lunes, 13 de abril de 2020

El código genético Isaac Asimov




Todos nosotros, aun sin darnos cuenta, estamos viviendo las etapas iniciales de uno de los más importantes descubrimientos científicos de la Historia.
    Desde el nacimiento de la Química moderna, acaecido poco antes de 1800 hasta hace unos años, los biólogos se preguntaban cuál es la naturaleza de la vida, sin hacer más que cortos avances en torno al tema. Algunos, desanimados, se resignaban a dar por insoluble el misterio de la vida y sus mecanismos, algo que el cerebro del hombre nunca podría comprender.
    Hasta que llegó la década de los 40. Mientras la guerra convulsionaba al mundo, un apasionado afán de creación se apoderó de los hombres de ciencia de todas las naciones. (Esta relación entre guerra y creatividad se ha advertido ya en otras ocasiones, aunque rara vez se ha pretendido utilizarla a modo de excusa de la guerra).
    Los bioquímicos ya habían aprendido a usar átomos radiactivos en sus investigaciones sobre organismos vivos. Los incorporaban a compuestos, a fin de poder seguir éstos por el cuerpo. Cuando, en los años 1940, gracias al reactor nuclear, se pudo disponer de átomos con mayor facilidad, los bioquímicos los utilizaron para desenredar algunos de los hilos que forman el complicado entramado de la química corporal.
    También en aquella década los bioquímicos aprendieron a separar los componentes de heterogéneas mezclas utilizando simplemente una hoja de papel absorbente, disolventes ordinarios y una caja hermética. Por otra parte, utilizaban también complicadísimos instrumentos: microscopios electrónicos que aumentaban los objetos cientos de veces más que los microscopios corrientes, espectrógrafos para determinar las masas que seleccionaban los átomos uno a uno, etcétera.
    También en aquella década se dio el primer paso para realizar la delineación rigurosa de la fina estructura de las moléculas gigantes que forman el tejido vivo.
    Pero el gran descubrimiento se hizo en 1944, cuando un científico llamado O. T. Avery y dos colegas suyos estudiaron una sustancia capaz de transformar una cepa bacteriana en otra. La sustancia era el ácido desoxirribonucleico, conocido por las siglas ADN o DNA, según su denominación inglesa.
    Para el profano, este descubrimiento puede parecer poco importante. Sin embargo, echó por tierra conceptos que los biólogos y los químicos daban por descontados desde hacía un siglo. Imprimió una nueva dirección a la investigación de la naturaleza de la vida e impuso nuevos métodos de estudio. La rama de la Ciencia que ahora se llama «Biología Molecular» recibió un gran impulso.
    En menos de veinte años se resolvieron problemas que se creían insolubles, y se corroboraron opiniones que parecían fantásticas. Los hombres de Ciencia entraron en una carrera en pos de nuevos logros y muchos de ellos salieron victoriosos.
    Las consecuencias son casi incalculables, pues la visión clara y fría de la Ciencia moderna ha penetrado en el estudio del hombre hasta un nivel más profundo que en cualquier otro momento de sus tres siglos y medio de existencia.
    La Ciencia tal como la conocemos nosotros empezó hacia el 1600, cuando el gran investigador italiano Galileo popularizó el método de aplicar métodos cuantitativos a la observación, tomar medidas exactas y abstraer generalizaciones que pudieran expresarse en forma de simples relaciones matemáticas, Galileo obtuvo sus triunfos en el campo de la mecánica, en el estudio del movimiento y de las fuerzas, campo que, hacia finales del siglo XVII , fue ampliado en gran medida por un científico inglés, Isaac Newton. El movimiento de los cuerpos celestes se interpretaba según las leyes de la mecánica; los fenómenos complejos se deducían de suposiciones básicas y simples y la Astronomía, al igual que la Física, empezó a tomar la forma moderna.
    La Física siguió avanzando y floreciendo por el camino que marcó el gran descubrimiento de Galileo. En el siglo XIX se domeñaron la electricidad y la fuerza magnética y se establecieron teorías que explicaban satisfactoriamente los fenómenos electromagnéticos.
    Con la llegada del siglo XX , el descubrimiento de la radiactividad y el desarrollo de la teoría de los cuantos y la de la relatividad llevaron la Física a un terreno más complejo y sofisticado.
    Entretanto, a finales del siglo XVIII , el químico francés Lavoisier aplicaba los métodos de la medición cuantitativa al ámbito de la Química, y esta rama del conocimiento se convertía en una ciencia propiamente dicha. El siglo XIX trajo el desarrollo de nuevas y fecundas teorías sobre átomos e iones. Se realizaron grandes generalizaciones: se establecieron las leyes de las electrolisis y se confeccionó la tabla periódica. Los químicos aprendieron a obtener, por medio de la síntesis, productos que no se encontraban en la naturaleza y a veces, para ciertas aplicaciones específicas, los productos sintéticos resultaban más útiles que los naturales.
    Hacia finales del siglo XIX empezó a desdibujarse la divisoria entre Química y Física. Florecieron nuevas ramas del conocimiento como la Química Física y la Termodinámica Química. En el siglo XX , la teoría de los cuantos permitió determinar la manera en que se unen los átomos para formar moléculas. En la actualidad, cualquier división entre la Química y la Física es puramente artificial, ya que ambas forman una sola ciencia.
    Y mientras la mente humana conquistaba estas brillantes victorias sobre el universo inanimado, mientras las ciencias físicas se agigantaban, ¿qué ocurría con las ciencias de la vida?. No habían quedado estancadas, desde luego, sino que avanzaban a grandes pasos. El siglo XIX , por ejemplo, presenció tres importantes descubrimientos.
    Hacia 1830, los biólogos alemanes Schleiden y Schwann definieron la teoría celular. En su opinión, todos los seres vivos estaban formados por células microscópicas que eran las verdaderas unidades de la vida.

    Hacia 1850, el naturalista inglés Darwin desarrolló una teoría de la evolución que abarcaba en un todo la vida pasada y presente. Aquella teoría es la base de la Biología moderna.
    Finalmente, hacia 1860, el químico francés Pasteur propugnó la teoría de los gérmenes de la enfermedad. Hasta entonces, los médicos no empezaron a saber lo que hacían realmente y la Medicina pasó a ser algo más que una profesión que se practicaba a la ventura y se dejaba en manos de Dios. De entonces data el fuerte descenso del índice de mortalidad y el espectacular aumento del promedio de vida.
    Sin embargo, estos descubrimientos de las ciencias de la vida, por apasionantes que resulten, no son de naturaleza parecida a los realizados en Física y Química: son descriptivos, cualitativos, no exigen la aplicación de mediciones exactas. No son generalizaciones que permiten hacer predicciones confiadas ni manipular expertamente alguna faceta del universo.
    Esta disparidad en el avance realizado en los distintos campos de la Ciencia ha sido causa de desesperación para muchos estudiosos de las humanidades. A medida que el hombre profundizaba y robustecía sus conocimientos del universo que le rodea, adquiría un mayor poder. Del dominio de la pólvora pasó al de los explosivos de gran potencia y bombas nucleares. Descubrió nuevos venenos, químicos y biológicos. Incluso dispone de un nuevo «rayo de la muerte» en forma de un instrumento llamado láser que promete también grandes avances en el campo de las comunicaciones, la industria e, incluso, la Medicina, si es que podemos dedicarnos a desarrollar sus usos pacíficos.
    El hombre siempre ha sido propenso a utilizar sus conocimientos para provocar el dolor y la destrucción; propensión que ha demostrado desde que aprendió a utilizar el fuego y empuñó por primera vez un palo. Pero en la década de los 40, por primera vez en la Historia, dispuso de unos conocimientos que le capacitan para destruir la especie humana y, quizá, toda manifestación de vida.
    La Ciencia ha puesto todos estos conocimientos al alcance de los seres humanos; pero el ser humano en sí continúa siendo un enigma para la Ciencia.
    Pero ¿y las «ciencias de la sociedad»? Grandes cerebros han estudiado detenidamente los impulsos psicológicos, «normales» y patológicos. Otros han estudiado las sociedades y civilizaciones creadas por el hombre. Sin embargo, ni la psicología ni la sociología han hecho más que arañar la superficie del tema ni han pasado de la fase puramente descriptiva. Ni una ni otra son lo que un químico, un físico o un fisiólogo avezado en mediciones cuantitativas llamaría «Ciencia»; ni con el mayor esfuerzo y mejor voluntad, ni psicólogos ni sociólogos han descubierto aún «qué es lo que hace correr a Juanito».
    De manera que no tenemos más remedio que afrontar esta verdad: en la actualidad el hombre sabe lo suficiente para matar a mil millones de hombres en un solo día por un acto de su voluntad; pero aún no alcanza a comprender lo que impulsa ese acto de la voluntad.
    «Conócete a ti mismo», exhortaba Sócrates hace 2.500 años. Y mejor será que la Humanidad aprenda a conocerse; ya que, de lo contrario, estamos perdidos.
    Por supuesto, las ciencias físicas han invadido el territorio de la Biología, anexionando una zona fronteriza aquí y haciendo una penetración allá. Los físicos han estudiado la contracción muscular y la tensión eléctrica del cerebro. Los químicos han tratado de averiguar las reacciones químicas que se producen en los tejidos vivos. La mayor parte del campo de la Biología, sin embargo, permanecía inaccesible y los científicos no pasaban de pellizcar la periferia, hasta la gran década de los 40.
    Luego, en 1944, casi de golpe, el problema central de la vida —del crecimiento, reproducción, herencia, la diferenciación de la célula del nuevo original, tal vez el auténtico funcionamiento de la mente— quedó expuesto al escalpelo de las ciencias físicas.
    Entonces, por primera vez, el hombre puso el pie en el camino real de la verdadera ciencia de la vida, camino que puede (y debe) conducir a una comprensión de la vida y la mente tan detallada como la que se posee de los átomos y las moléculas.
    Desde luego, esta comprensión podría ser mal utilizada, servir de instrumento para una nueva atrocidad: el control científico de la vida podría favorecer los designios de una nueva tiranía. O no; porque, debidamente utilizada, podría desterrar, o por lo menos controlar, la mayoría de los males, físicos o mentales, que aquejan al hombre. También podría poner las terribles fuerzas de la Naturaleza en manos de una especie que se comprendiera y se controlara, una especie, en suma, a la que se pudiera confiar el poder de decidir en cuestiones de vida y muerte.
    Quizá ya sea tarde; quizá la locura del hombre nos llevará a todos a la destrucción antes de que los nuevos conocimientos puedan fructificar. Pero, por lo menos, ahora podemos intentar ganar la carrera.
    Y quizá sólo tengamos que resistir durante una o dos generaciones; porque la velocidad a la que avanza la nueva ciencia es asombrosa.
    Veamos…
    En 1820, un físico danés llamado Oersted advirtió que la aguja de una brújula oscilaba cuando se acercaba a un hilo conductor de corriente eléctrica. Esta observación fortuita fue el primer paso en la asociación de los fenómenos de la electricidad y el magnetismo.
    Fue una simple observación. Casi nadie podía prever sus consecuencias. Las investigaciones derivadas de la observación de Oersted, sin embargo, permitieron el desarrollo de motores y generadores eléctricos y el invento del teléfono, todo en menos de un cuarto de siglo. Sesenta años después, se inventaba la lámpara incandescente y se iniciaba la electrificación del mundo.
    En 1883, Thomas Edison observó que si se introducía una placa de metal en una bombilla y se colocaba cerca del filamento caliente, se conseguía que una corriente eléctrica circulara por el vacío entre el filamento y la placa en una dirección, pero no en la otra.
    El propio Edison no advirtió la importancia del descubrimiento, pero otros repararon en ella; El «efecto Edison» se utilizó en lo que ahora se llaman «lámparas de radio» y nació la electrónica. Antes de que transcurrieran 40 años, la radio se había convertido en una nueva fuerza de la actividad humana. Y antes de 60 años, la televisión estaba sustituyendo a la radio y la electrónica se aplicaba a la construcción de gigantescas computadoras.
    En 1896, el físico francés Becquerel observó que una película fotográfica se velaba en presencia de un compuesto de uranio, aunque estuviera envuelta en papel negro. Al parecer, el uranio emitía rayos penetrantes (aunque invisibles) y aquella observación abrió a la Ciencia un mundo nuevo dentro del átomo.
    Después de un cuarto de siglo del descubrimiento de Becquerel, los científicos atómicos desintegraban átomos; después de otro cuarto de siglo, desintegraban ciudades. Al cabo de 60 años, las centrales nucleares suministraban energía para usos civiles y los físicos avanzaban a marchas forzadas en busca de la energía termonuclear artificial que cubriría nuestras necesidades de energía durante millones de años.
    En 1903, los hermanos Wright pilotaron la primera máquina voladora más pesada que el aire. Era poco mayor que una cometa grande con un motor exterior y consiguió elevarse unos metros antes de caer, a los pocos segundos. Pero al cabo de sesenta años los descendientes de aquel primer aeroplano, nuestros potentes reactores, transportan a más de un centenar de pasajeros de un extremo a otro de océanos y continentes a velocidades supersónicas.
    En 1926, Goddard lanzó un cohete, el primer cohete propulsado por combustible y oxígeno líquidos que alcanzó una altura de 55 metros y una velocidad de 100 kilómetros/hora.
    Pero la tecnología de los cohetes avanzó rápidamente y, a los 35 años, se construían unidades capaces de poner a los hombres en órbita alrededor de la Tierra, a una distancia de más de 160 kilómetros y a una velocidad de casi 29.000 kilómetros/hora. Parece indudable que antes de que transcurra otro cuarto de siglo el hombre llegará a la Luna y establecerá en ella bases científicas [1] .
    Sesenta años, pues, parecen ser el intervalo típico entre el descubrimiento y el pleno desarrollo. Puesto que los científicos estudiaron en 1944 una sustancia a la que llamaron ADN y puesto que su descubrimiento revolucionó con tremenda fuerza las ciencias de la vida, confío en que —si sobrevivimos— en el año 2004 la Biología Molecular alcanzará cotas que apenas pueden imaginarse ahora. Muchos de nosotros lo veremos. Y, si llegamos al año 2004 sanos y salvos, el hombre puede ser lo bastante sabio como para garantizar su propia seguridad incluso contra la posibilidad de la autodestrucción.
    Este libro intenta explicar los antecedentes del descubrimiento; su significado y sus consecuencias inmediatas y, por último, predecir lo que este descubrimiento puede traer en el futuro: lo que puede ser el mundo en el año 2004, visto con ojos ilusionados.


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