la forma de resistencia que se le opone: en efecto, aquellos que se oponen a la globalización en nombre de tradiciones amenazadas por ella lo hacen en una forma que es ya moderna, hablan ya el lenguaje de la modernidad. Su contenido puede ser antiguo, pero su forma es ultramoderna. Por eso, en vez de ver en el EI un caso de resistencia extrema a la modernización, deberíamos concebirlo más bien como un caso de modernización pervertida, y situarlo en la serie de modernizaciones conservadoras que comenzaron con la restauración Meiji en Japón (la rápida modernización industrial asumió la forma ideológica de «restauración», de vuelta a la autoridad plena del emperador). La conocida foto de Baghdadi, el líder del EI , con un sofisticado reloj suizo en la muñeca es emblemática: el EI está bien organizado en cuanto a propaganda en internet, asuntos financieros, etc., aunque estas prácticas ultramodernas se usen para difundir e imponer una visión ideológico-política que es no tanto conservadora cuanto un movimiento desesperado por fijar delimitaciones jerárquicas claras, principalmente en lo que atañe a la religión, la educación y la sexualidad (estricta regulación asimétrica de la diferencia sexual, prohibición de la educación secular…).
    Sin embargo, no deberíamos olvidar que incluso esta imagen de una organización fundamentalista estrictamente disciplinada y regulada no carece de ambigüedades: ¿no está la opresión religiosa (más que) complementada por la manera en que las unidades locales militares del EI parecen funcionar? Mientras la ideología oficial del EI vapulea la permisividad occidental, la práctica diaria de las bandas del EI incluye orgías carnavalescas (violaciones en grupo, tortura y asesinato, robos a los infieles). La radicalidad insólita del EI reside en el hecho de que no enmascara su brutalidad, sino que la despliega abiertamente: decapitaciones transmitidas por los medios de comunicación, esclavitud sexual admitida y justificada, etc. Tomemos una expresión extrema de este aspecto, el movimiento nigeriano Boko Haram, cuyo nombre puede traducirse de manera aproximada y descriptiva como «la educación occidental está prohibida», específicamente la educación de las mujeres. ¿Cómo, entonces, explicar el hecho extraño de un movimiento socio-político masivo cuyo principal punto programático es la regulación jerárquica de la relación entre los dos sexos? El enigma es, pues: ¿por qué musulmanes que, sin duda, estuvieron expuestos a la explotación, la dominación y otros aspectos destructivos y humillantes del colonialismo, apuntan en su respuesta a lo que es (al menos para nosotros) la mejor parte del legado occidental, nuestro igualitarismo y las libertades personales, incluida una dosis saludable de ironía y burla de todas las autoridades? La respuesta obvia habría sido que su objetivo está bien escogido: lo que hace tan insoportable al Occidente liberal es que no solo practica la explotación y la dominación violenta, sino que, añadiendo el insulto al agravio, presenta esta realidad brutal con la apariencia de lo contrario, de libertad, igualdad y democracia.
    Es con este panorama como fondo como se debería abordar el tema sensible de las múltiples formas de vida. Mientras en las sociedades occidentales liberales y seculares el poder del Estado protege la libertad pública e interviene en el espacio privado (cuando sospecha que existe maltrato infantil, etc.), esas «intromisiones en el espacio doméstico, violaciones del dominio “privado”, son rechazadas en la ley islámica, aunque la conformidad en la conducta “pública” pueda ser mucho más estricta» (37 [7] ): «para la comunidad, lo que importa es la práctica social del sujeto musulmán —incluida la pública expresión verbal—, pero no sus pensamientos internos, cualesquiera que puedan ser estos» (40). Aunque, como dice el Corán, «así pues, el que quiera creer, que crea; y el que quiera negarse a creer, que no crea» (18, 29), este «derecho a pensar lo que uno quiera no incluye, sin embargo, el derecho a expresar públicamente las creencias religiosas o morales propias con la intención de convertir a las personas a un compromiso falso» (40). Esta es la razón de que, para los musulmanes, « sea imposible permanecer en silencio cuando se enfrentan a la blasfemia »: su reacción es tan apasionada porque, para ellos, «la blasfemia no es ni “libertad de expresión” ni el reto de una verdad nueva, sino algo que trata de perturbar una relación viva» (46). Desde el punto de vista liberal occidental existe, por supuesto, un problema con los dos términos de este ni/ni, pues ¿qué pasa si la libertad de expresión incluye actos que puedan perturbar una relación viva? ¿Y qué pasa si una «verdad nueva» puede tener también el mismo efecto perturbador? ¿No tiende el universo científico a perturbar una «relación viva» tradicional? ¿Y qué pasa si una nueva conciencia ética hace que la relación viva existente parezca injusta?
    Si, para los musulmanes, no solo es « imposible permanecer en silencio cuando se enfrentan a la blasfemia », sino también imposible permanecer inactivos, sin hacer nada —y esta presión por hacer algo puede incluir actos violentos y asesinos—, entonces lo primero que hay que hacer es, efectivamente, situar esta actitud en su contexto contemporáneo. ¿No se plantea exactamente lo mismo en el movimiento cristiano antiabortista? También para ellos es «imposible permanecer en silencio» ante los cientos de miles de fetos asesinados cada año, una matanza que comparan con el Holocausto. Es aquí donde empieza la verdadera tolerancia —la tolerancia de lo que experimentamos como «imposible de soportar ( l’impossible-à-supporter )» (Lacan), y en este nivel la corrección política de la izquierda liberal se acerca al fundamentalismo religioso con su propia lista de « imposible permanecer en silencio cuando nos enfrentamos a… »: nuestras propias blasfemias de (lo que es percibido como) sexismo, racismo y otras formas de intolerancia. Por ejemplo, ¿qué sucedería si algún periódico se burlara abiertamente del Holocausto? Es fácil burlarse de las regulaciones musulmanas de los detalles de la vida cotidiana (característica que el islam comparte con el judaísmo, dicho sea de paso), pero ¿qué pasa con la lista políticamente correcta de formas de seducción que pueden ser interpretadas como acoso verbal, de chistes que son considerados racistas o sexistas, o incluso los casos de «especismo» (si uno se burla desconsideradamente de otras especies animales)? Lo que se debería subrayar a este respecto es la contradicción intrínseca de la postura de la izquierda liberal: la postura libertaria de ironía y burla universal, que se ríe de todas las autoridades, espirituales y políticas (la postura encarnada por Charlie Hebdo ), tiende a desplazarse hacia su opuesto, una sensibilidad intensificada por el dolor y la humillación del otro.
    El problema aquí es que la obvia solución de tolerancia (el respeto mutuo a las sensibilidades ajenas), de forma no menos obvia, no funciona: si a los musulmanes les resulta «imposible soportar» nuestras imágenes blasfemas y nuestro humor irrespetuoso (que nosotros consideramos parte de nuestra libertad), a los liberales occidentales también les resulta «imposible soportar» muchas prácticas (la subordinación de las mujeres, etc.) que son parte de la «relación viva» musulmana. En resumen, las cosas explotan cuando los miembros de una comunidad religiosa experimentan como una ofensa blasfema y un peligro para su forma de vida no ya el ataque directo contra su religión, sino la misma forma de vida de otra comunidad , como pusieron de manifiesto los ataques contra gays y lesbianas en Holanda, Alemania y Dinamarca, o como sucede con aquellos franceses y francesas que ven en una mujer cubierta con un burka un ataque a su identidad nacional, razón por la cual también les resulta imposible permanecer en silencio cuando se encuentran directamente con una mujer vestida de este modo. Los orígenes del liberalismo no deben buscarse en ningún individualismo exacerbado; originalmente, fue más bien una respuesta al problema de qué hacer en una situación así , cuando dos grupos étnicos o religiosos que viven próximos entre sí tienen formas de vida incompatibles.
    En cuanto a la relación entre libertad privada y libertad pública, es cierto que, para el Occidente democrático, la libertad es social: es irrelevante si se entiende solo como convicción interior, debe ser socializada, debe incluir el derecho no solo a exponer públicamente la postura propia para convencer («seducir») a otros, sino también a actuar socialmente sobre ellos. Esto, sin embargo, no significa que, con respecto a la libertad y las convicciones privadas, el liberalismo occidental abogue por explorar en la esfera privada a fin de establecer una especie de control totalitario del pensamiento. El problema para el liberalismo democrático es aquí el problema de la seducción: ¿cómo puedo ser realmente libre, y pensar que estoy actuando libremente, si estoy siendo eficazmente seducido por las imágenes y la retórica? Cuando Asad trata el tema de la seducción, vuelve a contrastar el Islam y el Occidente liberal: Occidente condena la violación (violencia externa) y no solo tolera, sino que incluso celebra la seducción, mientras que en el Islam la seducción está peor considerada:
    En la sociedad liberal, la violación, el sometimiento del cuerpo de una persona contra su deseo con el propósito de obtener placer sexual es un delito grave, mientras que la seducción —la mera manipulación del deseo de otra persona— no lo es. Lo primero es una violencia; lo segundo, no. […] En las sociedades liberales, la seducción no solo se permite, sino que se valora positivamente como signo de libertad individual (31).
    Asad continúa esta descripción con otras dos observaciones (implícitamente críticas): primero, en el «juego de la seducción» no hay un corte nítido entre coerción y seducción, puesto que existe una zona amplia entre esos dos extremos; segundo, la seducción en las sociedades liberales es un constituyente clave de la mercantilización:
    El individuo, como consumidor y como votante, es sometido a una variedad de alicientes tentadores mediante apelaciones a la codicia, la envidia, la venganza, etc. Lo que en otras circunstancias puede ser identificado y condenado como deficiencia moral es aquí esencial para el funcionamiento de un tipo particular de economía y de política (31).
    La seducción es un modo de manipulación, puesto que la persona seducida pierde su autonomía:
    Seducir es incitar a alguien a que abra lo más interior de sí mismo a imágenes, sonidos y palabras ofrecidas por el seductor para llevar al seducido —ya sea de forma cómplice o inconsciente— al objetivo inicialmente concebido por el primero (32).
    Esta «tolerancia» liberal de la seducción (que subvierte de facto al sujeto libre y autónomo de los liberales, convirtiéndolo en víctima pasiva de estímulos externos, de modo tal que la libertad liberal se convierte en realidad en libertad de ser seducido y manipulado por otros) es luego contrastada con la teología islámica, en la que la «seducción es un asunto que suscita una gran preocupación, y no meramente en el aspecto sexual»:
    La seducción en todas sus formas es necesariamente peligrosa no solo para el individuo (porque indica una pérdida de control de sí mismo) sino también para el orden social (porque puede conducir a la violencia y la discordia civil).
    La excepción es, en este punto, la economía occidental liberal de mercado, en la que el mismo funcionamiento normal y la propia estabilidad del sistema se sustentan en complejos juegos mercantiles y seducciones políticas. La conclusión inevitable es que el sistema liberal es intrínsecamente perverso y corrupto, puesto que tiene que basarse para su funcionamiento normal en los mismos vicios que públicamente deplora.
    Lo primero que hay que señalar aquí es que la seducción mediante el cebo de las mercancías y la manipulación política seductora son un tema común de la crítica racionalista secular ilustrada. La diferencia con el Islam es que un racionalista occidental secular habría añadido a la lista la seducción religiosa : ¿no son también técnicas de seducción las «prácticas encarnadas» que «proporcionan el sustrato a través del cual se llega a asumir una disposición ferviente y devota»? ¿No es también la «acción de habitar el modelo» donde «uno está unido a la figura autoral a través de un sentimiento de intimidad y deseo» el resultado de un proceso de seducción? ¿No es la fascinación mimética, implícita en la conducta de emulación del Profeta, un proceso de seducción? Independientemente de las diferencias en cuanto al contenido, ¿no es el procedimiento formal estrictamente homólogo?
    En última instancia, se puede argumentar que la seducción es peor que la violación: cuando, a diferencia de sucumbir a la seducción sexual, una mujer es violada, su alma presuntamente no es mancillada, permanece incorrupta. Hay, sin embargo, muchos presupuestos ocultos que están operando aquí. Está no solo la cuestión de las consecuencias psíquicas de una violación brutal, o de la violencia de la seducción (que manipula brutalmente a la víctima), sino también la cuestión del posible poder seductor del despliegue mismo de la violencia. Además, ¿por qué debería ser la seducción reducida a priori a un proceso en el que el seductor manipula a la víctima contra su voluntad? ¿Qué ocurre si la víctima no es tal víctima, sino que desea ser seducida, proponiendo incluso insinuaciones en ese sentido? ¿Quién, en esa situación, seduce realmente a quién? Recordemos la ridícula prohibición de los talibanes de que las mujeres lleven tacones de metal, como si el sonido tintineante de sus tacones, aunque fueran enteramente cubiertas de tela, fuera suficiente para provocar a los hombres… La necesidad de mantener veladas a las mujeres implica un universo extremadamente sexualizado en el que el simple encuentro con una mujer es una provocación que ningún hombre es capaz de resistir. La represión tiene que ser tan fuerte porque el sexo mismo es muy fuerte. ¿Qué sociedad es esta en la que el sonido metálico de unos tacones puede hacer que los hombres exploten de lujuria? No es de extrañar que, en el curso del análisis del famoso sueño de «Signorelli» en su Psicopatología de la vida cotidiana , Freud informe de que fue un viejo musulmán de Bosnia-Herzegovina quien le comunicó la «sabiduría» del sexo como lo único que hace la vida digna de ser vivida: «Una vez que el hombre no es ya capaz de tener relaciones sexuales, lo único que le queda es morir».
    La postura laxa hacia la violación en los países musulmanes parece así basada en la premisa de que el hombre que viola a una mujer ha sido secretamente seducido (provocado) por ella. Esta lectura de la violación masculina como resultado de la provocación de la mujer se puede encontrar con frecuencia en los medios de comunicación. En el otoño del 2006, Sheik Taj Din al-Hilali, el clérigo musulmán más importante de Australia, provocó un escándalo cuando, después de que unos musulmanes hubieran sido encarcelados por una violación en grupo, afirmó: «Si coges un trozo de carne y lo colocas visiblemente fuera, en la calle […] y los gatos vienen a comérsela […] ¿de quién es la culpa, de los gatos o de quien ha dejado la carne a la vista? La carne visible es el problema». La naturaleza explosivamente escandalosa de esta comparación entre una mujer que no está velada y la carne cruda, visible, distrajo la atención de otra premisa, mucho más sorprendente, subyacente en el argumento de al-Hilali: si se considera que las mujeres son responsables de la conducta sexual de los hombres, ¿no implica esto que los hombres están totalmente indefensos cuando se enfrentan con lo que ellos perciben como una provocación sexual, que son simplemente
incapaces de resistirla, que están totalmente esclavizados por su apetito sexual, exactamente igual que el gato cuando ve el trozo de carne? En contraste con esta suposición de la completa falta de responsabilidad masculina por su conducta sexual, el énfasis en el erotismo público femenino en Occidente cuenta con la premisa de que los hombres sí son capaces de control sexual, de que no son esclavos ciegos de sus instintos sexuales. Esta responsabilidad total de la mujer ante el acto sexual es confirmada por las extrañas regulaciones legales de Irán, donde, el 3 de enero del 2006, una muchacha de 19 años fue condenada a muerte por ahorcamiento tras admitir haber apuñalado hasta la muerte a uno de los tres hombres que intentaron violarla. Aquí está el callejón sin salida, porque ¿cuál habría sido el resultado si ella no hubiera decidido defenderse? Si hubiera permitido que los hombres la violaran, habría sido sometida a cien latigazos según dictan las leyes iraníes sobre la castidad; si hubiera estado casada en el momento de la violación, probablemente habría sido considerada culpable de adulterio y condenada a muerte por lapidación. Así que, suceda lo que suceda, la responsabilidad es plenamente suya . ¿Qué es, pues, lo que debería haber hecho? La respuesta es simple y clara: quedarse en casa , no salir sola.
    La diferencia de la que estamos tratando no es solo una diferencia entre estilos de vida comunitarios, sino otra más radical, respecto a cómo nos relacionamos con nuestro propio estilo de vida: ¿estamos sustancialmente identificados con él o lo percibimos como algo contingente? Esto es lo que hace que la cuestión de la educación universal obligatoria sea un tema tan candente. Los liberales insisten en que los niños deberían tener derecho a seguir formando parte de su comunidad particular, pero a condición de que se les dé la posibilidad de elección; es decir, los niños de los amish, por ejemplo, deberían tener realmente la posibilidad de escoger libremente el modo de vida, el de sus padres o el «inglés». Ahora bien, para eso tendrían que ser adecuadamente informados de todas las opciones, educados en ellas; y la única manera de hacer esto sería arrancándolos de su arraigo en la comunidad amish, es decir, volviéndolos de hecho «ingleses». Esto demuestra también claramente las limitaciones de la generalizada actitud liberal hacia las mujeres musulmanas que llevan velo: pueden hacerlo si es una elección libre por su parte y no una opción impuesta por su esposo o su familia. Sin embargo, cuando las mujeres llevan el velo como resultado de su libre elección individual, el significado de llevarlo cambia por completo: ya no es un signo de su pertenencia directa y sustancial a la comunidad musulmana, sino expresión de su individualidad idiosincrásica, de su búsqueda espiritual y de su protesta contra la vulgaridad del actual comercio sexual, o un gesto político de protesta contra Occidente. Una elección es siempre una meta-elección, una elección de la modalidad de la propia elección: una cosa es llevar velo a causa de la inmersión inmediata en una tradición sustancial; otra, negarse a llevar velo; y otra, llevar velo no debido a una pertenencia sustancial, sino como acto de elección ético-político. Esta es la razón de que en nuestras sociedades seculares de libre elección, las personas que mantienen una pertenencia religiosa sustancial se encuentren en una posición subordinada: aunque se les permita mantener su creencia, esta es «tolerada» solo como opción u opinión idiosincrásica personal; en el momento en que la presenten públicamente como lo que realmente es para ellas (un asunto de pertenencia sustancial), son acusadas de «fundamentalismo». Esto significa que el «sujeto de libre elección» (en el «tolerante» sentido occidental multicultural) solo puede emerger como resultado de un proceso extremadamente violento por el cual es arrancado de su particular mundo vital, separándolo de sus raíces propias.
    La ley secular occidental no solo promueve un contenido de las leyes que los sujetos están obligados a obedecer que es diferente del promovido por los sistemas legales religiosos, también se basa en un modo formal diferente de relacionarse los sujetos con las normas legales. Esto es lo que no tiene en cuenta la reducción de la separación entre el universalismo liberal y las identidades étnicas sustanciales particulares a una mera distinción entre dos particularidades («el universalismo liberal es una ilusión, una máscara que oculta su propia particularidad, particularidad que impone a los otros como universal»): el universalismo de la sociedad liberal occidental no reside en el hecho de que sus valores (derechos humanos, etc.) sean universales en el sentido de que valgan para todas las culturas, sino en un sentido mucho más radical: en ella, los individuos se refieren a sí mismos como «universales», participan directamente de la dimensión universal, pasando por encima de su posición social particular. El problema con las leyes particulares para grupos étnicos o religiosos particulares es que no todas las personas se experimentan como pertenecientes a una comunidad étnica o religiosa particular; por eso, aparte de personas pertenecientes a grupos, debería haber individuos «universales» que solo respondan a la ley del Estado. Aparte de manzanas, peras y uvas, debería haber un lugar para las frutas como tales.
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