Ilyá Ehrenburg Gente, años, vida
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Con Balmont no tuve suerte. Cuando empecé a escribir versos, sus libros, para mí, fueron una revelación; soñaba con ver algún día al hombre que había escrito: «Yo a este mundo vine para ver el Sol». Dos años más tarde conocí a Konstantín Balmont, y entonces había muchas cosas en sus versos que me parecían ridículas: yo adoraba a Blok, leía a Ánnenski, Sologub, Gumiliov y Mandelstam. Balmont había visto el Sol a tiempo, pero yo había llegado con retraso a ver a Balmont.
Lo conocí en 1911. Él tenía entonces cuarenta y cuatro años. Yo sabía que vivía en París y, como es lógico, le mandé mi primer libro. Balmont era un hombre de sentimientos. Tuvo una vida rica en acontecimientos, a veces dramáticos. Por ejemplo, emigró dos veces. Si utilizamos las etiquetas habituales, la primera vez fue un emigrado rojo; la segunda, un emigrado blanco. Tras el aplastamiento de la Revolución de 1905, Balmont, horrorizado por los ensañamientos, el restallido de los látigos, las horcas, publicó en el extranjero los Cantos del vengador , un libro lleno de nobles sentimientos y de versos bastante malos. En él calificaba a Nicolás II de «verdugo sanguinario». Aunque el valor literario del libro era exiguo, el zar montó en cólera y a Balmont no le quedó otra que emigrar. Sólo en 1913, el gran duque Constantino (poeta mediocre que firmaba con las iniciales K. R.) consiguió que Nicolás amnistiara a Balmont.
Konstantín Dmítrievich Balmont vivía en la rue Passy, en un barrio donde luego se estableció la emigración blanca. A menudo recibía visitas de rusos de París, así como de compatriotas que venían de Rusia y franceses. A mí también me invitó, y aquella tarde yo era el único agasajado. La esposa de Konstantín Dmítrievich, una mujer alta y hermosa, me recibió amablemente, mi timidez desapareció de un plumazo, y olvidé que me hallaba ante un poeta famoso. Yo nunca iba de visita, sólo frecuentaba el café o los talleres sucios y fríos de los pintores. Y de pronto me encontré en una casa rusa, bien caldeada y llena de luz. Me ofrecieron té, y la hijita de Konstantín Dmítrievich, Ninika, no cesaba de hacer travesuras. Todo resultaba encantador y familiar, salvo el aspecto del anfitrión: Balmont era insólito.
Es difícil sorprender a los parisinos, pero más de una vez yo había presenciado cómo se la ejecución de Pugachov, la expiación. Al principio Balmont frunció el ceño con aire descontento, después escribió en mi cuaderno: «Acabo de oír un lenguaje bárbaro, | un grito-plegaria, una canción parecida a un gemido, | pero no quiero ponerte en guardia. | ¿Quieres desgarramiento? Dulce es la fuerza del declive. | Sé bárbaro. Cuando arde el incendio, | sólo el bárbaro es joven y audaz. | Sólo el viejo carece de razón». Más abajo aparece la fecha: 28 de diciembre de 1917. Tres o cuatro años más tarde se fue a París y allí decidió que el único que tenía razón era él. Sus versos políticos donde maldice la revolución son tan malos como sus Cantos del vengador . De nuevo era un emigrado, pero esta vez ya no por varios años sino de por vida. Vivía en la pobreza y cada vez se dio más a la bebida.
En 1934 me lo crucé en el boulevard Montparnasse. Estaba solo, envejecido, vestido con un abrigo raído. Todavía llevaba sus largos rizos, pero ya no eran rojizos sino blancos. Me reconoció, me saludó: «Me habían dicho que estaba usted en Rusia». Le respondí que hacía poco que había regresado de Moscú. Se animó y me preguntó: «Dígame, ¿se acuerdan de mí allí, me leen?». Me compadecí de él, le mentí: «Por supuesto que se acuerdan». Sonrió y, con la cabeza bien erguida, el pobre rey destronado continuó su camino.
La Gran enciclopedia soviética dedica al «poeta decadentista» veinte líneas, las mismas que a Benedíktov, pero a este último se le reconocen ciertos méritos, mientras que a Balmont, ninguno. Muchos jóvenes lectores soviéticos no tienen la menor idea de que existió tal poeta. Sin embargo, a principios del siglo XX era imposible dar con un estudiante que no conociera, si no sus poesías, la fama del Balmont. En 1901 Volinski escribía: «Con mayor o menor reserva, Balmont goza del reconocimiento general: pese a la impopularidad de la poesía decadentista en Rusia, el público capta y repite los sonidos dulces y ligeros de su laúd poético».
Para los simbolistas, fue un profesor, un maestro: como tal lo tenían Blok y Andréi Bieli cuando eran estudiantes. Briúsov, al hacer balance de los éxitos y fracasos de Balmont, decía: «Balmont nos mostró con qué profundidad la lírica puede revelar los secretos del alma humana». La poesía de Balmont también era muy apreciada por escritores alejados del simbolismo, como por ejemplo Iván Bunin. Es difícil imaginar a una persona más ajena que Antón Pávlovich Chéjov a la poesía arrebatada, a veces magnífica, otras bombástica, de Balmont. Pero Chéjov escribió al poeta decadentista: «Usted sabe que tengo en gran estima su talento y que cada uno de sus libros me procura no poco placer y emoción. Esto obedece, tal vez, a que soy un conservador». Gorki hablaba con entusiasmo de Balmont y recomendaba a los redactores de las revistas que publicaran sus poesías. Recuerdo con qué entusiasmo A. V. Lunacharski leía en voz alta los versos de Balmont. Se escribieron cientos de ensayos sobre su obra, sus libros se reeditaban todos los años, y no había modo de encontrar entradas para asistir a sus recitales. Bastaba con que el poeta apareciera en el teatro o en la calle para que se formara un círculo de frenéticas admiradoras a su alrededor. ¿Se trataba de una psicosis, un autoengaño? ¿Acaso pueda explicarse el reconocimiento del talento de Balmont por parte de Gorki o Briúsov por el hecho de que, a principios del siglo XX , los rusos que leían compartían con el poeta su «aspiración a huir de la realidad» y su entusiasmo ante la «barbarie», como afirma el capítulo de la Enciclopedia ?
Si he evocado a Benedíktov no es sólo porque gozara de mucha fama y luego cayera rápidamente en el olvido. Se puede decir que en sus obras menos afortunadas, Balmont recuerda a Benedíktov por su estilo estridente y la falta de buen gusto. Balmont pudo escribir, por ejemplo: «¡Quiero ser audaz, quiero ser valiente, | quiero los vestidos arrancarte!». (M. A. Voloshin aseguraba que una comadrona le había enviado una «Respuesta a Balmont» que contenía las siguientes líneas: «Quiero ser firme, quiero ser orgullosa, | quiero evitar que los hombres se me acerquen…»).
Es cierto que Balmont tiene cientos de versos malos: escribió muchísimo y publicó todo lo que compuso. Pero con sus treinta libros se puede compilar uno bueno: a fin de cuentas no es como Benedíktov. Por lo demás, ¿a quién gustaba Benedíktov? A las esposas poco exigentes de los funcionarios. Sin embargo, Balmont aportó muchos cambios a la poesía rusa; basta con releer algunos poemas suyos como «Refinada y lenta lengua rusa» o bien «Hay en la naturaleza rusa una tierna lasitud». El destino fue extraordinariamente injusto con Balmont: se le admiró y luego se le hizo pagar cara esa admiración. Se afirmó como un rebelde, como portavoz del mundo contemporáneo incurriendo no sólo en el egocentrismo, sino en un anacronismo impresionante. Entró en la literatura con el siglo XX . Los automóviles circulaban ya por las calles, se habían erigido los grandes complejos fabriles, se estaban librando las grandiosas luchas sociales, y Balmont continuó siendo un trovador del siglo XIV , que tenía un aire ridículo vestido con una americana moderna.
Cuando los futuristas asistieron a una velada literaria y se pusieron a echar pestes del envejecido Balmont, éste, echando la cabeza hacia atrás, recitó un viejo poema: «Calma, arrancad con calma los vestidos | de los antiguos ídolos. | Les habéis rogado largamente en el pasado, | no olvidéis el mundo de antaño».
Se avecinaba una tormenta grandiosa, y el trovador tardío se volvía de cara a la primera ráfaga con un ruego ingenuo: «Sé suave como un céfiro». Él, que había leído tantos libros, no había comprendido que no sólo se desnudaba con rapidez a los antiguos ídolos sino que se les quemaba sin contemplaciones. Sin duda, en eso residía un anacronismo mayor que el de sus rizos o el de su pose de hidalgo velazqueño.
Le aguardaba un largo y desapacible ocaso: la soledad, la desolación, las privaciones, la enfermedad mental. Murió en 1942.
16
Releo la primera parte de este libro y me pregunto por qué he omitido a ciertos amigos con quienes me encontraba casi a diario durante mi juventud y que me ayudaron a formarme, a encontrarme a mí mismo. Probablemente temía hablar de personas desconocidas para los lectores, pero eso es estúpido. Con Balmont pasé una decena de veladas de mi vida, pero con Tijón Ivánovich Sorokin pasé muchos meses y, pese a que era un hombre amable en grado sumo, dispuesto a tolerar cualquier excentricidad, ejerció más influencia en mí que el propio Balmont.
No recuerdo cómo lo conocí (fue en 1912), pero, en cambio, me acuerdo muy bien de su aspecto físico: las facciones de la cara poco acentuadas, los ojos marrones y una barbita no demasiado poblada como las que llevaban los intelectuales de principios de siglo. En aquella época los hombres comenzaban a afeitarse la barba. Durante largo tiempo traté de persuadir a Tijón de que se quitara la barba. Yo llevaba una vida desordenada: me pasaba las noches en las tabernas gastándome hasta el último franco, padecía hambre, escribía versos que enseguida dejaban de gustarme. En resumen: vivía sin orden ni concierto. Tenía un carácter espantoso, amargaba la vida a Tijón por su barba. Para hablar como Dante, se encontraba a mitad del camino de la vida (tenía once años más que yo), pero yo logré mi objetivo. En mi taller frío y vacío de la rue Campagne Première, Tijón se cortó la mitad de la barba y se afeitó el lado derecho del mentón, después se quedó inmóvil, tijeras en mano, y me dijo, consternado: «Quizá no sea demasiado tarde para detenerme». Mirándose en el espejo, él mismo comprendió que sí lo era, y su barba chejoviana desapareció para siempre.
Me recordaba en algo a Chéjov, tal vez por su bondad, el pudor, la capacidad de escuchar y comprender. Entre los muchos detalles que tuvo conmigo, señalaré que me habló tanto de La sala número seis y El monje negro que me obligó a tomar de nuevo los libros de Chéjov, que había leído durante mi adolescencia. Gracias a Tijón, Chéjov se convirtió desde entonces en mi escritor preferido. Me descubrió muchas cosas: la personalidad de Chaadáiev, el primer Dostoievski, el arte románico, la escultura gótica, intentó iniciarme en la filosofía de Soloviov, Berdiáiev, Florenski, pero ahí me resistía: me sentía más próximo a las dudas de Modigliani que a La columna y el fundamento de la verdad (título de un libro de Florenski).
En la primavera de 1913 decidimos —Tijón, Katia y yo— ir a Italia. Llegamos a Niza, y por la tarde fuimos al casino. Se nos ocurrió probar suerte en la ruleta. Nos repartimos cierta suma de dinero para jugar. Yo tuve una suerte extraordinaria, no dejaba de ganar y daba las monedas grandes de cinco francos a Katia, que las metía en su bolso. Para nuestra suerte, era tarde y el casino cerró enseguida. Cogí el bolso de Katia: ¡pesaba!
Al día siguiente contamos el dinero, apartamos cincuenta francos para jugar y el resto lo gastamos: comimos en un restaurante caro, luego fuimos a visitar una granja donde criaban avestruces y se podía dar naranjas a aquellos pájaros, poniendo dinero de por medio, por supuesto. Nos divertía ver las pequeñas bolas descender por el cuello largo del avestruz y dilapidamos todo el dinero en esa distracción. No importaba: ¡por la noche volveríamos a ganar!
En diez minutos perdimos todos nuestros recursos. Fue el inicio de una existencia humillante: habíamos perdido el dinero del viaje a Italia, al igual que otras sumas enviadas desde Moscú y París. Vivíamos en un hotel que parecía un burdel: en una habitación, Katia; en la otra, Tijón y yo. El propietario nos extendía la cuenta, nosotros respondíamos «Mañana». Empeñamos mi traje y, por turnos, Tijón o yo nos quedábamos en la cama, haciéndonos pasar por enfermos ante el mozo del hotel. Padecíamos hambre. Y de repente Katia encontró en el bolso una corona dental de oro. Intenté persuadir a Tijón de que debía ir a venderla, así compraríamos embutido, pasta de carne, queso… «¿Porqué yo y no tú?», me preguntó Tijón. Le expliqué que él era mayor y que tenía mejor aspecto.
En lugar de dirigirse a una tienda donde compraran oro a peso, fue a un dentista. Allí sacó la corona del bolsillo del chaleco y dijo, avergonzado: «¿Quiere comprarme este diente?». El doctor llamó por teléfono y dijo a su asistenta: «Acompañe a este señor a la puerta».
Tijón volvió, no contó nada, sólo me sacó de la cama en ropa interior y repitió durante un buen rato: «¡Qué vergüenza!». Treinta años más tarde, al recordarle la venta de la corona, se ruborizó y gritó: «¡Calla!».
Durante dos semanas más vivimos en la indigencia, después nos juramos solemnemente que no volveríamos al casino. Katia envió un telegrama a Petersburgo para pedir dinero a sus padres, les decía que había caído enferma. Una vez recibido el dinero, partimos para Florencia.
A veces Tijón se acordaba de su pasado: hijo de un comerciante rico, había crecido en la pequeña ciudad de Livni. En carnaval la familia hacía blinis para los mendigos. Tijón había peregrinado al monasterio de Zadonski. En 1905 se apasionó por la revolución y, cuando se alistó como voluntario, lo acusaron de haber fomentado un motín. No le quedó más remedio que huir al extranjero. Dividía su pasión entre la revolución, el arte y cierta mística. Cuando su padre murió en el extranjero, colocó sobre el ataúd una octavilla. Aquello no le impedía ser fiel ya no a un dogma sino más bien a un estado de ánimo religioso.
Los hijos del comerciante de Livna se repartieron la herencia. Tijón Ivánovich recorrió varios países europeos. Recordaba con entusiasmo las semanas transcurridas en Dubrovnik, que entonces se llamaba Ragusa: la combinación de la arquitectura del Renacimiento con una lengua eslava le había cautivado. (En 1945 me encontré en Dubrovnik con un anciano que me habló de su amigo e interlocutor de entonces, Sorokin). Tijón también había estado en Italia, en España, gastando el dinero a manos llenas, y cuando nos conocimos sólo le quedaban las migajas del pastel. Tenía alquilada una habitación para criados en una buhardilla, y un abad sabio que fue a visitar al señor Sorokin para conversar sobre las vidrieras de Chartres se quedó estupefacto cuando oyó decir a la portera: «La escalera de servicio, último piso, sexta puerta a la izquierda».
Nuestra estancia en Italia fue maravillosa; teníamos muy poco dinero, pero los manjares para los ojos fueron opíparos. En otoño, Katia me dijo que había decidido casarse con Tijón. Me puse triste, celoso, pero me resigné. Las cosas no funcionaban entre Katia y yo, teníamos caracteres diferentes, pero éramos igual de testarudos. Y además le había tomado cariño a Tijón.
Se llevaron con ellos a Irina y se instalaron en Poitiers. Yo los visité por unos días, y Tijón me habló en detalle de la belleza de la iglesia Sainte-Radegonde.
En el libro Poemas de las vísperas hay unos versos que llevan por título «A un amigo», dedicados a Tijón Sorokin: «Arráncame, amigo mío, | cabello tras cabello. | Fustígame como a un hijo, | y luego déjame pasear. | Subiré a la loma, | gritaré como una cigüeña unípede: | Mirad a un hombre salvado de la corrupción. | Que se ha arrepentido. | Él me enseñará todo. | Cómo me atormenta afectuosamente, | con su nombre de mártir, | sus bondadosos ojos marrones… | Levantad el vuelo, pájaros libres. | Sobre el estanque verde, muerto. | Gritaré y me acostaré en medio del campo negro, | limpiaré mi sangre con la tierra».
Se trata, por supuesto, de poesía, o, para ser más exactos, de una deformación de la realidad. Tijón no me atormentó, ni siquiera me abochornó (y motivos no le faltaban), a veces despertaba mi conciencia, pero no por sus ojos marrones, no por su nombre de mártir, sino por la pureza de su alma, y por ello le estoy agradecido.
Siempre estaba inmerso en la escritura de algún libro, pero nunca acabó ninguno. Quería explicar el significado del arte gótico, de Andréi Rubliov, del monasterio de Teraponte. Las circunstancias se lo impedían: tenía que ganarse la vida, escribir artículos para revistas, traducir novelas del francés. Y no sabía apresurarse, anidaba en él la honestidad del intelectual ruso del siglo pasado. Además, tenía mala salud: encontrar una enfermedad que no hubiese padecido sería harto difícil.
Pasó los últimos años de su vida con Katia en una casucha pequeña no lejos de Novi Ierusalim. Cuando se es viejo, se siente de manera más aguda hasta qué punto la vida puede separar a los hombres, pero cuando iba a casa de los Sorokin, reconocía siempre al amigo de mi primera juventud. Seguramente no haya atinado al hablar de Tijón, es posible que lo haya hecho de una manera demasiado unilateral, pero es inevitable, pues escribo un libro de memorias, y él para mí está ligado a una época lejana, cuando un joven de veintidós años, famélico, perdido, infatigable, erraba entre los museos florentinos, la poesía simbolista, diversas y pesadas «verdades eternas», y el recuerdo o el presentimiento de la tempestad rusa, las huelgas, las cúpulas, la ternura y la implacable verdad chejovianas.
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En mi juventud tuve ocasión de visitar dos veces Italia. Tenía poco dinero y pasaba la noche en albergues y tugurios sospechosos, comía pasta en las tabernuchas, costaba dos soldi el plato y daba una engañosa sensación de saciedad durante varias horas. Cuando no tenía dinero para el tren, hacía el camino a pie. Recuerdo los meses pasados en Italia como los más felices de mi vida. Fue allí donde comprendí que el arte no era un capricho ni un adorno, que no se presentaba como los días festivos del calendario, sino que con él se podía vivir en una misma habitación, como con la persona amada. Todos los jóvenes cuando se enamoran por primera vez tienen la impresión de que acaban de descubrir un mundo desconocido. Lo mismo sentí yo con respecto a Italia: desde tiempos inmemoriales los escritores extranjeros que se han encontrado en este país han sentido una dicha nueva y han percibido de una manera nueva la proximidad del arte: desde Stendhal hasta Blok, desde Goethe hasta nuestro contemporáneo Víktor Nekrásov. (Es cierto que Hemingway conoció en Italia la medida de la aflicción humana, pero eso fue durante la guerra, y la guerra es guerra en todas partes).
Para mí, Italia fue un paraíso y una escuela. En 1909 contemplaba los lienzos de Van Gogh, Gauguin y Matisse con recelo, casi con espanto, como un ternero mira pasar un tren. Cinco años más tarde trabé amistad con pintores, Picasso, Léger, Modigliani, Rivera. Sus obras me ayudaron a desenredar una madeja de esperanzas y dudas. Encontré la llave del arte moderno en el pasado. Es imposible comprender a Modigliani sin la pintura del Renacimiento, al igual que resulta imposible comprender a Blok sin Pushkin. (A Blok lo comprendí antes que a Modigliani. A Pushkin lo conocía desde niño, pero nadie me enseñó el abecedario de la pintura; sólo me habían dicho que Rafael era el mejor pintor del mundo y que el cuadro No lo esperaban [1] estaba vinculado con la lucha revolucionaria).
Cuando visité el Louvre por primera vez yo era un salvaje; quería ver a toda costa la sonrisa misteriosa de la Gioconda, y una vez la vi, comencé a preguntarme qué significaba; después me acordé de la Venus de Milo, tenía que verla sin falla, pues todo el mundo decía que encarnaba el ideal de belleza. Ante ella habían llorado Heine y Gleb Uspenski, enternecidos… El Louvre era un gran museo en una gran ciudad; me quedé un momento, suspiré y me fui. Los pequeños museos de la somnolienta Brujas fueron para mí la escuela de primaria, pero fue en Italia donde me apasioné realmente por el arte.
Pero no es un libro de pintura lo que escribo ahora, y ni siquiera intento reproducir con exactitud mis impresiones de antaño: es muy difícil, en el crepúsculo de una vida, acordarse de la mañana y comprenderla, la luminosidad ha cambiado, así como la percepción de lo que se ve. Ahora soy indiferente a muchas de las cosas que en otro tiempo me gustaron, mientras que, con el paso de los años, se me han revelado muchas otras ante las cuales pasé de largo en mi juventud. A diferencia de las ciencias exactas, el arte no se somete a juicios absolutos.
En el siglo XVIII , los conocedores ilustrados del arte consideraban el gótico como una barbarie monstruosa. Pushkin hablaba con menosprecio de la poesía de François Villon. Stendhal, aun admitiendo que Giotto era un escalón para llegar a Rafael, consideraba su pintura impotente y fea. Desde entonces, los juicios de valor han cambiado: a nosotros nos resulta cercano aquello que se les escapó a las mejores mentes de finales del siglo XVIII y principios del XIX . Pero ¿acaso no convendría no repetir sus errores desdeñando las obras de arte que hoy nos resultan ajenas? Explicaré el cambio de opinión de un individuo sólo para recordar hasta qué punto son relativos nuestros juicios de valor.
En 1911 me cautivaron los pintores del Quattrocento, sobre todo Botticelli. Dios mío, cuántas horas pasé ante El nacimiento de Venus y La primavera . Los frescos de Rafael me parecían aburridos. Giotto me recordaba los iconos. Las mujeres de Botticelli no eran burdas, gruesas y sonrosadas como las de los pintores venecianos, tampoco eran etéreas ni demasiado espiritualizadas, como en los cuadros de Memling o de Van Eyck. Venus miraba el mundo con pudor y una ligera tristeza; más o menos como yo la miraba a ella. Me apasioné por el libro Imágenes de Italia . Era como si Murátov se hubiese asomado a mi alma: escribía que El nacimiento de Venus era el cuadro más bello del mundo. Ahora me esfuerzo en comprender qué fue lo que me sedujo de Botticelli. Sin duda la combinación de la alegría de vivir y la amargura, el inicio de una época de incredulidad, su destreza para transmitir la confusión con armonía.
Dos años más tarde, al llegar a Florencia, lo primero que hice fue acudir a mi cita con los cuadros de Botticelli y me quedé desconcertado: eran maravillosos, por supuesto, pero los admiraba sin empatía; ya no se correspondían a mi estado de ánimo. Ya no deseaba poetizar la confusión. Me causaban mareo y yo quería mirar hacia una orilla firme. Admiraba a las personas llenas de fe, ya fuera Valia Neumark o Francis Jammes. Me enamoré de Fra Angelico: su pintura era acción, no sólo pintaba madonas, rezaba ante su tela. Me atraían Giotto y los maestros de Siena. Escribí: «Sieneses de miradas atentas, | en la iglesia, olor a cera, | y las fachadas de las catedrales | con su mármol de rayas».
Tenía ante mis ojos los frescos severos y meditabundos de los primeros maestros florentinos. De nuevo traté de comprender el motivo de la gloria de Rafael, en qué radicaba la atracción de Tintoretto, pero eso continuaba siendo para mí un libro cerrado.
No tardé en olvidarme de Fra Angelico. Vi los cuerpos alargados del Greco, los gigantes de Miguel Ángel, los paisajes trágicos de Poussin. Conocí decenas de museos diferentes. A veces el destino me lanzaba a Italia. Se producían grandes acontecimientos; se podrían escribir cientos de libros y no se lograría contar todo. En 1924 vi a Italia humillada, ofendida, indignada: mientras estaba en Roma, los fascistas raptaron a Matteotti. En la Capilla Sixtina, Jeremías se afligía e intentaba justificar su título de profeta.
Un cuarto de siglo más tarde, me encontré de nuevo en Italia. La primavera de Botticelli me pareció amanerada y empalagosa. Contemplé con respeto los frescos paduanos de Giotto, pero sin la adoración de antaño. En cambio, a una edad madura, «descubrí» por primera vez a Rafael (me refiero a las estancias vaticanas; la Madona Sixtina me sigue dejando tan indiferente como antes). Me conmovieron la serenidad y la armonía de La Escuela de Atenas y La disputa del Sacramento ; resulta difícil imaginar que se trate de las obras de un hombre joven. Por lo general, los pintores se van formando despacio, como los árboles, y su vida es larga: Tiziano vivió hasta los noventa y nueve años; Ingres y Rouault hasta los ochenta y siete; Miguel Ángel, Claude Lorrain, Goya, Monet, Degas rebasaron los ochenta. Rafael murió como mueren los poetas, a la edad de treinta y siete años, y según parece fue el más rico en entendimiento. Los temas ni le apasionaban ni le repelían. Por ejemplo, cuando tuvo que representar la disputa eclesiástica en torno a la eucaristía, siendo un hombre profundamente mundano, no podía sentir gran entusiasmo por semejante tema. Las discusiones teológicas del siglo XVI nos interesan poco, pero nos fascina y nos conmueve la composición de Rafael. Lo único que es apto como sujeto de descripción, decía Stendhal, es aquello cuyo interés persiste incluso después del veredicto de la historia. ¿Qué es lo «interesante» para nosotros en La disputa del Sacramento ? No el tema de disputa, por supuesto, ni los personajes que participan en ella. La composición, el dibujo, los colores son capaces de emocionarnos cuatrocientos años después de haberse pronunciado el veredicto de la historia, y no sólo en lo que se refiere a los adeptos de las diversas formas de comunión, sino también a las creencias que han engendrado en esos ritos.
En Venecia, no podía abandonar la enorme sala de la Scuola di San Rocco donde se hallan los cuadros de Tintoretto. Tampoco aquí se trata de una cuestión de temas: son los mismos que se repiten en multitud de cuadros de otros pintores. Pero Tintoretto, que tenía una visión, una percepción y una concepción trágicas del mundo, supo expresarlas. Le bastaba con pintar los dedos de un pie, la caída de los pliegues del terciopelo, una nube, un fragmento de muro para contar al mundo las mismas cosas sobre las cuales pronto comenzaría a escribir Shakespeare. Los cuadros de Tintoretto encierran todos los elementos del arte moderno, y se comprende de manera particularmente clara en la escuela San Rocco la ingenuidad de los apologistas de la pintura abstracta, que se esfuerzan en encontrar una solución más libre o, si se prefiere, más profunda a los problemas de la pintura que la hallada por Tintoretto, Zurbarán o, mucho más tarde, Cézanne. Tintoretto debía tener en cuenta los dogmas de la Iglesia católica, al igual que la mojigatería y la hipocresía de los dogos venecianos, un sinfín de obstáculos que parecen inútiles, pero los obstáculos son necesarios para un gran artista: son la rampa de lanzamiento, es un trampolín para superar lo insuperable.
Si he referido los juicios de valor sumamente discutibles de un joven, de un hombre de cuarenta años y los míos hoy en día, ahora que soy viejo, evidentemente no es porque crea que posean un interés intrínseco. Por lo demás, no soy crítico de arte. Lo que me parece curioso no son las valoraciones, sino su evolución en el transcurso de una vida humana. El poeta Balmont suplicaba ingenuamente no precipitarse a la hora de arrancar los vestidos de los antiguos ídolos. Los auténticos maestros no tienen necesidad de compasión, pero el sentido común nos recomienda que obremos con cierta prudencia: los ídolos destronados pueden volver a convertirse en dioses. Los descubrimientos en el campo de la ciencia desmienten las teorías de los predecesores: hoy no se puede estudiar la astronomía a partir de Tolomeo ni de Pitágoras, pero las esculturas de los antiguos griegos nos parecen contemporáneas. Botticelli ahora ya no es de mi agrado; no importa que me gustara en mi juventud, lo importante es que seguramente gustará a nuestros nietos, a nuestros bisnietos. Me resulta difícil decir algo bueno sobre los pintores de la escuela de Bolonia, pues tengo cuentas pendientes con ellos, aunque, naturalmente, no es culpa suya. La pintura boloñesa determinó durante trescientos años los cánones del arte convencional, ecléctico, que, por error o por costumbre, aún hoy muchos llaman realista. Briúsov escribía en 1922: «El realismo, tomando esa palabra no en su sentido filosófico, sino en el sentido con que se emplea en el dominio del arte, sitúa al artista ante la siguiente tarea: reproducir fielmente la realidad». Pero ¿qué artista, dónde, cuándo, en qué país y en qué época, se ha propuesto alcanzar otro objetivo que no sea ése? La diferencia radica únicamente en qué se entiende por realidad… Los pintores italianos del Renacimiento e incluso sus predecesores, los prerrafaelitas, esos a los que se opone tan de buen grado la pintura de género de los flamencos y de los holandeses, ¿acaso soñaban con representar otra cosa que no fuese la realidad? ¿A qué aspiraban los impresionistas, acusados por los críticos de su tiempo de no pintar más que manchas que no se correspondían en absoluto con la realidad? Pues precisamente a transmitir de la manera más exacta mediante esas manchas la realidad tal como la perciben nuestros sentidos, la vista. Basta que un pintor, en lugar de mitos grecorromanos o escenas evangélicas, represente acontecimientos que conmueven a sus contemporáneos y se atenga en su ejecución a los cánones establecidos por la escuela boloñesa para que le feliciten: es un pintor realista. Pero, cuando hayan pasado veinte o cuarenta años y desaparezcan los últimos epígonos de la corriente académica, nuestros nietos o bisnietos podrán rehabilitar las telas de Carracci, de Guido Reni y de los otros boloñeses. El arte del pasado no sólo nos abre los ojos, sino que él mismo se descubre por el calor de nuestra mirada. El amor de la posteridad: he aquí el infatigable restaurador que restituye a las telas descoloridas su primitivo esplendor.
Sólo me queda añadir que, cuando estuve en Italia en otoño de 1959, lo que me causó una impresión más honda fueron los sarcófagos etruscos: hombres y mujeres que intentan frenéticamente levantarse de sus ataúdes de piedra. Durante largo rato los contemplé en el patio de un pequeño museo de Tarquino, no lejos de Roma. Ahora, mientras escribo este libro e intento revivir mi pasado y a mis amigos, a la mayor parte de los cuales he sobrevivido, veo ante mis ojos a hombres y mujeres que vivieron veinticinco siglos antes de que yo naciese. Me parece conocerlos y comprenderlos como si fueran mis contemporáneos.
En mi juventud amaba Florencia con una ternura especial: su espíritu rural, esa amalgama formada por la escultura de Donatello, los campesinos con sus amplios sombreros de paja, la cerámica de Della Robbia y las colinas alrededor de la ciudad, los jardines, los huertos, los cipreses solitarios, las tiendas del Ponte Vecchio, los mercados, el río de aguas encrespadas, el cielo claro y la sombra de Dante que encontró allí a su Beatriz. Como todas las ciudades construidas en una única época y, por consiguiente, armoniosas, Florencia resulta comprensible y querida a primera vista. Con los años, he aprendido a amar a Roma. En ella, las épocas están mezcladas: las ruinas antiguas conviven con los barrios más modernos, las retorcidas estatuas barrocas con las basílicas paleocristianas, el alto Renacimiento con los pomposos monumentos de finales del siglo XIX . Al principio ese desorden cohíbe al recién llegado, pero enseguida se ve que en Roma los siglos coexisten pacíficamente. Roma es bella no sólo allí donde se agolpan para contemplarla hordas de turistas: cualquier calle, cualquier muro de una casa completamente ordinaria, alegra la vista. Su armonía es compleja y habla de una unidad accesible sólo a un gran artista y a un gran pueblo.
Cómo se equivocaron los viajeros (algunos famosos, como Goethe) que sólo veían en Italia un gran museo y la belleza inmortal de la naturaleza. Todo lo que me cautivaba y aún me cautiva de Italia está estrechamente unido a la gente; los pueblos cambian, por supuesto, pero si existe la posibilidad de abarcar los siglos, de salvar el pasado del olvido y de la incomprensión, eso se debe al genio del pueblo, a ciertos rasgos que le son inherentes.
He vivido muchos años en Francia, he aprendido a comprender a los franceses, no hace falta que hable de mi amor por ellos, pues es de todos sabido. Precisamente por eso me permito repetir las palabras de Stendhal, que afirmaba que los italianos son más sencillos y espontáneos que los franceses. ¿Cómo no iba a seducir esto a un joven que se acordaba todavía de la calidez de las íntimas conversaciones en algún rincón de Koziji, la calle Ostózhenka o Arbat? Desde luego no todos los italianos se parecen: no me olvido de la lucha de clases ni del fascismo; pero, aun así, sigo pensando que, en el fondo, en el carácter de los italianos hay bondad.
A menudo me pregunto por qué las películas italianas de esta última década han gustado tanto a públicos de diferentes lenguas: El ladrón de bicicletas, Un milagro en Milán, Dos centavos de esperanza, Roma a las once, Las noches de Cabiria . Es evidente que constituyen un fenómeno considerable en la evolución del cine, pero el neorrealismo por sí mismo no interesa demasiado al gran público; sería más justo decir que, gracias a la representación realista y acertada de la realidad, el espectador se halla ante italianos auténticos, de carne y hueso, y lo subyugan los rasgos de su carácter nacional: en la pantalla se despliega una vida dura, a veces sin salida; sin embargo, los culpables de los sufrimientos de esta gente no son los desalmados, sino las circunstancias, no es la monstruosidad de tal o cual personaje, sino la monstruosidad del sistema social.
Las imágenes de la guerra siguen vivas en el recuerdo de millones de mis compatriotas. El mapa político del mundo ha cambiado, la razón sugiere que conviene olvidar algunas cosas y recordar otras, pero el corazón tiene sus propias leyes. En 1949 un alemán en Berlín me dijo que le había gustado mi novela La tempestad , sobre todo la escena de los combates cerca de Rzhev: «Está descrita de una manera muy viva», y añadió: «¿Es que estuvo usted presente?». Cuando le respondí que sí, exclamó, todo contento: «¡Yo también estuve!», y me tendió la mano. Confieso que no me resultó fácil dar ese apretón. A menudo me he encontrado con italianos que me han dicho con tristeza que durante la guerra estuvieron en el Donbás, y con ellos podía mantener una conversación amistosa. Personas que vivieron en zonas ocupadas me han hablado de los italianos sin rencor; una koljosiana recordaba: «Un soldado quería robarme una gallina, y esperaba, avergonzado, a que me diera la vuelta, así que me fui; me daba pena».
En este libro tendré todavía ocasión de hablar de Italia y de los italianos. A veces, dejando de lado la cronología, daré un salto adelante para seguir hasta el final el hilo de mis pensamientos y expresarlos. Después de todo, lo que aquí presento no es tanto la historia de mi vida como los pensamientos engendrados por mis recuerdos. Ahora volveré a los años que precedieron a la Primera Guerra Mundial.
No intento ver el pasado de color de rosa. La vida en Italia estaba muy lejos de ser idílica; veía la miseria a cada paso. La burguesía italiana era más arrogante y estúpida que la francesa. En los cafés del Corso se podía ver a los diputados; charlaban, negociaban, cerraban tratos: se respiraba el tufo inmundo de la cocina parlamentaria. Encontré a estetas provincianos que se esforzaban en imitar a los esnobs parisinos; como siempre, los discípulos iban más lejos que sus maestros.
En París conocí al poeta Marinetti: era un hombre muy seguro de sí mismo y muy ambicioso. Me regaló su poema «Mi corazón de azúcar rojo»: «Si lo traduce, hará que Rusia descubra al poeta del mañana». Traduje un fragmento y le añadí un pequeño prefacio: «Es difícil amar los versos de Marinetti. Produce rechazo su vacío interior, pero sobre todo su mal gusto y la tendencia a la declamación». Más adelante asistí a una velada literaria en la que Marinetti glorificó el futurismo, las maravillas de la técnica, la conquista del mundo. Cuando se adhirió más tarde al fascismo fue algo lógico: no tuvo que hacer ningún esfuerzo para adaptarse, pues siempre había soñado con la violencia; el azúcar rojo seguía corriendo por sus venas…
Un día encontré en Florencia a Giovanni Papini; tenía treinta años. Poco antes había publicado su autobiografía, Un hombre acabado , que había dado mucho que hablar. Estábamos sentados en una pequeña trattoria ; los jóvenes escritores discutían sobre los futuristas y los «crepusculares» (era el nombre de un grupo literario), sobre la filosofía de Croce. Papini me pareció amargo, cáustico. De pronto dijo con una sonrisa confusa: «Digáis lo que digáis, lo más importante es que el hombre sea feliz y que con su felicidad haga felices a los demás».
En alguna parte, cerca de Lucca, me quedé dormido bajo un árbol, cansado, hambriento. Me despertaron unos niños. Una campesina morena, gorda, la madre de los niños, me hizo entrar en su casa y puso sobre la mesa un plato de pasta y una botella de vino envuelta con paja trenzada. Devoré con avidez la pasta; la dueña de la casa cosía un vestido de niño; de vez en cuando me echaba una mirada y suspiraba. «¿Tienes madre?», me preguntó de improviso. Le dije que mi madre estaba lejos, en Moscú. Entonces, sin dejar su costura, se puso a cantar una canción triste. Salí de su casa; era una noche meridional, negra, y las luciérnagas se arremolinaban como miriadas de estrellas.
En Italia llegué a creer en la posibilidad del arte y en la posibilidad de la felicidad. En cambio era el inicio de una época en que el arte parecía condenado y la felicidad inconcebible.
18
Sentado en La Closerie des Lilas, traducía versos de poetas franceses: quería hacer una antología. Voloshin me presentó a Alexandre Mercereau, que era un poeta insignificante, pero un hombre amable; me traía libros y me presentaba a sus colegas más famosos.
En 1906 un industrial ruso importante, N. P. Riabushinski, decidió publicar una revista de arte titulada Zolotoe runó [El vellocino de oro]; el texto debía imprimirse en dos lenguas: ruso y francés. Hacía falta un buen corrector de estilo, capaz de revisar las traducciones. Riabushinski no reparaba en gastos y quería contratar a un auténtico poeta francés. La empresa resultó ardua: la idea de abandonar París por mucho tiempo no hacía gracia a los poetas.
En Créteil, a las afueras de París, algunos poetas se habían instalado en una antigua abadía; escribían versos, se preparaban la comida, y ellos mismos se imprimían sus obras sirviéndose de una imprenta de mano. Así nació el grupo literario L’Abbaye ; muchos de sus miembros conocieron luego la fama: Duhamel, Jules Romains, Vildrac. Todos esos poetas estaban unidos por el afán de librarse del individualismo estrecho, de inspirarse en sentimientos e ideas compartidos por todos ellos. También integraban el grupo poetas poco prometedores, entre ellos Mercereau, a quien sedujo la idea de trabajar en Zolotoe runó : la vida era monótona en el falansterio poético.
Mercereau decía que Moscú le había gustado, pero no le gustaba recordar que lo que más le había gustado era una moscovita casada con un funcionario. Fue Voloshin quien me contó esa página de su biografía. El poeta francés y la esposa del funcionario moscovita eran felices, pero se acercaba el momento de la separación. Mercereau no era poeta en vano y le propuso un plan romántico: «Huye conmigo a París». La moscovita recordó al soñador enamorado que no era posible salir de Rusia sin pasaporte. La amada tenía una hermana poco agraciada, a quien Mercereau no prestaba ninguna atención, pero en ese momento difícil se reveló como la garante de su felicidad: «Cásate con mi hermana, obtendrá el pasaporte y dirá que se va contigo a París. Os acompañaré, en el último minuto yo subiré al tren y mi hermana se quedará en el andén. El pasaporte lo llevaré yo, por supuesto». Mercereau aprobó el plan. Se celebró una boda espléndida. Tal y como habían acordado, la amada acudió a la estación, pero cuando sonó la tercera señal de partida no se movió del andén y se limitó a agitar el pañuelo: en el compartimento estaba sentada su legítima esposa.
Mercereau llevó a la abadía a la mujer que le habían endilgado, y ésta quedó horrorizada al ver esa especie de falansterio: ¿acaso podía imaginar que los poetas franceses vivían peor que los almacenistas moscovitas? Fue el inicio de las disputas, los reproches, las escenas. Los poetas de la abadía ya no estaban para versos. Pidieron a Voloshin que tuviera unas palabras con madame Mercereau, que no sabía hablar francés. La mujer del poeta acabó comprendiendo que allí no cabía esperar mejor vida que aquélla y regresó a Moscú. Lo más conmovedor era un pequeño detalle: cuando Mercereau hablaba de la casa de su pérfida amada, exclamaba: «¡En su casa servían caviar rojo! El negro, en Rusia, se come en todas partes, pero en su mesa sólo se servía rojo: ¡era gente muy rica!». [1]
En aquella época los franceses sabían poca cosa de Rusia. Vi una puesta en escena de Los hermanos Karamázov en un teatro de vanguardia del Vieux Colombier. En el escenario colgaba un retrato del zar y, al pasar delante de él, los actores se volvían y se santiguaban. Me acuerdo de que presenté a Alekséi Nikoláievich Tolstói a un joven poeta que frecuentaba La Closerie des Lilas. El poeta se dirigió a él en un tono de veneración, después soltó: «¿Sabe? Aquí los periódicos informaron de su muerte, se trataba, pues, de un rumor falso». Alekséi Nikoláievich prorrumpió en una sonora carcajada, única en el mundo e inconfundible, que hizo temblar no sólo las copas de la mesa, sino también al pobre poeta, que a duras penas pudo balbucir: «Disculpe, no me había dado cuenta de que usted fuera el hijo del gran ; ya sé que su hijo es también un gran escritor». Alekséi Nikoláievich escribió que, cuando estuvo en Inglaterra en 1916, un inglés le había saludado efusivamente en tanto que autor de Guerra y paz .
El crítico del periódico Le Gaulois fue un día a ver a Voloshin, que se quedó aturdido ante la pregunta del periodista: «Usted, por supuesto, estuvo presente en el entierro de Dostoievski, cuando los cosacos cargaron contra los estudiantes. Nos gustaría conocer los detalles». A Voloshin le encantaba tomar el pelo a la gente y comenzó a describir los «detalles». El crítico, entusiasmado, llenó todo su cuaderno de notas. Voloshin terminó el relato diciendo: «Es todo cuanto recuerdo, pues entonces yo no tenía más de cuatro años».
Veinte años más tarde compré en París un mapa grande de Europa. En el norte de la Unión Soviética, en lugar de los nombres de las regiones y las ciudades, se leía: «Samoyedos». El pequeño Larousse de 1946 daba información sobre Nesselrode, Katkov, el viajero Chijachiov, pero no hacía ninguna referencia a personajes tan «insignificantes» como Gribóiedov, Nekrásov, Chernishevski, Herzen, Séchenov, Pávlov…
Por otra parte, sería injusto no hablar más que de los desatinos de los franceses. Dado que hablo de acontecimientos más bien divertidos, voy a contar cómo me acogieron en el PEN Club inglés. Fue en 1930. Recibí una invitación para asistir en calidad de convidado de honor a la comida anual de este club. Con la invitación mandaban un largo documento en que se indicaba que era aconsejable vestir esmoquin, aunque se admitía la chaqueta negra. Presidía el banquete el célebre escritor Galsworthy, que me saludó calurosamente diciendo que los escritores ingleses estaban contentos de tener entre ellos al gran director cinematográfico austriaco, autor de la maravillosa película El amor de Juana Ney . (El cineasta austriaco Pabst, en efecto, había hecho una película basada en mi novela). Un banquete no es lugar para disputas, así pues estreché la mano de Galsworthy. Mi compañera de mesa, una mujer de edad avanzada que llevaba un vestido con un generoso escote, trató de distraerme y me habló durante largo rato sobre el romanticismo de la antigua Viena. Yo me sentí como un impostor y le confesé que no era austriaco, sino ruso. Al instante, adoptó una expresión triste, y declaró, llena de compasión, que quería mucho a Rusia y que compartía mis sufrimientos. Me preguntó: «Pero ¿qué han hecho los bolcheviques con vuestro pobre general?». (Poco antes, en París, el general Kutépov, había desaparecido en misteriosas circunstancias). Le respondí tranquilamente: «¿Es que no lo sabe? Se lo han comido». La dama dejó caer el tenedor y el cuchillo: «¡Qué horror! ¡Claro que se puede esperar cualquier cosa de ellos!».
A los franceses les gusta contar la historia del inglés que, habiendo visto a una mujer pelirroja en Calais, escribió que todas las francesas eran pelirrojas. Me acuerdo de las conversaciones con los turistas rusos a los que les mostraba Versalles. Un maestro admiraba la riqueza de los franceses: cerca de la estación Saint-Lazare había visto a un vagabundo bebiendo vino tinto. «Cuando lo cuente en casa, nadie lo creerá: un desarrapado, un mendigo, y bebía vino con la mayor tranquilidad del mundo». El maestro venía de la provincia de Samara; no daba crédito a que en Francia el vino fuese más barato que el agua mineral. Otro turista, inspector de una escuela profesional, llegó, por el contrario, a la conclusión de que los franceses vivían en la miseria; hablaba francés y en el parque de Versalles había conocido a un profesor de instituto local; el inspector repetía: «¡Ahí tenéis su cultura y su riqueza! Un profesor de instituto y no tiene criada, su propia mujer le prepara la comida». Un emigrado, antiguo seminarista, y más tarde socialista revolucionario, me enseñó una novelita suya: trataba de los sufrimientos de un idealista ruso enamorado de una francesita inmoral. El autor dedicaba un centenar de páginas a reflexiones sobre la inmoralidad de los franceses. El principal argumento era que los franceses se besaban incluso en los restaurantes. Intenté en vano explicarle que esos besos equivalen a una palabra cariñosa o a una mirada, que no impide a la pareja saborear su guisado de carnero o de cerdo con alubias. Él respondía con obstinación: «Me siento violento cuando salgo con mi mujer: besarse así, a la vista de todo el mundo. ¡Ya le digo yo que esta gente!».
Es difícil comprender las costumbres de un país extranjero, incluso cuando se tiene ocasión de observarlo durante algún tiempo. ¿Y qué se puede decir de los turistas? ¡Cuántas cosas absurdas he leído en los periódicos tanto rusos como franceses, dignas de figurar junto a la frondosa kliukva bajo la cual se sentó Dumas padre! [2]
No hay que burlarse de Mercereau: su error es profundamente humano. El antiguo seminarista, el que se indignaba de la inmoralidad de los franceses, seguramente besaba a su mujer al despedirse de ella en una estación de ferrocarril y, sin embargo, eso habría parecido indecente e inmoral a un japonés. El mal radica en que las personas consideran que sus costumbres o, como dicen ahora, su «forma de vida», son las únicas justas, y condenan, si no en voz alta, sí en su fuero interno, todo cuanto se aparta de ellas.
Las imágenes que se forjan sobre el carácter de los pueblos se basan en observaciones fortuitas y superficiales. ¿Qué sabían los franceses, incluso los instruidos, sobre los rusos en vísperas de la Primera Guerra Mundial? Veían a los ricos que despilfarraban el dinero a diestro y siniestro, que pasaban el tiempo en los burdeles caros de Montparnasse, que perdían en una noche en Montecarlo tierras que equivalían por extensión a una región francesa. En aquella época entró en uso en la lengua francesa la palabra boyardo para designar a los rusos pudientes. A los franceses cultos les apasionaba Dostoievski, a partir de cuya lectura se habían formado la idea de que a los rusos les gustaba matar a la gente de improviso, descuidaban sus compromisos monetarios, creían en Dios y en el diablo; acostumbraban a escupir sobre lo que creían, comenzando por sí mismos, y, al mismo tiempo, se arrepentían en los lugares públicos besando el suelo. Los periódicos hablaban de desórdenes en Rusia, de actos terroristas y del heroísmo de los revolucionarios. Los franceses llamaban a los revolucionarios rusos «nihilistas». Un diccionario publicado en 1946, es decir, treinta años después de la Revolución de Octubre, define así la palabra nihilismo : «Doctrina que cuenta con adeptos en Rusia y que aspira a la destrucción radical del régimen social sin fijarse como objetivo sustituirlo por otro concreto». Desde el punto de vista de los franceses, semejante doctrina sólo podía seducir a los místicos. Los franceses se enteraban, para colmo, de que había «nihilistas» entre los «boyardos», y eso los convencía definitivamente de la existencia del «alma eslava». A través del «alma eslava» los franceses acabaron explicándose todos los acontecimientos históricos que se produjeron en Rusia.
De niño, leía novelas rusas donde aparecían algunos personajes alemanes; algunos eran soñadores, como Lemm de Turguéniev; otros eran trabajadores enérgicos pero limitados, como Stoltz de Goncharov. En la Rusia prerrevolucionaria, los alemanes eran considerados gente moderada y honesta. Hace poco cayó en mis manos un libro de V. Rózanov en que describe la Alemania de 1912, en vísperas de la Primera Guerra Mundial: «Estrechar con sinceridad la mano de esta gente honesta, de estos trabajadores concienzudos, es como ganar estatura de golpe. Yo no tendría miedo a una guerra contra los alemanes. A todas luces, no es un pueblo crispado y vengativo que, una vez victorioso, querría acabar con el enemigo. El alemán en masse es un ingenuo en materia política, o bien no tiene suficiente apetito para devorar todo cuanto hay a su alrededor. He aquí por qué no temería una guerra con Alemania. Ser amigo de esa gente honrada es muy agradable […]. Yo incluso les daría algo más sólo por su buen carácter. Estoy convencido de que después lo devolverían multiplicado por cien. Sé que cuanto digo no se corresponde en la actualidad con la posición internacional de Rusia, y expreso este pensamiento casi de modo furtivo, aparte, para el futuro […]. En fin: para hacer felices a cuarenta millones de personas tan honestas, bien podrían los demás pueblos apretarse un poco, aunque ello conllevara algo de sufrimiento». Desde entonces hemos conocido dos guerras. Las palabras de V. Rózanov no son más inteligentes que el comentario de Mercereau sobre el caviar rojo, si bien éstas no hacen reír a nadie.
Y qué decir del mito ruso sobre los franceses según el cual son «rápidos como la mirada y vacíos como el absurdo», que alude a su frivolidad y a su inmoralidad; el mito de París, «la nueva Babilonia», ley en el campo de la moda y semillero de libertinaje. (No en vano mi madre temía que la vida en París me llevaría a la perdición, pues esa creencia se basaba en una leyenda muy extendida). Semejantes descripciones no se corresponden en absoluto al país donde fui a parar, donde el espíritu familiar era más fuerte que en Rusia, donde la gente tenía en gran estima sus tradiciones, a veces prejuicios, seculares, donde se cerraban con postigos las casas burguesas para que no se descolorara el empapelado, donde se temían las corrientes de aire como la peste, donde se iban a dormir a las diez de la noche y se levantaban con el canto del gallo, donde rara vez se oía hablar francés en los cabarets nocturnos, donde podía contar con los dedos de la mano el número de amigos franceses que habían viajado al extranjero.
Ahora los aviones atraviesan Europa en pocas horas, en una sola noche es posible ir de París a América o a la India; pero las personas no se conocen mejor que antes. Lo que les separa no son los pensamientos sino las palabras, tampoco son los sentimientos, sino la forma de expresarlos; es decir, las costumbres, los detalles de la vida. La incomprensión es el caldo de cultivo donde proliferan los microbios del nacionalismo, del racismo, del odio. «Mira, no vive como tú, es inferior y no quiere reconocerlo; dice que vive mejor que tú, se juzga superior a ti; si no lo matas, te obligará a vivir a su manera». Podríamos ponernos de acuerdo sobre lo que los diplomáticos han llamado desde hace tiempo un modus vivendi , una tregua temporal, pero a mi modo de ver es inconcebible una auténtica coexistencia pacífica sin comprensión mutua. Dicen que nuestro planeta se ha explorado durante mucho tiempo, que ahora le toca el turno a Marte o Venus. Sí, los cartógrafos conocen todas las montañas, todas las islas, todos los desiertos, pero el hombre corriente sabe más bien poco de la manera en que viven sus contemporáneos en una isla descubierta tiempo atrás, en países descubiertos en tiempos inmemoriales e incluso en los países que se consideran descubridores. Hablo de ello porque he recorrido Europa, he ido a Asia, América, y he acabado por darme cuenta de hasta qué punto es difícil entender una forma de vida que no es la propia.
19
Cuando llegó a París, Maksimilián Aleksándrovich Voloshin se instaló en un taller que puso a su disposición la pintora E. S. Krúglikova, en el centro del barrio de Montparnasse, tan amado por los artistas, en la rue Boissonade. En el taller, una imagen de la princesa egipcia Tii dominaba el sofá en que Max —así le llamaba todo el mundo a partir del segundo o tercer día de conocerle— permanecía sentado, con las piernas cruzadas, quemando resinas en un incensario, preparando café turco en un infiernillo, leyendo libros sobre el arte asirio, los masones o el cubismo, escribiendo asimismo poesías y artículos sobre exposiciones y estrenos teatrales para periódicos moscovitas. En la puerta del taller estaba escrito: CUANDO LLAMÉIS A LA PUERTA, DECID EN VOZ ALTA VUESTRO NOMBRE . Sin embargo, como era un hombre sociable, siempre tenía la puerta abierta para todo el mundo, salvo para un filósofo rumano que le exigía que sus obras fueran publicadas inmediatamente en Petersburgo y que Voloshin le pagase un anticipo de cien francos.
Andréi Bieli cuenta en sus memorias que Voloshin le parecía un parisino ejemplar, tanto por su espléndido conocimiento de la cultura francesa como por su aspecto: la barba cerrada «no al estilo ruso», el sombrero de copa, los modales. Pero como yo había conocido a Max en París, de ninguna manera podía tomarle por un parisino, a mí más bien me recordaba un cochero ruso; sí, su barba parecía más la de un cochero que la de un radical socialista. (En vísperas de la guerra, en París, comenzaron a desaparecer las barbas, pero ciertos radicales socialistas la conservaban en consideración a las tradiciones del noble siglo XIX ). Lo cierto es que los cocheros rusos no iban tocados con sombreros de copa, los que sí lo hacían eran los cocheros franceses; pero el caso es que, sobre el espeso y largo cabello de Max, el sombrero de copa se volvía un accesorio circense.
En París, Voloshin no sólo era tenido por ruso, sino por archirruso; hablaba gustosamente a los franceses de los raskólniki , a los que se quemaba en las hogueras, de los caprichos de Morózov o de Riabushinski, [1] de los terroristas, de las noches blancas de San Petersburgo, de las pinturas de la Sota de Diamantes, de los locos por Cristo de la antigua Rusia. En Moscú, según Andréi Bieli, Max brillaba por sus relatos sobre la bomba que los anarquistas habían arrojado en el restaurante Foyot, la elocuencia de Jaurès, las blasfemias de Remy de Gourmont, el célebre matemático Poincaré, su almuerzo con el joven Richepin. Voloshin encontraba oyentes en todas partes: le gustaba contar cosas y sabía hacerlo.
Los niños juegan a cientos de juegos complicados o sencillísimos, y eso no sorprende a nadie. Ciertos adultos, sobre todo escritores y artistas, conservan esta afición al juego hasta la vejez. Gorki contaba que Chéjov, sentado en un banco, jugaba a cazar reflejos de sol con el sombrero. A Picasso le gusta jugar a hacer el payaso y participa como aficionado en las corridas de toros. Durante toda su vida el poeta Nezval no abandonó su afición a los horóscopos. Bábel se escondía de todo el mundo, no porque pudieran estorbarle en su trabajo, sino porque le gustaba jugar al escondite. Max inventaba historias inverosímiles, le encantaban las mistificaciones, enviaba a las redacciones de las revistas poesías poco conocidas de Pushkin, atribuyéndolas a cierto farmacéutico llamado Sivolapov, a una joven que quería envenenarse le daba un purgante diciéndole que era un veneno de Indonesia; jugaba incluso cuando trabajaba. Escribió un artículo titulado «Apolo y el ratón» que sólo puede considerarse como un juego. Atesoraba una erudición fuera de lo común. Podía pasar días enteros en la Biblioteca Nacional; su selección de libros era insólita, pues lo mismo se trataba de obras sobre las excavaciones en Chipre como de un libro sobre poesía china antigua, de los trabajos de Langevin sobre la ionización de gases o de las obras de Saint-Just. Era corpulento: pesaba unos cien kilos, habría podido permanecer inmóvil, como un Buda, emitiendo verdades, pero jugaba como un niño. Al caminar, daba saltitos; incluso sus andares lo traicionaban, iba saltando y también saltaba cuando mantenía una conversación, en los versos, en la vida.
Logró burlarse del San Petersburgo literario, que era bastante escéptico. De pronto había aparecido, procedente de quién sabe dónde, una joven poeta de talento: Cherubina de Gabriak. La revista Apollón había comenzado a publicar sus versos. Nadie la había visto, pues la poetisa se limitaba a escribir cartas a S. K. Makovski, redactor jefe de la revista, que se enamoró de ella por sus cartas. Cherubina decía que era de origen español, y que se había educado en un monasterio católico. Briúsov alabó sus versos. Todos los poetas acmeístas [2] soñaban con conocerla. A veces telefoneaba a Makovski y tenía una voz melodiosa. Nadie sospechaba que Cherubina de Gabriak no existía, que quien escribía los versos era una poetisa desconocida dotada de talento llamada E. I. Dmítrieva, y Voloshin la ayudaba a mistificar a los poetas de San Petersburgo. Gumiliov también se había enamorado de Cherubina, y Max se divertía de lo lindo. Gumiliov, indignado, retó a Voloshin en duelo. Max contaba: «He disparado al aire, pero no he tenido suerte, he perdido un chanclo en la nieve». (E. I. Dmítrieva continuó escribiendo buenos versos. Poco antes de morir, S. Y. Marshak me pidió que fuera a verlo. Me habló de su destino, me contó que en la década de 1920 había escrito junto con Elizaveta Ivánova varias obras de teatro para niños: La casa de los gatos, El chivo, El perezoso , etc. Tales obras se habían publicado con el nombre de ambos autores. Después, E. I. Dmítrieva había sido deportada a Taskent, donde murió en 1928. En la reedición de las obras desapareció su nombre. A Marshak le atormentaba la idea de que los lectores soviéticos nunca conocieran el destino y la obra de ex Cherubina de Gabriak. Me pidió consejo sobre cómo proceder, y escribo estas líneas aquí con un compromiso doble, por deferencia a Marshak y por deferencia a Cherubina de Gabriak, cuyos versos me habían entusiasmado en mi juventud).
Nada quedaba fuera del alcance de la inventiva de Voloshin. Siempre llegaba con una nueva historia. Voloshin detestaba los plátanos porque —así lo había comprobado cierto investigador australiano— la manzana que había causado la perdición de Adán y Eva no era una manzana, sino un plátano. En casa de un anticuario de la rue Seine había encontrado uno de los treinta denarios que percibió Judas. El escritor del siglo XVIII Cazotte vaticinó en 1778 que Condorcet se envenenaría en la cárcel para salvarse de la guillotina y que Chamfort, temiendo que lo detuvieran, se cortaría las venas. Max no exigía que le creyeran, simplemente ponía en práctica un juego que a él le interesaba.
Voloshin frecuentaba a personas de lo más variopintas, y siempre encontraba un lenguaje común con cada una de ellas. Demostró a A. V. Lunacharski que el cubismo estaba relacionado con el crecimiento de las ciudades industriales, que era un fenómeno no sólo artístico, sino también social. Acogía favorablemente los movimientos más extremistas, a los futuristas, los rayonistas, [3] los cubistas, los suprematistas, y tenía amistad con arqueólogos, podía hablar durante horas sobre un vaso de la época minoica, de los antiguos sortilegios rusos, así como de un solo verso de Pushkin. Nunca lo vi borracho, ni enamorado, ni realmente irritado. (Se enfadaba en muy contadas ocasiones y entonces gritaba). Siempre estaba introduciendo a tal o cual persona en el mundillo literario, ayudaba a organizar exposiciones, ponía en contacto a jóvenes autores franceses con las redacciones de las revistas rusas; intentaba persuadir a los franceses de que era preciso que conocieran las traducciones de los versos de los poetas rusos. Alekséi Tolstói me contó cómo le había ayudado Max en sus comienzos. Voloshin enseguida supo ver la calidad de los versos de una jovencísima Marina Tsvietáieva y le brindó su protección. En los tiempos difíciles de la guerra civil, cobijó en su casa a Maia Kudásheva que más adelante se convirtió en la esposa de Romain Rolland.
Siempre vestía ropa muy original (el bombín era más una insignia que un sombrero), pantalones de terciopelo y, en Koktebel, llevaba una camisola que él, muy serio, llamaba «túnica». Se burlaban un poco de él: Sasha Chiorni escribió sobre un tal «Vax Kaloshkin», pero Max no se ofendió. Había un Max risueño que contaba que la torre Eiffel se había construido según el dibujo de un antiguo geómetra árabe, pero había también otro Max, más sencillo, que vivía en Koktebel con su madre (se llamaba Pra); en esos años difíciles podía comerse una cazuela entera de gachas. Sus conocidos, así como personas a las que apenas conocía, siempre encontraban cobijo en su casa: fueron muchos a los que tuvo oportunidad de ayudar en su vida.
Max tenía una mirada hospitalaria, pero algo lejana. Muchos lo juzgaban un ser indiferente, frío. Miraba la vida con interés, pero desde el exterior. Sin duda había acontecimientos y personas que le conmovían auténticamente, pero de eso no hablaba. Consideraba amigo suyo a todo el mundo, pero, por lo visto, no tenía ni uno solo auténtico.
Voloshin también era pintor: hacía acuarelas, pintaba las montañas de Koktebel al estilo convencional de Miriskusstva [El mundo del arte]. [4] Podía pintar hasta cinco acuarelas en un día. Pero la pintura que a él le gustaba se parecía poco a la suya. Sus versos se alimentaban de mucho de lo que veía, eran pintorescos. Sabía observar los detalles de las cosas: «Bajo la lluvia, París florece, | como una rosa gris». O bien, también sobre París: «Y las manchas herrumbrosas de los dorados desteñidos, | y el cielo gris, y las ramas entrelazadas, | son de un azul tinta, como hilos de oscuras venas». Sobre Koktebel: «Una hierba quemada, oxidada, parda, | franjas de yodo y manchas de hiel».
Al principio, yo tenía con Voloshin una actitud respetuosa, como el discípulo mira al experimentado maestro. Más adelante me enfrié con respecto a su poesía; sus artículos sobre estética comenzaron a parecerme trucos de circo; mientras yo buscaba la verdad, él se entretenía con juegos infantiles, y eso me irritaba.
Entre sus juegos, estaba el de la antroposofía. Durante largo tiempo Andréi Bieli creyó en Rudolf Steiner como una vieja católica cree en el papa de Roma. Max, como siempre, se dedicaba a dar saltitos. En 1914 se fue a Dornach, cerca de Basilea, donde los antropósofos construían una especie de templo. Entonces estalló la guerra. Dornach se encontraba en Suiza, país neutral, cerca de la frontera alsaciana. Los constructores del «templo» (me acuerdo de que en mis conversaciones con Max yo siempre le decía «tu templo pagano»), entre los que se encontraban Andréi Bieli y Voloshin, oían por la noche el fuego de la artillería. Pronto Voloshin volvió a París con un libro de versos escritos en Dornach. El libro se titulaba Anno mundi ardenti . Esos poemas se diferenciaban drásticamente de los que escribían en aquel momento otros poetas: Balmont blandía las armas, Briúsov soñaba con Tsargrad. [5] Ígor Severianin: «¡Yo os conduciré a Berlín!». Y Voloshin, olvidando sus juegos pueriles, escribió: «¡No saber, no escuchar y no ver…! | Petrificarse como la sal… Huir a las nieves… | Permíteme que no deje de amar al enemigo | y que no odie al hermano. || En estos días no hay enemigo ni hermano: | Todo está en mí, y yo estoy en todo».
En aquella época yo escribía mis Poemas de las vísperas . No podía ser un sabio contemplador como Voloshin; imprecaba, denunciaba, estaba furioso. A Max le gustaron mis nuevos versos; decidió ayudarme y me llevó a casa de los Tsetlin.
Los Tsetlin eran una de las familias propietarias de la firma del té Visotski. Como ya he dicho, muchos miembros de esa dinastía de té eran socialistas revolucionarios o bien simpatizantes (entre ellos, el famoso Gotz). Mijaíl Ósipovich Tsetlin no militaba en la clandestinidad, escribía versos revolucionarios que firmaba con el pseudónimo de Amari, es decir, «María», que era el nombre de su mujer. Era un hombre enjuto, cojo, fatigado por las incesantes solicitudes de dinero. Su mujer era más práctica que él. Además de Voloshin, solían frecuentar la casa de los Tsetlin los pintores Diego Rivera, Lariónov y Goncharova, y también Borís Sávinkov, terrorista desencantado, autor de la novela El caballo amarillo , que desató una auténtica tormenta en la prensa. Ahora quiero detenerme en los Tsetlin. A veces me invitaban a su casa; tenían vitrinas llenas de porcelanas antiguas y grabados, y yo, al contemplar aquello, me preguntaba: ¿cuándo se desplomará este mundo de mentiras? En uno de mis poemas describí una velada en casa de los Tsetlin, pero tuve la precaución de llamarlos Mijéyev, y de dar a Mijaíl Ósipovich el nombre de Ígor Serguéievich; el té lo sustituí por cerillas: «Le gusta ponerse melancólico por las tardes. | He aquí una nueva tarde… | Como en Lérmontov: “Tú también reposarás…”. | Qué bueno es ser jardinero, | no pensar en nada, regar las flores. | Escuchar por la mañana el canto de los pájaros, | el rumor de la hierba cerca del estanque… | Ígor Serguéievich tiene dos fábricas de cerillas | y valores por un millón. | Ígor Serguéievich tiene esposa y una hija, Nelly. | Él colecciona grabados, es poeta. | A veces se asombra: ¿de veras estoy vivo? | Por la noche, los Mijéyev reciben visitas: | hay un teósofo, un cubista, un simple bromista, | y la presidenta de una sociedad cualquiera. | “Ayuda a los combatientes ciegos” me parece. | Ígor Serguéievich sonríe amablemente a todo el mundo. | —Sí, bastante cargado. | —¿Otro vasito? | —Gauguin no está mal, pero he visto un pequeño Cézanne… | —Perdone la indiscreción, ¿cuánto pide? | —Diez, pero lo dejará por ocho… | —¡Oh, el cubismo, qué monumentalidad! | —De todos modos, sabe, comienza a aburrir… | —A mí, al revés, me gusta que en lugar de los ojos pongan esas cositas… | —¿Conoce el significado del Zodíaco? A mí Steiner me entusiasma… | —Conoceré a Dios: iré a Basilea… | —¡Si supiese hasta qué punto pasa necesidad nuestra sociedad! | Organizaremos un concierto | Es terrible: quedarse ciego para toda la vida… | —¿Noticias? No hay. Sólo que han tomado Lovcen… | —¡Qué aburrimiento! No leo la prensa… | —Exacto, es así, pero ¿ha oído la anécdota? | Los invitados siguen hablando durante un buen rato: | sobre la oreja de Van Gogh, | la búsqueda de Dios, | los soldados que se han quedado ciegos, | los perros sanitarios, | los bailes mexicanos | y las asonancias».
Sin duda yo era injusto con Mijaíl Ósipovich, pero así lo dictaban las circunstancias: él era un rico mecenas, acogedor, ligeramente hastiado, y yo, un poeta hambriento.
Max persuadió a Tsetlin para que financiara la efímera editorial Zernó [El grano], que publicó la colección de poesías de Voloshin, mis Poemas de las vísperas y mis traducciones de François Villon.
Tsetlin escribía desde hacía muchos años un poema sobre los decembristas. Durante el invierno de 1917-1918, en Moscú, los Tsetlin reunían en su casa a los poetas, les daban de comer y de beber. Eran tiempos difíciles y acudían todos, desde Viacheslav Ivánov hasta Maiakovski. Cuando hable de este último, procuraré explicar la velada memorable (la mencionan casi todos los biógrafos del poeta) en que recitó su poema «El hombre». A Mijaíl Ósipovich le gustaban todos: Balmont, que improvisaba, componía sonetos y acrósticos; el archierudito Viacheslav Ivánov; Maiakovski, que se esforzaba en probar que a la firma Visotski le había llegado su fin; el medio loco Velimir Jlébnikov, [6] de pálido rostro prehistórico, que de pronto hablaba de un soldado congelado, o bien repetía que, a partir de ese día, él era el presidente de la esfera terráquea, y cuando ya había tenido bastante de conversaciones literarias, se retiraba a un lado y se sentaba sobre la alfombra; y Marina Tsvietáieva, que entonces defendía a la zarina Sofia contra Pedro. Sólo Ósip Emílievich Mandelstam lograba desconcertar un poco al anfitrión. Al llegar, decía: «Perdón, he olvidado la cartera en casa, y el cochero está esperando en la puerta».
Aun simpatizando con los socialistas revolucionarios y valorando la poesía de Maiakovski, Tsetlin no tenía tan claro que hubiese llegado el fin de la firma Visotski. Los anarquistas se apoderaron de la casa de los Tsetlin en la calle de Povarska, conducidos por un tal León el Negro. Los Tsetlin confiaban en que los bolcheviques echarían a los anarquistas y les devolverían su casa. A los anarquistas, en efecto, los desalojaron, pero a los propietarios no les devolvieron la casa, así que decidieron irse a París. Partieron en el verano de 1918 junto con A. N. Tolstói, que los frecuentaba asiduamente.
En París, los Tsetlin financiaron la revista Sovremennie zapiski [Notas contemporáneas]. Durante un tiempo mantuvieron a Bunin y a otros escritores emigrados. Después partieron a Estados Unidos; su archivo desapareció junto con la Biblioteca Turguéniev.
Max se encontraba en Koktebel. Ni ensalzaba la revolución ni la condenaba. Se esforzaba en comprender muchas cosas. No volvió a citar a Villiers de l’Isle-Adam ni las profecías de Cazotte. Estaba sumido en la historia rusa y en sus propias reflexiones. No pudo llegar a comprender la revolución, pero en las cuestiones que se planteaba había una seriedad impropia en él. Cuando yo estaba en Koktebel, Max demostró su valor: en mayo de 1920 escondió en su granero al bolchevique I. Jmelnitski Jmilko, que había venido para asistir a una conferencia clandestina. Por la noche los hombres de Wrangel [7] se presentaron en casa de Voloshin: un provocateur se había infiltrado en la conferencia y le exigieron que entregara a Jmelnitski. Voloshin declaró que no había nadie en casa. Jmelnitski se descubrió con un movimiento imprudente.
Los blancos arrestaron al poeta Mandelstam: una mujer había declarado que la había torturado en Odesa. Voloshin se fue a Teodosia, donde consiguió que lo recibiera el jefe del contraespionaje blanco. Max le dijo: «Habida cuenta del carácter de su trabajo, usted no está obligado a estar al corriente de la poesía rusa. He venido para informarle de que Ósip Mandelstam, a quien han detenido ustedes, es un gran poeta».
Ayudó a Mandelstam, al igual que más tarde me ayudó a mí a salir de Crimea, bajo dominio de Wrangel. No lo hizo por estar imbuido de las ideas de la revolución, no, pero era un hombre valiente, amaba la poesía y amaba Rusia. Por más que los Tsetlin y otros escritores se esforzaron en que partiera al extranjero, se quedó en Koktebel. Murió en 1932.
Hoy en día los versos de Voloshin son poco populares, pero su nombre es conocido por los escritores y por aquellos que, de una u otra manera, están ligados a la vida literaria: la dacha de Max, junto con unos pabellones de nueva construcción, se han convertido en la Casa de Creación del Fondo Literario. Es posible que la inspiración haya visitado a algún poeta en esa dacha, y que Max, también después de muerto, haya logrado sacar a la luz a un autor novel.
A veces me pregunto por qué Voloshin, que jugó la mitad de su vida a juegos infantiles y absurdos, se reveló durante los años más difíciles como el ser más inteligente, más maduro, sí, más humano que muchos de los escritores de su generación. Tal vez se deba a que no estaba hecho para la acción, sino para la contemplación: existen naturalezas de esta clase. Mientras a su alrededor reinó la calma, Max representó misterios y farsas no tanto para los demás como para sí mismo. Pero cuando se levantó el telón sobre la tragedia del siglo, en el transcurso del verano de 1914 y durante la guerra civil, Voloshin no intentó ni subir al escenario ni insertar su réplica en un texto ajeno. Dejó de hacer tonterías y se esforzó en tomar conciencia de lo que no había visto ni conocido antes. Cuando lo recordamos aquellos que lo conocimos, nos reímos o nos emocionamos, pero nunca nos queda un mal sabor de boca, y eso ya es mucho…
20
Si digo que en 1911 conocí a un poeta cuyo rostro dulce y pensativo, pelo ondulado y suave, cuyos movimientos distraídos revelaban una naturaleza soñadora, que en él se alternaban los minutos de felicidad ruidosa con una profunda tristeza, que en los círculos literarios entonces se hablaba de su libro publicado por la editorial «decadente». Grif, que Briúsov, colmando de elogios al autor «casi novel», expresaba su temor a que no pudiera mantenerse a la altura ya alcanzada y encontrar una vía para seguir avanzando, creo que nadie adivinará de quién estoy hablando. Y si cito algunos versos que recuerdo muy bien, como por ejemplo: «¿Por qué susurras tú, hierba? | ¿Es que la cuerda de un arco te ha asustado? | ¿Está caliente la sangre de la codorniz | para que se agite tu brocado?», a lo sumo algunos amantes de la poesía o ciertos historiadores de la literatura particularmente meticulosos sabrán que se trata de Alekséi Nikoláievich Tolstói. Y, sin embargo, ése es el Alekséi Tolstói al que yo recuerdo bien.
En su autobiografía, escrita en las postrimerías de su vida, Alekséi Nikoláievich escribió a propósito de su poemario Tras los ríos azules : «No reniego de él ni siquiera hoy». No sólo los versos de 1911 son del autor de Pedro el Grande , sino que el joven poeta ya era el mismo Alekséi Nikoláievich que muchos recuerdan, un hombre corpulento y calvo que había aprendido a disimular ciertos rasgos de su carácter y a enfatizar deliberadamente otros. Basta con echar una mirada a los recuerdos que se han publicado sobre Alekséi Tolstói, escritos por aquellos que se encontraron con él en la década de 1930, para comprender a qué me refiero; esos recuerdos varían por lo que respecta al carácter de los acontecimientos, de los relatos o de las bromas relatadas, pero siempre evocan la imagen del hombre que comía con fruición, conversaba con deleite y, entre una carcajada y otra, decía cosas profundas: esa imagen relega a un segundo plano la del artista.
Yuri Olesha [1] contó su primer encuentro con Tolstói en otoño de 1918: «Tanto para su propia diversión como para la de sus amigos, interpreta un personaje. ¿Cuál? ¿No será el de Pierre Bezújov? Quizá. ¿Y no nos estará mostrando a uno de esos excéntricos terratenientes de los que escribe en sus obras? No. Alekséi Nikoláievich interpretaba a menudo (y, cabe decirlo, de un modo admirable) al propio Alekséi Nikoláievich, un personaje creado por un gran artista».
Cuando le conocí, ese «casi debutante» era ya un escritor de renombre: sus relatos sobre los «excéntricos» de más allá del Volga enseguida llamaron la atención. Ya se daban en él todos los rasgos del Tolstói maduro, aunque no formado del todo; su cara, que después parecería creada por el lápiz de un dibujante, reclamaba en su juventud la paleta del pintor. No es una ley de la naturaleza: a algunas personas se les suavizan los rasgos en el crepúsculo de la vida, el paso de los años va atenuando su dureza inicial, su rigidez, su angulosidad. A Alekséi Nikoláievich le sucedía lo contrario: era mucho más blando o, si se quiere, más nebuloso en su juventud; y, lo que es más importante, no sabía todavía (o bien no quería) preservar su mundo interior de las personas con las que se cruzaba en su camino.
No recuerdo quién me condujo hasta Tolstói, me parece que fue Voloshin, o tal vez el pintor Dosekin. Alekséi Nikoláievich estuvo en París en 1911, luego, en la primavera de 1913. Durante uno de esos viajes, él y su mujer, Sofia Isaákovna, se alojaron en una pensión en la rue d’Assas, no lejos de La Closerie des Lilas, donde yo tenía la costumbre de pasarme los días enteros, escribiendo. Di a conocer a Tolstói a las diferentes celebridades del establecimiento: el «príncipe de los poetas». Paul Fort, los futuristas italianos, el pintor noruego Diriks. Durante la Primera Guerra Mundial, en Moscú, Alekséi Nikoláievich escribió un ensayo sobre París donde evocaba La Closerie des Lilas: «En la misma orilla izquierda, con toda la pasión francesa, el coraje y el esplendor de la miseria, los poetas, prosistas y periodistas salvaguardaban la libertad de creación y la independencia en un viejo café, bajo los castaños, junto al monumento al mariscal Ney, y coronaban con laureles a los descubridores de nuevas vías… En ese café, bajo los castaños, siempre encontrarán, al atardecer, al lado de la ventana, a un hombre alto, de pelo grisáceo, que parece un vikingo y a una dama de cabellos canos que en otro tiempo debió de ser muy hermosa. Son un pintor noruego y su mujer. Han vivido veinte años en París y todos los días han estado allí, bajo los castaños».
Amaba París, ciudad que supo comprender enseguida. «París, siempre velada por un vapor transparente, azulado, toda gris, uniforme, con casas que se parecen entre sí, buhardillas, cúpulas de iglesias y arcos de triunfo, cortada y rodeada de bulevares verdes, como dentro de una corona […]. Durante el día la enorme ciudad vive infatigablemente, retumba, se mueve; de noche, está inundada de luz. Si deambulamos por París un día entero no es cansancio lo que sentimos, sino una melancolía tranquila y sosegada. Uno tiene la impresión de que ahí se ha comprendido la muerte y se ama la belleza triste de la vida […]. París es vieja, terriblemente vieja. La amo en particular los días húmedos. Los contornos innumerables de tejados de pizarra en semicírculo, desde donde miran hacia el cielo brumoso las ventanas de las buhardillas. Y más arriba, chimeneas, chimeneas, chimeneas, columnas de humo. La niebla es transparente, toda la ciudad se extiende como una espesura, parece hecha de sombras azules».
Algunos meses antes de morir, Alekséi Nikoláievich me dijo que cuando acabara la guerra iría a pasar un año a París, se alojaría en cualquier lugar a orillas del Sena y escribiría una novela; recuerdo sus palabras: «París predispone al arte». El excéntrico que, según Yuri Olesha, interpretaba el papel del protagonista absurdo de Más allá del Volga nunca se sentía turista en París: no la visitaba, no se extasiaba, no exteriorizaba su descontento, sino que enseguida se zambullía en la vida de la ciudad. A veces estaba triste, pero, aun en esa tristeza, era feliz. (No hablo de los años de su estancia forzosa en París, cuando Alekséi Nikoláievich pensaba de forma obsesiva en la Rusia que había abandonado). Ya he dicho que la emigración posee su propio clima. En una carta escrita a su madre cuando tenía catorce años, Tolstói citaba una vieja canción popular: «Ay, ay, ay, qué triste está Afoniushka de vivir en tierra extraña, lejos de su madre querida». Estas palabras volvió a utilizarlas como epígrafe de su relato Los estados de ánimo de I. N. Búrov , que escribió hallándose emigrado en París. Sería difícil expresar de mejor forma el estado de ánimo de un hombre desgajado por la fuerza de su tierra natal.
Conocí bien al Tolstói que pintó Konchalovski, en cuyo retrato el rostro del escritor se confunde con una naturaleza muerta, el hombre se fusiona con la vida que le rodea. Pero el Tolstói del que yo quiero hablar es otro: un individuo consagrado al arte. Sus palabras «París predispone al arte» no eran fortuitas. Como un auténtico artista, nunca estaba seguro de sí mismo, jamás estaba satisfecho, buscaba dolorosamente una forma para expresar lo que quería decir. Hablaba de ello a menudo, incluso en la edad madura. En sus conversaciones con jóvenes escritores se esforzaba en transmitirles la pasión por el trabajo. No juzgaba necesario hablar a muchas personas de su desdicha, de su descontento, de sus horas de tormento cuando releía con asombro y zozobra lo que había escrito la víspera. Cuántas veces me dijo: «Iliá, escribo y me parece bueno, pero luego veo que es una porquería, comprendes: ¡una porquería!». A comienzos de 1941 se reeditó su novela corta Emigrados (cuyo título en la primera versión era Oro negro ). Esa obra me parecía poco acertada y nunca hablé de ella a Tolstói; escribió en el libro: «A Iliá Ehrenburg, esta novela profundamente imperfecta y aproximativa. Pero, amigo mío, lo importante es el resultado final de la vida de un artista. Tú lo comprendes». Utilizaba a menudo la palabra aproximación como condena: decía de un lienzo o de un verso que no le había gustado: «Es una aproximación».
Durante un tiempo quiso aprender a pintar, pero no tardó en dejarlo. Cuando nos conocimos, Alekséi Nikoláievich hablaba de pintura con entusiasmo. Posiblemente se debiera a la influencia que ejercía en él su mujer Sofia Isaákovna, que era pintora; pero Tolstói poseía el don de ver la naturaleza, los rostros, las cosas. Frecuentaba a artesanos, ebanistas, fundidores, encuadernadores, que no sólo conocían su oficio, sino que lo amaban, dotados de fantasía. Cuenta en su autobiografía la impresión que le causaron en su juventud los versos de Henri de Régnier, traducidos por Voloshin: «Me sorprendió el cincelado de las imágenes». Henri de Régnier no era un poeta extraordinario, pero sabía escribir, y era precisamente su técnica lo que había impresionado a Tolstói.
Alekséi Nikoláievich escribió también que, en su investigación sobre el lenguaje popular ruso, había aprendido mucho de A. M. Rémizov, Viacheslav Ivánov y Voloshin. Antes de eso, en su primera juventud, había tenido ocasión de frecuentar la célebre Torre [2] de Viacheslav Ivánov. Voloshin me contó una divertida historia que se remontaba a esa época en que Tolstói intentaba asimilar las ideas y el vocabulario de los simbolistas. Se había encontrado en Berlín con Andréi Bieli, que le había inflado la cabeza sobre la antroposofía. En general, era difícil comprender lo que decía Bieli, sobre todo cuando hablaba de su vaga doctrina. Poco después, en la «torre», se habló de Blavátskaia y Steiner. Tolstói quiso demostrar que no era un profano en la materia y soltó de repente: «Me dijeron en Berlín que ahora los egipcios se reencarnan». Todo el mundo se echó a reír, y Tolstói se quedó helado de miedo. Al cabo de muchos años pregunté a Alekséi Nikoláievich si había sido Max quien se había inventado la historia de los egipcios. Rio y me dijo: «Aquello fue una metedura de pata mía, sin más, ¿entiendes?».
Las conversaciones sobre la reencarnación, el anarquismo místico, la búsqueda de Dios, el fatalismo, todo aquello no se correspondía con la naturaleza de Tolstói. Una vez hubo adquirido cierta técnica y hubo encontrado sus propios temas, se separó de los simbolistas (con Voloshin conservó la amistad) y se rio de los «decadentes», en sus relatos y en su trilogía. [3] En una ocasión, en diciembre de 1943, volvía con él de Járkov a Moscú. Los trenes iban lentos en esta época. A. N. Tolstói y yo ocupábamos un compartimento, en otros viajaban K. Símonov y algunos periodistas extranjeros. Casi durante todo el recorrido Tolstói evocó el pasado; me parece que lo que quería hacer durante esos dos días es lo que yo intento hacer ahora: reflexionar sobre su vida. Para mi sorpresa, habló con afecto y respeto de los poetas simbolistas, decía que había aprendido mucho de ellos; se acordó también de la Torre; luego, de improviso, se enfadó y declaró que los jóvenes poetas no tenían respeto por el pasado ni conciencia de la dificultad del arte; pidió que llamaran a K. Símonov y durante largo rato trató de inculcarle que en la casa del arte era preciso entrar con veneración, como él en otro tiempo, cuando subía a la Torre.
Después se puso a hablar de Blok. En la novela Las hermanas aparece un poeta decadentista llamado Bessónov, en el que muchos han visto, con plena justicia, una caricatura de Blok. Tolstói aclaró que su voluntad era ridiculizar a «los que remedaban a Blok». No obstante, no cabe duda de que, aun de modo inconsciente, confirió a Bessónov ciertas peculiaridades de Blok. Tolstói así me lo confesó, y yo creo que lo hizo sin mala intención.
La psicología de la creación artística, los tristes episodios acontecidos a diferentes escritores (basta con recordar la querella de Levitán con Chéjov a raíz de Poprygunia [La saltarina]), nos muestran que los rasgos particulares, los actos, las palabras de una persona de carne y hueso pueden entrar imperceptiblemente en esa amalgama que llamamos «personaje de novela», y el artista no siempre sabe dónde acaban los recuerdos y dónde empieza la ficción. La idea de que en Bessónov se hubiesen reconocido ciertos rasgos de Blok resultaba penosa para Alekséi Nikoláievich. Hablándome de su encuentro con Blok durante la guerra, me dijo que el poeta era muy humano; después enmudeció, y por la noche se puso a repetir algunos versos blokianos.
(He aquí otro testimonio, los Recuerdos de Iván Bunin. A los ochenta y dos años, Bunin quiso denigrar a todos los escritores, de derechas y de izquierdas, soviéticos y emigrados: Gorki y Alekséi Tolstói, Blok y Maiakovski, Leonid Andréiev y Sologub, Balmont y Briúsov, Jlébnikov y Pasternak, Andréi Bieli y Tsvietáieva, Yesenin y Bábel, Voloshin y Kuzmín. Bunin recuerda: «Los escritores de Moscú habían organizado una reunión para leer y analizar Los doce de Blok, yo también acudí. No me acuerdo de quién leía exactamente, sólo de que estaba sentado al lado de Iliá Ehrenburg y Tolstói. Como la gloria de aquella obra, que no sé por qué la llamaban poema, muy pronto se volvió incontestable, una vez que el lector hubo acabado se hizo un silencio reverencial, luego se oyeron exclamaciones en voz baja: “¡Formidable!”. “¡Maravilloso!”». Bunin hizo a continuación una intervención: demolió Los doce y lo tildó de «truco vulgar y barato». «¡Entonces Tolstói me armó un escándalo! ¡Había que oírle! Me gritaba como un gallo». Me acuerdo de aquella velada. En aquella época Alekséi Nikoláievich dudaba de muchas cosas, pero calificó las palabras de Bunin sobre la poesía de Blok de «sacrilegio»).
A menudo le visitaba la inspiración, y siempre de manera improvisada: cuando paseaba por la calle, en una recepción diplomática, durante una conversación formal con alguien, lo cual dejaba muy sorprendido a su interlocutor. Durante el invierno de 1917-1918 íbamos a menudo a casa de S. G. Kará-Murzá, amigo fiel y desinteresado de los escritores, donde cenábamos, leíamos versos, hablábamos del destino del arte. Volvíamos a casa en grupo, a altas horas de la noche. Kará-Murzá vivía en Chistie Prudi mientras que nosotros vivíamos en las calles Povarskaia, Prechístenka o en las callejuelas de Arbat. Tolstói nos entretenía contándonos historias ridículas y de repente se detenía en medio de unos montones de nieve para recitarnos algunos versos de Yesenin, de N. Krandiévskaia, de Vera Ínber.
En verano de 1940 llegué a Moscú procedente de París. Tolstói me telefoneó: «Iliá, ven a mi dacha». La dacha se encontraba en Barvija. (Antes de eso habíamos reñido y pasado largos años distanciados; ni siquiera nos hablábamos. Un día me vio junto al mostrador de un estanco y le susurró a mi mujer: «Dígale que ese tabaco no vale nada. Ése de ahí es el que tiene que comprar». Por mucho que lo intente, no logro recordar por qué reñimos. Le pregunté a la esposa de Alekséi Nikoláievich si ella se acordaba del motivo de nuestra desavenencia. Liudmila Ilíchnina me respondió que ni siquiera Tolstói debía de acordarse. [4] Creo que ese detalle revela mejor que nada la naturaleza de nuestras relaciones). Una vez en la dacha, Tolstói me ofreció vino de Borgoña. «¿Sabes lo que estás bebiendo? ¡Es un Ro-ma-née!». Me hizo preguntas acerca de Francia; el relato, desde luego, no era alegre. A continuación le leí unos versos que había escrito en París después de la irrupción de los alemanes. Le llamó la atención uno en particular y lo repitió varias veces: «El arte, oscuro como el hombre».
Era un conversador asombroso: miles de personas se acuerdan aún hoy de las historias que contó a lo largo de su vida: esa que databa de su infancia, de la cocinera que le había servido sopa en un orinal, o bien la de aquel diácono que se metía bolas de billar en la boca. Escuchándole, se podría pensar que escribía sin esfuerzo, cuando en realidad era una tortura para él. Trabajaba durante días enteros del tirón, corregía lo escrito, lo escribía de nuevo, abandonando a veces lo que había empezado. «¿Te das cuenta? No funciona. ¡Es una basura!».
De joven le apasionaba la intriga del relato, la acción que se desarrollaba de manera inesperada para el lector. A veces anotaba o retenía en la memoria, una historia que le habían explicado: esos relatos se convertían enseguida en la trama de una novela. He aquí el origen de su relato El misionero , titulado en su primera versión Quien tiene boca se equivoca . En París había muchos rusos que se habían convertido en emigrados por casualidad; entre ellos había un zapatero que había participado en un motín de soldados en 1905. Se llamaba Ósipov. Se había casado con una francesa e iba tirando, pero era como el Afoniushka que estaba triste por vivir en tierra extraña y se dio a la bebida. Un día se sintió mal: ¿por qué era católico su hijo? Se fue a la iglesia rusa de la rue Daru y, arrepentido, suplicó al sacerdote que bautizara a su hijo por el rito ortodoxo. El sacerdote, conmovido, no sólo ofició el rito sino que dio a Ósipov veinte francos. Él, que no creía en Dios, ni en el católico, ni en el ortodoxo, se gastó los veinte francos en bebida. Transcurrido un mes, cuando le embargó de nuevo la melancolía y no tenía dinero para vodka, fue a buscar a un sacerdote católico, le contó que los ortodoxos le habían engañado, pero que podía «reconducir a su hijo al catolicismo». Fue Tijón Ivánovich Sorokin quien me relató esta historia.
Yo conté a Tolstói la historia del zapatero, se rio durante un buen rato y anotó algo en su cuaderno. La palabra reconducir le gustó y quedó tal cual en el relato, pero Tolstói cargó las tintas en la historia: el protagonista ya no era un pobre infeliz que ahogaba las penas en la bebida, sino un ser astuto que «reconducía» niños al por mayor y chantajeaba al autor del relato.
En más de una ocasión Alekséi Nikoláievich me había dicho que no sabía «de dónde demonios» salían sus relatos: de una historia que le habían contado diez años atrás, de algún comentario divertido. Me acuerdo de nuestros paseos nocturnos durante el primer invierno después de la revolución. Tolstói aseguraba que debía acompañarle hasta su casa, en la calle Molchánovka, pues, según él, yo espantaba a los bandidos. (No recuerdo cómo vestía yo en aquella época, sólo que a Alekséi Nikoláievich le causaba risa mi gorro alto que parecía el tocado de un monje. Hace algunos años me dieron la copia de una fotografía en la que aparecemos los dos, al pie de la cual hay una nota de Tolstói que reza así: «Bulevar Tverskoi, junio de 1918». Alekséi Nikoláievich llevaba un canotié , y yo, un inmenso gorro mexicano). Tolstói me puso el apodo de «diablo rancio». Poco después escribió el relato El diablo rancio , que habla de un escritor místico y una cabra. El escritor no se parece en nada a mí, salvo que el sombrero que lleva es bajo y redondo, y el diablo rancio no es el escritor, sino la cabra. Con todo, ese relato se gestó en el momento en que Tolstói, mirándome, me dijo: «¿Sabes, Iliá, lo que pareces? ¡Un diablo rancio! No hay bandido que al verte no echase a correr».
No trabajaba como un arquitecto, más bien como un escultor. Desde muy pronto renunció al sistema de escribir novelas o relatos conforme a un plan fijado de antemano. A menudo, cuando empezaba una obra, no tenía la menor idea de lo que seguiría. Muchas veces me dijo que no sabía cuál era el destino del protagonista, ni siquiera sabía lo que sucedería en la página siguiente; los personajes cobraban vida paulatinamente, iban cogiendo forma, dictaban al autor la línea de la trama. (Esto corresponde al período de madurez de Tolstói).
Hay escritores que son filósofos. Alekséi Nikoláievich era un escritor pintor. A menudo las personas sienten el doloroso deseo de hacer aquello para lo que no están hechas. Me acuerdo de Alekséi Nikoláievich, en su juventud, cuando permanecía largo rato sentado con un libro en el que quería escribir un aforismo a modo de dedicatoria: no le venía nada a la cabeza.
Expresaba con extraordinaria exactitud lo que quería decir mediante imágenes, relatos, estampas, pero no lograba pensar de manera abstracta: sus intentos de introducir en un relato o en una novela corta una generalización o una máxima acababan en fracaso. No se le podía separar del elemento artístico, al igual que no hay modo de que un pez viva fuera del agua. Sus libros más perfectos, Más allá del Volga, La infancia de Nikita, Pedro el Grande , tienen una libertad interna; en ellos el escritor no se subordina a la intriga, relata. Tiene una potencia particular cuando está unido a sus raíces, a las de su infancia o a la historia de Rusia, terrenos estos en los que se siente ligero, seguro de sí mismo, como en las habitaciones de una casa donde se ha vivido mucho tiempo.
Por lo que respecta a sus ideas, era representante de la intelligentsia rusa de buena calidad. (Esta palabra no define un tipo de actividad, sino un fenómeno histórico; no es por casualidad que las lenguas occidentales han incorporado la palabra rusa intelligentsia , con su sentido específico).
Voy a contar el primer encuentro que tuvo Tolstói con el racismo, mucho antes de la Primera Guerra Mundial. Frente a La Closerie des Lilas había una inmensa sala de baile llamada Le bal bullier (este edificio ha sido derribado). Los Tolstói iban a veces. En una ocasión un negro invitó a bailar a Sofia Isaákovna y ella le presentó a su marido. Aquel negro cayó simpático a Alekséi Nikoláievich, que lo invitó a comer en la pensión donde se alojaba. Entre los huéspedes había un americano que, al ver que los Tolstói llevaban al comedor a un negro, se puso hecho una furia. Alekséi Nikoláievich trató de explicarle ingenuamente que aquel negro era un hombre muy instruido, un príncipe, llegó a decirle. El americano no quería escucharle: «En nuestro país, los príncipes como éste limpian zapatos». Tolstói se enfadó y tiró al americano por las escaleras desde el segundo piso, entre los llantos de la patrona, pero también entre las exclamaciones de aprobación de otros huéspedes franceses.
En 1917-1918 Tolstói estaba confuso, triste, a veces angustiado. No podía comprender lo que estaba pasando; permanecía sentado en el café Bom, frecuentado por escritores, hacía su turno de guardia en el comité de inquilinos; echaba pestes de todo el mundo y se compadecía a la vez de ellos, pero no salía de su desconcierto. De vez en cuando lo visitaba Bunin. Inteligente y malvado como era, hablaba de manera inteligente y malvada, pero injustamente. Contaba, me acuerdo, cómo se presentó en su casa un mujik para advertirle de que los campesinos habían decidido quemar su casa y robarle los bienes de valor. Iván Bunin le dijo: «Eso no está bien». A lo que el mujik contestó: «Pues claro que no está bien… Pero yo también iré, si no se lo llevarán todo y no me dejarán nada. ¡Haré valer mis derechos!». Tolstói sonrió con tristeza.
A menudo recibía la visita de Liza Kuzmina-Karaváieva, una poeta de Petersburgo. Ella hablaba de justicia, de filantropía, de Dios. El destino que aguardaba a esa mujer fue inaudito. Partió a París, donde dio a luz a una niña y después tomó los hábitos con el nombre de María. La hija creció y se hizo comunista. Cuando Tolstói fue a París, la joven le pidió que la ayudara a entrar en la Unión Soviética. Durante la guerra la hermana María fue una heroína de la resistencia. Los alemanes la deportaron a Ravensbrück. Cuando enviaban a la cámara de gas a una partida de detenidos, la hermana María se puso en la fila en lugar de una muchacha soviética. Durante el invierno del que hablo, Liza transmitió a Tolstói su profunda inquietud.
Tolstói veía la cobardía de los pobres de espíritu, la ruindad de las ofensas, pero, aunque se burlaba de los otros, no sabía qué hacer. Un día me enseñó la placa de cobre que estaba fijada en la puerta: «Conde A. N. Tostói», y estalló en una risa sonora: «Para unos soy conde, para otros, ciudadano», dijo, riéndose de sí mismo.
«Mientras pasaba un plato al príncipe indio, madame Koshke dijo: “¡He aquí un faisán!”». Tolstói contaba esa historia, riéndose, a la hora de comer. Un día, después de hablar con un joven socialista revolucionario de izquierdas, perdió su buen humor. Así nació el relato ¡Misericordia! Tolstói escribió más tarde que ése fue su primer intento de reírse de los intelectuales liberales; no añadió que también sabía burlarse de sus propias miserias.
En primavera de 1921 llegué a París. Tolstói invitó a algunas personas en mi honor: Bunin, Teffi, Záitsev. Tolstói y su mujer, N. Krandiévskaia, estaban contentos de verme. Bunin, irreconciliable, interrumpió mi relato de Moscú diciendo que él sólo podía hablar con personas de su rango y se fue. Teffi trataba de sacar hierro al asunto. Záitsev guardaba silencio. Alekséi Nikoláievich estaba desconcertado: «¿Lo entiendes? Yo no entiendo nada». Poco después la policía francesa me echó de París.
Más adelante me encontré con Alekséi Nikoláievich en Berlín; él ya sabía que pronto volvería a Rusia. En los artículos que escribían sobre Tolstói se hacía referencia a Smena vej [Cambio de jalones], [5] su «progresivo acercamiento» a las ideas de la revolución. Me parece que todo eso era más sencillo y más complicado a la vez. Dos pasiones vivían en este hombre: el amor a su pueblo y el amor al arte. Más que comprender sentía que no podría escribir fuera de Rusia. Y su amor por su pueblo era tal que se enemistó no sólo con sus amigos, sino también con muchas cosas que había en él; creyó en su pueblo, creyó que todo sucedía como tenía que suceder.
Veinte años después nos encontramos a menudo en tiempos muy difíciles, cuando la conciencia ya no era suficiente, y hacían falta amor y fe. Decían que su optimismo innato lo protegía siempre del desánimo, pero no era así. En 1913 y 1918 vi a Alekséi Nikoláievich no sólo afligido sino desesperado (eso, por supuesto, no le impedía bromear, reír, inventar historias graciosas). Pero durante el horrible verano de 1942 conservó la moral alta, se apoyaba con firmeza en su tierra, estaba libre de lo que más repugnaba a su naturaleza: las dudas, la necesidad de buscar una salida, la sensación de soledad.
En diciembre de 1943 estuve con él en Járkov, en el proceso de los criminales de guerra. Yo no fui a la plaza donde iban a ahorcar a los condenados. Tolstói dijo que él debía estar presente, que no se atrevía a eludir aquello. Cuando volvió de la ejecución, estaba sumamente lúgubre; permaneció callado durante un largo rato, después se puso a hablar. ¿Qué dijo? Lo que puede decir un escritor, lo mismo que dijeron Turguéniev, Victor Hugo y el poeta ruso K. Sluchevski…
Durante los últimos años de su vida Tolstói se sintió atraído por los amigos de los viejos tiempos. Veía a menudo a Alekséi Alekséievich Ignátiev y a su mujer, Natalia Vladimírovna. De Ignátiev hablaré cuando llegue a la Primera Guerra Mundial. Tolstói le tenía mucho afecto; en cierto modo sus caminos vitales se parecían: los dos procedían de la vieja Rusia y habían seguido la revolución. También frecuentaban la casa de Tolstói V. G. Lidin, P. P. Konchalovski, el doctor V. S. Galkin y S. M. Mijoels. Tolstói trabajaba febrilmente en la tercera parte de Pedro el Grande . En otoño de 1944 ya estaba enfermo. Cuando fui a verle estaba sombrío, trató de bromear; de pronto se animó: empezó a hablar de su trabajo: «He acabado el quinto capítulo… Pedro ha revivido de nuevo en mi obra…». Luchó con valentía contra la muerte. Lo que lo sostuvo en aquella lucha no fue tanto su vitalidad como su pasión de artista.
En la calle Spiridónovka se celebró una recepción con motivo del día del Ejército Rojo. Todos estábamos muy animados: el final de la guerra estaba cerca. De repente, corrió por la sala un rumor: «Alekséi Tolstói ha muerto». Todos sabíamos que estaba gravemente enfermo, pero aquello nos pareció absurdo, injusto, desprovisto de sentido, horrible.
Un día me dijo: «Iliá, me has de estar agradecido hasta que te vayas a la tumba: te he enseñado a fumar en pipa». En efecto, pienso en él con profundo agradecimiento. No me enseñó nada, salvo a fumar en pipa… Tenía nueve años más que yo, pero nunca lo consideré mayor. No me dio lecciones, pero sí muchas alegrías con su arte, la finura de su alma, disimulada a menudo bajo una máscara de alegría, sus ganas de vivir, su fidelidad a los amigos, a la gente, al arte. Se formó antes de la revolución y encontró en él las fuerzas necesarias para entrar en otro siglo: en 1941 estuvo con Rusia. Contemplando su cabeza grande y pesada siempre sentía que ese hombre se acordaba de todo pero que su memoria no le aplastaba. Le estoy agradecido porque nos conocimos en tiempos lejanos, tranquilos, en 1911; por haber estado en su dacha el 10 de enero de 1945 cuando, enfermo, celebró su cumpleaños, seis semanas antes de morir; le estoy agradecido porque durante treinta y cinco años supe que vivía, maldecía, reía y escribía; escribía día y noche, y lo hacía de tal manera que a veces uno se queda sin aliento ante la perfección de su verbo.
21
Existe una imagen muy extendida, la de los poetas y artistas que se refugian en la torre de marfil en su deseo de huir de la realidad. Yo nunca he estado en esa torre y no sé si existe. Tampoco estuve en la Torre (o más bien desván) donde vivía el poeta V. I. Ivánov y que frecuentaba en su juventud Alekséi Tolstói. Éramos un centenar de poetas y pintores que odiábamos la sociedad existente: gente de diversas nacionalidades, franceses, rusos, españoles, italianos; todos sumamente pobres, mal vestidos, famélicos, pero firmemente decididos a crear un arte nuevo, auténtico. Vivíamos en un café sombrío y sofocante que no se parecía en nada a una torre de marfil.
A finales de 1924 Maiakovski escribió: «París, | violeta, | París color anilina, | se levantaba | detrás de la ventana de La Rotonde». Maiakovski había visto La Rotonde, que más adelante visitaban los turistas como una de las curiosidades de París. No era ya un café sucio y maloliente, sino un monumento histórico, restaurado, ampliado, pintado de nuevo. Los extranjeros acudían a él y escuchaban las explicaciones de los guías: «Alrededor de esa mesa solían sentarse Guillaume Apollinaire y Picasso… En aquel rincón Modigliani dibujaba a los clientes a quienes entregaba el dibujo por una copa de coñac…».
Hoy los turistas ya no tienen nada que ver: en el lugar de La Rotonde se ha construido un cine. A veces, en los estudios cinematográficos, se reconstruye una Rotonde de cartón piedra para filmar películas sobre la vida atormentada y enigmática de los «últimos representantes de la bohemia». Si las películas no valen nada, no es porque los personajes no se parezcan a sus prototipos, sino porque los realizadores no tienen la llave de las ideas y los sentimientos que inspiraban a los habituales de aquel café.
El café en cuestión era como otros cientos. En el mostrador de zinc tomaban café o aperitivos cocheros, taxistas y empleados. Detrás de él, había una sala oscura, impregnada de humo de tabaco, con diez o doce mesas. Por la noche la sala se llenaba, se hablaba a voz en cuello: se discutía de pintura, se recitaban poesías, se maquinaba la manera de hacerse con cinco francos, se reñía, se hacían las paces. Cuando alguien se emborrachaba, lo sacaban fuera del local. A las dos de la madrugada La Rotonde se cerraba durante una hora. A veces el patrón permitía a los clientes habituales permanecer en el local vacío, a oscuras, infringiendo el código policial; a las tres de la madrugada se reabría el café y podían reanudarse las tristes conversaciones.
Libion, el propietario del café, no podía figurarse que su nombre entraría en la historia de la pintura. Se trataba de un tabernero gordo y bonachón que había comprado un pequeño café; La Rotonde se convirtió por casualidad en el cuartel general de una gente estrafalaria que hablaba en lenguas diferentes o, como decía Max Voloshin, de unos «ablandabrevas», poetas y pintores, algunos de los cuales más tarde llegaron a ser famosos. Siendo como era un burgués medio corriente, Libion al principio miraba un poco de soslayo a su extraña clientela; por lo visto, nos tomaba por anarquistas. Se fue acostumbrando a nosotros, incluso nos tomó cariño. Alguien le contó que había gente que se había enriquecido con la pintura: compraban cuadros de pintores desconocidos por una miseria y al cabo de veinte años los vendían por un dineral. La idea de ganar dinero así no entusiasmaba demasiado a Libion; un día me dijo que no le gustaban los juegos de azar y que adquirir cuadros era como jugar a la lotería: ya está bien si uno entre mil llega a ser alguien. Prefería ganarse la vida vendiendo licores. Desde luego a veces tenía que aceptar algún dibujo de Modigliani por diez francos, pues ante el pobre pintor se apilaba una montaña de platitos y no tenía ni un céntimo en el bolsillo… De vez en cuando Libion daba cinco francos a un poeta o a un pintor y le decía con aire enfadado: «Búscate a una mujer, tienes ojos de loco». En su labio inferior reposaba invariablemente una colilla apagada. La mayor parte del tiempo iba en mangas de camisa, pero con chaleco.
Un día que estaba en La Rotonde, la pintora Miamlina me pidió que le aguantara a su bebé mientras ella iba a comprar cigarrillos al estanco de enfrente. Pasó media hora, pasó una hora. Ni rastro de Miamlina. El bebé se puso a gritar. Libion se acercó y escuchó mis explicaciones, pero era evidente que no me creyó: «Ya os conozco yo a vosotros: hacéis niños y luego os desentendéis. Bueno, llévalo a mi casa, tengo allí a una mujer ya entrada en años que te ayudará. ¡Menudo padre estás hecho…!». Libion vivía al lado de La Rotonde. Su piso era propio de un pequeñoburgués: cortinas rojas, un bonito paisaje en la pared. Nunca habría colgado en su casa un Modigliani o un Soutine. ¡Válgame Dios! Se encariñaba de los clientes, pero no de sus obras…
Después de la Revolución de Febrero, pasaron por La Rotonde algunos soldados rusos de una brigada enviada al frente occidental por el gobierno zarista: les habían dicho que allí podrían encontrar a emigrados rusos. Los soldados exigían que se les repatriara. La policía comenzó a atosigar a Libion; decían que La Rotonde era el cuartel general de los revolucionarios y se prohibió a los militares frecuentarlo. Aquello perjudicó seriamente a Libion, quien tuvo miedo: corrían malos tiempos, Clemenceau había resuelto apretar más fuerte las clavijas, la policía incurría en excesos. Después de muchos suspiros y lamentos, Libion traspasó el negocio a otro tabernero y compró otro pequeño café en un lugar tranquilo, alejado de los artistas. Pero entonces comprendió que los clientes corrientes no le interesaban. A veces iba a La Rotonde, se sentaba en un rincón oscuro, pedía una jarra de cerveza y miraba con nostalgia a su alrededor. Murió unos años más tarde. A su entierro asistieron pintores y poetas, algunos ya famosos, y Libion, como muchos de sus clientes, conoció la gloria póstuma.
Mi primera novela comienza con un dato verídico: «Me hallaba yo sentado, como siempre, en un café del boulevard Montparnasse ante una taza vacía y esperaba que alguien me liberara y pagara los seis sous al paciente camarero». Cuento después que en el café entró Julio Jurenito, a quien yo tomé por el diablo. Evidentemente se trata de una invención. En La Rotonde conocí a personas que desempeñaron un papel importante en mi vida, pero a ninguna de ellas la tomé por el diablo. En aquella época todos éramos diablos y mártires a los que los demonios freían en la sartén. Al teatro íbamos en muy contadas ocasiones, no sólo porque no tuviéramos dinero, sino porque a nosotros también nos tocaba representar una obra larga y embrollada; no sé cómo llamarla: farsa, drama o espectáculo de circo. Tal vez el mejor apelativo sería el inventado por Maiakovski, «misterio bufo».
Por supuesto, el aspecto exterior de La Rotonde era cuando menos pintoresco: una mezcla de razas, hambre, discusiones y un sentimiento de desamparo (el reconocimiento de los contemporáneos llegó, como siempre, con retraso). Era precisamente aquel pintoresquismo lo que cautivaba a los cineastas. Cuando un cliente de paso, bien fuera un chófer o un empleado bancario, después de haberse tomado un café y una copita de licor en la barra miraba la lúgubre sala, sonreía, asombrado, o bien volvía la espalda con indignación: el público era insólito, incluso a ojos de los parisinos, acostumbrados a todo.
Les sorprendía ante todo aquel grupo tan variopinto de gente, la diversidad de lenguas: les daba la impresión de estar en el pabellón de una exposición internacional, o bien en el ensayo de uno de los futuros congresos de la paz. He olvidado muchos nombres, pero de algunos me acuerdo; hay algunos que son conocidos de todos, otros han caído en el olvido. He aquí una lista que está lejos de ser exhaustiva: los poetas franceses Guillaume Apollinaire, Max Jacob, Blaise Cendrars, Cocteau, Salmon, los pintores Léger, Vlaminck, André Lhote, Metzinger, Gleizes, Carnot, Ramay, Chantal, el crítico Élie Faure, los españoles Picasso, Juan Gris, María Blanchard, el periodista Corpus Barga; los italianos Modigliani, Severini, los mexicanos Diego Rivera, Zárraga; los rusos: los pintores Chagall, Soutine, Lariónov, Goncharova, Sterenberg, Kremen, Feder, Fotinski, Marevna, Izdevski, Dilevski, los escultores Archipenko, Zadkine, Meschanikov, Indenbaum, Orlova; los polacos Kisling, Marcoussis, Gottlieb, Zack, los escultores Dunikowski y Lipchitz; los japoneses Fujita y Kawashima, el pintor noruego Per Krohg; los escultores daneses Jacobsen y Fischer; el búlgaro Pascin. Resulta difícil acordarse de todos, sin duda he olvidado muchos nombres.
El aspecto exterior de los clientes también debía de sorprender a los recién llegados. Nadie, por ejemplo, puede ofrecer una descripción exacta de la forma de vestir de Modigliani: en sus buenos tiempos llevaba una chaqueta de terciopelo claro y un pañuelo rojo alrededor del cuello; pero cuando bebía mucho, caía enfermo y se quedaba sin un céntimo, se envolvía con trapos de colores brillantes. El pintor japonés Fujita se paseaba vestido con un kimono hecho a mano. Diego Rivera blandía un bastón mexicano. A su amiga, la pintora Marevna (Vorobiova-Stebélskaia), le gustaba vestirse de una manera vistosa, tenía una voz estentórea, penetrante. El poeta Max Jacob vivía en la otra punta de París, en Montmartre; venía durante el día en traje de tarde, con pechera de camisa de una blancura nívea, y no se quitaba nunca el monóculo. Había un indio que llevaba un tocado de plumas en la cabeza y enseñaba sus dibujos al pastel a cuantos quisieran verlos. La negra Aisha, echando para atrás su cabeza grande cubierta de rizos hirsutos de un negro azulado, se reía con gran estruendo, sus dientes destellaban en la penumbra. El escultor Zadkine aparecía en mono de trabajo, acompañado por un enorme perro danés conocido por su carácter violento. La modelo Margot se desnudaba por costumbre, un día me confesó que su sueño era llegar a ser reina. Yo me sorprendí, pero ella me explicó: «¡Tonto! ¿No comprendes que todos tienen ganas de violar a una reina…?». En el rincón más oscuro se sentaban infaliblemente Kremen y Soutine. Este último tenía un aspecto asustadizo, somnoliento, como si acabase de despertar y no le hubiese dado tiempo de lavarse, afeitarse; tenía los ojos de un animal acorralado, tal vez a causa del hambre. Nadie le prestaba atención. ¿Acaso habría podido imaginar alguien que las obras de aquel adolescente delgaducho, oriundo del shtetl bielorruso de Smilovichi, llegarían a ser un día el sueño de todos los museos del mundo…?
Recuerdo el día en que David Petróvich Sterenberg vino a La Rotonde con A. V. Lunacharski. Estábamos sentados a la misma mesa. Lunacharski alababa los dibujos de Steinlen, decía que Franz Stuck era un pintor decadente, pero interesante. Yo no estaba de acuerdo. Me parecía que Steinlen no tenía ningún interés y que Stuck era un decadente sin talento ni gusto, pero me sentía bien con Lunacharski, tenía la impresión de hallarme en Moscú. Cuando se fue, Libion me dijo: «No sabía que te codearas con gente de tanta categoría. ¿Ese señor es compatriota tuyo? Te podría ayudar a abrirte camino».
Cuando hablo del pintoresquismo de los parroquianos de La Rotonde, debo confesar que yo no les iba a la zaga. En la época de La Closerie des Lilas, yo ya tenía un aspecto extraño. La esposa de Alekséi Tolstói recuerda que éste en una ocasión me mandó una tarjeta al café dirigida simplemente « au monsieur mal coiffé », y la carta, en efecto, llegó a su destinatario. Pero en La Rotonde me había convertido en un auténtico vagabundo. En un artículo periodístico de 1916 Voloshin describía «al hombre enfermizo, mal afeitado, con el pelo muy largo y tieso que le cae en mechones desordenados, tocado con un sombrero de fieltro de ala ancha que llevaba levantado como un gorro medieval, encorvado, con las espaldas y las piernas dobladas hacia dentro». Max afirmaba que mi «aparición en los otros barrios de París provocaba inquietud y agitación entre los viandantes. Debían de causar la misma impresión los filósofos cínicos en las calles de Atenas y los eremitas cristianos en las de Alejandría».
Los habituales de La Rotonde eran desconocidos fuera de sus paredes. Pero Picasso había adquirido ya cierto renombre, a veces hablaban de él en los periódicos. A Libion le habían contado que el «príncipe ruso Schukin» compraba los cuadros de Pablo, y él le saludaba respetuosamente con un «¡Buenos días, señor Picasso!». Pablo vivía en Montmartre, después se trasladó a Montparnasse y alquiló un estudio cerca de La Rotonde. Nunca lo vi borracho. Tenía el aspecto de un hombre joven, y era amigo de gastar bromas. Un día vino con Diego, dijo que habían cantado una serenata bajo las ventanas de Guillaume Apollinaire: Mère d’Apollinaire , que no sonaba muy bien…
La vida en La Rotonde era más bien monótona; de vez en cuando ocurría algún acontecimiento y se hablaba de él durante varios días. Kisling y Gottlieb se batieron en duelo; uno de los padrinos fue Diego. Unos periodistas husmearon en el asunto y durante un día los periódicos se ocuparon de La Rotonde. Entre la clientela del café había muchos escandinavos, y Libion se suscribió a periódicos extranjeros por ellos. Los suecos bebían más que nadie, eran los clientes ideales. Recuerdo que un día un pintor sueco estaba sentado a mi lado; no dejaba de pedir coñacs dobles; una pila de platitos resplandecía en la mesa. El coñac no impedía al sueco leer con atención el Svenska dagblad , que le ocultaba la cara. De pronto el periódico se le cayó de las manos: el sueco había muerto. Se personó la policía. Nosotros nos dirigimos a casa en silencio. En otra ocasión, un español, un tipo corpulento, se puso hecho una furia, cogió una mesita de mármol de una pata y empezó a darle vueltas mientras gritaba que iba a acabar con todo el mundo, que estaba harto de vivir. Nosotros retrocedimos hacia el mostrador. Libion tenía un principio firme: no llamar nunca a la policía. De repente el español sonrió, dejó la mesita en su sitio y dijo: «Ahora podemos beber por la vida número dos».
Con todo, La Rotonde no era un antro de perversión, sino un café. Los propietarios de las galerías se citaban allí con los pintores, los irlandeses discutían la manera de acabar con los ingleses, los jugadores de ajedrez jugaban partidas interminables. Entre estos últimos me acuerdo de Antónov-Ovséienko, que tenía la costumbre de repetir antes de cada jugada: «No, así no es como va a atraparme, soy perro viejo, yo».
A finales de 1941 el hermano de Modigliani, diputado socialista en el Parlamento italiano, vino a París. Giuseppe Modigliani no era partidario de que Italia entrase en guerra. Se citó en La Rotonde con Y. O. Mártov y P. L. Lapinski. Decían que se había quedado desolado al ver a su hermano sumido en la locura y que él lo achacaba a sus malas compañías de La Rotonde.
Sin embargo, La Rotonde no podía privar a nadie de la serenidad espiritual, sino que se limitaba a atraer a personas que habían caído en la desesperación. Los periodistas no sabían de qué hablábamos, a veces describían peleas, borracheras, suicidios. La mala fama de La Rotonde fue en aumento. Durante la guerra, vi sentada a una mesa contigua a una mujer modesta cuyo aspecto revelaba a todas luces que había ido a parar a Montparnasse por casualidad. Entabló conversación conmigo tímidamente: me enteré de que era modista, que había llegado de Poitiers para pasar el día en París y deseaba conocer la vida de los pintores. Le expliqué que yo no era pintor, sino un poeta ruso. Aquello le pareció aún más romántico. Me acompañó al hotel y me pidió permiso para ver cómo vivía. Mis pensamientos los ocupaba la pintora Chantal y le contesté fríamente que yo debía trabajar: «Usted trabaje, yo estaré callada sin molestarle». Quedó horrorizada al ver el desorden que reinaba en mi habitación, lo ordenó todo, tomó del armario los calcetines rotos, los zurció, cosió unos botones en la camisa y se fue contenta: había conocido de cerca la vida bohemia. Y yo, sentado en mi habitación sin calefacción, componía versos: «En la charcutería dormitaban cabezas de cerdo, | pálidas como damas. | De sus ojos inmóviles goteaba la tristeza, | sobre el mármol bañado en lágrimas. | Si lo desea le ofreceré un cochinillo relleno, | o una bombonera con las vistas de la catedral de Reims».
Hablo de La Rotonde y sin querer recuerdo episodios anecdóticos, pero en realidad todo era mucho más triste y más serio. Por las noches, en el café, Modigliani dibujaba retratos en papel de carta, a veces veinte dibujos seguidos. Pero no fue por eso que llegó a ser Modigliani. No trabajábamos en La Rotonde, sino en talleres sin calefacción, en buhardillas, en sucios edificios amueblados llamados hoteles. Íbamos a La Rotonde porque nos sentíamos atraídos mutuamente. No eran los escándalos los que llamaban nuestra atención; ni siquiera nos inspiraban las teorías estéticas nuevas y audaces, simplemente teníamos ganas de estar juntos: sencillamente nos unía el infortunio común.
Hablaré más adelante de Picasso, Modigliani, Léger, Rivera. Ahora siento el deseo de dar un salto adelante para tratar de comprender qué es lo que nos pasaba entonces a nosotros y a ese arte en el que vivíamos inmersos.
Los futuristas italianos proponían quemar los museos. Modigliani se negó a firmar su manifiesto: nunca ocultó su amor por los viejos maestros toscanos. Picasso hablaba con entusiasmo del Greco, de Goya, de Velázquez. Max Jacob me leía poemas de Rutebeuf. Ninguno de nosotros renegaba del arte antiguo, pero a menudo pensábamos si el arte era necesario en nuestros tiempos, a pesar de que sin él no pudiésemos vivir ni un solo día.
En La Rotonde no se reunían adeptos de una corriente determinada, ni los propagandistas del «ismo» de turno; no hay nada en común entre el cubismo seco y sin colores que entonces apasionaba a Rivera y la pintura lírica de Modigliani, entre Léger y Soutine. Más tarde los historiadores del arte inventaron el término «Escuela de París»; sin duda, sería más correcto hablar de la terrible escuela de la vida que conocimos en París.
La revolución, llevada a cabo por los impresionistas y luego por Cézanne, se limitaba a la pintura. En su vida, Manet no fue un rebelde sino un mundano. Cézanne sólo veía la naturaleza, sus lienzos, sus colores. Cuando durante el caso Dreyfus toda Francia estaba en ebullición, se preguntaba, perplejo, cómo era posible que su antiguo camarada Zola se interesara por semejantes bagatelas. La revuelta de pintores y de los poetas relacionados con ellos en los años que precedieron a la Primera Guerra Mundial tenía un carácter distinto, pues no sólo iba dirigida contra los cánones estéticos, sino que se oponía a la sociedad en la que vivíamos. La Rotonde no parecía una madriguera, sino también una estación sísmica donde las personas no sólo recibían sacudidas imperceptibles para los demás. En el fondo, la policía francesa no se equivocaba demasiado al considerar La Rotonde como un lugar peligroso para la paz pública…
Como suele ocurrir, algunos de los que participaron en la revuelta la abandonaron, o bien, cuando la situación cambió, se esfumaron, se les perdió la pista; otros, como Modigliani o Guillaume Apollinaire, murieron prematuramente; otros, por último, mantuvieron el frenesí de aquellos días durante toda su vida, su biografía marchó al compás de la historia del siglo.
Lo más difícil para un escritor es encontrar un título para su libro; por lo general los títulos son pretenciosos o demasiado generales. Pero del título Poemas de las vísperas estoy más satisfecho que de los propios versos. Los años de los que hablo ahora fueron una auténtica víspera. Muchos hablan de ellos como epílogos. Hay noches blancas en que es difícil determinar de dónde procede la luz que perturba, inquieta, impide dormir y favorece a los enamorados: ¿se trata de la alborada o del crepúsculo vespertino? En la naturaleza, la confusión de la luz no dura mucho: media hora, una hora. En cambio la historia no tiene prisa. Crecí en una combinación de dos luces y he vivido en ella toda mi vida, hasta la vejez.
22
No sé por qué, pero en aquella época tenía más amistad con los pintores que con los poetas. Tal vez porque la pintura es una lengua internacional, o tal vez simplemente porque los pintores pasaban más horas en La Rotonde.
A principios de 1914 un pintor que estaba sentado en una esquina oscura de La Rotonde me llamó y me dijo: «Te voy a presentar a Apollinaire». En aquella época me entusiasmaba el poeta y yo intentaba traducir sus versos. He aquí el inicio de uno: « Le pré est vénéneux, mais joli en automne | Les vaches y paissant | Lentement s’empoissonnent | La colchique couleur de cerne et de lilas | Y fleurit tes yeux sont comme cette fleur-là | Violâtres comme leure cerne et comme cet automne | Et ma vie pour tes yeux lentement s’empoisonne ». [‘El prado es venenoso pero lindo en otoño | Las vacas allí pastan | Despacio se envenenan | El cólquico color de ojeras y de lilas | Florece allí tus ojos son como aquella flor | Violáceos como sus ojeras y como este otoño | Mi vida por tus ojos despacio se envenena’ ]. [1]
Es fácil adivinar hasta qué punto estaba emocionado. No pude pronunciar una palabra, ni siquiera logré seguir la conversación; miraba a Apollinaire con tanta admiración que me dijo entre risas: «No soy una hermosa muchacha, sino un hombre de mediana edad». No se parecía a los visitantes habituales de La Rotonde, no había nada exótico en su ropa ni en su comportamiento, hablaba con voz estentórea, se reía y, si bien era un polaco nacido en Roma cuyo verdadero nombre era Wilhelm Kostrowicki, tenía el aspecto de un bondadoso flamenco. Sin embargo, había en él un entusiasmo que después, quizá, sólo haya visto en el poeta checo Nezval. Le gustaba bromear; nos propuso que escribiéramos un misterio sobre la serpiente, la manzana y Picasso. Pablo, como buen supersticioso español, no podía oír la palabra serpiente e hizo unos signos mágicos debajo de la mesa para alejar el mal de ojo.
Los versos de Apollinaire me parecían demasiado armoniosos, yo lo consideraba un clásico y me lamentaba a Diego Rivera: «Apollinaire es un Hugo, un Pushkin». Escribe: « Le grand Pan l’amour Jésus-Christ | Sont bien morts et les chats miaulent | Dans la cour, je pleure à Paris ». [2] Diego respondía: «Eso es porque Apollinaire es francés, bueno, es polaco, pero escribe en francés». Pero yo era injusto con los versos de Apollinaire: no sólo era un gran poeta, sino un hombre del nuevo siglo, levemente cubierto del polvo de plata de los viejos caminos europeos.
Al principio de la guerra partió como voluntario al frente; en un primer momento glorificó la guerra, después vio el horror de la vida en las trincheras y escribió sobre ello. En la primavera de 1916 un obús cayó cerca de la trinchera, y un fragmento de metralla perforó su casco militar y resultó gravemente herido. Los fuertes dolores de cabeza y la parálisis de la parte izquierda del cuerpo obligaron a practicarle una trepanación. La salud de Apollinaire quedó minada y, en noviembre de 1918, dos días antes de que acabara la guerra, murió de la mortífera epidemia de «gripe española».
Cuando comencé a trabajar en mis memorias, me trajeron de la biblioteca un paquete de libros sobre los poetas del primer cuarto de siglo, entre los que figuraba una selección de cartas del poeta Max Jacob. En 1915 escribía a Guillaume Apollinaire: «Hay entre nosotros un poeta ruso bastante notable, Iliá Ehrenburg; me ha traducido algunos de sus versos. Se considera discípulo de Jammes, pero se parece más a ti o a Heine. En sus poemas hay algo parecido al Juicio Final: van a buscar a un viejo que está sentado en un café: “¿Acaso no sabe que ha llegado el Juicio Final? ¡Tiene que venir!”. Y el viejo contesta: “No puedo ir, me han invitado a una cena”. No todos sus versos alcanzan semejante fuerza, pero convendría que hubiera más poetas como él».
Max Jacob me dijo que quería traducir algunos de mis poemas al francés. Trabajábamos en su alojamiento: vivía en una pequeña habitación de Montmartre. Continuaba viniendo a La Rotonde vestido con elegancia y, cuando entraba en su casa, se quitaba su traje de etiqueta, lo doblaba cuidadosamente dentro de un cofre y se ponía una chaqueta llena de manchas.
(A finales de 1917, recibí una carta de Max Jacob en Moscú. Me comunicaba que había leído las traducciones de mis poemas en una velada de poesía contemporánea en el Salón de Otoño. No le respondí, vivíamos en mundos diferentes…).
Había en Max Jacob ciertos rasgos que le acercaban a otro Max: Voloshin. Además de a la poesía, los dos se dedicaban a la pintura; adoraban el juego, las bromas, la farsa. Cuando Max Jacob fue atropellado por un coche y la ambulancia lo llevó al hospital, suplicó a los médicos que avisaran a su hija, aunque no tenía ninguna. Se convirtió al catolicismo: aseguraba que se le habían aparecido Cristo y la Virgen María y le habían dicho: «Max, eres un bellaco». Su padrino fue Picasso.
La auténtica pasión de Max Jacob era el arte. Escribía versos tiernos e irónicos, ora denunciaba a los burgueses engreídos, ora se confesaba infantilmente. Predijo el florecimiento de la física, de la astronomía, estaba dotado de una imaginación y sensibilidad extraordinarias que le permitían anticiparse a muchas cosas: escribía que los ministros y los estetas mantenían conversaciones abstractas sobre el arte por el arte, sobre la grandeza de Francia, mientras que el cielo encima de sus cabezas era plomizo, hendido por rayos.
Durante muchos años vivió en una abadía a las orillas del Loire; allí le sorprendió la Segunda Guerra Mundial. Poco tiempo después Max tuvo que ponerse la estrella amarilla en la solapa: era judío. Escribía cartas tristes a los amigos, sabía lo que se le venía encima. Un día fue a visitarle Paul Éluard, combatiente de la Resistencia, para decirle que los jóvenes poetas franceses le debían mucho.
En enero de 1945 Radio París anunció que los alemanes habían asesinado a Max Jacob. Supe más tarde los detalles de su muerte. A principios de 1944 los alemanes lo llevaron al campo de tránsito de Drancy, desde donde enviaban a los judíos a Auschwitz (en Drancy murió toda la familia de Jacob). Max tenía sesenta y ocho años, cayó enfermo y murió; los supervivientes recuerdan que murió dignamente, esforzándose en levantar la moral a los otros, en alentarlos.
23
Muy pocas veces conversé con Modigliani sin que me citara algunos tercetos de La Divina Comedia ; Dante era su poeta preferido. En mis Poemas de las vísperas hay un poema que data de abril de 1915: «Tú estabas sentado en una escalera baja, | Modigliani. | Tus gritos eran los de un albatros… | La luz oleaginosa de una lámpara bajada | y el azul de tus cabellos ardientes. | Y de repente escuché al terrible Dante. | Sonaron, se derramaron las palabras sombrías».
Dante no sólo era terrible. Me acuerdo de ciertas estrofas del Purgatorio : el poeta y su compañero, sentados en lo alto de una montaña, contemplan apaciblemente el camino recorrido. Tengo el deseo ahora de sentarme un rato al lado del Modigliani vivo («Modi», como lo llamaban sus amigos). Lo han hecho protagonista de una película comercial, han escrito varias novelas insulsas sobre él. ¿Acaso el escenógrafo de la película pudo sentarse tranquilamente en un peldaño de piedra y meditar sobre los recodos de un camino que le era ajeno?
Así se forjó la leyenda de un pintor hambriento, de vida licenciosa, siempre borracho, del último representante de la bohemia que, en sus escasas horas de lucidez entre trago y trago, pintaba retratos singulares, murió en la miseria y póstumamente fue encumbrado a la fama.
Todo eso es cierto y a la vez falso. Es verdad que Modigliani pasaba hambre, se daba a la bebida, tomaba hachís, pero eso no quiere decir que amase el libertinaje o los «paraísos artificiales». Modigliani no tenía el menor deseo de pasar hambre, siempre comía con apetito y de ninguna manera buscaba el martirio. Tal vez estaba hecho para la felicidad mucho más que otros. Estaba vinculado a la dulce lengua italiana, al suave paisaje de la Toscana, al arte de sus viejos maestros. No comenzó con el hachís… Es obvio que habría podido pintar retratos que hubiesen gustado a críticos y clientes; habría tenido dinero, un bonito estudio, reconocimiento. Pero Modigliani no sabía mentir ni adaptarse; todos los que le conocieron saben que era muy terco y orgulloso.
Lo vi en momentos duros y en días alegres; lo vi tranquilo, extraordinariamente amable, pulcramente afeitado, con la cara pálida, ligeramente azulada, los ojos dulces, llenos de bondad; también lo vi furioso, con la cara cubierta de una espesa barba negra. Ese Modigliani lanzaba gritos agudos como un pájaro, tal vez como un albatros; si evoqué a ese pájaro en mis versos no fue como mera alegoría.
(A Modigliani le gustaba el poema de Baudelaire sobre el albatros del cual se burlan los marineros: « Ce voyageur ailé, comme il est gauche et veule! »).
He dicho que Modigliani era guapo; las mujeres lo miraban. Su belleza siempre me pareció italiana. Sin embargo, era sefardita, un descendiente de los judíos expulsados de España que se establecieron en Provenza, Italia y los Balcanes.
Un día entré con Modigliani en un café del boulevard Pasteur. Había estado trabajando y se le veía tranquilo. En la mesa contigua había unos señores de aspecto respetable que jugaban a las cartas. Yo copiaba unos versos que me había enseñado Modi y no oía nada. De pronto él saltó y se puso a gritar: «¡Cierra el pico! Soy judío y podría tener un par de palabras contigo… ¿Estamos?». Los jugadores guardaron silencio. Modigliani pagó el café y dijo en voz alta: «Lástima que nos hayamos metido en este café, está lleno de cerdos». Cuando salimos le pregunté qué habían dicho los de la mesa vecina. «Lo de siempre —contestó Modigliani—. Es una lástima dedicarse a pintarrajear telas con un pincel; todavía habrá que pasarse tres siglos rompiendo crismas».
Me contó que su abuelo era romano, quería cultivar viñas y compró para ello una pequeña parcela de terreno; pero, según la ley, a los judíos les estaba prohibido poseer tierras. El abuelo, furioso, se trasladó a Livorno, donde vivían numerosas familias judías desde hacía mucho tiempo. Modi me leyó algunos sonetos italianos de Emanuele Romano, poeta hebreo del siglo XIV ; eran cáusticos, amargos y al mismo tiempo llenos de alegría de vivir. Modigliani me contó cómo celebraban antaño los romanos el carnaval: la comunidad judía tenía la obligación de facilitarles un corredor judío; éste se desnudaba y, ante los gritos de la multitud entusiasmada, obispos, embajadores y damas, daba la vuelta a la ciudad tres veces. (Escribí un poema entonces a este respecto).
Conocí a Modigliani en 1912. Era ya un viejo parisino. Durante uno de nuestros primeros encuentros me hizo un retrato; todo el mundo le encontró un gran parecido con el original. Después me dibujó a menudo; yo tenía una carpeta con sus dibujos. (En el verano de 1917 volví a Rusia con un grupo de emigrados políticos. En Inglaterra nos notificaron que estaba prohibido entrar en Rusia manuscritos, dibujos, cuadros e incluso libros. Tomé cuanto tenía de valor, una naturaleza muerta de Picasso, el Eda de Baratinski con la dedicatoria del autor, los dibujos de Modigliani, y dejé la maleta en la embajada del gobierno provisional. El gobierno se reveló, en efecto, provisional, y la maleta desapareció para siempre).
La habitación donde vive Anna Ajmátova en un viejo edificio de Leningrado es pequeña, severa, está desnuda; en la pared sólo cuelga un retrato de ella, joven, hecho por Modigliani. Anna Andréievna me contó cómo había conocido en París a un joven italiano extremadamente modesto que le había pedido permiso para hacerle un retrato. Eso fue en 1911. Ajmátova todavía no era Ajmátova y Modigliani tampoco era aún Modigliani. Pero se ve ya en el dibujo (si bien por su factura se diferencia de los dibujos más tardíos del pintor) la precisión de las líneas, su ligereza, la convicción poética.
El protagonista de la película y de las novelas es el Modigliani de los momentos de desesperación, de locura. Pero Modigliani no sólo bebía en La Rotonde, no sólo dibujaba en papel manchado de café; pasó días, meses y años ante el caballete pintando desnudos y retratos al óleo.
Siempre me asombró su erudición. Creo que no he conocido a ningún pintor que amara tanto la poesía. Recitaba de memoria a Dante, Villon, Leopardi, Baudelaire y Rimbaud. Sus telas no son visiones fortuitas, sino un mundo del cual el artista, que había logrado combinar de manera insólita la infancia y la sabiduría, tenía plena conciencia. Cuando hablo de «infancia» no me refiero, por supuesto, al infantilismo, ni a una torpeza natural ni al intencionado primitivismo, sino a cierto frescor de percepción, espontaneidad, pureza interior. No es sorprendente que los diferentes modelos de Modigliani se parezcan entre sí. Yo puedo juzgar por los que conocí: Zborowski, Picasso, Rivera, Max Jacob, la escritora inglesa Beatrice Hastings, Soutine, el poeta Franz Hellens, Dilevski y, por último, la mujer de Modi, Jeanne. Nunca le seducía lo accesorio ni los objetos externos; sus lienzos revelan la naturaleza del hombre. Diego Rivera, por ejemplo, es pesado, casi salvaje; Soutine conserva un aire trágico de incomprensión, la nostalgia permanente del suicidio. Lo sorprendente es que, si los diferentes modelos de Modigliani se parecen entre sí, ello no responde a un estereotipo, a los procedimientos a los que recurre el pintor, sino a la percepción del mundo que tiene el artista. Zborowski, con su cabeza de perro pastor bondadoso y peludo, el desconcertado Soutine, la tierna Jeanne en camisa, una niña, un viejo, una modelo, un bigotudo, todos parecen niños enfurruñados, aunque algunos de esos niños tengan barba o canas. Me parece que a Modigliani la vida se le antojaba un inmenso jardín de infancia organizado por mezquinos adultos.verdad, y resulta fácil comprender que la biografía de Modigliani pueda cautivar a un cineasta. Hace poco leí en la prensa que un pequeño retrato de Modigliani se había vendido en una subasta en Estados Unidos por cien mil dólares. En toda su vida Modigliani no gastó la cuarta parte de esa suma. Cuántas veces vi a la vieja Rosalía, propietaria de un pequeño restaurante italiano de la rue Campagne Première, recibir un dibujo de Modigliani a cambio de un trozo de carne o una ración de macarrones. Ella no quería aceptarlo, pero Modigliani insistía: él no era un mendigo; y Rosalía, mirando la hoja de papel cubierta de finas líneas rotas, suspiraba con tristeza: «Dios mío…». Bien es cierto que ni siquiera los más entendidos amantes del arte le comprendían. A quienes les gustaban los impresionistas no soportaban a Modigliani por su indiferencia hacia el color, su precisión en el dibujo, su arbitraria desfiguración de la naturaleza. Todo el mundo hablaba de cubismo; los pintores, a veces poseídos por la idea de destrucción, eran al mismo tiempo ingenieros, arquitectos, constructores; para los amantes de los cuadros cubistas, Modigliani era un anacronismo.
Los biógrafos señalan que 1914 fue un buen año para Modigliani: había encontrado a un marchante de cuadros, Zborowski, que en el acto había sabido comprender y apreciar sus obras: ese joven poeta polaco había llegado a París soñando con un viaje a la mágica Citera pero encalló ante una taza de café en La Rotonde. No tenía dinero, vivía en un pequeño piso con su mujer. Modigliani a menudo trabajaba allí. Zborowski, con sus cuadros bajo el brazo, recorría París de la mañana a la noche esforzándose en vano en seducir con las obras del pintor italiano a los verdaderos marchantes de arte.
Es cierto, por último, que en ocasiones se apoderaba de Modigliani el desasosiego, el horror, la ira. Me acuerdo de una noche en su estudio lleno de trastos; había mucha gente: Diego Rivera, Voloshin, modelos. Modigliani estaba muy nervioso. Su amiga, Beatrice Hastings, decía con su marcado acento inglés: «Modigliani, no olvide que es usted un gentleman , su madre es una dama de la alta sociedad…». Estas palabras obraron en Modigliani como un sortilegio; permaneció largo rato sentado en silencio, pero finalmente no logró dominarse y se puso a romper la pared; arrancó el estucado, intentó quitar los ladrillos. Tenía los dedos ensangrentados y en sus ojos había tanta desesperación que no pude seguir mirándole y salí al patio mugriento, lleno de trozos de esculturas, de vajilla rota y de cajas vacías.
Durante los años de la guerra, Modigliani iba a menudo a cenar a una cantina frecuentada por pintores; se sentaba en los peldaños de la escalera, a veces recitaba a Dante, otras hablaba de la guerra, de la muerte de la civilización, de poesía, de todo excepto de pintura. Durante cierto tiempo se apasionó por las predicciones del médico francés del siglo XVI , Nostradamus. Me aseguraba que Nostradamus había predicho con exactitud la Revolución francesa, el triunfo y la derrota de Napoleón, el fin del Estado del papa, la unificación de Italia; citaba otras profecías que aún no se habían cumplido: «He aquí un pequeño detalle: la República en Italia… Y otra cosa, mucho más importante: se mandará a mucha gente al exilio, a unas islas, llegará al poder un tirano cruel que mandará encarcelar a todos cuantos no aprendan a callar y se comenzará a exterminar a la gente».
Sacaba del bolsillo un libro muy usado y decía a voz en cuello: «Nostradamus previó la aviación militar. Pronto enviarán al polo a los que osen sonreír o llorar a destiempo, unos al Polo Norte, otros al Polo Sur».
Cuando llegaron las primeras noticias de la revolución que había estallado en Rusia, Modi vino corriendo a verme, me abrazó y se puso a gritar con entusiasmo (a veces no llegaba a comprender lo que me decía).
Una joven llamada Jeanne empezó a frecuentar La Rotonde. Parecía una colegiala, tenía los ojos y los cabellos claros, miraba a los pintores con timidez. Decían que estudiaba pintura. Poco antes de mi partida a Rusia, vi en el boulevard Vaugirard a Modigliani y a Jeanne. Caminaban sonrientes y cogidos de la mano. Pensé: «Por fin Modi ha encontrado su felicidad».
Volví a París en mayo de 1921. Me contaron a toda prisa las novedades: «¿Cómo, no sabes que Modigliani ha muerto?». Yo no sabía nada de mis amigos de La Rotonde. Modi tosía continuamente, siempre tenía frío, contrajo una tuberculosis pulmonar, su organismo estaba extenuado. Murió en el hospital a principios de 1920. Jeanne no fue al cementerio. Cuando los amigos volvieron a La Rotonde después del entierro, se enteraron de que una hora antes Jeanne se había tirado por la ventana. Quedaba la hijita de Modi, que también se llamaba Jeanne.
Eso es todo. Los amigos habían hecho una colecta para pagar el entierro. Un año más tarde en París se organizó una exposición de sus obras. Se han escrito libros sobre él, se han hecho fortunas con sus cuadros. Por otra parte, es una historia tan habitual que ni siquiera vale la pena hablar de ello…
He visto Modigliani en diferentes museos del mundo, en Nueva York, Estocolmo, París, Londres. Pintó algún desnudo, pero la mayoría de sus cuadros son retratos. Dio vida a mucha gente, plasmando en sus lienzos tristeza, perplejidad, ternura y un sentimiento de perdición irremediable que conmueve a los visitantes de los museos.
Quizá algún defensor acérrimo del «realismo» dirá que Modigliani desdeñaba la naturaleza, que las mujeres de sus retratos tienen los cuellos o las manos demasiado largos. ¡Como si un cuadro fuese un atlas de anatomía! ¿Acaso las ideas, los sentimientos y las pasiones no modifican las proporciones? Modigliani no era un observador frío, no miraba a las personas desde el exterior, vivía con ellas. Son retratos de personas que amaron, languidecieron, sufrieron; y las fechas no son sólo jalones de la vida del pintor, son jalones del siglo: 1910-1920. Sería ridículo decir que Modigliani no sabía cuántas vertebras había en el cuello, lo estudió en las escuelas de bellas artes de Livorno, Florencia y Venecia durante muchos años. Sabía también otra cosa: por ejemplo, cuántos años contenía un año como 1914. Y si cambiaban las nociones que parecían seculares de los valores humanos, ¿cómo no iba a ver un pintor el rostro de su modelo modificado?
Los lienzos de Modigliani contarán muchas cosas a las generaciones futuras. Pero yo los miro y veo ante mí al amigo de mi lejana juventud. ¡Cómo amaba a los hombres, cómo se inquietaba por ellos! Se escribe una y otra vez: «Bebía, alborotaba, murió…». Pero el problema no es ése. El problema no está siquiera en su destino, edificante como una parábola. Su destino estaba estrechamente ligado al de los otros, y si alguien quiere comprender el drama de Modigliani, que no piense en el hachís, sino en los gases asfixiantes, que piense en la Europa entumecida y perpleja, en los caminos tortuosos del siglo, en el destino de cualquiera de los modelos de Modigliani en torno a los cuales se estrechaba ya una argolla de hierro.
24
El verano de 1914 empezó bien para mí. Había escrito varios poemas que me parecían más originales que los anteriores (los incluí más adelante en mi libro Poemas de las vísperas ).
El verano fue extraordinariamente claro y caluroso, jalonado por ocasionales chaparrones. Todo florecía con exuberancia. De manera inesperada, recibí dinero de dos revistas y decidí viajar a Holanda: ¡no me lo iba a gastar en un abrigo de invierno! Me sentía atraído por la obra de Rembrandt, así como por las descripciones del original modo de vida del país y las hospitalarias holandesas con cofias blancas cuyas fotografías adornaban la agencia de viajes.
(Ahora me parece extraño que se pueda ir a un país extranjero sin rellenar formularios, sin pasar semanas esperando a que se decida si te dejarán salir o no. Sin embargo, la palabra visado la oí por primera vez durante la guerra; antes ni siquiera pedían pasaporte: en la frontera sólo subían en el vagón los aduaneros).
Holanda resultó ser un país tranquilo y pintoresco. Las cofias de las muchachas eran realmente blancas, las aspas de los molinos de viento giraban de verdad; los campesinos fumaban con parsimonia sus largas pipas de arcilla; las vacas bien cuidadas rumiaban melancólicamente la hierba de un tierno verde, y siempre servían queso en el desayuno. En una palabra, la guía con la que me había pertrechado en París no me había engañado.
Había museos por doquier y cada mañana, después de engullir el mayor número posible de bocadillos de queso para así ahorrarme la comida del mediodía, me dirigía a alguno de ellos. Por lo general se define la pintura holandesa como estrictamente realista, dicen que se inspira en la vida cotidiana. Los temas de los cuadros parecen confirmar esas afirmaciones: retratos, escenas de género, paisajes —con la combinación, inevitable en ese país, de tierra llana, agua y cielo—, naturalezas muertas. Pero en Italia el museo no está separado de la calle donde se encuentra y el arte se fusiona con la vida que lo rodea. En Holanda, por el contrario, me sorprendió la ruptura entre el arte del pasado y la realidad actual. Los campesinos tenían sentido de los negocios, la Bolsa de Ámsterdam parecía una institución nacional, durante la semana todo el mundo leía los boletines bursátiles y los domingos, los libros de oraciones. La playa próxima a La Haya estaba llena de damas corpulentas. En medio de todo eso se erguían los edificios de los museos donde colgaban las telas de Rembrandt, al igual que colgaban en el Louvre y en el Ermitage.
Me preguntaba cómo podía explicarse semejante ruptura. Parece que los pintores holandeses, hace tres siglos, vivían en un aislamiento interior mucho más grande que los italianos: cuando llevaban a cabo los encargos y representaban escenas de género al alcance de todos, se inspiraban en la técnica pictórica. En 1914 la palabra formalismo sólo se aplicaba al «hombre en el estuche», [1] pero, para expresarme en términos actuales, diré que los pintores holandeses me parecieron formalistas. Me fascinaba contemplarlos, pero, al salir del museo, volvía a pensar en mis cosas.
Nada de eso tenía que ver con Rembrandt: no podía dejar de mirar sus cuadros, me contagiaba su inquietud. Sin duda, él no vivía al margen de la gente, su carácter apasionado desconcertaba y a veces sublevaba a sus contemporáneos. No creo que los otros pintores del siglo XVIII apreciaran a los negociantes o a los obispos, pero a los prósperos mercaderes les gustaban sus telas, las pagaban bien y decoraban con ellas sus casas. Ahora ponen el nombre de Rembrandt a calles, hoteles y marcas de cigarros. Pero cuando vivía no pasaba lo mismo: al pintor le embargaban los bienes y los vendían en subastas, había años en que nadie llamaba a la puerta de su casa.
Yo vagaba por los canales y pensaba en el destino del pintor sin prestar atención a los transeúntes. ¿Se debía al clima de Holanda? Hace poco leí las cartas de Descartes a Guez de Balzac. Descartes contaba cómo pasaba el tiempo en Holanda (vivió veinte años en este país): «Todos los días paseo entre multitud de gente con la misma sensación de libertad y de reposo que usted por sus avenidas, y las personas con las que me cruzo son para mí los árboles que usted ve en su bosque». También me he acordado de Descartes porque en aquella época comencé a leerlo por primera vez, pensaba sobre la esencia de la duda: «Pienso, luego existo».
Era un día caluroso, y yo andaba, como de costumbre, por las calles de Ámsterdam sin mirar la cara de los viandantes. De pronto ocurrió algo que me dejó perplejo; la gente leía el periódico presa de la agitación, hablaba en voz más alta que de costumbre, se arremolinaba junto a los estancos donde colgaban los boletines con las últimas noticias. ¿Qué había pasado? Yo me esforzaba por comprender los títulos. Por todas partes se repetía una misma palabra: oorlog , [2] que no se parecía a las palabras alemanas ni a las francesas. En un primer momento decidí volverme al hotel para leer a Descartes, pero la inquietud se adueñó de mí. Compré un periódico francés y me quedé estupefacto: hacía tiempo que no leía los periódicos y no sabía lo que ocurría en el mundo. Le Matin anunciaba que Austria-Hungría había declarado la guerra a Serbia; Francia y Rusia se disponían a decretar la movilización general ese mismo día. Inglaterra guardaba silencio. Me pareció que todo se venía abajo: las acogedoras casitas blancas, los molinos y la Bolsa…
Intenté cambiar dinero ruso, tenía veinte rublos, pero en los bancos me respondieron que, desde la víspera, sólo cambiaban monedas de oro. No me alcanzó el dinero para pagar el hotel, dejé allí mis cosas y corrí a la estación.
Durante la noche del 2 de agosto llegué a la última estación belga, los trenes ya no entraban en Francia. Los belgas decían que su país permanecería neutral cualesquiera que fuesen las circunstancias (al día siguiente los alemanes invadieron Bélgica). Era preciso cruzar la frontera a pie. Despuntaba el alba. Caminamos entre pesadas espigas doradas, después encontramos un prado verde; cantaban las alondras. Mis compañeros no decían nada. Por un camino desierto pasó un rebaño, sonaban los cencerros de las vacas. Finalmente apareció a lo lejos un hombre, era un centinela francés; no sé por qué motivo disparó al aire, y ese disparo, en el silencio campestre de la mañana, me trastornó: de pronto comprendí que mi vida se había escindido en dos. Algunos soldados entonaron La Marsellesa con voz desafinada. Salieron a nuestro encuentro unos alemanes, hombres, mujeres y niños con fardos pesados; se dirigían hacia Alemania. El centinela dijo en un tono difícil de definir, tal vez de reproche, tal vez de indiferencia: «He aquí la guerra».
Miré atrás por última vez: el blanco camino desierto, el rebaño de vacas, el pueblecito belga. No sabía que unos días más tarde prenderían fuego al pueblo y que las divisiones alemanas avanzarían por aquel camino en dirección sur, no sabía que la guerra iba a ser tan larga (todo el mundo decía «un mes, tal vez dos»), pero sentía que en el mundo todo había cambiado. Ahora sé que, del mismo modo que las campanadas del reloj señalan el inicio del nuevo año, el disparo inmotivado de un centinela, en algún punto de Erquelinnes, marcó el inicio de una nueva era.
Aquel día de verano se grabó para siempre en mi memoria. Se habla a menudo de la importancia del primer amor. Pero para mí, como para todos los que me rodeaban, era la primera guerra. Cuarenta y cuatro años es un largo período de tiempo: los combatientes de la guerra franco-prusiana habían muerto o eran muy viejos, los jóvenes se reían de sus relatos. Ninguno de nosotros sabía qué era la guerra.
La Segunda Guerra Mundial se preparó durante mucho tiempo, la gente pudo hacerse a la idea de que ésta era inevitable; en la víspera del Pacto de Munich los franceses presenciaron un ensayo general: la despedida de los reservistas, el apagón. Pero la Primera Guerra Mundial estalló repentinamente: la tierra tembló bajo nuestros pies. Sólo algunas semanas más tarde recordé que el Echo de Paris exhortaba a recobrar Alsacia y Lorena, que cuando aún estaba en Rusia en las reuniones yo había condenado la reunión de Francia con el zar: «El zar ha recibido un anticipo por la carne de cañón». También me acordé de que el propietario de la panadería me había dicho muchas veces: «Lo que necesitamos es una buena guerra, una guerra de verdad, entonces todo se arreglará». Y cuando atravesaba Alemania, había visto a los arrogantes oficiales alemanes. Todo se preparaba desde hacía tiempo, pero lejos, y estalló de improviso.
Unos zuavos me hicieron sitio en su vagón de mercancías. (Antes había visto inscripciones en los vagones: en Rusia, «cuarenta hombres, ocho caballos», en Francia, «Treinta y seis hombres», pero nunca me había detenido a pensar de qué «hombres» se trataba). Viajábamos hacinados, hacía calor. El tren iba despacio, se detenía en los apartaderos a la espera de que pasaran los convoyes que iban en sentido contrario. En las estaciones las mujeres acompañaban a los soldados movilizados; muchas lloraban. Nos dieron para el vagón botellas de vino tinto. Los zuavos bebían a morro, me la pasaban para que bebiera yo también. Todo daba vueltas, giraba. Los soldados se envalentonaban. En muchos vagones se había escrito con tiza: «Excursión de recreo a Berlín».
Los soldados franceses llevaban sus viejos uniformes absurdos: uniformes azules con pantalones de un rojo vivo. Aún imaginaban la guerra tal como la habían representado los viejos pintores de batallas: caballos encabritados, el abanderado sobre la cima, el general que agita su mano cubierta de un guante blanco. Se contaban multitud de historias, algunas jactanciosas, otras cómicas. Nunca se generan tantas fábulas como durante los primeros días de una guerra; en aquella época yo no lo sabía y me lo creía todo. Unos decían que los franceses habían tomado Metz, que habían matado a mil alemanes, que los cosacos rusos avanzaban rápidamente hacia Berlín; otros aseguraban que los alemanes habían invadido Francia y se aproximaban a Nancy, que Inglaterra se había declarado neutral, que un crucero francés había sido hundido, que el zar había llegado a un acuerdo en el último momento con Guillermo. Nadie sabía nada. Los zuavos entonaban canciones a voz en cuello, unas tristes y otras picantes.
En París, la Estación del Norte parecía un campamento. En los andenes se comía, se dormía, se besaba, se lloraba.
Fui a ver a mis amigos rusos. Todo el mundo gritaba, nadie escuchaba a nadie. Unos decían: «Francia es la libertad, voy a luchar por la libertad». Otro refunfuñaba tristemente: «No se trata del zar, sino de Rusia… Si me dan permiso, iré, si no me alistaré aquí como voluntario».
Es difícil relatar lo que pasaba esos días. Todo el mundo parecía haber perdido la cabeza. Las tiendas cerraban sus puertas. La gente se lanzaba a la calle gritando: «¡A Berlín! ¡A Berlín!». No eran jóvenes, no eran grupos de nacionalistas, no, era todo el mundo, viejas, estudiantes, obreros, burgueses, todos marchaban enarbolando banderas, con flores, cantando La Marsellesa con voces enronquecidas. Todo París se echó a la calle, la gente se arremolinaba por las calles; acompañaban a los soldados, los despedían, silbaban, gritaban. Parecía que un río humano se hubiese desbordado e inundado el mundo. Cuando por la noche, extenuado, me desplomaba en la cama, llegaban por la ventana los mismos gritos: «¡A Berlín! ¡A Berlín!».
No podía apartar mi atención del montón de periódicos; los leía una y otra vez, a pesar de que en todos se decía lo mismo: los matices políticos habían desaparecido. Jaurès había sido asesinado, pero sus camaradas escribían que era preciso combatir contra el militarismo alemán. Jules Guesde llamaba a todos a continuar la guerra hasta alcanzar un final victorioso. Hervé, conocido porque en su periódico La Guerre Sociale exhortaba a los soldados a que no obedecieran a sus generales, escribió: «Ésta es una guerra justa y combatiremos hasta el último cartucho». Los socialdemócratas alemanes votaron a favor de los créditos de guerra. Bethmann-Hollweg calificó el acuerdo sobre la neutralidad de Bélgica como un «trozo de papel». El rey de los belgas hizo un llamamiento para defender a la patria; tenía un rostro simpático: se reprodujo en todos los periódicos. Lieja resistía heroicamente. Anatole France pidió que le mandaran al frente, tenía setenta años; le dejaron en la retaguardia, por supuesto, pero le entregaron un capote de soldado. Thomas Mann, glorificando las hazañas del ejército alemán, evocó a Federico el Grande: «Ésta es una guerra de toda Alemania». Los periódicos hablaban del entusiasmo que reinaba en Petersburgo. Un grupo de socialdemócratas y de socialistas revolucionarios hacía un llamamiento a los emigrados franceses para que se alistaran como voluntarios en el ejército galo: «Repetiremos el gesto de Garibaldi… Si cae Guillermo, el absolutismo ruso que tanto odiamos se vendrá abajo».
Abría La Patrie y buscaba ávidamente una respuesta. Y a mi alrededor la gente gritaba, lloraba, cantaba « Allons enfants de la patrie! ».
Yo vivía en un hotelito barato, Le Nice, en el boulevard Montparnasse. Poco antes de la guerra el dueño del hotel se había casado con una encantadora alsaciana, prácticamente una niña. Cuatro o cinco días después de que estallara la guerra, lo movilizaron. Reunió a los viejos clientes —todos emigrados rusos—, a Lapinski, a Mártov y a mí, y nos pidió que ayudáramos a su joven esposa en caso de que alguien la tomara con ella por haber tenido antes la nacionalidad alemana (lo que más le preocupaba era la presencia del hermano de su mujer, un chico de quince años que no hablaba francés; éste había ido a ver a su hermana y se había quedado atrapado en París). El propietario ordenó que no se nos cobrara la habitación hasta el final de la guerra.
Me encontré al pintor Léger, me dijo que lo habían movilizado, que lo destinaban a un regimiento de zapadores y partía al día siguiente. Le pregunté maquinalmente cómo había ido su exposición. Léger sonrió con ironía y agitó la mano.
Vino a verme mi amigo Tijón Ivánovich Sorokin y me trajo las últimas noticias: al día siguiente, en el Palacio de los Inválidos, se abriría la inscripción de voluntarios. Él iría a primera hora.
Era muy duro quedarse allí y mirar cómo los otros partían. Dije a Sorokin: «Yo también iré». Me habló largo y tendido de la importancia de esa guerra para Rusia. No me acuerdo de la conversación, pero sí que, al despedirnos, me dijo: «Tú, amigo mío, te has vuelto loco».
Yo ya no era capaz de pensar, de manera que, si Descartes tenía razón, yo ya no existía.
25
L a explanada de los Inválidos estaba llena de gente: italianos, polacos, griegos, españoles y rumanos se habían alineado en columnas y enarbolaban banderas y pancartas. Había muchos rusos, algunos con la bandera tricolor y otros con banderas rojas. Se había formado la primera cola del tiempo de la guerra; si se piensa en el destino de los voluntarios, se podría decir que la gente hacía cola para morir, pero todos estaban contentos, cantaban, gritaban desafiantes: «¡A Berlín!». El calor era sofocante; la gente bebía limonada y se secaba la cara empapada de sudor, luego volvía a cantar.
Yo también estaba en la cola y hasta al atardecer no llegué a la mesa detrás de la cual estaba sentado un mayor bigotudo. El médico militar me miró lúgubremente, me auscultó con un estetoscopio y gritó: «¡El siguiente!». Yo pensaba que me iban a dar un pantalón rojo, pero el sargento me gritó: «¿Qué pasa? ¿No entiendes el francés?». Resultó que me habían descartado. ¿Qué defectos había encontrado en mí el mayor? Lo ignoro. Tal vez le parecía demasiado esmirriado. Uno no puede quedar impune tras anteponer durante tres o cuatro años la poesía a los bistecs de carne. Estoy convencido de que si me hubieran examinado unos meses más tarde habría sido declarado apto: basta con que una mercancía cualquiera, incluida la carne de cañón, empiece a escasear para que la gente deje de mostrarse caprichosa.
Entre la multitud vi a muchos conocidos: emigrados rusos con los que me había encontrado en la biblioteca de la avenue Gobelins y algunos clientes habituales de La Rotonde. Entonces no conocía a V. G. Fink, pero es muy probable que se hallara en la misma cola que yo.
Por la noche Kisling se presentó en La Rotonde con su uniforme militar, Libion lo abrazó y sirvió champán para todos; brindamos por la victoria.
Tijón me explicó que le mandaban a Blois, donde iban a instruir a los voluntarios. Le envidié: en días así lo peor es ser espectador. Despedimos a los voluntarios cantando La Marsellesa, Con valor, camaradas, ajustad el paso y algunas canciones sentimentales.
Por lo general, en aquella época se cantaba mucho: en las estaciones, en las calles y en los cafés. No cabe duda de que la guerra tiene sus leyes: en las primeras semanas todo el mundo canta, bebe, llora, riñe y caza a espías. Me condujeron varias veces a la policía a causa de mi apellido, y cada vez tenía que probar que, pese a llamarme Ehrenburg, no era alemán. Se contaba infinidad de historias inverosímiles: habían detenido a un espía alemán disfrazado de mujer que llevaba consigo ciertos planos secretos, en el Palacio del Elíseo habían descubierto un trastero donde se ocultaba un espía con una cámara fotográfica. En todas partes había letreros: ¡ CÁLLESE ! ¡ DESCONFÍE ! ¡ OÍDOS ENEMIGOS LE ESCUCHAN !
Saquearon las lecherías Maggi. Arrestaron al conde Károlyi, pese a que se había opuesto a los Habsburgo. La fiebre se había apoderado de la gente. Todos anhelaban la victoria y se aseguraban entre sí que al cabo de unos días se tomaría Estrasburgo.
Pero de pronto circularon por la ciudad rumores siniestros: la batalla estaba perdida, el ejército retrocedía en desorden, los alemanes avanzan hacia París.
Al anochecer, sobrevoló París un avión alemán no tanto para destruir como para causar pánico. Los alemanes lo llamaban Taube (paloma), lo que me sorprendió sobremanera. La paloma de la paz no es una invención de Picasso: es una vieja historia que se remonta al diluvio universal, habla sobre la pequeña arca y la rama de olivo que una paloma llevó en el pico a los hombres desesperados. Los parisinos gritaban entusiasmados: «Está volando una Taube », y salían corriendo a la calle y miraban ávidamente el cielo: todo aquello era una novedad… En los barrios ricos se llevaban a cabo preparativos para abandonar la ciudad; sacaban de las casas baúles enormes, criadas y lacayos decían atropelladamente: «A Niza…», «A Toulouse…», «A Pau…». Después se cerraban las contraventanas, se hacía el silencio. El gobierno había partido para Burdeos…
«¡Nos han traicionado!»: esa exclamación se oía en todas partes. Unos acusaban a Poincaré, otros a Caillaux, otros a los generales. Los boletines de guerra recordaban la «poesía hermética»: sólo los iniciados eran capaces de descifrarlos. Pero además de los boletines, existían otras fuentes de información: empezaban a llegar heridos, aparecieron los primeros desertores. Estos hombres contaban que los alemanes disponían de mucha más artillería, que todo el mundo había perdido la cabeza, que en los regimientos reinaba un desorden total. La gente que entendía de estrategia decía que el Estado Mayor había cometido errores; se ignoraba por qué se habían centrado todos los esfuerzos en Alsacia, mientras el flanco izquierdo quedaba al descubierto…
Era una noche de verano tardío, cálida y sombría. Yo estaba junto a La Closerie des Lilas. Todo el mundo pululaba por la calle: los soldados iban del sur al norte, de la Porte d’Orléans a la Estación del Este. Las mujeres los abrazaban, gritaban: «¡Salvadnos!». Las bayonetas estaban adornadas con dalias y margaritas. Canciones, lágrimas, farolillos de papel. Yo me quedé durante toda la noche en pie y no dejaron de pasar soldados. La gente se había equivocado dejándose llevar por el pánico: ¡los franceses aún tenían muchas reservas! Pero ¿por qué retrocedían? Era imposible comprender algo: ni los boletines de guerra, ni las canciones, ni las lágrimas…
Los taxis habían desaparecido: el general Gallieni los había requisado para enviar refuerzos al Marne. Eso también era una novedad: nadie soñaba todavía con una infantería motorizada. La tecnología era inferior, pero no así la imaginación: todo formaba un cuadro grandioso, apocalíptico.
Por la mañana vino Emil, el hermano de la patrona del hotel, para hacer mi habitación. Aunque era alsaciano, no ocultaba su amor por el káiser. Odiaba a los rusos; me dijo que yo no sabía hacer nada, que así eran todos los rusos, que era preciso poner orden en Rusia. Yo me burlaba de él, era un niño (apenas tenía quince años). Aquella vez casi me dio un escobazo en la cara y dijo con voz triunfal: «¡Los alemanes están en Meaux! Mañana entrarán en París». No le creí, pero de todos modos corrí a comprar el periódico… El parte de guerra, como siempre, era confuso. Me acerqué a La Rotonde. Libion tenía un aire sombrío, ni siquiera me saludó. Un polaco que yo conocía llegó corriendo y susurró, jadeante: «Están en Meaux».
Me acordé de que había estado allí una vez con Katia, quedaba a treinta kilómetros de París… Al diablo con ese médico que se había andado con remilgos por el estado de mi corazón… Podía caminar perfectamente, incluso correr.
Lo que pasó después es de sobra conocido: se inició la contraofensiva. El poeta Charles Péguy murió en la batalla del Marne. Los alemanes retrocedieron y se refugiaron en trincheras. (Más adelante vi una cruz de madera con la inscripción: « Lieutenant Charles Péguy », y al lado un mojón con la inscripción «34»: treinta y cuatro kilómetros hasta París).
En la catedral de Notre Dame se celebró una misa solemne. Los fieles gritaban: «¡Viva Dios! ¡Viva Joffre!». ¿A quién podía parecerle ridículo en ese momento? Tal vez a las quimeras… Pero como eran de piedra, permanecían inmóviles, y pensaban en silencio.
Los alemanes
En la leyenda, por supuesto, siempre hay algo de retrocedieron un poco, pero, a fin de disipar el peligroso optimismo, los periódicos escribían: «Hay que recordar que los alemanes se encuentran en Noyon». Noyon estaba a noventa kilómetros de París. «Los alemanes están en Noyon» se convirtió en un dicho que poco a poco perdía su fuerza: la vida recobraba sus derechos.
Al igual que antes, yo seguía leyendo decenas de periódicos: tal vez quedara en el mundo alguien que pensara y que, por consiguiente, existía. Buscaba lo que decían los escritores. No me sorprendieron los discursos bélicos de Kipling, Hauptmann, Loti. Me reía de las intervenciones de opereta de D’Annunzio, que reclamaba sangre. Pero otros, Verhaeren, Anatole France, Mirbeau, Welles, Thomas Mann repetían lo que decían Poincaré o Von Bülow. En algunos periódicos había manchas blancas, artículos o informaciones suprimidas por la censura (no sé por qué los franceses llaman a la censura con un nombre femenino, Anastasia). Esas manchas blancas me daban algo de esperanza: cuando menos algunos sabían la verdad, pero no podían decirla.
Desde entonces han pasado muchos años, muchos acontecimientos: el fascismo, la Segunda Guerra Mundial, Auschwitz, Hiroshima; la inquietud que se apoderó de mí en el otoño de 1914 puede parecer ingenua. Sin embargo, a un hombre que nunca ha respirado el olor de la pólvora le impresiona mucho más la visión del primer muerto que más adelante la de un terrible campo de batalla. Blok escribía ya en 1911: «Y la repugnancia de la vida, | y el amor loco por ella, | y la pasión y el odio a la patria… | y la sangre negra, terrenal, | nos anuncia, hinchando las venas, | destruyendo las fronteras, | cambios nunca oídos, | revueltas nunca vistas».
Yo pasaba horas enteras hojeando montones de periódicos: todo estaba cubierto por una niebla de mentiras, de crueldad y de estupideces.
Por supuesto, la Primera Guerra Mundial no fue más que un borrador. Diversos gobiernos publicaron memoriales: «Libros blancos», «amarillos», «azules» para intentar demostrar que no habían sido ellos los que la habían comenzado.
Los alemanes destruyendo la catedral de Reims, el ayuntamiento de Arras o el mercado medieval de Ypres; afirmaban que no eran culpables de vandalismo. Un cuarto de siglo después, la aviación dejó de consultar los manuales de historia del arte al bombardear. Los alemanes, los franceses, los rusos se indignaban de los malos tratos infligidos a los prisioneros de guerra. A nadie se le podía ocurrir que durante la siguiente contienda los fascistas matarían sin contemplaciones a todos los «no aptos para el trabajo». Los alemanes se indignaban en los periódicos americanos: las tropas del gran duque Nikolái Nikoláievich evacuaban a la fuerza a los judíos polacos. Himmler tenía entonces catorce años, perseguía perros y no pensaba en la organización de Auschwitz o de Maidanek. El 22 de abril de 1915 los alemanes emplearon por primera vez gases asfixiantes. A todo el mundo le pareció increíble, y, en efecto, fue una atrocidad. ¿Acaso podíamos imaginar lo que era una bomba atómica?
Sin embargo, los patrioteros alemanes de la época ya dieron pruebas de que el futuro sería espantoso. En 1950 un célebre microbiólogo danés, el profesor Madsen, que entonces tenía ochenta años, me contó un hecho curioso de los tiempos de la Primera Guerra Mundial. Madsen trabajaba en la Cruz Roja danesa y supervisaba los paquetes de víveres que Alemania enviaba a los prisioneros alemanes de Rusia. En uno de los envíos descubrió bacilos destinados a contagiar el ganado bovino. Madsen añadió que estaba convencido de la no participación del alto mando alemán en aquella tentativa de guerra bacteriológica: el envío, a su modo de ver, era un acto individual.
Me acuerdo de que nos burlamos del periódico Le Matin cuando informó de que los rusos se encontraban a cinco días de Berlín, pero todo el mundo leía tranquilamente en el mismo periódico que «el genio de Goethe estaba emparentado con los gases asfixiantes». Un camarada trajo del frente un periódico alemán, y en él leí que los rusos eran pechenegos, que toda la cultura de Rusia había sido creada por los alemanes, que la población autóctona rusa sólo era capaz de realizar trabajos físicos duros.
Alguien me había dado a leer un libro escrito por una baronesa francesa llamada Michaud. Ésta había inventado un nuevo término, «judeo-boche». Según ella, el poeta Heine era un enemigo encarnizado de Francia. La baronesa denunciaba asimismo a Romain Rolland y a Georges Brandes. Poco después, un combatiente me mostró un ejemplar de un periódico de Munich en el que cierto periodista demostraba que Hjalmar Branting y Blasco Ibáñez, que habían manifestado su simpatía hacia Francia, eran «medio judíos».
De repente comprendí que los pensamientos de Descartes, aun siendo muy inteligentes, no determinaban la vida espiritual de millones de personas. Formado en las ideas del siglo XIX , yo exageraba el papel de filósofos, escritores y poetas; lo que consideraba como la carne y la sangre de la sociedad sólo era un traje. Se habían sustituido las chaquetas por las guerreras, el humanismo por la crueldad, las dudas cartesianas por la renuncia voluntaria de todo pensamiento.
Un día mi vecino, el socialista polaco Pável Lapinski, vino a verme para pedirme que le tradujera una noticia publicada en un periódico italiano. (Italia todavía era neutral y en la prensa de ese país se podía encontrar información que en Francia se desconocía). El artículo decía que el Estado Mayor francés, a instancia de los propietarios de minas de Lorena, había prohibido a la artillería disparar contra las minas ocupadas por los alemanes. Lapinski me dijo: «No escatiman en hombres, pero protegen sus bienes». Me comentó que utilizaría la noticia para el periódico socialista ruso Nasbe slovo [Nuestra palabra] que se pronunciaba contra la guerra. Después me trajo regularmente este periódico, el tono de cuyos artículos me recordaba las reuniones de los emigrados. Lapinski me decía que todo lo que sucedía se basaba en un engaño y que los capitalistas no lograrían engañar al pueblo por mucho tiempo. A veces estaba de acuerdo con él, a veces discutía sus opiniones. La guerra me parecía repugnante; yo odiaba a los dueños de las minas, a Poincaré, a las damas beatas que repartían escapularios entre los soldados, toda la hipocresía y la cobardía de la retaguardia, pero al mismo tiempo me repetía los versos de Charles Péguy: « Heureux ceux qui sont morts pour quatre coins de terre | Heureux ceux qui sont morts dans les grandes batailles ». [‘Bienaventurados los muertos por cuatro rincones de tierra | bienaventurados los que han muerto en las grandes batallas’ ].
Esos «cuatro rincones» no me permitían estar completamente de acuerdo con Lapinski. Me caía muy bien, nos hicimos amigos, a menudo conversábamos por la noche. De vez en cuando encontraba en su habitación al célebre menchevique Yuli Ósipovich Mártov, un hombre encantador, sensible, honestísimo. Me sorprendía su vasta erudición libresca, su poco sentido práctico de la vida. Estaba deprimido por el fracaso de la Segunda Internacional, tosía, llevaba un abrigo raquítico, pasaba frío y, como Lapinski, se esforzaba en convencerme, y a través de mí a sí mismo, de que «el castigo era inevitable» (dudo que él intuyera cuál sería ese «castigo»). Conversé varias veces con V. A. Antónov-Ovséienko. Él exclamaba, encendido: «Mentiras, patrañas, escándalo, guerra…, ¡pagarán por todo esto!», y se quitaba las gafas; sus ojos miopes rebosaban una bondad insólita. D. Manuilski y S. A. Lozovski también formaban parte de la redacción de Nashe slovo. Yo no comprendía los acontecimientos, ni a los otros, ni a mí mismo.
Jean-Richard Bloch era uno de los hombres más puros que he conocido en mi vida. Lo traté más adelante, en la década de 1920, y hablaré de nuestros encuentros más adelante, pero ahora me limitaré a citar su testimonio. Recientemente, se ha publicado su correspondencia con Romain Rolland durante los años de la Primera Guerra Mundial. En 1914 Jean-Richard Bloch tenía treinta años, enseguida lo movilizaron y fue herido en tres ocasiones. Romain Rolland tenía dieciocho años más que él, se encontraba en Ginebra y escribía una obra titulada Au-dessus de la mêlée . En los primeros meses de la guerra, Romain Rolland escribió a su joven amigo que no quería acusar a todos los alemanes en bloque, que tenía en muy alta estima la unidad espiritual de Europa y que lo mejor sería que en aquella guerra no hubiera ni vencedores ni vencidos. Jean-Richard Bloch hablaba en sus cartas de las atrocidades cometidas por los alemanes, de su salvajismo; estaba convencido de que aquella guerra sería la última, que bastaba con derrotar a la Alemania del káiser para que triunfasen la paz, la libertad, la felicidad. Probablemente, Romain Rolland tenía una visión mucho más clara de los acontecimientos, pues se hallaba, si no en la cima de una montaña, al menos al margen del cataclismo; pero a mí me resultaba mucho más comprensible la turbación de Jean-Richard Bloch. Conseguí hacerme con un ejemplar del Journal de Genève donde aparecía un artículo de Romain Rolland; lo leí y me alegré al constatar que existía todavía en algún lugar un hombre inteligente y bueno que podía decir lo que pensaba. Pero yo sentía que si, en efecto, Noyon estaba a noventa kilómetros, la Suiza neutral estaba en otro planeta.
(Al principio de la guerra, Barbusse consideraba y sentía los acontecimientos de la misma manera que Jean-Richard Bloch. El libro de Romain Rolland fue atacado por los chovinistas y acogido con simpatía por las personas que no habían perdido la cabeza, pero no sacudió a nadie. El fuego , de Henri Barbusse, no lo dictaron las reflexiones de un hombre solitario, sino el dolor de la gente, su ira; nació en la sangre, en el barro de las trincheras, y desempeñó un papel enorme en el despertar de la conciencia de millones de personas).
26
El conflicto armado se convirtió en una guerra de posiciones. En las trincheras, los soldados ateridos buscaban piojos en sus camisas. El tifus se propagó. Se sucedían los ataques y los contraataques para apoderarse de la famosa «casa del pasador». Los zapadores colocaban minas en el bosque de Argonne. El parte de guerra solía ser breve, pero cada día morían miles de personas.
Llegaban cartas de Tijón. Nos enteramos de que los voluntarios rusos habían sido incorporados a la Legión Extranjera; los suboficiales eran groseros, llamaban «metecos» a los voluntarios, que «comían el pan de los franceses». (¡Como si el frente de Champagne fuese un restaurante!).
La historia de los voluntarios que partieron con banderas y canciones a defender Francia es trágica. Antes de la guerra la Legión Extranjera estaba constituida por delincuentes de todos los orígenes que cambiaban de nombre y después de servir una temporada en el ejército se convertían en ciudadanos franceses de pleno derecho. A los legionarios se les mandaba por lo general a sofocar rebeliones en las colonias. Resulta fácil imaginar las costumbres que reinaban en la Legión. Los voluntarios rusos —que en su mayor parte eran emigrados políticos, judíos que habían abandonado su zona de residencia a raíz de los pogromos, estudiantes— insistieron para que los integraran en los regimientos franceses ordinarios, pero nadie quería escucharlos. Las vejaciones continuaron. El 22 de junio de 1915 los voluntarios se sublevaron y golpearon a varios suboficiales particularmente groseros. El tribunal de guerra condenó a nueve rusos al paredón. El agregado militar de la embajada rusa, A. A. Ignátiev, indignado ante aquella injusticia, consiguió la anulación de la condena, pero demasiado tarde. Los rusos murieron gritando «¡Viva Francia!».
Esto me lo contó uno de los voluntarios a quien vi en La Rotonde (había perdido una pierna en el frente y lo eximieron del servicio). Confieso que por primera vez pensé sin rencor en el médico militar que me había rechazado a causa de mi corazón…
En París (a pesar de que Noyon sólo se encontraba a noventa kilómetros) la vida parecía bien organizada. Clemenceau denunciaba a Poincaré. Briand, que era un excelente orador, pronunciaba discursos brillantes. Volvieron a abrirse los teatros. Al principio se representaban obras patrióticas a favor de los soldados heridos, luego volvieron a las comedias y a los melodramas habituales. Antes de la guerra se invitaba a las damas a los «tés-tango». A comienzos de la guerra las damas organizaban «tés de tricot», en los que se reunían para chismorrear mientras tejían jerséis para los soldados. Los confiteros hacían bombones de chocolate con forma de obuses; los joyeros vendían broches de oro con forma de cañón; el papel para cartas amorosas estaba adornado con banderas tricolores.
La joven esposa del propietario del hotel donde yo vivía comenzó a alquilar por horas las habitaciones a las prostitutas y sus clientes. Decía con una sonrisa confusa: «No hay nada que hacer, es la guerra». De vez en cuando daban permisos de seis días a los soldados. Miles de prostitutas deambulaban alrededor de la Estación del Este en espera de los soldados con permiso. En los periódicos se publicaban anuncios haciendo propaganda de corazas maravillosas que protegían de las balas a los combatientes. Mujeres enfurecidas buscaban en la retaguardia a los desertores. Una vez, ante mis ojos, un hombre tuvo que sacarse un ojo artificial porque le perseguían dos mujeres que no creían que estuviese inválido. Por las aceras andaban a saltitos inválidos que habían perdido una pierna. En los cabarets cantaban cuplés sobre un héroe que había matado a cien boches y se había acostado con un centenar de bellezas.
A los pintores movilizados los destinaron a camuflar camiones. Para que el camuflaje surtiera efecto era necesario romper la unidad de la superficie y se veía pasar por las calles camiones que parecían telas cubistas.
Yo no tenía dinero, pues se habían prohibido las transferencias de particulares procedentes de Rusia. Trabajaba por la noche en la estación de mercancías de Montparnasse donde ayudaba a cargar obuses. (Allí los médicos no examinaban a los hombres que contrataban). Al principio los obreros me tomaban el pelo; yo llevaba un sombrero grande y me apodaban «Sombrero», pero en francés ese nombre no tenía nada de ofensivo. [1] Allí también trabajaban viejos y enfermos con los que trabé amistad. Comíamos durante la pausa de medianoche —eso se llamaba «desayuno»— y contábamos historietas divertidas. Por la mañana iba al hotel y dormía hasta mediodía, después iba a La Rotonde.
Muchos de los habituales de La Rotonde, Léger, Kisling, Guillaume Apollinaire, Blaise Cendrars, Gleizes, estaban en el frente. Diego Rivera quiso alistarse, pero le ocurrió lo mismo que a mí: no le aceptaron, le dijeron que sus piernas no valían para nada. Ya antes de la guerra La Rotonde era un lugar donde a uno le servían el catastrofismo junto con la taza de café; era, pues, natural que cuando los vagos presentimientos se convirtieron en la realidad cotidiana de Europa Picasso se sorprendiera de ello menos que la panadera a quien le compraba el pan. La panadera era viuda y no tenía hijos; se había acostumbrado a la guerra, pero de vez en cuando sollozaba: «Dígame, ¿quién se ha inventado todo esto…? Todos se han vuelto locos; ¡si alguien me explica por qué disparan, le daré ahora mismo veinte francos! ¿Sabe usted cuánto cuesta ahora un kilo de mantequilla?». Picasso parecía saber de antemano todo cuanto iba a pasar. Trabajaba mucho y, al atardecer, iba a La Rotonde. Lo veía a menudo allí, así como a Diego Rivera y Modigliani. Yo estaba agotado por el trabajo nocturno, leía a Dostoievski y los apócrifos, escribía versos cada vez más exaltados. Un visitante fortuito habría podido creer que La Rotonde se encontraba en un país neutral, pero en realidad vivía percibiendo la catástrofe mucho antes del 2 de agosto de 1914. En 1913 todos leímos el poema de Blaise Cendrars: Prosa del Transiberiano y de la pequeña Jeanne de Francia . Cendrars escribía: « J’ai vu les trains silencieux, les trains noirs qui revenaient de | l’Extrême-Orient et qui passaient en fantômes | Et mon œil, comme le fanal d’arrière, court encore | derrière ses trains . | A Taiga 100 000 blessés agonisaient faute de soins | J’ai visité les hôpitaux de Krasnoiarsk | Et à Khilok nous avons croisé un long convoi de soldats fous […] | L’incendie était sur toutes les faces dans tous les cœurs ». [‘He visto los trenes silenciosos, los trenes negros que volvían del | Extremo Oriente cual fantasmas. | Y mis ojos, como el fanal de atrás, corren aún tras esos trenes. | En Taiga cien mil heridos agonizaban a su suerte. | Visité los hospitales de Krasnoiarsk. | Y en Jilok nos cruzamos con un largo convoy de soldados locos. | El incendio estaba en todas las caras, en todos los corazones’ ]. [2]
(¡Cendrars era un hombre sorprendente! Se le habría podido calificar de «aventurero romántico» si la palabra aventurero no hubiese perdido su auténtico significado. Hijo de un escocés y de una suiza, excelente poeta francés que influyó en Guillaume Apollinaire, recorrió todo el mundo y conoció todas las profesiones; fue la levadura de su generación. Cuando tenía dieciséis años se fue a Rusia, después a China y a la India, regresó a Rusia, luego fue a América, al Canadá; se alistó como voluntario en la Legión Extranjera, perdió el brazo derecho en la guerra; estuvo en la Argentina, en Brasil, en el Paraguay; trabajó como fogonero en Pekín, como malabarista ambulante en Francia, en colaboración con Abel Gance filmó la película La rueda , compró turquesas en Persia, se hizo apicultor, tractorista, escribió un libro sobre Rimski-Kórsakov. Nunca le vi abatido, intimidado o desesperado).
Irrumpieron en el cielo parisino los zepelines. Durante las noches de luna, un gran globo dirigible dominaba la ciudad; disparaban contra él, pero apenas si se movía, la defensa antiaérea era débil. Lo mirábamos con admiración, si bien de tarde en tarde soltábamos algún improperio. Luego nos hicieron bajar al metro. Oí por primera vez el grito de las sirenas. Lo que más me sorprendió fue su nombre: las sirenas de la Antigua Grecia cantaban con voz muy suave, y precisamente con su canto embrujaban a los navegantes, y el ingenioso Ulises tapó los oídos de sus compañeros con cera; pero las sirenas del siglo XX tenían una voz desagradable. Después las oí más de una vez, en España, en París, en Moscú. Las guerras no se parecían, pero las sirenas gritaban de la misma manera en 1941 que en 1915. El metro rugía como una feria donde se vendían cacahuates y retratos de Joffre. Los enamorados se besaban, sería una estupidez perder el tiempo por culpa de los zepelines… Por la mañana mirábamos las casas destripadas. Entre los cascotes se veían retratos de familia, fragmentos de vajilla, una cama infantil aplastada. Los vecinos permanecían allí, hablando de las víctimas, llorando. La muerte comenzó a parecernos una vieja conocida.
Entre los parroquianos de La Rotonde había una pintora llamada Vasílieva. Además de pintar cuadros, confeccionaba muñecas, que le compraban los aficionados. Era una mujer enérgica, sociable. Durante la guerra organizó un comedor donde los pintores podían comer por poco dinero. A veces se reunían allí por la noche, bebían, declamaban versos, profetizaban o simplemente gritaban. De vez en cuando yo también iba y lanzaba predicciones y echaba pestes, como todo el mundo.
Yo seguía yendo casi todas las noches a la estación de mercancías y cargaba municiones. Poincaré negociaba con Sazónov quién se quedaría con Constantinopla. Lapinski me hablaba de la Conferencia de Zimmervald. Los periódicos seguían mintiendo, pero yo ya no los leía. Escuchaba con avidez los relatos de los soldados que estaban de permiso. Leía a Quevedo, al protopope Avvakum, a Villon, a Blok. Estaba extremadamente delgado, quién sabe cómo vestía. Clemenceau continuaba censurando a Poincaré. En los partes de guerra se repetían los nombres de las mismas aldeas. Las mujeres lloraban. Me parecía percibir olor a cadáver: la guerra se estaba pudriendo.
27
Fernand Léger volvió del frente con un permiso ordinario de seis días y me enseñó los dibujos que había hecho en las trincheras. Yo no soy crítico de arte y el libro que escribo no trata de pintura; al volver la vista atrás lo que deseo es asomarme al futuro. Citaré ahora lo que escribí en 1916 sobre los dibujos de guerra de Léger. No es la valoración de un crítico de arte sino el testimonio de un contemporáneo: «Léger ha traído del frente muchos dibujos. Los hizo durante las horas de descanso en los refugios subterráneos, a veces en las trincheras. Algunos están salpicados de lluvia y otros están rotos; casi todos se han realizado en papel burdo de envolver. Son dibujos extraños, misteriosos. Nunca he visto nada semejante y, sin embargo, tengo la impresión de haberlos contemplado ya, de no haber visto más que eso. Léger es cubista, a veces esquemático, otras nos asusta con la fragmentación de todo lo que nos rodea, pero ante mí tengo el rostro de la guerra. En sus dibujos no hay nada personal, no se ven alemanes ni franceses: sólo hombres. Tal vez ni siquiera sean hombres, pues son seres subordinados a las máquinas. Soldados con cascos, grupas de caballos, tubos de cocinas de campaña, ruedas de cañones, todo eso son piezas de un mecanismo. No hay colores: los cañones, lo mismo que los rostros de los soldados, pierden su color en la guerra. Líneas rectas, planos, dibujos que parecen esbozos, ausencia de lo arbitrario, de lo seductor, de lo inexacto. En la guerra no hay lugar para el sueño. Es una fábrica bien equipada para el aniquilamiento de la humanidad. Esas hojas son fragmentos de planos dibujados por un normando bondadoso, Fernand Léger».
Recuerdo una noche en que estábamos sentados en La Rotonde. Léger tenía ganas de hablar, pero durante la guerra los cafés cerraban a las diez. Compramos vino y fuimos a su estudio. Su primera mujer, la preciosa y risueña Jeanne, tarareaba alegremente; nos trajo vasos y latas de conserva. Léger de repente adoptó un aire sombrío: se acordó de que había abierto latas de conserva con una bayoneta manchada de sangre. Después de beber un poco de vino tinto se animó y empezó a contarnos sus impresiones: «Allí he conocido a hombres auténticos. ¿A quién conocía antes de la guerra? A Apollinaire, a Archipenko, a Cendrars, a Picasso, a Modi, a Max, a ti. Allí he visto a personas corrientes. Incluso hablan de otro modo. ¿Sabes? Cuando les dije que era pintor creían que era uno de brocha gorda. De una cosa así uno puede estar orgulloso, ¡no es La Rotonde!».
Léger decía a menudo después que la guerra había sido el acontecimiento decisivo de su vida, que le había ayudado a encontrarse a sí mismo; llegaba a afirmar que sólo después de la guerra había comenzado a trabajar con independencia.
Conocí a Léger mucho antes de que estallara la guerra; vivía todavía en La Ruche, junto con Chagall y Archipenko. Era la época del florecimiento del cubismo, su influencia fue tal que incluso Chagall, ese poeta de un shtetl de Bielorrusia que tanto debe a los pintores de letreros que decoraban las peluquerías o fruterías, llegó a vacilar por un breve período de tiempo.
Léger entonces trabó amistad con el escultor Archipenko, que también se hizo cubista. Gleizes y Metzinger explicaban el significado filosófico y estético del cubismo, hablaban de ir más lejos que Cézanne, de la necesidad de descomponer las formas. Cuando yo preguntaba a Archipenko por qué sus mujeres tenían los rostros cuadrados, él sonreía y respondía: «Hum… Precisamente por eso». Una vez me quedé a pernoctar en su estudio, habíamos bebido demasiado calvados. Me despertaron los rayos del sol. Archipenko dormía profundamente. Yo no quería despertarlo y, tumbado en el suelo, contemplaba sus esculturas. Me parecían híbridos: el diablo se había casado con una máquina de coser. Me levanté sin hacer ruido y corrí a la calle, donde me alegré enormemente al ver a un trapero revolviendo en un cubo de basura. El cubismo me atraía y me aterrorizaba.
En aquella época Léger ya era un cubista convencido. Cuando comparo sus trabajos de 1913 y los de 1918, a mi modo de ver no hay ninguna ruptura entre ellos. Por otra parte, no se produjeron cambios bruscos en su obra. Era muy fiel, nunca renegaba de su pasado, quería a sus viejos amigos. En 1913 alquiló un estudio en la rue de Notre-Dame des Champs y allí trabajó cerca de cuarenta años. Decía que en la guerra había visto a hombres auténticos, se hizo amigo de ellos, pero, en sus dibujos, esos hombres recordaban las piezas de una máquina monstruosa.
Léger no se parecía a su pintura, tampoco a los parroquianos de La Rotonde; en su semblante había algo próximo a la naturaleza, lo que probablemente se debía a su origen, a su infancia: la verde Normandía, los manzanos, las vacas, su familia campesina. Léger tenía unas manos grandes, era alto, de osamenta robusta y de movimientos lentos. Me daba la impresión de que era una escultura, sólo que no de piedra sino de madera tibia, viva.
Lo que le emparentaba con otros pintores que frecuentaban La Rotonde era su odio a la hipocresía, a la pintura decorativa, a la manía de tapar con cortinas las viejas paredes de las habitaciones mohosas. Sin embargo, no había en él ese fuego cruel y destructor que se percibía en la mirada rápida del joven Picasso. Léger, en su juventud, quería construir y no destruir. Vivió hasta los setenta y cinco años, y en su biografía no hay cataclismos, sólo un cambio de estaciones, y trabajo, un trabajo constante, inspirado.
Algunos clientes de La Rotonde se apasionaron por la Revolución de Octubre. Pero después, al enterarse de que en Rusia no sólo seguían enseñando a los niños las tablas de multiplicar sino que alentaban a los pintores de tendencia académica, los «bolchevizados» de ayer (así llamaban los periódicos a los simpatizantes) se convirtieron en enemigos del comunismo. Léger era un hombre de otro temple y de otra estatura. Saludó la Revolución de Octubre como el inicio de la edificación de una nueva sociedad, nunca renegó de sus ideas y fue comunista hasta el fin de sus días.
Murió súbitamente. Estuve en su estudio un año antes; me enseñó sus nuevas obras, parecía tener buena salud, estaba animado. Trabajó hasta el último día y se desplomó como un árbol grande, todavía verde.
Maiakovski, que lo visitó en 1922, escribió: «Léger, pintor del que hablan con cierto desprecio algunos famosos entendidos del arte francés, me produjo una impresión muy fuerte, de lo más agradable. Fornido, tiene el aspecto de un auténtico pintor-obrero que concibe su trabajo no como una predestinación divina, sino como un oficio interesante igual a los otros oficios de la vida».
Era la época del LEF (Frente de Izquierda de las Artes), [1] del constructivismo, de los versos que clamaban la necesidad de acabar con la poesía.
En la segunda parte de mi libro hablaré del duelo trágico de Maiakovski con el arte. Pero Léger resistió; tenía unas piernas sorprendentemente fuertes y un juicio sano y cabal. Cuando yo llegaba hasta el límite, iba a verlo y, si no estaba en París, pensaba en él: su vitalidad ayudaba a vivir a los demás. No sé a qué «famosos entendidos» había oído Maiakovski formular juicios desdeñosos con respecto a los trabajos de Léger. A diferencia de otros parroquianos de La Rotonde, Léger pronto encontró incondicionales: en 1912 ya había firmado un contrato con un marchante. Evidentemente, en tanto que pintor, tuvo su drama, pero diferente al de Modigliani o Soutine. Los amantes de la pintura compraban las obras de Léger, pero él soñaba con frescos, con cerámica, con trabajar conjuntamente con arquitectos, en el arte para todos. Mucho antes del Esprit Nouveau de Le Corbusier, mucho antes de nuestro LEF, Léger ya hablaba del arte ligado a la industrialización.
Sin embargo, a diferencia del LEF, Léger reconocía el significado independiente del arte. En 1922, respondiendo a un cuestionario de la revista Viesch [El objeto], [2] decía: «Un mal pintor copia el objeto y se limita a la semejanza. El buen pintor representa el objeto y halla el estado de equivalencia […]. Soy un pintor y es absurdo que me esfuerce en representar en una superficie plana formas volumétricas. He abandonado los objetos, he tomado el lápiz».
En 1921 escribí un libro titulado Y sin embargo se mueve , en el que ensalzaba las máquinas, la arquitectura industrial, el constructivismo. Léger ilustró la cubierta de este libro. Cuando ahora he intentado releerlo, muchas de las cosas me han parecido ridículas, cuando no estúpidas: he caminado por la vida haciendo eses. En cambio, el camino de Léger fue recto, y su dibujo de 1921 está relacionado directamente no sólo con los de su juventud sino también con los posteriores. El drama de su vida residía en que los amantes del arte colgaban sus cuadros en las paredes de los salones: nunca accedió a las de los nuevos edificios públicos.
Léger consideraba que la estética moderna se hallaba relacionada con la máquina. Decía que el trazo ahora era más importante que el color. Le gustaba el paisaje industrial. A menudo repetía que el arte, desde Shakespeare hasta Chaplin, vivía de contrastes. Creo que hay un drástico contraste entre la suavidad, el lirismo y la humanidad de Léger y sus convicciones artísticas. En sus lienzos los hombres a menudo parecen robots; sin embargo, él odiaba la sociedad que transforma al hombre en máquina.
En esos años lejanos que precedieron a la Primera Guerra Mundial Léger me decía, sorprendido: «¿Por qué vas al museo? Tú eres un poeta joven, es mejor que mires los aviones, a los deportistas, las fábricas, a los acróbatas del circo». Era un exaltado patriota de su tiempo, y muchos críticos lo consideran el pintor más contemporáneo de mediados del siglo XX . No sé. Tal vez haya envejecido, tal vez la segunda mitad de nuestro siglo no se parezca a los años en que se formó Léger; actualmente, en el arte, no me gustan las máquinas, sino lo que es único e irrepetible, lo vivo, lo que distingue a un árbol de otro.
No obstante, yo no hablaba de nuestros días, sino de la época de la Primera Guerra Mundial. Léger entonces también quería edificar, pero con audacia, con su arte, ayudó a destruir mucha hipocresía y falsedad. Lo hizo con calma, con seguridad, sin fantasías románticas, sin desdoblamiento interior, como un arquitecto a quien han encargado transformar el plano de una ciudad y demoler unos tugurios llenos de moho.
28
Ya he contado cómo me hice poeta: sucedió porque tenía que ser así. En cambio, me hice periodista por casualidad y únicamente porque me enfadé. Los periódicos rusos, durante la guerra, llegaban a París con retraso, diez números a la vez. Me enviaban el Utro Rossii [La mañana de Rusia], Un día recibí un paquete de periódicos; primero leí todo lo referente a cuestiones rusas, después vi un artículo sobre París de «nuestro corresponsal». El artículo en cuestión me sacó de mis casillas. Su tono general no me sorprendió: yo ya sabía que la verdad era un secreto de guerra que era preciso ocultar y que frases como «hasta la victoria», «alianza sagrada», «ya no hay ricos ni pobres», «la retaguardia vive por el frente», se empleaban tanto que ya no se les prestaba atención. Lo que me irritó fue otra cosa: el autor del artículo desconocía que el uniforme militar había cambiado. Clemenceau no escribía en el periódico L’œuvre ; el café que el periodista describía de un modo pintoresco había sido cerrado hacía tiempo. ¿Por qué hablaban de «nuestro corresponsal»? ¡Era obvio que lo escribían en Moscú! (Yo era ingenuo y no sabía cómo se hace un periódico).
Fui a La Rotonde, pedí papel y comencé a describir la vida de París. Trabajé varios días de un tirón, en lugar de dormir escribía. (Por las noches continuaba empujando carretillas en la estación de carga). Resultó que escribir un artículo no era tan sencillo; a cada instante me dejaba llevar e incurría en una poesía de mal gusto; el resultado era un artículo largo, sentimental y un tanto estúpido. Me puse a tachar, pero quedó demasiado seco. Lo escribí de nuevo. Creo recordar que dejé correr la pluma durante una semana entera. Al fin tuve la impresión de que mi crónica no era peor que las que se publicaban en los periódicos y la remití junto con una amable carta a Utro Rossii . No obtuve respuesta. Me dije que «nuestro corresponsal» era un amigo del redactor jefe. Yo era tenaz desde niño; no soñaba con ser periodista, sólo tenía ganas de demostrar al jefe de redacción de Utro Rossii que el corresponsal de marras no se encontraba en Francia y que yo no escribía peor que los colaboradores de ese periódico. Quería mandar un artículo a otro diario. El tema del primero me pareció carente de actualidad, así que escribí otro con gran esfuerzo y se lo enseñé a Max Voloshin; me aconsejó que lo mandara a la edición vespertina del Birzhevie viédomosti [Noticiario de la Bolsa] [1] en el que escribían si no con mayor libertad sí con más viveza. El nombre del periódico me pareció ofensivo; un poeta escribiendo en el Birzhevie viédomosti . Max me explicó que no había nada reprensible en ello. La mejor revista literaria francesa se llamaba Mercure de France , y Mercurio era el dios de los picos de oro, los mercaderes, los charlatanes y los ladrones. Por mucho que se esforzó, la palabra Bolsa me daba náuseas; de todos modos envié el artículo. Al mismo tiempo Max escribió al jefe de redacción de Birzhevie viédomosti una carta de recomendación.
Enseguida recibí un extenso telegrama: la redacción del periódico me comunicaba que habían publicado mi artículo, me pedía que mandara otros y, si era posible, que visitara el frente en calidad de enviado especial; me hicieron llegar mis honorarios.
Invité a Max, Rivera, Marevna y Chantal. Cenamos de maravilla en el restaurante Baty y después fuimos a casa de Vasílieva.
Escribí nuevas crónicas, mejores, a mi modo de ver, que las primeras. Pero entonces recibí los periódicos con mis artículos. Estaba tan disgustado que los rompí al instante: habían «corregido» mis escritos, añadiendo unas cosas, quitando otras: la ironía había desaparecido, sólo quedaba la melaza. ¡Es sorprendente el efecto que produce una primera ofensa! Luego uno se acostumbra a ella. Decididamente, el hombre se acostumbra a todo: a la miseria, la cárcel, la guerra. Pero la primera vez incluso una humillación insignificante parece increíble. Yo pensaba sin cesar: «¡Cómo me deben despreciar los poetas de Petrogrado! Escribo poemas sobre vísperas y publico en el Birzhevie viédomosti historias almibaradas». Max intentaba consolarme: un periódico no es una antología poética y el censor militar no está obligado en absoluto a entender la ironía romántica.
Yo me encontraba en muy mal estado: el trabajo nocturno, La Rotonde, la lectura de los periódicos, las novelas de Dostoievski y de Bloy, los versos, me habían convertido en un neurasténico. Y entonces me ocurrió un incidente de lo más estúpido. Tenía gripe, estornudaba, estaba empapado en sudor; Libion me aconsejó beber dos o tres vasos de ponche y no escatimó en ron. Corrí a casa para buscar pañuelos. Abrí el armario y me quedé estupefacto: ¡aquellos objetos no eran míos! Miré bien: ¿no me habría equivocado de habitación? No, sobre la mesa estaban mis acuarelas (me había aficionado a la pintura y en mi tiempo libre representaba la vida de Villon, patíbulos, soldados, dragones, La Rotonde). Pese a todo decidí coger un pañuelo, y de pronto cayó una chuleta de cerdo cruda al suelo y sobre mi cabeza un cuello de piel. Fui corriendo en busca de la propietaria y le grité que me había vuelto loco y que tenía alucinaciones. La propietaria no se sorprendió lo más mínimo y dijo a su hermano (entonces ya hablaba francés): «¡Emil, ve corriendo a la comisaría! Que vengan enseguida».
En lugar de preguntar a la propietaria por qué llamaba a la policía, subí a mi habitación y esperé el final de aquello sumido en la oscuridad. Tenía escalofríos, todo se confundía en mi cabeza. Sabía que de un momento a otro vendrían a por mí y me llevarían a un manicomio.
Los policías comenzaron a hacer el inventario del contenido del armario; yo trataba de preguntarles qué significaba todo aquello, pero ellos se limitaban a sonreír. Entre mis camisas rotas había lencería femenina con encajes, zapatos de baile, corbatas, frascos de perfume, coñac, toda clase de vituallas. Les llevó un buen rato inventariarlo todo, discutían sobre la clase de los encajes y la calidad de la piel… Después me dieron a firmar el acta y me dijeron que al día siguiente por la mañana debía presentarme en la comisaría. Quise ver a la patrona, pero era tarde: ya dormía. Comprendí que por la mañana me encerrarían no en un manicomio sino en la cárcel. ¡Está bien verse tras las rejas cuando te han encontrado octavillas, pero lo que me habían encontrado eran unas chuletas incomibles! Sin duda había perdido el juicio, Modi me había hecho probar una vez hachís, ¡ahí estaban los resultados! Estaba acostado, semiinconsciente, debía de haberme subido la fiebre. En la habitación flotaba un olor a cadáver. Encendí la luz, no había cadáver alguno. El mal olor era cada vez más intenso. Decidí pasar el resto de la noche sentado en la escalera cuando de repente vi un camembert redondo; los policías no lo habían visto, había caído del armario y había rodado hasta debajo de la cama. Aunque hacía frío, abrí la ventana de par en par. Así que mañana era el fin: iría a la cárcel por robo. ¿No se trataría de una alucinación…?
Por la mañana temprano vino a verme la patrona y lo primero que me dijo fue: «¡Cuántas veces le he pedido que no deje la llave en la puerta!». En el mismo piso que yo vivía otro ruso, un violinista, creo recordar. Tenía una amiga, una joven francesita, a quien habían detenido en unos grandes almacenes mientras se llenaba la bolsa de mercancías. Había tenido tiempo de prevenir a su enamorado. El violinista quiso desembarazarse cuanto antes de los objetos robados, sabía que mi puerta siempre estaba abierta y metió todo en mi armario. En la comisaría me interrogaron durante largo rato, se burlaron de mí diciendo que, cuando menos, yo debía de ser cómplice. La patrona del hotel salió en mi ayuda: declaró que había visto salir al violinista de mi habitación. Me dejaron en libertad, fui a La Rotonde y conté a Modigliani lo que había pasado. Sonrió y me dijo: «A ti pronto te meterán en la Santé. Todo el mundo sabe que quieres hacer estallar Francia».
Una semana más tarde me llamaron a la Prefectura. Empecé a declarar que yo no tenía nada que ver con el cuello de piel ni las chuletas encontradas en mi armario. El funcionario me interrumpió, pues no le gustaba que se burlasen de él; las chuletas no le interesaban, pero sabía que yo me relacionaba con unos señores que apoyaban la Conferencia de Zimmerwald. Tenía interés en saber por qué el corresponsal de un respetable periódico ruso llevaba un traje harapiento y trabajaba en la estación de mercancías. «Por cierto, ¿dónde se encuentra actualmente Alfred Kranz?». Yo no conocía a ningún Kranz y le pregunté: «¿Es pintor?». El funcionario sonrió con malicia: «Todos ustedes son pintores». Comprendí que las cosas iban mal. Tal vez Nostradamus no hubiera previsto la aviación militar, pero Modi —un auténtico Nostradamus— me había dicho que no tardarían en detenerme por actividades subversivas.
El interrogatorio se prolongó durante toda la mañana y se interrumpió de improviso: el funcionario consultó el reloj y dijo que era hora de comer; volverían a citarme en los próximos días. Sólo más tarde supe el motivo del interrogatorio. El Birzhevie viédomosti había publicado un artículo mío sobre las damas que se dedicaban a la beneficencia: en él conté que en la Madeleine se había celebrado el bautizo de un soldado senegalés que preguntaba con aire asustado a su madrina: «¿Hace daño?». Las autoridades militares se habían enojado porque habían visto en el artículo una burla al ejército francés. Por mucho que se esforzara el Birzhevie viédomosti en conferir a mis artículos un carácter digno, se percibía claramente que yo detestaba la guerra. Se decidió mi expulsión de Francia. Aunque yo era un emigrado, lo pusieron en conocimiento de la embajada rusa. El consejero de la embajada, Sevastopulo, explicó el incidente al agregado militar. Alekséi Alekséievich Ignátiev se indignó, no tenía ni idea de quién era yo, pero en la conducta de las autoridades francesas veía un perjuicio para el prestigio de Rusia. El artículo había sido revisado por la censura militar rusa y se había publicado en Petrogrado. Las cuestiones de la prensa no eran de la incumbencia de Ignátiev; mantuvo conversaciones con Poincaré y Kitchener sobre la coordinación de las operaciones militares, sobre el suministro de armas a Rusia, pero encontró tiempo para anular la orden de expulsión.
Me enteré de esto uno o dos meses después, cuando decidí inscribirme en la Asociación de prensa internacional: fueron los corresponsales del Riech [El discurso], Dmítriev, y de Nóvoie vremia, Pávlovski (el mismo que conocía a Chéjov y mantuvo correspondencia con él), los que me contaron que querían expulsarme.
A Alekséi Alekséievich Ignátiev lo conocí doce años más tarde en una velada literaria: el conde Ignátiev, antiguo diplomático de la Rusia zarista, se había convertido en un modesto funcionario de la representación comercial soviética en París. Ignátiev quería al pueblo ruso y creía en él. Le habían dado un trabajo poco adecuado para su formación: ayudaba a organizar los stands de los pabellones de exposición; le gritaban hombres mucho menos competentes que él. Era un hombre encantador y un narrador maravilloso; cuando lo oía hablar, Alekséi Nikoláievich Tolstói se maravillaba siempre de su talento. Si recibía invitados, Alekséi Alekséievich se ponía el delantal de cocina y preparaba suculentos estofados franceses en diferentes ollas. Durante casi medio siglo vivió en perfecta armonía con la ex actriz Natasha Trujánova (en tiempos del zar ese matrimonio se consideraba desigual y el conde recibía por ello no pocos reproches), que le sobrevivió poco tiempo. A pesar de su origen y de haber crecido y haberse formado en la Rusia de antaño, Ignátiev era un auténtico demócrata: aceptó la revolución no porque augurara una Rusia fuerte, sino porque derribaba las barreras de estamentos y de clases.
Entre 1945 y 1946 los jóvenes oficiales a menudo pedían a Alekséi Alekséievich que les contara cómo ocupaban sus horas de ocio los oficiales de la Rusia zarista: algunos creían que podían tomar prestado de aquéllos algo más que las charreteras… Ignátiev, a modo de respuesta, les hablaba de la arrogancia de casta, de los malos tratos infligidos a los soldados, de las groserías y las borracheras. Me acuerdo de que oí decir a un capitán, decepcionado: «Habla como un agitador». Pero Ignátiev hablaba de lo que le inquietaba en 1916 y en 1946.
Está bien que Alekséi Alekséievich haya escrito sus memorias: en la historia abundan los desfiladeros y los precipicios, y la gente necesita puentes, aunque sean frágiles, que unan las épocas.
No volvieron a citarme en la Prefectura; Dmítriev me dirigió a la Casa de la Prensa, donde estaba instalada la censura militar, se proporcionaba documentación a los corresponsales extranjeros y se organizaban viajes al frente. En la Casa de la Prensa trabajaba una persona que atrajo mi atención al instante: O. Milosz. Tenía cara de nórdico y hablaba con un ligero acento extranjero; había nacido en Lituania, pero escribía poesía en francés. Max Jacob me había hablado de él. O. Milosz alcanzó la fama sólo después de muerto; y pocos años después de su fallecimiento en 1939 se publicó por primera vez toda su obra. A veces hablaba con él, no de las cuestiones de prensa, sino de poesía y del futuro. Me miraba con ojos pálidos, como descoloridos, y me decía suavemente, con tranquilidad, que no cabía duda de que pronto inventarían máquinas que escribieran versos y entonces algún niño genial con pantaloncitos cortos se colgaría con la corbata de su padre al comprender que nunca podría conmover a nadie mediante la palabra. Me resultaba extraño oír decir eso a un hombre que debía darme instrucciones. O. Milosz habría podido pasar perfectamente de la Casa de la Prensa a La Rotonde.
Después de formular reiteradas solicitudes, los franceses me llevaron al frente con un grupo de periodistas. Escogieron para nosotros el sector más tranquilo, nos condujeron rápidamente por las trincheras y nos enseñaron la artillería; luego fuimos al puesto de mando donde el general Gouraud nos ofreció una comida. Todo aquello parecía una gira turística. (Posteriormente más de una vez realicé viajes al frente, y ésos no se parecieron al primero).
Se libraban combates encarnizados en el Somme, donde había tropas inglesas. Hice gestiones para obtener un pase. Los ingleses no se daban prisa en responder. Por fin me convocaron a su misión militar y me dieron para que firmara una larga declaración en la que yo prometía no publicar nada que no pasase previamente por la censura inglesa, que en el caso de que yo cayera muerto mis herederos no presentarían ninguna reclamación al gobierno de Su Majestad, que me sometería a las leyes inglesas y si las infringía debería responder ante un tribunal inglés. Me proporcionaron un uniforme inglés y me condujeron a los alrededores de Amiens; allí, en una casa confortable no lejos del Estado Mayor, vivían los corresponsales de guerra ingleses, franceses y el italiano Barzini, considerado un gran periodista. Por las noches todos bebíamos whisky; los ingleses contaban chistes ingenuos o hacían juegos de manos. Nadie se ocupaba de nosotros; podíamos llegar hasta primera línea haciendo que alguien nos acompañase en coche. Vi la guerra.
Al leer los periódicos en París, no podía imaginar que el frente era una máquina grandiosa que exterminaba a los hombres de manera organizada. Las hazañas, las virtudes y los sufrimientos no cambiaban gran cosa; la muerte era mecánica.
En Calais vi cómo preparaban activamente esa muerte. Dos mil trescientas piezas de automóvil. Cifras, por todas partes cifras. «Pieza n.º 617 para tanque de gran calibre». «Manillar 1301 para motocicleta». Descargaban ovejas de Australia, harina del Canadá, té de Ceilán. También descargaban la correspondiente partida de soldados, que miraban alrededor confundidos. Una enorme panadería cocía al día doscientos mil panes. Los soldados comían pan. La guerra devoraba a los soldados.
En primera línea no había nada, ni ruinas, ni árboles (ni siquiera abatidos); la tierra desnuda, parda, e hileras simétricas de alambre de espino; la gente pululaba en las trincheras.
Por los caminos próximos al frente circulaban grandes camiones que yo veía por primera vez. Transportaban a las trincheras a soldados, municiones, cuartos de buey y en el trayecto de vuelta traían a los heridos. Los soldados encargados de la circulación agitaban banderines. Cuento esto porque en la actualidad muchos piensan aún que la Primera Guerra Mundial era romántica…
Así es como describí en 1916 el primer tanque que vi: «En él hay algo majestuoso y abominable. Tal vez en otra época existieran insectos gigantescos; el tanque se parece a ellos. Para camuflarlo, lo pintan de muchos colores, sus costados traen a la memoria los cuadros de los futuristas. El tanque se arrastra lentamente, como una oruga; no pueden detenerlo las trincheras, ni los arbustos ni las alambradas. Mueve sus bigotes: son cañones, ametralladoras. En él se combinan lo arcaico y lo ultraamericano, el arca de Noé y el autobús del siglo XXI . En su interior van hombres, doce pigmeos que piensan ingenuamente que son los amos». Desde entonces no ha transcurrido medio siglo, pero tengo la impresión de que los tanques se inventaron al mismo tiempo que la pólvora. Los diplomáticos que hablan de desarme utilizan el término de «armamento clásico» para distinguirlo del nuclear, y los tanques, como es natural, se han convertido en clásicos.
La guerra resultó mucho más terrible de lo que yo pensaba: todo estaba organizado, calculado. En las trincheras, por supuesto, había hombres, se lanzaban al ataque, morían, se retorcían en los catres de las enfermerías, agonizaban ante las alambradas; esos hombres, en su mayoría buena gente, creían sinceramente que defendían la patria, la libertad, los valores humanos, pero eran piezas minúsculas de una máquina gigantesca. Pronto se aprendió a detener los tanques. Pero la guerra avanzaba lentamente moviendo sus bigotes —cañones, ametralladoras— y nadie sabía cómo detenerla.
Comprendí no sólo que yo había nacido en el siglo XIX , sino que en 1916 yo vivía, pensaba y actuaba como un hombre de un pasado lejano. Me di cuenta asimismo de que el nuevo siglo estaba en marcha y que no se andaría con bromas.
29
Volví a París. Al principio creí sentirme feliz: después del frente, el boulevard Montparnasse con las terrazas de sus cafés, sus plátanos verdes, sus chicas despreocupadas, me pareció el paraíso. Me senté a una mesa; allí había pintores y poetas que hablaban de que Diáguilev había encargado los decorados para un espectáculo a Picasso, del nuevo libro de Paul Claudel, de muchas otras cosas. Y de repente todo me pareció aburrido: aquello no era vida sino una falsificación de mal gusto. La auténtica vida se había quedado allí de donde yo venía: andaba a bandazos bajo el fuego de artillería, se enredaba en las malditas alambradas, se hundía en la tierra, y con todo, era vida…
Yo intentaba poner en claro mis sentimientos, comprenderme a mí mismo: ¿acaso había ingerido un alcohol que se me había subido a la cabeza? Creía que no… La guerra me parecía un crimen, y al mismo tiempo yo vivía de la guerra. Todo era confuso e incomprensible, así que dejé de pensar. La desesperación se apoderó de mí. Empecé a inventarme un Dios, no el de la Iglesia, sino uno propio, que tan pronto era feroz como un cándido simplón. Dediqué algunos versos a aquello que en la carta a Briúsov yo había llamado «porquería». Ahora, cuando pienso en mi pasado, el período de 1914-1919 me parece el más difícil: buscaba esa «idea general» de la que hablaba Chéjov y ni siquiera tenía una idea clara de cómo iba a vivir al día siguiente. Después di, si no con un camino, sí al menos con la linde de un bosque, y me volví menos sensible; con los años, el hombre se va forjando una coraza, no es casual que mucha gente en su primera juventud escriba versos y piense en el suicidio.
La pintora Chantal intentaba ayudarme. Era hija de un obrero, estudiaba en un instituto pedagógico y le apasionaba la pintura. Ella tampoco sabía cómo vivir, pero mantenía firmemente los pies en el suelo. Cuando ella veía que yo me descorazonaba, me hablaba de la fragancia de las grosellas en flor, de un lienzo tensado en un bastidor, me decía que era primavera y que tanto ella como yo éramos jóvenes. Yo respondía que sí, luego me iba a casa y escribía versos sobre el fin del mundo.
En verano Katia me invitó a pasar las vacaciones en el sur de Francia, en Èze, donde vivía con su marido Sorokin y mi hija Irina. Tijón había vuelto inválido del frente, leía a Soloviov y se sentía triste. Yo me esforzaba en ser útil aunque fuera en los quehaceres domésticos y aprendí a cocinar macarrones. Un día Katia fue a Niza y me pidió que acostara a la niña. Irina tenía entonces cinco años. Cuando comencé a desabotonarle el vestido, me dijo con severidad. «Así no… No sabes hacer nada». Era verdad, yo no sabía hacer nada, ni trabajar, ni escribir versos, ni siquiera descansar. Volví a París aún más trastornado.
Max Voloshin me presentó a Borís Sávinkov. Nunca había conocido a un hombre tan enigmático e impresionante. Su rostro sorprendía por sus pómulos mongólicos y por sus ojos, ahora tristes, ahora crueles; los cerraba a menudo y los párpados eran pesados, como el personaje gogoliano llamado Vii. Comenzó a frecuentar La Rotonde; bebía orujo y vestía con corrección, a diferencia de otros «rotondistas» tenía el aspecto de un burgués medio francés; nunca se quitaba el bombín. Me acuerdo de unos versos que él repetía a menudo: «Alguien gris, con bombín, | hace de las suyas en un rincón». Borís Víktorovich era un buen narrador. Cuando se le oía hablar por primera vez, se podía pensar que seguía siendo el terrorista revolucionario de antaño, que al día siguiente se disfrazaría de cochero para seguir la pista de un alto dignatario zarista. Pero en realidad Sávinkov ya no creía en nada. En una ocasión me dijo que el caso Ázef le había roto. Hasta el último minuto había tomado al provocateur por un héroe. Los socialistas revolucionarios se sentían inquietos por las revelaciones de Búrtsev e insistían en que se hiciera una investigación. Sávinkov se revelaba: ¡no permitiría que se denigrara al más honesto de los hombres! Al final organizaron una reunión. Ázef, al ver que las cosas se estaban torciendo, declaró que tenía unos documentos en su casa que le permitirían refutar la calumnia y que los traería al cabo de una hora. Todos protestaron: no podían dejarlo partir; pero Sávinkov insistió en que, siendo como era uno de los miembros más veteranos de la organización de combate, debía dársele la posibilidad de probar su inocencia. Ázef se fue y naturalmente no regresó.
Sávinkov abandonó toda actividad revolucionaria y empezó a escribir novelas mediocres que ponían de manifiesto el vacío espiritual de un terrorista que había dejado de creer en su causa. Siempre me sorprendía que Borís Víktorovich se considerara ante todo un hombre de acción, es decir, terrorista, y sólo después revolucionario. Durante los años de la guerra se hizo corresponsal del periódico Dien [El día], hablaba de la necesidad de defenderse, elogiaba a Gustave Hervé. En el fondo todo aquello no le interesaba: seguía siendo un terrorista sin trabajo.
(Tuve una conversación insólita con un socialista revolucionario de izquierdas, el terrorista Bliumkin, que había matado al conde Mirbach. A principios de 1921 era partidario del poder de los soviets. Sávinkov se encontraba entonces en París y apoyaba la intervención. Al enterarse de que yo iba para allí, Bliumkin me preguntó si lo vería. Le respondí que no, pues nuestros caminos se habían separado. Bliumkin me dijo: «Tal vez usted se lo encuentre por casualidad; si es así, pregúntele si en su opinión se ha de abandonar la escena después del acto, ¿eh?». No le entendí. Bliumkin se explicó: le interesaba saber si el terrorista que ha matado a un enemigo político debe hacer lo posible por esconderse o si es preferible pagar por el asesinato con su propia sangre. No cabe duda de que si Bliumkin se hubiese encontrado con Sávinkov le habría matado como a un enemigo, pero al mismo tiempo lo respetaba en tanto que terrorista experimentado. Para la gente así el terrorismo no era un arma de la lucha política sino el mundo en el que vivían).
Sávinkov contaba cómo había esperado la muerte en la fortaleza de Sebastopol. El pasado estaba iluminado por la luz mortecina de la desilusión; decía que la muerte era algo cotidiano, poco interesante, como la vida. Lo salvó un centinela, un voluntario llamado Silberberg al que colgaron. Borís Víktorovich se casó con la hermana de aquel hombre. Adoraba a su hijito, Liova, y al hablar de él se animaba al instante. Su cara se iluminaba cuando recordaba un pasado muy lejano, su infancia, la naturaleza rusa, el exilio que había conocido en su primera juventud junto con Lunacharski y el escritor Rémizov.
(Durante la guerra civil española conocí a Liova, el hijo de Sávinkov. En Francia era chófer de camiones, escribía poesías en ruso y relatos sobre la vida obrera en francés. Aragon publicó uno de sus relatos en la revista La Commune . Liova había ido a España para combatir en las Brigadas Internacionales. La gente se enteró de que era el hijo del «mismísimo Sávinkov» y, pensando que «la manzana no cae lejos del árbol», comenzaron a enviarlo a las líneas franquistas. A diferencia de su padre, Liova era dulce, sociable. Cumplía con valentía las tareas militares que le asignaban, resultó gravemente herido y enfermó de tuberculosis. De regreso en Francia, pasó muchas privaciones. Cuando empezó la guerra se unió a la Resistencia, se ocupaba de los rusos evadidos de los campos penitenciarios. Me lo encontré en París en 1946. Soñaba con ir a la Unión Soviética. No sé qué fue de él más adelante).
Borís Víktorovich firmaba los artículos sobre la batalla del Somme o de Verdún con el pseudónimo «V. Ropshin», al igual que sus novelas. En éstas contaba que ya no creía en el sacrificio. En sus artículos de guerra, por el contrario, ensalzaba la grandeza de las hazañas de los soldados y decía que la guerra había regenerado a los hombres. Un día le pregunté si creía en lo que escribía; él sonrió irónicamente y me respondió que yo todavía era muy joven. Me sacó de mis casillas y exclamé: «¡Pero entonces no nos queda otra que aullar como perros!». Él bajó sus párpados de plomo y dijo: «No, no es necesario aullar. Se puede escribir un artículo, usted ya ha aprendido a hacerlo. Se puede beber una copita de orujo, dos, pero nada más».
Sávinkov iba a menudo a sentarse a la mesita en que se encontraba Marevna, así llamábamos todos a la pintora Vorobiova-Stebélskaia. Se había criado en el Cáucaso y llegó a La Rotonde siendo una jovencita; tenía un aspecto exótico, pero era ingenua, pues exigía la verdad, la franqueza y la honestidad. A Sávinkov le gustaba, pero ella era muy severa con él y le llamaba «viejo cínico».
Para mí Borís Víktorovich era un elemento del paisaje de la guerra, me recordaba la estrecha franja de la «tierra de nadie» donde no había ni una brizna de hierba y donde se veía, en medio de las alambradas, fusiles rotos, cascos y los restos de los soldados que no habían logrado arrastrarse hasta la trinchera enemiga.
Dejé el periódico a un lado: ¿para qué leer si todo el mundo miente? En La Rotonde se debatían las últimas noticias. A Dubois le habían amputado una pierna, Margot hacía una colecta para comprarle una prótesis. Lucie se había vuelto loca: una noche la encontraron desnuda sobre una locomotora. La vida continuaba.
Y ahí estaba Modigliani. Ahora nos diría que todo estaba escrito hacía mucho tiempo en el libro de Nostradamus…
30
Un día me hallaba yo en el gélido estudio de Diego Rivera. Hablábamos de la facilidad con que se lograba en nuestros tiempos camuflar los tanques y los «objetivos militares». De repente Diego cerró los ojos, parecía que se hubiera quedado dormido, pero un minuto después se levantó y comenzó a hablar de una araña que odiaba. Repetía que no tardaría en encontrarla y en aplastarla. Avanzó directamente hacia mí, comprendí que la araña era yo y corrí al otro extremo del estudio. Diego se detuvo, dio media vuelta y se dirigió hacia mí. Ya había visto con anterioridad sus crisis de sonambulismo, siempre la tomaba con alguien, pero esa vez era a mí a quien quería aniquilar. Habría sido inhumano despertarlo, pues eso le ocasionaba un dolor de cabeza terrible. Yo daba vueltas alrededor del estudio no como una araña, sino como una mosca. Él daba conmigo, aunque tuviera los ojos cerrados. Por poco no logro escapar por la escalera.
Diego tenía la piel amarilla. A veces se arremangaba la camisa y proponía a uno de sus amigos que le escribiera o le dibujara algo en el brazo con el extremo de una cerilla; las letras y las líneas adquirían relieve al instante. (En el jardín botánico de Calcuta vi un árbol tropical en cuyas hojas también se podía escribir con el extremo de una cerilla; lo que se escribía emergía poco a poco a la superficie). Diego me decía que el sonambulismo, la piel amarilla y las letras en relieve eran secuelas de una fiebre tropical que había padecido en México. Cuento esto para reflexionar sobre la vida y el arte de Diego Rivera: a menudo se lanzaba contra los enemigos con los ojos cerrados.
A Diego le gustaba hablar de México y de su infancia. Vivió en París diez años y fue uno de los representantes de la Escuela de París, trabó amistad con Picasso, Modigliani, con los franceses, pero siempre veía ante sí las montañas rojizas cubiertas de cactus espinosos, los campesinos con amplios sombreros de paja, las minas de oro de Guanajuato, las revoluciones incesantes: Madero derroca a Díaz, Huerta a Madero, los guerrilleros de Zapata y de Villa a Huerta…
Escuchando a Diego comencé a sentir afecto por el enigmático México; las esculturas de los aztecas se fundían con los partisanos de Zapata. Julio Jurenito es mexicano, y cuando escribía mi novela me acordaba de los relatos de Diego. He llegado a leer que Jurenito es un retrato de Rivera. Es cierto que algunos rasgos de sus biografías coinciden: mi personaje y Diego nacieron en Guanajuato. Jurenito, en su tierna infancia, serró la cabeza de un gato vivo para comprender qué diferencia había entre vida y muerte, y Diego, cuando tenía seis años, destripó a una rata viva porque quería ver cómo nacían las crías. Muchos otros detalles de la infancia de Jurenito están inspirados en relatos de Rivera, pero Diego no se parece a mi personaje: en Jurenito el pensamiento predominaba sobre los sentimientos; adoptaba un dogma establecido por la sociedad, a la que él odiaba, y lo llevaba hasta el absurdo para demostrar su carácter vicioso. Diego era un hombre de sentimientos y, si a veces llevaba hasta el absurdo los principios que le eran queridos, obedecía únicamente al exceso de potencia de un motor que no tenía frenos.
Conocí a Diego a principios de 1913. Comenzaba entonces a pintar naturalezas muertas cubistas. En las paredes de su estudio colgaban lienzos de años anteriores; se podían distinguir las etapas: El Greco y Cézanne. Revelaban un gran talento, así como esa tendencia a lo desmesurado que le era inherente. En París, a comienzos del siglo XX , estaba de moda el pintor español Zuloaga. Se hizo famoso por sus cuadros que representaban gitanos, toreros; en fin, todo lo que los españoles llaman «españolada», un folclore español estilizado. Durante un breve período, Zuloaga atrajo la atención de Diego. Los historiadores del arte incluso definen algunas telas de Rivera como pertenecientes al «período Zuloaga». En 1913 ya le había dicho adiós a Zuloaga. Poco antes se había casado con la pintora Angelina Petrovna Belova, petersburguesa de ojos azules y pelo claro, reservada como buena nórdica. Me recordaba más a las jóvenes con quienes me había encontrado en Moscú en las reuniones clandestinas que a las habituales de La Rotonde. Angelina tenía mucha fuerza de voluntad y buen carácter, lo cual le ayudaba a sobrellevar con paciencia angelical los ataques de ira y de alegría del impetuoso Diego. Él decía: «La bautizaron con el nombre adecuado».
Diversos pintores llegaron al cubismo por caminos diferentes. Para Picasso el cubismo no era un traje, sino su piel, incluso su cuerpo. No se trataba de una manera de pintar, sino de una visión y concepción del mundo. Desde 1910 a nuestros días creo que no ha habido ni un solo año en que Picasso no haya pintado, junto a otras obras, varias telas que no sean una prolongación de su período cubista: la manera de pintar envejece, pero el artista no puede modificar su naturaleza. En el caso de Léger el cubismo estaba relacionado con el amor por la arquitectura moderna, por la ciudad, por el trabajo y las máquinas. Braque decía que el cubismo le había permitido «expresarse mediante la pintura con total plenitud». En 1913 Diego Rivera tenía veintiséis años, pero me parece que todavía no había encontrado su camino, pues un año antes del cubismo aún podía entusiasmarse por Zuloaga. Y a su lado tenía a Pablo Picasso… Diego dijo un día: «Picasso no sólo puede transformar al diablo en justo, sino que puede obligar a Dios a ir a atizar el fuego al infierno». Picasso nunca ha predicado el cubismo, no le gustan las teorías artísticas en general y le deprime que lo imiten. A Rivera tampoco intentó convencerlo de nada, se limitó a enseñarle sus obras. Picasso había pintado una naturaleza muerta con una botella de anís español, y pronto vi la misma botella en un cuadro de Diego… Sin duda, ni siquiera se había dado cuenta de que imitaba a Picasso, pero muchos años más tarde, cuando hubo tomado conciencia de ello, comenzó a echar pestes de La Rotonde: saldaba cuentas con su pasado.
El cubismo le enseñó muchas cosas a Rivera; sus obras de la época parisina me siguen pareciendo espléndidas. A veces pintaba retratos, como el del escritor español Ramón Gómez de la Serna, que transmitía el carácter pintoresco y excéntrico del modelo (en París Ramón había dado una conferencia acerca del arte moderno encaramado a la espalda de un elefante de circo). Pintó también a Max Voloshin, al escultor Indenbaum, al arquitecto Acevedo. El retrato de Max Voloshin plasmaba la pesadez de un hombre de más de cien kilos combinada con la ligereza y la falta de seriedad de un pájaro revoloteador; tonos azules y anaranjados; una máscara rosa de esteta de la revista Apollón y la ondulación totalmente naturalista de su barba de fauno.
Yo también posé para Rivera. Me dijo que leyera o escribiera, pero que me dejase el sombrero puesto. El retrato es cubista, pero en él hay un parecido muy grande (lo compró un diplomático americano, y Rivera nunca supo qué había sido de aquella tela). Yo he conservado una litografía del mismo.
En 1916 Diego realizó unas ilustraciones para dos libritos míos, uno de los cuales lo imprimió el infatigable Rijarovski mientras que el otro fue tirado en litografía: yo escribía el texto y Rivera dibujaba. Lo que más le gustaba eran las naturalezas muertas.
Rivera fue el primer americano que conocí. A Pablo Neruda lo conocí mucho más tarde: durante los años de la guerra de España. Tienen algo en común: los dos se formaron con el arte de la vieja Europa, los dos quisieron más tarde crear su arte nacional imprimiendo ciertos rasgos del Nuevo Mundo: la fuerza, el brillo, el menosprecio a todo sentido de la medida (en Latinoamérica una lluvia ordinaria es un auténtico diluvio). Diego creó junto con Orozco la escuela mexicana de pintura, sus frescos expresan las particularidades de su carácter y del carácter de Latinoamérica, la espontaneidad, la diversidad técnica, la ingenuidad.
Nos hicimos amigos. Representábamos el ala extremista de La Rotonde, pues sabíamos que además del París viejo, triste y sensato, existían otros mundos y fenómenos de otras proporciones. Diego me hablaba de México, yo le hablaba de Rusia. Me decía que había leído a Marx antes de la guerra, lo cual no le impedía admirar a los partidarios de Zapata: le gustaba el anarquismo pueril de los campesinos mexicanos. En mi cabeza entonces se confundía todo: las reuniones bolcheviques y Mitia Karamázov en Mókroie; las novelas de Léon Bloy, ese Savonarola tardío, y los violines destripados de Picasso; el odio a la ordenada vida burguesa que reinaba en Francia y el amor por el carácter francés; la fe en la misión particular de Rusia y la sed de catástrofe. Diego y yo nos entendíamos bien. Toda La Rotonde era un mundo marginal, pero nosotros, por lo visto, éramos marginados entre los marginados.
Rivera veía a menudo a Sávinkov, pero la naturaleza de Rivera y su amor por la vida lo ponían a salvo del cinismo de aquél. Le apasionaban los relatos de aquel hombre correcto, tocado con un bombín, perseguidor de ministros y de un gran príncipe.
Recuerdo una noche a principios de 1917 en que Rivera estaba sentado en La Rotonde con Sávinkov y Max; yo, con Modigliani y la modelo Margot. En la mesa de al lado, Lapinski y Léger conversaban animadamente. Cuando cerraron el café a las diez, Modi nos convenció para ir a su casa.
No sé por qué me acuerdo muy bien de la larga e incoherente conversación que mantuvimos sobre la guerra, el futuro y el arte. Intentaré resumirla. Es posible que algunas frases hayan sido pronunciadas en otro momento, pero reflejan con fidelidad las ideas de cada uno.
LÉGER : La guerra acabará pronto. Los soldados no quieren combatir más. Los alemanes comprenderán también que esto no tiene ningún sentido. A los alemanes les lleva más tiempo pensar, pero acabarán comprendiéndolo. Será preciso reconstruir las zonas devastadas, los países. Creo que echarán a los políticos: han fracasado. En su lugar pondrán a ingenieros, técnicos, tal vez también obreros… Por supuesto que Renoir es un buen pintor, pero es difícil imaginarse que vive en nuestra época. ¿Tanques y Renoir? ¿Cuáles deben ser las fuentes de inspiración? La ciencia, la técnica, el trabajo. Y también el deporte…
VOLOSHIN : A mi modo de ver, la gente no se conformará con eso. ¿Puede Europa transformarse en otra América? La guerra no sólo ha trastornado la región de Picardía, sino también las entrañas del hombre. Hobbes llamaba Leviatán al Estado. Las personas pueden convertirse en tigres automáticos: tienen experiencia y le han tomado gusto. Yo prefiero los lienzos de Léger a las máquinas. No me seduce la idea de ser esclavo de seres inanimados.
MODIGLIANI : ¡Sois todos diabólicamente ingenuos! Creéis que alguien os va a decir: «Queridos amiguitos, escoged». Me da risa. Los únicos que eligen hoy son los que se mutilan y los fusilan por ello. Cuando la guerra termine, los meterán a todos en la cárcel. Nostradamus no se equivocó… Todo el mundo vestirá el uniforme de presidiario. A lo sumo se permitirá a los académicos que lleven pantalones a cuadros en lugar de a rayas.
LÉGER : No. La gente ha cambiado, comienza a despertar.
LAPINSKI : Es cierto. El capitalismo, evidentemente, ya no puede crear nada más, ahora sólo destruye. Pero la conciencia se desarrolla. Tal vez nos encontremos en la antesala del desenlace. Nadie sabe dónde va a comenzar: en París, en las trincheras o en Petersburgo…
SÁVINKOV : La «consciencia» es un mito. En Alemania había muchos socialistas y bien que cuando dieron las voces de mando « Eins, zwei » se pusieron en marcha. Lo peor está por venir.
LAPINSKI : No, lo peor ya ha quedado atrás. Los socialistas pueden…
MODIGLIANI : ¿Sabéis qué parecen los socialistas? Unos papagayos calvos. Se lo he dicho a mi hermano. Por favor, no os enfadéis: a fin de cuentas, los socialistas son mejores que otros. Pero vosotros no comprendéis nada. ¡Thomas es ministro! ¿Qué diferencia hay entre Mussolini y Cadorna? ¡Tonterías! Soutine ha pintado un retrato magnífico. Es un Rembrandt, lo creáis o no. Pero a él también lo meterán entre rejas. Escucha (se dirigió a Léger), tú quieres organizar el mundo. Pero el mundo no se puede medir con una regla. Hay gente…
LÉGER : Antes también había buenos pintores. Hace falta una nueva aproximación. El arte sobrevivirá si descifra la lengua de nuestra época.
RIVERA : En París nadie necesita el arte. París muere, muere el arte. Los campesinos de Zapata nunca han visto una máquina, pero son cien veces más modernos que Poincaré. Estoy convencido de que si les enseñara nuestra pintura la comprenderían. ¿Quién construyó las catedrales góticas o los templos aztecas? Todos. Y para todos. Iliá, tú eres pesimista porque eres demasiado civilizado. El arte necesita beber un trago de barbarie. La escultura negra salvó a Picasso. Pronto iréis todos al Congo o al Perú. Os hace falta pasar por la escuela de salvajismo.
YO : Salvajismo aquí tenemos de sobra. No me gusta lo exótico. ¿Quién va a ir al Congo? Los Tsetlin, tal vez Max. Escribirá una nueva «corona de sonetos». Odio las máquinas. Lo que hace falta es bondad. Cuando veo los anuncios del jabón Cadum, sé que el bebé cubierto de espuma de jabón es puro y bueno. ¡Lo terrible es que Hindenburg y Poincaré también han sido niños…!
RIVERA : Tú eres europeo: ésa es tu desgracia. Europa está a punto de morir. Vendrán los americanos, los asiáticos, los africanos…
SÁVINKOV : Los americanos no tardarán en declarar la guerra y desembarcar. ¿A qué asiáticos se refiere? ¿A los japoneses…?
RIVERA : ¿Por qué no…?
Diego cerró de repente los ojos. Sólo Modigliani y yo sabíamos qué iba a suceder. Lapinski hablaba tranquilamente con Léger. Max, sin darse cuenta de lo que le estaba pasando a Rivera, le hablaba de las visiones de Julia Krüdener. Modi y yo nos acercamos a la puerta. Diego se levantó y gritó: «¡Hola, señores enterradores! Habéis venido a buscarme, ¿no es así? Pero no os saldréis con la vuestra. Soy yo quien os va a enterrar…». Se dirigió hacia Voloshin y lo levantó del suelo. Era increíble: Max pesaba al menos cien kilos. Rivera, con voz siniestra, repetía: «¡Ahora mismo…! La cabeza contra la puerta… Os haré un entierro de primera…».
En 1917 Rivera se enamoró repentinamente de Marevna, a quien conocía desde hacía tiempo. Tenían unos caracteres muy parecidos: iracundos, infantiles, sensibles. Dos años más tarde Marevna dio a luz a una niña, Marika. (Hace poco me encontré a Marevna en Londres; dibuja, esculpe, escribe unas memorias, aunque apenas recuerda el pasado. Marika se parece mucho a Diego; es actriz; tiene aspecto mexicano, su lengua materna es el francés, está casada con un inglés y le gusta decir que es medio rusa).
Cuando volví a París en la primavera de 1921 enseguida fui a ver a Rivera. Continuaba viviendo en el mismo taller. Acababa de estar en Italia, admiraba los frescos de Giotto y Uccello, dibujaba. Eran los primeros esbozos de su nuevo período. Le apasionaba la Revolución de Octubre, las historias sobre la Proletkult; [1] se preparaba para volver a su país. Pronto comenzó a cubrir los muros de los edificios oficiales de México con frescos grandiosos. Yo leía lo que escribían acerca de él, a veces veía reproducciones de sus frescos, pero a él no le volví a ver. En 1928 estuvo en Moscú, no nos encontramos: yo estaba entonces en París. Un día me visitó una de sus ex mujeres, la hermosa mexicana Guadalupe Marín estaba buscando los primeros trabajos de Diego en París. Rivera había alcanzado la gloria; escribían monografías sobre él. Lo invitaron a Estados Unidos, donde pintó un retrato de uno de los reyes del automóvil; Rockefeller le encargó unos frescos, y Rivera representó escenas de la lucha social y a Lenin. Tras largas conversaciones, los frescos se destruyeron.
En 1951 visité en Estocolmo una gran exposición de arte mexicano. Me impresionó la escultura antigua, me recordó la de la India y la de China. Los caminos de la civilización son algo sorprendente: del arcaísmo, del carácter monumental del arte azteca, se pasó directamente al rebuscado barroco. Después subí a la primera planta y vi las pinturas de Rivera. Las telas tenían una gran fuerza. También había reproducciones de pinturas murales. No sentí empatía, sin duda no las comprendí. Los pórticos de las catedrales góticas son una enciclopedia de piedra de su época, pero entonces la gente no sabía leer. Los frescos de Rivera contienen una multitud de relatos: sobre la historia de la revolución mexicana, la vacunación contra la viruela, la economía del Nuevo Mundo. No había olvidado las lecciones de Italia: sus mexicanas se inclinan, bailan, duermen como las damas florentinas del siglo XV . Quiso aunar las tradiciones nacionales con la pintura moderna, tal como habían intentado hacer los pintores indios o japoneses. De pronto comprendí los reproches que lanzaba contra los pintores soviéticos: ¿por qué despreciaban el arte popular, las cajas de laca? Sin duda, si él hubiese sido ruso, habría intentado unir al Rivera de la juventud con el arte de Pálej…
Sin embargo, estoy comenzando a hablar de mis gustos artísticos y éste no es el lugar adecuado. Lo que merece la pena señalar es que Rivera intentó resolver una de las tareas más complejas de nuestra época: crear la pintura mural. Conservó su fidelidad al pueblo durante toda su vida: muchas veces riñó y se reconcilió con los comunistas mexicanos, pero desde 1917 y hasta su muerte consideró a Lenin su propio maestro.
En 1952 acudió a Viena al Congreso de la Paz. Le dije que de la exposición mexicana me habían gustado las obras del pintor Tamayo. Diego se enfadó, me acusó de formalista. En lugar del encuentro entre dos amigos después de treinta años de separación, se produjo una discusión fastidiosa sobre la pintura de caballete y la pintura mural. Luego fue a curarse a Moscú y vino a verme. Pasamos una noche entera hablando de recuerdos; es así como hablan las personas cuando las maletas están hechas y conviene sentarse antes de un largo viaje. [2] Todo cuanto había en él de infantil, de franco y cordial, todo cuanto en otro tiempo me había conmovido emergió durante aquella última velada. No volvimos a vernos.
Rivera era esa clase de personas que no entran en una habitación, sino que la llenan al instante. Nuestra época oprimió a muchos, pero él no cedió, y fue su época la que tuvo que transigir.
31
Yo enviaba al Birzhevie viédomosti cartas llenas de indignación: ¿por qué mis crónicas del frente se publicaban mutiladas? Las cartas no surtieron efecto alguno. Seguí escribiendo artículos y poco a poco me fui acostumbrando a que me los plancharan e incluso a que me atribuyeran ideas que no eran mías. Estábamos en el tercer año de guerra y nos habíamos acostumbrado a todo; eso era lo más terrible.
En Albert, una pequeña ciudad de la región de Picardía, vivía en una casa semiderruida una tabernera con sus cuatro hijos. La mujer ya no prestaba atención a los obuses, se quejaba de lo que había subido el precio del vino: ciento sesenta francos el hectolitro. El negocio iba bien, los soldados bebían el vino encarecido. Sus hijos pensaban que la gente siempre había vivido bajo los bombardeos.
Junto a una batería inglesa había un molino; no funcionaba, por supuesto, pero el viejo molinero no había abandonado su casa. Los alemanes disparaban contra la batería, y el viejo sólo pensaba en una cosa, temía que los soldados se apropiaran de los sacos de harina o que los ensuciaran.
En los sótanos de Reims, la vida cotidiana seguía su curso: en uno de ellos se imprimía el periódico El Mensajero del Este , en otro había una escuela, en un tercero funcionaba una peluquería. En las pequeñas ciudades francesas antes de la guerra había siempre un crieur public , un empleado del ayuntamiento que recorría las calles tocando un tambor y gritando: «El perro de fulano de tal se ha escapado; mengano ha perdido la cartera». Todavía no había aparatos de radio, y los franceses se enteraron de la movilización por esos pregoneros. En Compiègne vi a un viejo con un tambor; los obuses caían y él gritaba, con voz ronca, que una dama había perdido un broche y que la persona que lo encontrara recibiría una recompensa.
En las trincheras la vida era desesperada y rutinaria al mismo tiempo: se esperaba el correo, se aplastaban y cazaban piojos, se insultaba a los oficiales, se contaban chistes obscenos y después llegaba la muerte.
Los soldados ingleses se afeitaban sin falta a diario: la muerte era la muerte, pero había que afeitarse.
Pregunté cerca de Lens a un soldado francés que trajinaba junto a una casa, que había quedado intacta de milagro, si se podía seguir avanzando, si los alemanes disparaban contra la carretera. Me respondió que no lo sabía, pues no estaba en el frente, sólo había ido a pasar seis días con su mujer que continuaba viviendo en aquella casa.
En un pueblecito los zuavos encontraron a una mujer que rebasaba la cuarentena. Gritaron entusiasmados. Se formó una cola delante de la casa. El mando militar abrió burdeles para los soldados. En el campamento de Mailly había «días para los franceses» y «días para los belgas».
El invierno era extraordinariamente riguroso, se heló el Sena. No había carbón y la gente pasaba mucho frío. El gobierno insistía en el ahorro: se establecieron dos días a la semana sin pasteles. En los restaurantes caros se podía tomar entremeses, sopa, pescado, y después sólo un plato de carne, bistec o pato: qué se le iba a hacer, corría el tercer año de guerra… Los modistas, como siempre, dictaban nuevas modas: faldas cortas, sombreros pequeñitos que se parecían a los gorros de los soldados, vestidos azulinos color camuflaje. En los periódicos se publicaban anuncios de perfumes, somníferos, prótesis para inválidos. Aparecían artículos en los que se escribía que el ascetismo no estaba hecho para los franceses, que era un signo de debilidad, y que Francia estaba convencida de la victoria. Los cines estaban llenos a rebosar, todas las semanas proyectaban un nuevo episodio de Misterios de Nueva York .
Un día Diego Rivera y yo vimos en un pequeño cine a un actor al que yo no conocía. Rompía platos y ensuciaba a las damas elegantes con pintura. Nos reímos a carcajadas junto el resto del público, pero cuando salimos a la calle confesé a Diego que me daba miedo: aquel hombrecito ridículo tocado con un bombín mostraba toda la absurdidad de la vida. Él contestó: «Sí, es un actor trágico…». Dijimos a Picasso que fuera a ver la película de Charlot; así llamaban al todavía desconocido Charles Chaplin.
En La Rotonde los pintores continuaban discutiendo sobre cubismo. En el Estado Mayor del ejército un siniestro capitán examinaba una montaña de fotografías. Vi por primera vez la tierra fotografiada desde el aire: recordaba extraordinariamente los dibujos de Metzinger o de Gleizes. (En 1948, Picasso viajó en avión a Breslavia y me dijo riéndose: «El mundo desde arriba se parece a algunos de mis cuadros»).
En el frente inglés, se repartían bocadillos en las barracas de la Young Men’s Christian Association; había servicios religiosos los domingos por la mañana y cine por la tarde. En las paredes colgaban carteles edificantes: sobre el amor a Dios, las ventajas de la sobriedad, el peligro de las enfermedades venéreas.
Todo el mundo se había vuelto supersticioso; pocos se atrevían a ser el tercero en encenderse un cigarrillo con la misma cerilla. Las damas caritativas no perdían el tiempo: colgaban del cuello de los soldados que partían a las posiciones de vanguardia medallas con la imagen de la Virgen de Lourdes. Los soldados las aceptaban de buena gana: ¿quién sabe…?
(Un senegalés me regaló un talismán, me aseguró que era mejor que todas las medallas; eran dientes de un alemán o un francés, no lo sé).
Los suboficiales castigaban rigurosamente a los senegaleses para dar ejemplo. A los negros los enviaban a una muerte segura. Los senegaleses tosían, enfermaban, no comprendían dónde estaban ni por qué los mataban. Los indochinos, pequeños hombres enigmáticos a quienes habían llevado a las fábricas militares, permanecían en silencio. Durante esos años se inscribía con letras de sangre las cuentas que se presentarían años más tarde.
El año 1916 fue sin duda el más sangriento: Somme, Verdún. En París se podían ver mujeres llorosas a cada paso. Los soldados resistían hasta la muerte. En vísperas de la Segunda Guerra Mundial leí el diario de Poincaré. He aquí lo que escribía en el momento de la batalla de Verdún: «Clemenceau, considerando sin duda que la crisis ministerial es ahora mínima, arremete contra mí. [… ] El burgués considera que Briand ha inclinado demasiado la balanza en favor de los adversarios de Joffre […]. Noulens se ha mostrado agresivo y ha jugado el juego de los radicales contra Thomas […] Briand ha tratado con consideración a Clemenceau en su intervención».
Los corresponsales extranjeros tenían sed de sensaciones, se esforzaban en trabar conocimiento con el cochero de Gallieni, el chófer de Joffre, la criada de Briand. Durante su tiempo libre cortejaban a las francesas, intentaban seducirlas con caramelos americanos. Todos echaban pestes de la censura. Barzini estaba radiante: había logrado asistir a la ejecución de un espía; decía con una mezcla de enfado y admiración: «¡El canalla estaba sorprendentemente tranquilo!». En París yo acudía a la Casa de la Prensa. Milosz me explicaba con aire distraído que la ofensiva se había detenido a causa del mal tiempo: él pensaba que, sin lugar a dudas, los hombres estaban condenados.
En esa misma Casa de la Prensa me entregaban los boletines que hablaban invariablemente de «recursos crecientes». Había cada vez menos hombres y más cañones y aviones. Comenzaron los ataques masivos de tanques. El diputado socialista Bracque me contó que una comisión parlamentaria estaba investigando un asunto escandaloso relacionado con el suministro de armamento. Nunca antes la gente se había enriquecido tan rápido como en esos días. La guerra era un gran negocio. Comencé a pensar entonces en Julio Jurenito : no estaría mal contar la historia de un grandioso negocio dedicado a exterminar a gente. En la novela lo llamé la «explotación de míster Cool».
(En mi libro, Julio Jurenito inventa un procedimiento que permite exterminar a los hombres al por mayor. Describí torpemente el invento confesando que «a causa de mi incapacidad innata para la física y las matemáticas no había asimilado nada». Jurenito proponía a míster Cool un arma de destrucción masiva, pero éste le respondía: «Le ruego, querido amigo, que no hable a nadie de su invento hasta nueva orden. Si se vuelve tan fácil matar a la gente, la guerra se acabará en quince días y mi empresa se irá a pique. Mi país sólo ha comenzado a prepararse para entrar en guerra».
Más adelante escribí que míster Cool me había explicado: «Se puede vencer a los alemanes con bayonetas francesas, más vale dejar los trucos de Jurenito para los japoneses». Los japoneses me preguntan a menudo por qué en 1921, cuando Japón era aliado de Estados Unidos, yo había escrito que los estadounidenses probarían una nueva arma letal contra ellos. Yo no sé qué responderles. ¿Por qué en 1919, mucho antes de los descubrimientos de Rutherford, de Joliot-Curie y de Fermi, Andréi Bieli escribía: «El mundo estalla en los experimentos de Curie, | en una bomba atómica que ha estallado, | en flujos de electrones, | en una hecatombe desencarnada»? ¿Acaso semejantes profecías están ligadas a la naturaleza del escritor?).
Ya he dicho que la Primera Guerra Mundial fue un borrador, pero nadie puede calificar ese borrador de balbuceo infantil. Se utilizaban gases (Léger fue una de las víctimas). No se dejaba salir de los hospitales a los inválidos desfigurados por los lanzallamas: asustaban demasiado a los que se cruzaban con ellos. He aquí un apunte mío de 1916: «En Picardía los alemanes han reculado unos cuarenta o cincuenta kilómetros. Por doquier se ve lo mismo: ciudades, aldeas e incluso casas aisladas incendiadas. No son excesos de los soldados; hubo una orden y los zapadores recorrieron en bicicleta la zona que se debía evacuar. Ahora es un desierto. Las ciudades de Bapaume, Chauny y Nesle han sido pasto de las llamas. Dicen que el mando alemán ha decidido arruinar la economía de Francia por mucho tiempo. Picardía era famosa por sus peras y sus ciruelas. Ahora por todas partes se han talado los árboles frutales. En el pueblo de Chonas tuve al principio una alegría: los perales estaban intactos. Me acerqué y vi que estaban todos serrados por la base; había más de doscientos. Los soldados franceses blasfemaban, uno de ellos tenía lágrimas en los ojos».
Sólo hay un detalle que revela la época en que esta nota fue escrita: los zapadores en bicicleta…
En el otoño de 1944, en Glújov, liberado por nuestro ejército el día anterior, vi un huerto de árboles frutales con los manzanos cuidadosamente serrados; las hojas aún estaban verdes, había frutas en las ramas. Y nuestros soldados despotricaban como los franceses en Chonas.
No se trata de la novela de un escritor ni de un artículo sobre el militarismo alemán, sino únicamente de dos días en la vida de un hombre.
En el inicio de la guerra, los soldados alemanes incendiaron la pequeña ciudad de Gerbéviller, cerca de Nancy, que habían ocupado durante un breve período de tiempo. Cuando llegué allí, los lugareños se cobijaban en barracas y chozas. Contaban que de quinientas casas sólo quedaban veinte: habían fusilado a cien personas. ¿Por qué? Nadie lo sabía. ¿Por qué en Senlis o en Amiens los soldados, al entrar en la ciudad, mataron a sus habitantes? En 1916 vi carteles alemanes que anunciaban la ejecución de rehenes; esos carteles volvieron a aparecer en las paredes de las ciudades francesas un cuarto de siglo más tarde…
Se dice que Hitler inventó muchas cosas, pero no es así, se limitó a asimilar muchas cosas y a llevarlas a cabo a gran escala. En una de mis crónicas cité el texto de una orden de la Kommandatur del pequeño pueblo de Oilly en la región de Saint-Quentin: para recoger la cosecha toda la población de las quince aldeas vecinas (comprendidos los niños a partir de quince años) debían trabajar desde las cuatro de la madrugada hasta las ocho de la tarde. La Kommandatur advertía de que «los hombres, mujeres y niños que no acudieran a trabajar serían castigados con veinte bastonazos».
En 1910 fui de la tranquila Brujas a la tranquila Ypres, donde había un mercado medieval decorado con estatuas maravillosas: uno de los pocos monumentos civiles góticos que se habían conservado. En 1916 me encontré de nuevo en esta ciudad; había sido bombardeada por la artillería alemana. Vi las ruinas en lugar del mercado, tan sólo una dama de piedra, que había permanecido intacta por casualidad, continuaba sonriendo. Los habitantes habían sido evacuados hacía tiempo y los soldados vivían en sótanos o en chabolas. Ante las ruinas del mercado vi a dos soldados ingleses; hablaban del arte gótico, uno de ellos escribía algo en su cuaderno.
Nació una nueva palabra, la «iperita»: así bautizaron a los gases asfixiantes que los alemanes utilizaron por primera vez en la batalla de Ypres.
En 1921 vi de nuevo las ruinas de Ypres. Los habitantes que habían regresado vivían en cabañas. Hombres emprendedores habían levantado barracones con letreros: «Hotel de la Victoria», «Café de los Aliados», «Restaurante de la Paz». Miles de turistas acudían a contemplar las ruinas. Inválidos, hombres con las piernas amputadas, ciegos, vendían postales con las vistas de la ciudad destruida.
Después reconstruyeron Ypres y empezó una nueva guerra.
La artillería devastó durante dos años una de las ciudades más antiguas de Francia, Arras. En la torre del ayuntamiento había un león de oro, custodio de la libertad. La torre se vino abajo, los soldados recogieron el león y lo enviaron a París. Luego reconstruyeron Arras, pero enseguida cayó la primera bomba de la Segunda Guerra Mundial. Me recuerda el mito de Sísifo en los infiernos o el cuento ruso del ternero blanco.
El suboficial Jean-Richard Bloch escribía a su mujer que aquella guerra debía ser la última. En sus cartas preguntaba sin cesar por sus hijos; su hija pequeña Françoise tenía entonces tres años. En 1945, los alemanes ejecutaron a Françoise («France») en Hamburgo.
Durante el año 1916, del que ahora hablo, ningún soldado podía imaginar cómo iba a sobrevivir un día más, y la guerra parecía eterna a todo el mundo. En el frente italiano, el joven Hemingway se encontraba en una trinchera y sabemos lo que sentía gracias a la novela Adiós a las armas . Enfrente, en una trinchera austrohúngara, se encontraba Máté Zalka. Hemingway y el general Lukács (así llamaban a Zalka en España) se encontraron en 1937 cerca de Madrid, en el puesto de mando de la XII Brigada Internacional. «La guerra es siempre una porquería», decía afablemente el general Lukács y miraba el mapa. Hemingway le interrogaba sobre los combates en el Palacio de Ibarra.
El propietario del hotel vino de permiso, nos fundimos en un abrazo. Me contó que los soldados estaban muertos de cansancio, que odiaban a los políticos, a los especuladores, que no creían en los periódicos. «Pero no hay nada que hacer —repetía— estamos a doscientos metros de los boches. Está claro que sus soldados también las están pasando negras, pero los generales mandan. Vi lo que hicieron en Péronne».
Leía los periódicos que me traía Lapinski; en ellos se decía que sólo los capitalistas estaban interesados en la prolongación de la guerra. Eso lo sabía yo sin necesidad de periódicos: había alrededor demasiada mentira, hipocresía y crueldad. Recuerdo la caricatura publicada en la bienintencionada revista L’Illustration : un hombre gordo con un bombín llora ante la palabra paz : «Suministro cuatro mil obuses al día al ejército, queréis arruinarme». Sí, en 1916 todo el mundo lo sabía. Pero detrás de todo no sólo había hombres gordos tocados con bombines, estaba también Francia, sus ciudades tranquilas con los muros cubiertos de glicinas color lila. Y los alemanes en Noyon… Nadie sabía qué hacer.
Cada año queda con vida menos gente que vivió la Primera Guerra Mundial. Surge una nueva generación que ni siquiera ha conocido la Segunda. Estamos llegando al final de nuestra vida, me refiero a las personas de mi edad, y no podemos olvidar nada. Durante los últimos quince años he consagrado casi todas mis fuerzas y mi tiempo a una cosa: a luchar por la paz. Escribo este libro entre viaje y viaje, a menudo dejo de lado un capítulo inacabado. Mis amigos me dicen que a veces actúo como un estúpido, que debería quedarme tranquilo un tiempo y escribir otra novela, pero novelas en el mundo hay muchas… Recuerdo el año 1916, nuestra impotencia, nuestra desesperación. ¡Si yo pudiera ayudar, aunque fuese mínimamente, a preservar la paz! Doy vueltas a las palabras de Descartes: se puede tener visiones diferentes sobre el objetivo de la vida y sobre su significado, pero para pensar es imprescindible existir. Miro por la ventana y veo a un niño. Tiene una cara demasiado seria, lleva unas enormes botas de fieltro. La nieve se ha vuelto gris, y aun así modela algo con la última de abril. Este Descartes tiene a lo sumo ocho años, pero piensa. Sin duda, con su reflexión llegará a dar con algo que nosotros no hemos tenido tiempo de pensar. Pero, para ello, es preciso que no le maten.
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