martes, 7 de abril de 2020

EL BIENESTAR HUMANO Y SUS LÍMITES. LA TRIVIALIZACIÓN DE LA FELICIDAD Javier Sádaba




Javier Sádaba: "La vida no tiene sentido pero hay que vivir como si mereciera la pena vivir"
"España suspendería, y mucho, en ética y en estética porque es un país muy maleducado y una sociedad muy injusta, que es la prueba por excelencia de la moral"

"Si yo tuviera que sintetizar esa vida buena, se compondría de dos partes: una, hacer lo que uno cree que tiene que hacer, es decir, cumplir aquellas normas justas porque, de esa manera, eres uno más entre otros y te haces eco de ellos, consigues una vida justa y eso es algo que te gratifica. Y, por otro lado, los placeres, mediatos o inmediatos: no negarse a ningún placer, salvo que en último término sea de un hedonismo tal que vaya a acabar con todo."



    UNA primera distinción, fundamental para hacemos con un concepto de bienestar que pueda satisfacer a la mayor parte de la gente, consiste en diferenciar entre la sensata idea de que el bienestar es limitado y la insensata idea de que los humanos podemos aspirar a una felicidad sin fisuras, eterna, superior a la de los héroes griegos e igual a la de los ángeles. Ahora bien, por mucho que nos dejemos llevar por nuestros deseos de infinito, nuestra existencia es lo que aquellos raros clérigos, llamados escolásticos, denominaban «contingente». La vida humana está llena de deficiencias. Nadie se fibra de ellas, ni siquiera la persona que podría considerarse más afortunada. Nuestros deseos pocas veces se cumplen, otros son imposibles porque o bien chocan entre sí o no están a nuestro alcance. Es imposible ser novio de Kim Bassinger y, al mismo tiempo, fidelísimo de la esposa elegida. Es imposible vivir simultáneamente en Madrid y en Roma. Y, lo que es peor, no está en nuestras manos evitar la traición de un amigo, la aparición de una terrible enfermedad, la superación del hastío que va unido a la cíclica vida cotidiana o las emociones de fondo, como el aburrimiento; o tantas decepciones, frustraciones, percances o males que, de una u otra manera, nos rodean o sencillamente nos atrapan. A tales límites podríamos llamarlos internos y configuran el dolor o el sufrimiento que son consustanciales con el ser humano. Pero existe otro límite más decisivo. Se trata de la cesación total o muerte. La muerte, se produzca como se produzca y a la edad que sobrevenga, es la ruptura de todas las relaciones, la destrucción de cualquier proyecto, la anulación completa de una existencia. En este sentido, constituye el límite de límites y lo que quitaría todo su sentido a la vida. Porque esta, por muy agraciada que hubiera sido, queda reducida a la nada. Un placer recordado continúa siendo un placer. Una vida aniquilada es la pura nada, no permite ni la belleza del recuerdo ni la técnica de la movióla. No permite nada.

    Se suelen hacer dos observaciones con aire de objeción a lo que acabamos de afirmar. Por un lado, y más adelante tocaremos de nuevo el tema, en culturas diferentes a la nuestra, como es la oriental, la vida y la muerte son procesos circulares y no un segmento que se corta o trunca, como sucede en la concepción lineal de nuestra cultura occidental. Y, por otro, que la muerte en modo alguno es un mal. En primer lugar, porque la no existencia anterior a nuestro nacimiento no se puede tachar de mal alguno, luego tampoco la posterior. Y, en segundo lugar, que la muerte, en cuanto muerte, nada es y, en consecuencia, está de sobra hablar de bienes o de males con relación a ella. Los bienes o males únicamente se atribuirían a lo que existe. Respecto a la primera objeción, nada trivial por mucho que rezume de primitivismo, deberíamos responder que sin duda nos referiremos a nuestros hábitos culturales, por más que luego nos apoyemos en algunas formas de sabiduría oriental para poder ser, si no más felices, sí lo menos infelices posible. Pero es que, además, la circularidad entre vida y muerte, mal que le pesara a Sócrates, es un mito inventado en Oriente para resolver el problema de la retribución humana y que ellos llaman kharma. Dicho de otra manera, dado que el perverso parece no pagar sus culpas en este mundo y el honesto puede, como Job, cargar sobre sus hombros todas las desgracias, se sacaron de la manga una reencarnación que posibilitara la redención de las penas a base de renacer en seres inferiores. Los mitos pueden ser más o menos brillantes e ingeniosos; aunque de ahí a la verdad va un trecho excesivamente largo como para tomarles en serio. Son los hechos los que mandan. Y estos lo que nos dictan es que los seres pluricelulares morimos y nos convertimos en polvo. O, bien, por necrosis o por apoptosis, o actuación autodestructiva de los genes, desaparecemos. Únicamente si el alma existiera y fuera inmortal, una parte de nuestro ser se mantendría fuera del tiempo. Más adelante diremos cómo se trata de un imposible. Y si se recurre a la resurrección, a la que también más adelante dedicaremos unas palabras, nos parece tan improbable como que un buen Dios creara un ser idéntico a Javier en la otra vida. Lo de que exista un buen Dios está por probar. Y que me rehiciera para toda la eternidad supera mi imaginación, mi inteligencia e, incluso, mis deseos. Respecto a la otra objeción y que indica que si estamos entre dos nadas, nada nos debe importar la futura si tampoco nos preocupamos por la primera, la respuesta es que se trata de una clamorosa falacia. Yo no me acordaría con tristeza de Elena si no la hubiera conocido, pero una vez que la he conocido y me he enamorado de ella, si me abandona por mi mejor amigo me tiraré de los pelos como un poseso. Finalmente, quienes nos señalan que la muerte, en cuanto tal, no puede ser ni un bien ni un mal, puesto que tales características sólo se atribuyen a lo que existe, habría que recordarles que la muerte se nos presenta como un mal en la vida. En otros términos, la angustia, la ansiedad y hasta la desesperación que provocan la muerte ajena y, sobre todo, la propia son un acontecimiento de nuestra vida. Es a eso a lo que nos referimos y no a una inane nada. De ahí que no tengamos miedo a la muerte en general, sino al morir inmediato, a esta o a aquella muerte. Claro que siempre saldrá alguien levantando el dedo y ridiculizándonos porque conoce a personas, o se presente él con tales credenciales, que en modo alguno temen a la muerte. Y ejemplos ilustres hay que han dejado testimonios en sus escritos o en su vida de que, efectivamente, estuvieron en este mundo de prestado y se marcharon tan tranquilos como los que devuelven un paraguas después de una copiosa lluvia. ¿Qué decir a esto? Que o bien son casos patológicos o excepcionales, o que abusan del lenguaje o que engañan. Es difícil creer que en ningún momento de su vida alguien, en su sano juicio, no se haya enfrentado a la muerte considerándola una extraña o una ladrona. La historia de la humanidad y todos los colosales monumentos que ha erigido serían incomprensibles sin el miedo a la muerte. La consecuencia, en suma, que hemos de sacar es que la felicidad de los humanos no equivale a la de los «supermanes», demiurgos o dioses. Pertenece a unos seres celulares, con un tercio de bacterias en su organismo y que desaparecen en cuanto se cierra la curva de su vida. Una vida en la que raro es que no se nos obsequie con los achaques más diversos. La felicidad humana, por tanto, y la más alta que podamos pensar, es limitada; limitada por ser humana. Los que la toman como un absoluto o no piensan lo que dicen o hacen un mal uso del lenguaje o esperan aquel fin supremo que corona en las grandes religiones las penurias de la existencia terrena.Es ésta una característica esencial y a no olvidar de la felicidad o bienestar humanos, que siempre serán relativos. En un paso más, y refiriéndonos ya a la búsqueda de contenidos que nos hagan más felices, debemos hacer una distinción que nos ayude a entender cómo lograr ese bienestar que, como indicamos, todos, hasta el suicida, anhelamos. En un sentido, por tanto, positivo, podríamos afirmar que los gozos accesibles en la vida se sitúan a dos niveles distintos y que, aunque en ocasiones se crucen, pertenecen a dos órdenes diferentes. Lograr ambos otorgaría el mayor bienestar posible. El primero es el placer. La palabra está en su punto. Nos referimos al placer inmediato o, incluso, mediato, pero que nos ofrece la naturaleza o la sociedad. Si, como en el refrán árabe, nos sentáramos a esperar en una esquina, por allí pasaría el amor, el sexo, esos paisajes que deleitan, la música que agrada, los amigos fieles y todas las formas de arte, de diversión o de descubrimientos científicos que colman la máxima curiosidad intelectual que podamos idear. Eso es placer. Alguno ha dicho, frunciendo el ceño, que es un gozo excesivamente animal y que se coloca a la altura de una buena comida, un relajante reposo o un coito maravilloso. Todo lo cual estaría casi al alcance de los animales. Habría que colocarle el ceño en su lugar recordándole que animales somos, con la diferencia de que los estímulos de nuestra animalidad real están incorporados en unos individuos que, después de una larga evolución, han sacado la cabeza por encima de tal animalidad y la han introducido en un mundo que es el humano y no el del chimpancé, el delfín o el pulpo, por señalar tres animales tan diversos como inteligentes. El placer, por consiguiente, es uno de los constitutivos necesarios del bienestar. Y cuantos más consigamos, mejor. No todas las personas, sin embargo, tienen la misma capacidad y, nada digamos, la oportunidad para gozar de los placeres naturales. Existen individuos absolutamente negados para la música cuando esta, según el filósofo Schopenhauer —y no sólo según él—, es una de las posibilidades de mayor rango para superar el sufrimiento. Otras, por el contrario, parecen gozar con el ruido, que es el antiplacer por excelencia. Siempre habrá que estar agradecidos al antipático Schopenhauer cuando sentenció que el ruido es inversamente proporcional a la inteligencia. Es habitual por otro lado asociar con la perversidad o disolución a aquellas personas que todo lo cifran en el placer y no tiene por qué ser así. Aristóteles se las vio y se las deseó para defender una intelectual felicidad contra el mero placer, teniendo en cuenta que Eudoxo, el matemático más sobresaliente de su época, era un dechado de virtudes y defendía, al mismo tiempo, el placer como máximo objetivo. Y a Epicuro, nada sospechoso de ser disoluto, se debe la frase según la cual «el placer es el principio y fin de la vida buena» (o «feliz», que diríamos hoy). Otro tanto sucede con una tan venerable como actual teoría moral, llamada utilitarismo y que en algunos de sus representantes coloca el placer, sea el de jugar al fútbol como el de escuchar una sinfonía de Mozart, no sólo al mismo nivel sino como la máxima utilidad y, por lo tanto, el máximo bien en el que tendríamos que clavar nuestros ojos. Se ha solido afirmar, también, que el placer es cosa de segundos, como el paso de un ángel o un duende, algo no duradero y, así, indigno de perseguirse con tanto ahínco. Contaba un célebre filósofo que una persona muy alejada de las elucubraciones del filosofar le confesó que no entendía cómo los humanos se juegan incluso la vida por el acto sexual, cuando el placer que este proporciona se mantiene unos breves segundos. Esta idea enlaza con otras, de mayor raigambre filosófica para las que el placer es instantáneo, un evento y nada más. Va y viene, como Arlequín, y es pasajero como el tiempo. Se trata, sin embargo, de una verdad a medias. Como luego tendremos ocasión de mostrar, es cierto que el placer, al revés que el bienestar, que se sitúa en el segundo nivel y que es más propiamente humano, carece de la duración y estabilidad de este último. Pero de ahí no se sigue que no sea sumamente relevante. Uno puede estar más de una hora viendo y escuchando Madame Butterfly lleno de placer. Claro que, como en todas las cuestiones de grado, ya nos lo advertía Hume, debemos ser prudentes. Recuerdo que en Salamanca enseñaba teología moral un capuchino y uno de los ejemplos que ponía para demostrar la importancia de la cantidad en la comisión de un pecado, consistía en que no era lo mismo masturbarse durante cinco minutos que durante cinco horas. Cada cosa en su sitio, se sea o no se sea capuchino. Un par de observaciones antes de continuar. El placer tiene lugar porque percibimos, a través de nuestros sentidos, lo que ocurre en el mundo y dentro de nosotros mismos. Y no hay percepción sin emoción. El placer, precisamente, es una emoción; una emoción que nos pone en movimiento porque promete una recompensa, un premio, así como el dolor nos anuncia un castigo. Las bases neuronales de las emociones, en general, y del placer, en particular, son tan complejas como complejos son los circuitos y redes neuronales. En cualquier caso, el sistema límbico juega un papel esencial. Solo que, después del proceso de información que tiene lugar en dicho sistema límbico, son las áreas del córtex las encargadas de procesar la información recibida.
    Pasemos al segundo nivel del gozo y que es el más humano puesto que se sitúa en la esfera en la que de lo que se trata es de tener una conciencia satisfecha. Y se tiene porque se hace lo que uno cree que habría que hacer. Algunos, objetores los hay siempre, podrían oponerse observando que la coherencia ha solido deparar no pocos males a la humanidad. Un reconocido reaccionario escribió que la coherencia es la virtud del verdugo. Y para coherente, nadie más cualificado que el diablo, quien todo lo que hace lo haría para mal. El personaje de Shakespeare, Yago, en la tragedia Otelo, es la quintaesencia de ese ser maligno que nada hace si no es rigiéndose por tratar mal a los demás. Olvidan estos objetores que el problema no reside en la coherencia sino en los principios de los que se parte. Hacer lo que pensamos que debemos hacer produce un contento especial, una conciencia, en sentido moral, de no tener que torturarse a pertenecen a dos órdenes diferentes. Lograr ambos otorgaría el mayor bienestar posible. El primero es el placer. La palabra está en su punto. Nos referimos al placer inmediato o, incluso, mediato, pero que nos ofrece la naturaleza o la sociedad. Si, como en el refrán árabe, nos sentáramos a esperar en una esquina, por allí pasaría el amor, el sexo, esos paisajes que deleitan, la música que agrada, los amigos fieles y todas las formas de arte, de diversión o de descubrimientos científicos que colman la máxima curiosidad intelectual que podamos idear. Eso es placer. Alguno ha dicho, frunciendo el ceño, que es un gozo excesivamente animal y que se coloca a la altura de una buena comida, un relajante reposo o un coito maravilloso. Todo lo cual estaría casi al alcance de los animales. Habría que colocarle el ceño en su lugar recordándole que animales somos, con la diferencia de que los estímulos de nuestra animalidad real están incorporados en unos individuos que, después de una larga evolución, han sacado la cabeza por encima de tal animalidad y la han introducido en un mundo que es el humano y no el del chimpancé, el delfín o el pulpo, por señalar tres animales tan diversos como inteligentes. El placer, por consiguiente, es uno de los constitutivos necesarios del bienestar. Y cuantos más consigamos, mejor. No todas las personas, sin embargo, tienen la misma capacidad y, nada digamos, la oportunidad para gozar de los placeres naturales. Existen individuos absolutamente negados para la música cuando esta, según el filósofo Schopenhauer —y no sólo según él—, es una de las posibilidades de mayor rango para superar el sufrimiento. Otras, por el contrario, parecen gozar con el ruido, que es el antiplacer por excelencia. Siempre habrá que estar agradecidos al antipático Schopenhauer cuando sentenció que el ruido es inversamente proporcional a la inteligencia. Es habitual por otro lado asociar con la perversidad o disolución a aquellas personas que todo lo cifran en el placer y no tiene por qué ser así. Aristóteles se las vio y se las deseó para defender una intelectual felicidad contra el mero placer, teniendo en cuenta que Eudoxo, el matemático más sobresaliente de su época, era un dechado de virtudes y defendía, al mismo tiempo, el placer como máximo objetivo. Y a Epicuro, nada sospechoso de ser disoluto, se debe la frase según la cual «el placer es el principio y fin de la vida buena» (o «feliz», que diríamos hoy). Otro tanto sucede con una tan venerable como actual teoría moral, llamada utilitarismo y que en algunos de sus representantes coloca el placer, sea el de jugar al fútbol como el de escuchar una sinfonía de Mozart, no sólo al mismo nivel sino como la máxima utilidad y, por lo tanto, el máximo bien en el que tendríamos que clavar nuestros ojos. Se ha solido afirmar, también, que el placer es cosa de segundos, como el paso de un ángel o un duende, algo no duradero y, así, indigno de perseguirse con tanto ahínco. Contaba un célebre filósofo que una persona muy alejada de las elucubraciones del filosofar le confesó que no entendía cómo los humanos se juegan incluso la vida por el acto sexual, cuando el placer que este proporciona se mantiene unos breves segundos. Esta idea enlaza con otras, de mayor raigambre filosófica para las que el placer es instantáneo, un evento y nada más. Va y viene, como Arlequín, y es pasajero como el tiempo. Se trata, sin embargo, de una verdad a medias. Como luego tendremos ocasión de mostrar, es cierto que el placer, al revés que el bienestar, que se sitúa en el segundo nivel y que es más propiamente humano, carece de la duración y estabilidad de este último. Pero de ahí no se sigue que no sea sumamente relevante. Uno puede estar más de una hora viendo y escuchando Madame Butterfly lleno de placer. Claro que, como en todas las cuestiones de grado, ya nos lo advertía Hume, debemos ser prudentes. Recuerdo que en Salamanca enseñaba teología moral un capuchino y uno de los ejemplos que ponía para demostrar la importancia de la cantidad en la comisión de un pecado, consistía en que no era lo mismo masturbarse durante cinco minutos que durante cinco horas. Cada cosa en su sitio, se sea o no se sea capuchino. Un par de observaciones antes de continuar. El placer tiene lugar porque percibimos, a través de nuestros sentidos, lo que ocurre en el mundo y dentro de nosotros mismos. Y no hay percepción sin emoción. El placer, precisamente, es una emoción; una emoción que nos pone en movimiento porque promete una recompensa, un premio, así como el dolor nos anuncia un castigo. Las bases neuronales de las emociones, en general, y del placer, en particular, son tan complejas como complejos son los circuitos y redes neuronales. En cualquier caso, el sistema límbico juega un papel esencial. Solo que, después del proceso de información que tiene lugar en dicho sistema límbico, son las áreas del córtex las encargadas de procesar la información recibida.
    Pasemos al segundo nivel del gozo y que es el más humano puesto que se sitúa en la esfera en la que de lo que se trata es de tener una conciencia satisfecha. Y se tiene porque se hace lo que uno cree que habría que hacer. Algunos, objetores los hay siempre, podrían oponerse observando que la coherencia ha solido deparar no pocos males a la humanidad. Un reconocido reaccionario escribió que la coherencia es la virtud del verdugo. Y para coherente, nadie más cualificado que el diablo, quien todo lo que hace lo haría para mal. El personaje de Shakespeare, Yago, en la tragedia Otelo, es la quintaesencia de ese ser maligno que nada hace si no es rigiéndose por tratar mal a los demás. Olvidan estos objetores que el problema no reside en la coherencia sino en los principios de los que se parte. Hacer lo que pensamos que debemos hacer produce un contento especial, una conciencia, en sentido moral, de no tener que torturarse a sí mismo y, por el contrario, la satisfacción, exenta de vanidad, de singularizarse en una actividad que realiza tal vez la mejor de las obras humanas: hacerse bien a uno mismo y a los demás a la vez . Cosa, desde luego, nada fácil y que, como más adelante tendremos ocasión de ver, se inscribe en toda una concepción del mundo que llamaremos vida buena . Walter Benjamín, escribiendo que la felicidad consiste en mirarse a uno mismo sin miedo, sintetiza a la perfección lo que queremos decir. Eso es, sin más, ser digno. Pero, ¿qué es aquello que debemos hacer? Porque deberes los hay de todo tipo, desde los de respetar las señales de tráfico hasta los de la profesión en la que desarrollamos nuestras tareas, pasando por lo que nos receta el médico. Existe, sin embargo, una especie de deber peculiar. Lo hemos nombrado ya. Y no es otro que el deber ético o moral. No se trata ahora de introducimos en la esencia de la ética o moral, puesto que esta posee muchísimas ramificaciones. Digamos el mínimo para poder entender, por el momento, cómo y qué es la adquisición de una comprensión de uno mismo que otorga la felicidad en cuanto tal, la máxima que puede alcanzar un ser humano; y no los animales o, suponemos, los ángeles o demonios. La moral se expresa en acciones y posee, según se sea más o menos moral, distintos grados. En un nivel elemental, cualquier comunidad humana, tribal o supuestamente civilizada, se comporta según unas reglas a las que todos los miembros se someten. En caso contrario, estallaría la guerra general, el caos más absoluto o una anomia —o falta de regularidad— imposible de vivir. Es para evitar tales calamidades por lo que se establecen pactos y transacciones según criterios por todos compartidos, incluso cuando a algunos personajes se les sitúe en la cima de la jerarquía social y estén exentos de los compromisos que atan al resto de los participantes en dicha comunidad. No matar, y es un ejemplo extremo, hace que todos, de alguna forma, puedan estar seguros de que sus vidas quedarán intactas. Esto no quita para que el no matar, como algo esencial en el núcleo de la sociedad, sea muy reciente. Si se repasa el Código de Hammurabi, saludado como el primer gran paso en el orden social y económico, leeremos que se puede matar por un simple robo, un insulto o una nimiedad semejante. El hecho es que establecemos una serie de preceptos, un código de conducta que regula la convivencia. Tales pactos elementales, aunque restrinjan la libertad de los individuos, son, a la larga, beneficiosos. Cuando se afirma que la evolución ha mantenido nuestra disposición a ser morales, se reconoce una verdad fuera de duda. No conviene añadir, erróneamente, que tales disposiciones determinan nuestros actos. Y es que, después, podemos, libremente, actuar de una manera o de otra, matando o salvando. La mayor parte de nuestra conducta y no pocas teorías morales de nuestros días se rigen por esta moral básica. En general, y no es desde luego un piropo a la humanidad, si cumplimos los preceptos es porque, en caso contrario, saldríamos perdiendo. En un plano teórico es lo que nos propone la teoría de la elección racional y que tiene su canónica expresión en el famoso Dilema del Prisionero. Lo que en éste se manifiesta, por encima de todo, es que desconfiamos de los demás y, por eso, optamos, no por lo que sería mejor, sino por lo menos malo. Se prefiere obtener un bien menor porque se desconfía de que el otro actúe por pura bondad.
    Pero la moral no se queda ahí y, si somos exigentes, entran en escena sentimientos de indignación, de culpa y hasta de compasión, que cambian el carácter puramente externo y desinteresado de aquellas transacciones en las que, como el tendero y el cliente, lo que importa es dar para recibir y recibir para dar. Cuando están presentes dichos sentimientos, las relaciones son internas y al otro no se le ve como mero objeto, instrumento o agente que va a lo suyo, como yo voy a lo mío. En este caso, la comunidad se refuerza, la cohesión aumenta y el que no cumple lo prometido o transgrede alguna de las normas impuestas es despreciado de la misma manera que quien es culpable de tal incumplimiento se avergonzará de lo que ha hecho. De ahí, y es desde luego un avance, que protestemos al menos cuando se humilla a una persona o que alabemos a quien ayuda a los otros, sacrificando parte de sus bienes. La moral, de esta manera, es un paso adelante en la evolución de la evolución; es decir, son los humanos los que, en vez de depredadores, se convierten en cooperadores. Para actuar de esta forma, para entrar en una moral así hay que estar motivado a hacerlo. Y la motivación no es sólo cumplir externamente unas reglas, sino sentirse implicado de modo afectivo con los demás. De esta manera, no tenemos exclusivamente beneficios, sino la satisfacción de los deberes bien hechos, la bondad que hace de una persona un ser digno de estima. Y, de este modo, la conciencia se siente satisfecha. Es esta la felicidad en su punto más alto. Sucede, sin embargo, que existen personas que dan sin esperar recibir, que no exigen reciprocidad y, a lo que parece, aumentan, de esta forma, su buen vivir en una especie de supramoral. No estoy pensando sólo en personajes asociados a alguna religión o cuasirreligión; y mucho menos en aquellos ermitaños, como Dionisio Aeropajita o San Pajón, que se refugiaban en el desierto de Nubia para huir de la contaminación pecaminosa de la ciudad. Tales individuos, por el contrario, manifiestan un notable celo egoísta en busca de su salvación personal. El tipo al que nos referimos podría encamarse en una Teresa de Calcuta, si no hubiera manchado su biografía con su oposición radical al aborto, o en un Albert Schweitzer, dejando su cómoda vida en Francia para encerrarse en un hospital de leprosos africano en su calidad de médico. Estos individuos tocan el fondo de la moral, la rompen y nos señalan algo a lo que nos referiremos de nuevo al final del libro; es decir, cómo hay que entender la vida buena, qué tipo de modo de vida elegimos, en dónde se encontraría el máximo de bienestar saliendo de uno mismo y logrando así una inestimable paz. Pero esto, repitámoslo, después. De momento, y una vez circunscrito el ámbito en el que se mueve el bienestar, detengámonos en algunas observaciones adicionales que sirven para rematar lo expuesto hasta ahora.
    El bienestar se elige, previa deliberación. En el placer, y aunque la actitud parezca más pasiva, también ha de actuar el sujeto. Es verdad que está más a nuestro alcance, pero no es menos cierto que algún movimiento hay que hacer. Una buena repostería no sólo supone buen gusto, sino que requiere conocer qué tipo de comida está a disposición y cuál es la que más nos agrada. Y gozar con una obra de von Karajan no sólo supone recostarse en un sillón, sino adquirir los conocimientos adecuados para que el placer sea tal. En donde, sin embargo, la decisión deliberada es mucho más exigente es en la felicidad moral o digna de tenerse, que también recibe el nombre de normativa. Y es que, en este caso, resulta imprescindible haber forjado un carácter. Esto es fundamental. Un carácter no es una persona rígida, entre otras razones porque la construcción de nuestro yo no consiste en negar pasiones, emociones, sentimientos o pensamientos. Consiste, más bien, en integrarlos y en negar, eso sí, lo que de desequilibrados puedan tener cada uno de los muchos yos que pululan dentro de nosotros mismos.
    Es obvio que existen sujetos débiles, de lánguida posmodemidad o derrotados ante la cantidad de estímulos en una época que asalta a los individuos, los bombardea o los seduce envolviéndolos en promesas que, aunque nunca se cumplan, hacen queda gente se mantenga en una especie de expectativa permanente. Podemos sospechar que poco será su bienestar. Se habla, con frecuencia, de una cultura de la libertad. Habría que hablar, sobre todo, de una cultura de la voluntad, la cual implica una pedagogía para que, desde la infancia, el niño aprendiera a ser autónomo, a decidir por sí mismo, a resistir al engaño y a ir optando por la forma de vivir que, según su criterio, más le apetezca. Por otro lado, se ha convertido en un tópico intelectualista arremeter contra todo intento por reivindicar el concepto de felicidad. Se debe a Simone de Beauvoir la frase según la cual quien tiene felicidad no tiene historia. Recuerda a aquella de Nietzsche en la que el filósofo afirmaba que lo que tiene definición no tiene historia. La idea subyacente es la de que una vida intensa está llena de contrastes, de duelos, de tragedia y que, quien pasa apaciblemente sus días, o es tonto o vive casi como un animal. Se parecería a aquellos que nunca han conocido el amor y que, por lo tanto, no saben lo que es sufrir. Llegar al corazón del mundo sería vislumbrar el abismo. Un aforismo repetido de Bergamín es el que dice que más vale morir de contradicción que no de contracción. Podrían hacerlo suyo. El feliz, en fin, estaría considerado como un pobre infeliz, alguien a quien se le ha escapado la riqueza de la contradictoria existencia. ¿Qué decir a esto? Que es una media verdad. Que la vida es decisión dolorosa, encuentro con lo inédito, lucha sin descanso o capacidad para enfrentarse a lo nuevo es evidente!) Fortuna audentes iuvat . En efecto, únicamente el que se arriesga bebe el cáliz del buen vino. Sólo que para ello se ha expuesto a tener que tragarse todas las hieles pero por cierto que sea todo esto, poco o nada nos dice contra el concepto, bien humano, de felicidad. Porque, lo dijimos en su momento, en ningún caso hablamos de la tonta felicidad, de la felicidad del pasar por este mundo sin hacer nada, de ser feliz por no ser. Todos buscamos, de una u otra manera, el bienestar. Y los que critican la felicidad, lo único que hacen es caer en la falacia conocida como ignorantia elenchi , lo que los anglosajones llaman missing the point. En otras palabras, no se están refiriendo a la felicidad sino a formas de vida que dimiten, sin más, de ser humanos y por eso piensan que son felices. No hay experiencias tan intensas que nos transporten a un mundo con tantos contrastes que al final tenga que desaparecer la luz. Este tipo de pensamiento antifelicitario se parece a lo que escribía Voltaire sobre los teólogos. Estos nos dicen, y no sin razón, que la luz de la razón es muy débil. Y, seguidamente, en vez de avivarla, la apagan. En el otro extremo se sitúan todos aquellos que, hoy legión, aseguran haber encontrado la receta de la felicidad. Los manuales de autoayuda, los nuevos filósofos convertidos en confesores, los curanderos del alma y toda una industria que hace consumir felicidad como se consume la moda o el buen vino, se han convertido en los dueños del mercado. No hay biblioteca doméstica en la que falte un libro en el que se nos indica cuáles son los pasos que conducen a la felicidad. Son los best-sellers, las conferencias con auditorio concurrido, los temas recurrentes que no cesan. Tienen todos estos libros o folletos, herederos banales de aquel helenismo que vendía la paz de espíritu por las calles, cierta semejanza con los libros para aprender una lengua extranjera y que se ofrecen a los principiantes. Los manuales para aprender una lengua que no sea la nativa nos prescriben ciertas pautas que luego habría que completar yendo al país en donde se hable tal lengua o ejercitándola sin descanso; lo cual, de alguna manera, hace inútiles los manuales en cuestión que, eso sí, se repasan una y otra vez como si de mantras se tratara. Con los manuales sobre la felicidad ocurre lo mismo. Una vez que nos han dado miel, incitaciones, multitud de consejos, algún modelo sacado de la manga y reiteraciones constantes sobre lo que es ser feliz, nos dejan a los pobres incautos solos ante el mundo. Para que nos estrellemos o aprendamos, esta vez sí, a no confiar en charlatanes o vendedores de humo.
    La felicidad o bienestar, lo hemos visto, es algo complejo que conviene desmontar en sus distintas piezas si queremos saber de qué se está hablando. Pero, por mucha que fuera la literatura que vive de venderla, las múltiples banalidades que sobre ella vertimos o los chascos que nos llevamos cuando nos damos de bruces con una realidad dura y brutal, debemos registrar su importancia, debemos pensarla en lo que tiene de relevante para nuestras vidas y concluir, como en la poesía de Borges, que es lo que más nos importa. Es limitada, tiene varias dimensiones, siempre está bajo la sombra del sufrimiento y nadie nos la garantiza. Pero nos importa porque es nada más y nada menos que poner en acto nuestras potencias, lograr aquello que la naturaleza ha colocado a nuestra disposición. Si no pensáramos así, estaríamos de sobra en este mundo. Y habría que dar la razón a la célebre frase de Camus según la cual el problema filosófico por excelencia es el suicidio. Expresado en otros términos, la cuestión es si merece la pena vivir. Si respondemos que sí, entonces hay que hacerlo lo mejor posible. Y entonces no hay más remedio que elaborar una cultura de la felicidad que, recordémoslo, preferimos llamar bienestar.

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