El cerebro humano es el objeto más complejo del que tenemos noticia. |
Lo que esconde la mente
David Eagleman, uno de los neurocientíficos más brillantes de la actualidad, realiza en 'Incógnito' un repaso a nuestro conocimiento sobre la simple complejidad del cerebro
JAVIER
SAMPEDRO
16 FEB 2013
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El tuit más profundo que se ha escrito sobre la mente no es el de Descartes —pienso luego existo—, sino ese otro igualmente famoso de John Lennon que dice que la vida es esa cosa que ocurre mientras tú haces otros planes. Pensar es una actividad marginal, aunque laudable, que en el fondo no tiene mucho que ver con la existencia, y que a menudo la complica, la estorba o la confunde. Solo una minúscula porción de nuestra vida mental —de nuestras percepciones del mundo, de nuestras ideas y decisiones morales— constituye parte de nuestra consciencia, de esa especie de flujo continuo o narrativa coherente a la que llamamos yo sin saber muy bien a quién se lo llamamos ni dónde está, sin saber si quiera por qué se ha comportado como lo hace a menudo, con unos sesgos y unos estereotipos que no compartimos desde nuestros esquemas racionales. Nuestra vida mental es en gran medida esa cosa que ocurre por sí sola mientras hacemos otros planes: mientras sufrimos el espejismo de que estamos a los mandos del carro. Lennon superando a Descartes.
Solo una minúscula porción de nuestra vida mental constituye parte de nuestra consciencia,
Y David Eagleman acaba de superar a Lennon. Eagleman, nacido en Nuevo México en 1971, es uno de los neurocientíficos más brillantes de nuestro tiempo, una de esas mentes inquietas que no solo dirige el laboratorio de percepción y acción del Baylor Collage of Medicine —una de las mejores escuelas médicas del mundo, y la más barata de todas las privadas de Estados Unidos—, sino que también ha impulsado una iniciativa pionera de Neurociencia y Derecho, un asunto que ocupará seguramente la mitad de la carrera de los jueces, abogados y fiscales del futuro próximo, aunque la mayoría de ellos no hayan oído hablar de ella en este presente miope. El lector interesado en esta cuestión fundamental haría bien en leer el último libro de Eagleman, Incógnito. Las vidas secretas del cerebro, una obra maestra de la escritura científica recién editada por Anagrama. Y el lector que no lo esté debería leerlo. El libro será una fuente inagotable de luz para ambos: además de abrir paisajes inexplorados en su pensamiento político, jurídico, social y filosófico, es —pese a todo lo anterior— ciencia pura y cristalina, la mejor foto fija de nuestro conocimiento actual sobre el cerebro.
La perplejidad que nos produce la inmensidad del cosmos es comprensible, pero también suele resultar engañosa. En un solo centímetro cúbico de nuestro cerebro hay tantas sinapsis —nexos entre neuronas— como estrellas en nuestra galaxia, la Vía Láctea, que en la práctica supone casi todo ese majestuoso espectáculo que nos ofrece el cielo nocturno. El cerebro humano es el objeto más complejo del que tenemos noticia en el universo. Somos insensibles a ese prodigio porque los resultados de su trabajo parecen simples —¿qué nos cuesta ver esa calle, o esquivar ese bache mientras atendemos con garbo nuestro whatsapp?—, pero haríamos bien en reservar un poco del vértigo metafísico que sentimos ante el cosmos para esa pulpa contrahecha que llevamos cada uno dentro del cráneo. Otra obra maestra, esta vez de la evolución biológica.
La consciencia, escribe Eagleman, “es como un diminuto polizón en un transatlántico, que se lleva los laureles del viaje sin reconocer la inmensa obra de ingeniería que hay debajo”. Aunque esta idea general pueda remontarse al menos a Freud, con su intuición pionera de los mecanismos inconscientes para un número de trastornos psicológicos, Eagleman no ha escrito el libro para reivindicar la figura del denostado fundador del psicoanálisis, sino para examinar el estado de la cuestión con las poderosas herramientas de la neurobiología contemporánea.
No pretende abrumar al lector con una rigurosa exhibición de erudición
El autor es un científico de élite, pero eso ya ha dejado de significar el clásico sabio bondadoso y metódico que imparte aburrimiento y profesa la religión del rigor mortis. Eagleman no pretende abrumar al lector con una rigurosa exhibición de erudición sobre los axones y las dendritas, las columnas corticales y los ganglios basales, el tálamo y el hipotálamo. Lo que pretende es enseñarle a pensar sobre “la gente, los mercados, los secretos, las strippers, los planes de jubilación, los delincuentes, los artistas, Ulises, los borrachos, los apopléjicos, los jugadores, los atletas, los detectives, los racistas, los amantes y todas las decisiones que consideramos nuestras”. Y lo mejor que se puede decir de su libro es que está a la altura de ese ambicioso (y metonímico) objetivo.
El lector encontrará entre las páginas de este libro a James Clerk Maxwell y a William Blake, al inconsciente con que Goethe dijo haber escrito Las desventuras del joven Werther y al colocón con que probadamente Coleridge compuso su poema Kubla Khan. Y entenderá qué demonios tiene todo eso que ver con su cotidiana, entrañable e incomprensible vida diaria, esa cosa que seguirá ocurriendo mientras usted lee el libro.
Incógnito. Las vidas secretas del cerebro. David Eagleman. Traducción de Damián Alou. Anagrama. Barcelona, 2013. 352 páginas. 19,90 euros
El modelo de línea de montaje de la visión en los libros de texto introductorios no es simplemente engañoso, es totalmente erróneo. * * * *.
1. HAY ALGUIEN EN MI CABEZA, PERO NO SOY YO
Mírese bien en el espejo. Detrás de su magnífico aspecto se agita el universo oculto de una maquinaria interconectada. La máquina incluye un complejo andamiaje de huesos entrelazados, una red de músculos y tendones, una gran cantidad de fluidos especializados, y la colaboración de órganos internos que funcionan en la oscuridad para mantenerle con vida. Una lámina de material sensorial autocurativo y de alta tecnología que denominamos piel recubre sin costuras su maquinaria en un envoltorio agradable.
Y luego está su cerebro. Un kilo doscientos gramos del material más complejo que se ha descubierto en el universo. Éste es el centro de control de la misión que dirige todas las operaciones, recogiendo mensajes a través de pequeños portales en el búnker blindado del cráneo.
Su cerebro está compuesto por células llamadas neuronas y glías: cientos de miles de millones. Cada una de estas células es tan complicada como una ciudad. Y cada una de ellas contiene todo el genoma humano y hace circular miles de millones de moléculas en intrincadas economías. Cada célula manda impulsos eléctricos a otras células, en ocasiones hasta cientos de veces por segundo. Si representara estos miles y miles de billones de pulsos en su cerebro mediante un solo fotón de luz, el resultado que se obtendría sería cegador.
Las células se conectan unas a otras en una red de tan sorprendente complejidad que el lenguaje humano resulta insuficiente y se necesitan nuevas expresiones matemáticas. Una neurona típica lleva a cabo unas diez mil conexiones con sus neuronas adyacentes. Teniendo en cuenta que disponemos de miles de millones de neuronas, eso significa que hay tantas conexiones en un solo centímetro cúbico de tejido cerebral como estrellas en la galaxia de la Vía Láctea.
Ese órgano de un kilo doscientos gramos que hay en su cráneo —con su rosácea consistencia de gelatina— es un material computacional cuya naturaleza nos es ajena. Se compone de partes en miniatura que se configuran a sí mismas, y supera con creces cualquier cosa que se nos haya ocurrido construir. De manera que si alguna vez se siente perezoso o aburrido, anímese: es usted el ser más ajetreado y animado del planeta.
La nuestra es una historia increíble. Que sepamos, somos el único sistema del planeta tan complejo que ha emprendido la tarea de descifrar su propio lenguaje de programación. Imagínese que su ordenador de mesa comenzara a controlar sus propios dispositivos periféricos, se quitara la tapa y dirigiera su webcam hacia su propio sistema de circuitos. Eso somos nosotros. Y lo que hemos descubierto escrutando el interior del cráneo figura entre los logros intelectuales más importantes de nuestra especie: el reconocimiento de que las innumerables facetas de nuestro comportamiento, pensamientos y experiencias van inseparablemente ligadas a una inmensa y húmeda red electroquímica denominada sistema nervioso. La maquinaria es algo totalmente ajeno a nosotros, y sin embargo, de algún modo, es nosotros
FRAGMENTOS
FRAGMENTOS
LA VENTAJA DEL DERROCAMIENTO
Esta manera de comprender el cerebro transforma profundamente la imagen que tenemos de nosotros, que se desplaza de la idea intuitiva de que somos el centro de las operaciones a una perspectiva más sofisticada, esclarecedora y maravillosa de la situación. De hecho, se trata de un progreso que ya hemos presenciado.
Durante una noche estrellada de principios de enero de 1610, un astrónomo toscano llamado Galileo Galilei se quedó despierto hasta tarde con el ojo pegado al extremo de un tubo que él mismo había ideado. El tubo era un telescopio, y en él los objetos parecían veinte veces más grandes. Aquella noche, Galileo observó Júpiter y vio que lo que creíamos que eran estrellas fijas situadas cerca del planeta formaban una línea a través de él. Esta formación llamó su atención y siguió observando la noche siguiente. Contrariamente a lo que esperaba, vio que los tres cuerpos se habían movido junto con Júpiter. Con eso no contaba: las estrellas no se mueven con los planetas. De modo que Galileo se concentró en esa formación noche tras noche. El 15 de enero había encontrado la solución al enigma: aquello no eran estrellas fijas, sino más bien cuerpos planetarios que giraban alrededor de Júpiter. Júpiter tenía lunas.
Con esta observación, las esferas celestiales se hicieron añicos. Según la teoría ptolemaica, había un solo centro —la Tierra— alrededor del cual giraba todo lo demás. Copérnico había propuesto una idea alternativa, en la que la Tierra giraba alrededor del Sol mientras la Luna giraba alrededor de la Tierra, pero los cosmólogos tradicionales habían encontrado la idea absurda, pues exigía dos centros de movimiento. Pero en aquel sereno momento de enero las lunas de Júpiter dieron fe de que existían múltiples centros: unas grandes rocas que daban vueltas en una órbita alrededor del planeta gigante no podían ser también parte de la superficie de las esferas celestiales. El modelo ptolemaico en el que la Tierra ocupaba el centro de órbitas concéntricas quedó hecho pedazos. El libro en el que Galileo relataba su descubrimiento, Sidereus Nuncius , salió de su imprenta veneciana en marzo de 1610 y le hizo famoso.
Pasaron seis meses antes de que otros astrólogos pudieran construir instrumentos con la suficiente calidad para observar las lunas de Júpiter. Pronto se desató una auténtica fiebre en el mercado de la construcción de telescopios, y no pasó mucho tiempo antes de que por todo el planeta hubiera astrónomos elaborando un mapa detallado de nuestro lugar en el universo. Durante los cuatro siglos siguientes hemos presenciado un acelerado alejamiento del centro que nos ha depositado de manera definitiva en un rincón del universo visible, que contiene 500 millones de grupos de galaxias, 10 000 millones de galaxias grandes, 100 000 millones de galaxias enanas y 2 millones de billones de soles. (Y el universo visible, de unos 15 000 millones de años luz de extensión, podría ser poco más que una mota en una totalidad mucho más vasta de lo que todavía podemos ver). No es de sorprender que estos asombrosos números implicaran un relato de nuestra existencia radicalmente distinto de lo que se había sugerido antes.
A muchos, que la Tierra dejara de ser el centro del universo les causó un hondo malestar. La Tierra ya no se podía considerar el parangón de la creación: ahora era un planeta como todos los demás. Este reto a la autoridad exigía un cambio en la concepción filosófica del universo. Unos doscientos años más tarde, Johann Wolfgang von Goethe conmemoraba la inmensidad del descubrimiento de Galileo:
De todos los descubrimientos y opiniones, ninguno ha tenido más influencia en el espíritu humano. (…) Apenas acabábamos de conocer el mundo como un lugar redondo y completo en sí mismo cuando se nos pidió que renunciáramos al tremendo privilegio de ser el centro del universo. Quizá nunca se le había exigido tanto a la humanidad, ¡pues a causa de esa admisión muchas cosas desaparecieron! ¿Qué fue de nuestro Edén, nuestro mundo de inocencia, piedad y poesía; el testimonio de los sentidos; la convicción de una fe poético-religiosa? No es de extrañar que sus contemporáneos no desearan que todo esto desapareciera y ofrecieran toda la resistencia posible a una doctrina que en sus conversos autorizaba y exigía una libertad de opinión y una grandeza de pensamiento desconocidas hasta entonces, y con las que no se había soñado jamás.
Los críticos de Galileo censuraron su nueva teoría como un destronamiento del hombre. Y después de la destrucción de las esferas celestiales vino la destrucción de Galileo. En 1633 fue juzgado por la Inquisición de la Iglesia católica, su espíritu fue quebrado en una mazmorra y se le obligó a garabatear su atribulada firma en una retractación de su obra que regresaba a un universo centrado en la Tierra. [2]
Galileo podía considerarse un hombre con suerte. Años antes, otro italiano, Giordano Bruno, también había sugerido que la Tierra no era el centro, y en febrero de 1600 fue llevado a la plaza pública por herejías contra la Iglesia. Sus captores, temiendo que pudiera incitar a la multitud con su famosa elocuencia, le pusieron una máscara de hierro para impedirle hablar. Lo quemaron vivo en la pira, y sus ojos escudriñaron desde detrás de la máscara esa multitud de espectadores que salieron de sus hogares para reunirse en la plaza, queriendo estar en el centro de las cosas.
¿Por qué Bruno fue exterminado antes de que pudiera hablar? ¿Cómo es posible que un hombre con el genio de Galileo acabara encadenado en el suelo de una mazmorra? Es evidente que no todo el mundo aprecia que se dé un cambio radical a su visión del mundo.
¡Si hubieran sabido adónde conduciría aquello! Lo que la humanidad perdió en certidumbre y egocentrismo fue reemplazado por un temor reverencial y un asombro ante nuestro lugar en el cosmos. Por muy inverosímil que resulte la existencia de vida en otros planetas —digamos que las probabilidades son menos de una entre mil millones—, podemos seguir esperando que surjan miles de millones de planetas como si fueran Chia Pet con vida. Y si sólo hay una probabilidad entre un millón de que los planetas con vida produzcan niveles de inteligencia significativos (por ejemplo, mayores que una bacteria del espacio), eso seguiría indicando que puede haber millones de planetas con criaturas que se relacionan en civilizaciones inimaginablemente extrañas. De este modo, el desplazamiento del centro abrió nuestras mentes a algo mucho más vasto.
Si la ciencia espacial le parece fascinante, abróchese el cinturón para viajar hacia la ciencia del cerebro: hemos perdido nuestra posición en el centro de nosotros mismos, y comenzamos a ver con claridad un universo mucho más espléndido. En este libro nos adentraremos en ese cosmos interno para investigar las formas de vida alienígenas.
YO, YO MISMO Y EL ICEBERG
Al mismo tiempo que Charles Darwin publicaba su revolucionario libro El origen de las especies , un niño de tres años nacido en Moravia se trasladaba a Viena con su familia. Este niño, Sigmund Freud, crecería con una flamante visión darwiniana del mundo, según la cual el hombre no era distinto de cualquier otra forma de vida, y la atención científica podía dirigirse sobre el complejo tejido del comportamiento humano.
El joven Freud asistió a la Facultad de Medicina, atraído más por la investigación científica que por la aplicación clínica. Se especializó en neurología y pronto abrió un consultorio privado para tratar los trastornos psicológicos. Tras examinar atentamente a sus pacientes, Freud comenzó a sospechar que las variedades del comportamiento humano eran explicables sólo en términos de procesos mentales invisibles, de la maquinaria que actuaba entre bastidores. Freud observó que, a menudo, en la mente consciente de esos pacientes no había nada evidente que impulsara su comportamiento, y así, al concebir ahora el cerebro como una maquinaria, concluyó que debían de existir causas subyacentes a las que no podíamos acceder. Desde esta nueva perspectiva, la mente no era tan sólo equivalente a la parte consciente con la que convivimos familiarmente; más bien era como un iceberg, la mayor parte de su masa quedaba oculta.
Esa idea sencilla transformó la psiquiatría. Anteriormente, los procesos mentales aberrantes resultaban inexplicables a no ser que uno los atribuyera a una voluntad débil, la posesión demoníaca, etc. Freud insistió en buscar la causa en el cerebro físico. Como Freud vivió varias décadas antes de las modernas tecnologías cerebrales, sólo podía recoger datos desde «fuera» del sistema: hablando con los pacientes e intentando inferir sus estados cerebrales a partir de sus estados mentales. Desde esa perspectiva, prestó mucha atención a la información que contenían los lapsus de la lengua, los lapsus de la pluma, las pautas de comportamiento y el contenido de los sueños. Postuló la hipótesis de que todo esto era el producto de mecanismos nerviosos ocultos, una maquinaria a la que el sujeto no tenía acceso directo. Al examinar los comportamientos que asomaban por encima de la superficie, Freud confiaba en poder hacerse una idea de lo que se ocultaba debajo. [11] Cuanto más consideraba la chispa procedente de la punta del iceberg, más apreciaba su profundidad, y cómo la masa oculta podía explicar algo de los pensamientos, sueños y pulsiones de la gente.
Aplicando este concepto, el mentor y amigo de Freud, Josef Breuer, desarrolló lo que pareció una estrategia fructífera para ayudar a los pacientes histéricos: les pedía que hablaran, sin inhibiciones, de las primeras manifestaciones de sus síntomas. [12] Freud amplió la técnica a otras neurosis, y sugirió que las experiencias traumáticas sepultadas de un paciente podrían ser la base oculta de sus fobias, parálisis histéricas, paranoias, etc. Intuyó que esos problemas quedaban ocultos para la mente consciente. La solución consistiría en atraerlos al nivel de la conciencia para poder enfrentarse a ellos directamente y arrancarles su capacidad de provocar neurosis. Ese enfoque sirvió como base del psicoanálisis durante el siglo siguiente.
Mientras que la popularidad y pormenores del psicoanálisis han cambiado un poco, la idea básica de Freud proporcionó la primera exploración de cómo los estados ocultos del cerebro participan en el pensamiento y el comportamiento motrices. Freud y Breuer publicaron conjuntamente su obra en 1895, pero Breuer se fue alejando progresivamente del énfasis que ponía Freud en los orígenes sexuales de los pensamientos inconscientes, y al final cada uno siguió por su lado. Freud acabó publicando su importante estudio del inconsciente, La interpretación de los sueños , en el que analizaba su propia crisis emocional y la serie de sueños provocados por la muerte de su padre. Su autoanálisis le permitió sacar a la luz sentimientos inesperados acerca de su padre; por ejemplo, que su admiración se mezclaba con odio y vergüenza. Su idea de que existía una inmensa presencia bajo la superficie le llevó a meditar acerca de la cuestión del libre albedrío. Razonó que si las elecciones y decisiones derivan de procesos mentales ocultos, entonces el libre albedrío es una ilusión, o está, como mínimo, mucho más constreñida de lo que se consideraba anteriormente.
A mediados del siglo XX , los pensadores comenzaron a darse cuenta de que sabemos muy poco de nosotros. No estamos en el centro de nosotros mismos, sino más bien —al igual que la Tierra en la Vía Láctea, y la Vía Láctea en el universo— en un borde lejano, y nos enteramos muy poco de lo que ocurre.
Las intuiciones de Freud sobre el cerebro inconsciente fueron acertadas, pero vivió décadas antes del moderno florecer de la neurociencia. Ahora podemos escudriñar el cráneo humano a muchos niveles, desde los picos eléctricos en células aisladas a pautas de activación que atraviesan los vastos territorios del cerebro. Nuestra tecnología moderna ha conformado y ajustado nuestra imagen del cosmos interior, y en los siguientes capítulos nos adentraremos juntos en estos territorios inesperados.
¿Cómo es posible que uno se enfade consigo mismo? ¿Quién, exactamente, está enfadado con quién? ¿Por qué las rocas parecen ascender después de que uno se quede mirando una cascada? ¿Por qué el juez del Tribunal Supremo William Douglas afirma que es capaz de jugar al fútbol e ir de excursión, cuando todo el mundo puede ver que está paralizado tras sufrir una apoplejía? ¿Por qué fue Topsy el elefante electrocutado por Thomas Edison en 1916? ¿Por qué a la gente le gusta guardar su dinero en cuentas de Navidad que no le dan ningún interés? Si el borracho Mel Gibson es antisemita y el sobrio Mel Gibson se disculpa de corazón, ¿existe un auténtico Mel Gibson? ¿Qué tienen en común Ulises y el desastre de las hipotecas subprime? ¿Por qué las strippers ganan más dinero en ciertas épocas del mes? ¿Por qué la gente cuyo nombre empieza con J es más probable que se case con otra persona cuyo nombre empieza por J? ¿Por qué siempre tenemos la tentación de contar un secreto? ¿Por qué algunos cónyuges son más proclives a engañar a su pareja? ¿Por qué los pacientes que toman medicamentos contra el Parkinson se vuelven jugadores compulsivos? ¿Por qué Charles Whitman, cajero de un banco con un alto coeficiente intelectual y antiguo boy scout, de repente decidió matar a cuarenta y ocho personas desde la torre de la Universidad de Texas en Austin?
¿Qué tiene todo esto que ver con el funcionamiento entre bastidores del cerebro?
FRAGMENTOS
¿HASTA QUÉ PUNTO VIVE EN EL PASADO?
No sólo la visión y el oído son construcciones del cerebro. La percepción del tiempo también es una construcción.
Cuando chasquea los dedos, sus ojos y oídos registran información acerca del chasquido, que es procesada por el resto del cerebro. Pero las señales se mueven bastante lentamente en el cerebro, millones de veces más lentas que los electrones que transporta la señal en alambre de cobre, de modo que el procesado nervioso del chasquido lleva su tiempo. En el momento en que lo percibe, el chasquido ya ha pasado. Su mundo perceptivo siempre va detrás del mundo real. En otras palabras, la percepción del mundo es siempre como un programa de televisión en directo (pensemos en Saturday Night Live ) que en realidad no es en directo. De hecho, estos programas se emiten con una demora de unos cuantos segundos, por si alguien utiliza un lenguaje inapropiado, se hace daño o pierde alguna prenda. Lo mismo ocurre con su vida consciente: recoge mucha información antes de emitirla en directo. [61]
Más extraño aún es el hecho de que la información auditiva y visual se procesen en el cerebro a velocidades distintas; sin embargo la visión de sus dedos y la audición del chasquido parecen simultáneas. Además, su decisión de chasquear ahora y la acción misma parecen simultáneas con el momento del chasquido. Como para los animales es importante tener una buena sincronización, su cerebro le echa un poco de imaginación a la labor de editado a fin de que las señales se junten de una manera útil.
El resultado final es que el tiempo es una construcción mental, no un barómetro exacto de lo que ocurre «ahí fuera». Hay una manera de demostrarse a usted mismo que algo extraño ocurre con el tiempo: mírese a los ojos en el espejo y desplace su punto focal adelante y atrás, de manera que se mire el ojo izquierdo, luego el derecho, y luego vuelta a empezar. Sus ojos tardan decenas de milisegundos en moverse de una posición a otra, pero —he ahí el misterio— nunca los ve moverse. ¿Qué sucede en esos vacíos temporales mientras sus ojos se mueven? ¿Por qué su cerebro no se preocupa por las pequeñas ausencias de entrada visual?
Y la duración de un suceso también se puede distorsionar fácilmente. Puede que lo haya observado al mirar un reloj en la pared: el segundero parece quedar congelado durante mucho tiempo antes de moverse de nuevo a su ritmo normal. En el laboratorio, unas manipulaciones sencillas revelan la maleabilidad de la duración. Por ejemplo, imagine que hago aparecer un cuadrado de la pantalla de su ordenador durante medio segundo. Si ahora hago aparecer un segundo cuadrado más grande, pensará que el segundo ha durado más. Lo mismo si hago aparecer un cuadrado que es más brillante. O que se mueve. Percibiremos que todo esto ha tenido una duración más larga que la del cuadrado original. [62]
Para ver otro ejemplo de lo extraño que es el tiempo, considere cómo sabe cuándo llevó a cabo una acción y cuándo percibió las consecuencias. Si fuera ingeniero, podría suponer de manera razonable que lo que hace en el punto temporal 1 tendrá como resultado una retroalimentación sensorial en el punto temporal 2. Por lo tanto, le sorprendería descubrir que en el laboratorio podemos hacer que crea que 2 ocurrió antes que 1. Imagine que puede accionar un destello de luz apretando un botón. Imagine ahora que insertamos una pequeña demora —digamos de una décima de segundo— entre el momento en que aprieta el botón y el posterior destello. Después de haber apretado el botón varias veces, su cerebro se adapta a esta demora, de manera que los dos sucesos parecen un poco más cercanos en el tiempo. Una vez se ha adaptado a la demora, le sorprendemos presentando el destello inmediatamente después de apretar el botón. En estas condiciones, creerá que el destello ha ocurrido antes de su acción: experimenta una inversión ilusoria de acción y sensación. Es de suponer que la ilusión refleja una recalibración de la sincronización motor-sensorial que resulta de una expectativa previa de que las consecuencias sensoriales deberían seguir a los actos motores sin demora. La mejor manera de calibrar las expectativas de sincronización de las señales de entrada es interactuar con el mundo: cada vez que una persona da una patada o golpea algo, el cerebro asume que el sonido, la visión y el tacto deben ser simultáneos. Si una de las señales llega con demora, el cerebro adapta sus expectativas para que parezca que ambos sucesos han ocurrido más cerca en el tiempo.
Interpretar la sincronización de las señales sensoriales y motoras no es simplemente un truco de magia del cerebro; es algo crítico para solventar el problema de la causalidad. En el fondo, la causalidad requiere un criterio de orden temporal: ¿mi acto motor es anterior o posterior a la entrada sensorial? La única manera de solventar este problema de una manera exacta en un cerebro multisensorial es manteniendo bien calibrado el tiempo esperado de las señales, de manera que el «antes» y el «después» se puedan determinar con precisión incluso con diferentes caminos sensoriales de velocidades distintas.
La percepción del tiempo es algo que se somete a investigación en mi laboratorio y en otros, pero la cuestión general que aquí quiero dejar clara es que nuestra sensación del tiempo —cuánto tiempo ha pasado y qué ha ocurrido en cada momento— es una construcción de nuestro cerebro. Y en este sentido es fácil de manipular, igual que nuestra visión.
Así pues, lo primero que hay que aprender cuando nos preguntamos si confiamos en nuestros sentidos es: no. Sólo porque creamos que algo es cierto, sólo porque sepamos que es cierto, eso no significa que sea cierto. La máxima más importante para los pilotos de caza es: «Confía en los instrumentos». Ello se debe a que sus sentidos le dirán las mentiras más flagrantes, y si confía en ellos en lugar de en los diales de la cabina de mando, se estrellará. Así que la próxima vez que alguien diga: «¿A quién vas a creer, a mí o a tus ojos mentirosos?», considere la cuestión detenidamente.
Después de todo, somos conscientes de muy poco de lo que hay «ahí fuera». El cerebro lleva a cabo suposiciones que le ahorran tiempo y recursos, e intenta ver el mundo todo lo bien que le hace falta. Y cuando comprendemos que somos conscientes de muy pocas cosas hasta que nos preguntamos por ellas, damos el primer paso en el viaje hacia el descubrimiento de nosotros mismos. Vemos que lo que percibimos en el mundo exterior está generado por partes del cerebro a las que no tenemos acceso.
Estos principios de maquinaria inaccesible y abundante ilusión no se aplican sólo a las percepciones básicas de la visión y el tiempo. También se aplican a niveles superiores —a lo que pensamos, sentimos y creemos—, como veremos en el siguiente capítulo.
Una pista permite que la imagen adquiera significado y veamos a una figura con barba. Las zonas de tono más claro que ven nuestros ojos generalmente son insuficientes para la visión en ausencia de expectativas.
3. LA MENTE: UNA BRECHA
No puedo comprender todo lo que soy.
SAN AGUSTÍN
CAMBIO DE CARRIL
Surge un abismo entre lo que su cerebro sabe y lo que es accesible a su mente. Consideremos el simple acto de cambiar de carril mientras conduce un coche. Intente lo siguiente: cierre los ojos, agarre un volante imaginario y lleve a cabo los movimientos para cambiar de carril. Imagine que conduce por el carril izquierdo y le gustaría pasarse al derecho. Antes de seguir leyendo, deje el libro e inténtelo. Le daré 100 puntos si es capaz de hacerlo correctamente.
Es una tarea bastante fácil, ¿verdad? Supongo que ha mantenido el volante recto, luego lo ha girado hacia la derecha por un momento y a continuación, lo ha vuelto a enderezar. Ningún problema.
Como casi todo el mundo, se ha equivocado por completo. [63] El movimiento de girar un poco el volante a la derecha y luego enderezar otra vez le sacaría de la carretera: acaba de pasar del carril de la izquierda a la acera. El movimiento correcto para cambiar de carril consiste en girar el volante a la derecha, a continuación volver al centro y seguir girando el volante hasta que empiece a ir hacia la izquierda , y sólo entonces enderezar. ¿No me cree? Compruébelo usted mismo la próxima vez que vaya en coche. Es una tarea motora tan sencilla que no tiene ningún problema para llevarla a cabo cada día mientras conduce. Pero cuando se le obliga a acceder a ella de manera consciente, se confunde.
Cambiar de carril no es más que un ejemplo entre miles. No es consciente de la inmensa mayoría de las actividades que ahora lleva a cabo el cerebro, y tampoco querría serlo: interferiría con los bien engrasados procesos del cerebro. La mejor manera de echar a perder una pieza de piano es concentrarse en los dedos; la mejor manera de dejar de respirar es pensar en la respiración; la mejor manera de fallar al golpear la pelota de golf es analizar su movimiento. Es algo que saben incluso los niños, y lo encontramos inmortalizado en poemas como por ejemplo «El ciempiés desconcertado»:
Un ciempiés era muy feliz,
hasta que la rana por reír le dijo:
«Oye, ¿con qué pata andas primero?»
Aquello lo dejó muy inquieto,
pues con todas aquellas patas
no sabía cuál poner primero.
La capacidad para recordar actos motores como cambiar de carril se denomina memoria de procedimiento , y es un tipo de memoria implícita, lo que significa que su cerebro sabe algo a lo que su mente no puede acceder de manera explícita. [64] Montar en bici, anudarse los zapatos, teclear, aparcar el coche mientras habla por el móvil, son ejemplos de ello. Ejecuta estas acciones fácilmente, pero sin conocer los detalles de cómo lo hace. Sería totalmente incapaz de describir la coreografía perfectamente sincronizada con la que sus músculos se contraen y relajan mientras sortea a los demás en una cafetería con la bandeja en la mano, y sin embargo no tiene ningún problema en hacerlo. Ésta es la brecha que hay entre lo que su cerebro puede hacer y lo que le resulta accesible conscientemente.
El concepto de memoria implícita posee una rica tradición, aunque poco conocida. A principios del siglo XVII , René Descartes ya había comenzado a sospechar que aunque la experiencia del mundo se almacena en la memoria, no toda la memoria es accesible. El concepto fue retomado a finales del siglo XIX por el psicólogo Hermann Ebbinghaus, que escribió que «casi todas las experiencias permanecen ocultas a la conciencia, y sin embargo su efecto es significativo y otorga validez a su experiencia anterior». [65]
En la medida en que la conciencia es útil, lo es en pequeñas cantidades, y para una serie muy concreta de tareas. Es fácil comprender por qué no querría ser consciente de las complejidades de su movimiento muscular, pero esto puede ser menos intuitivo cuando se aplica a sus percepciones, pensamientos y creencias, que son también el producto final de la actividad de miles de millones de células nerviosas. Ahora nos fijaremos en ello.
EL PRESENTIMIENTO
Imagine que coloca todos sus dedos sobre diez botones, y que cada botón corresponde a una luz de color distinto. Su tarea es simple: cada vez que parpadea una luz, aprieta el botón correspondiente lo más deprisa que pueda. Si la secuencia de luces es azarosa, su velocidad de reacción no será muy rápida; sin embargo, los investigadores han descubierto que si existe un patrón oculto en la aparición de las luces, su velocidad de reacción acabará aumentando, lo que indica que ha captado la secuencia y es capaz de predecir qué luz aparecerá a continuación. Si de repente aparece una luz inesperada, entonces su velocidad de reacción volverá a ser lenta. La sorpresa es que esta aceleración funciona aun cuando sea completamente inconsciente de la secuencia; la mente consciente no necesita participar en absoluto para que se dé este tipo de aprendizaje. [85] Su capacidad para decir lo que va a ocurrir a continuación es limitada o inexistente. Y sin embargo podría tener un presentimiento .
A veces estas cosas pueden alcanzar la conciencia, aunque no siempre, y cuando lo hacen, es de una manera lenta. En 1997, el neurocientífico Antoine Bechara y sus colegas colocaron cuatro mazos de cartas delante de los sujetos y les pidieron que escogieran una carta cada vez. Cada carta revelaba una ganancia o una pérdida de dinero. Con el tiempo, los sujetos comenzaron a comprender que cada mazo poseía su propia personalidad: dos de los mazos eran «buenos», mientras que los otros dos eran «malos», lo que significaba que acababan con una pérdida neta.
Mientras los sujetos meditaban de qué mazo sacar la carta, los investigadores los detenían en diversos momentos y les preguntaban su opinión: ¿qué mazos eran buenos? ¿Cuáles eran malos? De este modo, los investigadores descubrieron que normalmente hacían falta unas veinticinco extracciones de los mazos para que los sujetos fueran capaces de decir cuáles creían que eran buenos y cuáles malos. No parece muy interesante, ¿verdad? Bueno, todavía no.
Los investigadores también midieron la reacción de conductancia de la piel del sujeto, que refleja la actividad del sistema nervioso autónomo (pelea-fuga). Y aquí sí observaron algo asombroso: el sistema nervioso autónomo descifraba la estadística del mazo mucho antes que la conciencia del sujeto. Es decir, cuando los sujetos alargaban la mano hacia los mazos malos, había un pico de actividad de anticipación, esencialmente, una señal de advertencia. [86] Este pico era detectable más o menos hacia la decimotercera extracción. Así pues, parte del cerebro de los sujetos comprendía la recurrencia que se podía esperar en cada mazo mucho antes de que la mente consciente de los sujetos pudiera acceder a la información. Y esta información se comunicaba en forma de «presentimiento»: los sujetos comenzaban a escoger los mazos buenos antes incluso de que pudieran decir por qué de manera consciente. Esto significa que el conocimiento consciente de la situación no era necesario para tomar decisiones ventajosas.
Y, mejor aún, resultó que la gente necesitaba esa corazonada: sin ella sus decisiones nunca serían muy buenas. Antonio Damasio y sus colegas repitieron la tarea de escoger cartas utilizando pacientes que padecían lesiones en una parte frontal del cerebro denominada corteza prefrontal ventromedial, un área que participa en la toma de decisiones. El equipo descubrió que esos pacientes eran incapaces de formar la señal de advertencia anticipatoria de la reacción galvánica de la piel. Los cerebros de los pacientes simplemente no captaban las estadísticas ni les hacían ninguna advertencia. Lo asombroso era que incluso después de que esos pacientes comprendieran de manera consciente qué mazos eran los malos, seguían tomando las decisiones erróneas. En otras palabras, la corazonada era esencial para tomar decisiones provechosas.
Esto condujo a Damasio a proponer que las sensaciones producidas por estados físicos del cuerpo acababan guiando el comportamiento y la toma de decisiones. [87] Los estados corporales se vinculaban a resultados de sucesos en el mundo. Cuando algo malo ocurre, el cerebro hace que todo el cuerpo (el ritmo cardíaco, la contracción de las tripas, la debilidad de los músculos, etc.) registre esa sensación, y esa sensación queda asociada con el suceso. La próxima vez que éste se considere, el cerebro básicamente llevará a cabo una simulación, reviviendo las sensaciones físicas del suceso. Estas sensaciones sirven para guiar, o al menos para influir en la posterior toma de decisiones; si las sensaciones de un suceso dado son malas, nos disuaden de la acción; si son buenas, la alientan.
Desde este punto de vista, los estados físicos del cuerpo proporcionan los presentimientos que pueden guiar el comportamiento. Estos presentimientos resultan ser correctos con más frecuencia de lo que predeciría el azar, sobre todo porque su cerebro inconsciente es el primero en darse cuenta de las cosas, y la conciencia va a la zaga.
De hecho, los sistemas conscientes pueden interrumpirse completamente sin que eso influya sobre los sistemas inconscientes. La gente que padece una enfermedad llamada prosopagnosia no puede distinguir las caras conocidas de las desconocidas. Se basan por completo en pistas como el nacimiento del pelo, la manera de andar y la voz para identificar a la gente que conocen. El reflexionar sobre esta enfermedad condujo a los investigadores Daniel Tranel y Antonio Damasio a intentar algo inteligente: aun cuando los prosopagnósicos no pudieran reconocer conscientemente las caras, ¿seguían teniendo una reacción mesurable de conductancia de la piel a las caras que les eran conocidas? Desde luego que sí. Aun cuando el prosopagnósico insista en que es incapaz de reconocer las caras, una parte de su cerebro sí es capaz (y lo hace) de distinguir las caras conocidas de las desconocidas.
Si no siempre se puede obtener una respuesta directa del cerebro inconsciente, ¿cómo se puede acceder a este conocimiento? A veces el truco consiste simplemente en sondear qué nos dicen las tripas. Así, la próxima vez que un amigo lamente ser incapaz de decidirse entre dos opciones, dígale cuál es la manera más fácil de resolver el problema: a cara o cruz. Su amigo debe especificarle qué opción elige si sale cara y cuál si sale cruz, y luego lanzar la moneda. Lo importante es evaluar qué sienten las tripas después de que caiga la moneda. Si siente una sutil sensación de alivio cuando la moneda le «dice» qué tiene que hacer, ésa es la elección correcta. Si, en cambio, concluye que es ridículo tomar la decisión a cara o cruz, eso le indicará que ha de escoger la otra opción.
Hasta ahora hemos estado examinando el inmenso y sofisticado conocimiento que habita bajo la superficie de la conciencia. Hemos visto que no tiene acceso a los detalles de cómo funciona el cerebro, ya sea a la hora de leer letras o de cambiar de carril. ¿Qué papel desempeña entonces la mente consciente —si es que desempeña alguno— en sus conocimientos? Pues uno bastante importante, porque gran parte del saber almacenado en las profundidades del cerebro inconsciente llegó a la vida en forma consciente. Vamos a verlo.
EL MANTRA DEL CEREBRO RÁPIDO Y EFICAZ: INCORPORAR TAREAS AL CIRCUITO
Cuando el cerebro encuentra una tarea que necesita resolver, remodela sus propios circuitos hasta que puede llevarla a cabo con la máxima eficacia. [88] La tarea queda incorporada a la maquinaria. Esta inteligente táctica consigue dos cosas de vital importancia para la supervivencia.
La primera es la velocidad . La automatización permite una rápida toma de decisiones. Sólo cuando el lento sistema de la conciencia es empujado al final de la cola pueden actuar los programas rápidos. ¿Debo golpear la pelota de tenis que se acerca con una derecha o con un revés? Cuando hay en camino un proyectil que va a ciento treinta kilómetros por hora, uno no quiere ponerse a considerar cognitivamente las diferentes opciones. Un error común es que los atletas profesionales pueden ver la pista a «cámara lenta», como sugiere su rápida y fluida toma de decisiones. Pero la automatización simplemente permite que los atletas prevean sucesos relevantes y decidan de manera competente qué hacer. Piense en la primera vez que practicó un deporte. Los jugadores más expertos lo derrotaron con los movimientos más elementales porque usted se enfrentaba a un aluvión de información nueva: brazos y piernas y cuerpos que saltan. Con la experiencia, aprendió qué tics y fintas eran importantes. Con el tiempo y la automatización, aumentó su velocidad a la hora de decidir y actuar.
La segunda razón por la que las tareas se incorporan a los circuitos es la eficiencia energética . Al optimizar su maquinaria, el cerebro minimiza la energía exigida para solventar los problemas. Al ser criaturas móviles que funcionamos con pilas, el ahorro de energía es de la máxima importancia. [89] En su libro Your Brain Is (Almost) Perfect , el neurocientífico Read Montague resalta la impresionante eficiencia energética del cerebro, comparando el consumo de energía del campeón de ajedrez Gari Kaspárov, de unos veinte vatios, con el consumo de su competidor computarizado Deep Blue, del orden de los miles de vatios. Montague señala que Kaspárov jugó la partida a temperatura corporal normal, mientras que Deep Blue quemaba y necesitaba una gran cantidad de ventiladores para mitigar el calor. Los cerebros humanos funcionan con una eficiencia superlativa.
El cerebro de Kaspárov consume tan poca energía porque ha pasado la vida incorporando las estrategias del ajedrez hasta transformarlas en algoritmos mecánicos y económicos. Cuando de niño comenzó a jugar al ajedrez, tuvo que aprender las estrategias cognitivas de qué iba a hacer a continuación, pero éstas eran muy ineficientes, como los movimientos de un tenista que piensa demasiado y lo prevé todo. A medida que Kaspárov mejoraba, ya no tenía que recorrer de manera consciente los pasos de apertura de una partida: podía percibir el tablero de manera rápida, eficiente y con menos interferencia de la conciencia.
En un estudio de la eficiencia, los investigadores utilizaron la producción de imágenes cerebrales mientras la gente aprendía a jugar al Tetris. Los cerebros de los sujetos estaban tremendamente activos, y quemaban energía a gran escala mientras las redes nerviosas buscaban las estructuras subyacentes y las estrategias de juego. Para cuando los sujetos se volvieron expertos en el juego, más o menos al cabo de una semana, sus cerebros consumían muy poca energía al jugar. No es que el jugador se volviera mejor a pesar de que el cerebro estuviera más tranquilo; es que era mejor porque el cerebro estaba más tranquilo. En estos jugadores, las habilidades del Tetris habían quedado integradas en el circuito del sistema, de manera que ahora había programas especializados y eficientes para hacerle frente.
Como analogía, imagine una sociedad guerrera que de pronto se da cuenta de que ya no hay más batallas que librar. Sus soldados deciden pasarse a la agricultura. Al principio utilizan sus espadas para cavar agujeros para las semillas, una opción factible pero tremendamente ineficiente. Al cabo de un tiempo convierten sus espadas en rejas de arado. Optimizan su maquinaria para satisfacer las exigencias de su tarea. Al igual que el cerebro, han modificado lo que tenían para abordar la tarea que deben realizar.
Este truco de integrar las tareas en el circuito es fundamental para la manera en que actúa el cerebro: cambia la placa base de su maquinaria para adaptarla a su misión. Ello permite que una tarea difícil que se podría llevar a cabo de manera torpe se consiga con rapidez y eficiencia. En la lógica del cerebro, si no posee la herramienta correcta para el trabajo, créela .
Hasta ahora hemos aprendido que la conciencia tiene tendencia a interferir con casi todas las tareas (recuerde el desdichado ciempiés de la zanja), pero puede ser útil a la hora de asignarle metas al robot y entrenarlo. Hemos de suponer que la selección evolutiva ha afinado la cantidad exacta de acceso de la mente consciente: si es demasiado poca, la empresa se queda sin dirección; si es demasiada, el sistema se empantana resolviendo problemas de manera lenta, esforzada y con una gran ineficiencia energética.
Cuando los atletas cometen un error, lo habitual es que los entrenadores les chillen: «¡ Piensa lo que haces !». La ironía es que la meta de un atleta profesional es no pensar. La meta es invertir miles de horas de entrenamiento para que en el calor de la batalla las maniobras correctas surjan de manera automática, sin interferencia consciente. Las habilidades tienen que quedar impresas en el circuito de los jugadores. Cuando los atletas «entran en la zona», su bien entrenada maquinaria inconsciente se hace cargo de todo de una manera rápida y eficiente. Imaginemos a un jugador de baloncesto en la zona de tiros libres. El público chilla y da patadas en el suelo para distraerlo. Si se deja llevar por la maquinaria consciente, seguro que falla. Sólo si confía en su superentrenada maquinaria robótica puede tener alguna esperanza de meter la pelota en la cesta. [90]
Ahora puede aplicar lo que ha aprendido en este capítulo a ganar siempre al tenis. Cuando pierda, simplemente pregúntele a su oponente por qué sirve tan bien. En cuanto se ponga a meditar sobre la mecánica de su servicio e intente explicarla, está perdido.
Hemos aprendido que cuantas más cosas tenemos automatizadas, menor es el acceso consciente. Pero acabamos de empezar. En el siguiente capítulo veremos que la información puede quedar todavía más profundamente enterrada.
4. LO QUE SE PUEDE PENSAR
El hombre es una planta que produce pensamientos, al igual que el rosal produce rosas y el manzano, manzanas.
ANTOINE FABRE D’OLIVET ,
L’Histoire philosophique du genre humain
Piense durante un momento en la persona más hermosa que conoce. Parece imposible contemplar esa persona y no quedar embriagado por su atractivo. Pero todo depende del programa evolutivo al que estén conectados sus ojos. Si los ojos pertenecen a una rana, podría tener enfrente a esa persona todo el día —incluso desnuda— y no le llamaría la atención, quizá incluso le despertaría cierta suspicacia. Y la falta de interés es mutua: los humanos son atraídos por los humanos, y las ranas por las ranas.
Nada parece más natural que el deseo, pero lo primero que se observa es que sólo nos mueve un deseo pertinente a la especie. Esto pone de relieve un punto sencillo pero crucial: los circuitos del cerebro están ideados para generar un comportamiento pertinente para nuestra supervivencia. Las manzanas, los huevos y las patatas nos saben bien no porque la forma de sus moléculas sea inherentemente maravillosa, sino porque son paquetitos perfectos de azúcares y proteínas: dólares energéticos que puede almacenar en el banco. Y como estos alimentos son útiles, hemos acabado encontrándolos sabrosos. Y como la materia fecal contiene microbios dañinos, hemos desarrollado una arraigada aversión a comerla. Observe que los bebés koalas se comen la materia fecal de la madre para obtener la bacteria necesaria para sus sistemas digestivos. Esas bacterias son necesarias para que los jóvenes koalas sobrevivan a la ingestión de hojas de eucalipto, que en caso contrario resultan venenosas. Si me preguntaran, yo diría que la materia fecal le resulta al joven koala tan deliciosa como lo es para nosotros una manzana. Nada es sabroso o repulsivo en sí mismo: depende de sus necesidades. Lo sabroso no es más que una medida de lo útil.
Mucha gente ya está familiarizada con los conceptos de atractivo o desagradable, pero a menudo resulta difícil apreciar lo profundamente arraigados que están evolutivamente. No es sólo que se sienta más atraído por los humanos que por las ranas, ni que le gusten más las manzanas que la materia fecal: estas mismas arraigadas inclinaciones se aplican a sus profundas creencias acerca de la lógica, la economía, la ética, las emociones, la belleza, las interacciones sociales, el amor y el resto de su vasto paisaje mental. Nuestras metas evolutivas orientan y estructuran nuestros pensamientos. Medítelo durante un instante. Eso significa que hay ciertos tipos de pensamientos que podemos tener, y categorías enteras que no podemos tener. Comencemos con los pensamientos que ni siquiera sabe que se está perdiendo.
EL MANTRA DEL CEREBRO EN EVOLUCIÓN: QUE LOS PROGRAMAS REALMENTE BUENOS QUEDEN IMPRESOS EN EL ADN
Por lo general, somos muy poco conscientes de lo que nuestra mente sabe hacer mejor.
MARVIN MINSKY , La sociedad de la mente
Los instintos son complejos, comportamientos innatos que no hemos aprendido. Afloran más o menos independientemente de la experiencia. Consideremos el nacimiento de un caballo: sale del vientre de la madre, se pone en pie sobre sus escuálidas y vacilantes patas, se tambalea un poco y, finalmente, echa a caminar y a correr, siguiendo al resto de la manada en cuestión de minutos u horas. El potro no aprende a utilizar sus patas después de años de prueba y error, como hace un bebé humano. En su caso, la compleja acción motora es instintiva.
Debido a los circuitos nerviosos especializados que vienen de serie con el cerebro, las ranas se vuelven locas de deseo por otras ranas y no pueden imaginar lo que sería para un humano poseer atractivo sexual… ni viceversa. Los programas del instinto, forjados por las presiones de la evolución, hacen que nuestro comportamiento se desarrolle sin complicaciones y guían nuestra cognición con mano firme.
Tradicionalmente se ha creído que los instintos son lo contrario del razonamiento y el aprendizaje. Si piensa usted como casi todo el mundo, considera que su perro actúa en gran medida basándose en el instinto, mientras que los humanos al parecer funcionamos basándonos en algo diferente, algo más parecido a la razón . El gran psicólogo del siglo XIX William James fue el primero en recelar de esta opinión. Y no sólo recelaba: consideraba que era totalmente errónea. Por el contrario, sugirió que el comportamiento humano podía ser más flexiblemente inteligente que el de otros animales porque poseemos más instintos que ellos, no menos. Estos instintos son como las herramientas de una caja de herramientas, y cuantos más tienes, más adaptable puedes ser.
No solemos darnos cuenta de la existencia de estos instintos precisamente porque funcionan muy bien, pues procesan la información sin esfuerzo y de una manera automática. Al igual que el software inconsciente de los sexadores de pollos, los observadores de aviones o los tenistas, los programas están tan profundamente impresos en el circuito que ya no tenemos acceso a ellos. Colectivamente, estos instintos constituyen lo que consideramos la naturaleza humana. [108]
Los instintos difieren de nuestros comportamientos automatizados (mecanografiar, montar en bicicleta, servir una pelota de tenis) en que no tenemos que aprenderlos en ningún momento de la vida. Los heredamos. Nuestros comportamientos innatos representan ideas tan útiles que se han codificado dentro del lenguaje minúsculo y críptico del ADN. Esto es algo que la selección natural ha conseguido a lo largo de millones de años: aquellos que poseían instintos que favorecían la supervivencia y la reproducción tendían a multiplicarse.
El punto clave aquí es que el circuito especializado y optimizado del instinto ofrece todas las ventajas de velocidad y eficiencia energética, pero a costa de estar aún más alejado del alcance de la conciencia. Como resultado, tenemos tan poco acceso a nuestros programas cognitivos integrados como a nuestro servicio cuando jugamos a tenis. Esta situación conduce a lo que Cosmide y Tooby denominan «ceguera al instinto»: no somos capaces de ver los instintos que son los mismísimos motores de nuestro comportamiento. [109] Estos programas nos resultan inaccesibles no porque no sean importantes, sino porque son fundamentales . La intromisión de la conciencia no los mejoraría.
William James comprendió la naturaleza oculta de los instintos y sugirió que podíamos sacar a la luz los instintos mediante un simple ejercicio mental: intentar que lo «natural parezca extraño» preguntando «el porqué de cualquier acto humano instintivo»:
¿Por qué cuando estamos contentos sonreímos y no fruncimos el entrecejo? ¿Por qué somos incapaces de hablar en público igual que hablamos con un amigo? ¿Por qué una joven en concreto nos trastoca tanto? Lo único que puede decir el hombre corriente es: ¡ Por supuesto que sonreímos, por supuesto que nuestro corazón palpita cuando hemos de hablar en público, por supuesto que nos enamoramos de esa joven, esa alma hermosa envuelta en esa forma tan perfecta, creada de manera tan palpable y flagrante para ser amada por toda la eternidad!
Y probablemente lo mismo siente todo animal acerca de las cosas que suele hacer en presencia de algunos objetos concretos. (…) El león ha sido creado para amar a la leona; el oso, a la osa. A la gallina clueca probablemente le parecería monstruosa la idea de que exista una criatura en el mundo para la que un nido de huevos no sea ese objeto absolutamente fascinante y preciado que es para ella, y que nunca se cansa de empollar.
Así pues, podemos estar seguros de que, por misteriosos que puedan parecernos los instintos de algunos animales, a ellos los nuestros les parecerán no menos misteriosos. [110]
Nuestros instintos más arraigados han quedado generalmente fuera del foco de la investigación, pues los psicólogos pretendían más bien comprender los actos singularmente humanos (como la cognición superior) o los que se salen de lo corriente (como los trastornos mentales). Pero los actos más automáticos y menos esforzados —los que requieren un circuito nervioso más especializado y complejo— han estado siempre delante de nosotros: la atracción sexual, el miedo a la oscuridad, la empatía, la discusión, los celos, la búsqueda de la belleza, el encontrar soluciones, el evitar el incesto, el reconocimiento de las expresiones faciales. Las vastas redes de neuronas que hay debajo de estos actos están tan afinadas que no nos damos cuenta de cómo operan normalmente. Y al igual que ocurría con los sexadores de pollos, la introspección no sirve de nada a la hora de acceder a programas impresos en el circuito. Nuestra evaluación consciente de una actividad tan sencilla o natural puede llevarnos a infravalorar enormemente la complicidad de los circuitos que la hacen posible. Las cosas fáciles son difíciles: casi todo lo que damos por sentado es neuralmente complejo.
Para ilustrarlo, consideremos lo que ha ocurrido en el campo de la inteligencia artificial. En la década de 1960 se hicieron rápidos progresos en programas que tenían que ver con el conocimiento basado en los hechos, como por ejemplo «un caballo es una clase de mamífero». Pero entonces el avance se frenó hasta casi detenerse. Resultó mucho más difícil resolver problemas «sencillos», como caminar por una acera sin caerse del bordillo, recordar dónde está la cafetería, mantener en equilibrio un cuerpo alto sobre dos pies diminutos, reconocer a un amigo o entender un chiste. Las cosas que hacemos de manera rápida, eficiente e inconsciente son tan difíciles de describir en detalle que siguen siendo problemas sin resolver.
Cuanto más obvia y natural parece una cosa, más tenemos que sospechar que nos parece así sólo porque se sustenta sobre un inmenso circuito. Como vimos en el capítulo 2, el acto de ver es tan fácil y rápido precisamente porque se sustenta en una maquinaria complicada y dedicada a ello. Cuanto más natural y evidente parece una cosa, menos lo es . [111] Nuestros circuitos de la lujuria no se activan al ver una rana desnuda porque no copulamos con las ranas y porque tienen poco que ver con nuestro futuro genético. Por otro lado, tal como vimos en el primer capítulo, sí que nos importa la dilatación de los ojos de una mujer, porque eso transmite importante información acerca de su interés sexual. Vivimos dentro del umwelt de nuestros instintos, y lo normal es que tengamos tan poca percepción de ellos como el pez del agua que lo envuelve.
¿INFIDELIDAD EN LOS GENES?
Piense en el cariño que siente por su madre, y la buena suerte de que ella le correspondiera, sobre todo cuando, siendo un bebé indefenso, la necesitaba. Ese tipo de vínculo es bastante fácil de imaginar como un hecho natural. Pero no hay más que rascar en la superficie para descubrir que los vínculos sociales se basan en sofisticados sistemas de señales químicas. Y no ocurre por defecto; ocurre a propósito. Cuando se manipulan genéticamente las crías de ratón para que carezcan de un tipo especial de receptor en el sistema opioide (que interviene en la supresión del dolor y la recompensa), dejan de importarles el estar separados de sus madres. [127] Profieren menos gritos. Esto no significa que las cosas en general no les importen, de hecho, reaccionan más que los ratones normales ante un macho amenazante o a temperaturas frías. Se trata simplemente de que no parecen tener ningún vínculo con la madre. Cuando se les da a elegir entre los olores procedentes de su madre y los olores de un ratón desconocido, les da igual elegir uno que otro. Lo mismo sucede cuando se les presenta el nido de su madre y el nido de una desconocida. En otras palabras, en el caso de los cachorros tienen que funcionar los programas genéticos correctos para que se interesen por sus madres. Este tipo de problema podría explicar trastornos que implican dificultades con el afecto, como por ejemplo el autismo.
El tema de la fidelidad a la pareja está relacionado con el tema del vínculo parental. El sentido común nos dirá que la monogamia es una decisión basada en el carácter moral, ¿no? Pero, para empezar, eso nos lleva a la cuestión de qué constituye el «carácter». ¿Podría estar también guiado por mecanismos que vuelan por debajo del radar de la conciencia?
Consideremos el ratón de campo. Esta pequeña criatura excava caminos subterráneos poco profundos y permanece activa todo el año. Pero contrariamente a otros ratones y otros mamíferos en general, este ratón permanece monógamo. Forma vínculos de pareja que duran toda la vida, y anidan juntos, se dan calor, se cuidan y crían a los hijos como un equipo. ¿Por qué muestran este comportamiento de relación comprometida mientras sus primos cercanos son más disipados? La respuesta se basa en las hormonas.
Cuando un ratón macho copula repetidamente con una hembra, se libera en su cerebro una hormona llamada vasopresina. La vasopresina está relacionada con receptores situados en una parte del cerebro llamada núcleo accumbens, y la hormona transmite una sensación placentera que se asocia con la hembra. Esto da pie a la monogamia, que también se conoce como vínculo de pareja. Si se bloquea esta hormona, el vínculo de pareja desaparece. De manera asombrosa, cuando los investigadores subieron los niveles de vasopresina con técnicas genéticas, indujeron un comportamiento monógamo en especies polígamas. [128]
¿Tiene alguna importancia la vasopresina en las relaciones humanas? En 2008, un equipo de investigación del Instituto Karolinska, en Suecia, examinó el gen del receptor de vasopresina en 552 hombres en relaciones heterosexuales a largo plazo. [129] Los investigadores descubrieron que una parte del gen llamado RS3 334 puede aparecer en número variable: un hombre podría no tener ninguna copia de esta sección, una copia o dos. Cuantas más copias, más débil es el efecto que la vasopresina tendría en el flujo sanguíneo. Los resultados fueron sorprendentes en su simplicidad. El número de copias guardaba correlación con el comportamiento monógamo de los hombres. Los hombres con más copias de RS3 334 sacaban peor nota al medir su vínculo de pareja, entre cuyas medidas había la solidez de su relación, los problemas maritales percibidos y la calidad marital percibida por sus esposas. Los que tenían dos copias tenían más posibilidades de quedar solteros, y si se casaban, tenían más posibilidades de sufrir problemas maritales.
Esto no significa que el libre albedrío y el entorno no cuenten…, desde luego que cuentan. Pero sí significa decir que entramos en el mundo con disposiciones distintas. Es posible que algunos hombres sientan una inclinación genética a tener y mantener una sola pareja, y que otros no. En un futuro próximo, las jóvenes que estén al tanto de las publicaciones científicas podrían exigir pruebas genéticas a sus novios para evaluar la probabilidad de que se conviertan en maridos fieles.
Recientemente, los psicólogos evolutivos han comenzado a ocuparse del amor y el divorcio. No les ha llevado mucho tiempo observar que cuando las personas se enamoran, existe un periodo de hasta tres años de duración en el cual el ardor y la pasión alcanzan un punto máximo. Las señales internas del cuerpo y el cerebro son literalmente una droga amorosa. Y entonces comienza a declinar. Desde esta perspectiva, estamos preprogramados para perder interés en una pareja sexual después de que haya pasado el tiempo necesario para criar un hijo, que es, de media, unos cuatro años. [130] La psicóloga Helen Fisher sugiere que estamos programados igual que los zorros, que mantienen un vínculo de pareja durante la época de cría y permanecen juntos el tiempo suficiente para criar a su retoño, y luego se separan. Al investigar el divorcio en casi sesenta países, Fisher ha descubierto que éste es mucho más frecuente más o menos cuatro años después del matrimonio, algo coherente con su hipótesis. [131] Desde su perspectiva, la droga del amor, generada internamente, no es más que un mecanismo eficiente para que los hombres y las mujeres permanezcan juntos el tiempo suficiente para aumentar la probabilidad de supervivencia de sus hijos. Dos progenitores son mejor que uno para la supervivencia, y la manera de conseguir esa seguridad es convencerlos para que permanezcan juntos.
Del mismo modo, los ojos grandes y las caras redondeadas de los bebés nos parecen una monada no porque posean una «monería» natural, sino por la importancia evolutiva de que los adultos cuiden de los bebés. Las líneas genéticas que no encontraron monos a sus bebés ya no existen, porque no los cuidaron debidamente. Pero los supervivientes como nosotros, cuyo umwelt mental nos impide no encontrar monos a los bebés, criamos con éxito a nuestros hijos para que formen la próxima generación.
En este capítulo hemos visto que nuestros instintos más profundos, así como los tipos de pensamientos que tenemos y que incluso podemos tener, están impresos en la maquinaria a un nivel muy profundo. «Eso es una gran noticia», podría pensar usted. «Mi cerebro está haciendo las cosas bien para sobrevivir, ¡y ni siquiera tengo que pensar en ello!». Cierto, es una gran noticia. La parte inesperada es que su yo consciente es el personaje más secundario del cerebro. Es una especie de joven monarca que hereda el trono y se atribuye la gloria del país… sin fijarse jamás en los millones de trabajadores que hacen que la nación funcione.
Necesitaremos hacer acopio de valor para comenzar a considerar las limitaciones de nuestro paisaje mental. Regresando a la película El show de Truman , hay un momento en que una mujer anónima le sugiere por teléfono al productor que el pobre Truman, que sin saberlo aparece en televisión delante de una audiencia de millones de personas, no es tanto un intérprete como un prisionero. El productor le contesta tranquilamente:
¿Y podría afirmar que no es usted también un actor en el escenario de la vida, alguien que interpreta un papel ya asignado? Él puede dejarlo en cualquier momento. Si la suya fuera algo más que una vaga ambición, si estuviera totalmente decidido a descubrir la verdad, no tenemos cómo impedírselo. Creo que lo que realmente le incomoda es que, en última instancia, Truman prefiere la comodidad de su «celda», como usted la llama.
A medida que comenzamos a explorar el escenario en que nos encontramos, descubrimos que hay un vasto territorio más allá de nuestro umwelt . La investigación es lenta y gradual, pero engendra un profundo sobrecogimiento ante la vastedad del estudio de producción.
Ya estamos preparados para pasar a un nivel más profundo del cerebro, para descubrir otra capa de secretos acerca de lo que nos hemos referido alegremente como el yo , como si fuera una sola entidad.
5. EL CEREBRO ES UN EQUIPO DE RIVALES
¿Me contradigo?
Muy bien, pues me contradigo.
(Soy grande, contengo multitudes).
WALT WHITMAN , Canto de mí mismo
¿QUIERE EL AUTÉNTICO MEL GIBSON HACER EL FAVOR DE PONERSE EN PIE?
El 28 de julio de 2006, al actor Mel Gibson lo paró la policía por conducir a casi el doble de la velocidad límite por la autopista del Pacífico de Malibú, California. El agente de policía, James Mee, lo sometió a la prueba de alcoholemia, que reveló que el nivel de alcohol en la sangre de Gibson era de 0,12, muy por encima del límite legal. En el asiento contiguo al de Gibson había una botella abierta de tequila. El agente informó a Gibson de que estaba arrestado y le pidió que entrara en el coche patrulla. Lo que distinguió ese arresto de otros por ebriedad en Hollywood fueron los comentarios sorprendentes y fuera de lugar de Gibson, quien farfulló: «Putos judíos… Los judíos son los responsables de todas las guerras del mundo». A continuación le preguntó al agente: «¿Es usted judío?». Dio la casualidad de que Mee era judío. Gibson se negó a entrar en el coche patrulla y tuvo que ser esposado.
Menos de diecinueve horas después, la página web de famosos TMZ.com obtuvo una filtración del informe manuscrito del arresto y lo colgó inmediatamente. El 29 de julio, tras una vigorosa reacción de los medios de comunicación, Gibson presentó una nota de disculpa:
Tras beber alcohol el jueves por la noche, hice algunas cosas que estuvieron mal y de las que me avergüenzo. (…) Me comporté como una persona totalmente fuera de control cuando me arrestaron, y dije cosas que no creo que sean ciertas y que son despreciables. Me siento profundamente avergonzado de todo lo que dije y me disculpo ante cualquiera que pudiera sentirse ofendido. (…) Me he deshonrado a mí y a mi familia con mi comportamiento, y lo siento de verdad. He combatido la enfermedad del alcoholismo durante toda mi vida adulta y lamento profundamente esta horrible recaída. Me disculpo por cualquier comportamiento impropio de mí en el estado de ebriedad en que me encontraba, y ya he dado los pasos necesarios para procurar superar esa enfermedad.
Abraham Foxman, director de la Liga Antidifamación, expresó su indignación ante el hecho de que en la disculpa no hubiera ninguna referencia a su afrenta antisemita. En su respuesta, Gibson publicó una nota de disculpa más larga específicamente dirigida a la comunidad judía:
No hay excusa, ni debería existir ninguna tolerancia, para cualquiera que crea o exprese cualquier tipo de comentario antisemita. Quiero disculparme de manera concreta ante cualquier miembro de la comunidad judía por las palabras vitriólicas y perniciosas que pronuncié ante un agente de la ley la noche en que fui arrestado por conducir en estado de embriaguez. (…) Los principios de lo que profeso creer dictan que he de ejercitar la caridad y la tolerancia como modo de vida. Todo ser humano es hijo de Dios, y si deseo honrar a mi Dios tengo que honrar a sus hijos. Pero, por favor, quiero decirles desde el fondo de mi corazón que no soy antisemita. No soy intolerante. Cualquier tipo de odio va en contra de mi fe.
Gibson propuso encontrarse con los líderes de la comunidad judía para «hallar el camino adecuado a la reconciliación». Parecía verdaderamente contrito, y Abraham Foxman aceptó su disculpa en nombre de la Liga Antidifamación.
¿Es en verdad Gibson antisemita? ¿O su verdadera personalidad es la que mostró después, en sus disculpas elocuentes y aparentemente sinceras?
En un artículo del Washington Post titulado «Mel Gibson: Quien habló no fue sólo el tequila», Eugene Robinson escribió: «Bueno, siento mucho su recaída, pero no me trago la idea de que un poco de tequila, y ni siquiera mucho tequila, pueda convertir a una persona sin prejuicios en un furioso antisemita… o en racista, o en homófobo, o en un fanático de uno u otro tipo. El alcohol elimina las inhibiciones, permite que todas las opiniones fluyan sin censura. Pero, para empezar, no se puede culpar al alcohol de crear y alimentar esas opiniones».
Apoyando ese punto de vista, Mike Yarvitz, el productor de televisión de Scarborough Country , bebió alcohol en el programa hasta que alcanzó un nivel en su sangre de 0,12%, el nivel de Gibson la noche de su arresto. Yarvitz informó de que no albergaba «ningún sentimiento antisemita» después de beber.
Robinson y Yarvitz, al igual que muchos otros, sospecharon que el alcohol había aflojado las inhibiciones de Gibson y revelado su auténtica personalidad. Y la naturaleza de su sospecha posee una larga historia: el poeta griego Alceo de Mitilene acuñó la expresión popular En oino álétheia (En el vino está la verdad), que fue repetida por Plinio el Viejo, In vino veritas . El talmud babilónico contiene un pasaje en el mismo sentido: «Entró el vino y salió un secreto». Posteriormente aconseja: «En tres cosas se revela un hombre: en su copa de vino, en su bolsa y en su cólera». El historiador romano Tácito afirmaba que los pueblos germánicos siempre bebían alcohol mientras celebraban un consejo para impedir que nadie mintiera.
Pero no todo el mundo estuvo de acuerdo con la hipótesis de que el alcohol reveló al verdadero Mel Gibson. El escritor del National Review John Derbyshire afirmó que: «El tipo estaba borracho, por amor de Dios. Todos decimos y hacemos cosas estúpidas cuando estamos borrachos. Si me juzgaran por mis escapadas y locuras de borrachera, me excluirían completamente de la buena sociedad, y también a usted, a menos que sea una especie de santo». El activista conservador judío David Horowitz comentó en Fox News: «La gente merece compasión cuando se mete en este tipo de líos. Creo que sería muy descortés que la gente se la negara». El psicólogo especialista en adicciones G. Alan Marlatt escribió en USA Today : «El alcohol no es el suero de la verdad. (…) Podría indicar o no sus auténticos sentimientos».
De hecho, la tarde anterior al arresto Gibson había estado en casa de un amigo, el productor de cine judío Dean Devlin, quien afirmó: «He estado con Mel cuando ha recaído en el alcoholismo, y se convierte en una persona completamente distinta. Es algo horripilante». También afirmó: «Si Mel es antisemita, el hecho de que pase tanto tiempo con nosotros [Devlin y su mujer, que también es judía] no tiene ningún sentido».
Así pues, ¿cuál es el «verdadero» Gibson? ¿El que profiere comentarios antisemitas o el que siente remordimientos y vergüenza y afirma en público: «Tiendo la mano a la comunidad judía en busca de ayuda»?
Mucha gente tiene una visión de la naturaleza humana que incluye una cara auténtica y una cara falsa: en otras palabras, los seres humanos poseen un único objetivo auténtico, y el resto es decoración, evasión o disimulo. Es algo intuitivo pero incompleto. Un estudio del cerebro precisa una visión de la naturaleza humana más matizada. Como lo veremos en este capítulo, estamos hechos de muchas subpoblaciones nerviosas; como lo expresó Whitman: contenemos «multitudes». Aun cuando los detractores de Gibson siguen insistiendo en que es realmente antisemita, y sus defensores en que no, es posible que ambos defiendan una historia incompleta que apoye sus propias inclinaciones. ¿Hay alguna razón para creer que en nuestro cerebro puede haber partes racistas y otras no racistas?
LA DEMOCRACIA DE LA MENTE
El factor que la teoría de Minsky pasó por alto fue el de la competencia entre expertos, donde todos creen saber la manera correcta de resolver el problema. Al igual que en una buena obra de teatro, el cerebro humano se basa en el conflicto.
En una línea de montaje o en un ministerio gubernamental, cada trabajador es un experto en una pequeña tarea. Por el contrario, los partidos políticos de una democracia sostienen opiniones distintas acerca de los mismos temas , y la parte importante del proceso es la batalla por guiar la nave del Estado. Los cerebros son como democracias representativas. [138] Están compuestos de múltiples expertos que se solapan, y que son quienes discuten y defienden opciones distintas. Tal como Walt Whitman conjeturó de manera correcta, somos grandes y albergamos multitudes. Y esas multitudes libran una batalla crónica.
Existe una conversación permanente entre las diferentes facciones de su cerebro, y cada una compite por controlar el único canal de salida, que es su comportamiento. Como resultado, puede llevar a cabo las extrañas proezas de discutir consigo mismo, insultarse y engatusarse para hacer algo: proezas que nuestros ordenadores modernos simplemente son incapaces de hacer. Cuando la anfitriona de una fiesta le ofrece tarta de chocolate, se encuentra entre la espada y la pared: hay partes de su cerebro que han evolucionado para desear la rica fuente de energía que es el azúcar, y otras que se preocupan por las consecuencias negativas, como la salud de su corazón o el volumen de sus michelines. Una parte de usted quiere la tarta, y otra parte intenta reunir la entereza para renunciar a ella. El voto final del parlamento determina qué parte controla su acción, es decir, si alarga la mano o la levanta. Al final, se come la tarta de chocolate o no, pero no puede hacer las dos cosas.
Debido a estas multitudes internas, las criaturas biológicas pueden estar en conflicto. El término conflicto no podría ser acertadamente aplicado a una entidad que posee un solo programa. Su coche no puede tener ningún conflicto acerca de hacia dónde girar: posee un volante dirigido por un solo conductor, y sigue las órdenes sin queja alguna. El cerebro, por otro lado, puede tener dos opiniones, y a menudo muchas más. No sabemos si girar hacia la tarta o apartarnos de ella, pues hay varias manos en el volante de nuestro comportamiento.
Consideremos el siguiente experimento sencillo con una rata de laboratorio: si coloca comida y una descarga eléctrica al final de un corredor, la rata se queda parada a cierta distancia del final. Comienza a acercarse, pero retrocede; comienza a retroceder pero de pronto encuentra valor para volver a acercarse. Oscila, en conflicto. [139] Si le coloca a la rata un pequeño arnés para medir la fuerza con la que avanza exclusivamente hacia la comida, y de manera separada mide la fuerza con que se aparta de la descarga eléctrica, descubrirá que la rata se queda atascada en el punto en que las dos fuerzas son iguales y se anulan. La atracción es igual a la repulsión. La desconcertada rata tiene dos pares de patas sobre el volante, y cada una tira en dirección contraria, con el resultado de que no puede ir hacia ninguna parte.
Los cerebros —ya sean humanos o de rata— son máquinas compuestas de partes en conflicto. Si construir un artilugio con divisiones internas parece extraño, considere que ya hemos construido máquinas sociales de este tipo: acuérdese del jurado popular. A doce desconocidos con diferentes opiniones se les asigna la tarea de llegar a un consenso. Los miembros del jurado debaten, intentan convencerse, se influyen, ceden…, y al final el jurado consigue tomar una decisión. Tener opiniones distintas no es obstáculo para el sistema del jurado, sino su rasgo fundamental.
Inspirado por el arte de construir consensos, Abraham Lincoln decidió colocar a sus adversarios William Seward y Salmon Chase en el gabinete presidencial. Escogió, en la memorable expresión de la historiadora Doris Kearns Goodwin, un equipo de rivales. Los equipos de rivales son fundamentales en la moderna estrategia política. En febrero de 2009, cuando la economía de Zimbabue estaba en caída libre, el presidente Robert Mugabe consintió en compartir el poder con Morgan Tsvangirai, un rival al que anteriormente había intentado asesinar. En marzo de 2009, el presidente chino Hu Jintao nombró a dos líderes de una facción vehementemente opuesta, Xi Jinping y Li Keqiang, para que le ayudaran a construir el futuro económico y político de China.
Mi propuesta es que como mejor se comprende el cerebro es como un equipo de rivales, y el resto de este capítulo explorará este concepto: quiénes son los partidos, cómo compiten, cómo se mantiene la unión y qué ocurre cuando ésta se deshace. A medida que avancemos, recuerde que las facciones que compiten suelen tener la misma meta —la prosperidad del país— pero a menudo diferentes maneras de conseguirla. Tal como lo expresó Lincoln, los rivales deberían convertirse en aliados «en aras de un bien mayor», y para las subpoblaciones nerviosas el interés común es la prosperidad y supervivencia del organismo. De la misma manera que liberales y conservadores aman su país por igual pero pueden poseer estrategias diametralmente distintas para guiarlo, también el cerebro posee facciones que compiten y que creen conocer la manera correcta de resolver los problemas.
TIEMPO DE MATEMÁTICAS, TIEMPO DE MATAR
La batalla entre el sistema racional y el emocional se pone de relieve en lo que los filósofos denominan el dilema del tranvía. Consideremos la situación: un tranvía baja a toda velocidad por las vías, fuera de control. Cinco trabajadores están haciendo reparaciones más abajo de la vía, y usted, un transeúnte, se da cuenta enseguida de que el tranvía los matará. Pero también se da cuenta de que hay unas agujas cerca de usted que puede mover, y que desviará el tranvía a una vía diferente, con lo que sólo morirá un trabajador. ¿Qué hace? (Suponiendo que no haya ninguna solución con trampa ni información oculta).
Si es como la mayoría de la gente, no vacilará a la hora de mover las agujas: es mucho mejor que muera una persona que no cinco, ¿verdad? Buena elección.
Pero el dilema tiene una vuelta de tuerca interesante: imaginemos que el mismo tranvía baja a toda velocidad por las vías, y los mismos cinco trabajadores están en peligro de muerte; pero esta vez es usted un transeúnte colocado sobre una pasarela situada justo encima de las vías. Se da cuenta de que hay un hombre obeso de pie en la pasarela, y se da cuenta de que si lo empuja y lo tira del puente, su mole será suficiente para detener el tren y salvar a los cinco trabajadores. ¿Lo empujaría?
Si es usted como casi todo el mundo, se le pondrán los pelos de punta ante la sugerencia de asesinar a una persona inocente. Pero espere un momento. ¿Qué diferencia esta elección de la anterior? ¿No está cambiando una vida por cinco? ¿No funcionan las matemáticas del mismo modo?
¿Cuál es exactamente la diferencia entre ambos casos? Los filósofos que siguen la tradición de Immanuel Kant han propuesto que la diferencia reside en cómo se utiliza a la gente. En el primer escenario, simplemente está reduciendo una situación mala (la muerte de cinco personas) a otra menos mala (la muerte de una). En el caso del hombre que está sobre la pasarela, se aprovecha de él para conseguir un fin. Ésta es una explicación popular en la literatura filosófica. Lo interesante es que podría haber un enfoque más basado en el cerebro para comprender el cambio de elección de la gente.
En la interpretación alternativa, sugerida por los neurocientíficos Joshua Greene y Jonathan Cohen, la diferencia entre los dos escenarios gira en torno al componente emocional del hecho de tocar a alguien, es decir, interactuar con él a escasa distancia. [146] Si el problema se plantea de manera que al hombre que está en la pasarela se le pueda dejar caer moviendo un interruptor a través de una trampilla, mucha gente votará que se le deje caer. Algo que tiene que ver con interactuar con la persona a poca distancia hace que casi todo el mundo desista de empujar al hombre a la muerte. ¿Por qué? Porque ese tipo de interacción personal activa las redes emocionales, con lo que el problema pasa de ser una cuestión abstracta e impersonal a convertirse en una decisión emocional y personal.
Cuando la gente considera el problema del tranvía, he aquí lo que revelan las imágenes cerebrales: en el escenario de la pasarela, se activan las zonas que intervienen en la planificación motora y la emoción. Por el contrario, en el escenario del cambio de agujas sólo se activan las áreas laterales que participan en el pensamiento racional. La gente tiene una respuesta emocional cuando ha de empujar a alguien; cuando sólo tienen que empujar una palanca, su cerebro se comporta como el señor Spock de Star Trek .
La batalla entre las redes emocionales y racionales del cerebro queda perfectamente ilustrada en un antiguo episodio de En los límites de la realidad . Parafraseo de memoria, pero la trama es más o menos así: un desconocido enfundado en un abrigo llama a la puerta de un hombre y le propone un trato. «Aquí dentro hay una caja que sólo tiene un botón. Lo único que tiene que hacer es apretar el botón y le pagaré mil dólares».
«¿Qué ocurre si aprieto el botón?», pregunta el hombre.
El desconocido le contesta: «Cuando apriete el botón, morirá alguien que no conoce y que está muy lejos».
El hombre pasa toda la noche enfrentado a ese dilema moral. La caja con el botón está sobre la mesa de la cocina. Se la queda mirando. Da vueltas a su alrededor. El sudor le cae por la frente.
Finalmente, tras evaluar su desesperada situación económica, se lanza hacia la caja y aprieta el botón. No ocurre nada. Es un anticlímax decepcionante.
Entonces llaman a la puerta. Ahí está el Desconocido del abrigo. Le entrega el dinero al hombre y coge la caja.
«Espere», le grita al hombre cuando se va. «¿Qué ocurre ahora?».
El desconocido le contesta: «Ahora recojo la caja y se la doy a la siguiente persona. A alguien que está muy lejos y a quien no conoce».
La historia pone de relieve lo fácil e impersonal que es apretar un botón: si al hombre le hubieran pedido que atacara a alguien con sus propias manos, es de suponer que se habría negado.
En una época anterior de nuestra evolución, era imposible interactuar con los demás a una distancia mayor que la que permitían las manos, los pies, o posiblemente un palo. La distancia de interacción era importante y tenía consecuencias. En la época actual, la situación es distinta: los generales, e incluso los soldados, suelen encontrarse muy lejos de la gente que matan. En Enrique VI, Segunda parte , el rebelde Jack Cade desafía a Lord Say burlándose del hecho de que nunca ha conocido de primera mano el peligro del campo de batalla: «¿Cuándo habéis golpeado a alguien en el campo de batalla?». A lo que Lord Say responde: «Los hombres importantes tienen las manos muy largas: a menudo he golpeado a algunos que no he visto nunca, y han encontrado la muerte». En la época actual podemos lanzar cuarenta Tomahawks tierra-tierra desde la cubierta de un barco de guerra en el Golfo Pérsico y el Mar Rojo con sólo apretar un botón. El resultado de apretar ese botón pueden observarlo en directo en la CNN, minutos después, quienes operan los misiles, y ver cómo los edificios de Bagdad desaparecen en medio del humo. La proximidad se pierde, y con ella la influencia emocional. Este tipo de guerra impersonal la hace desconcertantemente fácil. En la década de 1960, un ensayista político sugirió que el botón para emprender una guerra nuclear debería implantarse en el pecho del mejor amigo del presidente. De ese modo, cuando éste decidiera aniquilar a millones de personas al otro lado del planeta, primero tendría que dañar físicamente a su amigo, abriéndole el pecho para sacarle el botón. Eso al menos pondría en marcha su sistema emocional a la hora de tomar la decisión, impidiendo que la elección fuera impersonal.
Debido a que ambos sistemas nerviosos luchan para controlar el único canal de salida del comportamiento, las emociones pueden desequilibrar la balanza de la toma de decisiones. Esta antigua batalla se ha convertido para mucha gente en una directriz del tipo: Si te hace sentirte mal, probablemente es una mala elección . [147] Hay muchos contraejemplos de este enfoque (por ejemplo, uno podría sentirse desconcertado por la preferencia sexual de otra persona, y sin embargo no encontrar nada moralmente reprobable en ella), pero la emoción, de todos modos, resulta un mecanismo generalmente útil para la toma de decisiones.
Los sistemas emocionales son evolutivamente antiguos, por lo que los compartimos con muchas otras especies, mientras que el desarrollo del sistema racional es más reciente. Pero como hemos visto, la novedad del sistema racional no indica necesariamente que sea superior en sí mismo. Las sociedades no serían mejores si todo el mundo fuera como el señor Spock, todo racionalidad y ninguna emoción. Más bien, lo óptimo para el cerebro es un equilibrio, que los dos rivales internos se asocien. Ello se debe a que la aversión que sentimos a empujar al hombre de la pasarela resulta fundamental para la interacción social; la impasibilidad que uno experimenta al apretar un botón para lanzar un misil Tomahawk es perjudicial para la civilización. Es necesario cierto equilibrio entre el sistema emocional y racional, y ese equilibrio podría estar ya optimizado en los cerebros humanos mediante la selección natural. Por decirlo de otro modo, quizá lo más deseable sea una democracia con dos facciones igual de fuertes, pues si alguna de las dos tomara el poder casi seguro que el resultado sería menos óptimo. Los griegos de la Antigüedad proponían una analogía para la vida que reflejaba esta opinión: eres un auriga, y de tu carroza tiran dos poderosos caballos, el caballo blanco de la razón y el caballo negro de la pasión. El caballo blanco siempre intenta arrastrarte a un lado de la carretera, y el negro tira de ti hacia el otro. Tu trabajo consiste en mantenerlos sujetos, en refrenarlos para que sigan llevándote por en medio de la carretera.
La red emocional y la racional combaten no sólo por las decisiones morales inmediatas, sino también en otra situación que nos es familiar: cómo nos comportamos en el tiempo.
POR QUÉ EL DIABLO PUEDE DARLE LA FAMA AHORA A CAMBIO DE SU ALMA DESPUÉS
Hace unos años, los psicólogos Daniel Kahneman y Amos Tversky propusieron una pregunta engañosamente simple: si le ofreciera 100 dólares ahora mismo o 110 dólares dentro de una semana, ¿qué escogería? Casi todos los sujetos escogieron los 100 dólares de inmediato. Al parecer no valía la pena esperar toda una semana para obtener otros 10 dólares.
Entonces los investigadores transformaron ligeramente la cuestión: si le ofreciera 100 dólares dentro de cincuenta y dos semanas, o 110 dólares dentro de cincuenta y tres, ¿qué escogería? Aquí la gente solía cambiar de preferencia, y decidía esperar las cincuenta y tres semanas. Obsérvese que los dos escenarios son idénticos en el sentido de que esperar una semana más te permite obtener 10 dólares adicionales. ¿Por qué entonces se invertía la preferencia? [148]
Debido a que la gente «descuenta» el futuro, un término económico que significa que las recompensas más próximas al presente se valoran más que las recompensas de un futuro lejano. Demorar la gratificación es difícil, y hay algo muy especial en el ahora mismo que siempre posee el máximo valor. La inversión de la preferencia en el experimento de Kahneman y Tversky obedece a que ese descuento adquiere una forma peculiar: una semana parece mucho tiempo si contamos desde hoy, pero mucho menos si separa dos momentos lejanos en el tiempo, pues entonces parecen casi el mismo. Es lo mismo que si combinara dos procesos más sencillos: uno se preocupa por la recompensa a corto plazo y otro se preocupa más por el futuro.
Eso les dio una idea a los neurocientíficos Sam McClure, Jonathan Cohen y sus colegas. Reconsideraron el problema de la inversión de la preferencia a la luz de los múltiples sistemas que compiten en el cerebro. Les pidieron a algunos voluntarios que tomaran algunas de estas decisiones económicas de ahora-o-más-tarde mientras los sometían a una exploración cerebral. Los científicos buscaban un sistema que se ocupara de la gratificación inmediata, y otro que participara en la racionalidad a más largo plazo. Si los dos actuaban de manera independiente, y se enfrentaban el uno al otro, eso podría explicar los datos. Y de hecho, descubrieron que algunas estructuras cerebrales que intervenían en lo emocional quedaban enormemente activadas por la elección de recompensas inmediatas a corto plazo. Estas áreas se relacionaban con el comportamiento impulsivo, incluyendo la adicción a las drogas. En contraste, cuando los participantes optaban por recompensas a largo plazo con un mayor rendimiento, las áreas laterales de la corteza que participaban en la cognición superior y en la deliberación estaban más activas. [149] Y cuanto más alta era la actividad en estas zonas laterales, más estaban dispuestos los participantes a posponer la gratificación.
En algún momento entre 2005 y 2006, estalló la burbuja inmobiliaria en Estados Unidos. El problema fue que el 80% de las hipotecas recién concedidas eran de interés variable. Los que habían firmado hipotecas subprime de repente se encontraron con mensualidades más altas y sin ninguna posibilidad de refinanciación. La morosidad aumentó a un ritmo vertiginoso. Entre finales de 2007 y 2008, en los Estados Unidos fueron ejecutadas casi un millón de hipotecas. Los valores respaldados por las hipotecas rápidamente perdieron casi todo su valor. En casi todo el mundo el crédito se redujo. La economía se hundía.
¿Qué tenía que ver esto con los sistemas que competían en el cerebro? Las ofertas de hipotecas subprime estaban perfectamente optimizadas para aprovechar el sistema de lo-quiero-ahora: compre esta hermosa casa ahora con mensualidades muy bajas, impresione a sus amigos y a sus padres, viva más cómodamente de lo que había creído posible. En algún momento la tasa de interés de su hipoteca de interés variable subirá, pero falta mucho, es algo que queda oculto en la neblina del futuro. Al apelar directamente a estos circuitos de gratificación instantánea, las entidades crediticias casi consiguieron acabar con la economía americana. Tal como observó Robert Schiller tras la crisis de las hipotecas subprime, las burbujas especulativas son provocadas por «el optimismo contagioso, al parecer inmune a los hechos, que a menudo impera cuando los precios suben. Las burbujas son primordialmente fenómenos sociales; hasta que las comprendamos y abordemos la psicología que las alimenta, van a seguir formándose». [150]
Cuando comenzamos a buscar ejemplos de lo-quiero-ahora, los encontramos por todas partes. Hace poco conocí a un hombre que aceptó 500 dólares cuando era estudiante en la universidad a cambio de donar su cuerpo a la Facultad de Medicina a su muerte. A todos los alumnos que aceptaron el trato les hicieron un tatuaje en el tobillo en el que se indica el hospital donde habrá que entregar su cadáver dentro de décadas. Es un buen acuerdo para la facultad: 500 dólares no parece un mal precio, mientras que la muerte es inconcebiblemente lejana. No hay nada malo en donar el propio cuerpo, aunque sirve para ilustrar el arquetípico conflicto de proceso doble, el trato proverbial con el diablo: tus deseos concedidos ahora a cambio de tu alma en un futuro lejano.
Este tipo de batallas nerviosas a menudo están detrás de la infidelidad conyugal. Los esposos se hacen promesas en un momento de amor sincero, pero posteriormente pueden encontrarse en una situación en la que la tentación incline su toma de decisiones en el otro sentido. En noviembre de 1995, el cerebro del Bill Clinton decidió que arriesgar el liderazgo futuro del mundo libre quedaba compensado por el placer que tenía la oportunidad de experimentar en aquel momento con la encantadora Monica.
Así que cuando hablamos de una persona virtuosa no nos referimos necesariamente a alguien que no tiene tentaciones, sino más bien a alguien capaz de resistir las tentaciones. Nos referimos a alguien que no deja que la batalla se incline hacia el lado de la gratificación instantánea. Valoramos a esas personas porque es fácil ceder a los impulsos y tremendamente difícil ignorarlos. Sigmund Freud observó que los argumentos que surgen del intelecto o de la moralidad son débiles cuando se enfrentan a las pasiones y deseos humanos, [151] que es el motivo por el que las campañas de «simplemente di no» o practica la abstinencia nunca funcionarán. También propuso que este desequilibrio entre la razón y la emoción podría explicar la perseverancia de la religión en la sociedad: las religiones del mundo están optimizadas para conectar con las redes emocionales, y los grandes argumentos de la razón significan poco contra una atracción tan poderosa. De hecho, los intentos soviéticos por suprimir completamente la religión sólo tuvieron éxito parcialmente, y en cuanto el gobierno se derrumbó, las ceremonias religiosas regresaron en abundancia.
La observación de que la gente está hecha de deseos a corto y largo plazo en conflicto no es nueva. Los textos judíos de la Antigüedad postulaban que el cuerpo está compuesto de dos partes que interactúan: un cuerpo ( guf ), que quiere siempre las cosas ahora, y un alma ( nefesh ) cuya perspectiva es a más largo plazo. De manera parecida, los alemanes utilizan una imaginativa expresión para las personas que intentan demorar la gratificación: deben superar su innerer schweinhund («falta de voluntad»), cuya traducción literal, para asombro de los anglohablantes, es «cerdo interior».
Su comportamiento —lo que usted hace en el mundo— es simplemente la resultante final de esas batallas. Pero la historia mejora, porque las diferentes partes del cerebro pueden enterarse de sus interacciones mutuas. Como resultado, la situación rápidamente sobrepasa el simple pulso entre los deseos a corto y largo plazo y entra en el ámbito de un proceso sorprendentemente sofisticado de negociación.
DE MUCHAS MENTES
Para ilustrar el esquema de equipos de rivales, he llevado a cabo la simplificación de subdividir la neuroanatomía en los sistema racional y emocional. Pero no quiero dar la impresión de que son éstas las únicas facciones que compiten. De hecho, esto no es más que el principio de cómo funciona el equipo de rivales. Miremos donde miremos, encontramos sistemas solapados que compiten.
Uno de los ejemplos más fascinantes de sistemas en competencia puede verse en los dos hemisferios cerebrales, el derecho y el izquierdo. Los hemisferios son bastante parecidos, y están conectados por una densa autopista de fibras denominada cuerpo calloso. Nadie había imaginado que los hemisferios izquierdo y derecho formaran las dos mitades de un equipo de rivales hasta la década de 1950, cuando se llevaron a cabo una serie de operaciones poco habituales. Los neurobiólogos Roger Sperry y Ronald Meyers, en algunas operaciones experimentales, seccionaron los cuerpos callosos de gatos y monos. ¿Qué ocurrió? Poca cosa. Los animales actuaban normalmente, como si esa sólida banda de fibras que conecta las dos mitades realmente no fuera necesaria.
A resultas de este éxito, en 1961 se practicaron por primera vez operaciones de cerebro dividido en pacientes humanos epilépticos. Para éstos, una operación que impidiera que los ataques se propagaran de un hemisferio a otro era la última esperanza. Y las operaciones funcionaron muy bien. Una persona que había sufrido terriblemente a causa de esos ataques extenuantes ahora podía llevar una vida normal. Incluso con las dos mitades del cerebro separadas, el paciente parece actuar igual que antes. Se acordaba de todo normalmente y aprendía nuevas cosas sin dificultad. Era capaz de amar, reír, bailar y pasarlo bien.
Pero algo extraño ocurría. Si se utilizaban estrategias inteligentes para transmitir información sólo a un hemisferio y no al otro, entonces ese hemisferio aprendía esa cosa y el otro no. Era como si la persona tuviera dos cerebros independientes. [159] Y los pacientes podían llevar a cabo tareas distintas al mismo tiempo, algo que los cerebros normales son incapaces de hacer. Por ejemplo, con un lápiz en cada mano, los pacientes de cerebro dividido podían dibujar simultáneamente figuras incompatibles, como un círculo y un triángulo.
Había más. El principal circuito motor del cerebro intercambia los dos lados: el hemisferio derecho controla la mano izquierda y el hemisferio izquierdo controla la mano derecha. Y este hecho permite una demostración extraordinaria. Imagine que la palabra manzana se muestra al hemisferio izquierdo, y la palabra lápiz se muestra al mismo tiempo al hemisferio derecho. Cuando a un paciente de cerebro dividido se le pide que coja el objeto que acaba de ver, la mano derecha cogerá la manzana, y la izquierda cogerá al mismo tiempo el lápiz. Ambos hemisferios viven ahora de manera independiente, desconectados.
Con el tiempo, los investigadores acabaron comprendiendo que los dos hemisferios poseen personalidades y habilidades un tanto distintas: entre ellas, la capacidad de pensar en abstracto, de crear historias, de hacer inferencias, determinar el origen de un recuerdo, y saber elegir en un juego de azar. Roger Sperry, uno de los neurobiólogos pioneros en los estudios de cerebro dividido (gracias a los cuales cosechó el Premio Nobel), acabó comprendiendo que el cerebro posee «dos ámbitos separados de conciencia; dos sistemas de sentir, entender, pensar y recordar». Las dos mitades constituyen un equipo de rivales: agentes con las mismas metas pero con maneras de conseguirlas un tanto distintas.
En 1976, el psicólogo estadounidense Julian Jaynes sugirió que hasta finales del segundo milenio antes de Cristo, los humanos no poseían conciencia introspectiva, y que sus mentes estaban esencialmente divididas en dos, donde el hemisferio izquierdo seguía las órdenes del hemisferio derecho. [160] Estas órdenes, en forma de alucinaciones auditivas, eran interpretadas como las voces de los dioses. Jaynes aventura que hace unos tres mil años esta división del trabajo entre el hemisferio izquierdo y el derecho comenzó a romperse. A medida que los hemisferios comenzaban a comunicarse con más fluidez, fueron capaces de desarrollarse procesos cognitivos como la introspección. Afirma que el origen de la conciencia fue el resultado de la capacidad de los dos hemisferios de sentarse a una mesa y resolver sus diferencias. Nadie sabe todavía si la teoría de Jaynes tiene algún fundamento, pero la propuesta es demasiado interesante como para ignorarla.
Los dos hemisferios parecen casi idénticos anatómicamente. Es como si estuvieran equipados con el mismo modelo básico de hemisferio cerebral en los dos lados del cráneo, y ambos asimilaran datos del mundo de maneras un tanto distintas. En esencia, se trata del mismo molde estampado dos veces. Y nada podría ser más conveniente para un equipo de rivales. El hecho de que las dos mitades sean dobles del mismo plan básico queda en evidencia al practicar un tipo de operación llamada hemisferectomía, en la que se extirpa toda la mitad del cerebro (se lleva a cabo en casos de epilepsia intratables causados por la encefalitis de Rasmussen). Lo asombroso es que si la operación se lleva a cabo en un niño de más o menos ocho años, éste se encuentra perfectamente. Déjenme que lo repita: el niño, con sólo medio cerebro, está perfectamente. Puede comer, leer, hablar, resolver problemas de matemáticas, hacer amigos, jugar al ajedrez, amar a sus padres, y todo lo que haría un niño con los dos hemisferios. Observemos que no es posible eliminar cualquier mitad del cerebro: no se puede eliminar la mitad frontal o la mitad posterior y esperar que el paciente sobreviva. Pero las mitades izquierda y derecha se revelan casi como copias una de otra. Aunque elimines una, todavía te queda la otra, con funciones más o menos superfluas. Igual que dos partidos políticos. Si los republicanos o los demócratas desaparecieran, el otro seguiría siendo capaz de gobernar el país. El enfoque sería un tanto distinto, pero las cosas seguirían funcionando.
LA SOLIDEZ DE UN SISTEMA MULTIPARTIDISTA
Los miembros de un equipo a menudo pueden disentir, pero no tienen por qué hacerlo. De hecho, durante gran parte del tiempo los rivales disfrutan de una concordancia natural. Y ese simple hecho permite que un equipo de rivales sea robusto cuando pierde partes del sistema. Regresemos a la hipótesis de la desaparición de un partido político. Imaginemos que todos los dirigentes clave de un partido político mueren en un accidente de avión, y consideremos que esto es más o menos análogo a una lesión cerebral. En muchos casos, la pérdida de un partido desenmascararía las opiniones opuestas y polarizadas de un grupo rival, tal como ocurre cuando se dañan los lóbulos frontales, lo que permite un mal comportamiento, como hurtar u orinar en público. Pero hay otros casos, quizá mucho más corrientes, en los que la desaparición de un partido político pasa inadvertida, porque todos los demás partidos sostienen más o menos la misma opinión del asunto (por ejemplo, la importancia de financiar la recogida de basura en los barrios periféricos). Ésta es una característica distintiva de un sistema biológico robusto: los partidos políticos pueden perecer en un trágico accidente y la sociedad sigue funcionando, a veces con poco más que un pequeño sobresalto para el sistema. Podría ocurrir que por cada extraño caso clínico en el que una lesión cerebral conduce a un comportamiento extravagante en el comportamiento o en la percepción, hubiera cientos de casos en los que existan partes dañadas del cerebro sin ninguna señal clínica detectable.
Una ventaja de los dominios que se solapan puede verse en el fenómeno recientemente descubierto de la reserva cognitiva . Se ha descubierto que mucha gente, al hacerle la autopsia, muestra la devastación nerviosa de la enfermedad de Alzheimer, pero en vida no había mostrado ningún síntoma. ¿Cómo es posible? Resulta que esas personas siguieron manteniendo ocupado su cerebro hasta una edad avanzada permaneciendo activos en sus carreras, haciendo crucigramas o llevando a cabo otras actividades que conservaban su población nerviosa en plena forma. Y al permanecer mentalmente vigorosos construyeron lo que los neuropsicólogos denominan reserva cognitiva. No es que la gente cognitivamente en forma no padezca Alzheimer; es que sus cerebros cuentan con una protección contra los síntomas. Aun cuando se degraden partes de su cerebro, poseen otras maneras de solventar los problemas. No se quedan atascados buscando una sola solución, sino que, gracias a haberse pasado la vida buscando y elaborando estrategias redundantes, poseen soluciones alternativas. Cuando se degrada alguna parte de la población nerviosa, ni siquiera se la echa de menos.
La reserva cognitiva —y la solidez en general— se alcanza cubriendo un problema con soluciones que se solapan. Como analogía pensemos en un manitas. Si posee varias herramientas en su caja, perder un martillo no supone el final de su carrera. Puede utilizar la palanca o la parte plana de la llave inglesa. El manitas que sólo posee un par de herramientas está en peor situación.
El secreto de la redundancia nos permite comprender lo que antes era un extrañísimo misterio clínico. Imaginemos que un paciente tiene una lesión que afecta a gran parte de su corteza visual primaria, y ha perdido la mitad de su campo visual. Usted, el experimentador, coge una figura de cartón, se le acerca al lado ciego, y le pregunta:
—¿Qué ve?
—No tengo ni idea —dice esa persona—. La mitad de mi campo visual está ciego.
—Lo sé —dice usted—. Pero intente adivinarlo. ¿Ve un círculo, un cuadrado o un triángulo?
—De verdad que no lo sé decir —insiste esa persona—. No veo nada. Estoy ciego.
—Lo sé —repite usted—, lo sé. Pero intente adivinarlo .
Al final, exasperada, esa persona dice que la forma es un triángulo. Y acierta , muy por encima de lo que sería de esperar por la ley de probabilidades. [166] Aun cuando sea ciega, puede tener una corazonada, lo que indica que en su cerebro hay algo que ve. Y no es la parte consciente que depende de la integridad de la corteza visual. Este fenómeno se denomina vista ciega, y nos enseña que cuando la visión consciente se pierde, todavía quedan trabajadores de la fábrica subcortical entre bastidores operando los programas normales. Por lo que el eliminar partes del cerebro (en este caso la corteza) revela estructuras subyacentes que hacen lo mismo, sólo que no tan bien. Y desde un punto de vista neuroanatómico, no le resulta sorprendente: después de todo, los reptiles pueden ver aunque no tengan corteza. No ven tan bien como nosotros, pero ven. [167]
Detengámonos un momento a considerar cómo el esquema del equipo de rivales ofrece una manera de considerar el cerebro distinta a la que se enseñaba tradicionalmente. Mucha gente tiende a asumir que el cerebro se puede dividir en regiones perfectamente diferenciadas que codifican, pongamos, las caras, las casas, los colores, los cuerpos, el uso de una herramienta, el fervor religioso, etc. En eso se basaba la ciencia decimonónica de la frenología, según la cual las protuberancias del cráneo supuestamente nos decían algo del tamaño de las áreas que había debajo. La idea era que a cada parte del cerebro se le podía asignar un etiqueta en el mapa.
Pero la biología rara vez —si alguna— funciona de ese modo. El esquema del equipo de rivales presenta un modelo del cerebro que posee múltiples maneras de representar el mismo estímulo. Esta perspectiva supone la sentencia de muerte para aquellos que pensaban que cada parte del cerebro sirve para una función fácilmente clasificable.
Observemos que el impulso frenológico ha vuelto a salir a la palestra debido a nuestra capacidad actual de visualizar el cerebro con la producción de neuroimágenes. Tanto los científicos como los legos se ven seducidos por la fácil trampa de querer asignar a cada función del cerebro una ubicación específica. Quizá porque se hace sentir la presión de encontrar una explicación sencilla, en los medios de comunicación (e incluso en la literatura científica) ha surgido un constante flujo de noticias que ha creado la falsa impresión de que acaba de descubrirse la zona del cerebro donde ocurre esto o lo otro. Tales noticias alimentan las esperanzas de la gente de poder etiquetarlo todo fácilmente, pero la verdadera situación es mucho más interesante: las continuas redes de circuitos nerviosos cumplen sus funciones utilizando estrategias múltiples y descubiertas de manera independiente. El cerebro se adapta bien a la complejidad del mundo, pero mal a la cartografía bien delimitada.
MANTENER LA UNIÓN: LAS GUERRAS CIVILES EN LA DEMOCRACIA DEL CEREBRO
En la exagerada película de culto Terroríficamente muertos (Evil Dead 2) , la mano derecha del protagonista adquiere vida propia e intenta matarlo. La escena degenera en una reproducción de lo que podría encontrar en un patio de recreo de sexto curso: el héroe utiliza la mano izquierda para contener la derecha, que intenta atacarle la cara. Al final se corta la mano con una sierra mecánica e inmoviliza la mano que todavía se mueve bajo un cubo de basura boca abajo. Apila libros sobre el cubo para que la mano no pueda salir, y el observador atento puede ver que el libro que hay encima de todo es Adiós a las armas de Hemingway.
Por absurda que pueda parecer esta escena, se trata de hecho de un trastorno llamado síndrome de la mano ajena . Aunque no es tan dramático como la versión de Terroríficamente muertos , la idea es más o menos la misma. En el síndrome de la mano ajena, que puede ser consecuencia de la operación de cerebro dividido que comentamos unas cuantas páginas más atrás, las dos manos expresan deseos en conflicto. Un paciente con una mano «ajena» puede que intente coger una galleta para llevársela a la boca, mientras que la mano que se comporta normalmente agarra la otra por la muñeca para impedírselo. Luchan. O una mano coge el periódico y la otra lo aparta de un manotazo. O una mano sube la cremallera de una chaqueta y la otra la baja. Algunos pacientes con el síndrome de mano ajena han descubierto que chillar «¡Basta!» hace que el otro hemisferio (y la mano ajena) dé marcha atrás. Pero, aparte de ese mínimo control, la mano actúa según sus propios programas inaccesibles, y por eso se la califica de ajena, porque la parte consciente del paciente parece carecer de capacidad predictiva por lo que se refiere a ella; no la siente como si fuera parte de su personalidad. Un paciente que se halla en esta situación a menudo dice: «Juro que no estoy haciendo esto». Lo cual nos devuelve a uno de los puntos principales de este libro: ¿quién es el yo ? Lo está haciendo su propio cerebro, no el de otra persona. Lo que ocurre es que no tiene acceso consciente a esos programas.
¿Qué nos dice el síndrome de la mano ajena? Revela el hecho de que en nuestro interior hay subrutinas mecánicas y «ajenas» a las que no tenemos acceso y con las que no estamos familiarizados. Casi todos nuestros actos —desde el habla a coger una taza de café— siguen subrutinas ajenas, también conocidas como sistemas zombis. (Utilizo estos términos de manera intercambiable: zombi resalta la falta de acceso consciente, mientras que ajeno pone énfasis en lo extraños que nos son esos programas). [168] Algunas subrutinas ajenas son instintivas, mientras que otras son aprendidas; todas las que poseen los algoritmos altamente automatizados que vimos en el capítulo 3 (un servicio de tenis, sexar pollos) se convierten en programas zombis e inaccesibles cuando quedan impresos en el circuito. Cuando un jugador de béisbol profesional conecta su bate con un lanzamiento que viaja demasiado rápido para que su mente consciente pueda seguirlo, está aplicando una subrutina ajena bien afinada.
El síndrome de la mano ajena también nos dice que bajo circunstancias normales todos los programas automatizados están estrechamente controlados de tal manera que sólo puede darse un comportamiento a la vez. La mano ajena pone de relieve la manera normalmente eficaz con que el cerebro mantiene ocultos sus conflictos internos. Basta un pequeño daño estructural para destapar lo que está ocurriendo por debajo. En otras palabras, mantener la unión de los subsistemas no es algo que el cerebro haga sin esfuerzo, sino que más bien es un proceso activo. Sólo cuando las facciones comienzan a escindirse de la unión la cualidad ajena de las partes parece evidente.
Una buena ilustración de las rutinas en conflicto se encuentra en el test de Stroop, una tarea que no podría tener instrucciones más simples: diga el color de la tinta en la que una palabra está impresa. Supongamos que le presento la palabra JUSTICIA escrita con letras azules. Usted dice «Azul». A continuación le presento la palabra IMPRESORA escrita en amarillo. «Amarillo». No podría ser más fácil. Pero el truco llega cuando le presento una palabra que es en sí misma el nombre de un color. Le presento la palabra AZUL de color verde. La reacción entonces no es tan fácil. Puede que a usted le salga «¡Azul!», o a lo mejor se reprime y consigue exclamar: «¡Verde!». En cualquier caso, tiene un tiempo de reacción mucho más lento, y eso oculta el conflicto que tiene lugar por debajo. Esta interferencia de Stroop desvela la colisión que hay entre el impulso poderoso, involuntario y automático de leer la palabra y la tarea inusual, deliberada y esforzada que exige expresar el color de las letras. [169]
¿Recuerda la tarea de asociación implícita del capítulo 3, la que pretendía sonsacarle el racismo inconsciente? Gira en torno al tiempo de reacción más lento que el normal cuando le piden que relacione algo que le desagrada con una palabra positiva (como felicidad ). Al igual que ocurre con la tarea de Stroop, existe un conflicto subyacente entre sistemas profundamente arraigados.
«E PLURIBUS UNUM»
No sólo poseemos rutinas ajenas, también las justificamos. Poseemos maneras de explicar de manera retrospectiva nuestros actos como si éstos fueran siempre idea nuestra. Como ejemplo, al principio de este libro mencioné los pensamientos que nos vienen a la mente y cuya paternidad nos atribuimos («¡Acabo de tener una gran idea!»), aun cuando nuestro cerebro haya estado dándole vueltas a un problema durante mucho tiempo y al final nos proporcione el producto final. Constantemente fabricamos y contamos historias sobre los procesos ajenos que ocurren debajo del cráneo.
Para sacar a la luz este tipo de invención, sólo tenemos que fijarnos en otro experimento con pacientes de cerebro dividido. Como hemos visto antes, las mitades derecha e izquierda son parecidas pero no idénticas. En los humanos, el hemisferio izquierdo (que contiene casi toda la capacidad del lenguaje) puede expresar lo que siente, mientras que el mundo del hemisferio derecho sólo puede comunicar sus pensamientos ordenándole a la mano izquierda que señale, coja algo o escriba. Y este hecho abre la puerta a un experimento referente a cómo nos inventamos las cosas de manera retrospectiva. En 1978, los investigadores Michael Gazzaniga y Joseph LeDoux le enseñaron una foto de una pata de pollo al hemisferio izquierdo de un paciente con cerebro dividido y una foto de un paisaje nevado al hemisferio derecho. Entonces le pidieron al paciente que señalara qué tarjeta representaba lo que acababa de ver. Su mano derecha señaló una tarjeta con un pollo, y la izquierda señaló una tarjeta con una pala para quitar nieve. Los experimentadores le preguntaron al paciente por qué señalaba la pala. Recuerden que su hemisferio izquierdo (el que posee la capacidad del lenguaje) sólo tenía información acerca del pollo y nada más. Pero el hemisferio izquierdo, sin perder un momento, había fabricado una historia: «Oh, es muy sencillo. La pata de pollo va con el pollo, y se necesita una pala para limpiar el gallinero». Cuando una parte del cerebro hace una elección, las otras partes pueden inventarse rápidamente una historia para explicar por qué. Si usted enseña la orden «Camine» al hemisferio derecho (el que no posee lenguaje), el paciente se pone en pie y echa a andar. Si lo detiene y le pregunta por qué se marcha, el hemisferio izquierdo se inventa una respuesta y dice algo parecido a: «Me he levantado para ir a buscar un vaso de agua».
El experimento del pollo y la pala condujo a Gazzaniga y LeDoux a concluir que el hemisferio izquierdo actúa como «intérprete», observando las acciones y el comportamiento del cuerpo y asignando una narrativa coherente a esos sucesos. Y el hemisferio izquierdo actúa así incluso en cerebros normales e intactos. Los programas ocultos impulsan las acciones, y el hemisferio izquierdo crea la justificación. La idea de una explicación retrospectiva sugiere que hemos llegado a conocer nuestras actitudes y emociones, al menos parcialmente, infiriéndolas de observaciones de nuestro propio comportamiento. [170] Tal como lo expresa Gazzaniga: «Todos estos descubrimientos sugieren que el mecanismo interpretativo del hemisferio izquierdo mantiene una actividad incesante, en busca del significado de los hechos. Constantemente va en pos del orden y la razón, aun cuando no haya ninguno, lo que conduce continuamente a cometer errores». [171]
Esta invención no se limita a pacientes de cerebro dividido. También nuestro cerebro interpreta los actos de nuestro cuerpo y construye una narración en torno a ellos. Los psicólogos han descubierto que si sujeta un lápiz entre los dientes mientras lee algo, la lectura le parecerá más divertida; y eso ocurre porque la interpretación se ve influida por la sonrisa que tiene en la cara. Si se sienta recto en lugar de repantigarse, se sentirá más feliz. El cerebro asume que si la boca y la espina dorsal se comportan así, debe de ser porque están alegres.
El 31 de diciembre de 1974, el juez del Tribunal Supremo William O. Douglas quedó paralizado del lado izquierdo y confinado en una silla de ruedas por culpa de una apoplejía. Pero el juez Douglas exigió que le dieran el alta en el hospital afirmando que se encontraba bien. Declaró que los informes de su parálisis eran «un mito». Cuando los médicos expresaron su escepticismo, los invitó públicamente a acompañarlo a dar un paseo, algo que interpretaron como absurdo. Incluso afirmaba que jugaba al fútbol americano y marcaba goles con su lado paralizado. Sus colegas se quedaron perplejos ante su comportamiento aparentemente delirante, y lo convencieron de que dimitiera de su cargo en el Tribunal Supremo.
Lo que Douglas experimentó se denomina anosognosia . Este término describe una falta total de conciencia de la propia enfermedad, y el ejemplo típico es un paciente que niega completamente su evidentísima parálisis. No es que el juez Douglas estuviera mintiendo : su cerebro creía de hecho que podía moverse perfectamente. Estas invenciones ilustran a qué extremos llega el cerebro a la hora de elaborar una narrativa coherente. Cuando le piden que coloque ambas manos sobre un volante imaginario, un paciente parcialmente paralizado y anosognósico pondrá una mano, pero no la otra. Cuando le pregunten si ya ha colocado las dos manos sobre el volante, dirá que sí. Cuando se le pida al paciente que aplauda, puede que mueva una sola mano, y si se le pregunta si ha aplaudido, dirá que sí. Si usted le señala que no ha oído nada y le pide que vuelva a hacerlo, a lo mejor ni siquiera lo hace; y si le pregunta por qué, le contestará que no le apetece. De manera parecida, tal como se mencionó en el capítulo 2, una persona puede perder la visión y afirmar que sigue siendo capaz de ver perfectamente, aun cuando sea incapaz de moverse por una habitación sin chocar con los muebles. Inventa excusas para justificar su falta de equilibrio, el cambio de sitio de las sillas, etc., y constantemente niega su ceguera. Lo que hay que tener claro de la anosognosia es que el paciente no miente, y su motivación no es la maldad ni la vergüenza; lo que ocurre es que su cerebro fabrica explicaciones que proporcionan una narración coherente de lo que ocurre mientras su cuerpo sufre esa enfermedad.
Pero las pruebas que contradicen sus sentidos, ¿no deberían alertar a esas personas de que tienen un problema? Después de todo, el paciente quiere mover la mano, pero no la mueve. Quiere aplaudir, pero no oye nada. Resulta que para alertar al sistema de sus propias contradicciones se utilizan de manera fundamental ciertas regiones cerebrales, y una en particular, la denominada corteza cingulada anterior. Por culpa de estas regiones que controlan el conflicto, siempre habrá una u otra idea que acabe triunfando sobre las demás: se elabora un relato que o bien las hace compatibles o ignora una parte del debate. En circunstancias especiales de lesión cerebral, este sistema de arbitraje puede quedar dañado, y entonces el conflicto puede que no le cause ningún problema a la mente consciente. La situación queda ilustrada por una mujer a la que llamaré señora G., cuyo tejido cerebral había quedado dañado debido a una apoplejía reciente. Cuando la conocí, se estaba recuperando en el hospital, la acompañaba su marido y, en general, parecía gozar de buena salud y buen ánimo. Mi colega, el doctor Karthik Sarma, había observado la noche antes que cuando le pedían a la mujer que cerrara los ojos, ella cerraba sólo uno. Así pues, él y yo examinamos el asunto de manera más detenida.
Cuando le pedí que cerrara los ojos, la mujer dijo «Muy bien», pero cerró sólo uno, como si guiñara el ojo de manera permanente.
—¿Tiene los ojos cerrados? —le pregunté.
—Sí —dijo.
—¿Los dos?
—Sí.
Le enseñé tres dedos.
—¿Cuántos dedos le estoy enseñando, señora G.?
—Tres.
—¿Tiene los ojos cerrados?
—Sí.
Entonces, en un tono en absoluto desafiante, le dije:
—¿Y cómo sabe cuántos dedos le estoy enseñando?
Siguió un silencio interesante. De haberse podido escuchar la actividad cerebral, habríamos podido oír diferentes regiones de su cerebro combatiendo entre sí. Los partidos políticos que deseaban creer que tenía los ojos cerrados andaban a la greña con los partidos que querían que la lógica funcionara: ¿ No te das cuenta de que no podemos tener los ojos cerrados y al mismo tiempo ver lo que hay ahí fuera ? A menudo esos enfrentamientos los gana rápidamente el partido cuya posición es más razonable, pero con la anosognosia eso no siempre es posible. El paciente no dirá nada y no concluirá nada, no porque sienta vergüenza, sino simplemente porque está bloqueado. Los dos partidos llevan a cabo una guerra de desgaste, y el tema por el que disputaban finalmente es abandonado. El paciente no concluye nada acerca de la situación. Presenciarlo resulta asombroso y desconcertante.
Entonces se me ocurrió una idea. Empujé la silla de ruedas de la señora G. hasta situarla delante de un espejo y le pregunté si podía verse la cara. Dijo que sí. Entonces le pedí que cerrara los ojos. De nuevo cerró sólo uno.
—¿Tiene los dos ojos cerrados?
—Sí.
—¿Puede verse?
—Sí.
Amablemente le dije:
—¿Le parece posible verse en el espejo si tiene los dos ojos cerrados?
Silencio. Ninguna conclusión .
—¿Le parece que tiene un ojo cerrado o los dos?
Silencio. Ninguna conclusión .
Aquellas preguntas no la molestaban; tampoco cambió de opinión. Lo que en un cerebro normal habría resultado un jaque mate, en el suyo resultó una partida rápidamente olvidada.
Casos como el de la señora G. nos permiten apreciar la enorme actividad que tiene que ocurrir entre bastidores para que nuestros sistemas zombies funcionen conjuntamente de una manera fluida y lleguen a un acuerdo. Mantenerlos unidos y crear una narración convincente tiene su coste: el cerebro funciona las veinticuatro horas para darle una lógica a nuestras vidas cotidianas: ¿qué ha ocurrido y qué papel desempeña en todo ello? Inventar historias es una de las actividades básicas de nuestro cerebro. Los cerebros lo hacen con el firme objetivo de conseguir que los actos de múltiples facetas de la democracia tengan sentido. Como se lee en la moneda, E pluribus unum : de muchos, uno.
Una vez usted ha aprendido a montar en bicicleta, su cerebro no tiene que fabricar ninguna narración acerca de lo que hacen sus músculos; ya no tiene por qué seguir molestando al director ejecutivo de la conciencia. Como todo es predecible, no hay ningún relato; es libre de pensar en otros asuntos mientras pedalea. Las capacidades narrativas del cerebro se ponen en marcha sólo cuando existe un conflicto o algo resulta difícil de comprender, como es el caso de los pacientes del cerebro dividido o de los anosognósicos como el juez Douglas.
A mediados de la década de 1990, mi colega Read Montague y yo llevamos a cabo un experimento para comprender mejor cómo los humanos realizan elecciones sencillas. Les pedimos a los participantes que escogieran entre dos cartas en una pantalla del ordenador, una con la etiqueta A y la otra con la etiqueta B. Los participantes no tenían manera de saber cuál era la mejor elección, de modo que al principio decidían de manera arbitraria. La elección de su carta les proporcionaba una recompensa de entre un penique y un dólar. Entonces empezamos de nuevo y se les pidió que volvieran a escoger. Esta vez, elegir la misma carta producía una recompensa distinta. Parecía existir una pauta, pero era muy difícil de detectar. Lo que los pacientes no sabían era que la recompensa se basaba en una fórmula que incorporaba el historial de sus cuarenta elecciones anteriores, algo que al cerebro le resultaba demasiado difícil de detectar y analizar.
Lo interesante ocurrió cuando posteriormente entrevisté a los jugadores. Les pregunté qué habían hecho en la partida y por qué lo habían hecho. Me sorprendió oír todo tipo de explicaciones barrocas, como por ejemplo: «Al ordenador le gustaba que repitiera alguna carta» y «El ordenador intentaba castigarme, así que cambié mi plan de juego». En realidad, la descripción que hacían los jugadores de sus propias estrategias no casaba con lo que habían hecho, que resultó ser enormemente predecible. [172] Y sus descripciones tampoco casaban con el comportamiento del ordenador, que era puramente formulario. Lo que ocurría era que sus mentes conscientes, incapaces de asignar la tarea a un sistema zombi bien engrasado, buscaban desesperadamente un relato. Los participantes no mentían ; ofrecían la mejor explicación que podían, exactamente igual que los pacientes del cerebro dividido o los anosognósicos.
La mente busca pautas. En un término introducido por el escritor de temas científicos Michael Shermer, la mente tiende a la «pauticidad»: el intento de encontrar una estructura en datos sin sentido. [173] La evolución favorece la búsqueda de pautas, porque permite la posibilidad de reducir los misterios a programas rápidos y eficientes en el circuito nervioso.
Para demostrar la pauticidad, unos investigadores de Canadá les enseñaban a los sujetos una luz que centelleaba al azar y les pedían que escogieran entre dos botones y cuándo había que apretarlos, a fin de que el parpadeo resultara más regular. Los sujetos intentaban distintas pautas a la hora de apretar los botones, y finalmente la luz comenzaba a parpadear regularmente. ¡Lo habían conseguido! Entonces los investigadores les preguntaron cómo lo habían hecho. Los sujetos superpusieron una interpretación narrativa a lo que habían hecho, pero lo cierto es que su manera de apretar los botones no tenía nada que ver con el comportamiento de la luz: el párpado habría tendido hacia la regularidad de cualquier modo.
Para ver otro ejemplo de invención narrativa ante unos datos que resultan confusos, consideremos los sueños, que parecen ser una superposición interpretativa a las tormentas nocturnas de actividad eléctrica del cerebro. Un modelo popular en la literatura neurocientífica sugiere que las tramas de los sueños se hilvanan a partir de una actividad esencialmente azarosa: descargas de poblaciones nerviosas en el mesencéfalo. Estas señales estimulan la aparición de una escena en un centro comercial, o atisbamos a una persona amada, o sentimos una caída, o una sensación de epifanía. Todos estos momentos se entretejen dinámicamente en un relato, y por eso tras una noche de actividad cerebral te despiertas, te vuelves hacia tu pareja, y crees que tienes algo estrafalario que contar. Desde niño, no han dejado de sorprenderme los detalles tan peculiares y específicos de los personajes de mis sueños, la velocidad con que responden a mis preguntas, cómo intercambian un diálogo tan sorprendente y llevan a cabo sugerencias tan inventivas: todo tipo de cosas que «yo mismo» no habría inventado. Muchas veces he oído un chiste que no conocía en un sueño, cosa que me ha impresionado enormemente. No porque el chiste fuera divertido a la serena luz del día (que no lo era), sino porque no me podía creer que ese chiste se me hubiera ocurrido a mí . Pero es de suponer al menos que fue mi cerebro, y no el de otra persona, el que elaboró esas interesantes tramas. [174] Al igual que los pacientes del cerebro dividido como el juez Douglas, los sueños ilustran nuestra capacidad a la hora de tejer una sola narrativa a partir de un conjunto de hilos al azar. Su cerebro posee una gran habilidad a la hora de mantener el pegamento de su unión, incluso ante unos datos totalmente incoherentes.
¿POR QUÉ TENEMOS CONCIENCIA?
Casi todos los neurocientíficos estudian modelos de comportamiento animal: cómo se retrae una babosa de mar cuando se intenta tocarla, cómo reacciona un ratón ante las recompensas, cómo localiza un búho el sonido en la oscuridad. A medida que estos circuitos salen a la luz de manera científica, se revela que todos ellos no son más que sistemas zombis: modelos de circuito que responden a entradas concretas con salidas apropiadas. Si nuestro cerebro estuviera compuesto solamente por esas pautas de circuitos, ¿por qué íbamos a sentirlo como algo vivo y consciente? ¿Por qué íbamos a sentirlo, igual que les pasa a los zombis?
Hace una década, los neurocientíficos Francis Crick y Christof Koch preguntaron: «¿Por qué nuestro cerebro no consiste simplemente en una serie de sistemas zombis especializados?». [175] En otras palabras, ¿por qué tenemos conciencia de las cosas? ¿Por qué no somos más que una enorme agrupación de rutinas integradas y automatizadas que resuelven problemas?
La respuesta de Crick y Koch, al igual que la mía en los capítulos anteriores, es que la conciencia existe para controlar los sistemas ajenos automatizados, y para distribuir el control sobre ellos. Un sistema de subrutinas automatizadas que alcanza cierto nivel de complejidad (lo que desde luego se puede aplicar al cerebro humano) exige un mecanismo de alto nivel que permita que las partes se comuniquen, administre los recursos y asigne el control. Como hemos visto antes con el ejemplo del tenista que intenta aprender a servir, la conciencia es el director ejecutivo de la empresa: él establece las directrices de nivel superior y asigna nuevas tareas. En este capítulo hemos aprendido que no tiene por qué comprender el software que cada departamento utiliza en la organización; tampoco tiene por qué ver sus detallados libros de cuentas ni los recibos de ventas. Lo único que tiene que saber es a quién acudir y cuándo.
Siempre y cuando las subrutinas zombis fluyan sin problemas, el director ejecutivo no tiene de qué preocuparse. Sólo cuando algo funciona mal (pongamos que de repente todos los departamentos se dan cuenta de que sus modelos de negocios han fracasado de manera catastrófica) avisan al director ejecutivo. Piense en cuándo su conciencia tomó las riendas: en aquellas situaciones en las que los sucesos del mundo violan las expectativas . Cuando todo funciona según las necesidades y habilidades de sus sistemas zombis, prácticamente no es consciente de lo que ocurre; cuando de pronto ya no pueden con la tarea, usted se da cuenta del problema. El director ejecutivo va frenético de un lado a otro, busca soluciones y llama a todo el mundo para ver quién puede abordar mejor el problema.
El científico Jeff Hawkins ofrece un buen ejemplo de ello: un día, después de entrar en su casa, se dio cuenta de que no había sido consciente del hecho de alargar el brazo hacia el pomo de la puerta, agarrarlo y girar. Era una acción completamente robótica e inconsciente por su parte, y ello ocurría porque todo lo que tenía que ver con esa experiencia (el tacto y la localización del pomo, el tamaño y peso de la puerta, etc.) estaba ya totalmente impreso en el circuito inconsciente de su cerebro. Era algo esperado, por lo que no necesitaba participación consciente. Pero se dio cuenta de que si alguien se hubiera colado en su casa, hubiera sacado algo y lo hubiera vuelto a colocar unos cuantos centímetros a la derecha, se habría dado cuenta de inmediato. Sus sistemas zombis no le habrían permitido entrar directamente en su casa sin alertas ni preocupaciones: habría tenido lugar una violación de expectativas, y la conciencia habría tomado el mando. El director ejecutivo se despertaría, pondría en marcha las alarmas e intentaría averiguar qué podría haber ocurrido y qué había que hacer ahora.
Si cree ser consciente de casi todo lo que le rodea, piénselo de nuevo. La primera vez que va en coche a su nuevo lugar de trabajo, está atento a casi todo lo que ve por el camino. El trayecto en coche parece muy largo. Cuando ya ha ido muchas veces, es capaz de llegar sin una gran deliberación consciente. Es libre para pensar en otras cosas; tiene la impresión de haber salido de casa y haber llegado al trabajo en un pispás. Sus sistemas zombis son expertos a la hora de ocuparse de todo como siempre. Sólo que cuando ve una ardilla en la carretera, o se pasa una señal de STOP , o hay un vehículo volcado en el arcén, de repente cobra conciencia de cuanto le rodea.
Todo esto resulta coherente con un descubrimiento que hemos hecho hace dos capítulos: cuando alguien juega por primera vez a un videojuego, su cerebro rebosa actividad. Está quemando energía como un loco. A medida que tiene más práctica, la actividad cerebral es menor. Ahora tiene más eficiencia energética. Si mide la actividad cerebral de alguien y ve que es escasa durante una tarea, eso no significa necesariamente que no lo esté intentando, sino que en el pasado ya se esforzó por grabar los programas en el circuito. La conciencia intervino durante la primera fase del aprendizaje, y queda excluida del juego después de que éste haya quedado impreso en el circuito. Jugar a un sencillo videojuego se vuelve un proceso tan inconsciente como conducir un coche, hablar o llevar a cabo los complejos movimientos con los dedos necesarios para atarse el zapato. Se convierten en subrutinas ocultas, escritas en un lenguaje de programación no descifrado de proteínas y sustancias neuroquímicas, y por ahí merodean —a veces durante décadas— hasta la próxima vez que se solicita su presencia.
Desde un punto de vista evolutivo, la existencia de la conciencia parece indicarnos lo siguiente: un animal compuesto de una gigantesca cantidad de sistemas zombis sería eficiente energéticamente pero cognitivamente inflexible . Tendría programas económicos para realizar tareas concretas y sencillas, pero carecerían de una manera rápida de pasar de un programa a otro o de imponerse la meta de convertirse en experto en una tarea nueva e inesperada. En el reino animal, casi todos los animales hacen ciertas cosas muy bien (por ejemplo extraer semillas del interior de una piña), mientras que unas pocas especies (como los humanos) poseen la flexibilidad de desarrollar dinámicamente software nuevo.
Aunque la capacidad para ser flexible suena mejor, tiene su precio, y es la carga de un prolongado aprendizaje en la infancia. Ser flexible de adulto exige años de desamparo como crío. Las madres humanas normalmente dan a luz un hijo cada vez y tienen que proporcionarle un largo período de cuidados insólito (e impracticables) en el resto de los animales. En contraste, los animales que llevan a cabo tan sólo unas cuantas subrutinas muy sencillas (como por ejemplo «Cómete sólo lo que parezca comida y aléjate de los objetos muy grandes») adoptan una estrategia de crianza distinta, generalmente algo como: «Pon muchos huevos y ten fe». Sin la capacidad de crear nuevos programas, el único mantra de que disponen es: Si no puedes ser más listo que tu oponente, al menos sé más numeroso.
Así pues, ¿tienen conciencia los otros animales? En la actualidad la ciencia es incapaz de responder a esta pregunta de una manera experimental, pero yo propongo dos intuiciones. Primero, la conciencia probablemente no es una cuestión de todo o nada, sino que aparece gradualmente. Segundo, sugiero que existe una correspondencia entre cierto grado de conciencia animal y su flexibilidad intelectual. Cuantas más subrutinas posee un animal, más necesita un director ejecutivo que lidere la organización. El director ejecutivo mantiene las subrutinas unificadas; es el encargado de los zombis. Para expresarlo de otro modo, una pequeña empresa no necesita un director ejecutivo que gane tres millones de dólares al año, pero una gran corporación sí. La única diferencia es el número de trabajadores que el director ejecutivo tiene que supervisar, asignándoles tareas e imponiéndoles metas. [*]
Si coloca un huevo de color rojo en un nido de gaviotas argénteas, el animal se vuelve loco. El color rojo activa la agresividad del ave, mientras que la forma del huevo activa su instinto de empollar: el resultado es que simultáneamente intenta atacar el huevo e incubarlo. [176] Es como si los programas funcionaran a la vez sin ningún resultado productivo. El huevo rojo activa programas soberanos y en conflicto, impresos en el cerebro de la gaviota como feudos en liza. La rivalidad está ahí, pero el pájaro no tiene capacidad para arbitrar una cooperación fluida. De manera parecida, si un pez picón hembra se adentra en el territorio de un macho, éste muestra un comportamiento agresivo y de cortejo al mismo tiempo, y ésa no es manera de seducir a una dama. El pobre picón macho parece ser simplemente una colección de programas zombis de serie accionados por entradas de funcionamiento básico ( ¡Intrusión! ¡Hembra! ), y las subrutinas no han encontrado ningún método de arbitrar entre ellas, lo que parece sugerir que ni la gaviota argéntea ni el picón son animales especialmente conscientes.
Propongo que un índice útil para medir la conciencia es la capacidad de mediar con éxito entre sistemas zombis en conflicto. Un animal, cuanto más parezca un revoltijo de subrutinas integradas de entrada y salida, menor es la probabilidad de que tenga conciencia; cuanto más pueda coordinar, demorar la gratificación y aprender nuevos programas, más posible es que la posea. Si este enfoque es correcto, en el futuro se podría iniciar una serie de pruebas para medir de manera aproximada el grado de conciencia de una especie. Pensemos de nuevo en la desconcertada rata con la que nos topamos al principio del capítulo, la cual, atrapada entre el impulso de ir a buscar comida y el impulso de retroceder por la descarga eléctrica, se quedaba atascada entre ambos y oscilaba entre uno y otro. Todos sabemos lo que es tener momentos de indecisión, pero nuestro arbitraje humano entre los programas nos permite escapar de esos callejones sin salida y tomar una decisión. Rápidamente encontramos la manera de ir en un sentido o en otro mediante el engatusamiento o la censura. Nuestro director ejecutivo es lo bastante sofisticado para sacarnos de los atolladeros sencillos que inmovilizan a la pobre rata. Quizá sea en esto en lo que nuestra mente consciente —que sólo desempeña un pequeño papel en nuestra función nerviosa total— destaca realmente.
¿DÓNDE ESTÁ C3PO?
Cuando era niño, imaginaba que a fecha de hoy ya tendríamos robots: robots que nos traerían la comida, nos lavarían la ropa y conversarían con nosotros. Pero algo no funcionó en el campo de la inteligencia artificial, y el resultado es que el único robot que hay en mi casa es un aspirador que funciona solo y es moderadamente estúpido.
¿Por qué se atascó la inteligencia artificial? La respuesta es clara: la inteligencia ha resultado ser un problema tremendamente complicado. La naturaleza ha tenido la oportunidad de llevar a cabo billones de experimentos a lo largo de miles de millones de años. Los humanos sólo llevamos unas décadas arañando la superficie del problema. Durante la mayor parte del tiempo, nuestro enfoque ha sido elaborar la inteligencia desde cero, aunque recientemente ese campo ha cambiado de estrategia. A la hora de llevar a cabo progresos significativos al construir robots que piensan, ahora está claro que necesitamos descifrar los trucos que la naturaleza ha elaborado.
Sugiero que el esquema del equipo de rivales desempeñará un papel importante a la hora de desatascar el campo de la inteligencia artificial. Los enfoques anteriores han llevado a cabo el paso útil de dividir el trabajo, pero los programas resultantes son impotentes sin opiniones discrepantes. Si tenemos la esperanza de inventar robots que piensen, nuestro reto no es tan sólo concebir un subagente que resuelva de manera inteligente cada problema, sino reinventar subagentes de manera incesante, todos ellos con soluciones que se solapen, y luego enfrentarlos entre sí. Las facciones que se solapan ofrecen protección contra la degradación (pensemos en la reserva cognitiva), así como una manera inteligente de resolver los problemas mediante enfoques inesperados.
Los programadores humanos abordan un problema asumiendo que existe una manera de resolverlo que es la mejor , o que existe una manera en que el robot debería resolverla. La lección principal que podemos extraer de la biología es que es mejor cultivar un equipo de poblaciones que ataquen el problema de maneras distintas y que se solapen. El esquema del equipo de rivales sugiere que el mejor enfoque es abandonar la cuestión de «¿Cuál es la manera más inteligente de resolver ese problema?» por la de «¿Existen maneras múltiples y que se solapan de resolverlo?».
Probablemente la mejor manera de crear un equipo sea mediante un enfoque evolutivo, generando al azar pequeños programas y permitiéndoles que se reproduzcan con pequeñas mutaciones. Esta estrategia nos permite descubrir continuamente soluciones, más que intentar hallar una solución perfecta desde cero. Tal como afirma la segunda ley del biólogo Leslie Orgel: «La evolución es más inteligente que tú». Si yo tuviera que postular una ley de la biología, sería la siguiente: «Desarrolla soluciones; cuando encuentres una buena, no te detengas ».
Hasta ahora la tecnología no le ha sacado provecho a la idea de una arquitectura democrática, es decir, al esquema del equipo de rivales. Aunque su ordenador está construido a base de miles de partes especializadas, éstas nunca colaboran ni discuten. Sugiero que la organización democrática basada en el conflicto —reasumida como la arquitectura del equipo de rivales— será el preludio de una nueva y fructífera época de maquinaria de inspiración biológica. [180]
La principal lección de este capítulo es que usted está compuesto de todo un parlamento de piezas, partes y subsistemas. Más allá de una agrupación de sistemas localmente expertos, somos un conjunto de mecanismos que se solapan y se reinventan sin cesar, un grupo de facciones que compiten. La mente consciente inventa historias para explicar la dinámica en ocasiones inexplicable de los subsistemas que hay dentro del cerebro. Puede que resulte inquietante considerar hasta qué punto todas nuestras acciones están guiadas por sistemas integrados, que hacen lo que pueden, mientras nosotros los recubrimos de relatos acerca de nuestras elecciones.
Observe que la población de la sociedad mental no siempre vota cada vez exactamente igual. Es un hecho que a menudo se pasa por alto cuando se habla de la conciencia, pues lo normal es que se asuma que usted es el mismo un día tras otro, un momento tras otro. A veces es capaz de leer bien; a veces va un poco a trompicones. A veces encuentra las palabras adecuadas; otras se le traba la lengua. Hay días en que es una persona de lo más rutinaria; otros en que se lanza a la aventura. Así pues, ¿quién es usted en realidad? Tal como lo expresó el ensayista Michel de Montaigne: «Existe tanta diferencia entre nosotros y nosotros como entre nosotros y los demás».
La manera más rápida de definir una nación en cualquier momento es mediante los partidos políticos que están en el poder. Pero también queda definida por las opiniones políticas que se oyen en las calles y las casas. Para comprender globalmente una nación, hay que incluir los partidos que no están en el poder pero que podrían alcanzarlo en las circunstancias adecuadas. Del mismo modo, usted está compuesto de multitudes, aun cuando, en un momento dado, en el titular de su conciencia puede que sólo aparezca un subconjunto de todos los partidos políticos.
Regresando a Mel Gibson y a su perorata de borracho, podemos preguntarnos si existe algo parecido a una personalidad «verdadera». Hemos visto que el comportamiento es el resultado de la batalla entre sistemas internos. Quede claro que no defiendo el despreciable comportamiento de Gibson, sino que digo que el cerebro, comprendido como un equipo de rivales, puede albergar de manera natural sentimientos racistas y no racistas. El alcohol no es el suero de la verdad. Más bien suele inclinar la batalla hacia la facción irreflexiva a corto plazo, que no puede reclamar ni más ni menos que cualquier otra la condición de «verdadera». Ahora bien, podemos interesarnos por la facción irreflexiva de alguien, pues define hasta qué punto es capaz de llevar a cabo un comportamiento antisocial o peligroso. Ciertamente es racional preocuparse por el aspecto de una persona, y tiene sentido afirmar: «Gibson es capaz de tener opiniones antisemitas». Al final, se puede hablar de manera razonable de la personalidad «más peligrosa» de alguien, pero «verdadera» personalidad podría ser un apelativo poco apropiado y sutilmente peligroso.
Teniendo esto en mente, ahora podemos regresar a un descuido accidental que aparece en la disculpa de Gibson: «No hay excusa, ni debería haber tolerancia ninguna, para cualquiera que piense o exprese algún tipo de comentario antisemita». ¿Ve aquí algún error? ¿Cualquiera que piense ? Me encantaría que nadie hubiera pensado jamás ningún comentario antisemita, pero, para mejor o para peor, existen poca esperanzas de poder controlar las patologías de la xenofobia que a veces infectan los sistemas ajenos. Casi todo lo que denominamos pensar sucede muy por debajo de la superficie del control cognitivo. Este análisis no pretende exculpar a Mel Gibson de su repugnante comportamiento, pero sí destacar una cuestión suscitada por todo lo que hemos aprendido: si la conciencia posee menos control sobre la maquinaria mental de lo que habíamos intuido hasta ahora, ¿cómo afecta todo esto a la responsabilidad? Es la cuestión que pretendo analizar ahora.
6. POR QUÉ LA CUESTIÓN DE LA RESPONSABILIDAD ESTÁ MAL PLANTEADA
LA CUESTIÓN PLANTEADA POR EL HOMBRE DE LA TORRE
Un húmedo primero de agosto de 1966, Charles Whitman cogió el ascensor hacia la planta superior de la torre de la Universidad de Texas, en Austin. [181] El joven de veinticinco años subió andando tres tramos de escaleras hasta el mirador acarreando una maleta llena de armas y municiones. Al llegar arriba mató a un recepcionista con la culata de su rifle. A continuación disparó a dos familias de turistas que subían por la escalera antes de comenzar a disparar desde el mirador a la gente que pasaba por la calle de manera indiscriminada. La primera mujer que abatió estaba embarazada. Cuando algunos corrieron a ayudarla, también les disparó. Disparó a los peatones y a los conductores de ambulancias que acudieron a rescatarlos.
La noche antes Whitman se había sentado ante su máquina de escribir y redactado una nota de suicidio:
La verdad es que estos días no acabo de entenderme. Supuestamente soy un joven inteligente y razonable. Sin embargo, últimamente (no recuerdo cómo empezó) he sido víctima de muchos pensamientos inusuales e irracionales.
Cuando se propagó la noticia del tiroteo, se ordenó que todos los agentes de policía de Austin acudieran al campus. Después de varias horas, tres agentes y un ciudadano rápidamente nombrado ayudante consiguieron subir las escaleras y matar a Whitman en el mirador. Sin incluirle a él, había trece personas muertas y treinta y nueve heridas.
La historia de la matanza de Whitman ocupó los titulares nacionales del día siguiente. Y cuando la policía fue a investigar a su casa en busca de pistas, la historia adquirió matices más siniestros: a primeras horas de la mañana, antes del tiroteo, había asesinado a su madre y apuñalado a su mujer mientras dormía. Tras esos primeros asesinatos había retomado su nota de suicidio, que había continuado a mano.
Tras mucha reflexión he decidido asesinar a mi mujer, Kathy, esta noche. (…) La quiero muchísimo, y ella ha sido para mí tan buena esposa como cualquier hombre podría desear. Racionalmente no se me ocurre ninguna razón específica para hacerlo…
Aparte de la conmoción por los asesinatos, había otra sorpresa oculta: la yuxtaposición de sus actos aberrantes y una vida personal normal y corriente. Whitman había sido boy scout y marine, había trabajado de cajero en un banco y se había presentado voluntario para jefe de grupo de scouts en la Tropa de Scouts de Austin n.º 5. De niño había sacado 138 en el test de inteligencia Stanford Binet, lo que le colocó en el percentil 99. Así, después de su sangrienta e indiscriminada matanza desde la torre de la Universidad de Texas, todo el mundo reclamaba respuestas.
Y de hecho, también Whitman. En su nota de suicidio solicitaba que le hicieran la autopsia para determinar si algo había cambiado en su cerebro, pues sospechaba que así había sido. Unos meses antes de la matanza, Whitman había escrito en su diario:
Una vez estuve hablando con un médico durante dos horas e intenté transmitirle el temor a verme superado por impulsos tremendamente violentos. Tras aquella sesión, no volví a ver al médico, y desde entonces me he enfrentado solo a mi torbellino mental, al parecer en vano.
El cadáver de Whitman fue trasladado al depósito, le abrieron el cráneo y el forense extrajo el cerebro de su bóveda. Descubrió que el cerebro de Whitman mostraba un tumor del diámetro de una moneda de cinco centavos. Ese tumor, llamado glioblastoma, había surgido debajo de una estructura llamada tálamo, había empujado el hipotálamo y comprimido la tercera región llamada amígdala. [182] La amígdala participa en la regulación emocional, sobre todo por lo que se refiere al miedo y la agresión. A finales del siglo XIX , los investigadores habían descubierto que si la amígdala se deterioraba, provocaba alteraciones emocionales y sociales. [183] En la década de 1930, los biólogos Heinrich Klüver y Paul Bucy demostraron que el deterioro de la amígdala en los monos conducía a una constelación de síntomas que incluía ausencia de miedo, el embotamiento de la emoción y la aparición de reacciones exageradas. [184] Las monas con la amígdala deteriorada mostraban un comportamiento maternal inapropiado, descuidaban a sus crías e incluso las maltrataban. [185] En los humanos normales, la actividad de la amígdala aumenta cuando la gente ve caras amenazantes, se siente inmersa en situaciones que dan miedo o experimenta fobias sociales.
La intuición de Whitman acerca de su situación —el hecho de que algo en su cerebro estaba cambiando— resultó acertada.
Imagino que da la impresión de que asesiné brutalmente a mis seres amados. Sólo intentaba hacer un trabajo rápido y concienzudo. (…) Si mi seguro de vida es válido, por favor, cancelen mis deudas. (…) donen el resto anónimamente a una fundación para la salud mental. A lo mejor la investigación puede prevenir futuras tragedias de este tipo.
Otros habían observado también esos cambios. Eliane Fuess, una amiga íntima de Whitman, observó que «incluso cuando parecía perfectamente normal, daba la sensación de que intentaba controlar algo en su interior». Es de suponer que ese algo era su conjunto de programas coléricos y agresivos zombis. Sus facciones más frías y racionales se enfrentaban a las reactivas y violentas, pero la lesión a causa del tumor inclinó el voto hasta un punto en que dejó de ser una lucha justa.
El saber que Whitman padecía un tumor cerebral, ¿modifica su actitud acerca de estos asesinatos absurdos? Si Whitman hubiera sobrevivido, ¿afectaría eso a la sentencia que consideraría usted apropiada para él? ¿Cambia el tumor el grado de «culpa» que hay que achacarle? ¿Acaso no podría sucederle a usted el infortunio de desarrollar un tumor y perder el control de su comportamiento?
Y, por otro lado, ¿no sería peligroso concluir que la gente que padece un tumor está de algún modo libre de culpa, que deberían estar libres de cualquier responsabilidad por sus crímenes?
El hombre de la torre con esa masa en su cerebro nos lleva directamente al núcleo de la cuestión de la culpa. Para expresarlo en argot legal: ¿era culpable ? ¿Hasta qué punto hay que atribuirle alguna responsabilidad a alguien que padece una lesión en el cerebro que no le deja ninguna otra elección? Después de todo, no somos independientes de la biología, ¿verdad?
CAMBIA EL CEREBRO, CAMBIA LA PERSONA: PEDÓFILOS, LADRONES Y JUGADORES INESPERADOS
El de Whitman no es un caso aislado. En la interrelación entre neurociencia y derecho, los casos en los que hay daño cerebral aparecen cada vez más a menudo. A medida que desarrollamos mejores tecnologías para estudiar el cerebro, detectamos más problemas.
Observemos el caso de un hombre al que llamaré Alex, cuyas preferencias sexuales de repente comenzaron a transformarse. Pasó a interesarse por la pornografía infantil, y no sólo un poco, sino en un grado desmesurado. Dedicaba todo su tiempo a visitar páginas web y a mirar revistas de pornografía infantil. También solicitó los servicios de una prostituta en un salón de masajes, algo que no había hecho nunca. Posteriormente afirmó que quería reprimirse, pero que «le dominó el principio del placer». Procuraba ocultar sus actos, pero sus sutiles insinuaciones a su hijastra prepubescente alarmaron a su mujer, que pronto descubrió su colección de pornografía infantil. Lo echaron de casa, lo encontraron culpable de abusos deshonestos y fue condenado a rehabilitación en lugar de ir a la cárcel. En el programa de rehabilitación, hizo insinuaciones sexuales inapropiadas a miembros del personal y a otros usuarios, y al final lo expulsaron y lo mandaron a la cárcel.
Al mismo tiempo, Alex se quejaba de dolores de cabeza cada vez más intensos. La noche antes de conocer su sentencia, ya no pudo soportar más el dolor y se dirigió a urgencias. Lo sometieron a una exploración cerebral, que reveló un enorme tumor en la corteza orbitofrontal. [186] Los neurocirujanos le extirparon el tumor. El apetito sexual de Alex volvió a la normalidad.
El año siguiente a su operación cerebral, volvió su comportamiento pedófilo. El neurorradiólogo descubrió que se habían dejado una parte del tumor, que volvía a crecer. Lo sometieron a otra intervención. Tras la eliminación del resto del tumor, su comportamiento volvió de nuevo a la normalidad.
La historia de Alex pone de relieve un punto fundamental: cuando tu biología cambia, también cambian sus decisiones, sus apetitos y sus deseos. Los impulsos que daba por sentado («Soy hetero/homosexual», «Me atraen los niños/los adultos», «Soy agresivo/no agresivo», etc.) se basan en intrincados detalles de su maquinaria nerviosa. Aunque popularmente se considera que actuamos según esos impulsos por libre elección, el examen más superficial de todo lo que sabemos demuestra que ese supuesto tiene límites; veremos más ejemplos en un momento.
La repentina pedofilia de Alex ilustra que los impulsos y los deseos ocultos pueden acechar detrás de la maquinaria nerviosa de la socialización sin que nadie los detecte. Cuando el lóbulo frontal se ve comprometido, la gente se «desinhibe», revelando la presencia de los elementos más sórdidos de la democracia nerviosa. ¿Sería correcto afirmar que Alex era «fundamentalmente» un pedófilo, meramente socializado para resistir sus impulsos? Puede, pero antes de empezar a poner etiquetas, considere que probablemente usted no querría descubrir las subrutinas ajenas que merodean bajo su propia corteza frontal.
Un ejemplo común de este comportamiento desinhibido aparece en pacientes con demencia frontotemporal, una trágica enfermedad en la que los lóbulos frontales y temporales degeneran. Con la pérdida de tejido cerebral, los pacientes pierden la capacidad de controlar sus impulsos ocultos. Para frustración de sus seres amados, estos pacientes violan las normas sociales de una infinidad de maneras: roban delante de los dependientes de cualquier tienda, se quitan la ropa en público, desobedecen las señales de STOP, se ponen a cantar cuando no es el momento, ingieren comida sacada de cualquier contenedor de basura, o se muestran físicamente agresivos o sexualmente transgresores. Los pacientes con demencia frontotemporal suelen acabar en los tribunales, donde sus médicos, abogados y avergonzados hijos adultos deben explicarle al juez que el quebrantamiento de la ley no fue exactamente culpa del infractor: gran parte de su cerebro había degenerado, y en la actualidad no hay medicación para detenerlo. El 57% de los pacientes con demencia frontotemporal muestran un comportamiento que no respeta las leyes sociales y que suele acarrearles problemas con la ley, un porcentaje muy alto en comparación con sólo el 27% de los pacientes de Alzheimer. [187]
Otro ejemplo de cambios en el cerebro que conducen a cambios de comportamiento nos lo ofrece el tratamiento de la enfermedad de Parkinson. En 2001, las familias y los cuidadores de los pacientes con Parkinson comenzaron a observar algo extraño. Cuando a los pacientes se les suministraba un medicamento llamado pramipexole, algunos de ellos se volvían jugadores. [188] Y no sólo jugadores esporádicos, sino jugadores patológicos. Se trataba de pacientes que nunca habían mostrado ningún interés por el juego, y que ahora cogían un avión y se iban a Las Vegas. Un hombre de sesenta y ocho años perdió más de 200 000 dólares en seis meses en diversos casinos. Algunos pacientes se obsesionaban con el póker por internet y acumulaban facturas en tarjetas de crédito imposibles de pagar. Muchos hacían lo que podían para ocultar las pérdidas a su familia. Para algunos, la nueva adicción no se limitaba al juego, sino que los llevaba a comer y a consumir alcohol de manera compulsiva y a una hipersexualidad.
¿Qué estaba ocurriendo? Cuando se padece Parkinson se pierden parte de las células cerebrales que producen un neurotransmisor conocido como dopamina. El pramipexole desempeña el papel de la dopamina. Pero resulta que la dopamina es una sustancia química que desempeña dos funciones en el cerebro. Además de su papel en las órdenes motoras, también participa en los sistemas de recompensa, guiando a una persona hacia la comida, la bebida, las parejas y otras cosas útiles para la supervivencia. Debido al papel de la dopamina a la hora de sopesar los costes y beneficios de las decisiones, un desequilibrio en su nivel puede accionar la ludopatía, el comer con exceso y la drogadicción: comportamientos que se originan cuando el sistema de recompensa no funciona bien. [189]
Los médicos ahora están atentos a estos cambios de comportamiento como un posible efecto secundario de los medicamentos con dopamina como el pramipexole, y en la etiqueta aparece claramente una lista de advertencia. Cuando surge un problema con el juego, los familiares de cuidadores tienen órdenes de proteger las tarjetas de crédito del paciente y vigilar atentamente sus actividades en internet y sus salidas locales. Por suerte, los efectos de este medicamento son reversibles: el médico simplemente disminuye la dosis y el comportamiento ludópata desaparece.
La lección está clara: un pequeño cambio en el equilibrio de la química del cerebro puede causar grandes cambios en el comportamiento, y éste no se puede separar de su biología. Si nos gusta creer que la gente elige libremente su comportamiento (como en el caso de «No juego porque tengo mucha voluntad»), casos como el de Alex el pedófilo, los pacientes frontotemporales que roban y los pacientes de Parkinson que juegan de manera compulsiva podrían animarnos a examinar nuestras opiniones con más cautela. Quizá no todo el mundo sea igual de «libre» a la hora de elegir una opción socialmente apropiada.
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DAVID EAGLEMAN (Nuevo México, 1971) es un neurocientífico del Baylor College of Medicine, donde dirige el Laboratorio de Percepción y Acción, así como la Iniciativa sobre Neurociencia y Derecho. Asimismo es Guggenheim Fellow. Publica sus trabajos de investigación en prestigiosas revistas científicas como Science y Nature . Entre sus libros como neurocientífico están Live-Wired: The Shape-Shifting Plasticity of the Brain y Wednesday is Indigo Blue: Discovering the Brain of Synesthesia . Incógnito se mantuvo firmemente en las listas de los libros más vendidos del New York Times .
ADÓNDE VAS, DÓNDE HAS ESTADO
Muchos de nosotros creemos que todos los adultos poseen la misma capacidad para llevar a cabo elecciones sensatas. Como idea no está mal, pero es errónea. Las diferencias entre un cerebro y otro son enormes, y no sólo influye la genética, sino el entorno en el que crece cada uno. Hay muchos «patógenos» (tanto químicos como conductuales) que pueden influir en cómo acabamos siendo; entre éstos se incluye el abuso de sustancias por parte de la madre durante la gestación, el estrés maternal y el nacer con poco peso. Cuando un niño crece, que se le desatienda o se le maltrate, o que sufra lesiones en la cabeza, pueden causar problemas en el desarrollo mental. Una vez el niño es adulto, el abuso de ciertas sustancias y la exposición a algunas toxinas pueden dañar el cerebro, modificar la inteligencia, la agresividad y la capacidad de tomar decisiones. [190] La gran campaña de las instituciones de salud pública para eliminar la pintura que contiene plomo surgió al demostrarse que incluso niveles bajos de plomo pueden provocar daño cerebral y hacer que los niños sean menos inteligentes y, en algunos casos, más impulsivos y agresivos. Cómo acaba uno siendo depende de dónde ha estado. Así que cuando pensamos en culpar a alguien de algo, lo primero que hemos de considerar es que la gente no escoge el camino que sigue su desarrollo.
Como veremos, esto no priva de responsabilidad a los delincuentes, pero es importante comenzar esta discusión comprendiendo con claridad que las personas comienzan sus vidas en lugares muy distintos. Es muy fácil imaginarse en la piel de un delincuente y concluir: «Bueno, yo no habría hecho eso», porque si usted no se ha visto expuesto a la cocaína cuando estaba en el útero, al envenenamiento por plomo, al maltrato físico, y él sí, entonces su caso y el de esa otra persona no son comparables. El cerebro de él y de usted son distintos; usted nunca podría estar en su piel. Aun cuando quisiera imaginar lo que se sentiría al ser esa otra persona, le resultaría muy difícil.
Quién es usted comienza mucho antes de su infancia: comienza en la concepción. Si cree que los genes tienen poca importancia en cómo se comporta la gente, considere este hecho asombroso: si es portador de una serie concreta de genes, la probabilidad de que cometa un delito violento aumenta en un ochocientos ochenta y dos por ciento . He aquí las estadísticas del Departamento de Justicia de los Estados Unidos, que he dividido en dos grupos: delitos cometidos por la población que es portadora de esa serie concreta de genes y delitos cometidos por la población que no lo es:
Número medio de delitos violentos cometidos anualmente en los Estados Unidos
En otras palabras, si es portador de estos genes, tiene ocho veces más probabilidades de cometer una agresión con daños físicos graves, diez veces más probabilidades de cometer asesinato, trece veces más probabilidades de cometer robo a mano armada y cuarenta y cuatro veces más probabilidades de cometer una agresión sexual.
Más o menos la mitad de la población humana es portadora de esos genes, y la otra mitad no, con lo que la primera mitad es mucho más peligrosa. Es un dato incontestable. La abrumadora mayoría de los presos son portadores de esos genes, como por ejemplo el 98,4% de los que están en el corredor de la muerte. Parece evidente que los portadores tienen una fuerte predisposición hacia un tipo distinto de comportamiento, y esa estadística por sí sola indica que no podemos suponer que todo el mundo llega a este mundo igualmente equipado en términos de impulsos y comportamiento.
Regresaremos a esos genes dentro de un momento, pero antes quiero relacionar esta cuestión con el punto principal que hemos visto a lo largo de todo el libro: no somos nosotros quienes remamos el bote de nuestro comportamiento, o al menos no tanto como creemos. Quiénes somos es algo que queda muy por debajo de la superficie de nuestra conciencia, y los detalles se remontan a la época anterior a nuestro nacimiento, cuando el encuentro entre un espermatozoide y un óvulo nos otorgó ciertos atributos y no otros. Quiénes podemos ser comienza con nuestros programas moleculares —una serie de códigos ajenos escritos en cadenas de ácidos invisiblemente pequeñas— mucho antes de que tengamos nada que ver con ello. Somos el producto de una historia microscópica e inaccesible.
Por cierto, por lo que se refiere a esa peligrosa serie de genes, probablemente ha oído hablar de ellos. Se resumen en el cromosoma Y. Si es usted portador, lo llamamos varón.
Por lo que se refiere a la naturaleza y la crianza, lo importante es que usted no eligió ninguna de las dos . Procedemos de un proyecto genético y nacemos en un mundo cuyas circunstancias, en nuestros años más formativos, no podemos elegir. Las complejas interacciones entre los genes y el entorno significan que los ciudadanos de nuestra sociedad poseen perspectivas distintas, personalidades desparejas y capacidades variadas a la hora de tomar decisiones. No se trata de elecciones en las que participe el libre albedrío de los ciudadanos; son las manos de naipes que nos han repartido.
Como no hemos elegido los factores que afectaron a la formación y estructura de nuestro cerebro, los conceptos de libre albedrío y responsabilidad personal comienzan a aparecer con signos de interrogación. ¿Tiene sentido afirmar que Alex hizo una mala elección , aun cuando el tumor cerebral no fuera su culpa? ¿Resulta justificable afirmar que los pacientes con demencia frontotemporal o Parkinson deberían ser castigados por su mal comportamiento?
Parece que avanzamos en una dirección incómoda —los delincuentes no tienen culpa de nada—, pero, por favor, siga leyendo, porque voy a enseñarle la lógica de un nuevo argumento paso a paso. El resultado final será que podemos tener un sistema legal basado en las pruebas en el que seguiremos sacando a los delincuentes de las calles, pero cambiaremos los motivos del castigo y las oportunidades de rehabilitación. Cuando la moderna ciencia del cerebro se expone con claridad, es difícil justificar cómo nuestro sistema legal puede seguir funcionando sin ella.
LA CUESTIÓN DEL LIBRE ALBEDRÍO, Y POR QUÉ LA RESPUESTA PODRÍA NO IMPORTAR
El hombre es una obra maestra de la creación, aunque sólo sea porque ni el mayor determinismo puede impedirle creer que actúa como un ser libre.
GEORG C. LICHTENBERG , Aforismos
El 20 de agosto de 1994, en Honolulu, Hawái, una elefanta de circo llamada Tyke actuaba delante de cientos de espectadores. En algún momento, por razones ocultas en el circuito nervioso de la elefanta, explotó. Embistió a su cuidadora, Dallas Beckwith, y a continuación pisoteó a su entrenador, Allen Beckwith. Delante de la aterrada multitud, Tyke atravesó las barreras de la pista; una vez fuera, atacó a un publicista llamado Steve Hirano. Todos esos sangrientos sucesos fueron grabados por las videocámaras del público. Tyke se fue trotando por las calles del distrito de Kakaako. Durante los treinta minutos siguientes, la policía de Hawái le dio caza, disparándole un total de ochenta y seis balas. Al final, tras todos esos impactos, Tyke se desplomó y murió.
Los ataques de elefantes como éste no son raros, y la parte más extraña de cada historia es el final. En 1903, el elefante Topsy mató a tres de sus cuidadores en Coney Island y, en una exhibición de la nueva tecnología, fue electrocutado por Thomas Alva Edison. En 1916, en Tennessee, la elefanta Mary, que actuaba en los Sparks World Famous Shows, mató a su cuidadora delante del público. Respondiendo a la sed de sangre de la comunidad, el propietario del circo ahorcó a Mary de una inmensa soga que colgaba de una grúa de los ferrocarriles, el único elefante de la historia que se sabe que ha muerto ahorcado.
Ni siquiera nos molestamos en cuestionarnos la culpa cuando se trata de un elefante de circo que de repente pierde la cabeza. No hay abogados especializados en defender elefantes, ni juicios interminables, ni argumentos en favor del atenuante biológico. Simplemente tratamos al elefante de la manera más directa para mantener la seguridad pública. Después de todo, se entiende que Tyke, Topsy y Mary son simplemente animales, nada más que un voluminoso conjunto de sistemas elefantinos zombis.
Por el contrario, cuando se trata de seres humanos, el sistema legal se basa en el supuesto de que todos poseemos libre albedrío, y se los juzga en base a esa libertad percibida. Sin embargo, puesto que nuestro sistema nervioso funciona fundamentalmente según los mismos algoritmos que el de nuestros primos paquidermos, ¿tiene sentido esta distinción entre humanos y animales? Anatómicamente, nuestros cerebros están compuestos de las mismas piezas y partes, con nombres como corteza, hipotálamo, formación reticular, fórnix, núcleo septal , etc. Las diferencias en la estructura corporal y los nichos ecológicos modifican ligeramente las pautas de conectividad, pero por lo demás, encontramos en nuestro cerebro el mismo esquema que en el cerebro de un elefante. Desde un punto de vista evolutivo, los cerebros de los mamíferos se diferencian tan sólo en mínimos detalles. Así pues, ¿en qué parte del circuito de los humanos hemos de suponer que se cuela esta libertad de elección?
Por lo que se refiere al sistema legal, los humanos son razonadores prácticos . Utilizamos la deliberación consciente para decidir cómo actuar. Tomamos nuestras propias decisiones. Así, en el sistema legal, el fiscal no solamente debe demostrar un acto culpable, sino también una mente culpable. [191] Y siempre y cuando no haya nadie que estorbe a la mente a la hora de controlar el cuerpo, se supone que esa persona es completamente responsable de sus actos. La idea del razonador práctico es a la vez intuitiva y —como debería quedar bien claro en este punto del libro— enormemente problemática. En esta intuición existe una tensión entre la biología y el derecho. Después de todo, existen vastas y complejas redes biológicas que nos llevan a ser quienes somos. No llegamos al mundo como una hoja en blanco, libres para asimilar el mundo y tomar decisiones sin ninguna cortapisa. De hecho, no está claro hasta qué punto el yo consciente —en oposición al yo genético y nervioso— consigue decidir nada.
Hemos llegado al quid de la cuestión. ¿Cómo exactamente deberíamos asignar la culpabilidad a la gente por su variado comportamiento cuando resulta difícil defender que realmente puedan elegir libremente?
¿O quizá, a pesar de todo, la gente realmente puede elegir cómo actúa? Incluso teniendo en cuenta la maquinaria que lo constituye, ¿existe alguna voz interior que es independiente de la biología, que dirige las decisiones, que susurra incesantemente lo que está bien y lo que está mal? ¿No es eso lo que denominamos libre albedrío?
La existencia del libre albedrío en el comportamiento humano es el tema de un antiguo y acalorado debate. Aquellos que apoyan el libre albedrío suelen basar su argumento en la experiencia subjetiva directa ( considero que he tomado la decisión de levantar el dedo justo ahora), lo cual, como acabamos de ver, puede ser engañoso. Aunque nuestras decisiones podrían parecer fruto de nuestra libre elección, no existe prueba alguna de que lo sean.
Consideremos la decisión de mover una parte del cuerpo. Es como si el libre albedrío le llevara a sacar la lengua, hacer una mueca o pronunciar el nombre de alguien. Pero el libre albedrío no es necesario que desempeñe ningún papel en estos actos. Tomemos el síndrome de Tourette, en el que una persona padece movimientos y vocalizaciones involuntarios. Un típico paciente de ese síndrome saca la lengua, hace una mueca o pronuncia el nombre de alguien, y todo ello ocurre sin que escoja hacerlo. Un síntoma común de este síndrome es la llamada coprolalia, un desdichado comportamiento en el que la persona profiere palabras o frases socialmente inaceptables, como insultos o epítetos raciales. Por desgracia para el paciente de Tourette, las palabras que salen de su boca son lo último que querría decir en esa situación: la coprolalia se activa cuando se ve a alguien o algo que prohíbe dicha exclamación. Por ejemplo, puede que uno de esos pacientes, al ver a una persona obesa, se vea impelido a gritar: «¡Gordo!». El hecho de que sea un pensamiento prohibido provoca la compulsión de gritarlo.
Los tics motores y las exclamaciones inapropiadas del síndrome de Tourette no los genera lo que denominamos libre albedrío, por lo que inmediatamente aprendemos dos cosas de los pacientes de este síndrome. Primero, una acción sofisticada puede ocurrir en ausencia del libre albedrío, lo que significa que ejecutar un acto complicado o presenciarlo en otra persona no debería convencernos de que tras él está el libre albedrío. Segundo, el paciente de Tourette no puede no hacerlo: no puede utilizar el libre albedrío para anular o controlar lo que otras partes del cerebro han decidido hacer. No posee una libre prohibición . Lo que la falta de libre albedrío y la falta de libre prohibición tienen en común es la falta de «libertad». El síndrome de Tourette es un caso en el que los sistemas zombis toman decisiones y todos coincidimos en que la persona no es responsable.
Dicha falta de decisiones libres no se restringe al síndrome de Tourette. También lo vemos en los trastornos llamados psicogénicos, en los que el movimiento de las manos, los brazos, las piernas y la cara son involuntarios, aun cuando desde luego parezcan voluntarios: si le preguntamos a un paciente por qué mueve los dedos arriba y abajo, explicará que no ejerce ningún control sobre su mano. No puede dejar de hacerlo. De manera parecida, tal como hicimos en el capítulo anterior, los pacientes del cerebro dividido a menudo pueden desarrollar un síndrome de mano ajena: mientras una mano se abrocha los botones de la camisa, la otra mano intenta desabrocharlos. Cuando una mano intenta coger un lápiz, la otra lo aparta. Tanto da lo mucho que se esfuerce el paciente, no puede impedir que la mano ajena haga lo que está haciendo. La decisión de poner en marcha el movimiento o pararlo no es «suya».
Los actos inconscientes no se limitan a los gritos involuntarios ni a las manos díscolas. Veamos el ejemplo de Kenneth Parks, un hombre de Toronto de veintitrés años, casado, con una hija de cinco meses y una estrecha relación con su familia política. Padecía dificultades económicas, problemas maritales y adicción al juego, por lo que quedó en verse con sus parientes políticos para exponerles sus problemas. Su suegra, que lo describió como un «afable gigante», estaba impaciente por comentar esas cuestiones con él. Pero el día antes de su encuentro, en la madrugada del 23 de mayo de 1987, Kenneth se levantó de la cama, pero no se despertó. Sonámbulo, se subió al coche y condujo veinte kilómetros hasta la casa de sus parientes políticos. Irrumpió en ella y apuñaló a su suegra hasta matarla. A continuación atacó a su suegro, que sobrevivió. Posteriormente cogió el coche y se dirigió a la comisaría. Una vez allí dijo: «Creo que he matado a algunas personas…, mis manos», dándose cuenta por primera vez de que tenía profundos cortes en las manos. Lo llevaron al hospital y le operaron los tendones de las manos.
A lo largo del año siguiente, el testimonio de Kenneth fue extraordinariamente coherente incluso cuando el fiscal intentó que incurriera en alguna contradicción: no recordaba nada del incidente. Además, mientras que todo el mundo estaba de acuerdo en que Kenneth había cometido el asesinato sin la menor duda, también coincidían en que no tenía ningún móvil. Sus abogados defensores arguyeron que era un caso de asesinato en estado de sonambulismo, conocido como sonambulismo homicida. [192]
En 1988, en la vista del tribunal, el psiquiatra Ronald Billings, como experto, prestó la siguiente declaración:
P : ¿Existe alguna prueba de que una persona pueda trazar un plan mientras está despierta y luego asegurarse de llevarlo a cabo mientras duerme?
R : No, rotundamente no. Probablemente el rasgo más sobresaliente de lo que sabemos que ocurre en la mente durante el sueño es que es muy independiente de sus estados mentales en la vigilia en términos de objetivos y demás. En comparación con cuando estamos despiertos, cuando dormimos existe una falta de control a la hora de dirigir nuestras mentes. En el estado de vigilia, por supuesto, a menudo planeamos cosas de manera voluntaria, lo que denominamos volición —es decir, decidimos hacer esto en oposición a lo otro—, y no hay prueba de que eso ocurra durante el sonambulismo…
P : Y suponiendo que estuviera sonámbulo todo el tiempo, ¿habría tenido la intención de hacerlo?
R : No.
P : ¿Se habría dado cuenta de lo que estaba haciendo?
R : No, no se habría dado cuenta.
P : ¿Habría comprendido las consecuencias de lo que hacía?
R : No, no creo que las comprendiera. Creo que habría sido una actividad inconsciente, incontrolada y no meditada.
El sonambulismo homicida ha resultado ser un reto difícil para los tribunales, pues mientras la reacción de la opinión pública consiste en gritar «¡Farsante!», el cerebro opera de hecho en un estado diferente cuando duerme, y el sonambulismo es un fenómeno verificable. En los trastornos del sueño, conocidos como parasomnias, las enormes redes del cerebro no siempre transitan de manera fluida entre el sueño y la vigilia: pueden quedarse atascadas en medio. Dada la colosal cantidad de coordinación nerviosa que se exige para la transición (incluyendo las cambiantes pautas de los sistemas neurotransmisores, las hormonas y la actividad eléctrica), lo que quizá resulte sorprendente es que las parasomnias no sean más frecuentes.
Mientras el cerebro normalmente emerge del sueño de ondas lentas hacia estados más livianos, y finalmente a la vigilia, el electroencefalograma (EEG) de Kenneth mostraba que su cerebro intentaba salir de la fase de sueño profundo directamente a la vigilia, e intentaba llevar a cabo esa peligrosa transición entre diez y veinte veces por noche. En un cerebro normal, esa transición no se intenta ni siquiera una noche. Como era imposible que Kenneth falsificara los resultados de su EEG, esos descubrimientos fueron el factor decisivo que convenció al jurado de que realmente sufría un problema de sonambulismo, un problema lo bastante grave como para que sus actos fueran involuntarios. El 25 de mayo de 1988 el jurado del caso de Kenneth Parks lo declaró no culpable del asesinato de su suegra, y también, posteriormente, del intento de asesinato de su suegro. [193]
Como ocurre con los pacientes del síndrome de Tourette, los que están sometidos a trastornos psicogénicos, y los pacientes de cerebro dividido, el caso de Kenneth ilustra que ese comportamiento de nivel superior puede ocurrir en ausencia del libre albedrío. Al igual que el latido de su corazón, la respiración, el parpadeo y el tragar, también su maquinaria mental puede ir en piloto automático.
El quid de la cuestión es si todos sus actos ocurren fundamentalmente en piloto automático o si existe alguna pequeña área en la que seamos «libres» de elegir, independientemente de las reglas de la biología. Éste ha sido siempre un problema insoluble tanto para los científicos como para los filósofos. Que nosotros sepamos, toda actividad cerebral viene impulsada por otra actividad cerebral, en una red enormemente compleja e interconectada. Para mejor o para peor, esto no parece dejar mucho sitio a nada aparte de la actividad nerviosa; es decir, no hay sitio para una mente separada del cuerpo. Para considerarlo desde la otra perspectiva, si el libre albedrío ha de tener alguna influencia en los actos del cuerpo, no le queda más remedio que influir en la actividad cerebral en curso. Y para ello necesita estar físicamente conectada con al menos algunas neuronas. Pero no encontramos ningún lugar del cerebro que no sea impulsado por otras partes de la red. Por el contrario, todas las partes del cerebro están densamente interconectadas con otras partes del cerebro, e impulsadas por éstas, lo que sugiere que no existe ninguna parte independiente y por tanto «libre».
Así pues, según nuestros conocimientos científicos actuales, no hay manera de encontrar el espacio físico en el que colocar el libre albedrío —la causa incausada—, porque no parece haber ninguna parte de la maquinaria que no siga una relación causal con las otras partes. Todo lo que hemos afirmado aquí se basa en lo que sabemos en este momento de la historia, que desde luego parecerá bastante tosco dentro de un milenio; sin embargo, en este punto, nadie puede ver una manera clara de sortear el problema de cómo una entidad no física (el libre albedrío) interactúa con una entidad física (el material del cerebro).
Pero pongamos que, a pesar de lo que diga la biología, siente usted la poderosísima intuición de poseer libre albedrío. ¿Hay alguna manera de que la neurociencia pueda poner a prueba directamente su existencia mediante un test?
En la década de 1960, un científico llamado Benjamin Libet colocó unos electrodos en la cabeza de unos sujetos y les pidió que llevaran a cabo una tarea muy sencilla: levantar un dedo en el momento que eligieran. Tenían que observar un reloj de alta resolución y se les pedía que se fijaran en el momento exacto en que «sentían el impulso» de llevar a cabo el movimiento.
Libet descubrió que la gente era consciente del impulso de moverse más o menos un cuarto de segundo antes de llevar a cabo el movimiento. Pero ésa no fue la parte sorprendente. Al examinar los EEG —las ondas cerebrales— descubrió algo más sorprendente: la actividad del cerebro comienza a surgir antes de que sientan el impulso de moverse. Y no sólo por poco. Por más de un segundo. (Véase la figura en la página siguiente). En otras palabras, había partes del cerebro que tomaban decisiones mucho antes de que la persona experimentara conscientemente el impulso. [194] Regresando a la analogía entre la conciencia y el periódico, parece que nuestro cerebro se pone en marcha entre bastidores —desarrollando coaliciones nerviosas, planificando actos, votando planes— antes de que recibamos la noticia de que se nos acaba de ocurrir la gran idea de levantar un dedo.
Los experimentos de Libet causaron gran conmoción. [195] ¿Podía ser cierto que la mente consciente es la última en la cadena de mando que recibe información? ¿Era ese experimento el último clavo en el ataúd del libre albedrío? El propio Libet temía esa posibilidad suscitada por sus experimentos, y finalmente sugirió que es posible que conservemos la libertad en forma de poder de veto . En otras palabras, aunque no podemos controlar el hecho de sentir el impulso de mover el dedo, quizá podemos conservar una diminuta ventanilla de tiempo para impedir ese movimiento. ¿Salva eso el libre albedrío? Es difícil decirlo. A pesar de la impresión de que un veto podría elegirse libremente, no hay ninguna prueba que sugiera que eso no sea también el resultado de una actividad nerviosa surgida entre bastidores, oculta a la conciencia.
«Mueva el dedo cuando sienta el impulso de hacerlo». Se puede medir el aumento de actividad nerviosa mucho antes de llevar a cabo un movimiento voluntario. El «potencial premotor» es más grande cuando los sujetos juzgan el tiempo de su impulso para moverlo (línea gris) en lugar del movimiento mismo (línea negra). De Eagleman, Science , 2004, adaptado de Sirigu et al., Nature Neuroscience , 2004.
La gente ha propuesto varios argumentos alternativos para intentar salvar el concepto de libre albedrío. Por ejemplo, mientras que la física clásica describe un universo que es estrictamente determinista (cada cosa se sigue de la anterior de manera predecible), la física cuántica a escala atómica introduce lo impredecible y la incertidumbre como parte inherente del cosmos. Los padres de la física cuántica se preguntaban si esta nueva ciencia podría salvar el libre albedrío. Por desgracia, no es así. Un sistema probabilístico e impredecible es igual de insatisfactorio que un sistema determinista, porque en ambos casos no hay elección. Se trata o bien de lanzar una moneda o de golpear una bola de billar, pero en ningún caso es identificable con la libertad en el sentido en que desearíamos tenerla.
Otros pensadores que intentan salvar el libre albedrío se han fijado en la teoría del caos, señalando que el cerebro es tan enormemente complejo que en la práctica no hay manera de determinar su siguiente movimiento. Mientras que es algo realmente cierto, no aborda de manera significativa el problema del libre albedrío, porque los sistemas estudiados en la teoría del caos siguen siendo deterministas: cada paso conduce inevitablemente al siguiente. Resulta muy difícil predecir adónde van los sistemas caóticos, pero cada estado del sistema está causalmente relacionado con el anterior. Es importante recalcar la diferencia entre que un sistema sea impredecible y que sea libre. Cuando se hunde una pirámide de pelotas de ping-pong, la complejidad del sistema hace que sea imposible predecir las trayectorias y posiciones finales de las pelotas, pero cada una sigue sin duda la reglas deterministas del movimiento. El hecho de que no podamos decir adónde van todas no significa que el conjunto de pelotas sea «libre».
Así que a pesar de nuestras esperanzas e intuiciones acerca del libre albedrío, en la actualidad no hay ningún argumento que demuestre su existencia de manera convincente.
La cuestión del libre albedrío tiene mucha importancia cuando abordamos el tema de la culpabilidad. Cuando un delincuente se presenta delante del juez tras haber cometido un delito reciente, el sistema legal quiere saber si se le puede echar la culpa . Después de todo, que una persona sea esencialmente responsable de sus actos tiene mucho que ver con la manera en que la castigamos. Usted puede castigar a su hijo si escribe con un lápiz en la pared, pero no lo castigaría si hiciera lo mismo estando sonámbulo. ¿Por qué no? Se trata del mismo niño con el mismo cerebro en ambos casos, ¿o no? La diferencia radica en sus intuiciones acerca del libre albedrío: en un caso su hijo lo tiene, en el otro, no. En un caso decide hacer una travesura, en el otro es un autómata inconsciente. Le asigna culpabilidad en el primer caso, pero no en el segundo.
Los sistemas legales comparten su intuición: la responsabilidad de sus actos tiene que ver con el control volitivo. Si Kenneth Parks estaba despierto cuando mató a su suegra, lo cuelgan. Si estaba dormido, lo absuelven. De manera parecida, si usted le da un puñetazo en la cara a alguien, al abogado le importa saber si lo hizo por agresividad o si padece hemibalismo, un trastorno en el que sus extremidades se agitan violentamente sin previo aviso. Si estrella su furgoneta contra un puesto de fruta de la carretera, la ley quiere saber si conducía como un loco o si fue víctima de un ataque al corazón. Todas estas distinciones giran en torno a la suposición de que poseemos libre albedrío.
¿Pero lo poseemos? ¿No lo poseemos? La ciencia todavía no puede encontrar una manera de decir que sí, pero a nuestra intuición le cuesta mucho decir no. Después de siglos de debate, el libre albedrío sigue siendo un problema abierto, válido y de relevancia científica.
Lo que yo propongo es que la respuesta a la cuestión del libre albedrío no tiene importancia , al menos no para la política social, y he aquí por qué. En el sistema legal, existe una defensa conocida como automatismo . Se alega cuando una persona lleva a cabo un acto automático; por ejemplo, si un ataque epiléptico hace que un conductor estrelle su coche contra una multitud. La alegación de automatismo se utiliza cuando un abogado afirma que un acto fue debido a un proceso biológico sobre el cual el acusado ejerce poco o ningún control. En otras palabras, hubo un acto culpable, pero no obedeció a ninguna elección .
Pero espere un momento. Basándonos en lo que hemos aprendido, ¿esos procesos biológicos no describen casi todo o, diría alguien, todo lo que ocurre en nuestro cerebro? Teniendo en cuenta nuestra genética, nuestras experiencias infantiles, las toxinas medioambientales, las hormonas, los neurotransmisores y el circuito nervioso, son tantas las decisiones que escapan a nuestro control explícito que se podría decir que no somos nosotros los que estamos al mando. En otras palabras, el libre albedrío podría existir, pero si existe, tiene muy poco espacio en el que actuar. Así que voy a proponer lo que denomino el principio de automatismo suficiente . El principio surge de manera natural al comprender que el libre albedrío, si existe, no es más que un pequeño factor montado en lo alto de una enorme maquinaria automatizada. Tan pequeño que podríamos pensar que una decisión es mala del mismo modo que pensamos en cualquier otro proceso físico, como la diabetes o la enfermedad pulmonar. [196] En principio afirma que la respuesta a la cuestión del libre albedrío simplemente no importa. Aun cuando dentro de cien años se demuestre de manera concluyente la existencia del libre albedrío, eso no cambia el hecho de que el comportamiento humano opera en gran medida casi sin atender la mano invisible de la volición.
Para expresarlo de otra manera, Charles Whitman, Alex el repentino pedófilo, los ladrones frontotemporales, los pacientes de Parkinson que se dan al juego y Kenneth Parks comparten todos el haber cometido los actos que no se pueden considerar separadamente de la biología de quien los comete. El libre albedrío no es tan simple como intuimos, y la confusión que nos provoca sugiere que no podemos utilizarlo de manera significativa como base para las decisiones de castigo.
Al considerar este problema, Lord Bingham, presidente del Tribunal Supremo británico, lo expresó hace poco de la siguiente manera:
En el pasado, la ley solía basarse (…) en una serie de supuestos de trabajo bastante toscos: los adultos de capacidad mental competente son libres de escoger el actuar de una manera u otra; se supone que actúan de manera racional y según lo que ellos consideran sus propios intereses; se les concede que pueden prever las consecuencias de sus actos tal como lo haría cualquier persona razonable en su situación; y generalmente se considera que lo que dicen es lo que quieren decir. Sean cuales sean los méritos o deméritos de supuestos de trabajo como éstos en los casos más corrientes, es evidente que no ofrecen una guía uniformemente exacta del comportamiento humano. [197]
Antes de avanzar hacia el meollo del argumento, que nadie piense que las explicaciones biológicas acabarán eximiendo a los delincuentes con la excusa de que nada es culpa suya. ¿Seguiremos castigando a los delincuentes? Sí. Exonerar a todos los delincuentes no es el futuro, ni el objetivo de comprenderlos mejor. Explicación no equivale a exculpación . Las sociedades siempre necesitarán sacar de la calle a los malvados. No abandonaremos el testigo, pero perfeccionaremos el modo en que castigamos. Veamos cómo.
LA LÍNEA DE LA CULPABILIDAD: POR QUÉ LA CUESTIÓN DE LA RESPONSABILIDAD ESTÁ MAL PLANTEADA
Consideremos un escenario corriente que podemos encontrar en todos los tribunales del mundo: un hombre comete un acto delictivo; su equipo legal no detecta ningún problema neurológico evidente; el hombre es encarcelado o condenado a muerte. Pero hay algo diferente en la neurobiología de ese hombre. La causa subyacente podría ser una mutación genética, cierto daño cerebral causado por una apoplejía o un tumor indetectablemente pequeño, un desequilibrio en los niveles de neurotransmisores, un desequilibrio hormonal, o cualquier combinación de todas esas cosas. Cualquiera de estos problemas podría ser indetectable con la tecnología actual. Pero puede provocar diferencias en el funcionamiento del cerebro que conduzcan a un comportamiento anormal.
De nuevo, un enfoque desde el punto de vista biológico no significa que el delincuente sea exculpado; simplemente subraya la idea de que sus actos no están separados de la maquinaria de su cerebro, tal como vimos en el caso de Charles Whitman o de Kenneth Parks. No culpamos al repentino pedófilo de su tumor, al igual que no culpamos al ladrón frontotemporal de la degeneración de su corteza frontal. [202] En otras palabras, si existe un problema cerebral mensurable, eso invita a mostrar lenidad con el acusado. La culpa no es realmente suya.
Pero sí culpamos a alguien si carecemos de la tecnología para detectar un problema biológico. Y esto nos lleva al meollo de nuestro argumento: la cuestión de la responsabilidad está mal planteada .
Imaginemos un espectro de culpabilidad. En un extremo tenemos a gente como Alex el pedófilo, o un paciente con demencia frontotemporal que se exhibe ante los niños de una escuela. A ojos del juez y del jurado, se trata de gente que ha sufrido daño cerebral a manos del destino y que no ha escogido su situación nerviosa.
En el lado responsable de la línea está el delincuente común, cuyo cerebro se estudia poco, y acerca del cual nuestra tecnología actual en realidad no podría decir gran cosa. La tremenda mayoría de los delincuentes están a este lado de la línea porque no sufren ningún problema biológico evidente. Simplemente se les considera actores que pueden elegir libremente.
En la parte media del espectro podría encontrar a alguien como Chris Benoit, luchador profesional cuyo médico conspiró con él para proporcionarle enormes cantidades de testosterona con la excusa de hacer una terapia de reemplazo hormonal. A finales de junio de 2007, en un arrebato de furia conocido como furia de los esteroides, Benoit llegó a su casa, asesinó a su hijo y a su mujer y a continuación se suicidó ahorcándose con la cuerda de la polea de una de sus máquinas de pesas. Cuenta con el atenuante biológico de que las hormonas controlaban su estado emocional, pero parece más culpable porque, en primer lugar, decidió ingerirlas. A los drogadictos generalmente se les coloca en mitad del espectro: aunque se entiende más o menos que la adicción es una cuestión biológica y que la droga transforma los circuitos del cerebro, también se interpreta que los drogadictos son responsables de haber comenzado a tomarla.
El espectro capta la intuición común que los jurados parecen tener acerca de la responsabilidad. Pero aparece un problema importante. La tecnología seguirá mejorando, y a medida que aprendamos a medir mejor los problemas del cerebro, la línea se desplazará hacia el lado de la no culpabilidad: es decir, se adentrará en el territorio de los que ahora se consideran totalmente responsables. Problemas que ahora son impenetrables se podrán examinar gracias a las nuevas técnicas, y quizá algún día descubramos que hay ciertos tipos de mal comportamiento que poseen una explicación biológica, tal como ha ocurrido con la esquizofrenia, la epilepsia, la depresión y la obsesión. Hoy en día podemos detectar sólo grandes tumores cerebrales, pero dentro de cien años podremos detectar pautas a niveles inimaginablemente pequeños del microcircuito que corresponden a problemas del comportamiento. La neurociencia podrá decir con más conocimiento de causa por qué la gente tiene predisposición a actuar como lo hace. A medida que aprendamos a especificar cómo el comportamiento se origina en los detalles microscópicos del cerebro, más abogados defensores apelarán a los atenuantes biológicos, y más jurados colocarán a los acusados en el lado de la línea de no responsable.
Un sistema legal no puede definir la culpabilidad simplemente por las limitaciones de la tecnología actual. Un sistema legal que declara a una persona culpable al principio de una década y no culpable al final de la misma no tiene muy claro qué significa exactamente la culpabilidad.
El meollo del problema es que ya no tiene sentido preguntar: «¿Hasta qué punto fue la biología y hasta qué punto fue él ?». La cuestión ya no tiene sentido porque ahora comprendemos que es lo mismo. No hay una distinción significativa entre su biología y su toma de decisiones. Son inseparables.
Tal como el neurocientífico Wolf Singer sugirió recientemente: aun cuando no podamos medir lo que funciona mal en el cerebro de un delincuente, podemos suponer con bastante seguridad que algo funciona mal. [203] Sus actos son prueba suficiente de una anormalidad cerebral, aun cuando no conozcamos (y quizá no lleguemos a conocerlos nunca) los detalles. [204] Tal como lo expresa Singer: «Mientras no podamos identificar todas las causas, cosa que no podemos hacer ahora y quizá no podamos hacer nunca, hemos de admitir que todo el mundo posee una razón neurobiología para ser anormal». Observemos que casi nunca podemos medir la anormalidad de los delincuentes. Consideremos a Eric Harris y Dylan Klebold, quienes dispararon en el Instituto Columbine, Colorado, o a SeungHui Cho, el tirador de la Escuela Politécnica de Virginia. ¿Algo funcionaba mal en sus cerebros? Nunca lo sabremos, porque, al igual que ocurre con casi todos los tiradores de institutos, fueron abatidos en la escena del crimen. Pero podemos suponer con toda seguridad que en sus cerebros había algo anormal. Es un comportamiento extraño; casi ningún estudiante hace eso.
Lo esencial del argumento es que los delincuentes siempre deberían ser tratados como personas incapaces de haber actuado de otro modo. La actividad delictiva en sí misma debería considerarse prueba de anormalidad cerebral, sin importar si en la actualidad se puede medir o no. Esto significa que el testimonio experto de un médico puede ser profundamente problemático: a menudo, dicho testimonio refleja sólo si en la actualidad poseemos nombres y medidas para los problemas, no si los problemas existen.
Así pues, la cuestión de la culpabilidad está mal planteada .
La pregunta correcta es: ¿qué hacemos, a partir de ahora , con alguien acusado de un delito?
La historia de un cerebro delante de un tribunal puede ser muy compleja, y todo lo que queremos saber en última instancia es cómo podría comportarse una persona en el futuro.
¿QUÉ HACER A PARTIR DE AHORA? UN SISTEMA LEGAL COMPATIBLE CON EL CEREBRO Y QUE MIRE HACIA EL FUTURO
Mientras nuestro estilo actual de castigo se basa en la teoría de la volición y la culpa personal, la presente línea argumental sugiere una alternativa. Aunque las sociedades poseen impulsos punitivos profundamente arraigados, a un sistema legal que mire hacia el futuro debería preocuparle más cómo servir a la sociedad a partir de hoy. Aquellos que rompen los contratos sociales tienen que estar encerrados, pero en este caso el futuro es más importante que el pasado. [205] Los períodos de encarcelamiento no tienen que basarse en un deseo de venganza, sino más bien calibrarse con el riesgo de que el acusado vuelva a infringir la ley. Un conocimiento biológico más profundo del comportamiento permitirá comprender mejor la reincidencia, es decir, quién saldrá a la calle y cometerá más delitos. Y eso proporciona una base para dictar sentencias de una manera racional y basadas en las pruebas: hay gente a la que hay que sacar de las calles durante más tiempo, pues la probabilidad de que vuelvan a delinquir es alta; otras, debido a una variedad de circunstancias atenuantes, son menos proclives a reincidir.
¿Pero cómo podemos saber quién presenta un alto riesgo de reincidencia? Después de todo, en un juicio no siempre queda claro cuáles eran los problemas subyacentes. Una estrategia mejor incorpora un enfoque más científico.
Consideremos los importantes cambios que han ocurrido en las condenas a delincuentes sexuales. Hace varios años, los investigadores comenzaron a preguntar a los psiquiatras y a los miembros de las juntas de libertad condicional qué probabilidad había de que unos delincuentes sexuales concretos reincidieran en cuanto salieran de la cárcel. Tanto los psiquiatras como los miembros de las juntas habían tenido experiencia con los delincuentes en cuestión, y con centenares antes de éstos, por lo que predecir quién iba a enderezarse y quién iba a volver no era difícil.
¿O sí? El sorprendente resultado fue que sus intuiciones no tuvieron casi nada que ver con la realidad. Los psiquiatras y los miembros de las juntas de libertad condicional predecían con la misma exactitud que se lanza una moneda al aire, sobre todo cuando se esperaban intuiciones muy afinadas entre los que trabajaban directamente con esos delincuentes.
Así pues, los investigadores, desesperados, intentaron un enfoque más estadístico. Comenzaron a medir docenas de factores de 22 500 delincuentes sexuales que estaban a punto de salir a la calle: si el delincuente no había tenido ningún empleo estable, si habían abusado de él cuando era niño, si era adicto a las drogas, si mostraba remordimiento, si mostraba tendencias sexuales desviadas, etc. A continuación los investigadores hicieron un seguimiento de los delincuentes durante cinco años después de su liberación para ver quién acababa volviendo a la cárcel. Al final del estudio calcularon qué factores explicaban mejor las tasas de reincidencia, y a partir de esos datos fueron capaces de construir unas tablas estadísticas que se pudieran utilizar a la hora de dictar sentencia. Según las estadísticas, algunos delincuentes parecen destinados al desastre, y son los que permanecen más tiempo alejados de la sociedad. Otros son menos proclives a suponer un futuro peligro para la sociedad, y reciben condenas más cortas. Si se compara la capacidad de predicción del enfoque estadístico con el de los psiquiatras y las juntas de libertad condicional, no hay color: los números ganan a las intuiciones. Estas pruebas estadísticas se utilizan ahora para determinar la duración de las sentencias en los tribunales de todo el país.
Siempre será imposible saber con precisión lo que alguien hará cuando salga de la cárcel, porque la vida real es complicada. Pero hay más capacidad de predicción en los números de lo que la gente cree habitualmente. Algunos delincuentes son más peligrosos que otros, y, a pesar de su encanto o su repugnancia superficiales, los más peligrosos comparten ciertas pautas de comportamiento. Dictar sentencia basándose en las estadísticas posee sus imperfecciones, pero permite que las pruebas estén por encima de la intuición popular, y permite dictar sentencia de una manera personalizada en lugar de siguiendo las burdas directrices que utiliza habitualmente el sistema legal. A medida que introducimos la ciencia del cerebro en estas medidas —por ejemplo, los estudios de producción de neuroimágenes—, la capacidad de predicción aumenta. Los científicos nunca serán capaces de predecir con gran certeza quién volverá a delinquir, porque eso depende de múltiples factores, incluyendo la circunstancia y la oportunidad. Sin embargo se pueden hacer buenas conjeturas, y la neurociencia hará que éstas sean mejores. [206]
Obsérvese que la ley, incluso en ausencia de un detallado conocimiento neurobiológico, en cierto modo ya piensa en el futuro: consideremos la lenidad que concede a un crimen pasional en relación con un asesinato premeditado. Aquellos que cometen el primero son menos proclives a reincidir que los que cometen el segundo, y es algo que se refleja de manera sensible en sus condenas.
Ahora bien, hay que apreciar aquí un matiz crítico. No todo el mundo que padece un tumor cerebral se pone a disparar de manera indiscriminada, ni todos los varones cometen delitos. ¿Por qué no? Como veremos en el siguiente capítulo, se debe a que los genes y el entorno interactúan siguiendo pautas inimaginablemente complejas. [207] Como resultado, el comportamiento humano siempre será impredecible. Esta complejidad irreductible posee consecuencias: cuando un cerebro comparece a juicio, el juez no puede preocuparse por su historia. ¿Hubo problemas con el desarrollo del feto, la madre consumió cocaína durante la gestación, hubo abusos infantiles, un alto nivel de testosterona en el útero, algún pequeño cambio genético que produjera una predisposición un 2% mayor a la violencia si el niño posteriormente era expuesto al mercurio? Estos factores y otros cientos interactúan, y el resultado es que sería una empresa infructuosa que el juez intentara desenmarañarla para determinar el grado de culpa. Así pues, el sistema legal tiene que mirar hacia delante, sobre todo porque ya no puede hacer otra cosa.
Más allá de la sentencia personalizada, un sistema legal que mire hacia delante y que esté al día en los avances científicos relacionados con el cerebro nos permitirá dejar de considerar la cárcel como una solución donde cabe todo. Quiero dejar claro que no me opongo al encarcelamiento, y su propósito no se limita a eliminar a las personas peligrosas de las calles. La perspectiva de ir a la cárcel impide muchos delitos, y el tiempo que uno pasa en la cárcel puede apartarle de cometer nuevos actos delictivos cuando acabe de cumplir condena.
Pero eso sólo es así para aquellos cuyo cerebro funciona normalmente. El problema es que las cárceles se han convertido de facto en instituciones mentales, y castigar a un enfermo mental generalmente influye muy poco en su comportamiento.
Una tendencia que nos permite ser optimistas es la aparición de tribunales de salud mental por todo el país: gracias a esos tribunales, a las personas que padecen una enfermedad mental se las puede ayudar mientras permanece en un entorno adaptado a sus necesidades. Ciudades como Richmond, Virginia, avanzan en esa dirección, por razones de justicia, y también de rentabilidad económica. El sheriff C. T. Woody, que calcula que casi el 20% de los reclusos de Richmond son enfermos mentales, declaró a las noticias de la CBS: «La cárcel no es lugar para ellos. Deberían estar en una institución mental». De manera parecida, muchas jurisdicciones están abriendo tribunales para casos de drogas y desarrollando condenas alternativas; han comprendido que las cárceles no son tan útiles para solucionar problemas de adicción como los programas de rehabilitación.
Un sistema legal que mire hacia delante tiene que utilizar los conocimientos biológicos para lograr una rehabilitación personalizada, considerando el comportamiento delictivo igual que abordamos otros problemas médicos como la epilepsia, la esquizofrenia y la depresión, problemas para los que ahora se puede conseguir ayuda. Estos y otros trastornos cerebrales se encuentran en este momento al otro lado de la línea de la responsabilidad, donde descansan cómodamente como problemas biológicos, no demoníacos. ¿Qué ocurre, pues, con otras formas de comportamiento, como los actos delictivos? La mayoría de los legisladores y votantes están a favor de rehabilitar a los delincuentes en lugar de hacinarlos en prisiones superpobladas, pero el problema ha sido la escasez de nuevas ideas acerca de cómo rehabilitarlos.
Y, naturalmente, no podemos olvidar el temor que todavía anida en el consciente colectivo: las lobotomías frontales. La lobotomía (originariamente llamada leucotomía) fue inventada por Egas Moniz, que consideró que quizá fuera una buena idea ayudar a los delincuentes eliminando sus lóbulos frontales con un escalpelo. Esta sencilla operación corta las conexiones con la corteza prefrontal, lo que a menudo da como resultado importantes cambios en la personalidad y un posible retraso mental.
Moniz lo probó con diversos delincuentes y descubrió, para su satisfacción, que la operación los calmaba. De hecho, destruía completamente su personalidad. Un protegido de Moniz, Walter Freeman, al observar que en los sanatorios prácticamente no había tratamientos eficaces, vio la lobotomía como una herramienta apropiada para liberar a mucha gente del tratamiento y devolverlos a su vida privada.
Por desgracia, la operación privaba a la gente de sus derechos nerviosos básicos. El problema fue llevado al extremo en la novela de Ken Kesey, Alguien voló sobre el nido del cuco , en la que el interno rebelde Randle McMurphy es castigado por rebelarse contra la autoridad: se convierte en el desafortunado objeto de una lobotomía. La alegre personalidad de McMurphy había animado las vidas de los otros pacientes del pabellón, pero la lobotomía lo convierte en un vegetal. Al ver el nuevo estado de McMurphy, su dócil amigo, el «Jefe» Bromden, le hace un favor asfixiándolo con una almohada antes de que los otros internos puedan ver el ignominioso destino de su líder. Las lobotomías frontales, por las que Moniz ganó el Premio Nobel, ya no se consideran un enfoque apropiado para el comportamiento delictivo. [208]
Pero si la lobotomía detiene la delincuencia, ¿por qué no practicarla? El problema ético gira en torno a hasta qué punto el Estado debe poder cambiar a sus ciudadanos. En mi opinión, éste es uno de los problemas capitales de la neurociencia moderna: a medida que vamos entendiendo el cerebro, ¿cómo podemos impedir que los gobiernos metan las narices en él? Fijémonos en que este problema aparece no sólo en sus formas más sensacionalistas, como la lobotomía, sino en otras más sutiles, como si hay que castrar químicamente a los delincuentes sexuales que reinciden una vez, como se hace actualmente en California y Florida.
Pero aquí proponemos una nueva solución capaz de rehabilitar sin preocupaciones éticas. La denominamos gimnasio prefrontal.
FRAGMENTOS
7. LA VIDA DESPUÉS DE LA MONARQUÍA
En cuanto a los hombres, esa infinidad de pequeños estanques separados con su propia vida corpuscular, ¿qué son sino la manera en que el agua ha conseguido ir más allá del alcance de los ríos?
LOREN EISELEY , «La corriente del río»,
The Immense Journey
DEL DESTRONAMIENTO A LA DEMOCRACIA
Después de que en 1610 Galileo descubriera las lunas de Júpiter con su telescopio casero, sus críticos religiosos condenaron su nueva teoría centrada en el Sol afirmando que era un destronamiento del hombre. No sospechaban que ése no era más que un primer destronamiento. Cien años más tarde, el estudio de las capas sedimentarias llevado a cabo por el granjero escocés James Hutton tumbó el cálculo que había hecho la Iglesia de la edad de la Tierra, afirmando que era ochocientos mil años más antigua. No mucho después, Charles Darwin relegó a los seres humanos a una rama más del populoso reino animal. A principios del siglo XX , la mecánica cuántica alteró de manera irreparable nuestra idea del tejido de la realidad. En 1953, Francis Crick y James Watson descifraron la estructura del ADN, reemplazando el misterioso fantasma de la vida por algo que podemos anotar en secuencias de cuatro letras y almacenar en un ordenador.
Y a lo largo del siglo pasado, la neurociencia ha demostrado que la mente consciente ya no es la que lleva el timón de nuestra vida. Apenas cuatrocientos años después de nuestra caída del centro del universo, hemos experimentado la caída del centro de nosotros mismos. En el primer capítulo vimos que el acceso consciente a la maquinaria que hay bajo el capó es lento, y a menudo ni siquiera ocurre. Luego hemos visto que el mundo que vemos no se corresponde necesariamente con lo que hay ahí fuera: la visión es una construcción del cerebro, y su único trabajo es generar una narrativa útil en nuestras escalas de interacciones (digamos, con las frutas maduras, los osos y las parejas). Las ilusiones visuales revelan un concepto más profundo: que nuestros pensamientos son generados por una maquinaria a la que no tenemos acceso directo. Hemos visto que las rutinas útiles quedan impresas en el circuito del cerebro, y que una vez allí, ya no tenemos acceso a ellas. Lo que parecía ser la conciencia es, más bien, imponer metas acerca de lo que debe imprimirse en el circuito, y poco más aparte de eso. En el capítulo 5 descubrimos que la mente contiene multitudes, lo que explica por qué uno puede insultarse, reírse de sí mismo y hacer tratos con uno mismo. Y en el capítulo 6 vimos que el cerebro puede operar de manera muy distinta cuando se ve transformado por una apoplejía, un tumor, los narcóticos o cualquier suceso que altere su biología. Ello sacude nuestras pueriles nociones de responsabilidad.
A consecuencia de todo este progreso científico, una inquietante pregunta ha surgido en las mentes de muchos: ¿qué les queda a los humanos después de todos estos destronamientos? Para algunos pensadores, a medida que la inmensidad del universo se vuelve más aparente, lo mismo ocurre con la intrascendencia del género humano: comenzamos a menguar en importancia prácticamente hasta quedar en nada. Ha quedado claro que las escalas temporales de las civilizaciones representaban apenas un destello en la larga historia de la vida multicelular del planeta, y que la historia de la vida no es más que un destello en la historia del propio planeta. Y ese planeta, y la vastedad del universo, no es más que una diminuta mota de materia que se aleja de otras motas a una velocidad cósmica a través de la desolada curvatura del espacio. Dentro de doscientos millones de años, este vigoroso y productivo planeta será consumido por la expansión del Sol. Como escribió Leslie Paul en The Annihilation of Man :
Toda vida morirá, toda mente se extinguirá, y todo será como si nunca hubiera ocurrido. Para ser honesto, ésa es la meta hacia la que se dirige la evolución, ése es el final «benévolo» de la furiosa vida y la furiosa muerte. (…) Toda vida no es más que una cerilla que se enciende en la oscuridad y vuelve a apagarse. El resultado final (…) es privarla completamente de sentido. [221]
Después de construir muchos tronos y caer de otros muchos, el hombre miró a su alrededor; se preguntó si había nacido de manera accidental en un proceso cósmico ciego y sin propósito, y se esforzó por salvaguardar algún tipo de propósito. Como escribió el teólogo E. L. Mascall:
El problema que experimenta hoy en día el hombre civilizado occidental radica en convencerse a sí mismo de que se le ha asignado alguna posición especial en el universo. (…) Muchos de los trastornos psicológicos que son un rasgo tan corriente y angustioso de nuestra época se remontan, creo yo, a esta causa. [222]
Filósofos como Heidegger, Jaspers, Shestov, Kierkegaard y Husserl se esforzaron por abordar la falta de sentido que esos destronamientos parecían haber causado. Albert Camus, en su libro de 1942 El mito de Sísifo , presentó su filosofía del absurdo, en la que el hombre busca sentido en un mundo básicamente sin sentido. En este contexto, Camus postuló que la única cuestión real de la filosofía es si uno ha de suicidarse o no. (Concluyó que uno no debería suicidarse; más bien debería vivir para rebelarse contra el absurdo de la vida, aun cuando siempre sea sin esperanza. Es posible que se hubiera visto obligado a llegar a esta conclusión porque lo contrario habría dificultado las ventas del libro, a no ser que siguiera su propia receta: una peliaguda situación sin salida).
Sugiero que los filósofos quizá se han tomado las noticias del destronamiento demasiado a pecho. ¿De verdad no le queda nada al hombre después de todos estos destronamientos? Probablemente sea lo contrario: a medida que profundicemos, descubriremos ideas mucho más amplias que las que hoy en día tenemos en nuestras pantallas de radar, del mismo modo que hemos comenzado a descubrir la magnificencia del mundo microscópico y la incomprensible escala del cosmos. El destronamiento suele revelar algo más grande que nosotros, ideas más maravillosas de lo que habíamos pensado. Cada descubrimiento nos ha enseñado que la realidad supera con mucho la imaginación y las conjeturas humanas. Todos esos avances han rebajado el poder de la intuición y la tradición como oráculo de nuestro futuro, sustituyéndolo por ideas más productivas, realidades más grandes y nuevos niveles de sobrecogimiento.
Gracias al descubrimiento de Galileo de que ya no somos el centro del universo, ahora sabemos algo mucho más importante: que el resto del sistema solar es de miles de millones de billones. Como he mencionado anteriormente, aun cuando la vida surja tan sólo en un planeta entre mil millones, eso significa que hay millones y millones de planetas en el cosmos rebosantes de actividad. En mi opinión, ésa es una idea más importante y halagüeña que permanecer en un solitario centro rodeado de lámparas astrales frías y distantes. El destronamiento condujo a una comprensión más rica y profunda, y lo que perdimos en egocentrismo quedó equilibrado por la sorpresa y el asombro.
De manera parecida, comprender la edad de la Tierra abrió panorámicas temporales anteriormente inimaginables, que a su vez abrieron la posibilidad de comprender la selección natural. La selección natural se utiliza diariamente en los laboratorios de todo el mundo a la hora de escoger colonias de bacterias en las investigaciones para combatir las enfermedades. La mecánica cuántica nos ha proporcionado el transistor (la base de la industria electrónica), los rayos láser, la producción de imágenes por resonancia magnética y los lápices de memoria USB, y pronto podría proporcionarnos las revoluciones de la computación cuántica, el efecto túnel y el teletransporte. El comprender el ADN y la base molecular de la herencia nos ha permitido identificar enfermedades de una manera inimaginable hace medio siglo. Gracias a que nos hemos tomado en serio los descubrimientos de la ciencia, hemos erradicado la viruela, viajado a la Luna y emprendido la revolución de la información. Hemos triplicado la duración de la vida y, gracias a la identificación de enfermedades a nivel molecular, pronto la vida media superará los cien años. Los destronamientos a menudo equivalen al progreso.
En el caso del destronamiento de la mente consciente, estamos avanzando a la hora de comprender el comportamiento humano. ¿Por qué algunas cosas nos parecen hermosas? ¿Por qué se nos da mal la lógica? ¿A quién insultamos cuando nos insultamos a nosotros mismos? ¿Por qué la gente sucumbe al hechizo de las hipotecas de interés variable? ¿Cómo podemos conducir también un coche y ser incapaces de describir el proceso?
Estos avances a la hora de comprender el comportamiento humano se pueden traducir directamente en una política social perfeccionada. Como ejemplo, comprender el cerebro tiene importancia a la hora de estructurar los incentivos. Recordemos el hecho que vimos en el capítulo 5, cómo la gente negocia consigo misma, estableciendo una interminable serie de contratos Ulises. Eso conduce a ideas como la dieta propuesta en ese capítulo: la gente que quiere perder peso puede depositar una buena cantidad de dinero en un fideicomiso. Si consiguen su meta de perder peso en una fecha límite determinada, recuperan el dinero; si no es así, lo pierden. Esta estructura permite a la gente, en un momento de sobria reflexión, recabar apoyo contra su toma de decisión a corto plazo; después de todo, saben que su futuro yo sentirá la tentación de comer con impunidad. Comprender este aspecto de la naturaleza humana permite que este tipo de contrato sea útil en diversos escenarios; por ejemplo, a la hora de conseguir que un empleado desvíe una pequeña porción de su paga mensual a una cuenta de jubilación individual. Al tomar esa decisión por adelantado, evita la tentación de gastar posteriormente.
Nuestra comprensión más profunda del cosmos interior también nos ofrece una visión más clara de los conceptos filosóficos. Tomemos la virtud. Durante milenios, los filósofos se han preguntado qué es y qué se puede hacer para fomentarla. El esquema del equipo de rivales nos ofrece nuevas perspectivas. A menudo podemos interpretar los elementos rivales del cerebro como algo análogo a motor y frenos : algunos elementos le impulsan hacia un comportamiento, mientras que otros intentan detenerle. A primera vista, uno podría pensar que la virtud consiste en no querer hacer cosas malas. Pero en un marco de referencia más matizado, una persona virtuosa puede sufrir poderosos impulsos lascivos siempre y cuando conserve suficiente capacidad de frenado para superarlos. (También se da el caso de que un sujeto virtuoso puede sentir tentaciones mínimas, y por tanto no necesitar unos buenos frenos, aunque se podría sugerir que la persona más virtuosa es la que tiene que librar una encarnizada batalla para resistir la tentación, y no el que nunca la siente). Ese tipo de enfoque es posible sólo cuando vemos claramente la rivalidad que ocurre bajo el capó, pero no si creemos que la gente posee una sola mentalidad (como en mens rea , «la mentalidad culpable»). Con las nuevas herramientas, podemos contemplar una batalla más matizada entre las diferentes regiones del cerebro y hacia dónde se inclina la lucha. Y eso abre nuevas oportunidades para la rehabilitación en nuestro sistema legal: cuando comprendemos cómo funciona realmente la batalla y por qué el control de los impulsos falla en una parte de la población, podemos desarrollar nuevas estrategias directas para reforzar la toma de decisiones a largo plazo e inclinar la batalla en su favor.
Además, comprender el cerebro nos permitirá dictar sentencia de una manera más inteligente. Como hemos visto en el capítulo anterior, podemos reemplazar el problemático concepto de la responsabilidad por un sistema correctivo práctico y que mire hacia el futuro ( ¿Qué hará esta persona a partir de ahora? ) en lugar de mirar hacia el pasado ( ¿Hasta qué punto fue culpa suya? ). Puede que algún día el sistema legal sea capaz de abordar problemas nerviosos y conductuales de la misma manera que la medicina estudia los problemas de los pulmones o los huesos. Dicho organismo biológico no pondrá en la calle a los delincuentes, pero introducirá la racionalidad en las condenas y una rehabilitación personalizada al adoptar un enfoque prospectivo en lugar de retrospectivo.
Comprender mejor la neurobiología podría llevar a una política social mejor. ¿Pero qué significa a la hora de comprender nuestras propias vidas?
CONÓCETE A TI MISMO
Conócete, pues, a ti mismo, no te tomes la libertad de juzgar a Dios. A quien debe estudiar el hombre es al hombre.
ALEXANDER POPE
El 28 de febrero de 1571, en la mañana de su trigésimo octavo aniversario, el ensayista francés Michel de Montaigne decidió llevar a cabo un cambio radical en su vida. Dejó su carrera en la vida pública, reunió una biblioteca de mil volúmenes en una torre situada en un rincón apartado de su propiedad, y pasó el resto de su vida escribiendo ensayos acerca del tema complejo, fugaz y proteico que más le interesaba: él mismo . Su primera conclusión fue que el intento de conocerse a uno mismo es una empresa vana, porque el yo cambia continuamente y desafía cualquier firme descripción. Pero eso no le impidió seguir investigando, y su pregunta ha resonado a través de los siglos: Que sais-je ? (¿Qué sé?).
Era, y sigue siendo, una buena pregunta. Nuestra exploración del cosmos interior desde luego nos desengaña de la idea inicial, intuitiva y sin complicaciones de conocernos a nosotros mismos. Nos damos cuenta de que este conocimiento de nosotros mismos exige tanto esfuerzo desde fuera (bajo la forma de la ciencia) como desde dentro (la introspección). Lo que no quiere decir que haya mejorado nuestra capacidad introspectiva. Después de todo, podemos aprender a prestar atención a lo que vemos realmente ahí fuera, como hace un pintor, y podemos analizar detenidamente nuestras señales internas, como hace un yogui. Pero la introspección tiene límites. Consideremos el hecho de que los sistemas nerviosos periféricos utilizan cien millones de neuronas para controlar las actividades de los intestinos (lo que se llama sistema nervioso entérico). Cien millones de neuronas y no hay introspección que pueda controlar eso. Y lo más probable es que tampoco quisiera. Es mejor que funcione como la maquinaria automatizada y optimizada que es, transportando la comida por sus intestinos y emitiendo señales químicas para controlar la fábrica de la digestión sin preguntarle qué opina del asunto.
Aparte de la falta de acceso, podría darse una prevención del acceso. Mi colega Read Montague especuló en una ocasión que podríamos poseer algoritmos que nos protejan de nosotros mismos. Por ejemplo, los ordenadores poseen bloques de arranque que son inaccesibles para el sistema operativo: son demasiado importantes para el funcionamiento del ordenador como para que ningún otro sistema de nivel superior encuentre un camino de acceso, bajo ninguna circunstancia. Montague observó que cada vez que intentamos pensar demasiado en nosotros tendemos a «desconectarnos», y quizá se debe a que nos acercamos demasiado al bloque de arranque. Tal como escribió Ralph Waldo Emerson un siglo antes: «Todo nos intercepta de nosotros mismos».
Gran parte de lo que somos permanece fuera de nuestra opinión o elección. Imagine que intenta cambiar su idea de la belleza o de la atracción. ¿Qué ocurriría si la sociedad le pidiera que a partir de ahora se sintiera atraído por el sexo que no le atrae en la actualidad? ¿O por alguien de una horquilla de edad que no le atrae en la actualidad? ¿O por otra especie? ¿Podría hacerlo? Es dudoso. Sus impulsos más básicos están bordados en el tejido de su circuito nervioso y le resultan inaccesibles. Ciertas cosas le resultan más atractivas que otras, y no sabe por qué.
Al igual que el sistema nervioso entérico y su idea de la atracción, casi todo su universo interior le es ajeno. Las ideas que se le ocurren, lo que piensa durante una ensoñación, el extravagante contenido de sus sueños: todo eso se le aparece desde las invisibles cavernas intracraneales.
¿Qué significa todo esto para la admonición griega γνώθι σεαυτόν —conócete a ti mismo— inscrita de manera prominente a la entrada del templo de Apolo en Delfos? ¿Podemos conocernos más profundamente estudiando nuestra neurobiología? Sí, pero con algunas salvedades. Ante los misterios profundos que presentaba la física cuántica, el físico Niels Bohr sugirió una vez que comprender la estructura del átomo sólo podría conseguirse cambiando la definición de «comprender». Uno ya no podría dibujar el átomo, cierto, pero en cambio ahora podía predecir experimentos acerca de su comportamiento con una precisión de hasta catorce decimales. Los supuestos de antaño eran sustituidos por algo más rico.
Del mismo modo, conocerse a uno mismo puede que requiera un cambio en la definición de «conocer». Conocerse a uno mismo ahora exige comprender que el yo consciente ocupa una pequeña habitación en la mansión del cerebro y que posee poco control sobre la realidad construida para usted. La invocación del conócete a ti mismo tiene que considerarse de una manera nueva.
Supongamos que le gustaría saber algo más acerca de la idea de conocerse a uno mismo y que me ha pedido que le explique un poco más. Probablemente no ayudaría que le dijera «Todo lo que necesita saber está en las letras por separado: γ ν ώ θ ι σ ε α υ τ ό ν». Si no sabe griego, los elementos no son más que formas arbitrarias. Y aun cuando sepa griego, una idea es mucho más que las letras; más bien querría saber la cultura de donde surgió, el énfasis en la introspección, cómo sugieren un camino hacia la iluminación. [223] Comprender la frase exige algo más que aprender las letras. Y ésta es la situación en que nos encontramos al observar los billones de neuronas y sus quintillones de proteínas y productos bioquímicos que se desplazan. ¿Significa eso que nos conocemos desde una perspectiva totalmente desconocida? Como veremos en un momento, necesitamos los datos de la neurobiología, pero también algo más para conocernos a nosotros mismos.
La biología es un enfoque magnífico pero limitado. Imagine que observa por un microscopio la garganta de su amante mientras lee poesía. Observa muy de cerca las cuerdas vocales de su amante, viscosas y relucientes, contrayéndose y dilatándose a espasmos. Podría estudiarlas hasta que le entraran náuseas (quizá más pronto que tarde, según su tolerancia a la biología), pero no le ayudaría a comprender por qué le encanta hablar con esa persona en la cama. En sí misma, en su forma más tosca, la biología sólo nos ofrece una visión parcial. Es lo mejor que podemos conseguir ahora, pero está lejos de ser algo completo. Veámoslo con algo más de detalle.
DEL COLOR DE SU PASAPORTE A LAS PROPIEDADES EMERGENTES
Casi todos hemos oído hablar del Proyecto del Genoma Humano, en el que nuestra especie ha descodificado con éxito la secuencia de miles de millones de letras de longitud de nuestro código genético. El proyecto ha sido un hito histórico, saludado con la fanfarria debida.
No todo el mundo se ha enterado de que el proyecto ha sido, en cierto sentido, un fracaso. Una vez hemos secuenciado todo el código, no hemos encontrado las anheladas respuestas acerca de qué genes son exclusivos de la humanidad; lo que hemos descubierto es un enorme libro de recetas para construir las tuercas y tornillos de los organismos biológicos. Hemos averiguado que otros animales poseen esencialmente el mismo genoma que nosotros; ello se debe a que están hechos de las mismas tuercas y tornillos, sólo que con una configuración distinta. El genoma humano no es muy distinto del genoma de la rana, aun cuando los humanos son muy distintos de las ranas. Al menos, los humanos y las ranas parecen bastante distintos al principio. Pero tenga en cuenta que ambos requieren la receta para construir los ojos, el bazo, la piel, los huesos, el corazón, etc. Como resultado, los dos genomas no son tan distintos. Imagine que va a varias fábricas y examina la anchura de longitud de los tornillos utilizados. Le dirán muy poco acerca de la función del producto final, si es una tostadora o un secador de pelo. Pero contienen elementos parecidos configurados en funciones distintas.
El hecho de no haber descubierto lo que pensábamos no es una crítica al Proyecto del Genoma Humano; había que hacerlo como primer paso. Pero es reconocer que sucesivos niveles de reducción están condenados a decirnos muy poco acerca de las cuestiones importantes de los humanos.
Volvamos al ejemplo de la enfermedad de Huntington, en la que un solo gen determina si desarrolla o no una enfermedad, lo que parece un triunfo del reduccionismo. Pero observe que la enfermedad de Huntington es uno de los escasísimos ejemplos que se pueden poner de este tipo de efecto. La reducción de una enfermedad a una sola mutación es extraordinariamente rara: casi todas las enfermedades son poligenéticas, que quiere decir que resultan de sutiles aportaciones de decenas e incluso cientos de genes distintos. Y a medida que la ciencia desarrolla técnicas mejores, descubrimos que no sólo intervienen las regiones que codifican los genes, sino también las zonas intermedias, lo que antes se consideraba el ADN «basura». Casi todas las enfermedades parecen ser el resultado de una tormenta perfecta de múltiples cambios de poca importancia que se combinan de una manera terriblemente compleja.
Pero la situación es mucho peor que un problema de múltiples genes: las aportaciones del genoma sólo se pueden comprender en el contexto de interacción con el entorno. Consideremos la esquizofrenia: hace décadas que los investigadores buscan el gen de la enfermedad. ¿Han encontrado alguno que se corresponda con ella? Seguramente sí. De hecho, cientos. El hecho de que alguien posea uno de esos genes, ¿nos permite predecir quién desarrolla la esquizofrenia de adulto? Apenas. Ni una sola mutación genética predice tanto la esquizofrenia como el color de su pasaporte.
¿Qué tiene que ver el pasaporte con la esquizofrenia? Resulta que la tensión social de ser inmigrante en un nuevo país es uno de los factores fundamentales para padecer esquizofrenia. [237] En estudios llevados a cabo en diversos países, los grupos de inmigrantes que más se diferencian en cultura y apariencia de la población anfitriona son los que exhiben más riesgo. En otras palabras, un nivel inferior de aceptación social por la mayoría se corresponde con una mayor probabilidad de que surja la esquizofrenia. De una manera que en la actualidad todavía no se comprende, parece ser que un repetido rechazo social perturba el funcionamiento normal de los sistemas de la dopamina. Pero ni siquiera estas generalizaciones lo explican todo, porque dentro de un mismo grupo de inmigrantes (pongamos los coreanos de los Estados Unidos), los que se toman peor sus diferencias étnicas es más probable que se vuelvan psicóticos. Y los que se sienten orgullosos y cómodos con su patrimonio cultural son mentalmente más estables.
Puede que esto sorprenda a muchos. ¿La esquizofrenia es genética o no? La respuesta es que la genética influye . Si la genética hace que las tuercas y tornillos tengan una forma un tanto extraña, todo el sistema podría funcionar de una manera inusual cuando lo colocamos en un entorno particular. En otros entornos, puede que la forma de las tuercas y tornillos no importe. Después de todo, cómo acaba siendo una persona depende de muchas más cosas que de las sugerencias moleculares anotadas en el ADN.
¿Recuerda que antes dijimos que si es portador del cromosoma Y tiene un 8,28% más de probabilidades de cometer un delito violento? Se trata de un dato, pero la cuestión fundamental es: ¿por qué no todos los varones son delincuentes? Es decir, sólo un 1% de los varones están en la cárcel. [238] ¿Qué ocurre?
La respuesta es que el conocimiento de los genes por sí solo no es suficiente para explicar gran cosa del comportamiento. Consideremos el trabajo de Stephen Suomi, un investigador que cría monos en entornos naturales de la zona rural de Maryland. En ese entorno es capaz de observar el comportamiento social de los monos desde el día de su nacimiento. [239] Una de las primeras cosas que observó fue que los monos comienzan a expresar personalidades distintas desde una edad sorprendentemente precoz. Comprobó que casi todo el comportamiento social se desarrollaba, se ponía en práctica y se perfeccionaba durante el curso del juego paritario entre los cuatro y seis meses de edad. Esta observación habría sido interesante en sí misma, pero Suomi fue capaz de combinar las observaciones acerca del comportamiento con análisis regulares de hormonas y metabolitos en la sangre, así como de análisis genéticos.
Lo que descubrió fue que el 20% de los bebés monos mostraban ansiedad social. Reaccionaban a las situaciones sociales novedosas y un tanto estresantes con un temor y una ansiedad insólitos, y ello tenía que ver con aumentos duraderos de las hormonas de estrés en su sangre.
En el otro lado del espectro social, el 5% de los bebés mono eran demasiado agresivos. Mostraban un comportamiento impulsivo e inapropiadamente beligerante. Esos monos poseían bajos niveles de un metabolito de la sangre relacionado con la descomposición en la serotonina.
En su investigación, Suomi y su equipo descubrieron que había dos «sabores» de genes distintos (que los genetistas llaman alelos) que uno podía poseer para una proteína que participaba en el transporte de la serotonina: [240] llamémoslos forma corta y forma larga. Los monos con la forma corta apenas podían controlar la violencia, mientras que los que tenían la forma larga mostraban un control del comportamiento normal.
Pero resultó que eso tampoco era toda la historia. Cómo se desarrollaba la personalidad de un mono dependía también de su entorno. Había dos maneras de criar un mono: con su madre (entorno bueno) o con otras crías (relaciones de apego inseguras). Los monos con la forma corta acababan siendo del tipo agresivo cuando se criaban con otras crías, pero mejoraban mucho cuando se criaban con sus madres. En el caso de los que tenían la forma larga del gen, el entorno en que se criaban no tenía mucha importancia; en cada caso se adaptaban bien.
Hay al menos dos maneras de interpretar estos resultados. La primera es que el alelo largo es un «gen bueno» que confiere resistencia contra un entorno malo en la infancia (la esquina inferior izquierda de la tabla que aparece en la página siguiente). La segunda es que una buena relación con la madre de algún modo otorga resistencia a aquellos monos que de otro modo resultarían ser el garbanzo negro (esquina superior derecha). Estas dos interpretaciones no se excluyen, y ambas se reducen a la misma importante lección: la combinación de genética y entorno es importante para el producto final.
Gracias al éxito de los estudios con monos, la gente comenzó a estudiar las interacciones de los genes con el entorno en los humanos. [241] En 2001, Avshalom Caspi y sus colegas comenzaron a preguntarse si existen genes para la depresión. Cuando emprendieron la búsqueda, descubrieron que la respuesta es «más o menos». Averiguaron que hay genes que predisponen , y si finalmente sufre de depresión depende de los sucesos de su vida. [242] Los investigadores hallaron este resultado entrevistando concienzudamente a docenas de personas para averiguar qué importantes sucesos traumáticos habían ocurrido en sus vidas: la pérdida de un ser amado, un accidente de coche grave, y cosas así. También analizaron la genética de cada participante, sobre todo la forma de un gen que interviene en la regulación de los niveles de serotonina en el cerebro. Como la gente lleva dos copias del gen (una por cada progenitor), hay tres combinaciones posibles: corto/corto, corto/largo o largo/largo. Lo más asombroso fue que la combinación corto/corto predisponía a los participantes a la depresión clínica, pero sólo si experimentaban un número creciente de sucesos desagradables en su vida. Si tenía la suerte de llevar una buena vida, entonces el hecho de ser portador de la combinación corto/corto no hacía que tuvieran más probabilidades que los demás de sufrir una depresión. Pero si tenían la desdicha de enfrentarse a serios contratiempos, incluyendo acontecimientos que quedaban totalmente fuera de su control, entonces tenían el doble de probabilidades de deprimirse que los que portaban la combinación largo/largo.
Un segundo estudio abordó un tema que preocupa profundamente a la sociedad: el hecho de que quienes han sufrido abusos por parte de sus padres tienden también a practicarlos. Es algo que mucha gente cree, ¿pero es cierto? ¿Y tiene algo que ver el tipo de gen que lleva el niño? Lo que llamó la atención de los investigadores fue el hecho de que algunos niños que habían sufrido abusos se volvían violentos de jóvenes, y otros no. Cuando todos los factores evidentes estaban controlados, los datos afirmaban que el abuso infantil, en sí mismo, no predecía cómo acabaría siendo una persona. Pretendiendo comprender la diferencia entre aquellos que perpetúan la violencia y los que no, Caspi y sus colegas descubrieron que un pequeño cambio en la expresión de un gen particular diferenciaba a esos niños. [243] Los niños que tenían una baja expresión del gen era más probable que desarrollaran trastornos de conducta y se convirtieran en criminales violentos de adultos. Sin embargo, aumentaba la probabilidad de que ello ocurriera si los niños habían sufrido abusos. Si albergaban las formas «malas» del gen, pero no habían sufrido abusos, era poco probable que los acabaran cometiendo. Y si eran portadores de las formas «buenas», entonces ni siquiera una infancia sometidos a graves maltratos los llevaba a perpetuar ese ciclo de violencia.
Predisposición en los genes. ¿Por qué las experiencias estresantes conducen a una depresión en algunos individuos y en otros no? Podría tratarse de una predisposición genética. De Caspi et al., Science , 2003.
Un tercer ejemplo procede de la observación de que fumar cannabis (marihuana) de adolescente aumenta la probabilidad de desarrollar psicosis de adulto. Pero esta relación es cierta para algunas personas, y no para otras. Llegados a este punto, supongo que intuye cuál es mi conclusión: que uno sea susceptible a ello o no depende de la variación genética. Con una combinación de alelos, existe un fuerte vínculo entre el uso del cannabis y la psicosis de adulto; con otra combinación, el vínculo es débil. [244]
De manera parecida, los psicólogos Angela Scarpa y Adrian Raine midieron las diferencias en la función cerebral entre personas a las que les habían diagnosticado un trastorno de personalidad antisocial, un síndrome caracterizado por una total indiferencia a los sentimientos y derechos de los demás, y que es muy frecuente entre la población criminal. Los investigadores descubrieron que la probabilidad de que se diera el trastorno de personalidad antisocial era mayor cuando las anormalidades cerebrales se combinaban con un historial de experiencias adversas. [245] En otras palabras, si tenemos problemas cerebrales pero nos educan en un buen lugar, podemos acabar siendo una persona normal. Si nuestro cerebro está bien pero nuestro hogar es horrible, sigue siendo posible que acabemos siendo personas normales. Pero si padecemos un leve daño cerebral y acabamos teniendo un entorno hogareño malo, tenemos todos los números para acabar con una sinergia muy desafortunada.
Estos ejemplos demuestran que ni la biología sola ni el entorno solo determinan el producto final de la personalidad. [246] Cuando se trata de enfrentar la genética y el ambiente, la respuesta es que casi siempre influyen ambos.
Como hemos visto en el capítulo anterior, uno no elige ni su genética ni el ambiente donde se cría, y mucho menos la interacción de ambos. Heredamos un programa genético y aparecemos en un mundo que no podemos elegir y en el que pasamos nuestros años más formativos. Ésta es la razón por la que la gente acaba teniendo maneras muy distintas de ver el mundo, personalidades diferentes y capacidades de decisión variada. Esto no se elige; es la mano de cartas que nos reparten al nacer. En el capítulo anterior pretendía subrayar la dificultad de asignar la responsabilidad bajo dichas circunstancias. Lo que quiero poner de relieve en este capítulo es el hecho de que la maquinaria que compone quiénes somos no es sencilla, y que la ciencia tampoco está a punto de comprender cómo construir una mente a partir de piezas y partes distintas. Sin duda, la mente y la biología están relacionadas, pero no de la manera que podemos esperar comprender con un enfoque puramente reduccionista.
El reduccionismo es engañoso por dos razones. En primer lugar, como acabamos de ver, la insondable complejidad de las interacciones de los genes y el entorno implica que estamos muy lejos de comprender cómo acabará siendo cualquier individuo, teniendo en cuenta sus experiencias vitales, sus conversaciones, abusos, alegrías, comidas ingeridas, drogas recreativas, medicamentos recetados, pesticidas, experiencia educativa, etc. Es algo demasiado complejo, y probablemente seguirá siéndolo.
En segundo lugar, aun cuando sea cierto que estamos atados a nuestras moléculas, proteínas y neuronas —tal como nos indican sin lugar a dudas las apoplejías, las hormonas, las drogas y los microorganismos—, la lógica no infiere de ello que la mejor manera de describir a los humanos sea como un compuesto de piezas y partes. El reduccionismo extremo de que no somos más que las células de las que estamos compuestos conduce a un callejón sin salida a todo aquel que intente comprender el comportamiento humano. Sólo porque un sistema esté hecho de piezas y partes, y sólo porque esas piezas y partes sean fundamentales para que funcione el sistema, no significa que las piezas y partes constituyan la descripción más correcta.
¿Por qué, pues, para empezar, tuvo tanto éxito el reduccionismo? Para comprenderlo sólo tenemos que examinar sus raíces históricas. En siglos recientes, quienes reflexionaban acerca del mundo contemplaron el desarrollo de la ciencia determinista en forma de las ecuaciones deterministas de Galileo, Newton y otros. Los científicos estiraban resortes, hacían rodar bolas y dejaban caer pesas, y cada vez eran más capaces de predecir con ecuaciones sencillas qué harían los objetos. En el siglo XIX , Pierre-Simon Laplace había propuesto que si uno podía conocer la posición de cada partícula del universo, entonces podía, a base de cálculos, conocer todo el futuro (y resolver las ecuaciones en la otra dirección para conocer todo el pasado). Este éxito histórico constituye el núcleo del reduccionismo, que esencialmente propone que todo lo que es grande se puede comprender descomponiéndolo en piezas cada vez más pequeñas. Desde esta perspectiva, todas las flechas del entendimiento apuntan a los niveles más pequeños: los humanos se pueden comprender en términos biológicos, la biología en el lenguaje de la química, y la química en las ecuaciones de la física atómica. El reduccionismo ha sido el motor de la ciencia desde antes del Renacimiento.
Pero el reduccionismo no es la perspectiva adecuada para todo, y desde luego no explica las relaciones entre el cerebro y la mente. Y ello se debe a un rasgo conocido como la emergencia . [247] Cuando juntas un gran número de piezas y partes, la totalidad puede ser a veces más grande que la suma. Ninguna de las piezas metálicas de un avión posee la propiedad de volar , pero cuando se ensamblan de la manera adecuada, el resultado levanta el vuelo. Una fina barra metálica no te servirá de gran cosa si intentas controlar a un jaguar, pero varias colocadas en paralelo poseen la propiedad de la contención . El concepto de las propiedades emergentes significa que se puede introducir algo nuevo que no es inherente a ninguna de las partes.
Pongamos otro ejemplo: imagine que es un urbanista que debe trazar una autopista y necesita comprender el tráfico de su ciudad: dónde tienden a amontonarse los coches, dónde acelera la gente y cuáles son los cruces más peligrosos. No le llevará mucho tiempo darse cuenta de que para comprender todos estos asuntos necesitará un modelo psicológico de los propios conductores. Perdería el trabajo si propusiera estudiar la longitud de las tuercas y la eficacia de combustión de las bujías de los motores. Se trata de un nivel de descripción erróneo para comprender los atascos de tráfico.
Lo cual no quiere decir que las piezas pequeñas no importen: claro que importan. Como hemos visto en el caso del cerebro, añadir narcóticos, cambiar los niveles de neurotransmisores, o mutar los genes puede alterar de manera radical la esencia de una persona. De manera parecida, si modificamos las tuercas y las bujías, los motores funcionan de manera despareja, los coches van más lentos o más rápidos, y es posible que otros coches choquen con ellos. Así pues, la conclusión es evidente: aunque el flujo del tráfico depende de la integridad de las partes, no es de ningún modo significativo equivalente a las partes. Si quiere saber por qué Los Simpson es divertido, no conseguirá gran cosa estudiando los transistores y condensadores que hay detrás de su televisión de pantalla de plasma. Puede que consiga distinguir las partes electrónicas en gran detalle y probablemente aprenda algo de electricidad, pero, a la hora de comprender la hilaridad, estará igual que antes. Poder ver Los Simpson depende completamente de la integridad de los transistores, pero las partes en sí mismas no son divertidas. De manera parecida, aunque la mente depende de la integridad de las neuronas, las neuronas no piensan por sí solas.
Y ello nos obliga a reconsiderar cómo elaborar una explicación científica del cerebro. Si consiguiéramos determinar toda la física de las neuronas y sus componentes químicos, ¿nos diría eso algo de la mente? Probablemente no. No creo que el cerebro transgreda las leyes de la física, pero eso no significa que las ecuaciones que describen las detalladas interacciones bioquímicas sean el nivel de descripción correcto. Tal como lo expresa el teórico de la complejidad Stuart Kauffman: «Una pareja de enamorados que camina por la orilla del Sena es, en realidad, una pareja de enamorados que camina por la orilla del Sena, no meras partículas en movimiento».
Una teoría significativa de la biología humana no se puede reducir a química y física, sino que más bien se ha de comprender en su propio vocabulario de la evolución, la competencia, la recompensa, el deseo, la reputación, la avaricia, la amistad, la confianza, el hambre, etc.; de la misma manera que el flujo de tráfico no se comprenderá sólo con el vocabulario de las tuercas y bujías, sino en términos de límites de velocidad, horas punta, violencia vial y gente que quiere llegar a su casa lo antes posible para estar con su familia cuando acaba la jornada laboral.
Hay otra razón por la que las piezas y partes nerviosas no serán suficientes para comprender cabalmente la experiencia humana: su cerebro no es el único jugador biológico que interviene en la partida de determinar quién es. El cerebro mantiene una constante comunicación de ida y vuelta con los sistemas endocrino e inmunológico, una comunicación que se podía considerar el «sistema nervioso superior». Este sistema nervioso superior es, a su vez, inseparable de los entornos químicos que influyen en su desarrollo, incluyendo la nutrición, la pintura con plomo, los contaminantes en la atmósfera, etc. Y usted forma parte de una compleja red social que cambia su biología con cada interacción, y que sus acciones, a su vez, pueden transformar. Gracias a ello resulta interesante contemplar las fronteras: ¿cómo deberíamos definir el yo ? ¿Dónde comienza uno y dónde acaba? La única solución es considerar el cerebro como la concentración más densa de yo idad. Es la cúspide de la montaña, pero no es toda la montaña. Cuando hablamos del «cerebro» y el comportamiento, se trata de una etiqueta abreviada para algo que incluye aportaciones de un sistema sociobiológico mucho más amplio. [*] El cerebro no es tanto el asiento de la mente como el centro de la mente.
Así pues, vamos a resumir dónde estamos. Seguir una calle unidireccional hacia lo muy pequeño es el error que cometen los reduccionistas y es la trampa que queremos evitar. Cada vez que vea una afirmación abreviada como «usted es su cerebro», no piense que quiere dar a entender que la neurociencia concebirá el cerebro sólo como una inmensa constelación de átomos o como extensas junglas de neuronas. El futuro de comprender la mente reside, más bien, en descifrar las pautas y la actividad que habitan en lo alto de la sustancia cerebral, pautas dirigidas tanto por maquinaciones internas como por interacciones con el mundo que nos rodea. Los laboratorios de todo el mundo trabajan para averiguar cómo comprender la relación entre la materia física y la experiencia subjetiva, pero estamos lejos de resolver ese problema.
A principios de la década de 1950, el filósofo Hans Reichenbach afirmó que la humanidad estaba a punto de alcanzar una explicación completa, científica y objetiva del mundo: una «filosofía científica». [248] Eso fue hace sesenta años. ¿La hemos alcanzado? En todo caso, todavía no.
De hecho, estamos muy lejos. Pero algunos actúan como si la ciencia estuviera a punto de comprenderlo todo. De hecho, los científicos soportan una gran presión —aplicada por las agencias que otorgan subvenciones y los medios de comunicación por igual— para que finjan que los problemas importantes están a punto de resolverse en cualquier momento. Pero lo cierto es que nos enfrentamos a un campo lleno de interrogantes, y este campo se extiende hasta el infinito.
Lo que hay que pedir es franqueza cuando se exploran estos temas. Como ejemplo, el campo de la mecánica cuántica incluye el concepto de observación : cuando un observador mide la localización de un fotón, eso hace que el estado de una partícula adquiera una posición concreta, mientras que hace un momento había infinidad de estados posibles. ¿Qué es exactamente la observación ? ¿Acaso la mente humana interactúa con la materia del universo? [249] Se trata de un problema científico totalmente sin resolver, que proporcionará un punto de encuentro crítico entre la física y la neurociencia. Hoy en día casi todos los científicos abordan los dos temas por separado, y la triste verdad es que los investigadores que intentan analizar con más profundidad las relaciones entre ambas a menudo acaban marginados. Muchos científicos se burlan de ello afirmando algo así como: «La mecánica cuántica es misteriosa, y la conciencia es misteriosa; por tanto, deben de ser lo mismo». Esa actitud desdeñosa es mala para la disciplina. Para hablar con claridad, no estoy afirmando que exista ninguna relación entre la mecánica cuántica y la conciencia. Lo único que digo es que podría haber una conexión, y que un prematuro rechazo no va con el espíritu de la investigación y el progreso científicos. Cuando la gente afirma que la función del cerebro puede explicarse completamente mediante la física clásica, es importante reconocer que eso no es más que una afirmación: es difícil saber, en cualquiera época de la ciencia, qué piezas del puzle estamos pasando por alto.
Como ejemplo, mencionaré lo que denomino la «teoría de la radio» del cerebro. Imagine que es usted un bosquimano del Kalahari y que se topa con una radio de transistores en la arena. Puede que la coja, haga girar los botones y de repente, para su sorpresa, oiga voces brotando de esa extraña cajita. Si es usted curioso y tiene una mente científica, puede que intente averiguar qué ocurre. Puede que levante la tapa trasera y descubra un nido de alambres. Pongamos que ahora comienza un estudio concienzudo y científico de qué provoca las voces. Observa que cada vez que desconecta el cable verde, las voces callan. Cuando vuelve a conectar el cable, se vuelven a oír las voces. Lo mismo ocurre con el alambre rojo. Si tira del alambre negro las voces se vuelven embrolladas, y si elimina el alambre amarillo el volumen se reduce a un susurro. Lentamente lleva a cabo todo tipo de combinaciones, y llega a una conclusión clara: las voces se basan por completo en la integridad del circuito. Al cambiar el circuito, se deterioran las voces.
Orgulloso de sus nuevos descubrimientos, dedica su vida a desarrollar una ciencia de cómo ciertas configuraciones de cables crean la existencia de voces mágicas. En cierto momento, un joven le pregunta cómo es posible que algunos circuitos de señales eléctricas puedan engendrar música y conversaciones, y usted admite que no lo sabe, pero insiste en que su ciencia está a punto de desentrañar el problema en cualquier momento.
Sus conclusiones se ven limitadas por el hecho de que no sabe absolutamente nada de las ondas de radio ni, en general, de la radiación electromagnética. El hecho de que en ciudades lejanas existan estructuras llamadas repetidores de radio —cuyas señales perturban las ondas invisibles que viajan a la velocidad de la luz— le resulta algo tan ajeno que ni siquiera se le pasaría por la cabeza. No puede saborear las ondas de radio, no puede verlas, no puede olerlas, y no tiene ninguna razón acuciante para ser lo bastante creativo como para ponerse a fantasear acerca de ellas. Y si soñara con ondas invisibles de radio que transportan voces, ¿a quién podría convencer de su hipótesis? No posee ninguna tecnología para demostrar la existencia de las ondas, y cualquiera le señalará, con razón, que tiene la responsabilidad de convencer a los demás.
Así, acabaría convirtiéndose en un materialista de la radio. Concluiría que de alguna manera la configuración correcta de cables engendra música clásica y conversación inteligente. No se daría cuenta de que le falta una pieza enorme del puzle.
No estoy afirmando que el cerebro sea como una radio —es decir, que seamos receptáculos que captan señales de otro lugar y que nuestros circuitos nerviosos necesiten estar en el lugar que les corresponde para captarlas—, pero sí digo que podría ser cierto. En nuestra ciencia actual no hay nada que lo desmienta. Con lo poco que sabemos en este momento, debemos conservar conceptos como éste en el gran archivador de las ideas ni aceptadas ni descartadas. Así que incluso aunque pocos científicos diseñen experimentos en torno a hipótesis excéntricas, siempre hay que proponer ideas y manejarlas como posibilidades hasta que las pruebas las confirmen o desmientan.
Los científicos a menudo hablan de parsimonia (como en «la explicación más sencilla es probablemente la correcta», también conocida como la navaja de Occam), pero no deberíamos dejarnos seducir por la aparente elegancia del argumento de la parsimonia; esta línea de razonamiento ha fracasado en el pasado al menos tantas veces como ha triunfado. Por ejemplo, es más parsimonioso suponer que el sol gira alrededor de la Tierra, que los átomos a la escala más pequeña operan según las mismas reglas que siguen los objetos a mayor escala, y que lo que percibimos es lo que hay ahí fuera. Todas estas posiciones fueron defendidas durante mucho tiempo por argumentos derivados de la parsimonia, y todas eran erróneas. En mi opinión, la argumentación de la parsimonia no es ninguna argumentación, y para lo único que sirve es para acallar discusiones más interesantes. Si la historia nos ha de servir de guía, nunca es buena idea suponer que un problema científico está acotado.
En este momento de la historia, la mayor parte de la comunidad neurocientífica suscribe el materialismo y el reduccionismo, y postula el modelo según el cual se nos puede comprender como un conjunto de células, vasos sanguíneos, hormonas, proteínas y fluidos, materiales todos ellos que siguen las leyes básicas de la química y la física. Cada día los neurocientíficos entran en el laboratorio y trabajan con el supuesto de que si comprenden lo suficiente las piezas y partes, comprenderán la totalidad. Este enfoque de descomponerlo todo hasta las mínimas partes es el mismo método que se ha utilizado con éxito en la física, la química y la ingeniería inversa de dispositivos electrónicos.
Pero no tenemos ninguna garantía real de que este enfoque funcione en la neurociencia. El cerebro, con su experiencia privada y subjetiva, no se parece a ninguno de los problemas que hemos abordado hasta ahora. Cualquier neurocientífico que diga que tiene el problema acotado no entiende su complejidad. Tenga en cuenta que todas las generaciones anteriores han actuado bajo el supuesto de que poseían todas las herramientas importantes para comprender el universo, y todas se equivocaban, sin excepción. Imagine que intenta construir una teoría del arco iris antes de comprender la óptica, o intenta comprender el rayo antes de conocer la electricidad, o abordar la enfermedad de Parkinson antes de descubrir los neurotransmisores. ¿Parece razonable pensar que somos los primeros que han tenido la suerte de nacer en la generación perfecta, una generación que por fin ha alcanzado una ciencia integral? ¿O parece más probable creer que dentro de cien años la gente pensará en nosotros y se preguntará cómo podíamos vivir ignorando lo que ellos saben? Al igual que los ciegos del capítulo 4, no experimentamos ningún enorme agujero negro allí donde nos falta información; lo que ocurre es que no apreciamos que falte nada. [250]
No estoy diciendo que el materialismo sea incorrecto, ni siquiera que espero que sea incorrecto. Después de todo, incluso un universo materialista sería brutalmente asombroso. Imaginemos por un momento que no somos nada más que el producto de miles de millones de años de moléculas que se juntan a través de la selección natural, que sólo estamos compuestos de autopistas de fluidos y productos químicos que recorren carreteras en el interior de miles de millones de células en movimiento, que millones de conversaciones sinápticas discurren en paralelo, y que esa enorme estructura en forma de huevo de circuitos de un micrón de espesor sigue algoritmos inimaginables en la ciencia moderna, y que esos programas nerviosos dan lugar a nuestra toma de decisiones, amores, deseos miedos y aspiraciones. Para mí, esta descripción sería una experiencia numinosa, mejor que cualquier otra propuesta en ningún texto sagrado. Lo que existe más allá de los límites de la ciencia es una cuestión que tendrán que dilucidar las futuras generaciones; pero si todo se limitara a un estricto materialismo, sería suficiente.
A Arthur C. Clarke le encantaba señalar que cualquier tecnología lo bastante avanzada es indistinguible de la magia. El destronamiento del centro de nosotros mismos no me parece deprimente; me parece mágico. Hemos visto en este libro que todo lo que está contenido en las bolsas biológicas de fluido que llamamos nosotros supera tanto nuestra intuición, nuestra capacidad de pensar en escalas tan amplias de interacción y nuestra introspección, que se lo puede calificar de pleno derecho como «algo que nos supera». La complejidad del sistema que somos es tan inmensa que no se puede distinguir de la tecnología mágica de Clarke. Como suele decirse en broma: si nuestro cerebro fuera lo bastante simple como para que lo entendiéramos, no seríamos lo bastante inteligentes para comprenderlo.
Del mismo modo que el cosmos es más vasto de lo que imaginábamos, nosotros mismos somos más grandes de lo que hemos intuido mediante la introspección. Todavía estamos entendiendo la vastedad del espacio interior. Este cosmos interno, oculto e íntimo impone sus propias metas, sus imperativos y su lógica. Vemos el cerebro como un órgano ajeno y extravagante, sin embargo sus detallados circuitos esculpen el paisaje de nuestras vidas interiores. Qué obra maestra tan desconcertante es el cerebro, y qué suerte tenemos al pertenecer a una generación que posee la tecnología y la voluntad para poder estudiarlo. Es lo más asombroso que hemos descubierto en el universo, y es nosotros.
APÉNDICE
AGRADECIMIENTOS
Mucha gente me ha inspirado durante la redacción de este libro. En el caso de algunos, sus átomos se separaron antes de que los míos se juntaran, por lo que puede que haya heredado algunos de los suyos, aunque lo más importante es que tuve la suerte de heredar las ideas que dejaron a su paso como si fueran mensajes en una botella. También he tenido la suerte de haber nacido en la misma época que una red de personas enormemente inteligentes que comenzaron con mis padres, Arthur y Cirel, siguió con mi director de tesis, Read Montague, y continuó con mentores como Terry Sejnowski y Francis Crick, del Instituto Salk. Disfruto diariamente de la inspiración de colegas, alumnos y amigos como Jonathan Downar, Brett Mensh, Chess Stetson, Don Vaughn, Abdul Kudrath y Brian Rosenthal, por nombrar unos pocos. Agradezco a Dan Frank y a Nick Davies su experta asesoría editorial, y a Tina Borja y a todos los alumnos de mi laboratorio su lectura detallada; entre estos alumnos quiero mencionar a Tommy Sprague, Steffie Tomson, Ben Bumann, Brent Parsons, Mingbo Cai y Daisy Thomson-Lake. Doy las gracias a Jonathan D. Cohen por un seminario que impartió y dio forma a algunas de las ideas del capítulo 5. Gracias a Shaunagh Darling Robertson por sugerir el título de Incógnito . También doy gracias porque mis libros cuenten con una plataforma de lanzamiento de la solidez de la Wylie Agency, que incluye al portentoso Andrew Wylie, a la excepcional Sarah Chalfant y a sus competentes colaboradores. Le estoy profundamente agradecido a mi primera agente, Jane Gelfman, por creer en mí y en este libro desde el principio. Le doy las gracias a Jamie Byng por su ilimitado entusiasmo y profundo apoyo. Finalmente quiero expresar mi gratitud a mi esposa Sarah por su amor, humor y apoyo. El otro día vi un cartel que simplemente decía FELICIDAD , y comprendí que Sarah era mi instantáneo titular mental. Bajo el dosel de mi bosque cerebral, la felicidad y Sarah se han convertido sinápticamente en sinónimos, y agradezco su presencia en mi vida.
A lo largo de este libro encontrará a menudo que el narrador utiliza el nosotros en lugar del yo. Lo he hecho así por tres razones. Primero, al igual que con cualquier libro que sintetiza grandes corpus de conocimientos, colaboro con miles de científicos e historiadores en el curso de los siglos. Segundo, la lectura de un libro debería ser una colaboración activa entre lector y escritor. Tercero, nuestros cerebros están compuestos de vastos, complejos y cambiantes conjuntos de subpartes, de las que tenemos acceso a muy pocas; este libro ha sido escrito a lo largo de varios años por varias personas distintas, todas las cuales recibían el nombre de David Eagleman, pero que eran un tanto distintas a cada hora que pasaba.
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DAVID EAGLEMAN (Nuevo México, 1971) es un neurocientífico del Baylor College of Medicine, donde dirige el Laboratorio de Percepción y Acción, así como la Iniciativa sobre Neurociencia y Derecho. Asimismo es Guggenheim Fellow. Publica sus trabajos de investigación en prestigiosas revistas científicas como Science y Nature . Entre sus libros como neurocientífico están Live-Wired: The Shape-Shifting Plasticity of the Brain y Wednesday is Indigo Blue: Discovering the Brain of Synesthesia . Incógnito se mantuvo firmemente en las listas de los libros más vendidos del New York Times .
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