EXISTEN recuerdos de niñez fuertemente asociados al placer y al dolor. El placer y el dolor son como los dos polos opuestos que ha colocado la evolución para que, por un lado, nos movamos hacia delante y, por otro, hacia atrás. Por el placer, y es un ejemplo, tenemos relaciones sexuales, nos reproducimos y de esta manera una generación da paso a otra. El dolor hace que sobrevivamos evitando males que, en caso contrario, nos destruirían. Si no me doliera la mano al acercarla al fuego, me quedaría sin mano y quién sabe si chamuscado del todo. Mis recuerdos infantiles asociados al placer parecen, a la altura de la edad adulta, trivialmente pueriles, como es obvio. Una chocolatina o un pastel te hacían feliz. Nada digamos de un cuento bien contado, en donde la imaginación volaba de tal forma que el tiempo se estancaba. Uno de mis juegos favoritos, las batallas con soldados de plomo, me producía una felicidad extraordinaria. Retenía en mi mente a cada soldado y le impedía, ingenuamente, que pasara el tiempo para que no envejeciera. Y cuando en aquellos sermones y catequesis en la iglesia, que hoy ruborizan, nos hablaban del cielo, no podía por menos que imaginármelo de chocolate. Una visita inesperada que rompiera la monotonía habitual, la moneda de algún familiar para alquilar una bicicleta o cosas semejantes, causaban contento, satisfacción, felicidad. Es importante tener presentes las impresiones que se marcan en nuestra infancia y cómo las vamos asociando con determinadas palabras. El filósofo Wittgenstein insistía en lo decisivo que es el periodo en el que aprendemos a utilizar las palabras para saber, después, cómo las asociamos con un significado concreto. La infancia, lugar o no de felicidad, sí es el lugar en que ésta se fragua y en donde, de forma imperceptible, se van estableciendo las huellas por las que más tarde caminará lo que entendemos por felicidad. Tanto es esto así que cuando quiero imaginar a personas totalmente felices las encuentro en ciertos clérigos que, seguros de su salvación y en una superación del estoicismo que asusta, se sentían salvados, tocando la gloria, hijos de un Dios que los había escogido con tanta predilección que si no daban saltos para llegar al trono divino era porque sabían que muy pronto serían elevados a él; y sentados —eso suponían— junto a su esplendor. A tales clérigos, en su golosa aceptación de una verdad, para ellos, revelada, no los veo muy alejados de lo que yo sentía en mi niñez; con la diferencia de que ellos, al menos contemplados desde fuera, habían sacrificado toda su vida. El niño sacrifica mucho menos.
Hemos utilizado con profusión el término «felicidad» y éste, en cuanto se hurga en él, nos crea no pocos quebraderos de cabeza. Tal vez el uso constante de la palabra contribuya a que su significado sea tan poco recortado y sirva para designar a personas, situaciones y cosas más diversas. Hablamos de individuos felices, de momentos felices, de películas con final feliz o de parejas que resplandecen por su felicidad. Si elimináramos la palabra «felicidad» del lenguaje sería semejante a prescindir de otras tan esenciales como «gradas» o «perdón». Para colmo, «felicidad» es un concepto heredado de los griegos y, más concretamente, de Aristóteles. Lo que él quiso decir no es lo mismo que queremos decir nosotros cuando hablamos de felicidad. Hay algo, sin embargo, que es común y que recorre todo lo que Aristóteles y otros filósofos, adscritos a las escuelas más dispares, han intentado manifestar al referirse a ella. Y es que se trata del motivo supremo de nuestras acciones y, si la vida es el conjunto de todas las acciones, del motivo supremo de la vida. Todo lo que hacemos, en el fondo, llevaría la marca de la felicidad. Pero si esto es así, podemos dejar de lado la palabra y centramos en otra más a mano, que no traiciona la anterior y que todo el mundo entiende: bienestar. Ser feliz es estar bien y punto, al margen de disputas académicas. Entre otras, y también para dejarlas de lado, las de algunos filósofos políticos que cuando utilizan la palabra «bienestar» la están circunscribiendo a una escuela de pensamiento de tono utilitarista. Repitamos que no nos interesan tales disputas, reducidas al campo específico de un fragmento de la filosofía. Lo que nos importa es ponemos de acuerdo con todos, letrados o iletrados. Y a todos nos va de nuestras vidas, en el sentido de que queremos estar bien. Es, observaba el antes citado Wittgenstein,como un mandato que nos empuja desde la espalda, como una inscripción en la frente, podríamos añadir, y que recuerda las palabras, éstas menos felices, escritas en esa figura un tanto siniestra de la literatura rabínica que es el Golem. Siendo esto así, nada tiene de extraño que nadie, por esfuerzos ímprobos que haya hecho, haya conseguido definir con convicción lo que es la felicidad o bienestar. Habrá acumulado un catálogo de definiciones o habrá arriesgado una que él considera superior a todas las restantes. Una buena definición, sin embargo, es más exigente y no permite descripciones tan dispares del fenómeno. Así, para Goethe, por ejemplo, la felicidad era cosa de plebeyos, mientras que, en el caso de Agustín de Hipona, la felicidad sólo podía encontrarse en Dios. Utilizaran como utilizaran uno y otro el término mágico o manido de felicidad, podemos estar seguros de que a ambos les importaba el bienestar. Pero las dificultades en la definición no provienen de las arbitrariedades de quienes tratan de captarla ni de las fantasías que acompañan a este inasible concepto. La cuestión estriba, más bien, en que la felicidad o bienestar es algo complejo y más irreductible que la línea a sus puntos. Veámoslo con mayor detenimiento. Por un lado, el bienestar tiene algo de objetivo y algo, no menos, de subjetivo o personal. Uno de los componentes del bienestar es, sin duda, la salud. Y la salud, en buena parte, es algo objetivo. Podemos medir la tensión o el colesterol, y podemos detectar un tumor maligno o benigno, fruto de una mutación génica. O podemos saber cuánto dinero tiene Mauricio en su cuenta corriente o los números rojos de Mauricia, siendo, obviamente, la moneda un medio para cubrir las necesidades primarias y no primarias que nos posibilitan estar bien. Es mucho más difícil, por no decir imposible, saber hasta dónde llega la satisfacción o alegría de las personas. Es verdad que existen rasgos que se manifiestan externamente como la risa, la sonrisa, los gestos de agrado o la manera de moverse, y que reflejan un muy especial estado de ánimo. Aun así, y al margen de que se pueda disimular, la satisfacción individual varía tanto de persona a persona y se sitúa en esa zona tan íntima e inescrutable que no hay modo de asignarle una medida, como sucede en el caso de la salud o de los bienes materiales. Un par de palabras más respecto a lo inescrutable de la interioridad humana, así como de su importancia en relación a la felicidad o bienestar. Hay un aforismo de Wittgenstein en el que afirma con contundencia que el mundo de los felices es distinto del mundo de los infelices. La frase no deja de ser enigmática y únicamente se entiende dentro del contexto de todo su filosofar. Como a nosotros nos importa más el bienestar que su filosofía, podemos, sin embargo, interpretarle en el sentido de que cada uno es un mundo. Y lo que es más decisivo, luego volveremos sobre ello, la actitud última de una persona determina su instalación en este planeta, la manera de orientarse en él, la postura final respecto al sentido que dé a su existencia. La débil frontera, en fin, que divide lo que se vive dentro de nuestro corazón y los datos objetivos a la vista de todos es una de las dificultades que se interponen a la hora de hacemos con el concepto de bienestar.
Otro de los obstáculos para diseccionar qué es estar bien lo encontramos en la curiosa y paradójica actitud que tomamos cuando se nos pregunta por la felicidad. En ocasiones respondemos que la felicidad es un instante en el que parece concentrarse toda la existencia y que, por tanto, su momento es tan inefable que solo podría expresarse con un privilegiado gesto o con un significativo silencio. En otras ocasiones sucede lo contrario. La felicidad o estar bien se lograrían en una sucesión de actos, en una vida entera; más aún, fuera de esta ramplona y efímera vida. La visión de la felicidad o bienestar como algo puntual se pone de manifiesto en estas palabras, como tantas otras apócrifas, atribuidas a Oscar Wilde: «Si la vida se contara por los momentos felices, duraría unos breves minutos». En el otro extremo, se sitúan los que creen que para hablar de felicidad no sólo basta el conjunto de todas las actividades que realizamos durante el espacio de tiempo que nos toca vivir en este mundo, sino que necesitamos una supervivencia que nos colme; y únicamente de esta forma podríamos hablar con propiedad de felicidad o bienestar. Los primeros, los de la felicidad puntual o instantánea, se encuadrarían en lo que el atípico filosofe Kierkegaard llamó «estadio estético» y que consistiría en una búsqueda enloquecida de los placeres a nuestro alcance. En un sentido más clásico, es el famoso carpe diem y que recoge la castiza expresión «aquí te pillo, aquí te mato». No hablemos, parecen decir, de grandes conceptos de felicidad, sino que tenemos que resumirla en el gozo inmediato, en lo que la fortuna o la habilidad nos deparan en cada momento. Eso y no otra cosa sería la felicidad. En la otra orilla o extremo opuesto se colocan los que, como caballos percherones, poco a poco, zancada a zancada, esperan un final pleno, lleno de venturas, que haría palidecer todas las decepciones y frustraciones del viaje temporal de nuestra existencia. Si, según la muy hispana santa Teresa, la vida es una mala noche en una mala posada, la felicidad, para estos perseverantes en la búsqueda de una meta maravillosa, vendría después de la muerte. Es ahí en donde se insertan las religiones de todo cuño. Como es este un tema por sí mismo y que más adelante veremos, lo dejamos por ahora solamente señalado. Una vez más, la felicidad se parte, se escinde, se escapa como el agua en una cesta en cuanto queremos comprenderla, rodearla y pedirle una palabra que consuele nuestro intento por conocer su siempre atractiva esencia.
Existe, en tercer lugar, otra característica que hace de la felicidad una idea llena de aristas. Porque, además de lo que venimos diciendo, la felicidad, con su consiguiente bienestar, se presenta, para algunos, como un don, mientras que, para otros, es una conquista, un bien que exige esfuerzo. No es extraño oír a muchas personas, ilustradas o menos ilustradas, que es la suerte la que decide, como en una ruleta, quién es o quién no es feliz. Esta postura está emparentada, aunque no es la misma, con la que defendió el padre de la filosofía moral antes citado, Aristóteles. Para el maestro griego, la virtud, entendida como armonía de nuestras facultades, era el vehículo hada la felicidad. Reconocía, sin embargo, que sin bienes externos y sin suerte, por muy virtuoso que fuera uno, la felicidad se desvanecía. Llega a escribir, con el aire elitista que le caracterizaba, que una persona muy fea difícilmente podría obtener la felicidad. Esta opinión no deja de tener fuerza. Porque, efectivamente, venimos a este mundo marcados por la suerte. Son otros, más sanos o más enfermos, más inteligentes o más tontos, los que deciden, la mayor parte de las veces, de modo mecánico traernos a este mundo. Y ya en él, cualquier pequeña piedra en el camino altera toda nuestra vida. El filósofo Dilthey otorgaba, de entre el peso de todos los factores que intervienen en el logro de nuestros objetivos, un tercio a la suerte. Quizás se quedó corto. Pero eso no obsta para que otros, por el contrario, insistan machaconamente en que somos nosotros los que edificamos nuestro bienestar. La frase, atribuida a Heráclito y según la cual es el carácter el que determina nuestro destino,
sería su santo y seña. La felicidad o bienestar, por lo tanto, exigirían un entrenamiento y, sobre todo, un carácter o una personalidad que canalizan, a voluntad, la conducta de alguien para alcanzar los objetivos que se ha propuesto y que considera buenos para él. No hay recompensa sin mérito, sería el eslogan apropiado de esta visión del bienestar. La rata es capaz de romperse la cabeza en el laberinto hasta lograr el alimento. El pavo real despliega todo su plumaje y pierde el tiempo que requiere el cortejo para hacerse con la hembra. Y el hombre o la mujer gastarían todas las horas necesarias, recurrirían a las artimañas más insólitas hasta que su deseo haya sido satisfecho.
Así se sienten a gusto. Y la persona cultivada delibera sobre los medios adecuados al fin, o bien apetecidos, y no se ahorra todo el esfuerzo que considere oportuno. La visión de un atleta de éxito, contemplado desde fuera, es la de un ser sonriente al que parece que adoran los dioses y le regalan sus triunfos. Visto desde dentro, suele ser una persona autorregulada, sometida a ejercicios físicos extenuantes que en ocasiones llegan a frustrar aquello en lo que tanto empeño había puesto; e incluso a frustrar su vida entera. En cualquier caso y para esta postura, en el esfuerzo radicaría la felicidad.
Hasta el momento hemos expuesto algunas de las causas de por qué se nos escapa la definición de felicidad y cómo, en consecuencia, se nos ofrecen tantas, más o menos bellas, pero siempre expuestas a que dejen en el tintero aspectos que a otros les parecerían esenciales. Era esta una de las razones por las que Kant creía que no se podía comenzar a hablar de moral centrándose en la felicidad. Al margen de toda su doctrina, tan genial como presa de una rigidez que la hace bastante inútil, sí habría que rescatar su idea de que la felicidad es algo sumamente individual, asociado a las sensaciones de cada persona y, por lo tanto, bien difícil de universalizar. Hasta aquí, de acuerdo. Sólo habría que añadir que eso sucede porque se trata de un objeto complejo y que no está de más desmontarlo en las piezas que lo componen. Es lo que hemos insinuado en las líneas precedentes. Por supuesto que se podrían haber incorporado otras notas que redondearan la razón de la dificultad de meter el bisturí en un concepto tan denso. Pero lo dicho no obsta, sino que es más bien una preparación para que podamos ahora, desembarazados de aproximaciones simples o acríticas, entrar en ciertas características del bienestar humano que, en modo alguno, creemos que son accidentales. Todo lo contrario. Pensamos que son necesarias para, después, rechazar las falsas promesas de felicidad y acercamos, en lo posible, a una vida buena al alcance de los seres humanos.
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