lunes, 13 de abril de 2020

Introducción IDENTIDAD Zygmunt Bauman




Introducción

    Zygmunt Bauman se las arregla en todos sus escritos para desestabilizar nuestras creencias fundamentales, y este libro de entrevistas sobre la cuestión de la identidad no es una excepción. Dichas entrevistas se salen un tanto de lo corriente en la medida en que no están hechas con un magnetófono y en que entrevistador y entrevistado nunca llegaron a estar cara a cara. El instrumento elegido para nuestro diálogo fue el correo electrónico, cosa que impuso un ritmo un tanto fragmentario en nuestro intercambio de preguntas y de respuestas. En ausencia de esos instantes de presión asociados con el frente a frente, nuestro diálogo a larga distancia se caracterizó por muchas pausas para la reflexión, peticiones de clarificación y por digresiones menores sobre asuntos que en un principio no habíamos intentado examinar. Cada respuesta de Bauman sólo sirvió para aumentar mi sensación de perplejidad. Cuando el material que me proporcionaba comenzó a tomar cuerpo, me hice cada vez más consciente de que me había metido en un continente mucho mayor de lo que cabría esperar en un principio y en uno de cuyos mapas resultaba casi inútil orientarse. Esto no debería ser una sorpresa, pues Zygmunt Bauman no es como otros sociólogos o “científicos sociales”. Sus reflexiones constituyen obras en proceso de desarrollo y nunca está satisfecho con definir o “conceptuar” un acontecimiento, sino que más bien se propone establecer conexiones con fenómenos sociales o manifestaciones del ethos público (que parecen apartarse mucho del objeto inicial de la investigación) y comentar dichos fenómenos y manifestaciones. Las páginas, que vienen a continuación serán más que suficientes para demostrar la naturaleza itinerante de sus reflexiones, que impide detectar sus influencias intelectuales o su pertenencia a alguna escuela concreta de pensamiento.
    Se ha definido a menudo a Zygmunt Bauman como sociólogo ecléctico, y, desde luego, él no se tomaría a mal semejante definición. No obstante, la metodología con la que formula un tema se propone antes que nada “revelar” la miríada de conexiones que existen entre el objeto investigado y otras manifestaciones de la vida en la sociedad humana. Efectivamente, para este sociólogo de origen polaco es esencial aglutinar la “verdad” de cada sentimiento, de cada estilo de vida y de cada conducta colectiva, cosa que sólo es posible si uno analiza el contexto político, social y cultural en el que se desarrolla un fenómeno concreto, además del fenómeno en sí. De ahí el carácter itinerante de sus pensamientos a lo largo de sus obras que estudian temas que van desde la crisis del debate público en En busca de lo político (1999), a la función mudable de los intelectuales en una sociedad basada en llamar la atención en Legisladores e intérpretes: Sobre la modernidad, la postmodernidad y los intelectuales (1987). De hecho, su intelecto es inquieto y riguroso; es fiel con el presente, pero cuidadoso en reconocer su genealogía, o bastantes genealogías.
    En esta ocasión, el tema era la identidad, un tema que, por su propia naturaleza, resulta elusivo y ambivalente. Bauman se enfrentó al reto y dio un doble salto mortal: hizo una relectura de la sociología moderna a la luz de la obsesión y la importancia con las que el debate público corriente trata la identidad, y llegó a la conclusión de que es mejor no buscar respuestas tranquilizadoras en los “textos establecidos” del pensamiento crítico. Modernidad líquida (2000) nos proyecta en un mundo en el que todo es elusivo, en el que la angustia, el dolor y la inseguridad que causa “vivir en sociedad” requiere un estudio paciente y continuado de la realidad y de cómo los individuos “se sitúan” en ella. Cualquier intento de aplacar la inconstancia y la precariedad de los planes que hombres y mujeres hacen para vivir, explicando así este sentido de desorientación, haciendo alardes de certidumbres pasadas y de textos establecidos, sería tan fútil como intentar vaciar el océano con un cubo.
    Estamos ante un intelectual que considera que el principio de responsabilidad es la primera manifestación de toda implicación en la vida pública. Esto significa para un sociólogo percibir la sociología no como una disciplina “aislada” de otros campos de conocimiento, sino como un proveedor de la herramienta analítica para establecer una vivida interacción entre ella y la filosofía, la psicología social y la narrativa. Por tanto, no deberíamos extrañarnos si los documentos en los que pone a prueba su inclinación por la alta cultura y la cultura de masas de “cortocircuito” incluyen artículos de importantes periódicos, lemas publicitarios y reflexiones filosóficas de Søren Kierkegaard sobre Don Juan.
    Aunque no es muy dado a hablar de su propia vida, hay que decir que Zygmunt Bauman nació en 1925 en Polonia en el seno de una familia judía. Habiendo escapado a la Unión Soviética al comienzo de la  II Guerra Mundial, se unió al ejército polaco aliado al Ejército Rojo para luchar contra el nazismo. En su libro Conversaciones con Bauman (2001), nos cuenta que comenzó sus estudios y su licenciatura a su regreso a Varsovia y que sus primeros profesores fueron Stanislaw Ossowski y Julian Hochfeld, dos intelectuales polacos poco conocidos fuera de Polonia pero fundamentales para su formación intelectual. Sobre todo le proporcionaron la capacidad de “mirar el mundo de frente” sin recurrir a ideologías preconcebidas. Si se le pide a Bauman, que se convirtió en una influyente figura de la “escuela de sociología” de Varsovia, que describa las dificultades que experimentó durante los años cincuenta y sesenta, lo hace sin hostilidad alguna contra los que se opusieron a su obra. Efectivamente, utiliza su sutil ironía para comparar la ardua libertad académica de Polonia con el conformismo académico americano y europeo. Es igualmente discreto sobre la función que desempeñó en el “octubre polaco” de 1956, cuando participó en el poderoso movimiento reformista que desafió el papel dirigente del Partido de los Trabajadores Polacos Unidos y la sumisión del país a la voluntad de Moscú. Esta experiencia marcó a Bauman y le preparó para su agarrada con la ideología oficial del marxismo soviético en el que las obras de Antonio Gramsci iban a ser determinantes. Comenzó a viajar con frecuencia al extranjero. Se tomó un año sabático en la Escuela de Economía de Londres y acudió a muchas conferencias en casi todas las grandes universidades europeas. Luego llegó 1968, que iba a resultar un punto de inflexión en su vida. Bauman apoyó al joven e incipiente movimiento estudiantil polaco, y el Partido Comunista prohibió sus obras cuando se utilizó el antisemitismo para reprimir a estudiantes y profesores universitarios que exigían que se pusiera fin al gobierno de un partido único en nombre de la “libertad, de la justicia y de la igualdad”.


    Cuando se le prohibió enseñar, Zygmunt Bauman se mudó a Inglaterra, donde todavía vive. En casi todos sus libros, especialmente en Modernidad y el Holocausto (1989), declara su enorme agradecimiento a Janina, su esposa y compañera de vida, a quien se siente muy próximo tanto emocional como intelectualmente. Tal vez sea ella una de las figuras intelectuales más importantes en las reflexiones de Bauman primero sobre la “modernidad sólida” y luego sobre la “modernidad líquida”.
    Su vida intelectual en Inglaterra, donde enseña en la Universidad de Leeds, ha sido intensa y productiva. Ya me he referido a algunas de sus obras, pero considerada en conjunto está bastante claro que con la publicación de Ética de la postmodernidad (1993) Bauman comenzó a concentrarse en la globalización, analizándola no sólo desde el punto de vista económico, sino también y primordialmente por sus efectos en la vida cotidiana. Bauman, decano de la Sociología europea, la tomó como punto de partida de su exploración del “nuevo mundo” que la interdependencia cada vez mayor del planeta tierra había creado. Durante este periodo publicó libros como Globalización: Las consecuencias humanas (1998), Comunidad (2000), La sociedad individualizada (2001), Modernidad líquida (2000) y Sociedad asediada (2002) que constituye el gran retablo de Bauman sobre la globalización como un cambio radical e irreversible. Percibe ésta como una “gran transformación” que ha afectado a las estructuras estatales, a las condiciones laborales, a las relaciones interestatales, a la subjetividad colectiva, a la producción cultural, a la vida cotidiana y a las relaciones entre el ser y el otro. Este libro de entrevistas sobre la identidad se puede considerar un pequeño anexo a este retablo. Parafraseando una de sus respuestas sobre la identidad, podemos afirmar con seguridad que la globalización, o más bien la “modernidad líquida”, no es un rompecabezas cuyas piezas se puedan encajar a partir de un modelo pre-establecido. En caso de ser algo, debería verse como un proceso, al igual que su comprensión y análisis; al igual que la identidad que se reafirma en la crisis de lo multicultural o en el fundamentalismo islámico, o cuando internet facilita la expresión de identidades de confección.
    La cuestión de la identidad también se asocia con la quiebra del estado del bienestar y el crecimiento posterior de una sensación de inseguridad con la “degradación de carácter” que la inseguridad y flexibilidad en el puesto de trabajo han producido en la sociedad. Se han creado las condiciones para que sean posibles el vacío de contenido de las instituciones democráticas y la privatización del ámbito público, que se parece cada vez más a un programa televisivo de entrevistas en el que todo el mundo se justifica a voz en grito sin conseguir jamás influir en la injusticia y en la falta de libertad existente en el mundo moderno.
    No obstante, esa “degradación de carácter”, que tanto predomina en las obras más recientes de Bauman, es simplemente la manifestación más chocante de la profunda ansiedad que tipifica la conducta, la toma de decisiones y los proyectos de vida de los hombres y mujeres de Europa occidental. Como intelectual que ha experimentado en carne propia los horrores del siglo  XX —la guerra, la persecución de los judíos y el exilio de “su” país para permanecer fiel a sí mismo—, Bauman conoce muy bien la diferencia existente entre fenómenos a largo plazo y expresiones de contingencia de esa “larga transformación” que claramente es la globalización. Es esencial comprender las características distintivas de una “larga transición” para identificar las tendencias sociales, pero es igualmente necesario contextualizar las manifestaciones de existencia social dentro de ese largo periodo. Tal vez por ello se haya burlado sutilmente Bauman en varias ocasiones de aquellos que intentan conceptuar definitivamente la relevancia política de la identidad. En una sociedad que ha hecho que las identidades sexual, cultural y social sean inciertas y pasajeras, cualquier intento de consolidar lo que se ha convertido en líquido mediante una política de identidad pondría inevitablemente al pensamiento crítico en un callejón sin salida. Por lo tanto, la suya es una invitación a ejercitarse un poco en la sabiduría, cosa que invitados no requeridos (concretamente, esas estrategias de adaptación a la “modernidad líquida” que ya vemos en funcionamiento en las sociedades capitalistas de nuevo cuño) trastocarán inevitablemente. Por tanto, el estudio de la identidad es una convención necesaria socialmente que se utiliza con nonchalance (indolencia) extrema para moldear y dar sustancia a biografías de confección. Hablamos de identidad debido al desmoronamiento de esas instituciones que, por usar una de las famosas expresiones de Georg Simmel, constituyeron durante muchos años las premisas sobre las que se construyó la sociedad moderna.
    En Comunidad , Zygmunt Bauman investigó las nuevas ataduras sociales que la sociedad capitalista reciente ha provocado. Pueden suscitar exigencias. Pueden dar origen a exigencias para proteger y volver a un mundo restringido y familiar que pone límites y barreras para mantener a raya al “intruso”, sea quien sea. Al mismo tiempo, empero, la comunidad constituye un refugio de los efectos de la globalización que se extienden a nivel planetario, como puede apreciarse claramente a partir de la crisis que la idea del crisol está sufriendo hoy día en Estados Unidos. Tan peligroso es ignorarlo como acallarlo. Me parece que pasa lo mismo con la política sobre la identidad. Es bien sabido que Bauman nos ha hecho reparar a menudo en el dorado cosmopolitismo y en la seductora movilidad de las élites globales, que tanto contrasta con el sufrimiento de quienes no pueden escapar a su dimensión local. Por tanto, la política sobre la identidad habla el lenguaje de los marginados a causa de la globalización. Aunque muchos de los que se han ocupado de estudios postcoloniales recalcan que recurrir a la identidad debería considerarse un proceso continuo de redefinición de uno mismo y de invención y de reinvención de la propia historia. Es ahí donde encontramos la ambivalencia de la identidad: nostalgia por el pasado junto a conformidad absoluta con la “modernidad líquida”. Es lo que posibilita anular los efectos planetarios de la globalización y de utilizarlos de una manera positiva. Aquellos que definieran esta operación como “optimismo del pensamiento y pesimismo de la voluntad” no andarían muy desencaminados. Mediante la quiebra de los vínculos de la “modernidad sólida” es posible vislumbrar un escenario que conduce a la liberación social.
    Fiel a su arraigo en la gran tradición de la sociología europea, Bauman recalca los riesgos que este tipo de discurso entraña. No obstante, es un riesgo que hay que correr, precisamente porque el problema de la identidad necesita interesarse por sí misma en lo que realmente es: una convención necesaria socialmente. En caso contrario, es seguro que la política sobre la identidad dominará la escena mundial, un peligro del que ya hemos tenido muchas señales de advertencia.
    En última instancia, los diversos fundamentalismos religiosos no constituyen otra cosa que una transposición de la identidad al campo de la política ejercida por cínicos aprendices de brujo La decepción que hay detrás de esta transposición sólo se puede destapar si se reconstruye el paso de la dimensión individual, que siempre tiene la identidad, a su codificación como convención social. Éste es, creo yo, el quid de la cuestión.
    Sea cual sea el campo de investigación en el que se analice la ambivalencia de la identidad, siempre es esencial percatarse de los polos gemelos que impone en la existencia social: opresión y liberación. Es preciso romper este misterioso círculo. Bauman está convencido, con toda la razón, de que sólo se puede formular la verdad en el ágora , quitando así el velo del oscurantismo que impide que esta misma ambivalencia se convierta en el lugar donde se puede experimentar el principio de la responsabilidad que uno tiene. Podría parecer contradictorio que este hombre tan morigerado, tan proclive a proteger su privacidad, tenga que suplicar sin cesar a todos que digan lo que piensan. Pero es una invitación que hay que aceptar, por mucho que el debate público desencadene amargos desacuerdos. Es exactamente lo contrario del parloteo público de esos programas televisivos de entrevistas, interminables e inmutables, a los que tanto nos hemos acostumbrado. El ágora es el espacio privilegiado para decir lo que se piensa sobre temas como la ya desenfrenada privatización del ámbito público, y, precisamente, el protagonismo que Bauman le asigna le convierte en uno de los críticos más lúcidos y escépticos del Zeitgeist predominante durante este periodo de “modernidad” líquida.

Identidad


    Es una vieja costumbre de la Universidad Carolina de Praga que se interprete el himno nacional de la persona que va a ser nombrada doctor honoris causa durante la ceremonia de investidura. Cuando me llegó el turno de recibir tanto honor, me pidieron que eligiera entre los himnos británico y polaco… Pues bien, no me resultó fácil dar una respuesta.
    Inglaterra fue el país que yo elegí y que me eligió a mí a través de una oferta de trabajo como profesor universitario, una vez que ya no podía quedarme en Polonia, el país en el que nací, porque me habían arrebatado mi derecho a enseñar. Pero allí, en Inglaterra, era un inmigrante, un recién llegado y, hasta no hace mucho tiempo, un refugiado procedente de un país extranjero, un extraño. Desde entonces me he nacionalizado ciudadano británico. ¿Pero se puede dejar de ser un recién llegado una vez que lo eres? No tenía intención alguna de pasar por inglés y ni mis estudiantes ni mis colegas dudaron jamás de que era un extranjero, un polaco para ser exactos. Este acuerdo tácito “entre caballeros” evitó que nuestras relaciones se agriaran: al contrario, las hizo sinceras, fluidas y, en general, despejadas y cordiales. ¿Así que tal vez deberían haber interpretado el himno polaco? Pero eso también habría significado actuar de manera fraudulenta: treinta y tantos años antes de la ceremonia de Praga me habían arrebatado la ciudadanía polaca. Mi exclusión era oficial, iniciada y confirmada por el poder que tenía autoridad para diferenciar el “dentro” del “fuera”, entre los que eran de allí y los que no, así que ya no tenía derecho al himno nacional polaco…
    Janina, mi compañera de toda la vida y una persona que ha dedicado mucha sustancia gris a las trampas y a las tribulaciones de la definición personal (después de todo, es autora de un libro que lleva por título Dream of Belonging ), encontró la solución: ¿y por qué no el himno europeo? Efectivamente, ¿por qué no? Sin duda, europeo sí que era y nunca lo he dejado de ser: nacido en Europa, que vive en Europa, que trabaja en Europa, que piensa como europeo, que siente como europeo, y, lo que es más, hasta ahora no hay delegación de pasaportes europea con autoridad para expedir o desestimar un “pasaporte europeo”, ni, por tanto, para conceder o denegar nuestro derecho a llamarnos europeos.
    Nuestra decisión de pedir que se interpretara el himno europeo era “inclusiva” y “exclusiva” al mismo tiempo. Hacía alusión a una entidad que abrazaba los dos puntos de referencia alternativa de mi identidad pero, al mismo tiempo, anulaba, como menos relevantes o irrelevantes, las diferencias existentes entre ellas y, por tanto, también una posible “ruptura de identidad”. Eliminaba como prioridad la identidad concebida en términos de nacionalidad: ese tipo de identidad de la que me han excluido y que me ha resultado inaccesible. Fueron de ayuda algunos versos conmovedores del himno europeo: alle Menschen werden Brüder… La imagen de la igualdad constituye el paradigma de la cuadratura del círculo: diferente pero el mismo, separado pero inseparable, independiente pero unido…
    Le cuento esta breve historia porque contiene en pocas palabras la mayoría de los molestos dilemas y elecciones obsesivas que tienden a convertir a la “identidad” en materia de graves preocupaciones y de acaloradas controversias. Los buscadores de identidad tienen que enfrentarse indefectiblemente a la abrumadora tarea de “cuadrar un círculo”: esta expresión genérica, como es sabido, implica tareas que jamás se pueden completar en “tiempo real”, sino que se supone que podrán llegar a su término con el tiempo: en el infinito…
    Se dice normalmente que las “comunidades” (a las que las identidades se refieren como a entidades que las definen) son de dos tipos. Hay comunidades de vida y destino cuyos miembros (según la formulación de Siegfried Kracauer) “viven juntas en una trabazón indisoluble” y comunidades que están “soldadas únicamente por ideas o por principios diversos” [1] . De los dos tipos, se me ha denegado el primero, igual que les ha pasado o les pasará a un número cada vez mayor de mis contemporáneos. Si no se me hubiera denegado, a duras penas se le ocurriría a usted preguntarme por mi identidad; y si me lo ha preguntado, yo no sabría qué tipo de respuesta espera usted que yo le dé. La cuestión de la identidad sólo se suscita con la exposición a las “comunidades” de la segunda categoría, y sólo porque existe más de una idea para invocar y mantener unidas a las “comunidades soldadas por ideas” a las que uno está expuesto en nuestro abigarrado mundo policultural. Precisamente porque hay en torno muchas ideas y principios así que aglutinan “comunidades de creyentes”, uno tiene que comparar, que elegir (y hacerlo una y otra vez), que revisar las elecciones ya hechas en otra ocasión, que intentar reconciliar exigencias contradictorias y, a menudo, incompatibles. Julian Tuwim, el gran poeta polaco de ancestros judíos, era conocido por su comentario de que odiar a los antisemitas polacos más que a los antisemitas de cualquier otro país era la prueba más poderosa de su idiosincrasia polaca. (Supongo que mi idiosincrasia judía queda confirmada porque las iniquidades israelíes me duelen todavía más que las atrocidades cometidas por otros países). Uno se conciencia de que la “pertenencia” o la “identidad” no están talladas en la roca, de que no están protegidas con garantía de por vida, de que son eminentemente negociables y revocables. Y de que las propias decisiones de uno, los pasos que uno da, la forma que tiene de actuar (y la determinación de mantenerse fiel a todo ello) son factores cruciales en ambas. En otras palabras, la gente no se plantearía “tener una identidad” si la “pertenencia” siguiera siendo su destino y una condición sin alternativa. Comenzarán a considerar una idea semejante sólo como tarea que hay que llevar a cabo sin cesar en lugar de una sola vez.
    No recuerdo haber prestado mucha atención al tema de “mi identidad”, al menos al componente nacional de la misma, antes del brutal despertar de marzo de 1968, cuando se puso en duda públicamente mi idiosincrasia polaca. Supongo que hasta entonces esperaba, con toda naturalidad, sin cálculo ni introspección alguna, jubilarme cuando llegara el momento de la Universidad de Varsovia, y ser enterrado cuando llegara el momento en uno de los cementerios de Varsovia. Pero desde mazo de 1968 todos los que me rodean han estado esperando (y todavía lo siguen haciendo) a que me defina, y se supone que tengo una opinión ponderada, cuidadosamente equilibrada, intensamente razonada de mi identidad. ¿Por qué? Porque una vez puesto en movimiento, arrancado de lo que podría pasar por mi “hábitat natural”, no había lugar donde se pudiera considerar que yo encajaba, como dicen ellos, en un cien por cien. En todos y cada uno de los sitios yo estaba (a veces un poco, otras ostensiblemente) “fuera de lugar”.
    También sucedía que, en ese amasijo de problemas que llaman “mi identidad”, se daba una importancia especial a mi nacionalidad. Me había tocado el mismo lote que a millones de refugiados e inmigrantes, a quienes nuestro mundo cada vez más globalizador expulsa a un ritmo cada vez más acelerado. Pero descubrir que la identidad es un amasijo de problemas en lugar de una sola cuestión es algo que tengo en común con un número mucho mayor, prácticamente con todos los hombres y mujeres de la “moderna era líquida”.
    Las peculiaridades de mi biografía sólo han puesto de relieve y hecho más drástica una situación que en nuestros días es bastante común y que lleva camino de convertirse casi en universal. En nuestros modernos tiempos líquidos, el mundo que nos rodea está rebanado en fragmentos de escasa coordinación y nuestras vidas individuales están cortadas en una sucesión de episodios mal trabados entre sí. Pocos de nosotros (en el caso de que haya alguien) podemos dejar de pasar por más de una “comunidad de ideas y principios” auténtica o putativa, bien integrada o efímera. Así que la mayoría de nosotros tenemos problemas parecidos que resolver (por utilizar las expresiones de Paul Ricoeur, la cuestión de la mêmete , la consistencia y la continuidad de nuestra identidad a través del tiempo). Pocos de nosotros (en el caso de que haya alguien) estamos expuestos a una sola “comunidad de ideas y principios” cada vez, así que la mayoría tenemos problemas parecidos con la cuestión de l‛ipséite (coherencia de lo que nos distingue como personas). Mi colega y amiga Agnes Heller, con la que comparto en un grado bastante profundo este dilema vital, se quejó una vez de que al ser mujer, húngara, judía, americana y filósofa, tenía que cargar con demasiadas identidades para una sola persona. Pues bien, podría haber ampliado la lista sin mucha dificultad, pero los marcos de referencia que nombró ya eran suficientes para demostrar la abrumadora complejidad de la tarea.
    Estar parcial o totalmente “fuera de lugar” en todas partes, no ya estar totalmente en cualquier otra parte (es decir, sin reservas ni salvedades, sin esos aspectos que le hacen a uno “sobresalir” y ser visto por los demás con pinta rara) puede ser a veces una experiencia ofensiva, molesta. Siempre hay algo que explicar, algo por lo que pedir disculpas, algo que esconder o, por el contrario, que mostrar ostensiblemente, algo que negociar, algo por lo que pujar o por lo que regatear. Existen diferencias que limar o que paliar o que, por el contrario, hay que agudizar más y hacer más legibles. Aquí las “identidades” flotan en el aire, algunas elegidas por uno pero otras infladas y lanzadas por quienes nos rodean. Es preciso estar en constante alerta para defender a las primeras de las segundas. Existe una elevada probabilidad de malentendidos, y el resultado de la negociación pende de un hilo para siempre. Cuanto más se practican y dominan las difíciles habilidades que se requieren para apañárselas en una situación tan claramente ambivalente, menos afiladas e hirientes serán las aristas irregulares, menos abrumadores los desafíos y menos irritantes los efectos. Uno puede incluso empezar a sentirse en cualquier parte chez soi , “en casa”, pero hay que pagar el precio de aceptar que no se estará verdadera y totalmente en casa en ninguna parte.
    A uno pueden molestarle todas estas incomodidades y (esperar en vano) buscar la redención, o al menos un respiro, en un sueño de pertenencia. Pero también puede hacer una vocación, una misión, un destino conscientemente elegido, de un sino no elegido, y todavía más si se tienen en cuenta las ventajas que semejante decisión puede aportar a los que la toman y la llevan a buen término, y por el bien de las ventajas probables que entonces puede aportar a otra gente que está a su alrededor.
    Es célebre la declaración de Ludwig Wittgenstein de que los mejores sitios para resolver problemas filosóficos son las estaciones de ferrocarril (recordemos que no tenía experiencia de primera mano con los aeropuertos…). Uno de los más grandes de la larga cadena de exquisitos escritores en español, Juan Goytisolo, que anduvo por París y los Estados Unidos hasta asentarse en Marruecos, resume su experiencia vital en la observación de que “intimidad y distancia crean una situación privilegiada. Ambas son necesarias”. Jacques Derrida, uno de los filósofos más grandes de nuestra moderna era líquida, en exilio perpetuo desde que el gobierno de Vichy le expulsó de su escuela local francesa cuando era un muchacho judío de doce años, según la opinión general, construyó su impresionante hogar filosófico en “encrucijadas culturales”. George Steiner, un agudo crítico cultural y el más perspicaz, nombró a Samuel Beckett, Jorge Luis Borges y Vladimir Nabokov como los más grandes escritores contemporáneos. Lo que en su opinión unía a los tres, por otro lado virulentamente diferenciados, y los hacía descollar sobre los demás era que se movían cómodamente por varios universos lingüísticos diferentes. Esta continua transgresión de los límites les permitió investigar la invención humana y la ingenuidad que se esconde tras las pétreas y solemnes fachadas de credos aparentemente atemporales e inexpugnables, proporcionándoles así el valor necesario para sumarse a la creación cultural con complicidad, conscientes de los riesgos y escollos que marcan de forma indeleble todas las extensiones ilimitadas.
    De Georg Simmel, de quien he aprendido más que de cualquier otro sociólogo y cuya forma de hacer sociología ha sido para mí (y, supongo, que seguirá siendo hasta el final) el ideal supremo (aunque, por desgracia, inalcanzable), Kracauer observó atinadamente que una de las metas fundamentales que guiaron la obra de su vida fue “despojar a todo fenómeno geistige (espiritual, intelectual) de su falso ser-en-sí-mismo y mostrar cómo está engastado en un contexto vital más amplio”. Como núcleo central de la concepción de Simmel, y, por tanto, también de su mundo y de su comprensión del lugar que ocupa en dicho mundo, siempre se yergue el individuo humano, “considerado como portador de cultura y como ser geistige maduro, que actúa y evalúa con absoluto dominio de los poderes de su alma y unido a sus compañeros seres humanos en la acción colectiva y en el sentimiento”. Si sigue usted pinchándome para que formule mi identidad (es decir, mi “ser postulado”, el horizonte hacia el que me debato y por el que valoro, censuro y corrijo mis movimientos), esto es todo lo lejos que usted puede empujarme a llegar. Esto es todo lo cerca que yo puedo aproximarme…
    BENEDETTO VECCHI : En la imaginación sociológica, la identidad siempre constituye algo muy evasivo y resbaladizo, casi un a priori ; es decir, una realidad preexistente. Por ejemplo, en Émile Durkheim, las identidades colectivas siempre se quedan en segundo plano, pero no cabe duda de que en su libro más famoso, La división del trabajo en la sociedad , la división del trabajo es un elemento contradictorio. Por un lado, pone en peligro las ataduras sociales pero al mismo tiempo actúa como factor estabilizador en la transición hacia la creación de un nuevo orden social. No obstante, en este marco de análisis, debe considerarse la identidad como objetivo y no como meta, en lugar de ser un factor definido de antemano. ¿Qué opina usted?
    Opino lo mismo que usted… Sí, efectivamente, la “identidad” se nos revela sólo como algo que hay que inventar en lugar de descubrir; como el blanco de un esfuerzo, “un objetivo”, como algo que hay que construir desde cero o elegir de ofertas de alternativas y luego luchar por ellas para protegerlas después con una lucha aún más encarnizada… Aunque, por lo que se refiere a la lucha por salir victorioso, la verdad de esa precaria y por siempre incompleta condición de identidad necesita ser, y tiende a ser, suprimida y minuciosamente encubierta.
    Hoy en día esta virtud es más difícil de ocultar de lo que solía serlo al principio de la era moderna. Los organismos más resueltos a ocultarla han perdido interés; se baten en retirada del campo de batalla y están encantados de dejarnos a nosotros, hombres y mujeres concretos (individualmente y por separado, no colectivamente), las tareas de buscar o de construir una identidad. La fragilidad y la condición por siempre provisional de la identidad ya no se puede ocultar. El secreto ya no se lleva. Pero es una evolución nueva bastante reciente.
    Por tanto, yo me cuestiono si es justo preguntar a los padres espirituales de la sociología, sean Weber o Durkheim, o el propio Simmel, quién fue el más clarividente y se adelantó a su tiempo más que los demás, para enseñarnos qué pensar y cómo de un tema que estalló en nuestra conciencia compartida y se asentó en ella mucho después de que ellos murieran. Todos ellos habían entablado una conversación con los problemas, las preocupaciones y los intereses de los hombres y mujeres de su tiempo (la profundidad, la seriedad y la dedicación de dicho compromiso fue su verdadera grandeza y su legado más importante para la sociología posterior). La “identidad” no destacaba entre dichos intereses. Supongo que si hubieran vuelto sus oídos, tan atentos a los grandes temas de su propio tiempo, a nuestro tipo de sociedad (que nacería casi un siglo después), habrían percibido la importancia repentina del “problema de la identidad”, tanto en las discusiones académicas como en la conciencia común, como un rompecabezas sociológico más inquietante.
    Efectivamente se trata de un rompecabezas y de un desafío para la sociología, si se recuerda que sólo hace unas décadas la “identidad” no ocupaba ni mucho menos un lugar destacado en nuestros pensamientos, limitándose a ser objeto de meditación filosófica. No obstante, hoy la “identidad” constituye “la comidilla de la ciudad”, el tema candente que está en la boca y en la mente de todos. Esta repentina fascinación por la identidad, más que la identidad misma, sería lo que llamaría la atención de los clásicos de la sociología si hubieran vivido lo suficiente para enfrentarse a ella. Probablemente habrían captado esta indirecta de Martin Heidegger (pero ya ni siquiera estaban por aquí cuando dio esta pista): uno tiende a reparar en las cosas y a someterlas a la contemplación y a un cuidadoso examen sólo cuando se desvanecen, se van al traste o comienzan a comportarse de manera extraña o, si no, cuando le decepcionan a uno.
    Justo antes del estallido de la última guerra mundial se elaboró un padrón de población en Polonia, mi país natal. Entonces Polonia poseía una sociedad multiétnica. Una curiosa mezcla de colectivos étnicos, de credos religiosos, de costumbres y de lenguas poblaban algunas zonas del país. Volver a fraguar esta mezcla, mediante una conversión y asimilación forzosas, en una nación uniforme o casi uniforme (según, digamos, el modelo francés), tal vez fuera un objetivo que parte de la élite política polaca persiguiera febrilmente, aunque no fuera en absoluto aceptado universalmente ni secundado con vehemencia, ni mucho menos un proyecto cercano en su conclusión en ninguna parte.
    Como se espera de un Estado moderno, los inspectores del censo estaban, empero, adiestrados para suponer que tenía que haber una nación para cada ser humano. Se les informó de que recogieran información sobre la nacionalidad que cada súbdito del Estado polaco se asignaba a sí mismo (hoy diríamos: la identidad “nacional o étnica” de él o de ella). Los inspectores fallaron casi en un millón de casos: la gente a la que interrogaron ni siquiera era capaz de captar lo que era una “nación” ni qué significaba “tener una nacionalidad”. A pesar de la presión —amenazas de multa sazonadas con esfuerzos verdaderamente hercúleos para explicar el significado de “nacionalidad”—, se ciñeron tozudamente a las únicas respuestas que tenían sentido para ellos: “somos lugareños”, “somos de este sitio”, “somos de aquí”, “me siento de aquí”. Al final, los administradores del padrón tuvieron que claudicar y añadir “los lugareños” a la lista oficial de nacionalidades.
    Polonia no fue en absoluto el único caso. Tampoco iba a ser el último en el que se realizara este tipo de registro. Bastantes años después, un trabajo de investigación francés demostró que, tras dos siglos de agotadora construcción  nacional, muchos campesinos franceses pensaban que le pays estaba formado por los veinte kilómetros (cinco arriba, cinco abajo…) de terreno que había a la redonda. Como ha señalado recientemente Philippe Robert, “durante la mayor parte de la historia de las sociedades humanas, las relaciones sociales han permanecido firmemente enclaustradas en el reino de la proximidad” [2] . Recordemos que durante el siglo XVIII se tardaba tanto en ir, pongamos que de París a Marsella, como durante el Imperio Romano. Para la mayoría de la gente, la “sociedad” como “totalidad” más elevada de cohabitación humana (en el caso de que pudieran llegar a pensar en términos semejantes) equivalía a la vecindad más inmediata. “Se puede hablar de una sociedad de conocimiento mutuo”, sugiere Robert. Dentro de esta red de familiaridad que va desde la cuna a la tumba, el lugar de cada persona era demasiado evidente para reflexionar sobre él y mucho menos para negociarlo. Cualquier ambivalencia sobre estos temas (como en el caso de los “pueblos sin amo” relativamente escasos que se lanzaron por carreteras igualmente sin amo al no encontrar sustento en sus comunidades de origen) constituía un fenómeno marginal y una preocupación menor, que se podía tratar con facilidad y resolver con medidas ad hoc al estilo de la maréchaussée , el cuerpo de policía montada que constituyó la primera fuerza policial de la historia occidental. Hubo que esperar a la lenta desintegración y a la merma del poder de control de las vecindades, además de a la revolución de los transportes, para despejar el terreno y que naciera la identidad como un problema y, ante todo, como una tarea . Los márgenes aumentaron rápidamente, invadiendo las zonas centrales de la cohabitación humana. De pronto, había que plantearse la cuestión de la identidad, ya que no había en oferta una respuesta clara.
    El Estado moderno naciente, que se enfrentaba a la necesidad de crear un orden que las bien asentadas y unidas “sociedades de conocimiento mutuo” ya no reproducían automáticamente, se hizo eco de la cuestión y la utilizó en su labor de colocar los cimientos de las novedosas y desconocidas reivindicaciones de legitimidad.
    Parecía natural suponer que, tras su rápida expansión, la mejor manera de zanjar el “problema de la identidad” era mediante una expansión paralela de labores de supervisión del orden, como las que puso a prueba y llevó a cabo la maréchaussée . Como ha observado Giorgio Agamben, la nación-estado, es un Estado que convierte la “natividad o el nacimiento” en “fundamentos de su propia soberanía”. “La ficción que aquí está implícita”, señala Agamben, “es que el nacimiento (nascita) llega a convertirse inmediatamente en nación, de modo que tal vez ambas corresponden al mismo momento” [3] . Los peregrinos objetivos de la indagación sobre el padrón polaco simplemente no consiguieron absorber esta ficción como “hecho probado” manifiesto. Los polacos se quedaban atónitos al oír que deberían tener una “identidad nacional” y que se les podía preguntar cuál era dicha nacionalidad.
    No es que fueran especialmente duros de mollera y faltos de imaginación. Después de todo, preguntar “quién eres tú” sólo cobra sentido cuando se cree que uno puede ser alguien diferente al que se es. Sólo si se tiene que elegir y sólo si la elección depende de uno. Sólo si uno tiene que hacer algo, para que la elección sea “real” y se mantenga, claro. Pero precisamente esto es lo que no les ocurre a los residentes de los pueblos atrasados o de los asentamientos en la selva, ya que nunca tienen oportunidad de pensar en mudarse de sitio ni mucho menos de buscar, descubrir ni inventar algo tan nebuloso (efectivamente, tan impensable) como “otra identidad”. Su manera de estar en el mundo despoja a la cuestión de la “identidad” del significado que otras formas de vida (formas que nuestros hábitos lingüísticos nos instan a llamar “modernas”) convierten en obvio.
    Jorge Luis Borges describiría el apuro en el que se vieron los “lugareños” importunados (como el caso de un pueblo al que se obsequia con una tarea “que no se prohíbe a otros hombres sino que se les prohíbe a ellos”) como el que pasó Averroes cuando se debatía por traducir a Aristóteles al árabe. “Circunscrito al círculo del islam” y, por tanto, “tratando de imaginar lo que es una obra teatral sin haber tenido nunca la más ligera idea de lo que es el teatro”, Averroes “jamás pudo comprender el significado de tragedia y comedia ” [4] .
    La idea de “identidad”, una “identidad nacional” en concreto, ni se gesta ni se incuba en la experiencia humana “de forma natural”, ni emerge de la experiencia como un “hecho vital” evidente por sí mismo. Dicha idea entró a la fuerza en la Lebenswelt de los hombres y mujeres modernos y llegó como una ficción . Cuajó en un “hecho”, en un “dato conocido”, precisamente porque había sido una ficción , y gracias al abismo dolorosamente percibido que había entre lo que la idea implicaba, insinuaba o provocaba, y el status quo ante (el estado de cosas anterior y ajeno a la intervención humana). La idea de “identidad” nació de la crisis de pertenencia y del esfuerzo que desencadenó para salvar el abismo existente entre el “debería” y el “es”, para elevar la realidad a los modelos establecidos que la idea establecía, para rehacer la realidad a imagen y semejanza de la idea.
    La identidad sólo podía entrar en el Lebenswelt como una tarea, como tarea no completada, todavía no culminada , como un toque de trompeta, un deber y una instancia a la acción, y el moderno Estado naciente hizo todo lo que estuvo a su alcance para que este deber fuera obligatorio para toda la gente que vivía dentro de su territorio soberano. La identidad nacida como ficción requirió de mucha coerción y  convencimiento para fortalecerse y cuajar en una realidad (más correctamente: en la única realidad imaginable), y estos dos factores sobrevolaron la historia del nacimiento y de la maduración del Estado moderno.
    La ficción de la “natividad del nacimiento” desempeñó un papel primordial en las fórmulas que el naciente Estado moderno desplegó para legitimar su petición de subordinación incondicional de los súbditos (que Max Weber pasó curiosamente un tanto por alto en su tipología de legitimaciones). Estado y nación se necesitaban; su matrimonio, tiene uno la tentación de decir, sonaba a música celestial… El Estado buscó la obediencia de sus súbditos configurándose a sí mismo como la culminación del destino de la nación y como una garantía de su continuación. Por otro lado, una nación sin Estado se vería abocada a sentirse insegura de su pasado, indecisa ante su presente, ante un futuro incierto, y, por tanto, condenada a una existencia precaria. Correspondiera o no al poder estatal definir, clasificar, segregar, separar y seleccionar el conjunto de tradiciones locales, dialectos, leyes y formas de vida habituales, difícilmente podría lograrse en su seno algo parecido a la unidad postulada y a la cohesión de una comunidad nacional. Si el Estado fue la culminación del destino de la nación, también fue una condición necesaria para que hubiera una nación que reivindicara —en voz alta, con seguridad y eficacia— un destino compartido. La regla cuius regio, eius natío (el que gobierna decide la nacionalidad) impide una cosa y otra…
    La “identidad nacional” era desde el principio, y siguió siéndolo durante mucho tiempo, una noción agonista y un grito de guerra. Una comunidad nacional con cohesión, que coincide con el conjunto de súbditos del Estado, estaba destinada no sólo a permanecer inconclusa a perpetuidad, sino también precaria para siempre. Un proyecto que exige vigilancia continua, un esfuerzo gigantesco y la aplicación de mucha fuerza para asegurarse de que se escucha y obedece el llamamiento (Ernest Renan denominó “plebiscito diario” a la nación, a pesar de que hablaba de la experiencia del Estado francés, conocido, al menos desde la época napoleónica, por sus ambiciones excepcionalmente centralistas). No se cumplirían ninguna de semejantes condiciones si no fuera porque se hizo coincidir el territorio domiciliario y la indivisa soberanía del Estado, que, como sugiere Agamben (siguiendo a Carl Schmitt), consiste ante todo en el poder de exención . Su raison d’être era el trazado, refuerzo y vigilancia del límite entre el “nosotros” y el “ellos”. La “pertenencia” habría perdido lustre y poder de seducción, además de su poder integrador/disciplinante, si la amenaza y la práctica de la exclusión no hubiera sido sistemáticamente selectiva ni la hubieran dado cuerpo y revigorizado constantemente.
    La identidad nacional , déjeme añadir, nunca fue como otras identidades. Al contrario de otras identidades que jamás exigieron lealtad sin ambages y fidelidad exclusiva, la identidad nacional no reconoce la competencia, ni mucho menos una oposición. La identidad nacional concienzudamente construida por el Estado y sus organismos (“gobiernos en la sombra” o “gobiernos en el exilio”, en el caso de las aspirantes a naciones, “naciones in spe ”, que sólo piden a gritos un Estado propio) tiene por objetivo el derecho de monopolio para trazar el límite entre el “nosotros” y el “ellos”. Escasos de monopolio, los Estados lucharon por asegurarse cargos inexpugnables en los tribunales supremos que dictan sentencias vinculantes y sin apelación posible sobre la reivindicaciones de las identidades en litigio.
    Igual que las leyes estatales abolen cualquier otra modalidad de justicia habitual, anulándola e invalidándola en casos de choque, la identidad nacional permitirá y tolerará sólo otras identidades que no sean sospechosas de colisionar (ya sea por principio u ocasionalmente) con la prioridad no cualificada de lealtad nacional. Ser súbdito de un Estado era la única característica confirmada de forma acreditada en documentos de identidad y pasaportes. Se instaba y/o obligaba a otras identidades más pequeñas a buscar respaldo seguido de protección en organismos estatales autorizados y, por tanto, a confirmar indirectamente la superioridad de la “identidad nacional”, confiando en estatutos reales o republicanos, diplomas estatales y certificados autorizados por el Estado. Por mucho que uno pudiera ser otro o aspirara a convertirse en otro, eran las “autoridades apropiadas” del Estado las que tenían la última palabra. Una identidad sin certificar era un fraude; su portador, un falso pretendiente a la misma: un estafador.
    La severidad de las exigencias era reflejo de la endémica e incurable precariedad de la tarea de construcción y mantenimiento de la nación. Permítame que lo repita: la “naturalidad” de suponer que la “pertenencia por nacimiento” significaba, automática e inequívocamente, pertenecer a la nación , era una convención meticulosamente construida; la apariencia de “naturalidad” podía ser cualquier cosa menos “natural”. A diferencia de las “mini-sociedades de conocimiento mutuo”, aquellas localidades en las que la mayoría de los hombres y mujeres se pasaban la vida de la cuna a la tumba en la era premoderna anterior a la movilidad, la “nación” constituía una entidad imaginada que sólo podía entrar en el Lebenswelt por mediación del artificio de un concepto. La apariencia de naturalidad, y, por tanto, también la credibilidad de la pertenencia reivindicada, sólo podían ser producto final de viejas y prolongadas batallas y sólo podía garantizarse su continuidad mediante batallas todavía por venir.
    En Italia, usted tiene que saberlo demasiado bien… Dos siglos después del triunfo del Risorgimento , Italia apenas constituye un país con una lengua e intereses locales completamente integrados. No deja de haber llamamientos para que los intereses locales puedan ignorar los vínculos nacionales (a los que se acusa de artificiales). La prioridad de la identidad nacional es todavía, como lo era antes de la unificación, una cuestión abierta y calurosamente contestada. Como dice atinadamente Jonathan Matthew Schwartz, en lugar de que la totalidad sea mayor que la suma de sus partes (como insistía Durkheim, al confiar en el poder estatal para materializar las ambiciones de éstas “el todo imaginado es efectivamente más ficticio que la suma de sus partes” [5] .
    Desde luego, Georg Simmel se distancia de esta formulación. En su ensayo sobre formas de vida en las metrópolis y sobre el conflicto de la sociedad moderna, la identidad se menciona precisamente como expresión de instituciones como familia, Estado, Iglesia, que son —desde una perspectiva kantiana— el a priori de la vida social. En este caso, la moderna sociedad de masas casi ha desintegrado el factor de la identidad. De hecho, Simmel se centra de buena gana en las formas de vida emergidas de la disolución de órdenes establecidos. No obstante, si confrontamos los análisis del sociólogo alemán con los de Durkheim, la identidad constituye un factor menor en el análisis de la realidad, ¿está usted de acuerdo?
    Repito lo que antes he sugerido: hay razones de peso para no buscar respuestas a nuestros “problemas de identidad” en la obra de los padres fundadores, ni siquiera en la obra de Georg Simmel, quien, debido a las peculiaridades de su biografía, pudo vislumbrar y catar ese tipo de condición existencial que sólo mucho más tarde se convertiría en el destino de todos, por mucha maldición o bendición que esto sea.
    La razón principal de la incapacidad de los padres fundadores de la sociología moderna para responder a las cuestiones que plantea la grave crisis actual que nos aflige es que hace cien años o más se dio forma al “problema de la identidad” poniendo en funcionamiento el principio de cuius regio, eius natio . Por el contrario, los “problemas de identidad” de hoy día proceden del abandono de dicho principio, o de su aplicación poco entusiasta y de la ineficacia con la que se fomenta cuando acaso se intenta. Una vez que la identidad pierde los anclajes sociales que hacen que parezca “natural”, predeterminada e innegociable, la “identificación” se hace cada vez más importante para los individuos que buscan desesperadamente un “nosotros” al que puedan tener acceso. En palabras de Lars Dencik, cuando escribió de la experiencia escandinava:
    Las filiaciones sociales —más o menos heredadas— adscritas tradicionalmente a los individuos, como definición de identidad: raza…, género, país o lugar de nacimiento, familia y clase social, ahora están… cobrando menos importancia, diluyéndose y alterándose, en los países más avanzados tecnológica y económicamente. Al mismo tiempo, existe un anhelo e intentos de búsqueda y creación de nuevos colectivos a los que uno pueda sentir que pertenece y que faciliten la forja de identidad. Un sentimiento de inseguridad cada vez mayor sigue… [6] .
    Permítame señalar ya en esta fase (a la espera de una oportunidad posterior para analizar el asunto más detalladamente, como se merece) que los “colectivos” que los individuos privados de marcos ortodoxos de referencia “intentan encontrar o crear” tienden en la actualidad a estar electrónicamente mediatizados. Son “totalidades virtuales” frágiles, fáciles de entrar en ellas y difíciles de abandonar. Apenas constituyen un sustituto válido de la sólidas, y que aún fingen ser más sólidas, formas de convivencia que, gracias a su genuina o supuesta solidez, podían prometer ese consuelo (por muy decepcionante o fraudulento que sea) que “sentimos que navegar por la red” no ofrece. Por citar a Clifford Stoll, confeso aunque por el momento curado y recuperado adicto a internet: al preocuparnos por perseguir y atrapar las ofertas de “¡conéctate ahora!” que parpadean en las pantallas de los ordenadores, estamos perdiendo capacidad de interrelacionarnos de manera espontánea con personas reales [7] . Charles Handy, un teórico de la gestión, coincide. “Por muy divertidas que sean estas comunidades virtuales, sólo crean una ilusión de intimidad y una pretensión de comunidad” [8] . No constituyen sustitutos válidos de “meter tus rodillas debajo de la mesa, ver las caras de la gente, y mantener una conversación real”. Dichas “comunidades virtuales” tampoco pueden dar sustancia a la identidad personal, principal razón por la que nos lanzamos en su busca. Si acaso dificultan que asumamos nuestro propio ser más que lo contrario.
    En palabras de Andy Hargreaves, catedrático de educación y observador excepcionalmente perspicaz de la escena cultural contemporánea:
    En los aeropuertos y en otros espacios públicos, la gente va de un lado a otro con auriculares de teléfonos móviles, solos y hablando en voz alta, como esquizofrénicos paranoicos que no se percatan de su entorno inmediato. La introspección es un acto que está desapareciendo. Enfrentándose a momentos de soledad en sus coches, en la calle o en las cajas de los supermercados, cada vez hay más gente que no recupera el dominio de sí mismo, sino que escudriña en los mensajes de sus teléfonos móviles en busca de la más mínima evidencia de que alguien, en alguna parte, puede necesitarles o quererles [9] .
    Los paseantes de las calles de la ciudad de Georg Simmel eran famosos por su actitud “blasé”. No obstante, no llevaban auriculares de teléfonos móviles. Igual que nosotros ahora, podrían haber sido ávidos espectadores de dramas callejeros urbanos pero visitaban este escenario sin mezclarse en él. Se distanciaban de lo que veían y observaban. Sin embargo, para ellos no era tarea sencilla distanciarse de la escena en la que se desarrollaba el drama: se podía confundir fácilmente proximidad física con proximidad espiritual. Erving Goffman intentó elaborar un inventario de estratagemas de “desinterés cívico”: esa multitud de gestos y movimientos corporales que pasan inadvertidos, aunque sean una pizca intrincados, a los que todos recurrimos prosaicamente cuando nos encontramos rodeados de extraños y que señalan nuestra intención de seguir distanciados, no involucrados, y permanecer en nuestra propia compañía y en silencio. Los paseantes urbanos de Simmel, los flâneurs posteriores de Baudelaire/Foucault y los practicantes del arte del desinterés cívico de Goffman, no caminan por las calles de la ciudad en busca de una comunidad con la que poder identificarse. Empero la encarnación comunal de la identidad, esos “alguien” que “les necesitan y les quieren” y a quien ellos necesitan y quieren a su vez, les esperaban, de forma sedentaria y más o menos lista para servir y lista para usar, cómodamente instalados en hogares familiares o lugares de trabajo.
    En esto nos diferenciamos nosotros, los moradores del moderno mundo líquido. Buscamos, construimos y mantenemos unidas las referencias comunitarias de nuestras identidades mientras, yendo de acá para allá , nos debatimos por ajustarnos a colectivos igualmente móviles que evolucionan rápidamente y que buscamos, construimos e intentamos mantener con vida, aunque sea por un instante pero no por mucho más. Para hacerlo, no necesitamos estudiar y dominar el código de Goffman. Los teléfonos móviles lo harán. Podemos comprarlos, listos con todas las aplicaciones que podamos necesitar para dicho propósito, en una tienda de una calle principal. Con un auricular bien colocado en su sitio, lucimos nuestro desapego desde la calle por la que caminamos, ya sin necesidad de ceremonias. Encendiendo el móvil, apagamos la calle. La proximidad física ya no colisiona con la espiritualidad remota.
    Con el mundo yendo a alta velocidad y acelerando, uno ya no puede confiar en tales marcos de referencia como exige la utilidad debido a su supuesta durabilidad (¡por no mencionar su atemporalidad!). Ni uno confía en ellos ni, desde luego, los necesita. Dichos marcos no recogen nuevos contenidos fácilmente. Enseguida resultarán demasiado exiguos y rígidos para albergar todas esas nuevas identidades inexploradas y no puestas a prueba que están tentadoramente al alcance de uno y que nos brindan ventajas estimulantes por desconocidas, prometedoras y poco desacreditadas. Al ser pringosos y agarrotados, resulta difícil limpiar los marcos de viejos contenidos y sacudírselos de encima una vez que sobreviene su “fecha de caducidad”. En el fiero y nuevo mundo de las oportunidades fugaces y de las seguridades frágiles, las innegociables y agarrotadas identidades chapadas a la antigua simplemente no sirven.
    La sabiduría popular fue rauda en observar estos requisitos mudables y se mofó de inmediato de la sabiduría heredada que resultó descaradamente inadecuada para confluir con ellos. En 1994, un cartel con el que se empapeló las calles de Berlín se reía de las lealtades a marcos ya incapaces de contener las realidades del mundo: “Vuestro Cristo es judío. Vuestro coche es japonés. Vuestra pizza es italiana. Vuestra democracia, griega. Vuestro café, brasileño. Vuestra fiesta, turca. Vuestros números, árabes. Vuestras letras, latinas. Sólo vuestro vecino es extranjero” [10] . En la época de la construcción nacional de Polonia, se solía inculcar a los niños que respondieran así a las siguientes preguntas sobre la identidad: ¿Quién eres? Un pequeño polaco. ¿Cuál es tu símbolo? El águila blanca. Las respuestas de hoy día, sugiere Monika Kostera, una eminente socióloga de la cultura contemporánea, se formularían de manera bastante diferente: ¿Quién eres? Un hombre bien parecido en los cuarenta con sentido del humor. ¿Cuál es tu símbolo? Géminis [11] .
    El cartel berlinés entraña globalización mientras que el cambio en la probable respuesta a la pregunta “¿quién eres tú?” señala el desmoronamiento de la jerarquía (auténtica o postulada) de identidades. Los dos fenómenos están íntimamente relacionados.
    Globalización significa que el Estado ya no tiene peso ni ganas para mantener su matrimonio sólido e inexpugnable con la nación. Se permiten y fomentan los coqueteos extraconyugales, e incluso las aventuras adulterinas son inevitables y permisibles, además de procurarse con afán y entusiasmo (siguiendo las condiciones preliminares que establece la admisión en el “mundo libre” —primero en la Organización para el Desarrollo y la Cooperación Económica y luego en la Unión Europea— los gobiernos centroeuropeos del Este han abierto sus bienes nacionales al capital global y desmantelado todas las barreras contra la libre circulación de fondos globales). Una vez cedidas la mayoría de las tareas que exigen capital y mano de obra intensivos a los mercados globales, los estados tienen mucha menos necesidad de suministro de fervor patriótico. Incluso se han cedido los sentimientos patrióticos, el bien más celosamente guardado de los modernos Estados-nación, a las fuerzas del mercado para que los redistribuyan, engrosando así los beneficios de los promotores deportivos, del mundo del espectáculo, de los festejos de aniversarios y de los bienes industriales de interés. En el otro extremo, los poderes estatales (que ya sólo poseen exiguos restos de una soberanía territorial que una vez fue indomeñable e indivisible) ofrecen pocas expectativas de confianza, y mucho menos de garantía infalible, a los buscadores de identidad. Recordando la famosa tríada de derechos de Thomas Marshall: los derechos económicos ya no están en manos del Estado, los derechos políticos que los Estados pueden ofrecer se limitan estrictamente y están circunscritos a lo que Pierre Bourdieu bautizó como la pensée unique del meticulosamente desregulado estilo neoliberal de mercado libre, mientras que se han sustituido uno por uno los derechos sociales por la obligación individual del cuidado de uno mismo y el arte de aventajar a los demás.
    Así que ambos cónyuges de la nación-estado son cada vez menos entusiastas de su matrimonio y se arrastran, sin prisa pero sin pausa, hacia el ahora modelo político de moda, el de las “parejas medio independientes”.
    Libres del control, de la protección, de la galvanización y de la vigorización que las instituciones que buscan el monopolio procuran, y expuestas, en cambio, al libre juego de las fuerzas competitivas, ni se buscan ni se construyen fácilmente jerarquías ni leyes del más fuerte, especialmente si son sólidas y duraderas. Las razones principales para definir de forma inequívoca y clara (tanto como la soberanía territorial del Estado) las identidades, y para retener la misma forma reconocible con el paso del tiempo, se han desvanecido, o perdido gran parte de lo que una vez constituyera su poder de convicción. Se ha dado plena libertad a las identidades y ahora son los hombres y mujeres concretos quienes tienen que cazarlas al vuelo, usando sus propios medios e inteligencia.
    El anhelo de identidad procede del deseo de seguridad que, en sí mismo, es un sentimiento ambiguo. Por muy estimulante que pueda ser a corto plazo, por muy llena de promesas y de imprecisas premoniciones sobre una experiencia todavía sin probar, flotar sin apoyos en un espacio pobremente definido, ubicados machacona y fastidiosamente “entre la espada y la pared”, se convierte a largo plazo en un enervante estado propenso a la ansiedad. Por otro lado, una posición inamovible entre infinidad de posibilidades, tampoco es una perspectiva muy halagüeña. En nuestros modernos tiempos líquidos, donde el héroe popular es el individuo sin trabas que flota a su libre albedrío, “estar fijo”, “estar identificado” inflexiblemente y sin vuelta atrás, tiene cada vez peor prensa.
    En las columnas “de sociedad” de uno de los periódicos ingleses más prestigiosos se podía leer hace unos meses las palabras de un “experto en relaciones” informándonos de que “cuando usted se compromete, por muy a medias tintas que sea, recuerde que es probable que esté cerrando la puerta a otras posibilidades románticas que pueden colmarle más y ser más satisfactorias”. Otro consejero tenía un tono aún más brusco: “Las promesas de compromiso no tienen sentido a largo plazo… Como otras inversiones, están sujetas a altibajos”. Así, si usted desea “relacionarse”, “pertenecer” por el bien de su propia seguridad, mantenga las distancias. Si usted espera y desea realización a partir de la convivencia, no se comprometa ni pida compromisos. Mantenga todo el tiempo todas las puertas abiertas.
    La abundancia de compromisos en oferta, pero aún más la fragilidad evidente de todos ellos, no inspira confianza en inversiones a largo plazo en el campo de las relaciones íntimas y personales. Tampoco inspira seguridad en el lugar de trabajo, donde la posición social solía definirse y donde la gente se sigue ganando la vida, así como adquiriendo o perdiendo el derecho a la dignidad personal y al respeto social. En un artículo reciente, Richard Sennett señala que “un lugar de trabajo flexible tiene pocas posibilidades de convertirse en el sitio en el que uno quiera construir su nido” [12] . Al mismo tiempo, si la duración media de un contrato laboral (“proyecto”) en las unidades de alta tecnología más avanzadas de lugares como el tan admirado Silicon Valley es de unos ocho meses, esa solidaridad de grupo que solía proporcionar el caldo de cultivo de la democracia no tiene tiempo de echar raíces ni de madurar. Hay pocos motivos para esperar reciprocidad en la lealtad que uno profesa a un grupo o a una organización. Es poco aconsejable (“irracional”) brindar semejante lealtad a crédito cuando es improbable que le paguen a uno con la misma moneda.
    Resumiendo: “identificarse con…” significa entregar rehenes a un destino desconocido sobre el que no se puede ejercer influencia, ni mucho menos controlar. Por tanto, tal vez sea más acertado vestirse con identidades como las que proponía Richard Baxter, el predicador puritano al que cita Max Weber, según el cual había que llevar las riquezas terrenales como una liviana capa que se puede quitar uno en cualquier momento. Aquellos emplazamientos en los que se invertía tradicionalmente el sentido de pertenencia (puesto de trabajo, familia, vecindario) ni son asequibles (o, si lo son, inspiran poca confianza) ni susceptibles de apagar la sed de vinculación ni de aplacar el temor a la soledad y al abandono.
    De ahí la creciente demanda de lo que podríamos llamar “comunidades de guardarropa”, que nacen al ser invocadas, aunque sólo sea de forma fantasmal, al colgar nuestros problemas individuales, como hacen los aficionados al teatro con sus abrigos, en una habitación. Cualquier acontecimiento chocante al que se da bombo y platillo puede proporcionar una oportunidad para hacerlo: un nuevo enemigo público que sube al número uno de la lista; un estimulante partido de fútbol; un crimen inteligente o cruel, especialmente sometido a una “sesión fotográfica protocolaria periodística”; el primer pase de una película recibida con muchas alharacas, o un matrimonio, divorcio o desgracia de un famoso que acostumbra a estar en candelero. Las comunidades de guardarropa se improvisan durante el tiempo que dura el espectáculo y se vuelven a desmantelar enseguida una vez que los espectadores recogen sus abrigos de los percheros del guardarropa. Su ventaja sobre “la cosa real” es precisamente su vida útil breve y la mezquindad del compromiso requerido para formar parte (por muy fugazmente que sea) y disfrutar de ella, pero se diferencia de la calidez soñada y de la comunidad solidaria igual que las copias en serie que se venden en unos grandes almacenes de una calle principal se diferencian de los originales de haute coûture …
    Cuando la calidad te decepciona o no es asequible, uno tiende a redimirse en la cantidad. Si los compromisos (y, por tanto, también los compromisos con una identidad concreta) “no tienen [como proclamaba con autoridad el experto citado anteriormente] sentido”, uno se siente inclinado a cambiar una identidad, elegida una vez y/o todas las veces, por una “red de conexiones”. Sin embargo, una vez cumplido, meterse en un compromiso y hacer que sea sólido parece incluso más difícil (y, por tanto, más desalentador, incluso aterrador) que antes. Ahora a uno se le escapan las habilidades que lo harían (o, al menos, podrían hacerlo) funcionar. Si una vez andar de acá para allá constituyó un privilegio y un logro, entonces ya no resulta una cuestión de elección: ahora se convierte en un “tengo que”. Si alguna vez ir a toda marcha era una aventura estimulante, ahora se convierte en un faena agotadora. Y lo que es todavía más importante: la desagradable incertidumbre y la humillante confusión que uno esperaba sacudirse de encima gracias a la velocidad, se niegan a desaparecer. La facilidad de retirada y de cese-a-petición propia no reduce los riesgos; sólo los distribuye, junto a las ansiedades que exhalan, de forma diferente.
    En nuestro mundo de “individualización” rampante, las identidades tienen sus pros y sus contras. Titubean entre el sueño y la pesadilla y no se dice cuándo lo uno se transformará en lo otro. La mayoría de las veces estas dos modernas modalidades líquidas de identidad cohabitan, incluso aunque estén situadas en diferentes niveles de conciencia. En un moderno y líquido escenario vital, las identidades constituyen tal vez las encarnaciones de ambivalencia más comunes, más agudas, más profundamente sentidas y turbadoras. Argüiría que éste es el motivo por el que acaparan firmemente la atención de los modernos individuos líquidos y se encaraman al primer puesto de sus prioridades vitales.
    Durante los primeros veinte años del siglo  XX , florece el análisis marxista de las clases sociales. Desde Gyorgy Lukács a Walter Benjamin, muchos de los intelectuales marxistas se plantean cuestiones sobre la relación entre una reunión social y la conciencia social. En este caso, se puede decir también que la identidad es una categoría que desde luego no tiene derecho de ciudadanía en abstracto ( in thought ). Tal vez haya una excepción: Lukács. En Historia y conciencia de clase se refiere a menudo a la proliferación de formas de vida, formas de ser, como consecuencia de la sociedad de masas. Pero, sin duda, esto se debe a que expresa una falsa conciencia ya que, en la izquierda marxista, la identidad comienza a ser un problema por primera vez. ¿Qué piensa usted de esto?
    El “marxismo intelectual” asumió una forma completamente “economicista” y, en la mayoría de los casos, severamente reduccionista, que invadió los centros académicos de Europa y América hacia finales de la década de los sesenta. En la década de los setenta, como Peter Beilharz ha señalado atinadamente, se asistió “probablemente al auge del marxismo intelectual en Occidente, política, ideología y ciudadanía fueron reemplazadas por completo o consideradas efectos del motor fundamental de la evolución y el desmoronamiento del capitalismo” [13] . Esto no tenía por qué ser así. El propio Marx (por citar a Beilharz una vez más) fue, después de todo, “primero un liberal, que cambió sólo al final su objeto de estudio de la pobreza y la imagen que conlleva del ciudadano por el concepto más peliagudo de la explotación, en el que el perfil masculino implícito del proletariado sustituye al de ciudadano”. Así que la reducción de la teoría marxista en auge a peliagudo meollo del determinismo económico podría no haber sido inevitable pero en esta época fue yo diría que “excesivamente enérgica”. Una imagen “multifactorial” más sutil y matizada de la sociedad no cumpliría con los requisitos de la época. Precisamente la exhaustividad de esta explicación unifactorial omniabarcante de un sufrimiento, un malestar y una ansiedad tan variados y desconcertantes —que sólo una versión truncada, reduccionista y unidimensional del legado de Marx puede dar— fue lo que atrajo a una generación perpleja y confusa por oleadas de descontento que historias al uso sobre el desarrollo, el progreso y la evolución progresiva no podían predecir ni explicar. Existía una abrumadora sensación de urgencia, una impaciencia que sólo una teoría susceptible de ser deglutida de golpe y digerida sobre la marcha podía, al menos por un tiempo, aplacar. Probablemente, ésta no fue la única (ni, desde luego, suficiente) causa del extendido entusiasmo por una versión tan profundamente demacrada y simplificada (más bien vulgarizada) de la visión de Marx. Pero se podía considerar como una especie de amplio cauce en el que numerosas corrientes diferentes, conscientes o inconscientes, podían converger, convirtiéndose en sus afluentes.
    Ningún modelo monofactorial es jamás susceptible de dar cuenta de la complejidad del “mundo vivido” ni de abarcar la totalidad de la experiencia humana. Esta regla general también se aplicó a la versión truncada, encogida y disecada del marxismo. Sin embargo, no fue la única razón de que la ascendencia de esta versión no resultara ser otra cosa que un episodio efímero que llegó a un final abrupto ya en la década de los ochenta. Todavía más importante fue el creciente abismo existente entre la visión y las realidades rápidamente mudables de la era Reagan/Thatcher.
    El “perfil masculino del proletariado”, que supuestamente garantizaba la “inevitabilidad de la historia” “económicamente determinada”, buscó en vano un original que pudiera encajar. En tiempos de desregulación, de “contratación de mano de obra que no pertenece a la empresa”, de “subsidiaridad”, de “desvinculación por parte de la directiva”, de cierre progresivo de las “fábricas Ford”, de la nueva “flexibilidad” de las condiciones de empleo y de las rutinas laborales, de progresivo pero implacable desmantelamiento de los instrumentos de autodefensa y amparo de la mano de obra, una expectativa de revisión general del orden social conducida por el proletariado y una limpieza de los males sociales de inspiración proletaria, tuvo que obligar a que la imaginación se aguzara más allá de lo soportable. La mayoría de las fábricas y de los pasillos de oficinas se han convertido en escenarios de una competencia encarnizada y a brazo partido entre individuos que se debaten por llamar la atención de sus jefes y arrancarles el visto bueno con un asentimiento de cabeza, en lugar de ser, como en el pasado, crisoles de solidaridad proletaria en la lucha por una sociedad mejor. Como ha averiguado Daniel Cohen, economista de la Sorbona, ahora le toca a cada empleado demostrar, por iniciativa propia, que es mejor que cualquier otro de los que le rodean, que produce más beneficios a los accionistas de la empresa y que merece seguir contratado cuando se produzca, como es de rigor, la próxima tanda de “racionalizaciones” (léase más despidos). Los reveladores estudios de Fitoussi y Rosanvallon, de Boltanski y Chiapello han confirmado gráfica y plenamente está conclusión.
    Pierre Bourdieu y Richard Sennett explicaron los motivos del desmoronamiento de rutinas y escenarios antes estables, y la recién revelada fragilidad, incluso de las empresas grandes y aparentemente más sólidas, no favorece una postura unitaria ni solidaria y evita que las angustias y problemas individuales cristalicen en un conflicto de clases. Como dicen Boltanski y Chiapello, los empleados se encuentran en una cité par projets , donde las perspectivas de empleo se ven limitadas únicamente al proyecto que esté en marcha en ese momento. Y la gente que vive de un proyecto a otro, la gente cuyo sistema de vida está parcelado en una sucesión de proyectos de breve duración, no tiene tiempo para difundir descontentos que cristalicen en una puja por un mundo mejor… Esta gente deseará un aquí y ahora diferente para cada cual en lugar de pensar seriamente en un futuro mejor para todos. En el esfuerzo cotidiano sólo dirigido a mantenerse a flote, no hay ni tiempo ni espacio para vislumbrar la “sociedad buena”.
    Con todo, los pasillos y los patios de las fábricas ya no parecen valores lo bastante seguros como para invertir en esperanzas por un cambio social radical. Las estructuras de las empresas capitalistas y los hábitos de contratación de mano de obra, cada vez más friables e inestables, ya no parecen brindar un marco común en el que una abigarrada variedad de privaciones sociales e injusticias puedan (ni mucho menos se vean abocadas a) mezclarse, cuajar y cristalizar en un programa de cambio. Ni siquiera son aptos como campos de entrenamiento donde formar y adiestrar tropas que se movilicen para una batalla inminente. No hay un hogar claro que los descontentos sociales puedan compartir. Con el espectro de una revolución conducida por el proletariado que remite y se disipa, las reivindicaciones sociales se encuentran huérfanas. Han perdido el terreno común en el que negociar objetivos comunes e idear estrategias comunes. Ahora cualquier categoría discapacitada está sola, abandonada a sus propios recursos y a su propia ingenuidad.
    Muchas de dichas categorías discapacitadas respondieron al reto. Los ochenta fueron una década de habilidad frenética. Se tejieron y bordaron nuevas banderas, se elaboraron manifiestos, se diseñaron e imprimieron pancartas. Como la clase social ya no ofrecía un eje seguro para demandas dispares y difusas, el descontento social se disolvió en un número indefinido de reivindicaciones de colectivos o categorías, en busca todos ellos de un anclaje social por su cuenta. Los más efectivos y prometedores parecían ser género, raza y pasados coloniales compartidos. No obstante, cada uno libraba una lucha para emular los poderes integradores de la clase social que una vez pretendió el rango de “meta-identidad” en pie de igualdad con el que la nacionalidad reivindicaba en la época de la construcción nacional: con el rango de supra-identidad, la más general, la más voluminosa y omnívora de las identidades, la identidad que daría sentido a todas las demás identidades y las reduciría al rango secundario y dependiente de “casos especiales” o de “ejemplos”. Comportándose todas ellas como si estuvieran solas en el campo, tratando a todos los competidores como a falsos pretendientes. Cada una de ellas mostrándose olvidadizas, si no recelosas u hostiles sin ambages, con las reivindicaciones de exclusividad similares que las demás expresaban.
    El “efecto no anticipado” que tuvo fue el de una fragmentación acelerada de la disidencia social, el de una desintegración progresiva del conflicto social en multitud de confrontaciones intergrupales y en una proliferación de campos de batalla. Una víctima colateral de las nuevas guerras de reconocimiento fue la idea de “sociedad buena”, una idea que sólo podía despertar y prender en la imaginación si la presencia de un supuesto portador, considerado poderoso y lo bastante resuelto para hacer que el verbo se hiciera carne, le proporcionaba credibilidad. Pero para entonces, semejante portador ya no estaba a la vista. La idea de un “mundo mejor”, en el caso de que apareciera, se reducía a la vindicación de causas relacionadas con el colectivo o categoría en cuestión. Permaneció indiferente a otras privaciones y discapacidades y dejó rotundamente de ofrecer una solución universal y exhaustiva a los problemas humanos.
    No obstante, los portadores de las nuevas concepciones parecían reaccionar en exceso ante el descrédito de la preocupación por la injusticia económica, característica de concepciones relacionadas con la clase social. Sobre los aspectos económicos y las raíces de la miseria humana, sobre las muy crecientes y flagrantes diferencias en las condiciones de vida, en las oportunidades y perspectivas, en el crecimiento de la pobreza, en la protección debilitadora de los medios de vida humanos, sobre las discordantes desigualdades en la distribución de las ganancias y de la riqueza, la mayoría de estas nuevas concepciones permanecieron malhumoradas y en silencio. La crítica que Richard Rorty hace a los militantes de las “nuevas causas sociales” es tan mordaz como certera: prefieren, dice Rorty sin ambages, “no hablar de dinero” [14] . Su (supuesto) “enemigo principal es un modo de pensar y no una serie de acuerdos económicos”. Como consecuencia de ello, la “izquierda cultural” a la que todos ellos pertenecen “es incapaz de comprometerse en política nacional”. Para recuperar el ruedo político, “habría que hablar más de dinero, aunque fuera a costa de hablar menos de estigma”.
    Sospecho que tras esta extraña ceguera respecto de lo económico existe la tendencia que Robert Reich describe como “la secesión de los triunfadores”: la renuncia al deber que los intelectuales que una vez se mostraron críticos con la sociedad creyeron haber contraído con el resto de sus contemporáneos, especialmente con los que eran menos privilegiados y felices que ellos. Al no reconocer ya dicho deber, tal vez entonces sus descendientes se concentraran en sus propios puntos flacos, débiles y sensibles, debatiéndose por elevar el respeto y la adulación que disfrutan al mismo nivel que el alto poder adquisitivo conseguido. Son tozudamente egocéntricos y sólo se refieren a sí mismos.
    Por tanto, se ha malversado la guerra por la justicia social en una plétora de batallas por el reconocimiento. Puede que el “reconocimiento” sea lo que uno u otro sector de los triunfadores más haya echado en falta, lo que parece que brilla más por su ausencia en el inventario rápidamente cubierto de los factores de la felicidad. Pero para gran parte (en rápido aumento), de la humanidad, el “reconocimiento” es una nebulosa que en nebulosa se quedará en la medida en se rehuya hablar de dinero…
    Sopesando las malogradas profecías de las pasadas y gloriosas aunque malversadas esperanzas del presente, Rorty hace un llamamiento para que la gente se despeje y despierte a las causas profundas del sufrimiento humano. “Deberíamos asegurarnos”, escribe, de que nuestros hijos “se preocupen de que los países que se industrializaron primero son cien veces más ricos que aquellos otros que todavía no se han industrializado. Nuestros hijos necesitan aprender cuanto antes a percibir las desigualdades existentes entre sus propias fortunas y las de otros niños, no como efecto de la voluntad divina ni como el precio necesario que hay que pagar por la eficiencia económica, sino como una tragedia evitable” [15] .
    Permítanme observar que la identificación es también un poderoso factor de la estratificación: una de sus dimensiones más divisorias y virulentamente diferenciadoras. En un extremo de la jerarquía global emergente están los que pueden componer y descomponer sus identidades más o menos a voluntad, tirando del fondo de ofertas extraordinariamente grande de alcance planetario. El otro extremo está abarrotado por aquellos a los se les ha vedado el acceso a la elección de identidad, gente a la que no se da ni voz ni voto para decidir sus preferencias y que, al final, cargan con el lastre de identidades que otros les imponen y obligan a acatar; identidades de las que se resienten pero de las que no se les permite despojarse y que no consiguen quitarse de encima. Identidades que estereotipan, que humillan, que deshumanizan, que estigmatizan…
    La mayoría de nosotros estamos desairadamente en suspenso entre estos dos extremos, jamás seguros de cuánto durará nuestra libertad para elegir lo que deseamos ni para renunciar a lo que nos molesta, ni de si seremos capaces de mantener la situación de la que disfrutamos normalmente, siempre y cuando consideremos que es cómoda y deseemos conservarla. La mayoría de las veces, la dicha de elegir una identidad estimulante se ve adulterada por el miedo. Sabemos, después de todo, que si nuestros intentos fracasan por escasez de recursos o carencia de determinación, otra identidad, no requerida ni deseada, puede superponerse a la que nosotros hemos elegido y ensamblado. Max Frisch, que escribe desde Suiza —país en el que se supone que las opciones individuales (flexibles) se tienen por inválidas (y se tratan como tales) a menos que lleven el marchamo de aprobación popular (inflexible)— definió la identidad como el rechazo de lo que los otros quieren que seas.
    Las guerras de reconocimiento, individuales o colectivas, se libran por norma en dos frentes, aunque se intercambien tropas y armas entre los dos frentes, dependiendo de las posiciones que se consigan o le toquen a uno en suerte en la jerarquía de poder. En un frente, se fomenta la identidad preferida y elegida en detrimento de las viejas identidades abandonadas y molestas, elegidas o impuestas en el pasado. En el otro, se contraataca contra las presiones por las demás identidades, artificiosas y forzadas (estereotipos, estigmas, etiquetas), artificiales y asumidas, que las “fuerzas enemigas” promueven, y se rechazan en caso de que se gane la batalla.
    Pero ni siquiera la gente a la que se ha negado el derecho de asumir la identidad de su elección (una difícil situación, ofensiva y temida universalmente) ha aterrizado todavía en las regiones más bajas de la jerarquía de poder. Hay un espacio más bajo que abajo, un espacio inferior al fondo. En este espacio cae (o, más correctamente, se empuja a) la gente a la que se niega el derecho a reivindicar una identidad distinta de una clasificación imputada e impuesta, la gente cuya demanda no se admitirá y cuyas protestas no serán escuchadas ni siquiera aunque soliciten la anulación del veredicto. A esta gente se la llama desde hace poco “clase inferior”: exiliados a las zonas más bajas, fuera de los límites de la sociedad, fuera de esa asamblea en la que se pueden reivindicar dichas identidades (y, por tanto, el derecho a legitimar un lugar en la totalidad) y que, una vez reivindicadas, se espera que sean tenidas en cuenta. Si a usted se le ha destinado a la clase inferior (porque es un rebotado de la escuela, una madre soltera que vive de la Seguridad Social o un actual o antiguo drogodependiente, o un “sin techo”, o un mendigo, o un miembro de otras categorías que han quedado fuera de la lista refrendada de manera autoritaria de los adecuados y admisibles), cualquier otra identidad que usted pueda codiciar o debatirse por obtener se le deniega de antemano. El significado de “identidad de clase inferior” es ausencia de identidad ; la desfiguración hasta la anulación de la individualidad, de la “cara”, ese objeto de deber ético y cuidado moral. A usted se le arroja fuera del espacio social donde se buscan, eligen, construyen, evalúan, confirman o refutan las identidades.
    La “clase inferior” es una variopinta colección de gente que —como diría Giorgio Agamben— han visto sus “bios” (es decir, la vida de un sujeto socialmente reconocido) reducidos a “zoë” (vida puramente animal, con todas sus ramificaciones reconociblemente humanas recortadas o anuladas). Otra categoría que corre el mismo destino son los refugiados —los sin Estado, los sans-papiers —, los no territoriales en un mundo donde la soberanía está basada en la territonalidad. Al compartir la difícil situación con la clase inferior, están a la cabeza de las demás privaciones, se les niega el derecho a tener presencia física en un territorio soberano, salvo en “no-lugares” especialmente designados, que se etiquetan como campos de refugiados o de los que buscan asilo, por distinguirlos del espacio donde el resto, la gente “normal” y “completa”, evoluciona y vive.
    La apuesta del imperialismo de la moderna era sólida era la conquista del territorio para aumentar el volumen de mano de obra sujeta a la explotación capitalista. Se acapararon las tierras conquistadas gobernadas por los conquistadores, para que se pudiera volver a procesar a los nativos como fuerza de trabajo vendible. Era (podemos parafrasear el famoso dicho de Clausewitz) una continuación, un nuevo montaje en la escena global de los procedimientos que cada uno de los países occidentales había practicado internamente, corroborando y reafirmando clamorosamente la selección de clase marxista como principal factor determinante de identidad social. No obstante, a la larga se ha hecho evidente que una dimensión de la expansión occidental a nivel planetario, la más espectacular y, tal vez, la de mayores consecuencias, ha sido la lenta pero implacable globalización de la producción de desecho humano, o, para mayor precisión de “desechos humanos”: humanos que ya no son necesarios para completar el ciclo económico y que por tanto, resultan imposibles de alojar en un marco social que se haga eco de la economía capitalista.
    Se ha diseñado “desecho humano” desde el principio en cualquier país que haya practicado una economía semejante. No obstante, en la medida en que dichos países se encuentren confinados en una parte del globo, una “industria de eliminación de desechos” efectivamente global, en forma de imperialismo político y militar, pudo neutralizar el potencial más inflamatorio de la acumulación de desecho humano. Los problemas surgidos localmente buscaron y encontraron una solución global . Semejantes soluciones ya no son asequibles: la expansión de la economía capitalista ha alcanzado finalmente la extensión global con la dominación política y militar occidental, convirtiendo así la producción de “desechos humanos” en un fenómeno planetario. El “problema del capitalismo”, la disfunción de la economía capitalista más flagrante y potencialmente más explosiva, está pasando de su actual fase de explotación a la exclusión a nivel planetario. Es la exclusión, más que la explotación sugerida por Marx hace un siglo y medio, lo que subyace actualmente en los casos más manifiestos de polarización social, de profundización de la desigualdad, de crecimiento de los volúmenes de humillación, sufrimiento, y pobreza humanas.
    Debemos a Thomas Marshall la primera formulación de los derechos sociales de ciudadanía como marco dentro del cual se descarta el ropaje de las identidades colectivas en favor del ropaje de ciudadano. Desde entonces, se ha sacado a las identidades del embrollo de la gran transformación, para habitar la época moderna. ¿Cómo tiene lugar este cambio en su opinión?
    Se ha contado muchas veces esta historia. Y muchas veces se ha tenido el sueño en cada generación moderna (el “patriotismo constitucional” de Jürgen Habermas constituye su última versión) de una república que reconoce la humanidad de todos sus miembros, brindando a todos los derechos propios de los seres humanos precisamente porque son humanos. De una república que, al mismo tiempo que admite miembros teniendo únicamente en cuenta su humanidad, es, por lo demás, absolutamente tolerante, tal vez incluso ciega e inconsciente, con sus caprichos y peculiaridades personales (por supuesto, a condición de que no se hagan daño entre sí). Y no es de extrañar. Una república así parece constituir la mejor solución imaginable al dilema más espeluznante de cualquier forma de convivencia humana, especialmente a cómo vivir juntos con un mínimo de conflicto y riña, conservando al mismo tiempo la libertad de elección y de autoafirmación no contaminada. En resumen: de cómo lograr la unidad en (¿a pesar de?) la diferencia y de cómo preservar la diferencia en (¿a pesar de?) la unidad .
    La extraordinaria contribución de Thomas Marshall fue generalizar la secuencia de evoluciones políticas en Inglaterra en una “ley histórica”, que conduce inevitablemente en todas partes, tarde o temprano, del habeas corpus a la habilitación política y luego a la social. En el umbral de los “gloriosos treinta años” de reconstrucción de posguerra y de “pacto social”, la solución británica al dilema arriba mencionado parecía efectivamente inevitable y, tarde o temprano, irresistible. Después de todo, la esencia del credo liberal tuvo como consecuencia que, para convertirse en ciudadano de pleno derecho de la república se necesita poseer los recursos que liberan tiempo y energía de la lucha por la mera supervivencia. La capa más baja de la sociedad, los proletarios, carecían de tales recursos y era inverosímil que los obtuvieran por sus propios medios y ahorros, de forma que correspondía a la propia república garantizar la satisfacción de sus necesidades básicas, para que así pudieran integrarse en la asamblea de ciudadanos.
    En otras palabras, se albergaba la esperanza —se creía— que una vez que se lograra estar a salvo personalmente de la opresión, la gente se avendría a solucionar sus asuntos comunes mediante la acción política, y el resultado de esta participación política cada vez más amplia, finalmente universal, sería la garantía de la supervivencia colectiva: estar a salvo de la pobreza, del azote del desempleo, de la incapacidad para ganarse a duras penas la existencia cotidiana. En suma: una vez libre, la gente se interesaría por la política y participaría en ella activamente y esta gente promovería a su vez activamente la equidad, la justicia, el cuidado mutuo, la hermandad…
    No obstante, habría que guardarse de proclamar que la secuencia histórica sea una manifestación de las “leyes de hierro de la historia” y de la inevitabilidad histórica. Habría que guardarse todavía más de dar por terminada la “lógica del desarrollo” antes de que dicho “desarrollo” haya seguido su curso. No se puede decir cuándo ha terminado una secuencia de acontecimientos ni en qué momento terminará: la historia humana sigue siendo machaconamente incompleta y la condición humana indeterminada. En la época, escribió Marshall, la modalidad británica del “estado del bienestar” (creo que es mejor llamarlo “Estado social”) parecía la culminación de la lógica moderna: la coronación propiamente dicha de un tortuoso aunque imparable e implacable dinamismo histórico, tal vez concebido localmente, pero forzosamente destinado a la emulación (tal vez con modificaciones aunque se conserve lo esencial) en todas la “sociedades desarrolladas”.
    Retrospectivamente, esta conclusión parece, como mínimo, prematura. Sólo treinta años después de que Lord Beveridge diera los últimos toques al anteproyecto de seguro colectivo contra la desgracia individual y de que se pusiera por escrito la romántica y optimista visión de Marshall de la plena ciudadanía resultante, Kenneth Galbraith observó el advenimiento de una “mayoría satisfecha” que utilizaba sus derechos individuales y políticos recién adquiridos para votar a sus conciudadanos menos perspicaces o astutos por mor de aumentar el número de sus derechos sociales. En contra de las previsiones de Beveridge y Marshall, la capacidad del Estado social para hacer que la mayoría se sienta segura y satisfecha, ha socavado las premisas y ambiciones de aquélla en lugar de reforzarlas. Paradójicamente, la seguridad en sí misma de la “mayoría satisfecha” que le impulsó a retirar su apoyo al principio fundamental del Estado social —el del seguro colectivo contra la desgracia individual— fue el resultado del pasmoso éxito del Estado social. Tras haber alcanzado un nivel de auténtica abundancia de recursos, una posición desde la que un amplio abanico de oportunidades actúa de señuelo para todos los que dispongan de medios suficientes, dicha mayoría propinó una patada a la escalera sin la que resultaría azaroso o completamente imposible alcanzar semejante cima.
    El proceso poseía impulso y aceleración propios. El viraje del sentimiento popular tuvo como resultado el recorte de la protección que un Estado social que ya no incluía a todos podía brindar. En primer lugar, el principio de seguro colectivo como derecho universal de todos los ciudadanos fue, mediante la práctica de una “prueba de medios”, sustituido por una promesa de asistencia, sólo dirigida a quienes no pasaran la prueba de recursos y de autosuficiencia y, por tanto, de manera implícita, la prueba de ciudadanía y de “humanidad completa”. La dependencia de las dádivas de la asistencia social se convirtió así, no ya en derecho del ciudadano, sino en estigma que la gente con amor propio trataría de evitar. En segundo lugar, según la norma de que la prestación para gente pobre es una pobre prestación, los servicios de asistencia social perdieron además la mayor parte de su antiguo atractivo. Ambos factores añadieron animosidad, velocidad y volumen para que la “mayoría satisfecha” se hurtara a la alianza “allende la izquierda y la derecha” en apoyo del Estado social. Lo que condujo a su vez a una limitación mayor, a una retirada progresiva de prestaciones sociales posteriores y a una incapacitación total de la institución de la Seguridad Social, hambrienta de fondos.
    En el otro extremo de la retirada del Estado social, yace el marchito, resquebrajado y disecado caparazón de la república despojada de sus más atractivos arreos. Los individuos que se debaten en sus desafíos vitales, a los que se les dice que busquen remedios privados para problemas ocasionados socialmente, no pueden esperar mucha ayuda del Estado. Los recortados poderes estatales no prometen mucho y garantizan incluso menos. Una persona racional ya no confiará en el Estado para que le proporcione todo lo que se necesita en caso de desempleo, enfermedad o ancianidad, ni para asegurar a sus hijos una salud decente ni una educación. Sobre todo, una persona racional no esperará a que el Estado proteja a sus súbditos de golpes que parecen caer al azar del juego pobremente entendido y descontrolado de las fuerzas globales. Así que ya hay una nueva pero profundamente arraigada sensación de que, por mucho que uno sepa cómo debería ser una buena sociedad, no encontrará ningún organismo capaz ni deseoso de hacer realidad anhelos populares como éstos.
    Con todo, se ha vaciado el concepto de “ciudadanía” de gran parte de sus antiguos significados, verdaderos o postulados, al tiempo que se han desmantelado las instituciones manejadas o respaldadas por el Estado que permitían seguir creyendo en ella. Como hemos observado, el Estado-nación ya no es el depositario natural de la confianza del pueblo. Se ha conseguido que la confianza se exilie de su morada habitual durante la mayor parte de la historia moderna. Ahora flota y va a la deriva en busca de refugios alternativos. Pero ninguna de las alternativas en oferta ha conseguido hasta ahora igualar la solidez del Estado-nación como puerto de acogida.
    Hubo un tiempo en el que la identidad humana de una persona estaba determinada principalmente por el papel productivo que jugaba en la división social del trabajo cuando el Estado respondía (si no en la práctica, sí en sus intenciones y promesas) por la solidez y durabilidad de dicho papel, y cuando los súbditos del Estado podían apelar a las autoridades estatales para que salieran al paso, en caso de que ellos no pudieran seguir cumpliendo sus promesas ni estar a la altura de las responsabilidades asumidas para total satisfacción de sus ciudadanos. Esta cadena sin fisuras de dependencia y apoyo podía proporcionar la base de algo parecido al “patriotismo constitucional” de Habermas. No obstante, parece que apelar al “patriotismo constitucional” como remedio efectivo a los problemas actuales coincide con los hábitos de las alas de la lechuza de Minerva, conocidas desde la época de Hegel porque eran desplegadas al anochecer, cuando el día ha terminado… Uno sólo investiga a fondo el valor de algo cuando se desvanece ante nuestros ojos, cuando desaparece o se desmorona.
    En la situación actual, no hay mucho que nos haga albergar esperanzas en las posibilidades del patriotismo constitucional. En cuanto a la fuerza centrípeta del Estado para anular el empuje centrífugo de intereses y preocupaciones relacionados con colectivos autoreferenciales, sectoriales, locales y otras particularidades, el Estado debe ser capaz de ofrecer algo que no se puede obtener con tanta eficacia a niveles inferiores, y atar los cabos de una red de seguridad que de lo contrario quedarían colgando sueltos.
    El gobierno estatal es una dirección postal a la que los moradores de una sociedad cada vez más privatizada y desregulada es improbable que envíen sus quejas y estipulaciones. Les han dicho una y otra vez que confíen en su propio ingenio, en sus habilidades y diligencia, que no esperen salvación desde arriba: si tropiezan o se rompen las piernas en su camino individual a la felicidad es culpa suya, consecuencia de su propia indolencia y pereza. Puede que les excusen por pensar que los que detentan el poder se han lavado las manos de toda responsabilidad por la suerte que corren (contando con la excepción posible de encarcelar a los pederastas, de limpiar las calles de merodeadores, de holgazanes, de mendigos y de otros indeseables, y de tender redadas a sospechosos de terrorismo antes de que se conviertan en terroristas de verdad). Se sienten abandonados a sus propios recursos —absolutamente inadecuados— y a su propia iniciativa gravemente confundida.
    ¿Y qué soñarán o harán, en el caso de que les den oportunidad, estos abandonados, desocializados y pulverizados individuos solitarios? Una vez cerrados los grandes puertos o arrancados los rompeolas que les proporcionaban seguridad, los desventurados marinos se inclinarán por crear y cercar sus propios puertitos donde poder anclar y depositar sus afligidas y frágiles identidades. Al no confiar ya en la red de navegación pública, vigilarán celosamente el acceso a estos puertos privados de cualquier intruso. Para las mentes sensatas no hay misterio alguno en el espectacular crecimiento del fundamentalismo. Es todo menos desconcertante o inesperado. Heridos por la experiencia del abandono, los hombres y mujeres de nuestra época sospechan que son las piezas del juego de otro. Desprotegidos ante los movimientos de los grandes jugadores, y fácilmente repudiados y destinados al cubo de la basura cuando éstos deciden que ya no les pueden sacar partido. Consciente o inconscientemente, el espectro de la exclusión ronda a los hombres y mujeres de nuestra época. Saben —como nos recuerda Hauke Brunkhorst de forma conmovedora— que ya se ha excluido a millones, y que para “los que quedan fuera del sistema funcional, sea en la India, en Brasil o en África o incluso, como sucede en la actualidad, en muchos barrios de Nueva York o de París, cualquier otro sitio pronto resultará inaccesible. Ya no se oirá su voz, con frecuencia se quedan literalmente sin habla” [16] . Así que tienen miedo de que les dejen solos sin corazón tierno ni mano caritativa a la vista, y echan de menos terriblemente el calor, la comodidad y la seguridad de la convivencia.
    No es de extrañar que para mucha gente la promesa fundamentalista de “nacer de nuevo” en un hogar parecido a una familia, cálido y seguro, sea una tentación a la que a duras penas oponen resistencia. Podrían haber preferido algo distinto de la terapia fundamentalista, un tipo de seguridad que no exige borrar la identidad ni renunciar a la libertad de elegir, pero una seguridad así no está en oferta. El “patriotismo constitucional” no es una elección realista pero una comunidad fundamentalista se les antoja seductora en su sencillez, así que se sumergirán en su calidez de inmediato, aunque sepan que luego tienen que pagar por el placer. ¿Acaso no se han educado en una sociedad de tarjetas de crédito que, después de todo, quita impaciencia a la querencia?
    Con la globalización, la identidad se convierte en un asunto candente. Se borran todos los puntos de referencia, las biografías se convierten en rompecabezas cuyas soluciones son difíciles y mudables. No obstante, el problema no son las piezas concretas del mosaico, sino cómo encajan entre sí. ¿Cuál es su opinión?
    Me temo que su alegoría del rompecabezas sólo es esclarecedora a medias. Sí, uno necesita recomponer la identidad personal (¿las identidades?) igual que se compone un dibujo a partir de las piezas de un rompecabezas. Pero sólo se puede comparar la biografía con un rompecabezas defectuoso , del que se han perdido bastantes piezas (y uno nunca sabrá cuántas exactamente). Un rompecabezas que se compra en una tienda está todo en una caja, con la imagen final ya claramente impresa en su tapa, y con la garantía de que nos devolverán el dinero si todas las piezas que se requieren para reproducir exactamente la imagen no están dentro y de que no se puede improvisar ninguna otra imagen usando esas piezas. Así que uno puede consultar la imagen de la tapa después de cada paso para asegurarse de que se va por buen camino (el único correcto) al destino conocido de antemano y para comprobar cuánto trabajo falta para llegar a él.
    No hay consuelos así a disposición de uno cuando se elabora lo que será la propia identidad. Claro, hay muchas piececitas sobre la mesa que uno espera colocar en un conjunto medianamente coherente, pero la imagen que debería aparecer al final no se proporciona de antemano, así que no se puede estar seguro de tener todas las piezas que se necesitan para componerla, por mucho que se hayan seleccionado las correctas entre las que están sobre la mesa, por mucho que se hayan colocado en los sitios adecuados, por mucho que tengan su sitio en el dibujo final. Podemos decir que resolver un rompecabezas comprado en una tienda persigue una meta : uno comienza, por decirlo así, por el trazo final, por la última imagen que conoce de antemano, y luego toma una pieza de la caja después de otra e intenta que encajen. Se tiene todo el rato la seguridad de que al final, con el consabido esfuerzo, se encontrará el lugar adecuado para cada pieza y la pieza adecuada para cada lugar. Antes de empezar quedan asegurados el acoplamiento mutuo de las piezas y la finalización del conjunto. En el caso de la identidad, no es así en absoluto: toda la labor persigue unos medios : no se comienza por la imagen final sino por un número de piezas que ya se han obtenido o que merece la pena tener, y luego se intenta averiguar cómo se pueden ordenar o reordenar para conseguir algunos (¿cuántos?) dibujos satisfactorios. Se experimenta con lo que se tiene . El problema no es qué se necesita para “llegar allí”, para llegar al punto que se quiere alcanzar, sino cuáles son los puntos que se pueden alcanzar dados los recursos que ya tenemos en nuestro haber, y cuáles merecen que uno se esfuerce para conseguirlos. Podemos decir que la resolución de los rompecabezas sigue la lógica de la racionalidad instrumental (seleccionando los medios adecuados para un fin dado). Por otro lado, la lógica de la racionalidad con meta (averiguar lo atractivo que resultan los fines que se pueden conseguir con unos medios dados) guía la construcción de la identidad. El trabajo de un constructor de identidad es, como diría Claude Lévi-Strauss, hacer bricolage inventando todo tipo de cosas a partir del material que se tiene a mano…
    No siempre fue así. Una vez que la modernidad sustituyó a los Estados premodernos (que determinaban la identidad por nacimiento y, por tanto, proporcionaban pocas, en el caso de que hubiera algunas, oportunidades para que surgiera la pregunta “¿quién soy yo?”) por las clases , las identidades se convirtieron en tareas que los individuos tenían que ejecutar, como usted sugería con razón, a partir de sus biografías. Como entonces lo expresó Jean-Paul Sartre, para ser un burgués no es suficiente haber nacido burgués: ¡se necesita vivir toda una vida de burgués! Por lo que se refiere a pertenecer a una clase, uno necesita demostrar mediante hechos, mediante “toda una vida” (no sólo esgrimiendo un certificado de nacimiento) que pertenece a la clase a la que uno proclama que pertenece. Al no lograr proporcionar una prueba así de convincente, se puede perder el derecho a ser asignado a una clase, uno puede convertirse en déclassé .
    Durante la mayor parte de la era moderna estaba meridianamente claro en qué debería consistir semejante prueba. Podemos decir que estaba encarrilada profesionalmente, su trayectoria trazada de forma definida, señalizada durante todo el recorrido y jalonada con mojones que permitían a los caminantes controlar su avance. Había pocas dudas, en caso de que las hubiera, sobre la forma de vida que había que llevar para ser, digamos, un burgués, y para ser reconocido como tal. Sobre todo, dicha forma parecía estar diseñada de una vez por todas. Uno podía seguir paso a paso la trayectoria, adquiriendo sucesivos distintivos de clase en el orden “natural” apropiado, sin preocuparse de que pudieran moverse o invertir el sentido de las señalizaciones antes de finalizar el viaje.
    Fijar la identidad como tarea y meta del trabajo de toda una vida era, si se compara con la premoderna adscripción a los Estados, un acto de liberación; una liberación de la inercia de los modos tradicionales, de las autoridades inmutables, de los hábitos predestinados y de las verdades incuestionables. Pero como Alain Peyrefitte ha señalado en su concienzudo estudio histórico [17] , esa nueva libertad de autoidentificación sin precedentes, que siguió a la descomposición del sistema estatal, sobrevino junto a una nueva y sin precedentes confianza en uno mismo y en los demás, al igual que en los méritos de la compañía de los demás, a la que se ha dado en llamar “sociedad”: en su sabiduría colectiva, en la fiabilidad que inspiran sus instrucciones, en la durabilidad de sus instituciones. Para atreverse a correr riesgos, para tener el valor que requiere elegir, se necesita esa triple confianza (en uno mismo, en los demás, en la sociedad). Se necesita creer que está bien depositar la confianza de uno en las elecciones que se hacen socialmente y que el futuro se configura como cierto. Se necesita que la sociedad sea árbitro, no un jugador más que no suelta prenda y a quien le gusta pillar a uno por sorpresa…
    Los observadores más perspicaces de la vida moderna notaron bastante pronto, ya en el siglo  XIX , que la confianza en cuestión no estaba tan sólidamente fundamentada como la “versión oficial” (que se debatía por convertirse en el credo predominante, tal vez en el único) insinuaba. Uno de estos agudos observadores fue Robert Musil, quien bien al principio del siglo pasado se percató de que la sociedad “ya no funciona adecuadamente” en una época en la que los individuos habían “alcanzado las cimas de la sofisticación” [18] . La descarga de las responsabilidades de elegir en hombros del individuo, el desmantelamiento de las señalizaciones y la supresión de los mojones, además de una creciente indiferencia de los poderes en alza por la naturaleza de las elecciones realizadas y por su factibilidad, eran dos tendencias presentes en el “reto de la autoidentificación” desde el principio. En el curso del tiempo, estas dos tendencias, mutuamente reforzadas e íntimamente entrelazadas, hicieron acopio de fuerza, por mucho que se vieran con malos ojos, se lamentaran y tacharan de preocupantes, e incluso de evoluciones patológicas.
    La principal fuerza motriz que este proceso esconde ha sido desde el principio la “licuefacción” acelerada de marcos e instituciones sociales. Ahora estamos pasando de la fase “sólida” de la modernidad a la “fluida”. Y los fluidos se llaman así porque no pueden conservar su forma por mucho tiempo y, a menos de que se les vierta en un contenedor ceñido, siguen cambiando bajo la influencia de incluso la menor de las fuerzas. En un escenario fluido, no hay forma de saber si se producirá una inundación o una sequía, es mejor estar preparado para ambas eventualidades. No se debería creer que los marcos, cuando (si) son asequibles, van a durar mucho tiempo. No podrán aguantar todo ese goteo, toda esa filtración, esa destilación, ese vertido: tarde o temprano se empaparán, se ablandarán, se retorcerán y se descompondrán. Mañana se ridiculizará, se volverá la espalda y se despreciará a las autoridades a las que hoy se respeta; se olvidará a los famosos, sólo se recordará en concursos televisivos a los ídolos que marcan tendencias, se arrojarán a vertederos de basura novedades apreciadas, otras causas que igualmente proclamarán su eternidad desplazarán a codazos a las causas eternas (aunque, como ya se ha pillado los dedos sin cesar, la gente ya no creerá en lo que afirma), se desvanecerán y disiparán poderes indestructibles, otras todavía más poderosas se tragarán a las poderosas clases dirigentes económicas y políticas o simplemente desaparecerán; las acciones a prueba de bomba se convertirán en acciones bomba; prometedoras carreras de toda una vida se encontrarán en un callejón sin salida. Todo nos hace sentir como si habitáramos en un universo de Escher, donde nadie puede saber en ningún momento la diferencia entre ir loma arriba o rodar por la pendiente.
    Ya no se cree que la “sociedad” es un árbitro con principios, duro e inflexible, aunque esperanzado y justo, de los tanteos humanos. Recuerda bastante a ese jugador especialmente sagaz, astuto y tramposo con cara de póquer en la timba de la vida, que engaña cuando tiene oportunidad, que se burla de las reglas en cuanto puede. Resumiendo: a un viejo maestro de trucos bajo cuerda que, por norma, pilla desprevenidos a todos o a la mayoría de los demás jugadores. Su poder ya no reside en la coacción pura y dura: la sociedad ya no da órdenes sobre cómo vivir y, si las diera, importaría poco que se obedecieran o no. La “sociedad” sólo le pide a uno que no abandone el juego y que conserve fichas suficientes sobre la mesa para hacerlo.
    La fuerza y el poder que la sociedad ejerce sobre los individuos reside ahora en que es “localizable”, en su carácter evasivo, en su versatilidad y volatilidad, en que todos sus movimientos son pasmosamente imprevisibles, en la destreza al estilo Houdini con la que escapa de la más inexpugnable de las jaulas, en la habilidad con la que desafía las expectativas y se desdice de sus promesas, formuladas sin ambages ó astutamente insinuadas. La estrategia adecuada para tratar con una jugadora tan evasiva y errática es pagarle con la misma moneda…
    Se puede decir que don Juan (tal y como lo retratan Molière, Mozart o Kierkegaard) es inventor y pionero de esta estrategia. Según admite el don Juan de Moliere, la delicia del amor consiste en el cambio incesante. El secreto de las conquistas del Don Giovanni de Mozart, según opina Kierkegaard, es el don de terminar de inmediato y de hacer borrón y cuenta nueva. Don Giovanni se halla en un estado de creación perpetua de sí mismo. Según la opinión de Ortega y Gasset, Don Juan/Don Giovanni constituía una auténtica encarnación de la espontaneidad de la vida, cosa que le convertían en manifestación principal del malestar básico, de las preocupaciones y ansiedades de los seres humanos modernos. Todo ello impulsó a Michel Serres (en “La aparición de Hermes” en su Hermes ) a nombrar a don Juan primer héroe de la modernidad. Haciéndose eco del consejo de Camus (que observó que a un seductor al estilo donjuanesco no le gusta mirar retratos), Beata Frydryczak, perspicaz filósofa de la cultura, ha observado que como lo que cuenta para este héroe de la modernidad es el “aquí y ahora”, el instante fugaz, no puede ser un coleccionista. En el caso de que coleccionara algo, serían sensaciones, emociones, Erlebnisse [19] . Y las sensaciones son por naturaleza tan frágiles y de tan corta vida, tan volátiles, como las situaciones que las desencadenan. La estrategia del carpe diem es una respuesta a un mundo desprovisto de valores que pretende ser duradero.
    De lo que se deduce (creo) que su sugerencia de que el problema es la “forma en la que” (las diferentes piezas de las que se compone la supuesta identidad cohesiva) “encajan entre sí” es reveladora pero incorrecta. Encajar cosas en un conjunto unitario y coherente llamado “identidad” no parece que sea la preocupación principal de nuestros contemporáneos, a los que se ha metido por la fuerza e irremediablemente en una encerrona al estilo donjuanesco, obligándoles por tanto a adoptar la estrategia de don Juan. Tal vez esto no les preocupe en absoluto. Una identidad unitaria , firmemente fijada y sólidamente construida sería un lastre, una coacción, una limitación de la libertad de elegir. Presagiaría incapacidad para desatrancar la puerta cuando la próxima oportunidad llame a ella. En suma, sería una receta a favor de la inflexibilidad , de una situación que sigue siendo menospreciada, ridiculizada y condenada hoy en día prácticamente por todas las instancias (por los medios de comunicación de masas, por eruditos expertos en problemas humanos y por dirigentes políticos), ya que se opone a la correcta y prudente actitud vital que promete el éxito, siendo así una situación ante la que se recomienda el recelo casi por unanimidad y que hay que evitar escrupulosamente.
    Para una inmensa mayoría de los moradores del moderno mundo líquido, actitudes como preocuparse por la cohesión, respetar las reglas, atenerse a los precedentes y permanecer fiel a la lógica de la continuidad en vez de flotar en la oleada de oportunidades mudables y fugaces no son opciones prometedoras. Si alguna otra gente (¡rara vez por voluntad propia, por otra parte!) las adopta, de inmediato se destacan como síntomas de privación social y estigma de vida infructuosa, de derrota, de valor menor, de inferioridad social. En la conciencia general, terminan siendo asociadas con una vida en prisión o con un gueto urbano, adscritos a la detestada y aborrecida “clase inferior”, o con el confinamiento en campos de refugiados sin Estado…
    Los proyectos a los que uno juraría lealtad de por vida una vez elegidos y seleccionados (sólo hace medio siglo que Jean-Paul Sartre recomendaba projets de la vie ) tienen mala prensa y han perdido su atractivo. Si se presionara a la mayoría de la gente, los definirían como contraproducentes y en ningún caso como elección que harían de buena gana. Encajar piezas una y otra vez: sí, no se puede hacer otra cosa. ¿Y qué tal si las encajamos, si encontramos la mejor configuración que ponga punto final al juego del encaje? No, gracias, es algo sin lo que uno está mejor.
    Hacia el final de una vida de componer sin fin la armonía perfecta de los colores puros y de formas de limpieza geométrica (siendo la perfección un estado que no se puede mejorar y excluyendo, por tanto, todo cambio posterior), Piet Mondrian, el gran poeta visual de la modernidad sólida, pintó Victoria bugui-bugui : una feroz y tumultuosa cacofonía de formas amorfas y rojos, naranjas, rosas, verdes y azules de discordancia matizada…
    Una de las consecuencias de dichas transformaciones es la reemergencia de los nacionalismos. Así, si las biografías se llenan de rompecabezas, tenemos la paradoja de que la palabra “comunidad” ( Gemeinschaft ) vuelve a entrar por fuerza en el debate. ¿O es que por el contrario dichos fenómenos son complementarios?
    Una vez más no estoy seguro de que su diagnóstico sea correcto al cien por cien. Es cierto que estos días están aflorando diferentes movimientos que buscan comunidad/reconocimiento (y tienden a ser comúnmente interpretados como la “re-emergencia del nacionalismo”) en tierras donde la “cuestión nacional” parecía resuelta hacía unos cien años (y por mucho tiempo, tal vez por fin y para siempre). Cuando el infierno estalló en los Balcanes tras el desmoronamiento del Estado unitario yugoslavo, Tom Nairn resumió la opinión dominante sobre los acontecimientos como una reaparición de una fuerza irracional, oscura, arcaica y atávica, adormecida hasta hacía poco y a la que se consideraba difunta aunque al parecer no había muerto nunca de forma real e irrevocable, y que ahora, una vez más, “impulsa a los pueblos a anteponer la sangre al progreso razonable y a los derechos individuales” [20] . La cuestión que éste y otros diagnósticos similares sugirieron y suscitaron que había que plantearse fue “¿por qué se levantan las almas en pena?”. Es el tipo de preguntas que las películas de vampiros y zombis se siguen haciendo; una pregunta tan engañosa y fantasiosa como la idea misma de “volver de entre los muertos” o una milagrosa conservación de odios primitivos en el congelador del inconsciente colectivo. Aunque es fácil de entender por qué se ha utilizado un viejo nombre para denotar fenómenos noveles no del todo comprendidos, recurrir a redes de pesca conceptuales ya puestas a prueba cuando aparecen extrañas criaturas marinas insólitas hasta entonces es, después de todo, un hábito común consagrado por el tiempo. Pero deberíamos tener en cuenta la advertencia de Derrida y ser conscientes de que sólo podemos utilizar viejos conceptos, inevitablemente preñados de significados que han caducado, “a golpe de tachadura”.
    Hay dos razones obvias para este nuevo florecimiento de reivindicaciones de autonomía o de independencia, erróneamente llamadas “resurgimiento del nacionalismo” o resurrección/renacimiento de naciones. Una razón es el ferviente y desesperado, aunque desnortado, intento de encontrar protección de los aires globalizadores (a veces tan heladores y otras tan abrasadores) que los muros que se derrumban del Estado-nación ya no proporcionan. Otra es el replanteamiento del pacto tradicional entre nación y Estado, que sólo se pretende en una época de Estados debilitados que tienen cada vez menos ventajas que ofrecer a cambio de la lealtad exigida en nombre de la solidaridad nacional. Como usted puede ver, ambas razones aluden a la erosión de la soberanía estatal como factor principal. Los movimientos de los que hablamos expresan el deseo de reajustar la estrategia recibida de persecución colectiva de intereses, que intentan crear apuestas y actores nuevos en el juego de poder. Podemos (y deberíamos) ver con malos ojos el celo separatista de dichos movimientos, podemos condenar los odios tribales que siembran y lamentar los amargos frutos de dicha siembra, pero a duras penas podemos acusarles de irracionalidad o despacharlos sencillamente como pataleta atávica. Si lo hacemos, nos arriesgamos a confundir lo que necesita explicarse por la explicación misma.
    Los escoceses “volvieron a descubrir” su nacionalidad, con fervor patriótico incluido, cuando el Gobierno de Londres comenzó a embolsarse los beneficios de las ventas de licencias para perforar en busca de petróleo junto a las costas de Escocia (este nacionalismo renacido comenzó a perder muchos de sus patriotas recién reclutados una vez que comenzó a asomar el fondo por debajo de las plataformas petrolíferas del Mar del Norte). Cuando el control del Gobierno en Roma comenzó a debilitarse y se vieron venir las ventajas escasas de la lealtad al Estado compartido, la gente del acaudalado norte de Italia se preguntaba por qué se debería sacar año tras año a los pobres desventurados y holgazanes calabreses o sicilianos de la miseria a costa de los “norteños”, a lo que siguió de inmediato la puesta en cuestión de la identidad nacional italiana común.
    Con los primeros signos de la desaparición inminente del Estado yugoslavo, los eficientes y acaudalados eslovenos se preguntaron por qué tenían que desviar su riqueza a las partes menos afortunadas de la alianza eslava, yendo a parar en primer lugar a manos de los burócratas de Belgrado. Recordemos también que fue Helmut Kohl, el canciller alemán, quien primero expresó la opinión de que Eslovenia merecía un Estado independiente por ser étnicamente homogénea , cosa que pudo ser la chispa que prendió el polvorín balcánico de etnias, lenguas, religiones y alfabetos en un frenesí de limpieza étnica.
    La tragedia que siguió es bien conocida. Pero las supuestas “ofensivas atávicas” no brotaron de las oscuras profundidades del inconsciente, donde habían invernado desde tiempo inmemorial a la espera de que llegara el momento del despertar. Tuvieron que ser laboriosamente construidas , predisponiendo astutamente a vecino contra vecino, a un pariente contra otro, y transformando a todo el que estuviera destinado a formar parte de la comunidad proyectada en cómplice activo del crimen o en cómplice encubridor. Matar a los vecinos de al lado, la violación, la bestialidad, el asesinato de los indefensos, rompiendo uno a uno todos los tabúes más sagrados y haciéndolo a la vista de todos, con luces y taquígrafos, constituía de hecho un acto de creación de comunidad: invocando a una comunidad que se mantiene unida por el recuerdo de la fechoría original ; una comunidad que podía estar razonablemente segura de su supervivencia al convertirse en el único escudo protector de los perpetradores de ser declarados criminales en lugar de héroes, de ser llevados a juicio y castigados. Pero en primer lugar: ¿por qué la gente obedece a esas llamadas a las armas? ¿Por qué los vecinos se vuelven contra los vecinos?
    El viraje y el hundimiento espectaculares del Estado que servía de marco para que se llevaran a cabo de forma rutinaria las relaciones vecinales fue, sin duda, una experiencia traumática, una buena razón para temer por la seguridad de uno. Entre las ruinas del marco supervisado por el Estado creció y se asilvestró la mala hierba de la ansiedad. Le siguió una auténtica “crisis social”, y, como explica René Girard, en un estado de crisis social, “la gente culpa inevitablemente a la sociedad como conjunto (cosa que no cuesta nada), o a otra gente que parece especialmente dañina por razones fácilmente identificables”. En un estado de crisis social, los individuos aterrorizados se apiñan y se convierten en multitud, y “la multitud busca acción por definición pero no puede influir en las causas naturales (de la crisis). Por tanto, busca una causa accesible que mitigue su apetito de violencia”. Lo demás es bastante confuso, pero fácil de entender y de llevar a cabo: “para culpar a las víctimas de la pérdida de rasgos distintivos provocadas por la crisis, se les acusa de crímenes que eliminan dichos rasgos distintivos. Pero en realidad se les identifica como víctimas susceptibles de persecución porque llevan el letrero de víctimas” [21] .
    Cuando el mundo conocido salta en pedazos, uno de los efectos más inquietantes y desalentadores es la pila de escombros que tapan los límites y la lluvia de basura y chatarra que destroza las señales. No se temía ni odiaba a los aspirantes a víctimas por ser diferentes, sino por no ser lo bastante diferentes y mezclarse con demasiada facilidad con la multitud. Se requiere de la violencia para hacer que sean espectacular, inconfundible y descaradamente diferentes. Así, destruyéndolos, uno podía eliminar con un poco de suerte el agente contaminante que difuminaba los rasgos distintivos, recreando así un mundo ordenado en el que todos sepan quiénes son y donde las identidades ya no sean frágiles, inciertas ni precarias. Así, fiel al modelo moderno, aquí toda destrucción es una destrucción creativa : una guerra santa del orden contra el caos, una acción con propósito, una labor de construcción ordenada…
    Que nadie se llame a engaño: la crisis social causada por la pérdida de los medios convencionales de protección colectiva efectiva no es una especialidad balcánica. Con diferentes grados de virulencia y de condensación se experimenta por todo nuestro planeta, que se globaliza a paso de gigante. Sus consecuencias en los Balcanes podrían haber sido inusitadamente enormes, pero mecanismos parecidos están en funcionamiento en cualquier otra parte. Tal vez las cosas no vayan tan lejos como en los Balcanes y se pueda amortiguar el drama, a veces incluso inaudible, pero deseos y urgencias compulsivas parecidos empujan a la acción a la gente en cuanto se perciben los efectos mortalmente perturbadores de la crisis social.
    La meta que se codicia de forma más febril y extendida es excavar trincheras profundas y, a poder ser, infranqueables entre el “dentro” de una localidad territorial o categorial y el “afuera”. Afuera: tempestades, huracanes, ventiscas de nieve, emboscadas en la carretera y peligros por todas partes. Dentro: lo acogedor, calor, chez soi , seguridad, estar a salvo. Como para hacer que todo el planeta sea seguro (de modo que ya no necesitemos separarnos del “afuera” poco hospitalario) carecemos (o, al menos, creemos que carecemos) de herramientas adecuadas y de materias primas, delimitemos, rodeemos de una valla y fortifiquemos una parcela que sea claramente nuestra y de nadie más, una parcela en cuyo interior podamos sentir que somos los únicos e indiscutibles dueños. El Estado ya no puede alegar que tiene poder suficiente para proteger su territorio y a sus residentes. Así que la tarea que el Estado ha abandonado y tirado está en el suelo, esperando a que alguien la recoja. Cosa que no implica (en contra de una opinión muy extendida) un renacimiento, ni siquiera una venganza póstuma del nacionalismo, sino una vana aunque desesperada búsqueda de soluciones locales sustitutorias a problemas generados globalmente , en una situación en la que ya no se puede contar con la ayuda en esta materia de los organismos regidos por el Estado.
    La distinción entre el artificio republicano de consenso de ciudadanía y la pertenencia/filiación/asociacionismo “natural” se remonta tan atrás como a la querelle de los siglos  XVIII y XIX entre los filósofos franceses de la Ilustración y los románticos alemanes (Herder, Fitche: teóricos del Volk y del Volkgeist ), que precede e invalida todas las distinciones e identidades artificiales que se pueden legislar en la convivencia humana. Esos dos conceptos de nacionalidad adquirieron forma canónica en la oposición entre Staatnation y Kulturnation formulada por Friedrich Meinecke (1907). Geneviève Zubrzycki resumió su estudio de las definiciones al uso en los debates científico-sociales y políticos contemporáneos, contraponiendo los modelos/interpretaciones “étnicos” y “cívicos” del fenómeno de nacionalidad:
    “Según el modelo cívico de nacionalidad, la identidad nacional es puramente política; no es otra cosa que la elección individual de pertenecer a una comunidad basada en la asociación de individuos con ideas afines. Por el contrario, la versión étnica sostiene que la identidad nacional es puramente cultural. La identidad se proporciona con el nacimiento, se impone al individuo” [22] .
    La oposición se da, en resumidas cuentas, entre pertenecer por asignación primordial o por elección . En términos prácticos, entre un hecho en bruto que precede a los pensamientos y elecciones de los individuos humanos (un hecho que, según el modelo de rasgos determinados y genéticamente heredados del cuerpo humano, se puede desmentir, armar o, por el contrario, ocultar pero que jamás se puede obviar ni “deshacer” de forma realista), y una asamblea de la que, como club de asociación voluntaria, se puede formar parte y a la que se puede dejar a discreción y cuya forma, carácter y procedimiento están constantemente abiertos a la deliberación y nueva negociación por parte de sus miembros.
    Pero permítame observar que el término “cultural” con el que se describe hoy día el primero de los dos modelos es un nombre inapropiado dictado por los valores en boga de “lo políticamente correcto”. Después de todo, el término “cultura” entró en nuestro vocabulario hace dos siglos con un significado diametralmente opuesto: como antónimo de “naturaleza”, denotando estos rasgos humanos como productos (en cruda oposición con los obstinados hechos de la naturaleza), sedimentos o efectos colaterales de las elecciones humanas . Hechos por humanos que pueden ser en principio deshechos por humanos.
    Permítame también observar que el concepto romántico originado en una “nación sin Estado”, la Europa central germano-parlante, se dividió en innumerables y diminutas unidades políticas mientras que la noción republicana de la Ilustración estaba concebida en un “Estado sin nación”, en un territorio con una administración dinástica cada vez más centralizada que se debate por introducir una medida de coherencia en un conglomerado de etnias, dialectos y “culturas locales”: costumbres, creencias, rutinas, mitologías y calendarios. Las dos nociones no abogan por dos tipos alternativos de nacionalidad, sino por dos falsas interpretaciones sucesivas de la naturaleza de la convivencia humana en diferentes etapas de cohabitación, compromiso, matrimonio y divorcio entre nación y Estado. Cada interpretación falaz se hace eco de una práctica y de una tarea política un tanto diferentes. Una atiende mejor las necesidades de la lucha por la estatalidad, mientras que la otra atiende el mantenimiento de los intentos de “construcción nacional” del Estado político.
    Dada la separación en curso y el inminente divorcio entre Estado y nación (con el abandono por parte del Estado político de sus ambiciones asimilatorias, declarándose neutral respecto a las opciones culturales y lavándose las manos ante el carácter cada vez más “multicultural” de la sociedad que administra), no es de extrañar que las llamadas “concepciones” culturales de la identidad se estén volviendo a poner de moda entre los colectivos que buscan puertos estables, a salvo de las mareas de cambio incierto.
    Para la gente insegura, perpleja, confusa y aterrada por la inestabilidad y la contingencia del mundo que habitan, la “comunidad” se convierte en alternativa tentadora. Es un dulce sueño, una visión celestial: de tranquilidad, de seguridad física y de paz espiritual. Para la gente que forcejea en la tensa red de restricciones, prescripciones y proscripciones, gente que lucha por la libertad de elección y de autoafirmación, esa misma comunidad que pide lealtad inquebrantable y estrecha vigilancia de sus entradas y salidas es, al contrario, una pesadilla: una visión infernal o una prisión. La cuestión es que todos nosotros estamos (intermitente o simultáneamente) abrumados con “demasiada responsabilidad” y deseosos de “más libertad” que sólo puede granjearnos más responsabilidades. Por tanto, para la mayoría de nosotros, la “comunidad” es un fenómeno completamente ambiguo y de rostro pánico: amado u odiado, amado y odiado, atractivo o repelente, atractivo y repelente. Una de las elecciones más obsesivas, alucinantes y que más nos pone los nervios de punta de entre las muchas y ambivalentes opciones a las que nosotros, moradores del líquido mundo moderno, nos enfrentamos diariamente.
    En esta remodelación, incluso las formas básicas de la relación social atraviesan una mutación. Todo se vuelve inestable, líquido, desde las relaciones amorosas a la religión. ¿Pero cómo cambian las relaciones amorosas?
    Acaba usted de meter el dedo en otra formidable ambivalencia de nuestra moderna época líquida. Las relaciones interpersonales con todo lo que acarrean —amor, relaciones de pareja, compromisos, derechos y deberes mutuamente reconocidos— son al mismo tiempo objeto de atracción y de aprensión, de deseo y de temor; sedes de duplicidad y de vacilación, de examen de conciencia y de ansiedad. Como ya he sugerido en alguna otra parte (en Amor líquido ), tras El hombre sin atributos de Robert Musil, vino nuestro “moderno hombre sin ataduras” líquido. La mayoría de nosotros, la mayor parte del tiempo, adoptamos dos aptitudes frente a esa novedad de “vivir sin cadenas”, de relaciones “sin compromisos”. Las codiciamos y tememos al mismo tiempo. No daríamos marcha atrás pero nos sentimos a disgusto donde estamos ahora. No sabemos qué hacer para tener las relaciones que deseamos y, lo que todavía es peor, no estamos seguros de qué tipo de relaciones deseamos…
    Creo que Erich Fromm captó el dilema en su esencia cuando observó que “la satisfacción en el amor individual no se puede alcanzar… sin verdadera humildad, valentía, fe y disciplina”. Pero añadía enseguida, con tristeza, que, “en una cultura en la que dichas cualidades son raras, la consecución de la capacidad de amar debe seguir siendo un extraño logro” [23] . Amar significa estar decidido a compartir y a mezclar dos biografías, cada una con su diferente carga de experiencias y recuerdos y su propia singladura. Por la misma razón, significa un acuerdo cara al futuro y, por tanto, cara a ese gran desconocido . En otras palabras, como observó Lucano hace dos milenios y repitió Francis Bacon muchos siglos después, significa entregar rehenes al destino. También significa hacerse dependiente de otra persona dotada con una libertad parecida para elegir y con voluntad para mantener dicha elección, y, por tanto, de otra persona llena de sorpresas, imprevisible.
    Mi deseo de amar y de ser amado sólo puede culminarse si una auténtica disposición a que sea en las “duras y en las maduras” lo respalda, a comprometer mi propia libertad si fuera necesario, de modo que la libertad de la persona amada no sea violentada. En el Banquete de Platón, Diotima de Mantinea (que es “profetisa del temor al señor de la ciudad de los profetas”) le señala a Sócrates, con el acuerdo incondicional de este último, que el “amor no es para la belleza, como piensas”, “es para engendrar y dar a luz en la belleza”. Amar es desear “engendrar y procrear” y, por tanto, el amante “va buscando de un lado a otro la cosa hermosa en la que poder engendrar”. En otras palabras, el amor no encuentra su sentido en el ansia por cosas conclusas, terminadas y fabricadas de antemano, sino en la urgencia por participar en y contribuir a que dichas cosas se hagan realidad. El amor es afín a la trascendencia; sólo es otra denominación del impulso creativo y, como tal, está plagado de riesgos, como lo están todos los procesos creativos, que jamás saben dónde van a ir a parar.
    Terminamos con una paradoja. La esperanza de encontrar una solución guió nuestro inicio sólo para toparnos con nuevos problemas. Buscamos amor para encontrar socorro, confianza, seguridad, pero los aciagos y tal vez interminables trabajos de amor gestan a su vez confrontaciones, incertidumbres e inseguridades. En el amor no hay apaños rápidos, soluciones de una vez por todas, seguridad alguna de perpetua y total satisfacción, no hay garantía de que te devuelven el dinero en el caso de que la satisfacción total no sea instantánea y en estado puro. Todos esos mecanismos antiriesgo de pago que nuestra sociedad de consumo nos ha acostumbrado a esperar no se dan en el amor. Pero malcriados por los tenderos, que nos han atiborrado de promesas, hemos perdido la habilidad requerida para enfrentarnos a los riesgos y atajarlos nosotros solos. Así que tenemos tendencia a aplanar a golpes nuestras relaciones amorosas al estilo “consumista”, el único en el que nos sentimos cómodos y seguros.
    El “estilo consumista” pide que la satisfacción haya de ser, deba ser, es mejor que sea, instantánea, mientras que el valor exclusivo, el único “uso” de los objetos, es su capacidad para dar satisfacción. Una vez cesa la satisfacción (debido al desgaste natural de los objetos, debido a lo conocidos y aburridos que nos resultan, o debido a que hay otros sustitutos en oferta, menos conocidos, que no hemos probado y, por tanto, más estimulantes), no hay motivo para atestar la casa de cachivaches tan inútiles.
    Uno de los regalos de Navidad siempre favoritos de los niños ingleses es un perro (normalmente un cachorro). Al hablar de la grave crisis que atraviesa esta costumbre, Andrew Morton comentaba recientemente que los perros, conocidos sobre todo por su capacidad de adaptación al entorno y a las costumbres humanas, deberían “empezar por reducir su expectativas de vida de quince años aproximadamente a otra cifra más acorde con la duración de la atención en el mundo moderno: digamos unos tres meses” (el tiempo medio que transcurre antes de echar de casa a los perros alegremente recibidos). Un alto porcentaje de gente que pone a sus perros de patitas en la calle “se ha librado de ellos para hacer sitio a otro perro que esté más de moda” [24] .
    Lo mismo que sucede con los animales mascota pasa con los hombres mascota. Barbara Ellen, una columnista del Observer Magazine , escribe de “plantar a tu pareja” como de algo normal. “Siempre se nos ha dicho que la muerte es una parte importante de la vida. ¿Acaso la ruptura no es igualmente una parte importante de la relación?” [25] . Parece que romper se considera ahora un acontecimiento tan “natural” como lo es la muerte en relación con la vida, ya que las relaciones, una vez codiciadas como pasadizo a la eternidad de humanos mortales, se han vuelto fisíparas y mortales; efectivamente infestadas con unas expectativas de vida muchas veces más corta que la de los individuos que las han formado sólo para volverlas a romper. Otro ingenioso columnista británico sugería que casarse es como “embarcarse en un viaje por mar en una balsa de papel secante”.
    Animales o humanos, parejas o mascotas… ¿Importa algo? Todos sirven para lo mismo: satisfacernos (al menos para eso los conservamos). Si no lo hacen, no tienen sentido en absoluto ni, por tanto, razón de estar aquí. Como bien ha sugerido Anthony Giddens, la vieja y romántica idea del amor como elección de una pareja exclusiva “hasta que la muerte nos separe” se ha sustituido, a lo largo del proceso de liberación individual, por un “amor confluente”, una relación que sólo dura en la medida en que (y ni un instante más) satisfaga a ambos miembros de la pareja. En el caso de las relaciones, uno quiere que el “permiso para entrar” conlleve un “permiso para salir” en cuanto uno vea que no hay motivo alguno para quedarse.
    Giddens considera que este cambio en la naturaleza de las relaciones es liberador: ahora los miembros de la pareja son libres para irse y buscar satisfacción en otra parte si fracasan al intentar conseguirla o dejan de tenerla en la relación que han puesto en marcha. No obstante, lo que no menciona es que, como el comienzo de una relación requiere el consentimiento de dos y para acabar con ella basta con la decisión de uno solo de sus miembros, toda relación de pareja está condenada a ser blanco constante de la ansiedad: ¿Y qué pasa si el otro se aburre antes que yo? Otra consecuencia que Giddens no advierte es que la disponibilidad de una salida fácil constituye en sí misma un obstáculo formidable para la consumación del amor. Hace que sea mucho menos probable el tipo de esfuerzo a largo plazo que dicha consumación requeriría, que se sea susceptible de ser abandonado mucho antes de alcanzar una conclusión gratificante, rechazado por “no salir mucho a cuenta”, molesto por un precio que uno considera que no hay motivo alguno para pagar, teniendo en cuenta los sustitutos aparentemente más baratos asequibles en el mercado.
    Tres meses es como mucho el tiempo máximo que los jóvenes aprendices de la sociedad de consumo son capaces de disfrutar primero y luego de tolerar la compañía de sus mascotas. Es probable que perpetúen esa costumbre tempranamente adquirida en su vida posterior, cuando los seres humanos sustituyen a los perros como objetos de su amor. Morton echa la culpa a la reducción del “periodo de atención”. No obstante, se podrían buscar las causas en otra parte. Si nuestros ancestros fueron formados y entrenados, sobre todo, como productores, a nosotros se nos forma y se nos entrena primero como consumidores y luego como todo lo demás. Los atributos que se consideran ventajas en un productor (la adquisición y la retención de hábitos, lealtad a las costumbres establecidas, prontitud para demorar la gratificación, estabilidad de necesidades) se convierten en los vicios más impresionantes de un consumidor. Por mucho que siguieran existiendo o se convirtieran en normales, serían el toque de difuntos de la economía centrada en el consumidor.
    La educación de un consumidor no es una campaña aislada ni algo que se logra de una vez por todas. Comienza temprano pero llena toda una vida; tal vez el cultivo de las capacidades de un consumidor sea el único caso de éxito en la “educación continua” por la que normalmente abogan los teóricos y practicantes de la educación. Las instituciones de “educación para toda la vida del consumidor” son innumerables y están en todas partes, comenzando por la avalancha televisiva cotidiana, el periódico y los anuncios en paredes y vallas, y pasando por montones de relucientes revistas “temáticas” que se disputan la publicidad del estilo de vida de los famosos que marcan tendencia, de los grandes maestros de las artes del consumo, y concluyendo en los vociferantes expertos/consejeros que ofrecen recetas último grito, estudiadas y probadas a conciencia en laboratorio, para detectar y resolver “problemas vitales”.
    Detengámonos por un momento en todos esos expertos que se especializan en escribir recetas para las relaciones humanas, especialmente para las relaciones amorosas de pareja. Se alabará a las “parejas medio-distanciadas” como a “revolucionarios de las relaciones que han hecho estallar la sofocante burbuja de la pareja”, escribe uno de ellos en una revista muy respetada y leída con profusión. Otros experto/consejero informa a sus lectores de que “cuando uno se compromete, por muy a medias tintas que lo haga, debe recordar que es probable que esté cerrando la puerta a otras posibilidades románticas que pueden llenar y satisfacer más”. Otro experto sugiere que las relaciones de pareja, como los coches, debe pasar periódicamente la inspección técnica de vehículos y ser retiradas de la circulación en caso de resultado negativo. Otro experto suena todavía más contundente: “Las promesas de compromiso no tienen sentido a largo plazo… Como otras inversiones, crecen decrecen”. Así que, si usted desea “relacionarse”, mantenga las distancias; si desea realizarse a través de la convivencia, no haga ni exija compromisos. Mantenga todas las puertas abiertas a todas horas.
    Con todo, lo que deberíamos aprender de los expertos de relaciones de pareja es que el compromiso, especialmente un compromiso a largo plazo, es una trampa que los que buscan “relacionarse” deberían evitar más que cualquier otro peligro. La duración de atención humana se ha reducido, pero aún más seminal resulta la reducción del tiempo de predicción y de planificación. El futuro siempre ha sido incierto pero nunca se ha tenido la sensación de que su naturaleza volátil y caprichosa era tan indisciplinada como en el moderno mundo líquido del trabajo “flexible”, de los frágiles vínculos humanos, de los estados de ánimo fluidos, de las amenazas flotantes y de una imparable cabalgata de peligros camaleónicos. Nunca se ha tenido la rotunda sensación de que el futuro es, como ha sugerido Emmanuel Levinas, el “otro absoluto”, inescrutable, impermeable, inconocible, y, al final, fuera del control humano.
    En un mundo en donde se practica la falta de compromiso como estrategia vulgar de la lucha de poder y de la autoafirmación, hay pocas cuestiones en la vida (en caso de que haya alguna) que se puedan predecir, sin temor a equivocarse, que van a durar. Por tanto, el “presente” no está unido al “futuro”, y no hay nada en el “presente” que nos permita adivinar, ni mucho menos visualizar, la forma de las cosas por venir. El pensamiento a largo plazo (y aún más las obligaciones y compromisos a largo plazo) se perfila efectivamente como “sin sentido”. Todavía peor, pensamiento, obligaciones y relaciones a largo plazo parecen contraproducentes, categóricamente peligrosos, un paso insensato, un lastre que hay que tirar por la borda y que en primer lugar hubiera sido mejor no subir a bordo.
    Son noticias preocupantes, incluso aterradoras. Los golpes se dan directamente en el corazón de la forma humana de estar en el mundo. Después de todo, el peliagudo meollo de la identidad, la contestación a la pregunta “¿quién soy yo?” y, lo que es todavía más importante, la credibilidad continuada de cualquiera que sea la respuesta que se dé a semejante pregunta, no se puede formular a menos que no se haga referencia a los vínculos que conectan al ser con otra gente y se asuma que dichos vínculos permanecen estables y se puede confiar en ellos con el paso del tiempo. Necesitamos relaciones de pareja y necesitamos relaciones de pareja en las que nosotros contemos para algo, relaciones a las que nos podamos referir para definirnos. Pero debido a los compromisos a largo plazo que inspiran de forma notoria o generan inadvertidamente, las relaciones de pareja pueden estar, en un moderno entorno líquido, plagadas de peligros. Aun así las necesitamos, las necesitamos fatalmente, y no sólo por la preocupación moral del bienestar de los otros, sino también por nuestro propio bien, por el bien de la cohesión y de la lógica de nuestro propio ser. Cuando hay que incorporarse y permanecer en relación de pareja, el temor y el deseo se debaten por sacar lo mejor el uno del otro . Luchamos afanosamente por la seguridad que sólo una relación comprometida (¡sí, comprometida a largo plazo!) puede darnos y aun así tememos una victoria tanto como una derrota. Nuestra actitud con los vínculos humanos tiende a ser dolorosamente ambivalente, y actualmente las probabilidades de resolver dicha ambivalencia son exiguas.
    No hay salida fácil de este atolladero y, desde luego, no hay cura radical factible de los tormentos de la ambivalencia. Así que se produce una rabiosa y furibunda búsqueda de segundas soluciones, de soluciones a medias, de soluciones temporales, de paliativos, de placebos. Todo servirá para que se puedan dejar de lado las dudas atormentadoras y las preguntas sin respuesta, para posponer el momento de la verdad y de saldar cuentas, permitiendo así que sigamos de acá para allá por mucho que el destino esté, como mínimo, envuelto en la neblina.
    ¿Acaso la cantidad puede traernos la salvación si no se puede confiar en la calidad? Como toda relación es frágil, tal vez él recurso de multiplicar y amontonar relaciones nos haga sentir que el terreno es menos traicionero. ¡Gracias a Dios se pueden amontonar precisamente porque son, todas ellas, quebradizas y de usar y tirar! Así que buscamos salvación en “redes” cuya ventaja sobre vínculos irrevocables es que permiten conectar y desconectar con la misma facilidad (como explicaba recientemente un hombre de veintiséis años de Bath, prefiere “citas por internet” que bares de solteros porque si algo va mal “basta con apretar la tecla ‘borrar’”; en un encuentro cara a cara, uno no se puede librar de una pareja desagradable tan fácilmente). Y usamos nuestros teléfonos móviles para charlar y mandar mensajes, sintiendo así el consuelo de “estar en contacto” sin los desconsuelos que el “contacto real” puede deparar. Sustituimos las pocas relaciones profundas con una masa de contactos escasos y superficiales.
    Supongo que los inventores y los minoristas de “móviles visuales”, diseñados para transmitir imágenes, además de voces y de mensajes escritos, han calculado mal: no van a encontrar un mercado masivo para sus chismes. Supongo que la necesidad de mirar a los ojos al compañero de “contacto virtual”, de entrar en un estado de proximidad visual (por muy virtual que sea) privará a la charla con móvil de la principal ventaja por la que millones de personas que anhelaban “estar en contacto” al tiempo que mantenían las distancias se entregaron a ella de forma tan entusiasta…
    La “mensajería”, que elimina la simultaneidad y la continuidad del intercambio, atajando así de cuajo que se convierta en un auténtico, y por tanto arriesgado, diálogo, es lo que mejor colma el ansia de esos millones. El contacto auditivo va en segundo lugar. El contacto auditivo es un diálogo, pero felizmente libre del contacto ocular, esa ilusión de cercanía que entraña todos los peligros de la traición involuntaria (mediante gestos, mímica, expresión de los ojos) que los que charlan dejarían fuera de la “relación”. Esta forma restringida, “saneada”, de relacionarse encaja bien con el resto: el mundo líquido de las identidades fluidas, el mundo en el que terminar rápidamente, pasar a otra cosa y comenzar de nuevo es el nombre del juego. El mundo de las comodidades que siembran y esgrimen siempre nuevos y tentadores deseos para sofocar y olvidar los deseos de antaño.
    Libertad para pasar a otra cosa es el precio. Pero una opción que no somos libres de elegir es detenerse. Como hace mucho tiempo ya advirtiera Ralph Waldo Emerson, si patinas sobre una capa fina de hielo, tu salvación está en la velocidad.
    ¿Y cómo cambia la actitud hacia lo sagrado?
    No es una pregunta fácil de responder. Para empezar, “lo sagrado” es un concepto tristemente famoso por su indefinición y rebatido con vehemencia, y resulta dificilísimo estar seguro, y mucho más estar de acuerdo, sobre qué estamos hablando. Algunos escritores llegan a sugerir que lo sagrado se reduce a lo que sucede dentro de una iglesia o su equivalente; otros escritores sugieren que los lavados de coche o los viajes familiares al centro comercial dominicales son la encarnación actual de lo sagrado…
    Pero incluso si descartamos y olvidamos sugerencias tan extremas y bastante tontas (que, en mi opinión, son en sí mismas manifestaciones de la “crisis de lo sagrado”), y aceptamos que usted está preguntando por fenómenos del mismo tipo que los que Rudolph Otto trató de captar en la idea de “tremendo” o Inmanuel Kant en el concepto de “sublime”, la tarea no se hace mucho más fácil. ¿Tal vez ayudará aclarar en qué consisten semejantes fenómenos?
    Al intentar desenmarañar el misterio del poder terrenal humano, Mijaíl Batjín, uno de los filósofos rusos más grandes del siglo pasado, partió de la descripción de “miedo cósmico”: la magnificencia inhumana , sobrenatural del universo suscitaba una emoción humana , demasiado humana. En su opinión, el tipo de poder que sirve de cimientos, prototipo e inspiración al poder provocado por el hombre [26] . En palabras de Batjín, el miedo cósmico es la trepidación que se siente “frente a lo inconmensurablemente grande y poderoso”: “frente a los cielos estrellados, frente a la masa material de montañas, frente al mar y el temor a los trastornos cósmicos y a los desastres de los elementos”. Observemos que como núcleo central del “miedo cósmico” yace la nulidad del aterrado, lánguido y transitorio ser humano enfrentado a la enormidad del universo imperecedero; la mera debilidad, la incapacidad para la resistencia, la vulnerabilidad del blando y frágil cuerpo humano que revela la visión de los “cielos estrellados” o la “masa material de montañas”. Pero también se cae en la cuenta de que no está en poder de los humanos captar, comprender y asimilar mentalmente ese abrumador poderío que se manifiesta en la mera grandiosidad del universo. Pascal describió esa sensación y su fuente de forma impecable:
    Cuando considero el breve lapso de mi vida absorbida en la eternidad que viene antes y después…, el pequeño espacio que ocupo y que veo deglutido por una infinita inmensidad de espacios de los que no sé nada y que nada saben de mí, me da un escalofrío y me sorprendo de verme aquí en lugar de allí, ahora en vez de entonces [27] .
    Ese universo escapa a toda comprensión. Sus intenciones son desconocidas, sus “próximos pasos” imprevisibles. Si hay algún plan preconcebido o lógica en su acción, desde luego se hurta a la capacidad de los seres humanos para comprender (como sucede con el poder mental de los seres humanos para imaginar una situación “anterior al universo”, el “big-bang” no parece más comprensible que la creación en seis días). Y así el “miedo cósmico” es también horror a lo desconocido: el terror de la incertidumbre .
    Es también un terror más profundo… de impotencia a la que la incertidumbre sólo es un factor que contribuye. La impotencia se hace notable en cuanto la irrisoria y breve vida mortal se mide con la eternidad … y la diminuta parcela que ocupa la humanidad se compara con la infinitud… del universo. Lo sagrado , podemos decir, es reflejo de esa experiencia de impotencia. Lo sagrado es lo que trasciende nuestros poderes de comprensión, comunicación y acción.
    Batjín sugiere que todos los sistemas religiosos hacen uso del miedo cósmico (reprocesado, reciclado). La imagen de Dios, soberano supremo del universo y de sus habitantes, está modelada en la emoción conocida de miedo a la vulnerabilidad y en el temblor frente a la incertidumbre impenetrable e irreparable [28] . Leszek Kolakowski explica la religión a partir de la creencia de los humanos en la insuficiencia de los propios recursos.
    La mente moderna no era necesariamente atea. La guerra contra Dios, la búsqueda frenética de pruebas de la “existencia de Dios” o de “su muerte”, se destinó a sus márgenes radicales. No obstante, lo que hizo la mente moderna fue convertir en irrelevante a Dios para los asuntos humanos terrenales. La ciencia moderna surgió cuando se construyó un lenguaje que permitía narrar en términos no teológicos; es decir, sin referencia a “propósito” ni intención divinas, cualquier cosa que se aprendiera del mundo. “Si la mente de Dios es inescrutable, dejemos de perder el tiempo en leer lo ilegible y concentrémonos en lo que nosotros, humanos, podemos comprender y mor hacer”. Dicha estrategia condujo a espectaculares logros científicos con sus ramificaciones tecnológicas. Pero también tuvo consecuencias de largo alcance, no necesariamente benignas ni beneficiosas para la forma humana de estar en el mundo. La autoridad de lo sagrado, y más en general nuestro interés por la eternidad y los valores eternos, constituyeron sus primeras víctimas más destacadas.
    La estrategia moderna consiste en parcelar los grandes temas que trascienden el poder humano, en tareas más pequeñas que los humanos puedan manejar (por ejemplo, la sustitución de la inútil lucha contra la muerte inevitable por el tratamiento efectivo de muchas enfermedades evitables y curables). No se resuelven los “grandes temas”, pero quedan en suspenso, apartados a un lado, fuera de nuestra lista de prioridades, no olvidados pero sí casi nunca recordados. Preocuparse por el “ahora” no deja espacio para lo eterno ni tiempo para reflexionar sobre ello. En un entorno fluido constantemente mudable, la idea de eternidad, de duración perpetua o de valor duradero inmune al flujo temporal no encuentra sedimento en la experiencia humana.
    La velocidad de cambio asesta un golpe mortal a la idea de durabilidad: “viejo” o “de larga duración” se convierten en sinónimos de pasados de moda, de anticuados, de cosas que han “durado más tiempo que su utilidad” y que, por tanto, están destinadas a terminar en breve en el cubo de la basura.
    Si se compara con el tiempo de vida de los objetos que sirven a la vida humana y a las instituciones que las enmarcan, y con el estilo de vida en sí mismo, la existencia humana individual (corporalmente) parece poseer las expectativas de vida más largas. De hecho, parece ser la única entidad con expectativas de vida en alza, en lugar de en disminución acelerada. Cada vez hay menos cosas a nuestro alrededor (aparte de las que han sido extirpadas del flujo de nuestra vida cotidiana y momificadas para el disfrute turístico en tiempos de ocio) que en épocas precedentes han contemplado el nacimiento del individuo e incluso menos que, habiendo hecho su aparición en escena más tarde, se pueda pensar con toda razón que sobrevivirán a sus espectadores.
    La norma del “retraso de la gratificación” ya no parece un consejo sensato como todavía lo era en tiempos de Max Weber. Las preocupaciones documentadas por Pascal han dado un viraje diferente e inesperado. Quienquiera que esté interesado en nuestros días en cosas de larga duración, será mejor que se dedique a la prolongación de la vida corporal individual que a las “causas eternas”. Desfilando en las brigadas móviles del moderno ejército líquido, ya no podemos comprender a los terroristas suicidas que sacrifican su vida terrenal, con todos los placeres que puede deparar, por una causa imperecedera o una dicha eterna. Dadas su transitoriedad y fragilidad evidentes, todo lo que no sea la supervivencia individual parece una triste inversión. La única utilidad sensata de las cosas es servir para la supervivencia del individuo. Su delicia y gratificación potenciales se saborean mejor y se consumen ya mismo, sobre la marcha, antes de que se desvanezcan, como seguramente sucederá enseguida.
    Se podría mantener que éste es el reto más grande al que “lo sagrado” se ha enfrentado en su larga historia. No es que ahora nos consideremos autosuficientes y omnipresentes y ya no nos sintamos inadecuados, inermes, con recursos insuficientes (no nos hemos desembarazado de los sentimientos que Kolakowski señaló con precisión como fuente de los sentimientos religiosos). Sucede más bien que nos han entrenado para dejar de preocuparnos de cosas que parecen estar tozudamente más allá de nuestro poder (y, por tanto, también de cosas que parecen prolongarse más allá de nuestro tiempo vital) y para concentrar, en cambio, nuestra energía y atención en tareas que quedan dentro de nuestra competencia, de nuestro alcance (individual) y de nuestra capacidad de consumo. Somos aprendices diligentes e inteligentes, así que exigimos que las cosas y los temas deben explicar por qué merecen nuestra atención para granjearse nuestro interés, cosa que pueden hacer dando pruebas convincentes de su utilidad. No siendo ya el retraso de la gratificación una opción sensata, entrega y utilidad (al igual que la gratificación que los bienes prometen) deben además ser instantáneas. Las cosas deben estar listas para el consumo sobre la marcha; las tareas deben dar resultados antes de que nuestra atención vaya a la deriva en busca de otros afanes; los temas deben dar fruto antes de que el entusiasmo de cultivarlos se agote. ¿Inmortalidad? ¿Eternidad? Bueno: ¿dónde está el parque temático donde poder experimentarlas sobre la marcha?
    Hemos aterrizado en un país verdadera y totalmente extranjero… En una tierra desconocida, inexplorada y sin mapa: no hemos estado aquí antes, no hemos oído hablar de ello antes. Todas las culturas que conocemos, en todas las épocas, intentaron, con mayor o menor éxito, tender un puente para salvar el abismo existente entre la brevedad de la vida mortal y la eternidad del universo. Toda cultura ofrecía una fórmula para la proeza del alquimista: una nueva forja de sustancias básicas, frágiles y transitorias, en metales preciosos que resistieran la erosión, que fueran imperecederos. Tal vez seamos la primera generación que entra en la vida y vive sin fórmula semejante.
    La cristiandad confería a la estancia irrisoriamente corta en la tierra el tremendo significado de constituir la única oportunidad para decidir la calidad de la existencia espiritual eterna. Para Baudelaire la misión del artista consistía en despojar de la cáscara del instante fugaz a la almendra inmortal. De Séneca a Durkheim, los sabios no han dejado de recordar a todo el que quisiera escuchar que la verdadera felicidad (al contrario que los placeres momentáneos y esquivos) sólo se puede obtener si se la asocia con las cosas que poseen mayor duración que la vida física de un ser humano. Para el lector medio contemporáneo, semejantes sugerencias son incomprensibles y suenan superfluas. A los puentes que conectan la vida mortal con la eternidad, laboriosamente construidos durante milenios, se les ha arrebatado su utilidad.
    Antes vivíamos en un mundo que no estaba privado de puentes. Es demasiado pronto para decir qué vamos a encontrarnos, o en qué situación vamos a encontrarnos viviendo en una tierra semejante.
    El filósofo de origen esloveno Slavoj Žižek ha escrito páginas apasionadas contra la llamada sociedad occidental. Pero tenemos que observar amargamente que las tensiones internacionales actuales se están explicando con la tesis del choque de civilizaciones. Parece que todos los significados diferentes que el uso del término “identidad” lleva aparejados contribuyen a socavar las bases del pensamiento universalista, con el esmero que requiere mantener ese frágil equilibrio entre derechos individuales y derechos colectivos. Una auténtica paradoja, ¿no le parece?
    Sí, “identidad” es una idea completamente ambigua y una espada de doble filo. Puede ser un grito de guerra de individuos o de comunidades que desean que los primeros las imaginen. Unas veces el filo de la identidad está dirigido hacia “presiones colectivas” por individuos resentidos por la conformidad y que aprecian sus propias creencias (que “el colectivo” tachará de prejuicios) y sus propias formas de vida (que “el colectivo” condenaría como casos de “desviación” o “estupidez”, o al menos de anormalidad que requiere cura o castigo). Otras veces es el colectivo quien dirige el filo contra un colectivo mayor al que se acusa de devorar o destruirlo, de la innoble y viciosa intención de asfixiar la diferencia de un colectivo menor, para forzarlo o inducirlo a que su propio “ser colectivo” claudique, quede mal, se disuelva… En ambos casos, aunque parece que “identidad” es un grito de guerra que se utiliza en una guerra en defensa propia: un individuo contra el ataque de un colectivo, un colectivo más pequeño y más débil (y por esta razón amenazado) contra una totalidad mayor y con más recursos.
    No obstante, resulta que el otro lado —mayor y más fuerte— también esgrime la espada de la identidad. Ese lado desea morigerar las diferencias, desde que se acepte la presencia de diferencias como inevitable y duradera mientras insiste en que no son lo bastante importantes para impedir la lealtad a una totalidad mayor que está dispuesta a aceptarlas y a proporcionar una patria a todas esas diferencias y a sus portadores.
    En la época de la “construcción nacional” se pudo ver cómo los dos bandos esgrimían la espada de la identidad impidiendo lo uno y lo otro: empuñada en defensa de costumbres y hábitos, recuerdos, lenguas locales más pequeños, contra “los de la capital”, que fomentaban la homogeneidad y exigían uniformidad, esgrimida en la “cruzada cultural” de los partidarios de la unidad nacional que pretendían extirpar el “provincianismo”, el parroquianismo, el esprit de clocher de las comunidades locales o étnicas. El propio patriotismo nacional desplegó sus tropas en dos frentes: contra el “particularismo local”, en nombre de intereses y destino nacionales compartidos, y contra el “cosmopolitismo desarraigado” compartido, que consideraba y trataba a los nacionalistas justo de la misma forma que los nacionalistas consideraban y trataban a los “paletos provincianos cortos de miras” por su lealtad a idiosincrasias étnicas, lingüísticas o de culto.
    La identidad, digámoslo claramente, es un “concepto calurosamente contestado”. Donde quiera que usted oiga dicha palabra, puede estar seguro de que hay una batalla en marcha. El hogar natural de la identidad es un campo de batalla. La identidad sólo vuelve a la vida en el tumulto de la batalla; se adormece y queda en silencio cuando el fragor de la batalla se desvanece. Por tanto, no se puede evitar impedir lo uno y lo otro. Tal vez pueda ser deseada sin parar (y lo es normalmente, por filósofos que luchan por elegancia lógica), pero no puede ser obviada sin parar y todavía menos abolida sin parar en la práctica humana. La “identidad” entraña una lucha simultánea contra la disolución y la fragmentación; una intención de devorar y, al mismo tiempo, una resuelta negativa a ser comido…
    Al menos, en su pura esencia explícitamente admitida, liberalismo y comunitarismo constituyen dos intentos opuestos de volver a forjar la espada de la identidad en un sable de un único filo. Señalan los polos imaginarios de un continuum junto al que se libran todas las batallas por la identidad real y se urden todas las prácticas de identidad. Cada uno de ellos explota totalmente uno de los dos valores, igualmente apreciados e indispensables, para el bien de una existencia humana decente de pleno derecho: la libertad de elección y la seguridad que ofrece pertenecer a alguna parte. Y ambas lo hacen, explícita o implícitamente, subiendo de categoría uno de los dos valores en detrimento del otro. Pero las “batallas de identidad que realmente se libran” y “las prácticas de identidad realmente llevadas a cabo” no van a ninguna parte si se ciñen de cerca a la pureza y a las teorías o a los programas políticos declarados. Son y sólo pueden ser compuestos formados por las exigencias “liberales” de libertad para autodefinirse y autoafirmarse, por un lado, y por los “llamamientos comunitarios” a una “totalidad mayor que la suma de sus partes”, (al igual que por su prioridad sobre los impulsos perturbadores de cada una de las partes) por el otro.
    Los dos postulados casan mal juntos. Que aparezcan en compañía parece “tener sentido” cuando se formulan en términos concretos de conflictos específicos (auténticos o putativos) —“Usted debe claudicar de sus intereses personales en beneficio de la solidaridad que su colectivo necesita para oponer resistencia a un colectivo incluso mayor que intenta llevarse lo que usted aprecia y violar sus intereses. Unidos, resistimos; divididos, caemos”—, pero no expresados en términos de principios universales que son y seguirán siendo incompatibles. En la práctica de las guerras de identidad, los principios liberales y los comunitarios se alistan y desfilan en el campo de batalla unos junto a otros. No obstante, destilados de la acalorada turbulencia del campo de batalla y sujetos al juicio de la razón fría, reformulan de inmediato la oposición que existe entre ellos. La vida es más rica y menos elegante que cualquiera de los principios que intentan guiarla…
    Empero, esto no significa que los filósofos vayan a dejar de intentar enderezar lo torcido y reconciliar lo incompatible. (Un ejemplo reciente es el empeño de Will Kymlicka por exponer el caso fuera de la confusión del campo de batalla, no ya en un armisticio temporal, sino mostrando la afinidad esencial y la alianza permanente que existe entre principios liberales benignos y duras exigencias comunitarias. Resulta tentador tomar ad absurdum el razonamiento de Kymlicka y sugerir que lo que propone como último recurso es que el deber de aceptar la presión del colectivo y de rendirse a sus exigencias forma parte indispensable de la factura que pasan los “derechos individuales” de los liberales). No obstante, por muy ingenuos y filosóficamente elegantes que sean, los esfuerzos filosóficos por argumentar la auténtica contradicción a partir de la existencia a duras penas causarían gran efecto en las guerras de identidad actuales (aparte de ofrecer absolución y bendición). No obstante, pueden ejercer una influencia más bien adversa en nuestra claridad de visión y en nuestra comprensión de lo que vemos. Conducen peligrosamente cerca de la “neolengua” de George Orwell.
    Supongo que todas estas consideraciones confirman su sospecha de que “los diferentes significados que acompañan al uso del término identidad socavan las bases del pensamiento universalista”. Las batallas de identidad no pueden cumplir su función de identificación sin dividir tanto o más de lo que unen. Sus intenciones globales se entremezclan con (o más bien se complementan con) intenciones de segregar, eximir y excluir.
    Sólo hay una excepción a esta regla (la allgemeine Vereinigung der Menschheit de Kant, la verdadera y absoluta identidad inclusiva de la raza humana), que en su opinión era exactamente lo que la Naturaleza, tras ponernos en un planeta esférico, debió de haber intentado que fuera nuestro futuro compartido. No obstante, en nuestra práctica actual, “humanidad” es sólo una de las innumerables identidades que actualmente están participando en una guerra de mutuo desgaste. Sea cierta o incierta la suposición de Kant de que se ha diseñado de antemano la unidad de la humanidad como resultado de esta guerra, la “humanidad” no parece disfrutar de ninguna ventaja evidente en armas ni estrategias, en comparación con otros elementos combativos menores en tamaño pero aparentemente más versátiles y con más recursos. Como otras identidades postuladas, el ideal de “humanidad” como una identidad que abarca a todas las demás identidades sólo puede basarse en última instancia en la entrega de sus adeptos postulados.
    Al lado de sus competidores menos inclusivos, la “humanidad” parece hasta ahora discapacitada y más débil, en vez de privilegiada y más fuerte. Al contrario que otras identidades rivales, carece de armas de coerción (instituciones políticas, códigos legales, tribunales, policía) para proporcionar coraje a los sumisos, resolución a los vacilantes, y solidez a los logros de las incursiones para ganar adeptos. Como ya hemos visto antes, el “espacio de flujos” es una “zona libre de política y de ética”. Todo fondeadero seguro y asequible para la política, para principios éticos o legales, se halla hasta la fecha administrada por identidades menos inclusivas, parciales y divisorias.
    Por mucho que agucemos nuestra imaginación, la lucha de la humanidad por la autoafirmación no parece fácil, ni mucho menos se ha renunciado a su conclusión. Su función no consiste sólo en repetir una vez más una proeza que, a lo largo de la historia de la humanidad, se ha visto realizada muchas veces: sustituir una identidad más restringida por otra más inclusiva y hacer retroceder los límites de la exclusión. El ideal de “humanidad” nunca se había enfrentado antes a este tipo de reto, porque una “comunidad que incluya a todos” nunca se había puesto en la lista de las prioridades. Una especie humana fragmentada y profundamente dividida se enfrenta hoy a este reto sin otras armas que el entusiasmo y la entrega de sus militantes.
    Aun así, existe una nación que ha estado intentando institucionalizar la presencia conjunta de identidades colectivas pero específicas y, al hacerlo, casi ha terminado por reducir el carácter universalista de la ley moderna sólo a unas pocas normas. Desde luego, me estoy refiriendo a los Estados Unidos. Pero incluso en este caso, hay que tener en cuenta la puesta en cuestión de un marco institucional basado en el reconocimiento de las identidades parciales que se ha llevado a cabo en nombre de identidades ancestrales. ¿Qué cosa no ha funcionado en el melting-pot [crisol] ?
    Otra vez dan en el clavo sus observaciones. Las dos cosas van juntas: la escasa consistencia del conjunto de creencias, símbolos y reglas que vinculan a todos los miembros de una organización política, y la riqueza, densidad y diversidad de señas de identidad alternativas (éticas, históricas, religiosas, sexuales, lingüísticas, etcétera). Hay otros ejemplos similares al de Estados Unidos (aunque el “crisol” sea un sueño y una invención específicamente americanos). La situación es bastante similar en “otras tierras de colonizadores” (Australia, Canadá), donde los inmigrantes no encontraron una cultura históricamente formada, dominante y sin oposición, que pudiera servir como modelo de adaptación y de asimilación para cualquier recién llegado, que exigiera y consiguiera obediencia universal. Al contrario, bastantes inmigrantes eligieron su nuevo país con la esperanza de conservar, desarrollar y practicar ininterrumpidamente sus distinciones étnicas o religiosas que sentían amenazadas en sus países de origen. En los Estados Unidos, Australia o Canadá, la única cosa que se exigía a los recién llegados era jurar lealtad a las leyes del país (algo así como el “patriotismo constitucional” de Habermas). Por lo demás, se prometía (y garantizaba) libertad total en todos los asuntos sobre los que la constitución no se pronunciaba.
    Lo que se hizo obligatorio como condición de ciudadanía tenía un contenido demasiado escaso para bastar como identidad vigorosa y así, en mayor medida que en cualquier otra parte, la tarea de construir una identidad completa se convirtió en una labor de “hágalo usted mismo”. Y se emprendió y practicó como tal. América no sólo es una tierra de muchas denominaciones religiosas y étnicas, sino también de experimentación extendida, continua y obsesiva con todo tipo de “materias primas” susceptibles de ser usadas para forjar una identidad. Se han probado prácticamente todas y la que no lo haya sido, lo será…, y el mercado del consumidor no cabe en sí de gozo cuando llena las estanterías de almacenes y tiendas con señas de identidad siempre nuevas, originales y tentadoras, por no degustadas ni probadas. También se advierte otro fenómeno: la rápida reducción de las expectativas de vida de la mayoría de las identidades asumidas, junto a la velocidad en aumento con que se renuevan. Todas las biografías individuales son con demasiada frecuencia inventarios de identidades que se descartan…
    Si juzgamos los resultados de todo esto a partir del caso americano, una respuesta así a los problemas de identidad no resultaría ser una bendición absoluta. Con un Estado político que se muestra programáticamente neutral e indiferente a la “cocina del caserío” de las identidades, y que se abstiene de emitir un veredicto sobre los valores relativos de las elecciones culturales y de fomentar un modelo compartido de convivencia, hay pocos valores comunes —si acaso los hubiere— para mantener unida a la sociedad. “Nuestra forma de vida americana” a la que se refieren constantemente los políticos se reduce, como último recurso, a la ausencia de toda “forma de vida” consensuada y practicada universalmente, que no sea la aquiescencia, de buena o mala gana, de dejar la elección de “forma de vida” a la iniciativa privada y a los recursos a disposición de los ciudadanos individuales. En lo que se refiere a las elecciones y preferencias culturales, tal vez haya más desgarro y antagonismo que unidad. Los conflictos son numerosos y tienden a ser amargos y violentos, cosa que constituye una amenaza constante contra la integración social y contra las sensaciones de seguridad individual y de confianza en uno mismo, que, a su vez, provoca un estado de máxima y continua ansiedad. Como asunto individual que se emprende con pocos (y constantemente mudables) puntos de orientación, la tarea de armar la propia identidad, de hacerla coherente y presentarla ante el público para su aprobación, requiere la concentración de toda una vida, vigilancia continua, un enorme y creciente volumen de recursos y un esfuerzo incesante sin esperanza de tregua. La ansiedad profunda busca y termina en desfogues: es necesario descargar la cantidad sobrante. De ahí la tendencia a encontrar “apoyos de identidad” sustitutorios: enemigos compartidos en los que poder descargar la rabia acumulada, el pánico moral y los ataques de paranoia colectiva. Hay una demanda constante de enemigos públicos (“rojos debajo de la cama”, la “clase inferior” o sólo “los que nos odian” u “odian nuestra forma de vida americana”), contra los que los individuos (por otra parte, dispersos, celosos de su privacidad y mutuamente suspicaces) pueden unirse en un espectáculo cotidiano de “cinco minutos de odio” al estilo Orwell. Parece que el patriotismo, en su modalidad “constitucional”, puede convertirse en un asunto violento, lleno de ruido y furia. La lealtad a la ley del país está pidiendo a gritos un suplemento de odios y temores compartidos.
    Para seguir con la charla sobre el melting-pot [crisol], me gustaría sugerirle un tema que entraña respuestas ambivalentes. Me refiero a la crítica que algunas filósofas y académicas feministas han dirigido al concepto de identidad. Incluso en este caso podíamos decir, parafraseando a Jean-Paul Sartre, que haber nacido mujer no es suficiente para convertirnos en mujeres. Me parece que esto se encuentra en algunas contribuciones recientes de la teoría feminista. Es decir, el hecho de que la identidad no se considera como una factor inmutable, sino más bien como algo en marcha, como un proceso. Una buena salida de la jaula de la identidad: ¿no está usted de acuerdo?
    La naturaleza provisional de todas y cada una de las identidades y de todas y cada una de las elecciones que se hagan entre la multitud infinita de modelos culturales en oferta no es un descubrimiento de las feministas, ni mucho menos una invención suya.
    La idea de que nada en la condición humana se da de una vez por todas ni se impone sin derecho de revisión ni reforma (de que todo lo que es necesita “ser hecho” primero y que, una vez hecho, puede cambiar indefinidamente) se halla en la era moderna desde sus inicios. Efectivamente, el duro meollo de la forma de ser moderno es el cambio compulsivo y obsesivo (llamado indistintamente “modernización”, “progreso”, “mejora”, “desarrollo”, “puesta al día”). Uno deja de ser “moderno” una vez que deja de “modernizarse”, una vez que se guarda las manos y deja de juguetear con lo que es y con lo que el mundo en derredor es.
    También la historia moderna era (y sigue siendo) un esfuerzo continuo por ensanchar a empujones los límites de lo que los humanos pueden cambiar a voluntad y “mejorar” para que se adecue mejor a sus necesidades o deseos. También era una búsqueda implacable de herramientas y conocimientos que permitieran abolir y borrar por completo los límites más remotos. Hemos llegado tan lejos como para albergar la esperanza de manipular la composición genética de los seres humanos, que hasta hace poco constituía el modelo mismo de inmutabilidad, de esa “naturaleza” que los humanos deben obedecer. Efectivamente sería extraño que hasta las facetas de la identidad supuestamente más pertinaces, como el tamaño y la forma del cuerpo o su sexo, siguieran siendo durante mucho tiempo una excepción que se resiste a esa tendencia moderna omniabarcante.
    Se ha tardado unos siglos en elevar a nivel de credo universal los sueños de Pico della Mirandola (que los seres humanos serían como el legendario Proteo, capaces de cambiar de forma a cada instante y de sacar libremente lo que les apeteciera en cada momento del contenedor sin fondo de posibilidades). La mayoría de la gente piensa hoy día que se puede conseguir enseguida (o, al menos, que constituye una perspectiva realista para un futuro próximo) la libertad de cambiar cualquier aspecto y ropaje de la identidad humana.
    Seleccionar los medios requeridos para lograr una identidad alternativa a la elección de uno ya no es un problema (siempre y cuando tenga el dinero suficiente para comprarse la consabida parafernalia). Seguro que hay en las tiendas algún conjunto esperándole a uno para transformarnos en un abrir y cerrar de ojos en el personaje que queremos ser, que queremos que vean que somos, y que queremos que reconozcan que somos. Por poner sólo un ejemplo, el más reciente: tras la introducción de la “tasa de congestión” para conductores de coches en el centro de Londres, ser “conductor de motos” se ha convertido de inmediato en obligatorio para los londinenses obsesionados por estar de moda (aunque, obviamente, no por mucho tiempo…). La moto se ha convertido en “obligación”, pero también todo el equipo especialmente diseñado para quien desee desfilar en público con su nueva “identidad de motorista”: una cazadora de cuero Dolce & Gabbana, zapatillas de deporte rojas Adidas tope-guay, un casco color plata de Gucci, o gafas de sol envolventes amarillas de Jill Sander…
    Por otro lado, el problema real y la preocupación actual más común es el dilema contrario: ¿cuál de las identidades alternativas seleccionar y por cuánto tiempo aferrarse a la que por fin se selecciona? Si en el pasado el “arte de la vida” consistía principalmente en encontrar los medios adecuados para un fin determinado, ahora es cuestión de intentar, uno tras otro, todos los fines (mil veces infinitos) que se puedan obtener con la ayuda de los medios que ya se poseen o que se tienen al alcance. La construcción de la identidad se ha trocado en experimentación imparable. Los experimentos nunca terminan. Usted prueba una identidad cada vez, pero muchas otras (que todavía no ha probado) esperan a la vuelta de la esquina para que las adquiera. Y usted puede inventar y codiciar a lo largo de su vida muchas más identidades jamás soñadas. Nunca sabrá con seguridad si la identidad de la que actualmente hace gala es la mejor que puede obtener y la más susceptible de proporcionarle la mayor satisfacción.
    Su equipo sexual corporal es sólo uno de esos recursos a su disposición que, como los demás recursos, se pueden usar para todo tipo de propósitos y poner al servicio de todo un abanico de objetivos. Parece que el reto es ampliar al máximo el potencial de generar placer de este “equipo natural”, probando uno a uno todos los tipos conocidos de “identidad sexual”, y tal vez inventando todavía más sobre la marcha.
    Uno de los fenómenos más inquietantes que hemos presenciado ha sido el fundamentalismo religioso. Aparte de las disputas teológicas que han acompañado a la expansión de estos movimientos, su carácter esencialmente político me parece manifiesto, se den en la India o en el mundo árabe o sea la Mayoría Moral de Estados Unidos. Este fenómeno ha estado acariciando incluso las costas del estado de Israel. ¿Qué piensa usted del fundamentalismo religioso?
    Las tres religiones mayoritarias —cristianismo, islamismo y judaismo— tienen sus fundamentalismos respectivos. Y es posible suponer que el fundamentalismo religioso contemporáneo es un efecto combinado de dos evoluciones, en parte, relacionadas entre sí y, en parte, independientes.
    Una es la erosión, y la amenaza de una mayor erosión, de la “esencia de arraigado”, del sólido canon que mantiene unida a la congregación de fieles. Dicho canon posee unos límites cada vez más desgastados y difusos y sus costuras se están deshilachando, incluso deshaciéndose. Las sectas, que las iglesias consideran con aprensión como la mayor amenaza a su unidad, se multiplican. Y las iglesias son manipuladas para que adopten la postura de fortalezas asediadas y/o de “contrarreforma permanente”. El canon de la fe requiere ser defendido con uñas y dientes y reformulado cotidianamente, el despiste es suicida, la vigilancia está a la orden del día, la “quinta columna” (todo lo que sea poco entusiasta y vacilante dentro de la congregación) tiene que detectarse a tiempo y ser atajada de cuajo.
    Tal vez se pueda hacer un seguimiento de otra evolución a partir de las mismas raíces (concretamente, a partir de la nueva forma líquida que ha adoptado nuestra vida moderna). Pero que afecta principalmente a los electores involuntarios/compulsivos en los que todos nos hemos convertido en nuestro enclave social desregulado, fragmentado, mal definido, de baja resolución, imprevisible, dislocado y ampliamente descontrolado. Ya he insistido varias veces en que, junto a todas estas ventajas que se codician, las circunstancias vitales de un elector por necesidad también es una experiencia totalmente enervante. La vida de un elector es insegura. Los valores que evidentemente se pierden son la seguridad y también la confianza en uno mismo. El fundamentalismo (también el fundamentalismo religioso) ofrece estos valores. Al invalidar de antemano todas las propuestas rivales y rechazar el diálogo y la discusión con los disidentes y “heréticos”, inculca un sentimiento de certidumbre y elimina cualquier duda del código de conducta, sencillo y fácil de asimilar, que ofrece. Devuelve la sensación de consuelo y de seguridad que se obtendrán y se saborearán tras los altos e impenetrables muros que nos aíslan del caos que reina fuera.
    Algunas modalidades de iglesias fundamentalistas resultan especialmente atractivas para los necesitados y los empobrecidos que forman parte de la población, para aquellos a los que se ha despojado de la dignidad humana y humillado: gente que no puede hacer otra cosa que observar con una mezcla de envidia y resentimiento la jarana consumista y las maneras desenfadadas de los más pudientes (los musulmanes negros de los Estados Unidos, y los inmigrantes sefardíes que se reúnen en la sinagoga oriental en un Israel gobernado por askenazis son ejemplos espectaculares pero en ningún caso los únicos). Para esta gente, las congregaciones fundamentalistas proporcionan un refugio tentador y bienvenido, inasequible en cualquier otra parte. Dichas congregaciones recogen las tareas y obligaciones que el Estado social en retirada ha abandonado. También ofrecen el aliciente de una vida humana decente cuya desaparición sienten con el mayor dolor y que la sociedad en general les ha negado: la sensación de tener un objetivo, de dar un sentido a su vida (o a su muerte), de poseer un lugar legítimo y dignificado en el esquema global de las cosas. También prometen defender su fe contra las “identidades” forzadas, estereotipadas y estigmatizadoras que las fuerzas que gobiernan el hostil y poco hospitalario “mundo de ahí fuera” les han impuesto, o incluso vuelven las acusaciones contra los acusadores, proclamando que lo “negro es bello”, transformando así las supuestas desventajas en ventajas.
    El fundamentalismo (incluyendo al fundamentalismo religioso) no es sólo un fenómeno religioso. Extrae su fuerza de muchas fuentes. Para entenderlo por completo, debe verse bajo el prisma de la nueva desigualdad global y de la injusticia indomeñable que reina en el espacio global.
    Durante los últimos años, hemos presenciado el crecimiento de un movimiento social muy diferenciado que está en contra de la globalización neoliberal. Un movimiento que habla a menudo las lenguas de las identidades locales, amenazadas por el desarrollo económico. Aun así tengo la sensación de que, en este mismísimo movimiento, parece haber una fuerte ambivalencia. La identidad puede ser un camino hacia la emancipación, pero también una forma de opresión. ¿Qué piensa usted de ello?
    Desde luego es demasiado pronto para emitir un fallo definitivo sobre la significación histórica de los llamados movimientos “antiglobalización”. Por cierto, creo que el término es engañoso. No se puede estar “en contra de la globalización” como no se puede estar en contra de un eclipse de sol. El problema, y ahí reside la verdadera razón de ser del movimiento, no consiste en cómo “deshacer” la unificación del planeta, sino en cómo controlar y domar los hasta ahora salvajes procesos de globalización. En cómo hacer que, en lugar de constituir una amenaza, se conviertan en oportunidad de mostrarse humanitarios.
    No obstante, una cosa parece estar clara: “pensar globalmente, actuar localmente” es un lema descabellado e incluso dañino. No existen soluciones locales para problemas generados globalmente. Si hay alguna manera de hacerlo, los problemas globales sólo se pueden resolver mediante medidas globales. Buscar salvación de los perniciosos efectos de la globalización indomeñable y descontrolada, retirándose a un vecindario acogedor,atrancando puertas y ventanas, sólo ayuda a perpetuar el “Salvaje Oeste”, la situación de anarquía de la “tierra fronteriza”, las estrategias de “atrápame-si-puedes”, la desigualdad rampante y la vulnerabilidad universal. Las fuerzas globales, destructivas e indomeñables, prosperan en la fragmentación de la escena política y en la escisión de políticas potencialmente globales en una colección de egoísmos locales, siempre a la greña, que regatean por una porción mayor de las migajas que caen de la mesa del festín de los barones del atraco global. Todo el que sea partidario de las “identidades locales” como antídoto contra las fechorías de los globalizadores está en sus manos y haciéndoles el juego.
    Ahora la globalización ha alcanzado un punto sin retorno. Cada uno de nosotros depende del otro y sólo podemos elegir entre garantizarnos mutuamente nuestra vulnerabilidad o garantizarnos mutuamente nuestra seguridad compartida. Dicho abruptamente: entre nadar juntos o hundirnos juntos. Creo que, por primera vez en la historia humana, el interés en uno mismo y los principios éticos de cuidado y respeto mutuo que todos tenemos, apuntan en la misma dirección y exigen la misma estrategia. De ser una maldición, la globalización todavía puede trocarse en bendición: ¡la “humanidad” nunca tuvo mejor oportunidad! Ocurra o no, se atrape o no al vuelo esta oportunidad antes de que se pierda, sigue siendo, no obstante, una cuestión abierta. La respuesta depende de nosotros.
    No estamos viviendo el final de la historia, ni siquiera el principio del fin. Nos encontramos en el umbral de otra gran transformación: las fuerzas globales andan sueltas y se deben poner bajo control democrático popular sus ciegos y dañinos efectos; obligándoles a respetar y observar los principios éticos de cohabitación humana y de justicia social. Es demasiado pronto para hacer conjeturas sobre las formas institucionales que dicha transformación producirá: no se puede vaciar de antemano la historia. No obstante, sí podemos estar razonablemente seguros de que el examen que dichas formas tendrán que pasar para cumplir con la función deseada será elevar nuestras identidades a rango planetario, al rango de la humanidad.
    Tarde o temprano tendremos que sacar conclusiones de nuestra dependencia mutua irreversible. Si no lo hacemos, todos los beneficios que disfrutan los grandes y los poderosos en situación de desorden global (encontrando ofensivo y resistiendo por esta misma razón cualquier intento de crear instituciones planetarias de control democrático, de ley y de justicia) se seguirán obteniendo a un coste enorme para la calidad de vida y la dignidad de un número inmenso de seres humanos, y se echará más leña al fuego de la inseguridad y la fragilidad, ya formidables, del mundo que todos habitamos.
    Uno de los medios, uno de los instrumentos para jugar con la identidad es internet. De hecho, nos podemos comunicar en una red de extensión mundial creando identidades falsas. ¿No piensa usted que el tema de la identidad, exactamente en el ciberespacio, se desintegra hasta constituir sólo un pasatiempo?
    En nuestro mundo fluido, comprometerse con una sola identidad para toda la vida, o incluso menos que para toda una vida, aunque sea por un largo tiempo aún por venir, es arriesgado. La identidades están para vestirlas y mostrarlas, no para quedarse con ellas y guardarlas, cosa que más o menos se deduce de lo que hemos estado hablando hasta ahora. Pero si es ésta la situación en la que todos nosotros tenemos que atender a nuestros asuntos cotidianos, nos guste o no, es poco aconsejable echar la culpa a los aparatos electrónicos, como a los grupos de chateo de internet o a las “redes” de los teléfonos móviles, por este estado de cosas. Es más bien al revés: precisamente porque nos vemos eternamente obligados a dar nuevos giros y a moldear nuestras identidades, y porque no se nos permite ceñirnos a una identidad por mucho que lo deseemos, esos instrumentos electrónicos nos vienen bien, de ahí que hayan encontrado millones de adeptos entusiastas.
    Usted dice “identidades falsas”… pero sólo puede decirlo si supone que existe algo parecido a una “identidad de verdad” única. No obstante, este supuesto se le antoja poco creíble a la gente que va a la zaga de modas mudables…, y siempre sólo modas pero siempre obligatorias en la medida en que sigan de moda… Así es como Peer Gynt, el héroe de Henrik Ibsen, obsesionado toda su vida con encontrar su verdadera identidad, resume su estrategia vital: “¡He intentado que el tiempo se detuviera… bailando!”.
    Todo aquel que se sienta desconcertado y angustiado en nuestros días por el carácter esquivo de la identidad debería leer y reflexionar sobre Peer Gynt , la pieza teatral publicada en 1867. Y esto significa efectivamente todo el mundo. Todos los problemas actuales se prevén y examinan en ella proféticamente.
    Lo que Peer Gynt temía más que a ninguna otra cosa era “saber que nunca te puedes liberar” y “quedarte atascado” en una identidad “por el resto de tu vida” [29] . “Eso de no tener carril de retirada… Es una situación ante la que nunca claudicaré”. ¿Por qué era tan aterradora semejante perspectiva? Porque “quién sabe lo que se encuentra al doblar la esquina”. Lo que parece bello, cómodo y digno, una vez que se dobla la esquina, puede resultar feo, no apto y vil. Para escapar a una eventualidad tan insoportable, Peer Gynt se decidió por lo que sólo se puede denominar “ataque preventivo”: “El arte total de arriesgarse, / de tener la fuerza mental de actuar, / es éste: conservar tu libertad de elección”, “saber que habrá más días”, “saber que detrás de ti hay siempre un puente, si tienes que batirte en retirada”. Para que dicha estrategia dé fruto, Peer Gynt resolvió (equivocadamente, como se sabe al final de la historia) “cortar los vínculos que te unen a cualquier parte a tu hogar y a tus amigos / hacer saltar en pedazos todos tus bienes terrenales / decir un cariñoso adiós a los placeres del amor”. Incluso ser emperador de un reino es un asunto demasiado arriesgado, cargado con el lastre de muchas obligaciones y coacciones. Gynt sólo deseaba ser el “Emperador de la Experiencia Humana”. Siguió esta estrategia hasta el fondo, sólo para preguntarse al final de su larga vida, perplejo, triste y confundido, “¿dónde ha estado Peer Gynt todos estos años?… ¿Dónde he estado yo mismo, el hombre de verdad completo?”. Sólo Solveig, el gran amor de su juventud que permaneció fiel a su amor cuando su amante decidió convertirse en Emperador de la Experiencia Humana, podía responder a esta pregunta…, y lo hizo. ¿Dónde estabas tú? “En mi fe, en mi esperanza y en mi amor”.
    Hoy somos, un siglo y medio después, consumidores de una sociedad de consumo. La sociedad de consumo es la sociedad de mercado; todos nosotros estamos en y somos del mercado, a la vez clientes y mercancías. No es de extrañar que el uso/con-sumo de las relaciones humanas (y, por poderes, también de nuestras identidades: nos identificamos por referencia a la gente con la que tenemos relación) se equipare rápidamente al modelo de consumo del coche usado, imitando el ciclo que comienza con la venta y termina con la eliminación de residuos.
    Un número creciente de observadores espera razonablemente que sus amigos y conocidos desempeñen un papel vital en nuestra sociedad completamente individualizada. Con las estructuras de los apoyos tradicionales de la cohesión social cayéndose rápidamente a pedazos, las relaciones entretejidas en la amistad podrían convertirse en nuestros chalecos o botes salvavidas. Ray Pahl, al señalar que en una época de elección como la nuestra la amistad (“la relación social arquetípica que se elige”) es nuestra elección natural, llama a la amistad “escolta social” de la vida moderna más reciente [30] . No obstante, la realidad parece ser menos clara. En esta líquida vida moderna, “o modalidad moderna más reciente”, las relaciones constituyen una materia ambigua y tienden a ser el centro de la más virulenta y desquiciante de las ambivalencias: el precio del compañerismo que todos nosotros deseamos ardientemente es, indefectiblemente, una claudicación, al menos parcial, de nuestra independencia, por mucho que uno desee que lo primero no tuviera como consecuencia lo segundo…
    La ambivalencia continua acarrea la disonancia cognitiva, un estado mental tristemente degradante, que incapacita y dificulta la resistencia. Invita a su vez al repertorio habitual de estratagemas mitigadoras al que se recurre con más frecuencia, como rebajar, quitar importancia y menospreciar uno de los dos valores irreconciliables. Sujetas a presiones contradictorias, muchas relaciones, que se supone que lo son de todos modos “hasta nuevo aviso”, se romperán. La ruptura es algo que se espera con motivos fundados, algo sobre lo que se piensa de antemano y a lo que uno se prepara para enfrentarse.
    Cuando se calculan las elevadas probabilidades de desecho en el proceso de estrechar los vínculos de una relación, la previsión y la prudencia aconsejan preocuparse con mucha antelación del servicio de eliminación de desechos. Después de todo, los promotores inmobiliarios sensatos (al menos en Estados Unidos) no correrían el riesgo de comenzar un edificio a menos que obtuvieran un permiso de demolición. Los generales se muestran reacios a enviar sus tropas al campo de batalla antes de tener argumentos fundados de éxito. Y los patronos se quejan en todas partes de que la generalización del empleo es casi imposible debido a la observancia de los derechos que se han ganado sus empleados y a las restricciones que se imponen al despido.
    Las relaciones de pareja en las que se entra de inmediato, y se consumen y eliminan rápidamente bajo previa petición, tienen sus desagradables efectos colaterales. El espectro del cubo de la basura nos ronda cerca. Después de todo, las instalaciones de eliminación rápida de desechos son asequibles para ambas partes. Uno puede terminar en una grave situación como la que describe Oliver James: envenenado por un “sentimiento constante de ausencia de los otros en su vida, con sensación de vacío y soledad parecidos a la pérdida” [31] . Uno puede “tener un miedo continuo a que le dejen los amantes y los amigos”.
    Todos parecemos tener miedo, suframos o no de “depresión dependiente”, estemos a plena luz del día o asediados por alucinaciones nocturnas, al abandono, a la exclusión, a ser rechazados, a que se vote en contra nuestra, a ser repudiados, abandonados, despojados de lo que somos, a que no se nos permita ser lo que deseamos ser. Tenemos miedo a que nos dejen solos, indefensos y abandonados a la desgracia. Tenemos miedo a que nos nieguen la compañía, a que no haya seres queridos que nos amen ni manos que nos ayuden. Tenemos miedo a que nos tiren al cementerio de automóviles. Lo que más echamos de menos es la certidumbre de que todo eso no nos va a pasar a nosotros. Echamos de menos la exención de la amenaza de exención ubicua y universal…
    Los horrores de la exclusión emanan de dos fuentes, aunque pocas veces tenemos claro de qué naturaleza son, ni mucho menos nos debatimos por distinguir una de otra.
    Hay flujos y reflujos caprichosos, azarosos y totalmente imprevisibles de lo que, a falta de un nombre más preciso, llamamos “fuerzas de la globalización”. Cambian sin advertencia previa hasta dejar irreconocibles paisajes urbanos y campestres conocidos en los que solíamos echar las anclas de nuestra seguridad duradera y fiable. Remodelan los pueblos y causan estragos en sus identidades sociales. Pueden transformarnos, de un día a otro, en vagabundos sin techo, dirección ni identidades fijas. Pueden retirarnos nuestros certificados de identidad o invalidar las identidades certificadas. Y nos recuerdan cotidianamente que pueden hacerlo con impunidad: dejando caer en nuestra puerta a esa gente que ya ha sido rechazada, a la que se ha obligado a correr de por vida o a salir renqueante de sus hogares para proporcionarse medios de subsistencia, a la que se ha robado su identidad y su autoestima. En la actualidad no hay nada de lo que hablemos con más solemnidad y entusiasmo que de “redes” de “conexión” o de “relaciones”, sólo porque “lo real” (las redes entretejidas de cerca, las conexiones sólidas y seguras, las relaciones maduras) no han hecho otra cosa que desmoronarse.
    Necesitaba esta larga digresión para enfrentarme a su pregunta: para explicar que si hablamos compulsivamente de redes e intentamos obsesivamente invocarlas (o, al menos, sus fantasmas), mediante “contactos rápidos” y el arte mágico de los mensajes enviados por teléfono móvil, es porque echamos dolorosamente de menos las redes de seguridad que los auténticos canales de familiares, amigos y compañeros con el mismo destino solían proporcionarnos en la práctica, con o sin nuestro esfuerzo. Las agendas de los teléfonos móviles sustituyen a las comunidades desaparecidas y tenemos la esperanza de que suplirán las funciones de la intimidad perdida. Se espera que aporten un cargamento de expectativas que ni tienen fuerza para levantar ni mucho menos para mantener.
    Andy Hargreaves, permítaseme citarle una vez más, habla de “retahílas episódicas de interacciones minúsculas” que sustituyen cada vez más “a las conversaciones y relaciones continuadas del entorno familiar” [32] . Expuestos a los “contactos” que la tecnología electrónica “facilita”, perdemos la capacidad para ponernos en interacción espontánea con gente real. De hecho, cada vez nos asustan más los contactos cara a cara. Alargamos la mano para agarrar el móvil, pulsar furiosamente las teclas y amasar mensajes, evitando así convertirnos en rehenes del destino, hurtándonos a relaciones complejas, liosas, imprevisibles, difíciles de interrumpir, y negando la opción de relacionarnos con esa “gente real” que está físicamente presente a nuestro alrededor. Cuanto más amplia (cuanto más superficial, incluso) sea nuestra comunidad de fantasmas, más amedrentadora parece la tarea de construir algo juntos y de mantenerse unido con los reales.
    Como siempre, todos los mercados de consumo se muestran demasiado entusiastas para ayudarnos a salir de esta encerrona. Recogiendo la indirecta de Stjepan Mestrovič [33] , Hargreaves sugiere que “de este mundo hambriento de tiempo, en donde las relaciones se reducen, se extraen las emociones para volverlas a invertir en cosas consumibles. La publicidad asocia los coches con la pasión y el deseo, y los teléfonos móviles con la inspiración y la lujuria”. Pero por mucho que lo intenten los mercaderes, el ansia que prometen saciar no desaparecerá. Puede que los seres humanos se hayan reciclado como bienes de consumo, pero no se puede hacer que los bienes de consumo sean humanos. No en el tipo de humanos que inspiran nuestra desesperada búsqueda de raíces, de parentesco, de amistad y de amor. No en esos humanos con los que uno se puede identificar .
    Es preciso admitir que los bienes de consumo sustitutivos tienen una ventaja sobre la “cosa real”. Prometen exonerar de las tareas de negociación infinita y compromiso incómodo, aseguran poner fin a la vejatoria necesidad de autoinmolación de hacer concesiones, llegando a un acuerdo con todos esos lazos íntimos y amorosos que tarde o temprano se precisarán. Plantean la oferta de recuperar las pérdidas de uno, si esas presiones se consideran tan difíciles de soportar. Sus vendedores también garantizan la sustitución rápida y frecuente de los bienes en el momento en que uno ya no les encuentre utilidad, o cuando otros bienes, nuevos, perfeccionados y aún más seductores aparezcan en lontananza. Resumiendo, los bienes de consumo encarnan la revocabilidad y ausencia de finalidad máximas de las elecciones y el mayor margen de eliminación de los objetos elegidos. Y lo que es todavía más importante, parece que nos ayudan a controlarnos. Somos nosotros, los consumidores, quienes trazamos la línea entre lo útil y el material de desecho. Al tener por pareja objetos de consumo, podemos dejar de preocuparnos por terminar en el cubo del rechazo. ¿O no podemos?
    Desde mi punto de vista, la última pregunta sobre internet versa sobre el papel de los nuevos medios en la formación de la opinión pública y de la identidad colectiva. ¿Qué tengo en mente? En mi opinión, el libro requiere el análisis de otros dos temas: la identidad y los nuevos medios de comunicación, y la “política de identidad” (la crisis del multiculturalismo).
    Ya hemos hablado antes del “multiculturalismo”, ese tema tan convulso. Sugiero entonces que lo que a unos les cura a otros muchos les mata. La proclamación de la “época multicultural” refleja, en mi opinión, la experiencia vital de la nueva élite global que, cuando viaja (y viaja mucho, en avión o a través de la red mundial), encuentra a otros miembros de la misma élite global que hablan el mismo idioma y se preocupan por las mismas cosas. DandoD conferencias por Europa y más allá, me ha chocado que las preguntas que mi audiencia me hacía eran iguales en todas partes…
    No obstante, la proclamación de la época multicultural es, al mismo tiempo, una declaración de intenciones: de una negativa a emitir un fallo o a adoptar una postura; una declaración de indiferencia, de lavado de manos ante peleas nimias sobre estilos de vida preferidos o valores favoritos. Despliega la nueva “omnivoracidad cultural” de la élite global: tratemos el mundo como si fuera unos grandes almacenes gigantes con estanterías llenas de las más variadas ofertas, y seamos libres para vagar por una planta tras otra, probemos todo artículo expuesto al público, echemos mano de lo que nos venga en gana.
    Es la actitud de la gente que viaja…, que viaja incluso sin moverse de casa o de la oficina. No obstante, no es una actitud fácil de adoptar para la gran mayoría de los residentes del planeta, que se quedan fijos en su lugar de nacimiento y que, si desean ir a otra parte en busca de una vida mejor o simplemente diferente, serían detenidos en la frontera más cercana, confinados en campos para “inmigrantes ilegales” o “enviados de vuelta a casa”. La mayoría está excluida del festín planetario. No hay “bazar multicultural” para ellos. A menudo se encuentran, como ha sugerido Maria Markus, en un estado de “existencia en suspenso” [34] , aferrados a una imagen de un pasado perdido con cuya restauración se sueña, y del presente como aberración y obra de las fuerzas del mal. “Bloquean” la pasmosa cacofonía de los mensajes culturales.
    En ningún momento de los últimos dos siglos más o menos, ha sido tan profunda la diferencia entre los idiomas que hablan respectivamente la élite educada y acaudalada y el resto de la “gente”.
    Desde el advenimiento del Estado moderno, la élite cultivada se consideraba (acertada o equivocadamente, para mejor o para peor) la avanzadilla, la vanguardia de la nación: estamos aquí para conducir al resto de la gente a donde nosotros hemos llegado ya…, otros nos seguirán y es tarea nuestra conseguir que se muevan con rapidez. Hoy día se ha abandonado casi por completo este sentido de misión colectiva. El barniz de “multiculturalismo” disimula esta marcha atrás (o constituye una excusa para ello). Es como si los que alaban y aplauden las divisiones multiculturales estuvieran insinuando: somos libres de convertirnos en lo que deseemos, pero la “gente” se aferrará al sitio en que ha nacido y a la preparación que se les ha dado para seguir siendo lo que son. Y dejémosles: es asunto suyo, no nuestro.
    Usted pregunta sobre el papel de los medios de comunicación en la producción de las identidades actuales. Yo diría que los medios proporcionan la materia prima que sus espectadores usan para abordar la ambivalencia de su emplazamiento social. La mayoría de los telespectadores son tristemente conscientes de que se les ha vedado la entrada a las “festividades” policulturales planetarias. No viven, ni pueden soñar con vivir, en el espacio global extraterritorial en el que reside la élite cultural “cosmopolita”. Los medios de comunicación proporcionan “extraterritorialidad virtual”, “extraterritorialidad sustitutiva”, “extraterritorialidad imaginada” a multitud de gente a la que se niega el acceso a la real.
    El efecto de “extraterritorialidad virtual” se consigue sincronizando el desplazamiento de atención y sus objetos sobre vastas extensiones del globo. Millones y cientos de millones ven y admiran a las mismas estrellas cinematográficas o celebridades del pop, van simultáneamente del heavy metal al rap, de los pantalones de pata de elefante al último grito en zapatillas deportivas, truenan contra el mismo enemigo público (global), temen al mismo malvado (global) o aplauden al mismo salvador (global). Por una vez, esto les hace levitar espiritualmente por encima del suelo sobre el que no se les permite moverse físicamente.
    La sincronización de focos de atención y temas de conversación no es, desde luego, equivalente a una identidad compartida. Pero los focos y los temas van a la deriva tan rápidamente que apenas hay tiempo para captar esta verdad. Tienden a desaparecer de la vista y a ser olvidados antes de que haya tiempo para descubrir que son un farol. Pero antes de desaparecer se las apañan para aliviar el dolor de la exclusión. Crean una ilusión de libertad de elección como la que entretuvo y de la que disfrutó Peer Gynt, aunque vivir según dicha ilusión sea una tarea abrumadora y una lucha cuesta arriba, que engendra mucha frustración y deja pocos beneficios. Se intercalan momentos de felicidad en largos periodos de preocupación y de tristeza.
    Si usted desea que ate los muchos cabos que hemos empezado a devanar pero que en la mayoría de los casos hemos dejado sueltos, yo diría que la ambivalencia que la mayoría de nosotros experimentamos la mayor parte del tiempo al intentar responder a la cuestión de nuestra identidad es auténtica. La confusión mental que nos causa también es auténtica. No hay ninguna receta infalible para resolver los problemas a los que conduce dicha confusión y no hay apaños rápidos ni formas desprovistas de riesgo para tratar con todo ello. Yo diría también que, a pesar de todo eso, tendremos que enfrentarnos a la tarea de “identificarnos a nosotros mismos” una y otra vez y que dicha tarea tiene pocas probabilidades de ser coronada con éxito de forma permanentemente satisfactoria. Somos susceptibles de estar divididos entre desear una identidad de nuestro gusto y elección, y el temor a que, una vez adquirida dicha identidad, podamos descubrir, como Peer Gynt, que no hay “puente si te tienes que batir en retirada”.
    Y cuidado con optar por no enfrentarse al reto. Recordemos las palabras de Stuart Hall:
    “Como la diversidad cultural es, cada vez más, el destino del mundo moderno, y el absolutismo étnico un rasgo regresivo de la última modernidad, ahora el peligro mayor proviene de las formas de identidad cultural y nacional —nuevas y viejas— que intentan afianzar esa su identidad adoptando modalidades cerradas de cultura y de comunidad y negándose a comprometerse… con los peliagudos problemas que provoca intentar vivir en la diferencia” [35] .
    Intentemos, en la medida de lo posible, esquivar semejante peligro.

El bluff Bauman: Crítica de la “modernidad líquida”. Por José ...

Zygmunt Bauman (Poznan, Polonia, 1925) es profesor emérito en la Universidad de Leeds y en la de Varsovia. Ha enseñado sociología en Israel, Estados Unidos, Canadá y otros países. Su extensa obra, referida a las problemáticas sociales y a los modos en que pueden ser abordadas en la teoría y en la práctica, lo ha convertido en uno de los principales referentes en el debate sociopolítico contemporáneo.
    En su vasta obra, se cuentan los siguientes libros: Legisladores e intérpretes. Sobre la modernidad, la posmodernidad y los intelectuales (1997), Modernidad y holocausto (1998), La posmodernidad y sus descontentos (2001), Comunidad. En busca de seguridad en un mundo hostil (2003), Vidas desperdiciadas. La modernidad y sus parias (2005), Vida líquida (2006) y Miedo líquido. La sociedad contemporánea y sus temores (2007), entre otros.


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