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Hace tiempo que me apetece escribir sobre varias personas con quienes me he encontrado a lo largo de la vida, sobre algunos acontecimientos de los que he sido partícipe o testigo, pero más de una vez he aplazado el trabajo, bien porque me lo impedían las circunstancias, o porque me asaltaba la duda de si lograría reconstruir la imagen de una persona, de un cuadro desteñido por el paso de los años, de si podía confiar en mi memoria. Ahora, con todo, emprendo la escritura de este libro: es imposible demorarlo por más tiempo.
Hace treinta y cinco años, en unos apuntes de viaje, escribí: «Este verano, en Abrámtsevo, miraba los arces del jardín, los cómodos sillones. Aksákov [1] sí que tuvo tiempo para reflexionar acerca de todo. Su correspondencia con Gógol es la descripción pausada de un alma y de una época. Y nosotros, ¿qué dejaremos? Acuses de recibo: “Percibí 100 rublos (cien rublos)”. Nosotros no tenemos arces ni sillones, reposamos del devastador ajetreo de las redacciones y de las antesalas en el compartimento de un vagón o en la cubierta de un barco. Esto, sin duda, tiene una lógica. El tiempo se ha provisto de un motor de gran cilindrada. Y a un automóvil no se le puede gritar: “¡Detente, quiero verte con todo detalle!”. Sólo es posible hablar de la luz fugaz de sus faros. O bien —es otra posibilidad— ir a parar bajo sus ruedas».
Muchos de mis coetáneos han acabado bajo las ruedas del tiempo. Si yo he sobrevivido no ha sido por ser más fuerte o más sagaz que ellos, sino porque hay épocas en que el destino del hombre se asemeja más a una lotería que a una partida de ajedrez jugada conforme a todas las reglas.
No me faltaba razón al decir, hace ya mucho tiempo, que nuestra época dejaría pocos testimonios vivos. Eran contadas las personas que llevaban un diario. Las cartas se distinguían por su brevedad, su carácter práctico: «Estoy vivo, ando bien de salud». Escaseaban también los libros de memorias. Esto obedece a muchas razones. Me detendré en una de ellas, de la cual tal vez no todo el mundo haya tomado conciencia: hemos estado en desacuerdo demasiado a menudo con nuestro pasado para poder pensar en él como es debido. En medio siglo han cambiado multitud de veces nuestras valoraciones sobre las personas y los acontecimientos; las frases quedaban a medias; las ideas y los sentimientos sucumbían a la influencia de las circunstancias. El camino discurría por tierras vírgenes y la gente caía por los precipicios, resbalaba, se aferraba a las ramas espinosas de un bosque muerto. En ocasiones, la falta de memoria la dictaba el instinto de conservación: no se podía avanzar con los recuerdos del pasado, pues ataban los pies. De niño, oí un proverbio que dice así: «La vida es dura para quien lo recuerda todo», y luego me convencí de que nuestra época ha sido demasiado difícil para cargar con todo el peso de los recuerdos. Incluso acontecimientos que conmovieron tanto a los pueblos como las dos guerras mundiales no tardaron en convertirse en historia. Los editores de todos los países dicen ahora: «Los libros de temática bélica no se venden». Hay quien ya no recuerda el pasado, hay quien no quiere saber nada de él. Todos miran hacia delante y eso, por supuesto, es bueno; pero los antiguos romanos no adoraban a Jano por capricho. Jano tenía dos caras no porque fuese un hipócrita, como se suele decir, sino porque era sabio: una de sus caras se hallaba vuelta hacia el pasado, la otra hacia el futuro. El templo de Jano se cerraba únicamente durante los años de paz y, en un milenio, eso sólo sucedió nueve veces: la paz, en Roma, era un acontecimiento de lo más insólito. Mi generación no se parece a la de los romanos, pero también nosotros podemos contar con los dedos de una mano los años más o menos tranquilos. No obstante, y en esto nos diferenciamos de los romanos, nosotros consideramos que sólo hay que pensar en el pasado en épocas de paz consolidada…
Cuando los testigos callan, nacen las leyendas. A veces hablamos de «asaltar Bastillas», si bien nadie tomó al asalto la Bastilla. El 14 de julio de 1789 no fue más que uno de los episodios de la Revolución francesa; los parisinos penetraron con facilidad en la prisión, donde resultó que había muy pocos reclusos. Sin embargo, el día de la toma de la Bastilla se convirtió para los franceses en la fiesta nacional de la República.
Las imágenes que llegan de los escritores a las generaciones siguientes son convencionales y, a veces, se hallan en total contradicción con la realidad. Hasta hace poco Stendhal era considerado por los lectores un ser egoísta, un hombre absorto en sus propias vivencias, cuando en verdad era sociable y aborrecía el egoísmo. Se da por hecho que Turguéniev amaba Francia, pues vivió allí un largo período de su vida e hizo amistad con Flaubert; en realidad, no comprendía a los franceses y no le caían muy simpáticos. Otros dan por sentado que Zola fue un hombre conocedor de todo tipo de tentaciones, sólo ven en él al autor de Naná ; otros, acordándose del papel que desempeñó en la defensa de Dreyfus, ven en él al hombre público, al tribuno apasionado; pero Zola, un orondo cabeza de familia, tenía un pudor fuera de lo común y, salvo en los últimos años de su vida, se mantuvo alejado de las tormentas sociales que se abatieron sobre Francia.
Cuando paso por la calle Gorki, veo a un hombre de bronce de aspecto sumamente arrogante, y cada vez me sorprendo sinceramente de que sea el monumento a Maiakovski, tan diferente es la estatua del hombre al que yo conocí.
Antes era preciso que transcurrieran décadas, a veces incluso siglos, para que se forjaran las figuras legendarias; ahora no sólo los aviones atraviesan, veloces, los océanos, y la gente se desgaja al instante de la tierra y olvida la mezcolanza de colores y la complejidad de sus relieves. A veces tengo la impresión de que cierta ofuscación de la literatura —que en la segunda mitad de nuestro siglo se percibe en casi todas partes— está relacionada con la rapidez con que el día de ayer se transforma en algo convencional. El escritor retrata muy pocas veces a los hombres tal y como existen en la vida real, los Ivánov, Durand o Smith. Los protagonistas de las novelas son una amalgama compuesta por multitud de personas que el escritor ha conocido, por su propia experiencia y por su concepción del mundo. ¿Acaso la historia trabaja como un novelista? ¿Es que los hombres vivos le sirven de prototipos que ella refunde para escribir novelas, buenas o malas?
Todo el mundo sabe hasta qué punto pueden ser discordantes los relatos de los testigos de uno u otro acontecimiento. A fin de cuentas, por muy buena fe que tengan, en la mayoría de los casos los jueces deben fiarse de su propia perspicacia. Cuando los autores de memorias afirman retratar su época con imparcialidad, lo que casi siempre hacen es describirse a sí mismos. De habernos creído la imagen de Stendhal creada por Mérimée, su amigo más íntimo, nunca habríamos comprendido cómo un hombre mundano, ingenioso y egocéntrico pudo describir las grandes pasiones humanas. Por fortuna, Stendhal nos dejó sus diarios. La tormenta política que azotó París el 15 de mayo de 1848 fue descrita por Hugo, Herzen y Turguéniev y, cuando leo sus escritos, me parece que hablan de acontecimientos distintos.
A veces, la divergencia entre los testimonios viene dictada por diferentes maneras de pensar y sentir, pero, otras, está relacionada con la habitual desmemoria. Diez años después de la muerte de Chéjov, personas que lo conocieron bien no lograban ponerse de acuerdo sobre el color de sus ojos: ¿eran castaños, grises o azules?
La memoria conserva ciertas cosas y desecha otras. Me acuerdo con todo detalle de algunas escenas de mi niñez y de mi adolescencia que no son, ni por asomo, las más importantes; recuerdo a algunas personas y a otras las olvidé por completo. La memoria se asemeja a los faros de un vehículo que, de noche, ora iluminan un árbol, ora una garita, ora a un hombre. Las personas —en particular, los escritores— que relatan con elegancia y precisión sus vidas a menudo llenan las lagunas con suposiciones; es difícil discernir dónde acaban los auténticos recuerdos y dónde empieza la novela.
No tengo la intención de contar el pasado de manera ordenada, pues me repugna mezclar los hechos reales con invenciones; además, he escrito muchas novelas sirviéndome de recuerdos personales como material para la ficción. Hablaré de ciertas personas y de diversos años, alternando los recuerdos con mis pensamientos sobre el pasado. Por tanto, este libro hablará más de mí que de mi época. Hablaré, por supuesto, de muchas personas que he conocido: políticos, escritores, artistas, soñadores, aventureros. Los nombres de algunos de ellos hoy son conocidos por todos, pero no soy un cronista imparcial y serán sólo tentativas de retratos. Asimismo me esforzaré en describir los acontecimientos, tanto los de envergadura como los insignificantes, no en orden cronológico sino con relación a mi pequeño destino y en función de mis pensamientos actuales.
Nunca he llevado un diario. Mi vida ha sido más bien agitada y no he podido conservar las cartas de mis amigos. Me vi obligado a quemar centenares de ellas cuando los fascistas ocuparon París y, más tarde, mi tendencia, más que a conservarlas, fue a destruirlas. En 1936, escribí una novela titulada Kniga dlia vzroslij [Libro para adultos], que se diferencia de mis demás novelas porque en ella intercalé páginas de memorias. Aprovecharé ciertos pasajes de ese viejo libro.
Considero que sería prematuro publicar algunos capítulos porque tienen que ver con personas vivas o con acontecimientos que todavía no pertenecen a la historia, y me esforzaré en no tergiversar nada de manera consciente, en olvidarme del oficio de novelista.
La piedra es siempre fría, por naturaleza es diferente al cuerpo humano; sin embargo, desde tiempos inmemoriales, los escultores han utilizado el mármol, el granito o incluso el metal —el bronce— para representar al hombre. Sólo recurrieron a la madera para realizar obras decorativas, aunque la madera, por supuesto, es mucho más próxima a la carne. La piedra cautivaba a los escultores porque es difícil de trabajar y, además, perdurable. En los museos se yerguen hileras de estatuas de piedra; muchas de ellas son hermosas, todas son frías. A veces, sin embargo, una estatua se calienta, cobra vida ante los ojos de los visitantes de un museo. También quisiera yo, con mi mirada afectuosa, hacer revivir algunas imágenes petrificadas del pasado; sí, del mismo modo quisiera sentirme cercano a mi lector. Todo libro es una confesión, y un libro de memorias es una confesión que no trata de ocultarse en las sombras de unos personajes inventados.
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Nací en Kiev el 14 de enero de 1891; la cifra de 1891 está bien grabada en la memoria de los rusos y también en la de los vinicultores franceses. En Rusia, ese año, azotaba la hambruna. La mala cosecha golpeó a veintinueve provincias. Lev Tolstói, Chéjov y Korolenko intentaron auxiliar a los hambrientos haciendo colectas de dinero y organizando comedores. Pero todo aquello era una gota de agua en el mar y, durante mucho tiempo, 1891 se conoció como «el año del hambre». Los vinicultores franceses se enriquecieron con el vino de aquel año: la sequía quema el grano, pero mejora la calidad de la uva; las fechas aciagas para los campesinos de la región del Volga coinciden invariablemente con fechas alegres para los vinicultores de Borgoña y Gascuña; todavía en la segunda década del siglo XX , los entendidos buscaban vinos marcados con la fecha de «1891». En 1943 llegó a Moscú, procedente de Leningrado, a través del «camino de hielo», un vagón del añejo Saint-Émilion de 1891. El Samtrest [1] nos había pedido a Alekséi N. Tolstói y a mí que controláramos la calidad del vino salvado. En las botellas encontramos un agua acídula: el vino estaba muerto (contrariamente a una leyenda ampliamente difundida, el vino, incluso el mejor, perece a la edad de cuarenta o cincuenta años).
1891… ¡Qué lejana parece ahora esta fecha! En Rusia gobernaba Alejandro III. Ocupaba el trono de Gran Bretaña la emperatriz Victoria, que se acordaba bien del asedio de Sebastopol, los discursos de Gladstone, la «pacificación» de la India. En Viena reinaba felizmente Francisco José, entronizado en el memorable año de 1848. Todavía vivían los protagonistas de los dramas y de las farsas del siglo pasado: Bismarck, el general Galliffet, el famoso diplomático de la Rusia zarista Ignátiev, el mariscal MacMahon, Vogt, conocido por nuestros estudiantes gracias al panfleto de Karl Marx. Todavía estaba Engels en el mundo. Aún trabajaban Pasteur y Séchenov, Maupassant y Verlaine, Chaikovski y Verdi, Ibsen y Whitman, Nobel y Louise Michel. Rimbaud y Goncharov murieron ese mismo año.
Si se piensa ahora en 1891, el mundo ha cambiado tanto exteriormente que parece que haya transcurrido no sólo la vida de una generación sino varios siglos. París era una ciudad sin anuncios luminosos ni automóviles. Se decía que Moscú era un «pueblo grande». En Alemania vivían sus últimos días los románticos, enamorados de los tilos y de Schubert. América quedaba lejos, en el otro extremo del mundo.
Ni Joliot-Curie, ni Fermi, ni Maiakovski, ni Brecht ni Éluard habían nacido todavía. Hitler tenía dos años. El mundo parecía tranquilo: no había guerra. Italia apenas lanzaba su primera mirada sobre Etiopía, Francia se preparaba para conquistar Madagascar. Los periódicos hablaban de la visita de la flota francesa a Kronstadt. La Triple Alianza contrarrestaría, visiblemente, una entente entre Francia y Rusia. Los amantes de la alta política decían: «El equilibrio europeo salvará la paz».
Rusia permanecía inmóvil. Alejandro III, tras aplastar la Naródnaia Volia, [2] se había apaciguado un poco. Es cierto, coincidiendo con el Primero de Mayo se celebró una pequeña manifestación en San Petersburgo. Es cierto, en Samara Lenin leía a Marx. Pero ¿acaso podía inquietar eso al zar todopoderoso? Imperturbable, Alejandro III se llevó la mano a la visera cuando, durante la visita de la flota francesa, la orquesta tocó La Marsellesa . Decía, satisfecho: «Se ha iniciado la construcción de la vía del Transiberiano, pronto se podrá ir en tren desde Irkutsk hasta Moscú».
El Primero de Mayo era una novedad. En la colonia obrera de Fourmies, en el norte de Francia, la policía abrió fuego en 1891 contra los manifestantes. Los periódicos escribían: «Reaparecen las sombras funestas de los comuneros».
En Alemania se acababa de fundar con grandes solemnidades la Liga pangermánica. Se hablaba mucho del espacio vital, de la misión de Alemania, de campañas venideras, y los padres de los futuros SS gritaban: « Hoch !».
Jaurès escribía en sus artículos que los vencedores no serían los verdugos de Fourmies, sino los obreros, los internacionalistas, los defensores de los derechos del hombre.
No, 1891 no está tan lejos: se cocía el puchero que nuestra generación ha tenido que tragar copiosamente durante largo tiempo. La vida de cada ser humano es sinuosa y complicada, pero cuando la contemplamos desde lo alto, vemos que sigue una línea recta, oculta a ras de suelo. La gente que nació en aquel apacible año de 1891, cuando había hambre en Rusia y un excelente vino en Francia, iba a ser testigo de muchas revoluciones, de muchas guerras: Octubre, los sputniks, Verdún, Stalingrado, Auschwitz, Hiroshima, Einstein, Picasso, Chaplin.
El 14 de enero de 1891, el mismo día en que el destino quiso que yo viera la luz en la empinada calle Institútskaia de Kiev, que va de Kreschátik a Lipki, Antón Chéjov, que se hallaba entonces en San Petersburgo, escribía a su hermana: «Me envuelve la atmósfera densa de un mal sentimiento, sumamente indefinido y que me resulta incomprensible. Me ofrecen banquetes y me cantan ditirambos insulsos y, al mismo tiempo, están dispuestos a comerme vivo. ¿Por qué? El demonio los entiende. Si me pegara un tiro en la cabeza, procuraría un gran placer a nueve de cada diez amigos y admiradores míos. ¡Y con qué mezquindad expresan sus sentimientos mezquinos! Burenin [3] me ataca en un artículo satírico, aunque en ninguna parte se acostumbra a atacar en los periódicos a sus propios colaboradores».
He aquí lo que Burenin decía de Chéjov: «Esos talentos mediocres pierden la habilidad de mirar directamente la vida que los rodea y huyen adonde los lleve el viento». En enero de 1891, Chéjov empezó a escribir El duelo . Releo a menudo sus obras y hace poco me sumergí de nuevo en la lectura de esa novela corta. Como es natural, el tiempo ha dejado en ella su impronta. El protagonista, Laievski, que languidece en un rincón apartado, sueña con volver a San Petersburgo: «Los pasajeros del tren hablan de comercio, de cantantes nuevos, de las simpatías franco-rusas, por todas partes se respira una vida animada, cultural, vigorosa, intelectual». Pero yo sé del acercamiento franco-ruso o del desarrollo del comercio sin leer El duelo . Cuando releo esta novela, es en otra cosa en lo que pienso. Pienso en mi propia vida.
Laievski es un hombre débil, que se ha perdido y está desesperado: «Él fue el responsable de que su deslucida estrella cayera rodando del cielo y de que su estela se confundiera con las tinieblas de la noche; ya no volverá al cielo, porque la vida se da sólo una vez, y no se repite. Si hubiera podido recuperar los días y los años pasados, habría sustituido la mentira por la verdad, la desidia por el trabajo, el aburrimiento por la alegría». Laievski, alma extraviada, es el blanco de Von Koren, un hombre de ciencias exactas pero de conciencia muy inexacta. «Puesto que es incorregible, sólo hay un medio para hacerlo inofensivo […]. En aras de la humanidad y de nosotros mismos, hay que aniquilar a semejantes hombres. Sin falta. [… ] No insisto en la pena de muerte. Si se ha demostrado que es nociva, inventad algo diferente. Si no se puede aniquilar a Laievski, aíslenlo, quítenle toda personalidad, envíenlo a realizar trabajos de interés colectivo […]. Y si, orgulloso, se resiste, ¡que le pongan grilletes! […]. Nosotros mismos debemos ocuparnos de eliminar a los débiles e inútiles; de lo contrario, cuando los Laievski se reproduzcan, la civilización se hundirá». Y he aquí lo que piensa el pobre Laievski del implacable partidario del progreso y de la selección natural: «Sus ideales son despóticos. El común de los mortales, si trabaja para el bien general, tiene en cuenta a su prójimo: a mí, a ti; en una palabra, al hombre. Para Von Koren, en cambio, los hombres son mocosos, nulidades, demasiado triviales para ser el objeto de su vida. Trabaja, emprenderá una expedición, se romperá allí la nuca, no en nombre del amor al prójimo, sino de abstracciones como humanidad, generaciones futuras, una raza humana ideal […]. Pero ¿qué es la raza humana? Una ilusión, un espejismo […]. Los déspotas siempre han sido ilusionistas».
Al final de la novela, Laievski, y Chéjov con él, piensa mientras mira el mar enfurecido: «La barca es empujada hacia atrás, avanza dos pasos y retrocede uno, pero los remeros son obstinados, bogan infatigables, y no temen las altas olas. La barca avanza y avanza; ya no se la ve; dentro de media hora los remeros divisarán las luces del barco; al cabo de una hora, estarán ya junto a la escalerilla. Así ocurre también en la vida […]. En la búsqueda de la verdad, los hombres dan dos pasos hacia delante y uno hacia atrás. Los sufrimientos, los errores y el tedio de la vida los empujan hacia atrás, pero la sed de verdad y la voluntad obstinada los empujan hacia delante, hacia delante. ¿Y quién sabe? Quizá lleguen a alcanzar la verdad auténtica».
Chéjov, como ya he dicho, comenzó a escribir El duelo en enero de 1891. Examinando mi vida, me doy cuenta de que hay relación entre mis pensamientos, esperanzas y dudas y aquello que inquietaba a Antón Pávlovich cuando yo no había nacido aún. En la vida me he encontrado con muchos Von Koren, a menudo me he equivocado, me he extraviado del camino y, como Laievski, me he afligido por la estrella empañada que había hecho caer del cielo y, también como Laievski, he admirado a los remeros luchando contra las olas altas. Hoy, los continentes lejanos se han convertido en periferia vecina. Incluso la luna, en cierto sentido, está más próxima. Pero no por ello el pasado ha perdido su fuerza y, si bien el hombre muda de piel muchas veces a lo largo de su vida, casi tantas como cambia de traje, el corazón, sin embargo, no cambia, es sólo uno.
Moscu 1900 |
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Todo ha cambiado, pero sobre todo Moscú. Cuando recuerdo las calles de mi infancia, tengo la impresión de haberlas visto en el cine. Tal vez la imagen más enigmática de cuantas afloran en mi memoria sea la del tranvía tirado por caballos. (Recuerdo cuando entró en funcionamiento el primer tranvía eléctrico, que iba de la estación Saviólovskaia a la plaza Strastnaia. Nos quedábamos atónitos mirando aquel milagro de la técnica, las chispas que saltaban del arco nos entusiasmaban tanto como hoy los sputniks).
El instituto donde yo estudiaba estaba situado en la calle Voljonka, enfrente de la catedral de Cristo Salvador. A veces para regresar a casa tomaba el tranvía de tracción animal. Tiraba de él un rocín: en la calle Prechístenka, antes de la pendiente, un mozo subía de un salto al tranvía; tiraba de las riendas de un segundo rocín de refuerzo y gritaba a pleno pulmón. Con el tranvía se podía atravesar toda Sadóvaia; era un recorrido muy largo. El tranvía se detenía en los apartaderos; los pasajeros se apeaban y miraban a lo lejos, resignados, con la esperanza de ver aparecer el siguiente vagón.
A menudo volvía a pie por Prechístenka. En la esquina de un callejón, creo recordar que era el de Shtani, había una pequeña iglesia. En el atrio, un pintor poco dotado había representado el Juicio Final: los diablos asaban a los pecadores. Las viejas se persignaban con aire asustado, y a mí me entraban ganas de ser uno de esos diablos. Cuando hoy en día veo en la calle Kropótkinskaia a una anciana con ojos extraviados y turbios que avanza renqueante con una bolsa de redecilla en la mano, me pregunto si no será una de las estudiantes del instituto que charlaban animadamente por la calle Prechístenka y que, a mis ojos, no sólo eran chicas preciosas, sino la encarnación misma de la Mujer, como la Venus de Milo o las actrices Lina Cavalieri y la Bella Otero, famosas a principios de siglo por su belleza.
En verano Moscú era muy verde y en invierno, muy blanca. No se retiraba la nieve de las calles y para carnaval se acumulaban montones enormes. Los trineos se deslizaban sin hacer ruido. En mayo, las estrechas aceras resquebrajadas quedaban espolvoreadas por la nieve malva de las lilas que florecían en los jardincitos que había delante de todas las casas. Las cúpulas de las iglesias, de color oro o azul pálido, resplandecían a la luz del sol. En el cielo despuntaban unas construcciones misteriosas: las torres de los bomberos. En lo alto, colgaban unos globos que ayudaban a identificar en qué parte de la ciudad se había declarado un incendio. Los distritos de la ciudad se diferenciaban también por el pelaje de los caballos de los bomberos: bayos, blancos o moros. Cuando el frío alcanzaba los veinticinco grados bajo cero en la escala Réaumur, [1] se suspendían las clases del instituto. Por la tarde yo echaba el aliento sobre el cristal de la ventana, cubierto de hielo, y miraba el termómetro con la esperanza de que el frío se recrudeciera durante la noche. Pero a la mañana siguiente no estaba izada la bandera en la torre de los bomberos, que también servía para indicar la suspensión de las clases en los días especialmente fríos.
En verano, en el mercado de Smolensk, se vendían verduras y frutas. En el suelo se amontonaban las sandías con cortes triangulares para mostrar su excelente calidad. Se vendía de todo, y el regateo era implacable. La calle Ojotni Riad, donde ahora está el hotel Moskvá, estaba atestada de gente: en los pequeños puestos podían comprarse aves de corral. Peces enormes nadaban en los viveros, los cazadores paseaban de arriba abajo con ristras de perdices alrededor del cuello. Kuznetski Most era el centro del Moscú elegante: en los letreros de las tiendas lujosas se leían nombres extranjeros: los italianos Avanzo y Dazziaro vendían objetos de arte; el inglés Shunks, ropa de moda; los franceses, perfumería; los alemanes, aparatos de óptica. En las afueras de la ciudad había numerosas casas de té que no tenían la licencia para vender bebidas alcohólicas. En el lugar donde ahora se levanta el estadio Dinamo había pequeñas dachas rodeadas de jardines. Moscú se acababa enseguida. En primavera, en la plaza Roja, se celebraba el mercado del domingo de Ramos; allí vendían ludiones, que llamaban «habitantes de América», y matasuegras. Cerca de la capilla de la Virgen de Iberia las mujeres se arrodillaban.
Apareció el teléfono, pero sólo se instalaba en las casas pudientes y en las oficinas de las compañías importantes. Su manejo era complicado: había que girar la manivela y después señalar el final de la conversación. La electricidad apareció también, pero durante mucho tiempo viví en medio de la nieve negra de las humeantes lámparas de petróleo. Resplandecían los azulejos de las estufas holandesas. Las casas se calentaban a conciencia. Entre las dobles ventanas, cubiertas del arte abstracto del hielo, el algodón en rama se volvía grisáceo. A veces, sobre el algodón, se colocaban vasitos con rosas de papel. En verano se oía el zumbido de las moscas. Brillaban los suelos pintados. A veces rompía el silencio la voz de tiple de los cachorros de perro: estaban de moda los caniches y los carlinos, hoy desaparecidos. Sobre las cómodas, chinos de porcelana asentían con la cabeza hasta el aturdimiento. En los jarrones esmaltados con el escudo zarista —recuerdo de Jodinka— [2] se arrebolaban las rosas plisadas. Con el té se servía mermelada, y había de todas clases: de grosella, de gavanza, de fresa silvestre, de flor del manzano, de casis.
La primera vez que me llevaron al teatro fue para ver La bella durmiente . Las bailarinas, hechizadas por el hada, se quedaban inmóviles con gran virtuosismo sobre las puntas de los pies. En los palcos de delante estaban sentados los estudiantes del instituto con uniformes de botones brillantes, y las colegialas con vestidos marrones o azules y elegantes delantales. Detrás languidecían los adultos. Mi padre me alargó una caja con bombones de chocolate; encima había un trozo de piña y unas pinzas plateadas que yo guardé. En los pasillos del teatro se erguían los fastuosos acomodadores. Las encargadas del guardarropa, con pañuelos de punto, aguantaban los abrigos de piel, que parecían animales salvajes. Daba la impresión de que los bosques siberianos se acercaban al terciopelo y el bronce del Teatro Bolshói. Había nutrias, castores, zorros, martas cebellinas.
En la calle, frente al teatro, los cocheros dormitaban esperando a los señores. Todos ellos tenían unas barrigas enormes cubiertas de guata y las pobladas barbas blancas a causa de la helada. Los caballos también se argentaban por la escarcha. De vez en cuando, para entrar en calor, los cocheros se daban golpes en el pecho con los brazos entumecidos. En las esquinas de los callejones dormían los de los coches de punto. Cuando despertaban, instaban a los clientes con voz ronca: «Señor, ¿le llevo?». Susurraban: «Es medio rublo» y, tras un largo tira y afloja, acababan diciendo: «Se lo dejo en veinte kopeks». Empezaba entonces un misterioso recorrido por Moscú. Los conserjes dormían en los portales. En los jardincitos de las iglesias se acumulaba la nieve. De pronto un borracho se ponía a gritar, pero enseguida era llamado al orden por un guardia municipal tocado con un capuchón. Entonces parecía que todo durmiera: el pasajero, el cochero, el caballo y Moscú.
Los cocheros llevaban a sus viajeros a Boloto, a Truba, al callejón Miortvi, a Shtatni, a Nikolo-Peskovski o a Nikolo-Vorobinski, a Zatsepa, a Zhivodiorka, a Razguliai. Nombres extraños, como si no fueran las calles de una gran ciudad sino los dominios de los príncipes feudales rusos.
Cuando iban de Kuznetski Most a Jamóvniki, al atravesar el Kremlin, cochero y pasajero se quitaban el sombrero ante la torre del Salvador. El frío les pellizcaba las orejas. Luego el cochero se volvía hacia el pasajero y comenzaba a contarle una larga historia.
¿De qué hablaban los cocheros moscovitas? De muchas cosas, sin duda: de la miseria y el frío, de los caprichos de los señores, de los patios oscuros donde vivían, de la esposa enferma o del reclutamiento del hijo. Chéjov describió una conversación con un cochero en uno de sus cuentos más desgarradores, «Nostalgia». Pero los pasajeros a menudo no escuchaban, sólo les llegaba una palabra: «Avena». Es cierto que los cocheros hablaban de avena, susurraban abrumados por la desgracia: «Si pudiera darme diez kopeks más…, la avena ha subido de precio». Se lamentaban, suspiraban o blasfemaban, pero entre todas sus palabras tiernas o groseras sólo una, sencilla y misteriosa, llegaba a oídos del cliente, el motivo central del largo camino entre Lefórtovo y Dorogomílovo: «Avena».
En primavera se desmontaban las contraventanas y Moscú, al instante, se volvía insoportablemente ruidosa: retumbaban las calesas. Ante ciertas mansiones con columnas, las calles estaban asfaltadas, y las ruedas, como si distinguieran entre jerarquías sociales, pasaban del estrépito a un susurro respetuoso.
A mediados de mayo comenzaba el éxodo a las dachas. Por las calles avanzaban los carros cargados de aparadores, taburetes tapizados, tocadores y samovares. La cocinera llevaba en la mano la jaula del canario y el perro corría a su lado.
En la dacha había hamacas, velas con pantallas, vasijas de cobre para preparar mermelada y bolas brillantes en el centro de los parterres. Los mayores jugaban a las cartas, bebían refrescos de arándano rojo y leían Rússkoie slovo [La palabra rusa]. Los escolares y los estudiantes de instituto de los últimos cursos iban a la «plazoleta», que era como llamaban al baile. Los niños esperaban al vendedor de helados. A veces todos se dirigían al bosque «para admirar la naturaleza» y, tras extender una colcha, se echaban sobre la hierba. Por la mañana, los buhoneros y los estañadores gritaban: «Gallinas jóvenes», «¡Grosellas!», «Se suelda, se estaña». Los domingos llegaban las visitas, comían empanadas, hablaban de la belleza de la vida del campo y se dormían apaciblemente.
En aquella época Sokólniki era un bosque; en el lindero había un «club» donde se organizaban conciertos y espectáculos. El barítono Sheveliov enloquecía a las señoritas: «A quién amo, no lo sé». Cuando alguna vieja celebridad que había perdido la voz hacía tiempo ocupaba el puesto de Sheveliov, los estudiantes conducían a las emocionadas señoritas a los paseos apartados donde no resultaba difícil poner en claro quién amaba a quién. Luego se iban a dormir. Después despertaban. Los alumnos estudiaban latín aplicadamente ut finale o jugaban al croquet; las amas de casa encendían el samovar, regateaban con los vendedores ambulantes y quitaban la espuma rosada de la mermelada.
Corría el siglo XX . Alemania se preparaba ya febrilmente para la guerra. Los ingleses habían alcanzado una alianza con los franceses, y éstos eran aliados de Rusia; pero, al mismo tiempo, los ingleses firmaron un tratado con los japoneses, que se disponían a atacar Puerto Arturo. En San Petersburgo y Rostov del Don, los obreros estaban en huelga. En Bruselas, Lenin discutía con los mencheviques. Pero en el mundo en el que yo vivía reinaba una calma insoportable. En las librerías de viejo de la calle Voljonka leía los libros que los mayores procuraban no mencionar en mi presencia: Gorki, Leonid Andréiev, Kuprín.
Todos los días corría a la biblioteca para buscar libros nuevos. Los leía de un tirón: quería comprender la vida. Leía a Dostoievski y a Brehm, a Julio Verne y a Turguéniev, a Dickens y el semanario Zhivopísnoie obozrenie [Revista de pintura], y cuanto más leía, más dudaba de todo. La mentira me acechaba por todos lados, tenía ganas de huir a la selva india, de tirar una bomba a la residencia del general gobernador en Tverskaia y de ahorcarme.
También hacía escapadas al teatro, mendigando dinero a mi madre. En el Teatro de Arte representaban a Chéjov, a Ibsen y a Hauptmann; en el Teatro Korsh, Los hijos de Vániushin ; [3] en el Teatro Mali, El poder de las tinieblas , con los famosos Sadovski. [4] Tronaba la voz de Shaliapin. Recuerdo que un día uno de nuestros invitados contó que pronto abrirían un «bioscopio», donde se podrían ver fotografías animadas.
Después llegó el día en que nos reunieron en la sala de actos del instituto y el director nos leyó una solemne declaración: «Nos, Nicolás II, autócrata de todas las Rusias…». Había estallado la guerra con Japón. En el instituto rezamos un tedeum y gritamos «hurra» durante mucho rato, hasta quedarnos afónicos, cuando nos anunciaron que no habría más clases. La guerra nos parecía muy lejana y me quedé asombrado al ver al poco tiempo a mi primo Volodia Sklovski vistiendo un uniforme militar: iba de Kiev a Manchuria.
En el verano de aquel mismo año partí con mi madre y mis hermanas al extranjero, de nuevo a Ems, y allí contraje un tifus abdominal. No obstante, me acuerdo de dos acontecimientos que entonces me impresionaron: el asedio de Porth Arthur después de una derrota del ejército ruso, y la muerte de Chéjov. Aquel mismo año mi padre perdió el trabajo y, por consiguiente, nuestra vivienda. Se alojó en unas habitaciones del hotel Kniazhi Dvor, en la calle Voljonka. Yo tenía que volver a examinarme de latín y de matemáticas; antes del inicio del año académico me mandaron solo a Moscú. En Berlín, tenía que ir a la pensión familiar de Frau Jenike, donde solía hospedarse mi madre. En la casa de aquella señora las paredes estaban adornadas con diferentes máximas bordadas en realce. Me aburría y por la noche fui a la Friedrichstrasse. Me apetecía comer pastelillos y entré en un café que resultó ser un cabaret nocturno. Los camareros me miraban con el rabillo del ojo, pero me sirvieron los pasteles, aunque me los cobraron tan caros que me vi obligado a enviar un telegrama a mi madre pidiéndole más dinero para poder regresar a Moscú.
La habitación del Kniazhi Dvor era pequeña, disponía de una alcoba sombría, pero la vida de hotel me gustaba, pues me sentía libre. Mi padre salía por la mañana, decía que iba en busca de trabajo. Después de las clases en el instituto invitaba a mis compañeros a la habitación y me jactaba de ser independiente, hacía que me subieran el samovar, panecillos y nos lo pasábamos lo mejor que podíamos.
(Durante el invierno de 1920 viví en la residencia del Comisariado del Pueblo de Asuntos Exteriores, situado en el antiguo hotel Kniazhi Dvor. Abajo pedían los pases. El guardia de servicio gritaba al teléfono: «¿De dónde llama?». El Kniazhi Dvor me parecía tan encantador como en mi infancia).
Cuando nos reuníamos en la habitación del Kniazhi Dvor no sólo comíamos panecillos y nos divertíamos: aquel otoño la política irrumpió por primera vez en mi vida. Comencé a leer los periódicos. Los japoneses derrotaron a los nuestros; fue triste, pero comprendíamos que todo el mal venía de la autocracia. Uno de mis compañeros tenía un tío que estaba vinculado con los socialistas revolucionarios, y ese tío nos dijo que no tardaría en producirse una revolución, que era necesario desarmar a los cosacos y a los guardias municipales, después se proclamaría la república…
Leí Crimen y castigo , y el destino de Sonia me atormentaba. De nuevo pensé en los barracones de la cervecería de Jamóvniki. ¡Era preciso cambiarlo todo, absolutamente todo!
Es cierto que tenía otras tentaciones; por ejemplo la estudiante Musia. Tocaba al piano Romanza sin palabras , y después yo la besaba en el vestíbulo. Pero vivía con el presentimiento de acontecimientos importantes y misteriosos. Aún hacía poco, en Berlín, yo era un niño que se entusiasmaba por los pasteles de crema, y de pronto, en el transcurso de dos o tres meses, me había hecho mayor.
En mi primera novela, Las extraordinarias aventuras de Julio Jurenito y sus discípulos , uno de esos discípulos lleva mi nombre. Es un personaje imaginario, pues yo nunca trabajé como cajero en el prostíbulo de míster Cool ni llevé ametralladoras al Papa de Roma. Pero el personaje llamado Iliá Ehrenburg a veces expresaba mis auténticos pensamientos. En la novela se produce una discusión sobre qué concepto es más noble: la afirmación o la negación. Y el discípulo de Julio Jurenito, Iliá Ehrenburg, rememorando el pasaje del Eclesiastés donde se dice que «hay un tiempo para recoger piedras y otro para lanzarlas», afirma que él sólo tiene una cara, y no dos, y que como no sabe construir prefiere lanzar piedras.
Escribí Jurenito a los treinta años, pero en aquel otoño del que hablo ahora tenía trece. Entonces no había oído hablar del Eclesiastés, pero me moría de ganas de lanzar la mayor cantidad posible de piedras. Mi infancia tocaba a su fin: llegaba el año 1905.
5
Durante el último empadronamiento, una joven funcionaria vino a visitarme. Miró las paredes con asombro: Picasso la escandalizó.
—¿De veras le gusta esto?
—Mucho.
—No le creo, lo dice porque es su amigo.
Después comencé a responder a sus preguntas.
—¿Formación?
—Estudios de secundaria inacabados.
La joven se enojó:
—Se lo pregunto en serio.
—Y yo respondo en serio.
—Se burla de mí. He leído sus libros… El censo es una cuestión importante para el Estado. ¿Por qué no quiere responderme en serio?
Se marchó enfadada. Sin embargo, yo le había dicho la verdad: en octubre de 1907 me expulsaron de sexto curso.
Se ha escrito mucho sobre nuestros institutos: lo han hecho Gárin-Mijáilovski, Veresáiev, Paustovski y Kaverin. Creo que todos los institutos rusos eran parecidos. Desde luego, aprendí algo en la escuela, tanto de los profesores como de los compañeros, pero no demasiado: la mejor escuela fueron los libros y las personas que conocí fuera de las aulas.
Los alumnos entraban por un callejón al inmenso vestíbulo del instituto, donde colgaban cientos de abrigos. Allí se solían librar batallas entre «griegos» y «persas», y los pequeños se «hacían mantequilla» estrellándose contra el muro. Estaba aún en preparatoria cuando vi, en aquel mismo vestíbulo, cómo pegaban a un niño. Lo habían cubierto de capotes y le pegaban todos a una mientras cantaban: «Soplón, soplón, aquí tienes un buen bofetón». A partir de aquel día que siempre conservaré en la memoria he sentido repugnancia por los soplones o, para hablar como los adultos, por los delatores. El instituto me inculcó el sentimiento de camaradería: nunca pensábamos si el que había cometido una falta tenía razón o no, le encubríamos respondiendo al unísono: «¡Hemos sido todos! ¡Hemos sido todos!».
(En 1938, la institutriz de un orfanato en que habían albergado a niños españoles se quejaba diciéndome: «Es difícil tratar con ellos… Son unos anarquistas». Resultó que los niños habían roto un jarrón mientras jugaban y, a la pregunta de quién lo había hecho, respondieron: «Todos». Durante largo rato traté de persuadirla de que en ello no había anarquía alguna sino al contrario, pero por mucho que lo intenté no conseguí hacerla cambiar de parecer).
En las ocasiones solemnes se reunía a los alumnos en la gran sala de actos. En las paredes colgaban retratos de cuatro emperadores y placas de mármol con los nombres de los estudiantes que habían obtenido medallas. El director, Iósif Osváldovich Gobza, era checo; nos mostraba las placas diciéndonos que Bogoliépov, ministro de Instrucción Pública, había estudiado en el instituto n.º 1. Raramente veíamos a Gobza, y nuestro auténtico terror era el inspector F. S. Korobkin.
Recuerdo con cariño los baños del instituto: era nuestro club. El celador solía irrumpir de improviso en el baño de los cuatro primeros cursos para expulsar de allí a los perezosos, pero, al pasar a quinto curso, comprobé que los baños de las clases superiores gozaban de garantías constitucionales, e incluso se podía fumar. Las paredes estaban llenas de dibujos y versos obscenos: «Vete, aún no es de noche…». En los baños de los pequeños se intercambiaban plumillas o sellos; los repetidores (a los que llamábamos kamchadali ) juraban que frecuentaban los burdeles. En los baños de las clases superiores se hablaba del relato de Leonid Andréiev «En la niebla», de las revelaciones de Amfiteátrov, de los decadentes, de las cupletistas del Teatro Aumont y de muchas más cosas.
Por lo demás, no permanecí mucho tiempo en las clases superiores, y mis recuerdos se remontan principalmente a tercero y a cuarto. Durante el recreo más largo, nos precipitábamos hacia el comedor. Alguien recitaba deprisa y corriendo una oración, e inmediatamente comenzaban los trueques: se cambiaba un trozo de pastel de zanahoria por un fardelillo de col relleno de carne, o bien una croqueta por una empanadilla de arroz. Al mozo del comedor lo llamábamos «Artiom, el pavo mocoso».
Durante cosa de dos años se impuso un juego de azar que consistía en adivinar qué profesor saldría primero de la sala de profesores; se podía apostar cinco kopeks por cualquiera de ellos. Se encargaban del recuento dos kamchadali . Había favoritos, los que salían a menudo en primer lugar; era difícil ganar más de diez kopeks, pero recuerdo que una vez alguien ganó casi dos rublos apostando por el profesor de alemán, Setingson, que solía salir el último y de repente, aquel día, salió el primero. (Leí en las memorias de Briúsov que ese juego existía ya en el instituto Kreiman en 1899).
Las asignaturas que más me gustaban eran lengua rusa e historia; con las matemáticas no me llevaba demasiado bien y, por alguna razón, odiaba el latín. Nos enseñaba literatura el jovial Vladímir Aleksándrovich Sokolov. Cuando me hacía salir a la pizarra, decía invariablemente: «Venga, Ehrenmerin». En aquel entonces yo no sabía que merin significaba «caballo castrado» y no me ofendía. Creo que fue en cuarto curso cuando pasamos de hacer resúmenes a componer redacciones y, aunque yo era perezoso, las redacciones me entusiasmaban. Vladímir Aleksándrovich me elogiaba, pero también me reprendía: «No atiendes en clase y escribes todo cuanto te viene a la cabeza; por culpa de tus ideas te echarán del instituto y tendrás que hacerte zapatero».
Es una pena que no pueda preguntarle hoy a Vladímir Aleksándrovich por qué me reprendía ni tampoco qué había de ilícito en mis redacciones escolares. Pero, en general, desde que me convertí en escritor, los críticos, durante cincuenta años, no han dejado de repetirme las palabras de Vladímir Aleksándrovich: «No atiende a las lecciones, escribe lo que le parece…».
Cuando llevaba a casa el boletín con malas notas, mi padre me decía que era tonto de remate, que me expulsarían del instituto y entonces tendría que ir al instituto Kreiman, que tenía fama de admitir a los expulsados de otros centros. Entonces yo ignoraba que en el instituto Kreiman había estudiado Briúsov. Después, mi padre dejó de amenazarme con Kreiman y me vaticinaba el mismo futuro que Vladímir Aleksándrovich: «Serás zapatero». Durante mi vida he tenido diversas ocupaciones, a menudo desagradables, pero nunca he aprendido a remendar zapatos.
Cuando me hallaba en las clases inferiores, me apasionaba la mitología griega. Después el profesor de historia natural, A. A. Kruber, hombre inteligente y lleno de vitalidad, encontró en mí a un alumno bien dispuesto. No se enfrió mi interés por la historia, pero en cuarto ya no eran las diosas griegas las que centraban mi interés sino un pasado más cercano. Cuando escribí en una redacción que la liberación de los siervos no había procedido de arriba sino de abajo, el director llamó a mi padre.
En tercero fui redactor de la revista manuscrita Nuevo Rayo. La ocultábamos a los profesores, aunque no contenía nada terrible, salvo poesías sobre la libertad y unas cuantas noticias breves que describían la vida escolar.
Para ir al instituto tomaba la calle Prechístenka. Muy pronto atrajeron mi atención dos edificios: el instituto femenino Arsenieva y el instituto para jóvenes aristócratas que dirigía Chertkova. Cuando pasé a cuarto curso, me sentí ya mayor y me enamoré de varias colegialas; me escabullía antes de que acabara la última clase, esperaba a la chica de turno a la salida y le llevaba los libros forrados cuidadosamente con hule. Conocí también otras instituciones de chicas, como el instituto Alfiórova en Arbat y Briujonenko en Kislovka.
Enfrente de nuestro instituto y al lado de la catedral, había una plaza magnífica. Allí íbamos a pasear, nos citábamos con las estudiantes, montábamos escenas de celos y actuábamos como Pechorin, el protagonista de la novela de Lérmontov.
Cuando pasé a quinto curso, arranqué del escudo de mi gorra la cifra «1», que indicaba el instituto donde estudiaba; así lo hacían todos los estudiantes «conscientes». Llevábamos la chaqueta del uniforme como si fuera un abrigo de civil, encima de una camisa rusa, con cuello de tirilla. Nos esforzábamos en imitar a los estudiantes universitarios: vestíamos con negligencia, adoptábamos una actitud poco respetuosa y gesticulábamos cuando hablábamos de los libros que habíamos leído.
Algunos alumnos del instituto eran estetas, despreciaban los versos de Nadson y de Apujtin [1] que las chicas aún leían con admiración y, para horror de sus elegidas, escribían en los obligados álbumes: «¡Oh, sí, mujeres, yo soy el que os ha invocado!». Había también petimetres, calaveras precoces, peripuestos relamidos de principios de siglo; llevaban gorras amplias de un azul delicado, hablaban de carreras de caballos, de coristas, de bailes; se jactaban: «Ayer, en el baile, bebimos licor francés, y luego…». Lo que había ocurrido a continuación sólo lo oía el amigo íntimo del fanfarrón.
A menudo, cuando me encuentro en la Sala de las Columnas, recuerdo cuando la pisé por primera vez. Entonces se llamaba Gran Sala de la Asamblea de Nobles. Había ido a una velada «a beneficio de los estudiantes sin recursos del instituto n.º 1 de Moscú». Al principio Shaliapin cantó La canción de la pulga . [2] Los alumnos de los cursos superiores se quedaron como si nada, decían que Shaliapin siempre cantaba aquella canción, pero yo iba a segundo curso y repetía con entusiasmo: «¡Ja, ja! ¡La pulga!». Después empezó el baile. Habían tratado de enseñarme a bailar, sabía que existían decenas de bailes complicadísimos: el pas de patineur , el pas d’Espagne , la danza húngara, la mazurca, el miñón, la chacona y otros; pero yo mezclaba todos los pas y, lo peor de todo, pisaba invariablemente a todas las chicas a las que invitaba a bailar. No quise ponerme en ridículo en aquella «asamblea de nobles» y subí a la galería superior. Allí descubrí de pronto al ayudante del profesor y, por costumbre, me levanté y le saludé en voz alta. El ayudante, que estaba cortejando a una señorita entrada en carnes, se enfadó conmigo.
Una vez, cuando iba a cuarto curso, fui junto con mis compañeros a invitar a unos actores a que participaran en un concierto benéfico. Entramos en casa de la famosa cantante Nezhdánova. Yo estrujaba mis guantes blancos en la mano y sufría a causa de mi falta de mundo. Mis compañeros se mostraron más atrevidos.
Nuestra clase contaba con un «león», el príncipe Drutskoi, un bailarín excelente y ducho en el arte de hablar a las chicas. Cuando yo tenía trece años, le envidiaba. Pero un año más tarde ya no me parecía interesante. Entonces yo leía a Chernishevski, folletos de economía política y Germinal , me esforzaba en hablar con voz de bajo, y en el bulevar Prechístenski trataba de convencer a Nadia Zórina, la hija de nuestro profesor de canto, de que el amor ayuda a los héroes a luchar y morir por la libertad.
La chica a la que acompañaba del instituto a casa cambiaba a menudo, pues a los catorce años yo no era un modelo de constancia. A veces invitaba a una de ellas a la pastelería Pelevin, en la calle Ostózhenka, donde un pastel costaba tres kopeks. Las chicas me parecían seres celestiales, pero tenían buen apetito y en una ocasión tuve que dejar al pastelero la gorra como fianza. En aquella época vivíamos en el callejón Saviólovski, que daba a la calle Ostózhenka. El piso era amplio, y yo tenía una habitación para mí solo. Exigía a mis padres que no entraran sin llamar a la puerta. Mi madre obedecía, pero mi padre se reía de mis ocurrencias.
En la papelería de la calle Ostózhenka compraba postales con fotografías de coristas, preferiblemente desnudas; consideraba que se debía pensar lo menos posible en las mujeres, pero yo pensaba en ellas más de la cuenta. Recuerdo la fotografía de una belleza célebre, Natasha Trujánova, que me volvía loco. Un cuarto de siglo más tarde, conocí en París a A. A. Ignátiev, antiguo agregado militar de Rusia en Francia, colaborador de nuestra delegación comercial, y su esposa resultó ser la Natasha que me había cautivado en la adolescencia. Le hablé de aquella vieja postal y mi relato la hizo reír.
Mi primer amor data de una época más tardía, el otoño de 1907, cuando ya me habían expulsado del instituto. La estudiante se llamaba Nadia. Su hermano mayor, Serguéi Beloboródov, era bolchevique. El padre de Nadia leía el Móskovskie viédomosti y no me miraba con buenos ojos: yo era un revolucionario —para colmo, judío— que atentaba contra la inocencia de Nadia. Rara vez iba a visitarla a su casa, solíamos encontrarnos fuera, en el callejón Zachátevski. Nos escribíamos casi a diario cartas larguísimas en las que hacíamos análisis psicológicos de nuestra relación. Eran cartas apasionadas, llenas de reproches y juramentos, y también filosóficas. Teníamos dieciséis años y no cabe duda de que nos hallábamos menos absortos en nosotros mismos que en el vago presentimiento de la vida que se abría ante nosotros.
Volvamos al instituto. Allí conocí a algunos alumnos de los cursos superiores: Bujarin, Astáfiev, Tsires, Yarjo. De boca de Bujarin oí hablar por primera vez de materialismo histórico, de plusvalía, de muchas cosas que me parecieron de una importancia extraordinaria y que cambiaron radicalmente mi vida.
Corría el tormentoso año 1905. El anfiteatro de teología de la universidad se transformó en una sala de mítines. Pasaba mucho tiempo allí. A lado de los estudiantes se sentaban los obreros. Cantábamos La Marsellesa y La Varsoviana . Las estudiantes distribuían octavillas. Pasaban de mano en mano gorros enormes con una nota que decía: «Donativos para la lucha armada».
Caminaba por la calle Mojováia. De pronto las gorras de los estudiantes se arremolinaron en el aire, como hojas otoñales. Alguien gritó: «Los ojotniriadtsi ». [3] Todos nos precipitamos al patio de la universidad y emprendimos los preparativos para defender aquella fortaleza. Nos dividimos en grupos de diez: escribí con tiza un número en mi capote de colegial. Subimos piedras a las aulas: si los enemigos conseguían irrumpir, los recibiríamos a pedradas. Encendimos hogueras, comimos bocadillos de salchichón y cantamos hasta la madrugada: «¡Coraje, amigos, no perdáis el ánimo en la lucha desigual!». Yo no tenía aún quince años y se comprende fácilmente que no perdiera el ánimo.
Recuerdo el funeral de Bauman. [4] Cuando volvíamos del cementerio, oímos disparos. Me acuerdo de un cosaco con un pendiente en la oreja y una fusta de cuero. También me acuerdo de diciembre: entonces vi por primera vez la sangre en la nieve. Ayudé a construir una barricada junto a la plaza Kudrínskaia. Nunca olvidaré aquella Navidad: un silencio pesado, terrible después de las canciones, los gritos, los disparos. Se destacaban las negras ruinas del barrio de Presnia. Las botas de los soldados del regimiento Semiónovski hollaban la nieve, y la nieve crujía lastimeramente. Al volver al instituto después de las vacaciones navideñas miraba distraídamente alrededor, enfrascado en mis pensamientos: debía encontrar una organización clandestina: las batallas decisivas estaban por llegar.
Pasé otro año en el instituto, pero no me daba cuenta de que había clases, deberes, notas; me preocupaba una sola cosa: cotejar los programas de los socialdemócratas y de los socialistas revolucionarios. A favor de estos últimos estaba el romanticismo: grupos de combate, terrorismo, el papel del individuo. Pero me parecían excesivamente idealistas: me acordaba de los obreros de la fábrica de Jamóvniki y me sentía atraído por los bolcheviques, por un romanticismo no romántico. Leía ya los artículos de Lenin y comprendía que los mencheviques eran moderados, más cercanos a mi padre. A menudo me repetía para mis adentros una palabra: «Justicia». Es una palabra muy cruel, a veces fría, como el metal cuando se hiela, pero entonces me parecía cálida, querida, íntima.
Un día, discutí con mi padre; resultó que nunca había oído hablar de los bolcheviques ni de los mencheviques; a él le gustaban los kadetés. [5] Durante un buen rato traté de convencerle de que la revolución era necesaria. Al final dijo: «Tal vez tengas razón… Pero lo más importante es la tolerancia». Es difícil seducir con la tolerancia a un chico de quince años con un mechón rebelde en la cabeza y el viejo deseo de lanzar piedras pesadas, inmóviles. «¡O todo o nada!», exclamaba un personaje de Ibsen; yo había escrito ese lema en mi cuaderno y, pese a mi desprecio por la poesía, repetía los versos de A. N. Tolstói: «Si se ama, que sea con locura | Si se amenaza, que sea con bravura».
El año 1906 determinó mi destino. Fue un año lleno de ruido y dificultades. Se encrespaban las olas de la revolución, pero el reflujo ya había comenzado. Unos decían con tristeza, otros con alegría, que la tormenta había pasado; las rebeliones de los marinos de Kronstadt y Sveaborg parecían los últimos rugidos del trueno. Los estudiantes se apaciguaron y volvieron a enfrascarse en sus libros de texto. Ya no hubo más mítines en la universidad, ni manifestaciones, ni barricadas. Ese año ingresé en la organización bolchevique y dije adiós a mis días de estudiante. Continué viendo a Bujarin y Astáfiev, ya no por los pasillos del instituto sino en las reuniones clandestinas. Mi elección estaba hecha.
En 1958 dio conmigo un viejo compañero de escuela, Vasia Krashenínnikov, médico de profesión. En la vejez, la gente empieza a sentirse atraída por los amigos casi olvidados de la infancia. Krashenínnikov había decidido reunir a los compañeros de escuela que aún vivíamos y nos encontrábamos en Moscú. Cenamos en el restaurante Praga cinco ciudadanos de esa edad que ahora se llama «provecta»; recordamos las travesuras de la escuela, las chicas.
La sala del restaurante poco a poco se fue llenando; yo estaba sentado de espaldas a la puerta y no veía a los clientes. De pronto eché un vistazo atrás y me quedé pasmado: vi a nuestro alrededor a chicas despeinadas y maquilladas de una manera increíble y a muchachos con chaquetas de cuadros y el pelo con la permanente hecha, herederos directos de los alumnos del instituto que llevaban gorras azul claro y los estudiantes universitarios «del forro blanco». Bailaban y, cuando cesó la música, se hizo el silencio: los únicos que conversaban animadamente eran los cinco viejos sentados a la mesa del fondo.
No sé por qué el destino nos jugó esa mala pasada, pues nos habíamos citado en el mismo lugar donde se reunían los elegantes. No eran muchos, la verdad. En cuanto a nosotros, habíamos sido unos colegiales de lo más corriente a principios de siglo, habíamos vivido como todo el mundo y habíamos sobrevivido por casualidad, y aquella noche hablamos de la juventud del momento actual, no refunfuñando como los viejos, sino con ternura y confianza.
«¿Por qué no te gustaba Valia Kozlínskaia?», me preguntó Krashenínnikov. «Todos estábamos enamorados de ella». No lo sé, no me acuerdo. ¿Tal vez porque estaba enamorado de Nadia Beloboródova? Quizá porque vivía en el futuro. Para gran terror de mi madre, me visitó Dmitri, un estudiante que pertenecía a las milicias revolucionarias, y nos enseñó, a mí y a mis camaradas, a utilizar un revólver.
6
El pasado se olvida; hay cosas que se pueden recordar y otras que se han perdido para siempre.
En el volumen de Herencia literaria dedicado a Maiakovski, encontré un informe del jefe de la Ojrana de Moscú, el teniente coronel Von Koten, sobre la organización socialdemócrata en los centros de enseñanza secundaria de Moscú. He pensado durante largo tiempo en algunos nombres, incapaz de recordar a la gente involucrada. Pero el informe de la Ojrana ha reavivado en mí muchos recuerdos. Von Koten informaba: «Briliant, Faidish, Ehrenburg y Ania Vídrina son los que desempeñaron un papel más relevante… El partido ha captado a nuevos activistas entre los estudiantes: Faidish es miembro del buró de técnica militar; Ehrenburg, Sokolov, Sajarova, Bujarin y Briliant son propagandistas de distrito; Rokshanin es el técnico del distrito Zamoskvoretski, y Antónov del distrito de Gorodskoi».
Naturalmente me acuerdo muy bien de Bujarin y de Briliant, a ellos continué viéndolos; recuerdo a Faidish, Vera Sajarova, Rokshanin, pero se han borrado de mi memoria Antónov y Sokolov. En la lista confeccionada por Von Koten, hay otros nombres de los que me acuerdo: Nadia Lvova, Valia Neumark, Concordia Ivenson, Borís Oskólkov, pero faltan Astáfiev, Chlénov, Marusia Lvova, Asia Yákovleva.
El jefe de la Ojrana había confundido ciertos detalles. A Bujarin lo bautizó como Vladímir, eso puede ser un error. Pero hay otro más grave: el 18 de enero de 1908 daba parte de que el Partido había captado nuevos activistas procedentes de la organización de estudiantes del instituto. Pero en realidad fueron los miembros del Partido Bujarin y Briliant los que crearon esta organización en 1906 por indicación del comité de Moscú. Por lo que a mí respecta, ingresé primero en la organización general del Partido y luego, entre otras cosas, me ocupé del trabajo en las escuelas. Entre 1907 y 1908 ni Bujarin ni Briliant dirigían ya las organizaciones estudiantiles y el 30 de enero de 1908 la Ojrana arrestó a los «cabecillas», en concreto a Neumark, Cora Ivenson, Faidish, Oskólkov y a mí.
Ya en 1906 había conocido a la bolchevique Yegórova; tenía el cabello muy claro y la frente abombada. Al principio yo me ocupaba de distribuir la «literatura», después fui «organizador» en el distrito de Zamoskvoretski. Lo que más me asustaba era que mis camaradas pudieran adivinar mi edad y dijeran que no podían confiarse misiones importantes a un chico de quince años…
(Muchos años después me enteré de que Maiakovski empezó a trabajar para el Partido cuando aún no había cumplido los quince años; evidentemente se trataba de la costumbre de la época).
Ha llegado el momento de hablar de algunos de mis camaradas de la organización escolar.
De Bujarin tendré ocasión de hablar más adelante, ahora sólo quiero recordar a un joven de dieciocho años al que todos queríamos y al que llamábamos «Bujarchik». No se parecía a los otros militantes clandestinos: nosotros éramos demasiado serios, nos ocultábamos muchas cosas, incluso las chicas de las que nos enamorábamos, nos esforzábamos en hablar únicamente de materialismo histórico, del papel insignificante del individuo en la historia, en afirmar que la apropiación de tierras era mucho mejor que la socialización o la municipalización. Bujarin, a diferencia de los otros, era muy alegre y todavía hoy me parece oír su risa contagiosa. Interrumpía sin cesar la conversación con bromas o palabras ridículas: no sólo comprendía las discusiones del Partido y dominaba la economía política, sino que entendía de filosofía, de historia y de literatura. Me explicaba en qué consistía la grandeza de Hegel y cuáles eran sus errores, qué significado tenía la cultura china antigua, por qué el protopope Avvakum [1] se había convertido en un gran escritor. Todo esto no le impedía ser preciso y eficaz en el trabajo clandestino. Discutía con aire bonachón, pero era peligroso llevarle la contraria, pues se burlaba amablemente de su adversario. Yo iba a menudo a verle. Vivía con sus padres (el padre era pedagogo) en la calle Málaia Nikítskaia; a veces venía él a visitarme, y nuestro buldog francés Bobka siempre intentaba morderlo porque a él no le gustaban las risas fuertes ni las botas altas. Hay personas sombrías con ideas optimistas, hay también pesimistas alegres. Bujarchik era de una naturaleza sorprendentemente íntegra, quería trasformar la vida porque la amaba.
Briliant (G. Y. Sokólnikov) era el hijo de un farmacéutico de la plaza Trúbnaia, militaba en el distrito de Sokólniki, era amigo de Bujarin, pero no se parecía a él en nada: pálido, preciso, hablaba siempre con tranquilidad, sonreía en muy raras ocasiones; me parecía demasiado cerrado, seco, incluso. Cuando, en verano de 1908, me condujeron por el pasillo de la cárcel Butyrka, vi de repente a Briliant. Nos saludamos con la mirada: la conspiración no permitía más. Lo deportaron a Siberia de donde huyó y nos encontramos en París. Se entregaba con celo a la militancia y me quedé muy sorprendido al enterarme de que en su tiempo libre traducía una novela que le gustaba mucho, Bubu de Montparnasse de Charles-Louis Philippe. Comprendí que no era tan seco como me había parecido. La última vez que lo vi fue en Londres, donde era embajador; hablamos de la política de los conservadores, de la amenaza del fascismo, y no salió a colación el pasado en ningún momento.
Senia Chlénov parecía un gatito bueno: tenía una cara ancha, a menudo entornaba los ojos, flemático, y esbozaba una sonrisa.
Nos explicaba el papel del capital extranjero, el antagonismo anglo-alemán, la codicia y el atraso de la burguesía rusa, pero después de los informes serios charlaba con deleite de los decadentes, del Teatro del Arte, de las novelas satíricas de Anatole France. Muchos años después lo encontré de nuevo en París, donde era agregado jurídico de la embajada soviética. Sorprendentemente, había cambiado muy poco; sin duda, a los dieciocho años su personalidad ya estaba totalmente tallada y pulida.
En París nos hicimos amigos. Era una persona compleja, sibarita, y al mismo tiempo un revolucionario. Aun viendo sus defectos, permanecía fiel a la causa a la que había vinculado su vida. Sin duda, entre los romanos ilustrados del siglo III que abrazaron el cristianismo había hombres parecidos a Semión Borísovich Chlénov (le llamábamos «Esbe»). Éstos veían que las estatuas del Buen Pastor eran imperfectas en comparación con las estatuas de Apolo, pero afrontaban la tortura y el extremo suplicio junto con los demás cristianos. Recuerdo que, una vez que viajaba de Moscú a París, en la estación fronteriza de Negoréloi vi un tren parado en sentido opuesto; Esbe mostraba en el vagón restaurante su sonrisa tranquila: le habían convocado en Moscú. Ya no tuve ocasión de volver a verlo. Fue a finales de 1935…
A mi camarada de la organización del instituto, Valia Neumark, que tenía la misma edad que yo, lo consideraba un ejemplo de modestia y fidelidad. Lo arrestaron la misma noche que a mí; lo soltaron; luego lo detuvieron por otro caso y lo deportaron a Siberia. Huyó al extranjero. Fui a verlo a Morteau, una pequeña población francesa junto a la frontera suiza. Valia trabajaba en una relojería. A mí me devoraban las dudas: a veces soñaba con regresar a Rusia y dedicarme al trabajo clandestino, a veces deambulaba por París, hechizado por la ciudad, y repetía para mis adentros los Versos de la bella dama . [2] Valia continuaba siendo el mismo, participaba en la organización socialista local, estaba al corriente de los textos publicados por el Partido. Por la noche, me habló con fervor contenido y me dijo que, al cabo de dos o tres años, se produciría la revolución en Rusia. Su vida, más adelante, fue muy difícil, pero conservó hasta el fin de sus días la pasión y la pureza de un adolescente.
7
Lvov era un modesto empleado de Correos que vivía en un piso estatal de la calle Miasnítskaia. Creía que sus hijas se casarían un día tranquilamente, pero ellas prefirieron la clandestinidad. Nadia Lvova era medio año más joven que yo cuando la arrestaron. Como aún no había cumplido diecisiete años la pusieron en libertad. Conforme a la ley, le confiaron la tutela al padre hasta el día del proceso. Ella dijo al coronel de la gendarmería: «Si me dejan en libertad, continuaré con mis actividades». Nadia amaba la poesía, trataba de leerme a Blok, Balmont, Briúsov. Pero yo temía todo lo que puede escindir al ser humano: me sentía atraído por el arte y lo odiaba. Me burlaba del entusiasmo de Nadia, le decía que la poesía era una absurdidad, que era necesario dominarse. A pesar de su amor por la poesía, Nadia ejecutaba magníficamente todos los encargos de la organización clandestina. Era una chica amable, sencilla, de ojos ingenuos, con el cabello rubio y liso peinado hacia atrás. Su hermana mayor, Marusia, la trataba con mucho respeto. Nadia estudiaba en el instituto Elizavétinskaia, con dieciséis años pasó a octavo curso y concluyó sus estudios con medalla de oro. Yo pensaba a menudo: «¡He aquí una persona con carácter fuerte!».
Nos separamos a finales de 1908 (la vi antes de partir al extranjero). En 1909 comencé a escribir versos, y Nadia un año después. No sé en qué circunstancias conoció a Valeri Briúsov. En 1911 escribió un poema dedicado a Nadia Lvova: «Mi vieja antorcha alquitranada, | fortalecida en la lucha contra los vientos, | encendida un día por un rayo, | te la tiendo con amor».
En febrero del año siguiente Nadia escribía: «Todo me da igual, todo me da igual. Ahora más que nunca… Te saludo, oh, mi derrota».
En otoño de 1913 aparecieron dos libros: El cuento viejo de Nadia Lvova, y Poesías a Nelly , de autor anónimo, dedicado a N. Lvova con unos versos de Briúsov a modo de prefacio. En realidad, el autor de esta recopilación era el propio Briúsov.
Briúsov decía: «Es hora de admitirlo, mi juventud ha pasado; pronto rebasaré la cuarentena».
Nadia tenía dieciocho años menos y escribía: «Pero cuando quería volver a casa sola, | advertí de pronto que ya no eras joven, | que tu sien derecha era casi gris, | y el remordimiento me dejó helada».
Esos versos fueron escritos durante el otoño de 1913, y el 24 de noviembre Nadia se suicidó. Había estado traduciendo poesías de Jules Laforgue, que hablaban del tedio insoportable de los domingos, y en uno de sus poemas, una colegiala, sin que se sepa el motivo, se arrojaba al río desde el muelle. Briúsov hablaba a menudo del suicidio; una poesía suya llevaba como epígrafe estos versos de Tiútchev: «Quién, en la opulencia de sensaciones, | cuando la sangre hierve y se hiela, | no ha conocido vuestras tentaciones: | ¡suicidio y amor!».
Y Nadia se pegó un tiro… Leí en el prólogo de la edición completa póstuma de El cuento viejo : «No se produjeron acontecimientos remarcables en la vida de Lvova». Dios mío, ¿cuántos acontecimientos deben producirse en la vida de un ser humano? A los quince años Nadia se convirtió en una militante clandestina, a los dieciséis la arrestaron, a los diecinueve empezó a escribir poesía y a los veintidós se suicidó. Me parece que ya es suficiente…
En su tumba (fue enterrada en el cementerio de Márina Roscha) está grabado un verso de Dante: «El amor nos condujo a morir juntos».
Ahora no pienso en Briúsov sino en Nadia. Su destino aún hoy me conmueve profundamente. Me siento cercano a ella y eso es lo que me ha empujado a dedicarle un capítulo entero. Sí, desde luego, según ella, fue el amor lo que la empujó a la muerte, de eso hablan todos sus versos publicados póstumamente. Pero ¿acaso no es responsable la poesía?
Es muy difícil para un ser humano pasar bruscamente de un mundo a otro. Nadia amaba a Blok, pero su vida eran los libros de Chernishevski, Lenin, Plejánov, los escondrijos, los «fracasos», el clima rudo de la clandestinidad revolucionaria. De repente se había visto trasplantada al clima vacilante de los sonetos, las sextinas, las asonancias y las aliteraciones. Repitió dos veces en sus versos escritos antes de morir: «Creedme, yo sólo soy poetisa. | Ah, ¿soy una mujer? No, sólo una poetisa».
¿Es posible que aquella que puso fin a sus días no fuera la mujer que había chocado con las complicaciones del amor sino «sólo la poetisa»?
Antes se hablaba de las dificultades de los inmigrantes que se habían encontrado en las vastas extensiones del Far West, trasplantados de su acostumbrada y cálida Europa. Ahora se habla de la «pesadez» del cosmonauta cuando siente la ingravidez. Existe otra desgracia, la de hallarse transportado al mundo incorpóreo de las imágenes, de las palabras, de los sonidos. Me parece que eso le ocurrió a Nadia Lvova y, cuando recuerdo mi primera juventud, comprendo muy bien su derrota. No lo soportó…
Yo no conocía todavía a Valeri Yákovlevich Briúsov cuando recibí de él una carta en la que me contaba su sufrimiento después del suicidio de Nadia. No me sorprendió que ella le hubiera hablado de mí, pero ¿por qué el ilustre poeta, al que yo consideraba un maestro, tuvo la ocurrencia de darme explicaciones? Para mí siempre ha sido un enigma.
Me acuerdo también de Ania Vídrina, eficaz, culta; de Asia Yákovleva, que me gustaba; de las hermanas de Nadia Lvova.
En la clandestinidad yo hacía lo mismo que los demás: escribía proclamas, calentaba la gelatina que se utilizaba para reproducir octavillas en el hectógrafo, establecía «enlaces» y escribía las direcciones en papel de fumar para poder tragármelo en caso de que me detuvieran; explicaba el contenido de los artículos de Lenin en los círculos obreros, discutía hasta enronquecer con los mencheviques y me esforzaba en respetar en la medida de lo posible las reglas de la conspiración.
Los cuadernos que me sustrajeron al arrestarme me ayudan a reconstruir mi imagen de aquellos tiempos. Según el acta de acusación, uno de esos cuadernos contenía «información estadística de distinta índole relacionada con las finanzas rusas, la instrucción pública, la industria, la agricultura, así como de las huelgas y los lock-out de Alemania»; en otro había anotado: «Hay que hablar con Borís», «piso», «comprar libros», «a propósito de los periódicos legales», «transmitir a la imprenta», «pasar el contacto a Timoféi y hablar con él de las conferencias», «comunicar a los camaradas de Jamóvniki lo de los tipos de imprenta», «telefonear a Tkach».
En invierno nos reuníamos a menudo en las casas de té y lanzábamos monedas de cobre al vientre de los estruendosos organillos para que la música amortiguara el rumor de nuestras conversaciones. Servían salchichas cortadas con forma de dados, que comíamos con tenedores con las púas rotas; las salchichas despedían mal olor incluso con mostaza. Bebíamos el té mordiendo y chupando terrones de azúcar, que previamente rompíamos sirviéndonos de unas pinzas negras. Aquellos establecimientos bulliciosos resultaban poco alegres; la gente entraba en ellos para entrar en calor, pero no conseguían zafarse de la amarga tristeza de sus hogares.
En cierta ocasión fui a parar a una casa de té abierta durante toda la noche para los cocheros. Regresaba de una reunión de todas las organizaciones de la ciudad que se había celebrado en Márina Roscha; la policía nos había sorprendido, pero todos habíamos conseguido escapar. Entré en el establecimiento para burlar a los esbirros. A mi alrededor dormitaban varios cocheros. Aunque yo bebía el té del platito e incluso trataba de carraspear como ellos, no cabe duda de que era el vivo y clásico retrato del «sedicioso» con el que sueña todo policía. Los cocheros, sin embargo, no me prestaban atención; sólo uno de ellos se levantó de repente, me miró fijamente con sus ojos astutos y me preguntó: «¿A esto lo llaman vida?». De inmediato salí corriendo a la calle.
En general, tenía suerte. Una vez me arrestaron en el muelle cercano a la fábrica Butíkov. Me condujeron a comisaría. El policía caminaba a mi lado. Cuando cruzamos la calle Ostózhenka, el gendarme se detuvo para dejar pasar un coche, en ese instante yo eché a correr y conseguí deshacerme de las octavillas. Me retuvieron durante varias horas en comisaría; después llegó el comisario, me soltó un rapapolvo y me pusieron en libertad. Otra vez nos denunció la esposa de un obrero en cuya casa solíamos reunirnos. Tenía celos de su marido y decidió vengarse, pero debió de contar algo descabellado al guardia, pues éste se deslizó debajo de las camas, arrancó las tablas del suelo y nos palpó los bolsillos en busca de armas. Al no encontrar nada se marchó sin interesarse siquiera en averiguar quiénes éramos.
No hace mucho encontré en los archivos estatales de la calle Pirogóvskaia una hoja de papel descolorida. Este papel me recordó que durante «la noche del 31 de octubre al primero de noviembre de 1907, a las tres de la madrugada, se efectuó un registro en el domicilio del estudiante de instituto Iliá Grigórievich Ehrenburg, sito en el inmueble de la sociedad Varvarinski, en el callejón Saviólovski» en el curso del cual «no se halló nada sospechoso», y que «le fueron confiscadas la partitura de La Marsellesa rusa [1] y varias postales».
En el sector que me habían encomendado se encontraba la fábrica de tapizados Sládkov. Hice amistad con el mecánico Timoféi Ivánovich Iliushin, hombre enérgico y extraordinariamente vivaracho. Habíamos organizado una huelga en la fábrica; yo intervine en las reuniones e inicié una colecta entre los estudiantes para el comité de huelga.
También tenía en gran estima al ebanista Vasili Ivánovich Chadushkin, un tipo jovial. Ni él ni Iliushin se asemejaban en absoluto a los lúgubres obreros de la cervecería de Jamóvniki que yo había conocido durante los años de mi infancia. El año 1905 no había pasado sin dejar huella y empezaba a formarse una vanguardia obrera. De mis nuevos amigos aprendí la jovialidad del alma. Malvivían, trabajaban duro, pero aun así bromeaban. Para mí la actividad revolucionaria era una liberación de la mentira, para ellos era una causa vinculada a su esencia que resultaba ardua pero natural.
Me acuerdo a la perfección de algunos paisajes. Junto a Shábolovka se extendía un gran descampado cubierto en algunas zonas de hierba rala. Allí se tumbaban algunos obreros descalzos, y nosotros nos reuníamos para discutir acerca de los artículos del periódico Vperiod y también sobre el jabón que reclamaban los obreros de la fábrica Sládkov para poder hacer la colada. Uno de nosotros siempre tenía que montar guardia, pues en cualquier momento podía presentarse el feroz guardia municipal apodado «el Lezna». Otras veces nos reuníamos en el cementerio tártaro, entre las viejas lápidas, donde en primavera florecían dientes de león y francesillas. Nuestro lugar predilecto para las reuniones eran las colinas Vorobiovi. En lo alto, los propietarios de los puestos de té llamaban al «respetable público» para que acudiesen a sus establecimientos. Los samovares humeaban, se escanciaba vodka. El acordeón gemía: «Ay, por qué sería tan hermosa aquella noche…». Nosotros nos reuníamos más abajo, en un bosquecillo: hablábamos de nuestros enlaces, de las octavillas impresas con el hectógrafo, de que uno de nuestros organizadores había sido arrestado el día antes con las direcciones…
Me acuerdo de la elección de delegados para el Congreso de Estocolmo. Los bolcheviques tenían que invitar a un menchevique a las reuniones preelectorales, del mismo modo que los mencheviques debían invitar a un bolchevique. Siempre odiamos más a las personas que se hallan más cerca de nosotros, incluso los kadetés me caían más simpáticos que los mencheviques. Acudí a la reunión de los impresores pertenecientes a este partido, pero mi elocuencia no surtió efecto alguno. Poco después se celebró otra reunión de diez o quince obreros de una fábrica de ladrillos donde ya existía una organización menchevique. Habló en nombre de este partido una chica muy seria, que se mostró intimidada por todo y por todos; yo me comporté de un modo insolente, me burlé de los mencheviques y salí victorioso: los obreros votaron a favor del delegado bolchevique. La chica estaba al borde de las lágrimas. Salimos juntos de la reunión, aunque me daba pena, sonreía lleno de euforia: a fin de cuentas había vencido a los oportunistas.
Dicen que a veces las personas no reconocen su propia imagen en el espejo. Aún resulta más difícil reconocerse en el turbio espejo del pasado. Cuando me preguntan por los inicios de mi trabajo literario cito los versos que escribí en la primavera de 1909. En realidad mis primeros escritos datan de 1907 y se hallan más próximos al periodismo de aficionado que a la poesía. En los archivos de la calle Pirogóvskaia se ha conservado un editorial que escribí y se publicó en la revista Zvenó [El eslabón], rebosante del ardor de un neófito de dieciséis años. «Emprendemos la publicación de nuestra revista en tiempos difíciles. La más sombría de las reacciones ha invadido toda Rusia. La vanguardia de la revolución —el proletariado— aún no se ha repuesto de sus derrotas, las heridas aún no han cicatrizado. Sus enemigos se regocijan y al grito de “¡Ay de los vencidos!” se lanzan contra el ejército revolucionario y sobre todo contra la vanguardia, la socialdemocracia rusa. Pero el proletariado, arrojado a la clandestinidad, afila las nuevas armas con la firme conciencia de su fuerza y una fe inquebrantable en la victoria final, mientras organiza el partido obrero. Nosotros compartimos su fe, y detestamos profundamente ese régimen en que, junto al lujo y el libertinaje, convive la miseria más lúgubre y reina el poder del rublo y del látigo. Creemos con firmeza en el inminente derrumbe de este régimen, en el advenimiento del reino luminoso de la libertad, la igualdad y la fraternidad. Garantía de ello es la lucha internacional del proletariado en las filas de la socialdemocracia. Este reino llama a todos los humillados y ofendidos, a todos aquellos que desean sinceramente la renovación de la humanidad, a congregarse bajo la bandera roja. El camino está cubierto de espinas, pero es auténtico y conduce al objetivo final: el socialismo. En esta histórica lucha no hay ni puede haber espectadores: quienes no están con el socialismo están en contra de él. Dirigimos nuestro llamamiento a los estudiantes que han decidido ofrecer su vida a la causa de la liberación de los trabajadores. Queremos prepararlos para el difícil trabajo de ser los tambores y las trompetas de la clase suprema, queremos enseñarles la ciencia de la lucha, queremos unirlos mediante un eslabón irrompible al Mesías del porvenir: el proletariado».
He transcrito por completo mi primer ensayo literario no porque me parezca afortunado, sino porque deseaba mostrar cómo se produce la inflación de las palabras y cómo cambia el significado de éstas. En 1907 anhelaba con ardor convertirme en tambor y trompeta de la revolución para luego, en 1957, escribir: «La orquesta no sólo se compone de trompetas o tambores».
Otro de mis textos, titulado «Dos años de Partido unificado», se ha perdido. Según el resumen del agente de la Ojrana, yo declaraba en él que, a pesar de intensificar la actividad clandestina, el Partido no debía menospreciar ninguna actividad legal. En aquella época me apasionaban las cuestiones de la táctica del Partido, así como las discusiones entre sus diferentes facciones. Me gustaba hablar de reconciliación, pero lo hacía con espíritu intransigente.
En las reuniones clandestinas me encontraba con Varia, Timoféi, Tania, Yegor-Morgún. Yegor era estudiante universitario; Tania, alumna de los cursos superiores. A veces, por la noche, en compañía de Nikolái Ivánovich, [2] íbamos a ver a Tania o a Lidia Nedokúneva, que vivía en la calle Vladímir Dolgoruki; hablábamos de los asuntos del Partido, pero también bromeábamos y reíamos. No hace mucho tuve ocasión de encontrarme con Tania, a quien no veía desde hacía cincuenta años. Resultó ser la viuda de V. P. Noguin. Evocamos el pasado, cuando éramos propagandistas principiantes y nos reuníamos en casa de P. G. Smidóvich, en la central eléctrica. Recordamos las estupendas bromas de Nikolái Ivánovich y nos dijimos que nuestra juventud había sido clara y combativa.
Más de una vez me había encontrado con Makar, pero sólo al cabo de muchos años me enteré de que él era en realidad V. P. Noguin.
Un día asistió a una reunión plenaria un hombre de ojos cansados y bondadosos. Le miré con respeto, pues sabía que era miembro del Comité Central. Innokenti (I. F. Dubrovinski) habló con cada uno de nosotros, prestándonos toda su atención. A un camarada le dijo: «Tiene usted mal aspecto, le conviene descansar». Recuerdo la impresión que me causaron estas palabras, pues no concordaban en absoluto con la idea que yo tenía de la revolución. Sería más exacto decir que yo experimentaba el deseo de un afecto humano, sencillo y tierno, pero lo consideraba una debilidad, vestigios del pasado, «sensiblería de intelectualillo».
En el otoño de 1907 me encargaron que estableciera contacto con los soldados con vistas a crear una célula dentro de los cuarteles. Estaba entusiasmado por la dificultad y la importancia de esta misión. Me confiaron un sello, que era lo único que había quedado tras la última redada policial; sellé dos talonarios destinados a la recolecta de fondos y cometí la estupidez de guardar el sello en casa, considerando que allí estaba a buen recaudo. (En el acta de acusación se menciona que entre los objetos que me fueron confiscados había un «sello de goma» de la «Organización militar adjunta al comité de Moscú del Partido Socialdemócrata de Rusia»). Había conseguido trabar conocimiento con el escribiente de una sección del regimiento de Nesvizhski, que me trajo a tres soldados de la compañía de ametralladoras, luego se añadieron al grupo un voluntario y otro soldado, lo que dio un total de seis hombres: un pequeño embrión de la Guardia Roja…
Yo continuaba leyendo novelas y asistiendo al teatro, a veces veía a algunos amigos alejados de la política. Los historiadores designan a esta época «el comienzo de la reacción». Un período confuso había seguido al brillante año 1905: todo el mundo buscaba algo, los individuos se agitaban y mantenían discusiones acaloradas, pero en el fondo de todo ello se sentía el cansancio, la desilusión, el vacío.
Las jóvenes ya no aprendían a bailar el miñón o la chacona de mi infancia, sino el cake walk y la machicha, ante la mirada despavorida de sus mamás; la humanidad ilustrada se acercaba al foxtrot. Los estudiantes discutían sobre la novela de Artsibáshev: [3] ¿era Sanin el ideal de hombre moderno? En esa novela había un nietzscheanismo de baja estofa, un erotismo más próximo a las caballerizas que a Wilde y la sinceridad del nuevo siglo. En esta época apareció un relato de Anatoli Kamenski en el que se relataba con todo lujo de detalles cómo un oficial lograba seducir a cuatro mujeres en un solo día. En el Teatro de Arte se representaba la Vida del hombre , de Leonid Andréiev, vana tentativa de sintetizar la vida, comentada por un personaje vestido de gris desde un rincón del escenario. Los intelectuales moscovitas canturreaban o silbaban la polca que se interpretaba en un acto de la obra. En el mismo teatro representaban Los ciegos , de Maeterlinck, cuyos gritos simbolistas provocaban neurastenia a las damas impresionables. Éstas no preveían que diez años más tarde aparecerían las sopas de mijo y los cuestionarios; la vida parecía demasiado tranquila, la gente buscaba la desgracia en el arte, como si se tratara de una materia prima que escaseara. Fue el comienzo de la época de «la búsqueda de Dios», [4] de los almanaques escandinavos y de Gotas de sangre de Sologub.
Se podría pensar que yo estaba protegido por el caparazón de mis principios intransigentes, pero no era así, pues el arte se filtraba en mis actividades clandestinas. Por las noches leía las obras de Hamsun: Pan, Victoria, Misterios ; me reprochaba a mí mismo esta debilidad, pero no podía hacer nada contra mi admiración. Sentía que existía otro mundo, el de la naturaleza, las imágenes, los sonidos, los colores. Chéjov me conmovía ya entonces por su verdad, que yo no comprendía, pero que resultaba indiscutible, y susurraba: «Misius, ¿dónde estás?», [5] y estaba enamorado de la dama del perrito. Vi a Isadora Duncan, que vestía una túnica antigua y bailaba de manera muy distinta a Heltzer. [6] Seguía repitiéndome al igual que antes que todo aquello eran tonterías, pero no siempre conseguía pasar sin ellas. Iba todavía al instituto cuando le dije a una chica de quien estaba enamorado: «Korolenko afirma que el hombre está hecho para la felicidad, como el pájaro para volar». Me enamoraba con facilidad y sentía un gran anhelo de felicidad, pero consagraba todo mi tiempo y todo mi esfuerzo a otras cosas. Entre nosotros es costumbre emplear el epíteto «monolítico» como elogio, pero un monolito no es más que un bloque de piedra. El hombre es mucho más complejo, incluso cuando sólo tiene dieciséis años…
Los periódicos desplegaban una energía sombría. Los socialistas revolucionarios estaban entusiasmados con las expropiaciones. Había ejecuciones en la horca. Por la noche, los agentes de la Ojrana destripaban los colchones y trasegaban los ochenta tomos de la enciclopedia Brockhaus y Efron…
En la misma época Blok escribía: «¡Te reconozco, oh, vida! ¡Te acepto! | ¡Y te saludo con el tañido de mi escudo!».
Pero yo no conocía a Blok, ignoraba muchas cosas: yo no era más que un pequeño monolito con una gran grieta. Visitaba a la estudiante de instituto Asia Yákovleva, que tenía dos años más que yo y sin duda se desenvolvía mejor en la madeja de los sentimientos humanos. Le hablaba de los resultados del Congreso de Londres mientras me esforzaba en vencer muchas cosas que me oprimían el pecho. Las conversaciones sobre la utilidad y los perjuicios de las cooperativas eran interrumpidas por breves confesiones de amor. A menudo discutíamos y hacíamos las paces al instante. Al llegar las vacaciones de Navidad, Asia partió a Bobrov prometiéndome en primer lugar derrotar allí a los socialistas revolucionarios, y después reflexionar sobre nuestra relación. En el momento de mi arresto me confiscaron una carta suya, que comenzaba con estas palabras: «Iliá, tengo ganas de hablarte con más calma». Al final había una nota: «No he podido dar mi conferencia, pues todos los socialistas revolucionarios se habían esfumado o es posible que se haya enfriado mi espíritu combativo».
Resultaba difícil discutir sobre un artículo de Plejánov y al mismo tiempo soñar con la felicidad. Lo menciono porque, a diferencia de muchos escritores de mi generación, vi desde un principio la maqueta del mundo en el que luego viviría durante más de medio siglo. En aquella época perduraba en la calle —si no por calendario, sí por el modo de vivir— el siglo XIX , con los juramentos de Herzen y Ogariov, los «vuelcos del corazón», Paulina Viardot, La gaviota , los versos de Nadson, y entre las reuniones clandestinas y las novelas de Hamsun yo ya tenía el presentimiento del clima de una nueva época.
Ahora me río de la excesiva seguridad del chico que yo era; no obstante, es cierto que durante aquellos años se decidieron muchas cosas para mí. No negaré que avanzaba por un camino tortuoso: la vida no es una senda recta, y aunque el arte eleva al hombre a veces también lo puede desviar. Con todo, me siento muy cercano al chico de dieciséis años que escribía ingenuas octavillas. Si algo me ha ayudado a sobrellevar los años de dudas y desilusiones ha sido la firme convicción de que la causa a la que me consagré hace más de cincuenta años fue dictada tanto por la razón del siglo como por mi conciencia.
Vinieron a detenerme a las dos de la madrugada, cuando yo dormía profundamente. Me despertaron las voces del oficial de policía, de los agentes y de los testigos. No tuve tiempo de destruir nada. El registro se prolongó hasta la mañana. Mi madre lloraba, y una tía mía que había venido de Kiev para pasar una temporada con nosotros iba y venía despavorida por el piso, ataviada con unas enaguas espléndidas. La idea de que dos semanas antes había cumplido diecisiete años me reconfortaba y me alegraba. Significaba que nadie se atrevería a poner en duda mi plena responsabilidad.
8
En la cárcel sólo permanecí cinco meses, pero era un muchacho y tenía la impresión de llevar detenido años, pues las horas en cautiverio no pasan de la misma manera que las horas en libertad y los días se hacen extraordinariamente largos. A veces me sentía muy triste, sobre todo al atardecer, cuando llegaban hasta mí los ruidos de la calle, pero yo trataba de sobreponerme; la cárcel, a mi modo de ver, era un examen para obtener el certificado de madurez.
Durante aquellos meses tuve ocasión de conocer distintas cárceles de Moscú: la de la estación de policía Miasnítskaia, las de Suschióvskaia y Basmánnaia y, por último, la de Butyrka. Cada una tenía sus propias costumbres.
En aquella época todas las cárceles estaban llenas de prisioneros, y me tuvieron durante toda una semana en la comisaría de Prechístenska a la espera de que quedara una plaza libre. La comisaría era muy ruidosa. Por la noche llegaban a ella los borrachos, los golpeaban sin piedad antes de encerrarlos en la «jaula de los borrachines», que es como llamaban a una gran celda que parecía una jaula de zoológico. Me vigilaban unos guardias que a menudo se adormilaban y al despertar se sonaban ruidosamente y mascullaban entre dientes, quejándose de su trabajo, que nunca les dejaba estar tranquilos. Yo pensaba en mis asuntos: había sido una estupidez no haber ocultado mejor el sello de la organización militar. Pensaba también en Asia: era una lástima que no hubiésemos tenido tiempo de decírnoslo todo. Me condujeron a la sección de la policía secreta donde un fotógrafo que tenía un bocio muy pronunciado me ordenó: «La cabeza más alta… Ahora de perfil». Desde niño me apasionaba la fotografía; me gustaba tomar fotografías, pero no posar. Sin embargo, aquella vez me alegré de ello porque significaba que me tomaban en serio.
Me condujeron a la estación de policía Miasnítskaia. Las condiciones eran tolerables. Las diminutas celdas constaban de dos catres. Algunos guardias eran buenos tipos y nos permitían pasear por el pasillo; otros nos insultaban. Me acuerdo de uno que, cuando le pedía permiso para ir a la letrina, contestaba invariablemente: «No, puedes esperar». El celador era un hombre poco instruido, se ponía furioso cuando llevaban libros para los prisioneros porque no sabía cuáles eran subversivos. Vi un informe suyo en los archivos del Estado; hacía saber a la Ojrana que había confiscado unos libros que me habían llevado: la antología La Tierra y las obras de Ibsen. Una vez se puso hecho una furia: «¡Es una indecencia! Le han traído un libro sobre el knut [látigo]. ¡No están permitidos los libros de esta clase! ¡No se lo daré!». (Supe más tarde que el libro que tanto había asustado al carcelero era una novela de Knut Hamsun).
En la prisión de Miasnítskaia había un bolchevique: V. Radus-Zenkóvich; a mi modo de ver era un veterano, pues tenía treinta años, no era la primera vez que se hallaba en la cárcel y ya había conocido la emigración. Como compañero de celda tenía también a un «viejo», un hombre con algunas canas incipientes. Cuando hablaba con él, me esforzaba en no dejar entrever que tenía diecisiete años. Un día el director me trajo una revista literaria. Se la presté a mi vecino, que una hora más tarde me dijo: «Aquí hay un mensaje para ti». Debajo de algunas letras había unos puntitos apenas perceptibles: era Asia quien me había mandado la revista. Me ruboricé de felicidad y de vergüenza; durante varios días no me atreví a mirar a los ojos a mi compañero, pues yo consideraba los sentimientos una debilidad inadmisible.
Salíamos a pasear por un patio minúsculo, entre enormes montones de nieve. Después, de pronto, la nieve se tornó grisácea y comenzó a ablandarse: se aproximaba la primavera.
De vez en cuando nos conducían a los baños públicos; eran días maravillosos. Nos hacían marchar por la calzada, y los transeúntes miraban el desfile de los criminales, unos con asombro y otros con compasión. Un día una viejecita se santiguó y me puso en la mano una moneda de cinco kopeks, pues yo era el último de la fila. En los baños, nos lavábamos durante largo rato y después tomábamos también un baño de vapor. Casi teníamos la impresión de hallarnos en libertad.
La vigilancia exterior de la cárcel la montaban los soldados del cuerpo de gendarmería; éstos entablaban conversación con nosotros, decían que nos respetaban porque no éramos ladrones sino «políticos». Algunos accedían a entregar nuestras cartas fuera de la cárcel. El 30 de marzo envié una a Asia. Es probable que acabase de recibir una carta de ella que me había entristecido, porque le escribí: «Considero que es importante para la causa que yo reciba noticias de lo que acontece en el exterior y que no me vea apartado del movimiento; sólo esa consideración me obliga a dirigirme a ti para pedirte que me escribas». Encontraron esta carta durante un registro que efectuaron en su casa y la adjuntaron a mi expediente. Por ella me doy cuenta de que en la cárcel tenía las mismas preocupaciones que en libertad. «Me ha alegrado enterarme de que a pesar de tantos obstáculos la causa sigue adelante. Tu carta confirma que mi plan es correcto. Es posible que los nuevos miembros del club sean muchachos simpáticos, pero albergo serias dudas con respecto a su formación socialdemócrata; su trabajo de organización se reduce a un juego de niños». (Releo estas líneas y sonrío: ¡un chico de diecisiete años denuncia los «juegos de niños» de los nuevos miembros de una organización estudiantil!). Más adelante escribía sobre cuestiones de política general: «La sociedad de instrucción del barrio de Zamoskvorechie no ha sido autorizada, se ha clausurado la “unión del trabajo”. Es evidente que el gobierno ha decidido cerrar la puerta de salida de la clandestinidad al mundo exterior. Por tanto tendremos que tirarla abajo. Sin embargo, conviene no olvidar que esta actividad es auxiliar y no constituye la tarea central de nuestra acción clandestina».
Cuando la policía encontró esta carta mía en casa de Asia, me transfirieron de la prisión de Miasnítskaia a la de Suschióvskaia. La nueva cárcel me pareció un paraíso. En una celda amplia, sobre una especie de tablones de madera, dormían un gran número de personas, tan arrimados los unos a los otros que no podían volverse sin despertar a los vecinos. Todo el mundo reñía, gritaba, se cantaba Mar glorioso, Baikal sagrado . [1] El celador era un borracho aficionado al dinero, al coñac, a los bombones de chocolate y al agua de colonia Brocard; también le gustaba la compañía de gente instruida y solía decir: «Vosotros, los políticos, sois gente con la cabeza bien amueblada». No concedía permisos de visita si no se desembolsaba antes tres rublos junto con la instancia. Se dejaba pasar cualquier paquete, pero el inspector se quedaba con lo que más le gustaba. Algunas veces, después de haber empinado el codo, venía a nuestra celda y escuchaba sonriente las discusiones entre los socialdemócratas y los socialistas revolucionarios. «Vosotros echáis pestes los unos de los otros, pero yo os aprecio a todos, a los socialistas revolucionarios, a los bolcheviques y a los mencheviques. Sois todos personas inteligentes, pero sólo Dios sabe lo que ocurrirá en Rusia». Tenía una nariz rojiza y carnosa llena de granos y siempre apestaba a alcohol.
Algunos prisioneros se indignaban, decían que todo el día se oían gritos y que no había manera de leer. Fue elegido como responsable de celda un menchevique con gafas, quien nos anunció con pompa que quedaba prohibido hacer ruido desde las nueve de la mañana hasta mediodía. A las nueve en punto tres anarquistas comenzaron a aullar con voz ronca: «Que la bandera negra sea el distintivo del triunfo de la gente trabajadora». Se negaban a aceptar cualquier clase de reglamento, e incluso el celador se sentía intimidado: «Vamos, vamos…, exageran ustedes». (Cuando en 1936 pasé medio año en el frente de Aragón con los anarquistas, me acordé más de una vez de la celda en la prisión de Suschióvskaia).
Por lo demás, el desorden no sólo reinaba en nuestra celda sino también dentro de la Ojrana: en una misma celda podían verse reunidas personas detenidas por azar, que esperaban ser puestas en libertad cualquier día, y terroristas acusados de ataques armados que corrían el peligro de ser ahorcados. Durante toda una semana estuvo detenido un respetable sacristán al que habían arrestado por error, pues se buscaba a una persona con el mismo apellido. Trataba de demostrar a cada uno de nosotros que era víctima de la casualidad y que él siempre había sido fiel al poder, incluso de pensamiento, y no comprendía por qué nos reíamos al escuchar sus declaraciones. Cuando le comunicaron que podía volver a casa, tuvo miedo: decía que probablemente lo volverían a encerrar por todas las cosas prohibidas que había tenido que oír. Un socialista revolucionario, que había tomado parte en un acto de «expropiación» armada, esperaba su condena a muerte. Le llamaban Ivánov (no sé si era su verdadero nombre). Simulaba estar loco. Al principio sus accesos de demencia eran breves; pero luego, bien porque había cambiado de táctica, bien porque se había vuelto loco de veras, nos atormentaba durante días enteros; lanzaba gritos que parecían chillidos de pájaros, se reía sin motivo y soltaba frases incoherentes.
La instrucción de mi caso había sido asignada al coronel de la policía Vasíliev. Se esforzaba en ganarse mi simpatía hablando de las lacras del régimen, me decía que en el fondo él también era partidario del progreso. A veces me adulaba y otras me torturaba con su ironía de hombre maduro, cínico e inteligente. Estaba muy interesado en saber quién era el autor del artículo «Dos años de Partido unificado», si se produciría pronto una nueva escisión y cuál era la posición de Lenin. Yo respondía a las preguntas con monosílabos o le decía que «distintas personas me habían entregado diversos documentos», cuyos nombres me negaba a dar. Entonces entablaba conversación sobre temas generales: Gorki, el papel de la juventud, el futuro de Rusia. Me decía: «Tengo un hijo de la misma edad que usted, un majadero que no se interesa por nada, salvo por el baile, las chicas y los licores. En cambio, con usted resulta agradable conversar, pues es usted un joven original y muy leído». En el transcurso de uno de los interrogatorios empezó a leer en voz alta una carta de Asia que me habían confiscado en el momento del arresto. Indignado, le grité que aquello no tenía relación alguna con el interrogatorio y que no iba a permitir aquel ultraje. El coronel se mostró muy satisfecho, me llamó «joven de temperamento», y acabó ofreciéndome un té con galletas, que yo rechacé. Me contó que una vez había recibido la visita de una joven, que había afirmado ser mi prima por parte de madre, y había pedido verme. «Le pregunté cómo se llamaba la madre de usted, pero ni siquiera lo sabía. ¿Por qué aceptan a tontas así en su organización? No la he arrestado. Adivinará usted, por supuesto, de quién le estoy hablando, ¿no? Se llama Asia Yákovleva». Tuve que hacer un gran esfuerzo para no traicionarme y respondí con indiferencia que todo aquello no tenía relación con mi caso.
El coronel me había mentido. Poco después de la visita que Asia le hizo con el fin de pedirle autorización para verme, se efectuó un registro en su casa. Por desgracia, la carta que yo le había enviado desde la cárcel estaba sobre la mesa, no había tenido tiempo de leerla y romperla. El 8 de abril Asia fue arrestada y acusada de estar implicada en el caso de la organización estudiantil. Dos semanas después fue puesta en libertad bajo una fianza de doscientos rublos.
Pese a que yo odiaba al coronel Vasíliev, éste me parecía un personaje interesante, un astuto juez instructor como los que aparecían en las novelas; hasta entonces yo creía que todos los gendarmes eran estúpidos e ignorantes.
La dirección de la gendarmería se encontraba en la plaza Kudrínskaia. Me llevaban allí en coche de punto, con un gendarme sentado a mi lado. Yo miraba con ansiedad a los transeúntes: ¿y si de pronto veía a algún conocido? Veía pasar a artesanos, petimetres, estudiantes de instituto, militares. Las lilas de los jardincillos estaban en flor. Pero ni una sola cara conocida…
En mi último interrogatorio me comunicaron que Oskólkov, Neumark, Lvova, Ivenson, Sokolov, Yákovleva y yo mismo seríamos procesados por haber participado en la organización estudiantil del RSDRP (Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia) en virtud del apartado primero del artículo 126. Yo sería procesado además según el apartado primero del artículo 102 por mi participación en la organización militar de dicho partido. Vasíliev me explicó con sonrisa irónica: «A usted le caerán seis años de trabajos forzados, pero le descontarán un tercio de la condena por ser menor de edad. Después, deportación a perpetuidad. Pero de allí usted escapará, le conozco».
Varios detenidos aprovecharon la negligencia del director de la cárcel para preparar una evasión. Si no recuerdo mal, cuatro de ellos consiguieron huir. Por primera vez vi de mal humor al celador. Ignoro si conservó su puesto, pero nosotros tuvimos que pagar las consecuencias: fuimos trasladados de inmediato a otros centros de reclusión en calidad de «cómplices de fuga».
Nada más verme, el celador de la cárcel Basmánnaia me gritó: «¡Quítate los pantalones!». Inició el registro personal. Del paraíso había caído en el infierno. Un bofetón rotundo me familiarizó con el nuevo régimen. En Basmánnaia hicimos una huelga de hambre, exigiendo que nos trasladaran a otra prisión. Recuerdo que pedía a un camarada que escupiera sobre mi pan, pues tenía miedo a no poder resistir y pellizcar un trozo…
Me transfirieron a una celda incomunicada de la cárcel Butyrka; para mí representó un castigo en toda regla. Evidentemente se trataba de una cuestión de edad. Si hoy en día me diesen a escoger entre la celda común de Suschióvskaia o una celda solitaria no dudaría ni un minuto, pero a los diecisiete años no es fácil matar el tiempo a solas contigo mismo, sobre todo si te prohíben las visitas, las cartas y el papel para escribir.
Intenté establecer contacto con otros presos dando golpecitos contra el muro, pero nadie respondió. No me permitían salir a pasear. La luz deslumbrante de un día estival penetraba por la ventanilla. El cubo a modo de urinario que había en la celda apestaba. Empecé a recitar poesías en voz alta, pero el vigilante me amenazó con encerrarme en una celda de castigo. Exigí papel para hacer una declaración y escribí a la dirección de la gendarmería: «Iliá Ehrenburg, confinado en la cárcel de tránsito de Moscú, se niega a permanecer por más tiempo entre rejas y pide ser puesto en libertad al instante. Pero si lo que quieren es extenuarme o volverme loco antes del juicio, díganmelo abiertamente». Transcribo estas líneas y sonrío, pero cuando las escribí no me parecía en absoluto divertido. Numeraron mi declaración y la añadieron al expediente.
El médico de la prisión dictaminó que yo padecía neurastenia aguda, pero había muchas cosas que él ignoraba: yo seguía pensando en diferentes asuntos del Partido, en buscar el medio de utilizar las cooperativas en interés del Partido, en ciertos obreros de la fábrica Guzhon a los que convenía dar puestos de mayor responsabilidad, redactaba mentalmente una «respuesta a Plejánov». Pensaba también en Asia, que debía de haber pasado los exámenes y no tardaría en seguir los cursos superiores. Era poco probable que nuestros caminos volvieran a cruzarse. En la cárcel empecé a pensar en otras cosas: meditaba sobre la vida, sobre importantes pero vagas cuestiones en las que no había tenido tiempo de reflexionar cuando me hallaba en libertad. En general la cárcel es una buena escuela siempre y cuando no te azoten o te torturen y sepas que son tus enemigos los que te han encerrado y que aquellos que comparten tus ideas te recuerden con amistad.
«¡Recoja sus cosas!». Creí que iban a trasladarme a otra cárcel, pero me mostraron un papel: «Firme». Me ponían en libertad bajo estricta vigilancia policial hasta que se celebrara el juicio. Tenía que abandonar Moscú inmediatamente y trasladarme a Kiev. Salí a la calle Dolgoruki y permanecí allí plantado. Puede olvidarse todo, pero algo así no se olvida jamás. En épocas tranquilas y en los países libres, las personas crecen, estudian, se casan, trabajan, caen enfermas, envejecen; pueden vivir toda una vida sin comprender qué es la libertad. Es probable que se sienta siempre libre en la medida admitida por un ciudadano honorable dotado de una imaginación corriente. Apenas hube traspasado las puertas de la cárcel, me quedé estupefacto. Coches de punto, un muchacho con su acordeón, un puesto de venta ambulante, la lechería Chichkin, la panadería Savostiánov, muchachas, perros, decenas de callejones, cientos de patios. Podía caminar en línea recta, girar a la derecha, a la izquierda… Fue entonces cuando comprendí qué era la libertad. De una vez por todas.
(Nunca he sabido descifrar el significado de unos versos de Pushkin: «No existe la felicidad en el mundo, sólo la calma y la voluntad». Muchas veces he reflexionado en estas palabras, sin llegar a comprenderlas. La vida ha cambiado mucho. Un día en 1949 estaba sentado en la platea del Teatro Bolshói, junto a Samuil Yákovlevich Marshak; en el escenario pronunciaban discursos sobre Pushkin, pues era una velada conmemorativa. Después nos dirigimos a un café en la esquina de la calle Kuznetski Most. Pregunté a Marshak en qué felicidad habría pensado Pushkin, aparte de la calma y la voluntad. Marshak no me respondió).
Permanecí inmóvil durante mucho tiempo en la calle Dolgoruki, sonriendo. Después me encaminé a mi casa, en la calle Ostózhenka, pasé por la plaza Strastnaia, donde saludé a la estatua de Pushkin, después seguí caminando por los verdes bulevares, sin borrar la sonrisa de mis labios.
9
No tardaron en obligarme a abandonar Kiev, prohibiéndome al mismo tiempo —ignoro el motivo— residir en las regiones de Kiev, Volinia y Kamenets-Podolsk. Recibí un pase para Poltava, donde vivía el hermano de mi madre, un abogado liberal.
La ciudad me parecía agradable con sus calles tranquilas, sus jardines de árboles dorados, sus casas blancas, pero la estrecha vigilancia policial era capaz de envenenar la vida incluso de la idílica Poltava. Mi tío, por supuesto, me recibió con gentileza, pero comprendí que cuanto menos le visitara más tranquilo estaría él. Emprendí la búsqueda de alojamiento; tenía que advertir a los propietarios de que estaba sometido a una estricta vigilancia de la policía, y a esta advertencia le seguía invariablemente una negativa a darme hospedaje; algunos lo hacían con formas groseras y otros con aire culpable, diciendo que la vida de por sí ya era difícil. Finalmente fui a parar a casa de un sastre llamado Brave, quien después de haber consultado con su mujer decidió alquilarme una pequeña habitación. Saqué mis libros y mis cuadernos y decidí establecerme en Poltava. Como es natural, esperaba proseguir allí la actividad clandestina; tenía la dirección de un obrero que me habían dado en Kiev. Durante una semana recorrí la ciudad de punta a punta para convencerme de que no me seguía ningún agente.
El 11 de noviembre de 1908 el jefe de la gendarmería de Poltava, el coronel Nésterov, escribió: «Por lo que respecta a la organización del Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia, le transmito los nombres de las personas sometidas a nuestra vigilancia durante el mes de octubre». Seguía una lista en la que figuraba «Iliá Ehrenburg, estudiante». Es una lástima que yo no conociese el informe hasta medio siglo más tarde, pues el hecho de haber sido tomado por estudiante seguramente me habría halagado.
Una vez más, de no ser por los archivos de la policía, me habría resultado difícil recordar ciertos detalles de mi vida en Poltava. «Copia de la carta de Iliá Grigórievich Ehrenburg, que se halla bajo vigilancia policial y que ha llegado a nuestro poder por medio de uno de nuestros agentes. Escrita en Poltava el 21 de septiembre de 1908 y dirigida a Šíma, [1] en Kiev:
»¡Apreciada camarada! Le comunico algunos datos sobre el estado de las organizaciones de Poltava. Existen dos o tres círculos, pero carecen de fuerza. En general, la situación es deplorable. Hablar de conferencias en semejantes condiciones sería cuando menos ridículo… Durante mucho tiempo no he sido aceptado en calidad de “bolchevique”, y todavía hoy me encuentro en “situación excepcional”. Le agradecería mucho que me mandara unas cuantas docenas de ejemplares de Proletario del Sur y que me pusiera al corriente de las novedades que haya en su sector».
No recuerdo a Šíma, pero sí que existía en Poltava una organización menchevique, y que yo, en tanto que bolchevique sumamente joven e insolente, asusté a un amable y enclenque menchevique que llevaba una barbita a lo Chéjov y no dejaba de decirme: «No se pueden hacer las cosas así, pedirlo todo a la vez… Es de veras imposible». No obstante, logré ponerme en contacto con tres bolcheviques que trabajaban en los depósitos del ferrocarril y escribir dos octavillas.
Tenía que presentarme en la comisaría una vez por semana, pero la «estricta vigilancia» no acababa ahí, pues los gendarmes se personaban cada dos por tres donde yo me alojaba, me despertaban al amanecer o llamaban a mi ventana por la noche. Al volver un día a casa encontré a un agente, tocado con su capuchón, sentado en mi cama. Me espetó en tono de reproche: «Usted nunca está en casa». Después cogió un cuaderno que estaba sobre la mesa —había escrito un resumen de la Historia de la filosofía de Kuno Fischer—, hizo un paquete con mis libros sirviéndose de un cordel y se los llevó.
Brave, el sastre, me rogó entre sollozos que me marchara de su casa: la policía le había dicho que si no me echaba se vería en serios apuros. De nuevo tuve que emprender la humillante búsqueda de alojamiento. Al tercer o cuarto día encontré una habitación acogedora. Cuando advertí al propietario de mi situación, éste se echó a reír: «Yo también estoy sometido a vigilancia». Simpatizaba con los socialistas revolucionarios y por la noche discutíamos sobre el papel del individuo en la historia. A veces nuestra discusión quedaba interrumpida por la consabida visita del guardia municipal.
Un día mi tío me propuso asistir a una sesión del tribunal de distrito en la que él defendía a un desdichado acusado de robo. A partir de entonces acudí todos los días a las vistas de las causas, que me parecieron mucho más interesantes que las novelas. Yo sabía que había gente que vivía mal: me acordaba de los barracones de la fábrica de Jamóvniki; había visto albergues nocturnos y salas de té que abrían durante toda la noche; había topado con borrachos, con personas crueles e ignorantes, había conocido la cárcel. Pero todo esto lo había visto desde el exterior, mientras que en el juzgado veía abrirse ante mí los corazones humanos. ¿Por qué una campesina, modesta y tímida, había matado brutalmente a su vecino? ¿Por qué un viejo había acuchillado a la hijastra con la que vivía? ¿Por qué creía la gente en un milagrero picado de viruelas y deforme? ¿De dónde procedía tanta ignorancia, aquellos prejuicios y pasiones tan tempestuosas que ni los propios procesados podían comprender? Yo sabía antes que existía una «base» y una «superestructura», pero en Poltava reflexioné en serio por primera vez sobre la monstruosidad y al mismo tiempo la solidez de la «superestructura». Antes me parecía que era posible cambiar a la gente en veinticuatro horas: bastaría para ello con que el proletariado se hiciera con el poder. Pero, al escuchar las confesiones de los acusados y las declaraciones de los testigos, comprendí que las cosas no eran tan sencillas. Además de asistir a los juicios leía los relatos de Chéjov, que tomaba en préstamo de la biblioteca.
Sólo estuve en Poltava durante un mes y medio. El jefe de la policía me llamó y me dijo que tenía que salir de la ciudad. «¿Adónde tiene intención de dirigirse?», me preguntó. Respondí dando el nombre de la primera ciudad que se me pasó por la cabeza: «A Smolensk».
Yo ignoraba que iba a ser causa de preocupación para las autoridades de dicha ciudad. Hace poco tiempo, R. Ostróvskaia, historiadora que trabaja en los archivos de Smolensk, me envió un informe. Resulta que el coronel Nésterov comunicó a su colega de Smolensk, el general Gromiko, que «el 10 de noviembre el exestudiante Iliá Grigórievich Ehrenburg nos ha comunicado su conformidad para cambiar de residencia y trasladarse a Smolensk; le ha sido expedido un salvoconducto para dicha ciudad». Al mismo tiempo, el coronel Nésterov advertía al general Gromiko: «Durante su estancia en Poltava, el mencionado Ehrenburg ha logrado establecer contacto con algunas personas pertenecientes a la organización local del Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia». El 24 de noviembre, el jefe de policía de Smolensk ordenó que se le informara de inmediato de mi llegada a la ciudad. Durante mucho tiempo estuvieron buscándome.
De Poltava me trasladé a Kiev y permanecí allí durante toda una semana sin registrarme en la policía. Cada noche tenía que pernoctar en un lugar diferente. Una tarde me presenté en la dirección que me habían indicado, toqué el timbre y llamé a la puerta sin obtener respuesta. Tal vez me equivocara al anotar las señas, no lo sé. Caminé a lo largo del bulevar Bíbikov. Hacía frío, nevaba. Una joven calzada con zapatos de verano salió a mi encuentro y me llamó: «¿Vienes?». Yo rehusé. Al cabo de una hora volvimos a encontrarnos. Ella comprendió que yo no tenía dónde pasar la noche y me llevó a su cálida habitación: «Entrarás en calor». Me dio un paquete de cigarrillos (yo no fumaba, pero nunca rechazaba un cigarrillo) y después se marchó al bulevar a buscar a algún cliente.
(Entre las prostitutas hay muchas mujeres que tienen un capital de ternura inagotable. El director italiano Fellini lo comprendió bien en Las noches de Cabiria . He visto su última película, La dolce vita , que es un filme de una crueldad extraordinaria, en el cual tal vez el único hálito de calor humano presente sea el de la prostituta romana que acoge en su casa a la pareja de ricos enamorados en busca de sensaciones).
En Moscú me aguardaban las mismas dificultades. No podía ir a mi casa y no sabía dónde cobijarme. No me quedó otra que buscar entre mis amigos a aquellos que llamábamos «simpatizantes» y que no tenían relación alguna con la clandestinidad. Uno de mis compañeros de instituto se llevó un susto tremendo al verme: me dijo que estaba preparando los exámenes de fin de estudios y que yo podía arruinarle la vida, me ofreció dinero y me sacó fuera a empujones. Al final pasé la noche en casa de una comadrona, pero ella tenía tanto miedo que no podía pegar ojo y me impidió a mí también dormir: todo el rato tenía la impresión de que alguien subía por las escaleras y lloraba mientras ingería con avidez gotas de valeriana. Muy pronto se agotaron todas mis posibilidades de cobijo. Pasé una noche en la calle. Caminaba y pensaba: «Ésta es mi ciudad, ésta es la casa donde yo vivía y no hay sitio en ella para mí». Pensamientos estúpidos, justificados únicamente por la juventud.
Lo que ocurrió a continuación fue aún más estúpido: me presenté en las oficinas de la jefatura de policía y declaré que prefería la cárcel a la libertad vigilada. El coronel Vasíliev no logró contener la risa durante un buen rato y finalmente me dijo: «Su padre ha cursado una instancia para que le autoricemos a salir por un breve tiempo al extranjero, por motivos de salud». Estaba convencido de que el coronel se burlaba de mí, pero me enseñó el documento. En lenguaje jurídico aquello recibía el nombre de «cambio de medidas cautelares». En aquel papel se decía que la vigilancia de la policía había resultado insuficiente, y que «para asegurar mi comparecencia en el tribunal» mi padre tenía que depositar una fianza de quinientos rublos. (Se exigieron cuatrocientos rublos por Cora Ivenson, trescientos por Neumark, doscientos por Yákovleva y cien por Oskólkov. Ignoro quién fijó el importe de las fianzas y en qué se basaba).
El acta de acusación fue remitida a los acusados un año y medio más tarde: el 31 de mayo de 1910. En aquella época yo vivía en París y escribía versos sobre los caballeros medievales. Se me notificó formalmente que mi marcha al extranjero era ilegal, pues «la ley excluye la posibilidad de una estancia del acusado en el extranjero, o sea, fuera del alcance de la justicia».
Se comunicó a mi padre que la fianza que había depositado, «en virtud del artículo 427 del Código Penal», sería destinada al capital para el mantenimiento de los centros de reclusión.
(En la sesión del tribunal de septiembre de 1911 se vio la causa sobre la organización estudiantil; los expedientes de Ehrenburg y de Neumark, ambos huidos de la justicia, fueron pospuestos. Se juzgó a los acusados presentes, contra los cuales no se halló ninguna prueba incriminatoria. Los defensores indicaron, y no sin motivo, que los instigadores se habían dado a la fuga. Oskólkov fue condenado a ocho meses de prisión y los demás fueron absueltos).
Yo no tenía ningún deseo de marcharme al extranjero: todo lo que formaba parte de mi vida estaba en Rusia. Vi a uno de mis camaradas que me dijo: «Vete de una vez. Necesitas completar tu formación política. Lenin no se halla en Ginebra, sino en París. Ve a París, allí encontrarás a Sávchenko y a Liudmila».
Decidí pasar un año en París y, una vez trascurrido éste, regresar de manera clandestina a Rusia. «No iré a otro lugar que no sea París», dije a mis padres. Mi madre lloraba, pues quería que yo fuese a Alemania y me inscribiera en una escuela: en París había muchas tentaciones y mujeres fatales, un muchacho podía descarriarse…
Partí con un peso en el alma, pero con una maleta aún más pesada, pues la había llenado con mis libros preferidos. También llevaba un abrigo de invierno, un gorro de piel y unas botas.
El 7 de diciembre de 1908 el general Gromiko hizo saber al coronel Nésterov de Poltava que «Iliá Grigóriev Ehrenburg no había llegado aún a Smolensk». Aquel mismo día, Iliá Grigóriev, asomado por la ventanilla de un vagón de tercera clase, contemplaba con expresión de incredulidad la verde hierba y las casitas de los suburbios de París.
10
Recuerdo muy bien aquel día de diciembre, cuando al salir de la Estación del Norte me encontré en una plaza sucia y bulliciosa. Me sorprendió el viento. En él se percibía el hálito del mar, y me causó una sensación de alegría y excitación. Dejé las maletas en la consigna de la estación y experimenté en el acto un sentimiento de libertad. Lo cierto es que iba vestido de una manera bastante extravagante, pero nadie me prestaba atención y en aquellas primeras horas comprendí que en París era posible pasar desapercibido, pues nadie se interesa por los demás.
Entré en un bar. Junto a un mostrador de zinc se erguían unos cocheros de cara roja y con sombrero de copa que tomaban unas bebidas misteriosas de color púrpura o verde. Me acordé de los cocheros moscovitas y el corazón me dio un vuelco: estos de París no hablaban de la avena… Pedí café. La patrona me preguntó algo, y yo no la comprendí. (Estaba convencido de que sabía francés, lo había estudiado en el instituto y había tomado clases particulares, pero descubrí que sólo conocía algunos cientos de palabras que Racine había utilizado en sus tragedias y que ignoraba las imprescindibles para la vida cotidiana). Me sirvieron café negro en una copa y un vasito de ron. Lo bebí a pesar de mi aprensión.
Sabía que los emigrados rusos vivían en los alrededores del Barrio Latino, así que pregunté a un policía cómo podía ir hasta allí, y éste me señaló un ómnibus: en París volví a encontrar nuestros tranvías de tracción animal, con la diferencia de que éstos no circulaban sobre raíles y constaban de dos pisos. Me subí a la imperial y me senté al lado del cochero. Sostenía en la mano un largo látigo y se adormecía de vez en cuando; en su labio inferior temblaba la colilla apagada de un cigarrillo. Al despertar se ponía a cantar y, como despertaba a menudo, al fin comprendí las primeras palabras de la canción: «El corazón del cíngaro es un volcán». Debía de rondar los sesenta años, y a mí me dio la impresión de que era no ya viejo, sino antiguo, y de un color ceniciento como las casas de París.
El camino era largo: de un extremo a otro de la ciudad. Cruzamos los grandes bulevares, que en aquel entonces eran el centro de París. De repente me di cuenta de que allí no sólo las costumbres eran diferentes sino que el calendario tampoco era el mismo que en Rusia: era el 20 de diciembre, se acercaba Navidad; había anuncios de regalos y cenas de gala por doquier. En los bulevares vi numerosos tenderetes: en algunos de ellos se vendían toda clase de objetos; en otros distinguí unos juegos enormes que no supe reconocer: eran ruletas.
En las esquinas de las calles había cantantes que, partitura en mano, interpretaban algo melancólico, mientras los curiosos se agolpaban a su alrededor y repetían el estribillo. En las aceras se apilaban camas, aparadores, armarios, todo el género de las tiendas de muebles. En general todos los artículos estaban en la calle: carne, quesos, naranjas, sombreros, botas, cacerolas. Me asombró la gran cantidad de urinarios; se podía leer en ellos: «Menier, el mejor chocolate», y debajo se distinguían los pantalones rojos de los soldados. El viento era frío, pero la gente no se apresuraba, sino que paseaba, no iba a un lugar determinado.
Los cafés tenían terrazas, y en muchas de ellas humeaban los braseros junto a los cuales se sentaban unos ancianos con aire respetable. Tuve ganas de escribir a Asia, a mis hermanas, a Nadia Lvova, para decirles que en París calentaban las calles. ¡Nadie me creería!
En el boulevard Sébastopol vi un tranvía de vapor que emitía un trágico silbido. Los cocheros gritaban y restallaban los látigos. No había calesas, los coches de punto tenían la carrocería cerrada como el del gobernador general de Moscú. En uno de ellos vi a una pareja besándose y volví la cabeza a toda prisa para no molestarlos. De vez en cuando cruzaban la calle unos coches sin caballos con gran estruendo y dando bocinazos. Los caballos, asustados, se apartaban.
Di una moneda de plata al revisor; él la mordió para comprobar su calidad y, al ver mi sorpresa, me sonrió alegremente. Nunca había visto a tanta gente en la calle. Moscú me parecía ya el recuerdo de una infancia agradable y tranquila. Los vendedores de periódicos gritaban como desesperados: « La Presse!, La Patrie! ». Pensé que había sucedido un acontecimiento importante. ¿Acaso Alemania había declarado la guerra? ¿O bien los socialistas revolucionarios habían lanzado una bomba a Stolipin? No cabía duda de que el terrorismo no constituía una solución, pero sería agradable… Un vendedor de periódicos subió de un salto al ómnibus en marcha. Compré un periódico. En primera página aparecía el retrato enorme de un hombre que me era desconocido. Al leer los titulares comprendí que aquel hombre había matado a su amante, metido el cadáver en un baúl y lo había facturado a Nancy por correo ordinario.
No sabía dónde debía bajar para ir al Barrio Latino y acabé por preguntárselo al cochero. Se echó a reír y me dijo que bajara. Estábamos en la place Denfert-Rochereau. En medio de la plaza se alzaba un monumento, un león irritado que me miraba directamente a los ojos. En la inscripción del zócalo leí que se había erigido para conmemorar la defensa de Belfort contra los prusianos. Pensé con júbilo que vería el Muro de los Comuneros. En Moscú yo había organizado una conferencia de V. P. Potiomkin para estudiantes universitarios y los alumnos del instituto; el orador habló muy bien y terminó con estas palabras: «La Comuna ha muerto, ¡viva la Comuna!». En mi imaginación, los transeúntes se confundían con los sans-culottes , esos que habían defendido Belfort con valor leonino, y con los comuneros que conocía por el libro de Lissagaray.
Pero era preciso encontrar una habitación… Había muchos hoteles, escogí el que tenía el letrero más pequeño, pensando que sin duda sería el más barato. La patrona me dio un candelabro de cobre cubierto de estearina, una llave grande y una toalla diminuta que parecía una servilleta. Le extendí el pasaporte, pero me respondió que eso no era de su incumbencia. En la habitación había una cama enorme, muy alta, que ocupaba prácticamente todo el espacio. El suelo era de piedra. Tomé la ventana por la puerta de un balcón, pero resultó que no había balcón. Más tarde me di cuenta de que todas las casas tenían unas ventanas parecidas, a ras de suelo. Me sorprendió que no hubiera mesa en la habitación, incluso en la pequeña estancia del sastre Brave había una… Hacía frío. Pregunté a la patrona si podía encender la chimenea. Respondió que era muy caro y prometió meterme un ladrillo caliente en la cama por la noche. (Al día siguiente, no obstante, decidí tirar la casa por la ventana y el mozo me trajo un saco de carbón. Yo no sabía encender la chimenea, el carbón era de piedra; puse periódicos, astillas, todo ardió rápidamente, pero el maldito carbón no se encendió; me tizné la cara y de nuevo dormí en una habitación fría).
Permanecer encerrado en la habitación habría sido una tontería. Aplacé hasta el día siguiente la búsqueda de Sávchenko y Liudmila y me fui a dar una vuelta por París. Los hombres llevaban bombines, y las mujeres iban tocadas con unos enormes sombreros adornados con plumas. En las terrazas de los cafés, los enamorados se besaban tranquilamente y dejé de volver la cabeza. Por el boulevard Saint-Michel caminaban los estudiantes, iban por el medio de la calle, estorbando la circulación, pero nadie les ponía trabas. Al principio me pareció que se trataba de una manifestación, pero no: simplemente se divertían. Se vendían castañas asadas. Empezó a lloviznar. La hierba del Jardín de Luxemburgo era de un verde claro precioso. ¡En diciembre! Tenía mucho calor con el abrigo enguatado. (Había dejado las botas y el gorro de piel en el hotel). Resaltaban las carteleras vistosas. Todo el tiempo me daba la impresión de estar en el teatro.
He vivido mucho tiempo en París, y diferentes acontecimientos, numerosos rostros y retazos de frases se han confundido en mi memoria; pero mi primer día en París sigue intacto en mi recuerdo: la ciudad me impresionó. Lo más asombroso es que París sigue siendo igual que antes. Moscú está irreconocible, pero París no ha cambiado. Ahora, cuando voy a París, me invade una tristeza indescriptible: la ciudad es la misma, soy yo el que ha cambiado; me resulta difícil recorrer las calles que conozco, pues son las calles de mi juventud. Es cierto que desde hace mucho tiempo ya no hay coches de punto ni ómnibus, ni tranvías de vapor, que los letreros de neón son mucho más brillantes que antes, que se ha vuelto raro ver un café con bancos de cuero o de terciopelo rojo; quedan pocos urinarios, pues se han escondido bajo tierra. Pero todo esto son meros detalles. Como antes, la gente continúa haciendo vida en la calle, los enamorados se besan donde les apetece y nadie presta atención a los demás. Las casas viejas no han cambiado: ¿qué representa para ellas medio siglo? A su edad, no lo sienten. El mundo ha cambiado, huelga decirlo, y es evidente que también los parisinos deben de pensar en muchas cosas cuya existencia ni siquiera sospechaban, como la bomba atómica, los sistemas acelerados de producción y el comunismo. Pero a pesar de sus nuevas ideas, siguen siendo parisinos, y estoy convencido de que aún hoy un joven soviético de dieciocho años que llegara a París se quedaría de una pieza, como yo en 1908, y exclamaría: «¡Es un auténtico teatro!».
Al día siguiente fui al Barrio Latino. En el boulevard Saint-Michel agucé el oído a las conversaciones de los transeúntes. Me dije que en cuanto oyera hablar en ruso preguntaría dónde se encontraba la biblioteca de los emigrados y allí seguro que me darían la dirección de Sávchenko y de Liudmila. En las pesquisas se me fue medio día. La biblioteca se hallaba en la avenue Gobelins en el interior de un patio sucio. Subí por una escalera de caracol y me encontré en un local que parecía un cobertizo. Había estanterías con libros y periódicos rusos. Allí trabé conocimiento con el bibliotecario, el camarada Mirón (Ingber). Era menchevique, lo cual no me agradó; pero enseguida comprendí que a aquel hombre sólo le preocupaba una cosa: que los lectores no robaran los libros de la biblioteca. Me echó un largo discurso sobre cómo era preciso tratar los libros; le prometí no doblar nunca las páginas ni escribir anotaciones en los márgenes. (De todos modos me lanzó una pulla y me dijo que eran precisamente ciertos bolcheviques a quienes les gustaba escribir en los libros de la biblioteca). Enseguida mostró buena disposición hacia mí: yo comenzaba a escribir versos, y él adoraba la poesía. Era un hombre miope, tranquilo y bondadoso. Todas las tardes iba a una pequeña brasserie de la rue Broca, donde comía salchichas mientras trabajaba en la elaboración de un catálogo de las ediciones rusas en el extranjero. Él no sabía dónde vivían Sávchenko y Liudmila, pero me dijo que no tardaría en llegar algún miembro del grupo bolchevique. Y en efecto: dos horas más tarde ya estaba en el piso donde vivían Sávchenko y Liudmila. Disponían de dos pequeñas habitaciones y una cocina con gas; en cada una de las habitaciones había camas plegables. Todo recordaba a los pisos de estudiantes de cualquier barrio de Moscú. Lo único que me sorprendió fue la cocina de gas. Sávchenko era una mujer hacendosa que rondaba la treintena (me parecía una anciana). Enseguida me tomó bajo su protección, dijo que vivir en un hotel resultaba caro y que al día siguiente me ayudaría a buscar una habitación amueblada, cosa que no era difícil: bastaba con mirar los letreros amarillos pegados en los portales de las casas. Aquella tarde me llevarían a la reunión del grupo bolchevique, a la que asistiría el propio Lenin.
Durante la comida yo me impacientaba y miraba sin cesar el reloj: ¡no podíamos llegar tarde! Por más que me contaran Sávchenko y Liudmila historias de París asombrosas, yo había ido hasta allí con un único propósito: ver a Lenin.
11
El grupo bolchevique se reunía en un café de la avenue d’Orléans, cerca del león de Belfort. Había un saloncito en el primer piso. Como era costumbre en París, lo ponían gratis a disposición de los clientes, que sólo debían pagar la consumición: un café o una cerveza. Fuimos de los primeros en llegar. Pregunté a Sávchenko lo que tenía que pedir, y ella me respondió: «Granadina». En efecto, nos sirvieron a todos un jarabe dulzón de un rojo vivo al cual añadíamos agua de Seltz. Lenin fue el único en pedir una jarra de cerveza. (Después oí decir más de una vez a los camareros, sorprendidos: «¡Son revolucionarios y beben granadina!»). Los franceses suelen añadir jarabe a las bebidas fuertes o demasiado amargas, y los domingos, cuando los clientes acuden a los cafés en familia, se ofrece gratuitamente granadina a los niños.
A la reunión asistieron unas treinta personas, pero yo sólo tenía ojos para Lenin. Vestido con un traje oscuro y cuello almidonado, presentaba un aspecto de gran corrección. No me acuerdo de qué habló, pero sí de que, como yo era un chico bastante impertinente, pedí la palabra y planteé algunas objeciones. Lenin me contestó sin brusquedad, sin agraviarme, y me explicó que había algo que yo no había comprendido… Liudmila me dijo enseguida que me había comportado como un majadero. Cuando terminó la reunión, Vladímir llich se acercó a mí y me preguntó: «¿Es usted de Moscú?». Le conté que había trabajado en la organización de Moscú hasta el momento de mi arresto en el mes de enero y cómo, una vez puesto en libertad, traté de instalarme en Poltava, donde conseguí entrar en contacto con otros camaradas. Lenin me invitó a visitarle.
Encontré su casa en una callecita cerca del parque Montsouris (lo acabo de comprobar, era la rue Bonnier). Durante largo rato permanecí junto a la puerta sin atreverme a llamar: no quedaba ni rastro de la insolencia del día anterior. Nadiezhda Konstantínovna Krúpskaia abrió la puerta. Lenin estaba trabajando, miraba pensativo una hoja grande de papel, entornando ligeramente los ojos.
Le hablé del fracaso de la organización estudiantil, de mi artículo «Dos años de Partido unificado» y de la situación en Poltava. Lenin me escuchaba con atención, a veces mostraba una sonrisa apenas perceptible. Me pareció que se daba cuenta de que yo sólo era un niño y eso me confundía. Dije que me sabía de memoria algunas direcciones para el envío de periódicos, y Nadiezhda Konstantínovna las apuntó. Yo quería irme, pero Lenin me retuvo, me preguntó sobre el estado de ánimo de los jóvenes, qué escritores eran los más leídos, si eran populares las colecciones de Znanie [El conocimiento], [1] qué espectáculos había visto en Moscú, si había ido al Teatro Korsh, al Teatro de Arte… Lenin iba de un lado para otro de la habitación mientras yo seguía sentado en un taburete. Nadiezhda Konstantínovna observó que era hora de comer, y yo pensé que mi visita había durado demasiado, pero me invitaron a quedarme. Me sorprendió el orden que reinaba allí: los libros estaban en las estanterías perfectamente alineados, sobre la mesa de trabajo de Vladímir Ilich no había nada desperdigado. No se parecía lo más mínimo a las habitaciones de mis camaradas moscovitas ni al piso donde se alojaban Sávchenko y Liudmila. Vladímir Ilich repitió varias veces a su esposa: «Ya lo ves, acaba de llegar de allí… Sabe lo que piensan los jóvenes».
Me impresionó la forma de la cabeza de Lenin, impresión que volví a sentir quince años después cuando lo vi en su ataúd. Durante largo rato contemplé aquel cráneo extraordinario que no te hacía pensar en anatomía, sino en arquitectura.
(Muchos años después de la muerte de Lenin, leí las memorias de N. K. Krúpskaia. Contaba que Lenin había leído mi primera novela. «Fíjate, el autor es Iliá Lojmati. [2] No está mal lo que escribe». Estuve en casa de Lenin a principios de 1909 e ignoraba que había conversado de nuevo con él —mentalmente— poco antes de su muerte; fue en 1922 o 1923, cuando leía mi Julio Jurenito ).
Escuché a Lenin varias veces en las reuniones; hablaba con tranquilidad, sin énfasis ni elocuencia, arrastraba ligeramente la erre y esbozaba de vez en cuando una sonrisa irónica. Los discursos de Lenin parecían una espiral, pues, temiendo que no le comprendieran, regresaba a la idea ya expresada, pero nunca la repetía tal y como la había formulado en un primer momento, sino que añadía algo nuevo. (Ciertos oradores que después imitaron su manera de hablar olvidaron que una espiral, aunque se parezca a un círculo, no es exactamente lo mismo; es decir, la espiral va más allá).
Lenin seguía con atención la política francesa y estudiaba la historia y la economía del país. Conocía a fondo la vida de los obreros parisinos. No sólo hablaba en francés, sino que podía escribir artículos en esta lengua.
En mayo de 1909 participé en la manifestación que se desarrolló ante el Muro de los Comuneros. Los veteranos comuneros marchaban a la cabeza; aún eran numerosos y avanzaban con brío. A mí me parecieron unos viejos decrépitos, pues la Comuna era para mí una página de la historia antigua. ¡Habían pasado ya treinta y ocho años desde que había ocurrido todo aquello! Junto al muro vi a Lenin. Se erguía entre un grupo de bolcheviques y miraba el muro: de las piedras emergían las sombras de los federados.
También tuve ocasión de ver a Lenin en la biblioteca de Sainte-Geneviève, en el parque Montsouris, sentado en un banco entre viejas y niños, en el teatro obrero de la rue Goethe donde el chansonnier Montegus interpretaba canciones revolucionarias.
En el ardor de la polémica contra los socialistas revolucionarios, que despreciaban las leyes de evolución de la sociedad, yo negaba, como es natural, todo papel del individuo en la historia. Hace algunos años reflexioné sobre una frase de una carta de Engels: «El que los discípulos hagan a veces más hincapié del debido en el aspecto económico es cosa de la que, en parte, tenemos la culpa Marx y yo. Frente a los adversarios, teníamos que subrayar este principio cardinal que se negaba, y no siempre disponíamos del tiempo, espacio y ocasión para dar la debida importancia a los demás factores que intervienen en el juego de las acciones y reacciones». [3] El ejemplo de Lenin ha puesto muchas cosas en su lugar.
Cuando me presenté en casa de Vladímir Ilich, la portera me dijo con severidad: «Límpiese los pies». ¿Comprendía ella quién era su inquilino? ¿Pensaba el camarero del café de la avenue d’Orléans que ocho años más tarde todo el mundo hablaría del señor que pedía una jarra de cerveza? ¿Se daban cuenta los asiduos de la biblioteca de que aquel hombre que apuntaba con esmero cifras y nombres de los libros cambiaría el curso de la historia, que escribirían sobre él decenas de miles de autores, en todos los idiomas del mundo? E incluso yo, cuando contemplaba entonces a Vladímir Ilich con veneración, ¿podía imaginar que se hallaba ante mí un hombre cuyo nombre quedaría vinculado al nacimiento de una nueva era de la humanidad?
En su vida privada, Vladímir Ilich era un hombre sencillo, democrático, siempre atento con sus camaradas. Ni siquiera se burló de un chico insolente… Esa sencillez sólo está al alcance de los grandes hombres. Pensando en Lenin a menudo me he preguntado si el culto a la personalidad puede resultar extraño e incluso desagradable para un hombre verdaderamente grande.
Lenin era un gran hombre, complejo. Durante los años turbulentos de la guerra civil, dijo a Gorki, después de haber escuchado una sonata de Beethoven interpretada por Isai Dobrovein: «No conozco nada más bello que la Appassionata , podría escucharla cada día. Es una música extraordinaria, sobrehumana. Siempre pienso con un orgullo tal vez ingenuo: ¡he aquí los milagros que puede obrar el hombre! —y después, entornando los ojos, añadió con tristeza—: Pero no puedo escuchar música a menudo, me altera los nervios, me entran ganas de decir tonterías agradables y acariciar la cabeza de las personas que, a pesar de vivir en un sucio infierno, pueden crear obras de semejante belleza. Y hoy no es posible acariciar la cabeza de nadie, nos arrancarían la mano de un mordisco. Hoy es preciso golpear esas cabezas sin piedad, pese a que nosotros, en nuestro ideario, nos oponemos a que se ejerza la violencia contra las personas. ¡Sí, sí, es un trabajo diabólicamente difícil!».
He transcrito esta larga cita de las memorias de Gorki porque se halla estrechamente ligada a mi vida y a mis pensamientos; no, el posesivo que acabo de emplear no es el correcto; hay que decir: a nuestro siglo, a nuestro destino.
12
He tenido ocasión de conocer a diversos grupos de emigrados, de izquierdas y de derechas, ricos y pobres, seguros de sí mismos o desorientados. He visto a emigrados rusos, alemanes, españoles y franceses. Unos suspiraban por el pasado, otros vivían por el futuro. Pero existe siempre algo en común entre los emigrados de diferentes ideologías, nacionalidades, épocas: el rechazo hacia el país extranjero donde han ido a parar en contra de su moscovitas ni al piso donde se alojaban Sávchenko y Liudmila. Vladímir Ilich repitió varias veces a su esposa: «Ya lo ves, acaba de llegar de allí… Sabe lo que piensan los jóvenes».
Me impresionó la forma de la cabeza de Lenin, impresión que volví a sentir quince años después cuando lo vi en su ataúd. Durante largo rato contemplé aquel cráneo extraordinario que no te hacía pensar en anatomía, sino en arquitectura.
(Muchos años después de la muerte de Lenin, leí las memorias de N. K. Krúpskaia. Contaba que Lenin había leído mi primera novela. «Fíjate, el autor es Iliá Lojmati. [2] No está mal lo que escribe». Estuve en casa de Lenin a principios de 1909 e ignoraba que había conversado de nuevo con él —mentalmente— poco antes de su muerte; fue en 1922 o 1923, cuando leía mi Julio Jurenito ).
Escuché a Lenin varias veces en las reuniones; hablaba con tranquilidad, sin énfasis ni elocuencia, arrastraba ligeramente la erre y esbozaba de vez en cuando una sonrisa irónica. Los discursos de Lenin parecían una espiral, pues, temiendo que no le comprendieran, regresaba a la idea ya expresada, pero nunca la repetía tal y como la había formulado en un primer momento, sino que añadía algo nuevo. (Ciertos oradores que después imitaron su manera de hablar olvidaron que una espiral, aunque se parezca a un círculo, no es exactamente lo mismo; es decir, la espiral va más allá).
Lenin seguía con atención la política francesa y estudiaba la historia y la economía del país. Conocía a fondo la vida de los obreros parisinos. No sólo hablaba en francés, sino que podía escribir artículos en esta lengua.
En mayo de 1909 participé en la manifestación que se desarrolló ante el Muro de los Comuneros. Los veteranos comuneros marchaban a la cabeza; aún eran numerosos y avanzaban con brío. A mí me parecieron unos viejos decrépitos, pues la Comuna era para mí una página de la historia antigua. ¡Habían pasado ya treinta y ocho años desde que había ocurrido todo aquello! Junto al muro vi a Lenin. Se erguía entre un grupo de bolcheviques y miraba el muro: de las piedras emergían las sombras de los federados.
También tuve ocasión de ver a Lenin en la biblioteca de Sainte-Geneviève, en el parque Montsouris, sentado en un banco entre viejas y niños, en el teatro obrero de la rue Goethe donde el chansonnier Montegus interpretaba canciones revolucionarias.
En el ardor de la polémica contra los socialistas revolucionarios, que despreciaban las leyes de evolución de la sociedad, yo negaba, como es natural, todo papel del individuo en la historia. Hace algunos años reflexioné sobre una frase de una carta de Engels: «El que los discípulos hagan a veces más hincapié del debido en el aspecto económico es cosa de la que, en parte, tenemos la culpa Marx y yo. Frente a los adversarios, teníamos que subrayar este principio cardinal que se negaba, y no siempre disponíamos del tiempo, espacio y ocasión para dar la debida importancia a los demás factores que intervienen en el juego de las acciones y reacciones». [3] El ejemplo de Lenin ha puesto muchas cosas en su lugar.
Cuando me presenté en casa de Vladímir Ilich, la portera me dijo con severidad: «Límpiese los pies». ¿Comprendía ella quién era su inquilino? ¿Pensaba el camarero del café de la avenue d’Orléans que ocho años más tarde todo el mundo hablaría del señor que pedía una jarra de cerveza? ¿Se daban cuenta los asiduos de la biblioteca de que aquel hombre que apuntaba con esmero cifras y nombres de los libros cambiaría el curso de la historia, que escribirían sobre él decenas de miles de autores, en todos los idiomas del mundo? E incluso yo, cuando contemplaba entonces a Vladímir Ilich con veneración, ¿podía imaginar que se hallaba ante mí un hombre cuyo nombre quedaría vinculado al nacimiento de una nueva era de la humanidad?
En su vida privada, Vladímir Ilich era un hombre sencillo, democrático, siempre atento con sus camaradas. Ni siquiera se burló de un chico insolente… Esa sencillez sólo está al alcance de los grandes hombres. Pensando en Lenin a menudo me he preguntado si el culto a la personalidad puede resultar extraño e incluso desagradable para un hombre verdaderamente grande.
Lenin era un gran hombre, complejo. Durante los años turbulentos de la guerra civil, dijo a Gorki, después de haber escuchado una sonata de Beethoven interpretada por Isai Dobrovein: «No conozco nada más bello que la Appassionata , podría escucharla cada día. Es una música extraordinaria, sobrehumana. Siempre pienso con un orgullo tal vez ingenuo: ¡he aquí los milagros que puede obrar el hombre! —y después, entornando los ojos, añadió con tristeza—: Pero no puedo escuchar música a menudo, me altera los nervios, me entran ganas de decir tonterías agradables y acariciar la cabeza de las personas que, a pesar de vivir en un sucio infierno, pueden crear obras de semejante belleza. Y hoy no es posible acariciar la cabeza de nadie, nos arrancarían la mano de un mordisco. Hoy es preciso golpear esas cabezas sin piedad, pese a que nosotros, en nuestro ideario, nos oponemos a que se ejerza la violencia contra las personas. ¡Sí, sí, es un trabajo diabólicamente difícil!».
He transcrito esta larga cita de las memorias de Gorki porque se halla estrechamente ligada a mi vida y a mis pensamientos; no, el posesivo que acabo de emplear no es el correcto; hay que decir: a nuestro siglo, a nuestro destino.
12
He tenido ocasión de conocer a diversos grupos de emigrados, de izquierdas y de derechas, ricos y pobres, seguros de sí mismos o desorientados. He visto a emigrados rusos, alemanes, españoles y franceses. Unos suspiraban por el pasado, otros vivían por el futuro. Pero existe siempre algo en común entre los emigrados de diferentes ideologías, nacionalidades, épocas: el rechazo hacia el país extranjero donde han ido a parar en contra de su caballo, melámpiro, ranúnculo, diente de león…
Los franceses me parecían demasiado corteses, faltos de sinceridad, calculadores. Allí a nadie se le ocurriría abrir su alma a un compañero de viaje casual, nadie habría subido a casa de otra persona al ver la luz abierta. Todo el mundo bebía, pero nadie se emborrachaba de melancolía durante una semana entera, hasta empeñar su última camisa. Lo más probable es que nadie se ahorcara…
Vitali [2] se ahorcó. Decían que se hallaba en una situación complicada, que había contraído copiosas deudas, que plagiaba poesías. A menudo me decía que París le causaba «náuseas». Yo solía visitar a Támara Nadólskaia, joven delgaducha con ojos de lunática. Hablábamos de Rusia, de los grandes sentimientos, del sentido de la vida. Vivía en una buhardilla. Por la ventanita se divisaba la ciudad, enorme y extraña. Repetía que nada en la vida era como había imaginado. Se tiró por la ventanita a la calzada. A Tania Rashévskaia la conocía ya de Moscú: era la hermana de mi compañero de escuela Vasia. Había estado presa, emigró a París, ingresó en la facultad de Medicina, se casó con un rumano muy guapo, luego se envenenó. Su madre vino desde Moscú para asistir al entierro; lograron persuadir a un pope para que lo celebrara; distribuyeron velas entre todos los presentes y el diácono salmodiaba: «A pesar de todos los pecados…».
A veces asistía a unas conferencias que llamábamos, a la manera rusa, referati . Nos reuníamos en una gran sala de la avenue de Choisy, que parecía un cobertizo; en invierno, la calentaba el público asistente. A. V. Lunacharski hablaba de la escultura de Rodin. A. M. Kollontái atacaba la moral burguesa. De vez en cuando se presentaban los anarquistas en busca de pelea.
Cuando empecé a escribir poesía, A. V. Lunacharski me animó, diciéndome que se podía ser revolucionario y al mismo tiempo amar la poesía. Anatoli Vasílievich fue para mí un puente entre mi adolescencia y mis sueños nuevos. En las memorias que hablan sobre él se evoca su «inmensa erudición», su «cultura enciclopédica». A mí me sorprendía otra cosa: Lunacharski no era poeta, le apasionaba la política, pero sentía un amor extraordinario por el arte, era como si estuviese permanentemente dispuesto a captar esas ondas inaccesibles a los oídos de mucha gente. Más tarde, cuando tenía ocasión de encontrármelo, traté de discutir con él, pues no compartíamos los mismos puntos de vista. Pero él estaba lejos de querer imponer a los demás su modo de ver las cosas. La Revolución de Octubre lo situó en el puesto de Comisario del Pueblo de Instrucción Pública y huelga decir que fue un buen pastor. «He declarado decenas de veces que el Comisariado de Instrucción Pública debe ser imparcial con respecto a las diferentes corrientes de la vida artística. Por lo que respecta a las cuestiones de forma, los gustos personales del comisario del Pueblo y de los representantes del poder no deben ser tomados en consideración. Todo individuo o grupo artístico debe poder desarrollarse en plena libertad. No se puede permitir que una corriente elimine a otra, ya sea haciendo gala de una gloria adquirida por tradición o por un éxito de moda». Es lamentable que personas encargadas de velar por el arte o interesadas en él se hayan acordado tan pocas veces de esas sabias palabras. En 1933 Lunacharski fue nombrado embajador en Madrid. Cuando llegó a París tuvo que guardar cama. Fui a visitarle al hotel. Comprendía que la hora de su muerte estaba próxima y hablaba de ello. Su esposa trató de librarle de esta idea, pero Lunacharski respondió con tranquilidad: «La muerte es un asunto muy serio, forma parte de la vida. Hay que saber morir con dignidad». Guardó silencio y luego añadió: «El arte nos puede enseñar también eso».
Yo tenía poco dinero y consideraba que no valía la pena gastarlo en comida: podía tomar un café con leche y cinco cruasanes en la barra de un bar. Con todo, a veces iba a una cantina rusa: no era el hambre lo que me empujaba allí sino la nostalgia. Me acuerdo de dos de esas pequeñas cantinas: «La de los socialistas revolucionarios» de la rue Glacière (llamada así porque la financiaban unos socialistas revolucionarios parientes de los propietarios de la firma Té Visotski) y la de la rue Pascal, que no estaba vinculada a ningún partido. Las dos eran baratas, sucias, y aunque la comida era desabrida, estaban abarrotadas. El camarero gritaba en la cocina: « Un borsch et bitochki avec kasha! ». Una socialista revolucionaria pelirroja repetía con voz histérica que, si no le confiaban una misión terrorista, se quitaría la vida. El bolchevique Grisha se indignaba; al pasar por delante del café Darcourt había visto en él a Mártov: he aquí cómo se corrompen los oportunistas…
A veces se organizaban bailes cuya recaudación se destinaba a la propaganda en Rusia. Se invitaba a actores franceses. El bufet hacía su agosto. Muchos se achispaban enseguida y cantaban a coro, con voces desafinadas: «Como la traición, como la conciencia de un tirano, la noche de otoño es sombría…». Otros ajustaban cuentas: la emigración era una isla diminuta en la que se vivía con estrecheces y en desacuerdo.
Durante el tiempo que pasé detenido en la cárcel había comprendido que no sabía nada. Por tanto, una vez instalado en París, me inscribí como oyente en la Escuela Superior de Ciencias Sociales. Las clases me parecieron pobres, de poca enjundia, pero anotaba todo con esmero en mis cuadernos. Pronto me di cuenta de que podía sacar mucho más de los libros que de las clases, y comenzaron de nuevo para mí años de ávida lectura.
Sacaba en préstamo libros de la biblioteca Turguéniev. El destino de esta biblioteca fue dramático. En 1875 se celebró en París una matiné de literatura y música con la participación de Turguéniev, Gleb Uspenski, Paulina Viardot y el poeta Kúrochkin. Turguéniev vendía las entradas precisando que «el dinero recaudado se destinaría a la fundación de una sala de lectura rusa para estudiantes sin recursos». El escritor donó a la biblioteca libros de su propiedad, algunos de los cuales tenían anotaciones en los márgenes. Dos generaciones de emigrados revolucionarios utilizaron los libros de la biblioteca Turguéniev y la enriquecieron con curiosidades bibliográficas. Después de la revolución la biblioteca continuó funcionando; sólo cambiaron los lectores. A comienzos de la Segunda Guerra Mundial los escritores rusos emigrados entregaron sus archivos a esta biblioteca. Uno de los colaboradores más próximos de Hitler, el alemán del Báltico Rosenberg, que se consideraba conocedor de la cultura rusa, se llevó a Alemania la biblioteca. En 1945, poco antes de que acabara la guerra, un oficial desconocido me trajo una de las cartas que yo había enviado en 1913 a M. O. Tsetlin (el poeta Amari). El oficial me explicó que en una estación de ferrocarril alemana había visto unas cajas maltrechas: el suelo estaba cubierto de libros rusos, manuscritos y cartas. Recogió algunas cartas de Gorki y, al descubrir por casualidad mi firma en una hoja enmohecida, decidió darme una alegría. De este modo acabó la biblioteca Turguéniev.
De vez en cuando pasaba por la biblioteca del Partido en la avenue Gobelins. Allí se podía encontrar a algún conocido. En aquel cobertizo sumido en la penumbra, entre telarañas, periódicos y sombreros aplastados, la gente mantenía largas conversaciones sin prestar atención a Mirón, que decía, indignado: «Camaradas, estamos en una biblioteca». A veces aparecía un recién llegado de Petersburgo o Moscú y lo bombardeaban a preguntas. Las noticias no eran halagüeñas: en Rusia se intensificaban las reacciones, la Ojrana mostraba un celo cada vez mayor en el cumplimiento de su cometido y las «redadas» se sucedían una tras otra. Se hablaba mucho de Ázef. [3] Por supuesto, yo nunca había compartido los puntos de vista de los socialistas revolucionarios, pero me cautivaba su romanticismo —Kaliáyev, Sazónov— y de repente quedó claro que un tipo gordo y repugnante decidía tanto el destino de los revolucionarios como de los ministros zaristas…
En las reuniones de Partido proseguían las discusiones interminables. Hace poco leí en las memorias de S. Gópner, que cita las palabras de Lenin sobre la esterilidad de las discusiones de los emigrados, que habían elegido desde hacía tiempo su posición política. Yo me enfadaba: ¿por qué en Moscú las discusiones me apasionaban mientras que en París, donde había revolucionarios experimentados, me aburría al escucharlas? Empecé a asistir con menos frecuencia a las reuniones.
Probé a ir a un mitin de los socialistas franceses. Intervino Jaurès, que hablaba de una manera extraordinaria y me dio la impresión de oír algo nuevo (después comprendí que se debía al talento del orador). Decía que el trabajo, la fraternidad y el humanismo eran más fuertes que la codicia de la clase dirigente; agitaba los brazos, en su indignación se desabrochó el cuello almidonado. En la sala reinaba un calor insoportable. Después de la intervención de Jaurès, un coro infantil interpretó una canción que relataba los sufrimientos de un joven tísico que no vería salir el sol. A continuación una artista gorda y sudorienta cantó cuplés obscenos sobre un corsé que había perdido en el despacho del ministro. Se desató la alegría. Los músicos subieron al escenario. Retiraron a toda prisa los bancos y comenzó el baile. El joven ruso de dieciocho años no bailó, sino que recorrió las viejas calles de París mientras pensaba con tristeza: humanismo, proletariado y de repente… ¡historias de corsé!
París me gustaba, pero no sabía de qué manera abordarlo. Fui a una exposición y me quedé horrorizado. Yo no tenía ninguna noción de pintura. En mi habitación de Moscú colgaban en la pared las postales: ¡Qué libertad! y La isla de los muertos . [4] Pensaba que los cuadros tenían que representar temas complejos, pero allí los artistas representaban una casa, un árbol o, lo que era aún peor, manzanas.
En la Comédie Française, el célebre actor Mounet-Sully interpretaba el papel de Edipo rey. Para mí no existía otro teatro que no fuera el Teatro de Arte de Moscú. Pensaba que sobre el escenario todo debía transcurrir como en la vida real. Mounet-Sully permanecía inmóvil en un lugar, luego daba unos pasos, se detenía de nuevo y se ponía a rugir como un león herido: «¡Oh, cuán sombría es nuestra vida!». Años más tarde comprendí que era un gran actor, pero en aquella época yo no sabía lo que era el arte y, sin poder reprimirme, solté una carcajada. Estaba sentado en el gallinero, entre auténticos aficionados al teatro y antes de que pudiera darme cuenta me encontré en la calle con las costillas molidas a palos.
Pasaba las noches escribiendo largas cartas a Moscú, que me respondían muy sucintamente. Yo estaba fuera de juego, me había convertido en un extraño. Más tarde, cuando me tenía por poeta, confesé en mis pálidos versos de colegial: «El invierno ruso, qué nostalgia, | quedan tan en la lejanía | las primeras nieves | y las aladas carreras del trineo… | En mi país, qué alegre es la primavera | y en el cielo opaca es la nube | y ese río henchido, enorme, | que todas sus cadenas rompe. | ¡Cuan próximas y entrañables | resuenan las palabras Arbat, Dorogomílov !». [5]
Decía, dirigiéndome a Rusia: «Cuando vuelva a ver los dos grandes abedules y el rótulo de Verzhbolovo, [6] la luz primaveral dulce como una caricia, la blanda nieve que se derrite y la amargura de nuestros pueblos, comprenderé entonces cuán pequeño e indigente soy ante ti, por haberme perdido yo mismo durante estos años de destierro».
Los versos son malos y me avergüenza citarlos, pero expresan de manera bastante precisa mi estado de ánimo de aquella época. Me acuerdo ahora de 1949, cuando algunos me tildaron de «cosmopolita». Y, en efecto, habría sido difícil encontrar un blanco mejor: entre otras cosas, había vivido durante largo tiempo en París, por necesidad y por voluntad propia. Entonces a muchos les gustaba hablar de «vagabundos sin pasaporte». El certificado de residencia parecía casi un elemento decisivo. Pero el caso es que el sentimiento de patria se exacerba de manera particular cuando se vive en el extranjero, y además las cosas se ven mucho mejor. Heine escribió su Cuento de invierno en París; en la misma ciudad Turguéniev escribió Padres e hijos ; Gógol trabajó en Las almas muertas en Roma; Tiútchev escribió sobre Rusia en Munich; Romain Rolland sobre Francia en Suiza; Ibsen sobre Noruega en Alemania; Strindberg sobre Suecia en París; Los Artamónov [7] se escribió en Italia, etc.
Recuerdo las palabras que alguien pronunció un día: «Ya es hora de que Ehrenburg comprenda que come pan ruso y no castañas de París». En París, cuando las cosas me iban mal, lo que en realidad compraba en la calle a un adusto vendedor de Auvernia eran castañas calientes; sólo costaban dos sous, te calentaban las manos heladas y te daban una sensación de engañosa saciedad. Comía aquellas castañas y pensaba en Rusia, pero no en sus panecillos…
13
Cuando empecé a escribir poesía, yo fui el primer sorprendido. Entonces aún frecuentaba las conferencias políticas y asistía a las clases de la Escuela Superior de Ciencias Sociales.
Durante una reunión del grupo de apoyo al RSDRP conocí a Liza. [1] Había venido de Petersburgo y estudiaba medicina en la Sorbona. Amaba apasionadamente la poesía: me leía versos de Balmont, Briúsov y Blok. Cuando Nadia Lvova me decía que Blok era un gran poeta, yo me burlaba de ella, pero a Liza no me atrevía a contradecirla. Cuando salía de su casa, de camino a la mía, yo musitaba: «Enmudece el luminoso viento, cae el gris atardecer…». ¿Por qué el viento era luminoso? No podía explicármelo, pero sentía que realmente lo era. Comencé a tomar en préstamo de la biblioteca Turguéniev antologías de poetas contemporáneos. De repente comprendí que en verso podía decirse lo que no se alcanzaba a expresar en prosa. Y yo tenía tantas cosas que decirle a Liza…
Me pasé un día y una noche enteros escribiendo mi primer poema; resultó una tarea muy ardua. Sabía que mi vocabulario francés era paupérrimo, pero al escribir versos en ruso sentía constantemente que también me faltaban palabras. Por fin me decidí a enseñar mis versos a Liza. Como temía que su veredicto fuese demasiado severo, le dije que el autor era un amigo mío. Liza resultó ser una crítica implacable: mi amigo no sabía escribir, sus versos eran simples remedos, ahora imitaba a Balmont, ahora a Lérmontov, ahora a Nadson; en una palabra, mi amigo tenía que trabajar mucho…
Rompí todo lo que había escrito y tomé la decisión de no volver a escribir versos: sería un revolucionario, quizá periodista, o bien escogería otra profesión, pero yo no estaba hecho para la poesía. Fue fácil tomar esta decisión, pero no logré ser consecuente con ella. Sentí de pronto que la poesía se había apoderado de mí y que no había manera de librarme de ella. Continué escribiendo. No volví a enseñar a Liza mis poesías hasta al cabo de dos meses. Me dijo: «Tu amigo escribe mejor ahora». Nos pusimos a hablar de otro tema, y después, como de pasada, observó: «Sabes, me ha gustado una de tus poesías». No se había creído mi artimaña ni por un instante.
Yo vivía cerca del zoológico. De noche me llegaban los gritos de las focas. Escribía versos hasta la madrugada: eran malos, faltos de originalidad, pero yo era feliz; tenía la impresión de que había encontrado mi camino.
Durante las vacaciones Liza se fue a Petersburgo. Me quedé estupefacto cuando recibí de ella un inesperado telegrama: la revista Sévernie zori [Las auroras del norte] había aceptado uno de mis poemas. No cabía en mí de gozo: ¡así que yo era un auténtico poeta!
Envalentonado, envié algunos poemas a la revista Apollón [Apolo]. No tardó en llegar la respuesta del redactor en jefe, el crítico de arte S. K. Makovski. Demolía merecidamente mis versos y al final de la carta ya no la emprendía con mis poesías flojas, sino que se dirigía personalmente a mí y me invitaba a escoger otra profesión: el comercio, por ejemplo. Para mí Apollón era el juez supremo: si Makokvsi me aconsejaba hacerme tendero, sus motivos tendría. Como poeta, yo era un impostor.
Liza logró tranquilizarme, me alentó, y volví a escribir versos.
Yo no abandonaba la idea de volver a Rusia para militar en la clandestinidad. Hablé de ello con un colaborador próximo a Lenin. [2] Aunque se hacía cargo de mis sentimientos, me dijo que sería mucho mejor que me quedara en París y ampliara mis conocimientos: el Partido necesitaba hombres de letras. No sé si había leído mis rimas, pero no cabe duda de que había oído hablar de mi pasión por la poesía.
Por fin un camarada me ofreció ir a Viena: tal vez más tarde me utilizarían para introducir «literatura» en Rusia.
En Viena me alojé en casa de X, [3] un socialdemócrata conocido. No doy su nombre, pues temo que las impresiones fugaces de un jovenzuelo parezcan iluminadas por los acontecimientos posteriores. Mi trabajo no era complicado: pegaba el periódico del Partido en rollos de cartón, que luego envolvía con reproducciones artísticas, y enviaba los paquetes a Rusia. X vivía con su mujer en un pequeño piso muy modesto. Una tarde la mujer de X dijo que no habría té: el gas de la cocina llegaba mediante una máquina automática en la que había que meter monedas. Yo me apresuré a echar una corona en las fauces de aquel monstruo. X era afectuoso conmigo y, como sabía que yo escribía versos, por las tardes hablaba de poesía y de arte. No se trataba de opiniones que se pudieran discutir, eran sentencias categóricas. Oí veredictos del mismo tipo un cuarto de siglo después en ciertas intervenciones del Primer Congreso de Escritores Soviéticos. Pero en 1934 tenía cuarenta y tres años, había tenido tiempo de ver y comprender ciertas cosas, mientras que en 1909 tenía dieciocho, y no comprendía los acontecimientos históricos ni sabía instalarme lo más cómodamente posible en el banquillo de los acusados, aunque fuera justo allí donde iba a estar sentado casi toda la vida. Para X los poetas que yo veneraba eran «decadentes», una «emanación de la reacción política». Hablaba del arte como algo secundario, accesorio.
Un día comprendí que tenía que irme; no me decidía a comunicárselo a X, así que le escribí una nota estúpida e infantil y regresé a París.
Sentado en el banco de un bulevar con Liza, le explicaba mi viaje a Viena, le decía que no sabía cómo vivir el mañana, que no tenía un objetivo en la vida.
Liza me hablaba de otras cosas. Fue un encuentro muy triste. Me regaló un libro en cuya primera página había escrito: «Es preciso ceñir el corazón con aros de hierro, como si fuera una barrica». Pensé: «¿Dónde se encuentran semejantes aros?». Al llegar a casa abrí el libro: eran poesías de Briúsov: «Todos los sueños me resultan dulces, amo todos los discursos. | No excluyo a ningún dios del homenaje de los versos».
Todo mi ser se oponía a esas palabras: me acordaba aún de la reunión en el cementerio tártaro, de las noches en prisión, de las confesiones, de los juramentos de lealtad. Un sueño no puede reemplazar a otro sueño. ¿Qué Dios puede escoger un hombre si hay multitud de ellos? Y lo más importante: ¿cómo es posible vivir cuando ya no se cree en nada?
Escribía sobre mi desesperación, afirmaba que en otro tiempo había tenido una vida y que ahora ya no la tenía, hablaba de los trompetistas sin trompeta, de la indiferencia y de la crueldad de París, del amor…
Era lírica mala. (En nuestro país, la palabra lírica , como tantas otras, ha adquirido un nuevo significado: los redactores, los críticos que están al frente de las secciones de poesía, en una palabra, los que no escriben versos sino que hablan de ellos y los expurgan, sólo califican de líricos los poemas de amor, como si «Cuando para el mortal se apague el ruidoso día» [4] o «Calla, escóndete y disimula» [5] no fueran obras líricas).
Un lector me envió mis primeros versos de juventud publicados en diversas revistas. Estos versos (increíblemente flojos) me han ayudado a recordar mis sufrimientos de esos días lejanos.
Me «rebelaba»: «He renunciado a vuestros cantos ruidosos e insolentes, | a las banderas izadas al cielo en señal de revuelta. | Porque el campo era demasiado estrecho para mí».
O bien me mofaba de mis propios versos: «¡Basta! Ya conozco esas imposturas orgullosas | y esas armaduras de cartón. | ¡A tierra! ¡A tierra! ¡Combatamos al enemigo! | De nuevo soy un guerrero cubierto de polvo. | ¡Acogedme bajo la bandera roja! | Soy digno de vuestras armas».
Sentía que me había extraviado, y en la primavera de mi vida, hablaba del otoño: «Tristes y miserables, | miserables en el polvo, | caminos de otoño, | ¿dónde me habéis conducido?».
Mi vida personal era agitada. A finales de 1909, en una velada de emigrados, conocí a Katia, [6] estudiante de primer curso de la facultad de Medicina. Me enamoré de ella al instante, comenzaron largos meses de análisis psicológicos, de confesiones, de ataques de celos.
En verano de 1910 Katia y yo viajamos a Brujas. Esta ciudad me dejó estupefacto; parecía realmente que estuviese muerta. En ella se veían enormes iglesias, el ayuntamiento, torres y mansiones particulares, pero la ciudad estaba habitada por monjas y soñadores sumidos en la miseria. Ahora Brujas ha cambiado: la invaden hordas de turistas y parece un museo abarrotado de gente. Pero cuando la vi por primera vez, nada perturbaba a los cisnes somnolientos, ni el reflejo de los álamos en los canales, ni las monjas (ahora se han vuelto audaces, llaman a los turistas para venderles encaje de fabricación artesanal). Por primera vez contemplé cuadros viendo más allá del tema que trataban: me asombraron las madonas de Memling por la palidez de sus rostros, sus labios exangües, la sensación de pureza y de ensimismamiento que emanaba de ellas. Sentí que el universo del pintor era cerrado, profundo, lleno de secretos humanos. No conocía la poesía antigua ni la arquitectura de Chartres, pero aquel pasado lejano me pareció digno de admiración.
En Brujas escribí unos cincuenta poemas sobre la belleza de un mundo desaparecido, sobre los caballeros y las damas hermosas, sobre María Estuardo e Isabel de Orange, sobre las madonas de Memling y las monjas de Brujas. El joven ruso de diecinueve años que soñaba ávidamente con el futuro, desgajado de todo lo que había constituido su vida, había llegado a la conclusión de que la poesía era un baile de disfraces: «Ataviado como un orgulloso señor, | esperaba mi entrada en escena. | Pero por un error del director | salí con cinco siglos de retraso».
En aquella época se me antojaba que yo estaba más hecho para las cruzadas que para la Escuela Superior de Ciencias Sociales. Mis versos eran rebuscados. Ahora me siento incómodo cuando los releo, pero los escribía con sinceridad.
Uno de mis amigos a quien le gustaban mis versos me dijo: «En Rusia es poco probable que te los publiquen. Allí todas las revistas literarias cuentan con sus propios poetas, pero ¿por qué no tratas de editar tú mismo un librito aquí en París? No es demasiado caro». Fui a la imprenta rusa de la rue Francs-Bourgeois. Para mi asombro, el patrón no se interesó por el contenido del manuscrito. Pese a que era militante del Bund [7] judío, no le alteraron mis versos dedicados al papa Inocencio VI; contó las líneas y me dijo que doscientos ejemplares me costarían ciento cincuenta francos. Yo me apresuré a protestar: ¿por qué doscientos? Era un autor novel y con cien ejemplares me bastaba. El tipógrafo me explicó que lo más caro era la composición, pero accedió a rebajarme veinticinco francos.
Recibía de mis padres cincuenta rublos al mes, que equivalían a ciento treinta francos. Por desgracia ese proyecto de edición de mi libro coincidió con ciertos acontecimientos de mi vida. Me vi obligado a renunciar definitivamente a las comidas y a reducir la cantidad de cruasanes que engullía en el mostrador del bar, pues iba casi a diario a casa de Katia con un ramito de flores. No obstante, no dejaba de ahorrar los francos que necesitaba para la imprenta. Mi colección de poesías vio la luz a finales de 1910. Deposité cincuenta ejemplares a comisión en la librería rusa y envié los demás poco a poco a distintos poetas de Rusia: los sellos eran muy caros. En resumidas cuentas, los gastos fueron considerables y las ganancias, insignificantes: vendí en total dieciséis ejemplares.
El 25 de marzo de 1911 nació mi hija Irina en Niza.
En el verano de 1911 percibí mis primeros honorarios, seis rublos por dos poesías publicadas en una revista de San Petersburgo. Era un éxito sin precedentes, y Katia y yo lo celebramos con una comida magnífica.
Esperaba con impaciencia lo que dirían de mi libro los poetas rusos. Mi madre se preocupaba mucho por mí: yo no estudiaba, no había elegido ninguna profesión seria, y de repente me ponía a escribir poesía. Sí, y además se trataba de versos extraños: ¿por qué su hijo escribía sobre la Madre de Dios, las cruzadas y las catedrales antiguas? Pero ella, como es natural, quería que alguien me elogiara. Cuando leyó el artículo de Briúsov en Russkie viédomosti [Noticias de Rusia] me envió un telegrama para hacérmelo saber. Haciendo una selección de los libros de jóvenes poetas, Briúsov destacó Album vespertino , de Marina Tsvietáieva, y mi antología. «I. Ehrenburg promete convertirse en un buen poeta». Me alegró y al mismo tiempo me entristeció, pues los poemas de aquella antología habían dejado de gustarme.
Muy pronto ya no pude recordar mi primer libro sin una sonrisa de desprecio. Intentaba ser frío, calculador, imitaba a Briúsov. Pero esas poesías a mí mismo me aburrían y empecé a soñar con el lirismo, volví hacia mi pasado aún reciente: «Nadie me dirá ya durante la clase: “Escucha”. | Nadie me dirá ya en la mesa: “Come”. | Nadie me llamará “mi pequeño lliá”. | Nadie podrá acariciarme ya como mi madre | cuando yo era pequeño». O bien: «Qué aburrido es estar solo, son largas las noches | y no tengo libros. | Pero soy un hombre | y tengo diecisiete años».
El libro llevaba por título Dientes de león . Apenas llegó a manos de mis amigos moscovitas, comprendí que no me había curado del vicio de estilizar, sólo que en esta ocasión, en lugar de una armadura de cartón, había alquilado un uniforme de colegial. Por primera vez di con un librito de Verlaine. La música de sus versos, su destino triste y absurdo me conmovieron. En el café del boulevard Saint-Michel, el camarero me mostró con devoción un diván hundido y me dijo: «Aquí se sentaba siempre el señor Verlaine». Escribí sobre «el pobre Lélian» (así era como llamaban a Verlaine en su vejez): «Ante su absenta, en silencio, en la noche oscura, | permanecía sentado hasta despuntar la estrella del alba, | los mechones de su barba enmarañada y sucia | huían en desorden hacia todas partes».
De nuevo escribía versos que me eran ajenos, no oía en ellos mi propia voz.
Leí un libro del poeta Francis Jammes. Hablaba de la vida en el campo, de los árboles, de los burritos de los Pirineos, del calor del cuerpo humano. Su catolicismo estaba libre de ascetismo e hipocresía: quería entrar en el paraíso con los burros. Traduje sus poesías y comencé a imitarle: el panteísmo me pareció una solución. Yo había crecido en la ciudad, pero desde la adolescencia me abrumaba el laberinto de calles, sólo me sentía libre cuando me encontraba cara a cara con la naturaleza. Durante un breve período de tiempo me cautivó la filosofía de Jammes: justificaba a la paloma y al halcón. (Hablo ahora de pájaros, no de clases sociales). Desde hacía tiempo me atormentaba un pensamiento: «¿De dónde viene el mal?». El dualismo me parecía repugnante. Al igual que antes, odiaba a la burguesía, pero ya sabía que con la socialización de los medios de producción no quedarían resueltos todos los problemas. Me aferré al dios de los árboles y de los burros. Francis Jammes me permitió que le visitara; vivía en Orthez, cerca de la frontera española. Llevaba una barba simpática y tenía una voz afectuosa. Me acogió como un padre, me pidió que le leyera poesías en ruso, me obsequió con un licor de elaboración casera y me aconsejó que me encontrara en París con un joven escritor novel, François Mauriac.
Esperaba que me diera algunas instrucciones; sin embargo, Jammes se mostró indulgente y cordial. Me gustó mucho, pero comprendí que no era un Francisco de Asís o un padre Zosima, sino sólo un poeta y un hombre de bien. Me despedí de él con el corazón vacío.
Dediqué a Jammes una colección de poesías titulada Infantil ; me acordaba del día pasado en Orthez: «El Sol invernal a través de las ventanas resplandece, | sus hijos juegan en el suelo. | Junto a la chimenea se calienta un viejo perro, | respira fuertemente sumido en el sueño. | En la lumbre crepitan las piñas de abeto. | Usted habla, yo escucho y pienso: | ¿de dónde llega la calma que habita en su ser? | Pienso que me espera un lúgubre camino, | una estación y un tren impregnado de olor a humo».
Así no se recuerda a un maestro de la vida, sino a un tío querido que vive en el campo…
Pronto aborrecí las chiquilladas. Comencé a imitar a Guillaume Apollinaire. (Por supuesto, cuando imitaba a alguien, yo no me daba cuenta, siempre me parecía que el año anterior, en efecto, había imitado a este o aquel poeta, pero que por fin había encontrado mi propia voz).
De vez en cuando mis versos se publicaban en las revistas Novi zhurnal dlia vsiej [La nueva revista para todos], Rússkoie bogatstvo [La riqueza rusa], Zhizn dlia vsiej [La vida para todos], Rússkaia misl [El pensamiento ruso]. Recibí una carta breve, pero calurosa, de Vladímir Korolenko. Todo mi archivo se ha perdido. En un libro de cartas de Korolenko encontré una dirigida a A. G. Hornfeld. Korolenko le hablaba en la primavera de 1913 de dos poemas míos: «A mi modo de ver, los primeros versos son muy buenos y oportunos: “Y de nuevo mis sueños de Rusia | son una quimera vanamente soñada. | De nuevo extraños son los caminos que sigo… | Y condenado estoy a seguirlos”».
Rirajovski, un judío con una poblada barba negra, abrió una imprenta en París. Se encontraba en el boulevard Saint-Jacques, en un pequeño local. Como cajistas, aparte del propio Rirajovski, trabajaban dos linotipistas más: uno era bolchevique, el otro menchevique. Componían los carteles de las reuniones de los emigrados y discutían sobre quién tenía más derecho a llamarse socialdemócrata tras la escisión del Partido. Rirajovski era un hombre desprendido y con sentido del humor. ¿Quién sino él me habría dado algo a crédito en aquellos días? Yo llevaba las botas agujereadas, los bajos de los pantalones deshilachados, estaba pálido, flaco, y a menudo me brillaban los ojos de hambre. Rirajovski tenía buen corazón, imprimía mis versos y esperaba con paciencia que le llevara veinte o treinta francos. Decía que mis versos eran malos, mucho peor que los de Chtets-deklamator , [8] pero que incluso los malos versos mejoraban en papel verjurado. Yo estaba de acuerdo con él, y casi todos los años publicaba una pequeña recopilación de poemas en papel verjurado con una tirada de cien ejemplares. Mi libro Días de trabajo se puso a la venta en Moscú en la librería Wolf y, si no recuerdo mal, llegaron a venderse cerca de cuarenta ejemplares.
No tengo la más mínima intención de justificar o adornar mi pasado. Pero yo no soñaba con la fama, ésa es la pura verdad. Desde luego deseaba que alguno de los poetas que me gustaban elogiase mis versos, pero para mí era más importante leerle a alguien algo que acababa de escribir. En París existía un círculo literario de emigrados rusos. Ninguno de sus integrantes alcanzaría la fama. Recuerdo a los poetas M. Guerásimov (después perteneció al grupo Kúznitsa [La forja]), [9] Oskar Leschinski (desempeñó un papel importante durante los años de la guerra civil y murió con heroísmo en Daguestán); cuando vivió en París era un esteta y publicó el libro Ceniza de plata , en el que se leían los siguientes versos: «Nos toman por portugueses | y hablamos en lengua rusa, | un día vi cinco dedos de gran finura | en este cabaret a una prostituta».
Entre los prosistas estaban A. I. Okúlov, un tipo muy bien dotado, atrevido y disoluto, que en aquella época bebía como una esponja (también adquirió bastante fama durante la guerra civil, combatió, fue miembro del soviet militar revolucionario en Siberia, escribió relatos y murió más tarde, a finales de la década de 1930, al igual que M. Guerásimov, en 1937), P. Shiriáiev y S. Shimkévich. A veces acudía a las reuniones del círculo Anatoli Lunacharski. En otras ocasiones nos visitaban los escultores Archipenko y Zadkine, los pintores Sterenberg, Lébedev, Fióder, Lariónov y Goncharova. David Petróvich Sterenberg era un emigrado político. Durante un tiempo alquilé una habitación a las afueras de París, en Meudon, y Sterenberg vivía al lado. Era extremadamente pobre, pero cada día lo veía con su caballete y su caja de pinturas: iba a pintar paisajes. A ese hombre modesto y tranquilo le asignaron en la época más terrible una gran responsabilidad: Lunacharski le encargó que organizara la sección de artes plásticas. David Petróvich no subyugó ni ofendió nunca a nadie. Maiakovski le regaló un libro con la siguiente dedicatoria: «Al querido camarada, sin comillas, David Petróvich Sterenberg, con afecto». Sterenberg sólo tenía un defecto: era un buen pintor y amaba la pintura; en la década de 1930 lo calificaron de «formalista». Me acuerdo del artículo de un crítico que se escandalizaba porque Sterenberg había elegido un arenque para pintar una naturaleza muerta; el crítico veía en esa elección el deseo de denigrar el momento actual… David Petróvich murió en 1948; en 1960 se organizó una pequeña exposición de su obra. Todo el mundo constató hasta qué punto Sterenberg había sido un pintor puro, de gran sensibilidad y lirismo. En mi recuerdo sigue siendo aquel joven pobre y tímido de Meudon, con sus sueños de revolución, el hambre, la pintura…
Empecé a iniciarme en el arte, ya no hablaba sólo de «versos libres» sino de las telas de los fauvistas (como llamaban a Matisse, Marquet y Rouault) o la escultura monumental de Maillol.
Fui varias veces a casa de K. D. Balmont. De él hablaré más adelante, al igual que de otros escritores rusos que vivieron largo tiempo en París, como A. N. Tolstói y M. A. Voloshin. Ahora mencionaré únicamente la llegada de F. K. Sologub a París. Se anunció una velada literaria, y Sologub explicó largo y tendido a su auditorio, integrado en gran parte por estudiantes, que Dulcinea era distinta de Aldonza. Más que un poeta parecía un profesor de instituto. A veces, asomaba un brillo triste en sus ojos, y yo comprendí que tenía ante mí al autor de El pequeño demonio . Pero ¿de dónde sacaba la música, las palabras sencillas que atravesaban el corazón, las canciones que lo emparentaban con Verlaine? Recitaba sus versos de manera muy peculiar, como si distribuyera las palabras en los diferentes compartimentos de una gran caja: «El caballo del oficial | de las fuerzas enemigas | trotó sobre su corazón, | sobre su propio corazón».
Lo vi por última vez en una reunión en la Casa de la Prensa de Moscú, en 1920. Algunos de los oradores decían que el individualismo había muerto. Fiódor Kuzmich asentía con la cabeza, a todas luces estaba de acuerdo. En el discurso de clausura sólo añadió que la colectividad debe componerse de individuos y no de nulidades, pues si a un cero sumamos otro cero el resultado será cero. En París, Sologub me recibió con amabilidad, escuchó mis poesías, me habló de música, del misterio y otra vez de Dulcinea. Pero entonces yo no escribía sobre Dulcinea, sino de los basureros, la suciedad y el hedor de las calles de París. Después de aquello, escribí los siguientes versos: «Leo, se hace de día, y en la luz viva | me resulta extraño ver a mi lado, junto a la pared, | al Sologub vivo (en un retrato), | un hombre de mediana edad, con barba y lentes».
En colaboración con Oscar Leschinski edité la revista artística y literaria Helios . Pronto nos fuimos a pique. Más tarde apareció otro poeta, Valia Nemírov, que venía de Rostov y tenía dinero. Adoraba la tranquilidad; era miope; decía que le gustaba mucho una pequeña localidad suiza (no recuerdo cuál) donde se podía encender un cigarrillo en la calle sin necesidad de proteger la llama de la cerilla con la mano. Publicamos dos números de una revista, Vecherá [Veladas], consagrada a la poesía, y en la que pude publicar versos que exaltaban la tempestad inminente.
No recibía ya con regularidad el dinero que me enviaban de casa. Llevaba una vida bastante desordenada y precaria. Emilio Sereni me dijo que su difunta mujer, de origen ruso, le había dicho: «Ehrenburg, cuando era joven, dormía tapándose con periódicos». En el pequeño estudio que alquilé en la rue Campagne Première había un colchón sobre cuatro patas, y ése era todo mi mobiliario. Ni siquiera disponía de estufa. Un pintor sueco había roto los cristales de la ventana: quería alcanzar el cielo. Para dormir colocaba hojas de periódico sobre una manta delgada y un abrigo raquítico. A primera hora de la mañana me metía en un café y allí permanecía hasta la noche, leyendo y escribiendo, gozando de la calefacción del local. Cuando pasaba por delante de los restaurantes, el olor de la comida que se preparaba me daba náuseas: a veces pasaba tres o cuatro días sin probar bocado. Cuando recibía un cheque de Moscú me lo gastaba rápidamente en comida con los amigos que también se morían de hambre.
Recuerdo una noche extraordinaria poco antes de la guerra. Las cartas certificadas de Rusia las entregaban por la tarde. Me enviaban el dinero en cheques para cobrar en el Crédit Lyonnais. Había traducido para una revista un cuento de Henri de Régnier y me remitieron diez rublos. El banco ya estaba cerrado. Teníamos un hambre irresistible. Fuimos al pequeño restaurante Le Rendez-Vous des Fiacres, enfrente de la estación Montparnasse: estaba abierto día y noche. Invité a dos amigos. Los nombres de los platos estaban escritos con tiza en una pizarra y tuvimos tiempo de probarlos todos: teníamos que permanecer en el establecimiento hasta la mañana siguiente, hasta que pudiera cobrar el dinero del banco (mis amigos tuvieron que quedarse en el restaurante como rehenes). Hacía mucho tiempo que habíamos acabado de cenar, dormitado, desayunado y comido; a las seis de la mañana tomamos un segundo desayuno considerando que había comenzado un nuevo día. ¡Fue una noche admirable!
Traducía mucho, pero poesías, y se publicaban en muy contadas ocasiones. Traducía tanto poesía contemporánea francesa como fabliaux del siglo XIII , baladas de François Villon, sonetos de Ronsard, maldiciones de d’Aubigné; aprendí a leer el español, traduje fragmentos del Romancero , de las obras del Arcipreste de Hita, Jorge Manrique, San Juan de la Cruz y Quevedo. Era una pasión, pero no una profesión.
Me hice guía. La condesa Pánina (o tal vez, como afirma un lector, la condesa Bóbrinskaia) organizaba viajes al extranjero para maestros de escuela; no eran viajes caros y permitían a los maestros que vivían en los rincones más recónditos de Rusia conocer Italia o Francia. Durante los meses de verano ganaba algún dinero enseñándoles Versalles. Había que saber con precisión los nombres de centenares de escultores o pintores, autores de grandes escenas de batallas, y recordar la mitología para explicar el significado alegórico de diferentes fuentes. En conjunto, no era difícil. Lo que resultaba complicado era velar por un tropel de personas que se encontraban por primera vez fuera de su país. Algunas mujeres trataban de escaparse a las tiendas de moda, aunque sólo fuera para contemplar los escaparates. Entre los hombres estaban los que soñaban con los burdeles y compraban postales obscenas. Contaba el número de turistas al bajar al metro y los volvía a contar al salir. A menudo faltaban uno o dos. Una noche, un maestro de Kobeliak me pidió que le cerrara con llave en el hotel: había conocido a una francesita y si volvía a verla no regresaría a su casa, donde había dejado mujer, hijos y trabajo. Lo encerré.
Trabajaba también con turistas individuales. Era muy desagradable: casi todos exigían que los llevara a los burdeles. Cuando me negaba, me trataban de idiota, mojigato e incluso de policía, y a la hora de pagar me estafaban. Me acuerdo de un comerciante que tenía en Riga una tienda de artículos sanitarios. Cuando nos pusimos de acuerdo en la tarifa, me preguntó con aire desconfiado si conocía todos los estilos; sacó del bolsillo la fotografía de una dama que llevaba un peinado alto, le dio un capirotazo y dijo: «No está mal, ¿eh?». Resultó que aquella dama era su prometida, tenía en Riga una casa que le proporcionaba una buena renta y adoraba el arte, conocía todos los estilos y se mofaba de la ignorancia de su novio. Yo percibía cinco francos al día más la comida. Pero el propietario de la tienda de artículos sanitarios me extenuaba; ante una casa normal y corriente de finales del siglo pasado me preguntaba: «¿Qué estilo es éste?». Al principio le respondía con honestidad: «Ninguno». Pero se enojaba, me decía que en Viena había pagado al guía menos que a mí y que él conocía todos los estilos. Tuve miedo de que me dejara sin los cinco francos y comencé a improvisar: «Barroco», «imperio», «gótico puro»… Él lo anotaba todo cuidadosamente en un cuadernito. En el restaurante tenía que traducirle el menú, reflexionaba durante largo rato lo que podía ser más sabroso y lo pedía, mientras que para mí escogía lo más barato: patatas o macarrones.
Durante años y años recorrí las calles de París, andrajoso, hambriento, desde la periferia sur a la periferia norte. Caminaba y movía los labios: componía versos. Tenía la impresión de haberme convertido en poeta por casualidad: había conocido a una joven llamada Liza, más tarde convertida en la poetisa Elizaveta Polónskaia, una «hermana Serapión». Aquellos fueron mis inicios, pero no se trataba de ninguna casualidad: la poesía se había convertido en mi vida.
En 1916 se publicó en Moscú mi libro Stiji o kanunaj [Poemas de las vísperas]; el libro vio la luz mutilado por la censura; casi en cada página había líneas sustituidas por puntos. Era el primer libro en que se oía mi propia voz. Escribí sobre la guerra: «Sobre la almohada han colgado un cuadro, | han colgado a un valiente soldado, | lo han colgado para alegrar al niño, | para que por la mañana el niño no llore | cuando gotea el agua en el lavabo, | el cosaco sonríe atrevido, | el cosaco lleva un alto gorro de piel, | el cosaco atraviesa con su lanza | a otro soldado, a un extranjero, | y la pintura roja se derrama por el suelo». Hablaba de la ejecución de Pugachov: «Germinarán tus manos martirizadas, germinarán, | y la tierra se cubrirá de mieses inflamables». Hablaba de mí, del año 1916, al que llamaba «la víspera tempestuosa».
Con respecto a mi libro, Briúsov comentó en Russkie viédomosti : «Es obvio que para I. Ehrenburg la poesía no es una distracción, tampoco un oficio, por supuesto, sino un quehacer vital […]. Por este motivo, I. Ehrenburg no escribe versos pulidos sobre temas reconocidos como “poéticos”, no se hallan en él repeticiones de las imágenes poéticas universalmente reconocidas, no hay falsa belleza ni la maestría barata que con tanta facilidad se adquiere gracias a la técnica de versificación tan extendida en nuestros días (para ser más exactos, todo eso se encontraba en los primeros libros de I. Ehrenburg, pero gradualmente ha sabido vencer la tentación del éxito fácil […]). El principal defecto de la obra poética de Ehrenburg reside en su sumisión a las teorías. Rara vez da rienda suelta a su vena artística; a menudo constriñe su inspiración en nombre de su concepción de la poesía. Al rechazar conscientemente el preciosismo convencional y trillado, I. Ehrenburg cae en el extremo opuesto: sus versos no son melodiosos, adolecen de falta de sonoridad, y la preferencia del poeta por las asonancias lejanas priva a sus rimas de su último ornato […]. I. Ehrenburg fija su atención de manera especial en las llagas purulentas de las cúspides de la cultura contemporánea. La tarea que el joven poeta se impone —consciente o inconscientemente— es rastrear todo lo infame y miserable que se oculta bajo el brillo del refinamiento de la Europa de nuestros días. Y, con la resolución de un cirujano que practica una incisión en un tumor maligno, revela en sus versos desprovistos de música aquellos arrebatos misteriosos de la propia alma, que no todo el mundo se atrevería a confesar, y todo lo que se oculta de miserable y vergonzoso bajo los oropeles de nuestra buena educación y cultura».
Me han hecho entrega del borrador de una carta de Briúsov que me escribió por esas fechas. En dicha carta me comunicaba que había enviado su reseña a la revista y añadía: «Le tengo en gran estima, es decir, como poeta, pues como persona no le conozco. Eso no significa, no obstante, que sus versos me gusten. Al contrario. Se lo digo con franqueza porque le quiero en tanto que poeta […]. Mi conclusión es la que se aplica a todos los “elegidos”, es decir, a aquellos que están predestinados a la poesía: ¡Trabaje! Sin trabajo no habrían existido Pushkin, Goethe, ni siquiera Verlaine (pues durante la primera mitad de su vida el pauvre Lélian trabajó mucho, muchísimo), y usted no quiere ser inferior a Verlaine: no valdría la pena. A usted no le seducirán los laureles de un prince des poètes cualquiera, del tipo Paul Fort. Le hago un ruego personal: no desatienda la música del verso. No se fije en los futuristas. Toda la esencia de la poesía reside en la combinación de sonidos». La carta terminaba con unas palabras amistosas: «Y por eso le abrazo a mil verstas de distancia».
Respondí a Briúsov (era el verano de 1916): «Su afectuosa carta me ha conmovido enormemente. ¡Gracias! En general no me halagan los comentarios que suscitan mis versos. Sus palabras son para mí especialmente valiosas. He leído con atención su artículo, así como su carta. Quisiera decirle tantas cosas en respuesta, pero no sé escribir cartas… No someto mi poesía a ninguna “teoría”, al contrario, soy demasiado impulsivo. Los defectos y la inmundicia de mis versos son obra mía. Lo que a usted le parece abominable y repulsivo, yo lo percibo como algo inherente a mí, auténtico, y por tanto como algo que no es hermoso ni deforme: es tal como debe ser. Si escribo sin rima y sin ritmo, no es en función de mi concepción de la poesía, sino sólo porque la riqueza de las rimas al igual que el verso clásico me chirrían en el oído… No me siento inclinado a la poesía de los estados de ánimo ni de los matices, me siento atraído por algo más general, “monumental”, siempre quiero llegar al fondo de las cosas, mostrar lo que hay en ellas de esencial… Por eso, lo que más me gusta del arte contemporáneo es el cubismo. Usted me habla de “sonidos dulces y plegarias”. No todos los sonidos dulces son plegarias, o, mejor dicho, todas las plegarias van destinadas a los dioses, pero no todas a Dios. Todo esto puede parecer muy limitado, pero no porque sea limitada mi concepción poética, sino porque yo soy un hombre limitado. Esto es lo más importante de cuanto quería decirle. Entre nosotros se alza un muro, ¡no sólo una distancia de mil verstas! Al titular mi libro Vísperas , más allá del significado general, aludía a uno personal. Se trata únicamente de mis vísperas».
Briúsov estaba en lo cierto cuando decía que yo quería mostrar las llagas de la sociedad. Cinco años más tarde escribí la novela satírica Julio Jurenito . Pero no pude, como tampoco puedo ahora, abandonar la poesía. Es cierto que ha habido grandes períodos en los que no he escrito versos (desde 1924 hasta 1937), pero he repetido constantemente, como conjuros, los de mis poetas preferidos: no he vivido ni un solo día privado de poesía. En Libro para adultos , escribí: «A veces, pese a todo, envidio a los poetas. Nosotros a duras penas levantamos los pies del lodazal. Sus pasos parecen saltos proyectados a cámara lenta: nadan en el aire. He notado que cuando leen versos mueven convulsivamente los brazos: son los movimientos de un nadador. Las aceras por las que transitan no bajan del primer piso. Para nosotros, las comas son la carne, la pasión, la profundidad; ellos pueden pasar incluso sin los puntos. El ritmo de los versos se transforma en ritmo de tiempo, y a los poetas les resulta mucho más fácil entender la lengua del futuro». Estas reflexiones datan de la primavera de 1936. Al cabo de muy poco tiempo estalló la guerra de España. Escribí artículos, octavillas, notas, escribí incluso una novela corta, pero de improviso, como en otro tiempo, comencé a mover los labios y a componer versos, no porque quisiera ver el futuro, sino porque era preciso hablar del presente.
Muchas de mis ideas de aquella época se me antojan ahora falsas, estúpidas, ridículas. Pero aquello que me empujó a escribir versos me sigue pareciendo justo. El joven de dieciocho años había comprendido que podía decirse en verso aquello que no podía ser dicho en prosa. Esa idea la comparte el viejo escritor que ahora escribe este libro de memorias.
14
Un crítico ha observado que en mi novela La caída de París hay muchos personajes, pero no protagonista. En mi opinión, el protagonista de la novela es París. Tenía cincuenta años cuando escribí este libro. Ya no era ni un blasfemo ni un predicador; la limitación sobre la cual escribí a Briúsov fue atenuándose con el paso del tiempo, los juicios de un hombre de cincuenta años son como zapatos que se han dado por el uso.
Pero durante mis años de aprendizaje, me resultaba difícil hablar de París. Lo amaba con pasión y con no menos pasión lo odiaba: «París, te espero la noche entera, | y tú vienes como un proxeneta…».
Dejé de frecuentar las clases: París era mi escuela, una escuela buena, pero dura. A menudo la maldecía, no porque mi vida fuese difícil, sino porque París me obligaba a comprender la dificultad de la vida.
Después de la plácida Moscú prerrevolucionaria, con sus casitas de madera, sus cocheros, sus samovares y su comercio letárgico, París, lógicamente, tenía que impresionarme por su modernidad, su insolencia, sus novedades. Por supuesto, había muchos automóviles que a duras penas se abrían paso por las estrechas calles medievales. Los periódicos llamaban a París «la ciudad de la luz». Y, en efecto, la iluminación de los grandes bulevares era mucho mejor que la de la calle Tverskaia o la de Kuznetski Most, pero muy pocas casas disponían de luz eléctrica, tal vez menos que en Moscú. Las chabolas de la «zona» que bordeaba las antiguas fortificaciones de la ciudad me parecían inverosímiles. A menudo pasaba de noche por la rue Mouffetard y veía correr enormes ratas bien alimentadas. La torre Eiffel todavía suscitaba discusiones. En aquella época aún vivían contemporáneos de Maupassant que, como él, creían que la torre desfiguraba a la ciudad. A los jóvenes artistas les gustaba. La torre tenía la edad de una joven casadera; nadie podía suponer que resultaría útil para la radio y la televisión. Había pocos teléfonos, pero prosperaba el correo neumático. Nunca había visto tantas casas viejas de color ceniza, llenas de grietas y pintadas. Aún no sabía que, en París, una casa, treinta o cuarenta años después de haberse construido, adquiría ya el aspecto de un monumento antiguo: todos los edificios me parecían antiguos, y la antigüedad se abría ante mí como un mundo nuevo, desconocido.
Me adentraba en una calle sombría como una jungla. En Moscú, al contemplar las catedrales del Kremlin, nunca había reflexionado en su belleza: estaban fuera de mi vida, no tenían nada que ver con las reuniones clandestinas ni con las alas del albatros de Gorki. En el instituto memoricé a regañadientes los nombres de los príncipes feudales, consideraba que eran una abstracción como los teoremas o las clases de latín: «Hay muchos nombres que terminan en -is: masculini generis ». Y en París el pasado se confundía con el presente; incluso los nombres de las calles me parecían enigmáticos: rue de la Reine Blanche, rue du Chat qui Pêche, rue de l’Estrapade. Katia vivía en la rue de l’Épée de Bois. A menudo iba a la casa donde en otro tiempo se había escondido Marat. Entre los automóviles se abría paso un rebaño de cabras y el pastor ordeñaba en plena calle a una testaruda.
Deambulaba por los muelles del Sena, revolvía en las cajas de libros usados que vendían los libreros de viejo. Éstos parecían aún más vetustos que sus libros encuadernados en piel o en pergamino. Allí a veces me encontraba a un hombre entrado en años que parecía un vendedor de libros de ocasión; tomaba un libro en su mano como un horticultor cogería una pera, con pasión y espíritu práctico a la vez; era Anatole France. (Después nunca volví a verle; asistí a su entierro en 1924. Detrás del féretro del viejo epicúreo comunista marchaban senadores y obreros, académicos y adolescentes). En 1946, el nieto del escritor me acompañó a la casa del escritor en La Bachelière, cerca de Tours, y constaté que aquel epicúreo no era ni bibliófilo ni esteta, sino un hombre vivo: la casa no estaba repleta de colecciones y sí de los restos que dejan tras de sí los años de la vida, los viajes, las pasiones, los encuentros. En las estanterías, por supuesto, se hallaban los libros que había comprado delante de mí en los muelles del Sena.
Un día, en medio de viejos salterios y pastorales, di con Eda de Baratinski. En la página de portada se leía la siguiente dedicatoria: «A Prosper Mérimée, traductor de nuestro gran Pushkin. Evgueni Baratinski». Compré el libro por seis sous y me puse a leerlo enseguida. El Sena movía melancólicamente sus escamas, y en una barcaza dormía un gato bien alimentado. Ante mí se hallaba la morgue y por la mañana veía a los juerguistas de París que acudían para contemplar los cadáveres de los suicidas. En la neblina azulina, la catedral de Notre Dame parecía un bosque de piedra. Baratinski escribía: «Una vaga reflexión embarga al forastero: | ¿acaso esas piedras sombrías que tiene ante él | no son las ruinas de un mundo antiguo?».
Las ruinas, por cierto, a veces son muy duraderas. La Acrópolis de Atenas ha sobrevivido no sólo en el plano espiritual, sino también en el material, a las viviendas de diferentes personas que durante veinticinco siglos han hecho todo lo posible para destruirla.
En París, el pasado se funde con el presente. Es una ciudad asombrosa que no se ha construido siguiendo un plan sino que ha crecido como un bosque. La pared de una casa maltrecha donde se agolpan los desdichados, una pared llena de pintadas obscenas, de declaraciones de amor, de injurias electorales, tiene todo el derecho a aspirar a la veneración de los transeúntes y a la protección del Estado.
Me resultaba difícil comprender dónde estaba el pasado y dónde el futuro: París tiene su propio calendario. Hablando de la revolución social, Jaurès se refería a los mitos antiguos, hablaba a voz en cuello y gesticulaba como Mounet-Sully en el papel de Edipo. En las iglesias veía a menudo a estudiantes de medicina o de física que se humedecían la frente con agua bendita y, cuando sonaba la campanilla, se arrodillaban todos a la vez. El poeta Charles Péguy escribía sobre Juana de Arco y se le consideraba católico. Me gustaban sus versos: repetía cien veces lo mismo y cada vez lo hacía de una manera diferente a la anterior, su ritmo hacía pensar en la carrera de un perro de caza que va allí donde va su amo, pero siempre dando vueltas. Una vez tuve ocasión de hablar con él en la redacción de Cahiers de la Quinzaine . Supuse que entablaría conversación sobre la religión, Bergson, el mesianismo, pero me habló de Rusia: «No sé mucho de vuestros escritores. Tal vez los rusos sean los primeros en destronar el poder del dinero».
Leía los versos de François Villon, que vivió en el siglo XV ; era un ladrón y un bandolero: « Je meurs de soifauprés de la fontaine, | Chaud comme feu, et tremble dent a dent ; | En mon pays suis en terre lontaine ; | Lez un brassier frissonne tout ardent ». [‘De sed muero cerca de la fuente | tirito de frío en medio del fuego | extranjero me siento en mi patria | y siento escalofríos junto al brasero’ ]. [1]
Antes de leerlo había traducido los versos de Mallarmé, considerado uno de los corifeos de la nueva poesía. Comprendí que François Villon se hallaba más próximo a mí que el autor de La siesta de un fauno . Leía y releía Rojo y negro ; resultaba difícil creer que esa novela tuviera ya ochenta años. A mi alrededor oía decir que el escritor que nos revelaba la época contemporánea era André Gide. Me hice con su novela La puerta estrecha . Me dio la impresión de que se había escrito en el siglo XVIII y sonreí al recordar que su autor aún estaba vivo: lo había visto en el Teatro Vieux Colombier.
Todo parecía imprevisible y todo era posible. Iba por la place Clichy componiendo versos cuando un tumulto de gente invadió la plaza. La muchedumbre gritaba, quería romper el cordón policial para llegar a la embajada española: protestaban contra la ejecución del anarquista Ferrer. Se oyó un disparo y acto seguido se levantaron barricadas, voltearon los ómnibus, derribaron las farolas. El gas inflamado salta a borbotones de los surtidores. Yo no sabía con seguridad quién era Ferrer ni por qué lo habían ejecutado, pero me puse a gritar con todo el mundo. Parecía que hubiese estallado la revolución. Unas horas más tarde, los clientes habituales saboreaban apaciblemente su café o su cerveza en los bares.
En aquella época París recibía el apelativo de «capital del mundo», y es cierto que vivían en ella representantes de centenares de países. Indios con turbantes denunciaban la hipocresía de los liberales ingleses. Los macedonios organizaban mítines tumultuosos. Los estudiantes chinos festejaban la proclamación de la república. Se publicaban periódicos en polaco, portugués, finlandés, árabe, yiddish y checo. Los parisinos aplaudían La consagración de la primavera de Stravinski, al futurista italiano Marinetti y a Ida Rubinstein, que había llevado a la escena un misterio de D’Annunzio. Y la «capital del mundo» era al mismo tiempo una provincia remota. París se dividía en barrios, y cada uno de ellos tenía su calle principal, con sus tiendas, sus pequeños teatros, sus bailes. Todo el mundo se conocía, cotilleaban en la calle, se contaban chismes de la panadera, de la amante de Jacques, de que su mujer le ponía los cuernos.
Uno podía vestirse como quisiera, hacer lo que le viniera en gana. Cada primavera se organizaba el baile de los alumnos de la Academia de Bellas Artes: por las calles marchaban en procesión estudiantes y modelos desnudos; los más discretos llevaban ropa interior. En una ocasión, un pintor español se desnudó por completo delante de La Rotonde; un policía le preguntó con indolencia: «¿No tienes frío, amigo?». Dos veces al año —en el mardi gras y en la mi-carême — se celebraban carnavales: se veían desfilar carrozas adornadas, la gente se paseaba con máscaras absurdas y lanzaba confeti a los rostros de los transeúntes; también se sacaba a pasear a los bueyes blancos premiados en los concursos, y en los restaurantes se anunciaba con carteles: MAÑANA, NUESTROS QUERIDOS CLIENTES PODRÁN DEGUSTAR BISTECS DE CARNE DE BUEY CON LAUREL . En todos los bancos, debajo de los castaños o de los plátanos, los enamorados se besaban con recogimiento; nadie los molestaba. Un día, A. I. Okúlov, después de atizarse una docena de copas de coñac, saltó al techo de un coche de punto y se puso a explicar a los transeúntes que pronto colgarían a todos los ministros de las farolas: algunos se detuvieron a escucharle, pero, por supuesto, nadie le creyó. Yo vivía no sólo sin pasaporte, también sin carnet de identidad. Cuando me pidieron un documento oficial en el banco me presenté en la prefectura y me pidieron que llevara a dos franceses en calidad de testigos. Yo tenía prisa por cobrar el dinero y supliqué al dueño de la panadería donde compraba el pan y a un pintor a quien apenas conocía —y que fui a buscar al café donde se acomodaba desde primera hora de la mañana para beber ron— que me acompañaran. Era obvio que ninguno de los dos sabía nada de mí, pero accedieron a poner su firma. El funcionario me entregó un certificado que ratificaba solemnemente que fulano de tal había declarado tal y cual cosa; con aquello era suficiente, no sólo para el empleado del banco, sino también para los policías que a veces organizaban redadas contra los delincuentes. En el cabaret se cantaban cuplés que decían que el presidente de la República era un cornudo, el ministro de Justicia era un corrupto y el ministro de Instrucción Pública perseguía a las jovencitas y les mandaba notas llenas de faltas de ortografía. Gustave Hervé en el periódico La Guerre Sociale incitaba a destruir la burguesía, el cantante Montegus glorificaba a los soldados del 17.º Regimiento que se habían negado a disparar contra los manifestantes. A las cinco de la madrugada llegaban a las pequeñas tiendas enormes paquetes de periódicos, que eran dispuestos en montañas sobre las aceras: los transeúntes se servían y depositaban las monedas de cobre en un platito. Había no menos de veinte periódicos de tendencias distintas. Los periodistas echaban pestes los unos de los otros y después se encontraban en un café de la rue Croissant para tomar juntos el aperitivo.
Al café se iba para ver a los conocidos, hablar de política, departir y contar chismorreos. Todas las profesiones contaban con su propio café: los abogados, los ganaderos, los pintores, los jockeys , los actores, los joyeros, los procuradores, los senadores, los proxenetas, los escritores y los peleteros. Los partidarios de Guesde nunca ponían los pies en los establecimientos que frecuentaban los partidarios de Jaurès. También había cafés en los que se reunían los ajedrecistas; en uno de ellos se disputaron las históricas partidas entre Lasker y Capablanca.
Yo frecuentaba La Closerie des Lilas; allí no había ningún macizo de lilas, pero por una taza de café se tenía derecho a pedir papel y a quedarse durante cinco o seis horas (el papel se ofrecía gratuitamente a los clientes). A La Closerie des Lilas acudía los martes un grupo de escritores franceses, especialmente poetas, que discutían sobre la utilidad o el carácter nefasto de la «poesía científica» inventada por René Ghil, se extasiaban ante la fantasía de Saint-Pol-Roux y despotricaban del editor del Mercure de France . Una vez se organizaron elecciones y entronizaron como «príncipe de la poesía» a Paul Fort, un bello escritor azabachado, autor de miles de baladas medio alegres, medio tristes.
Se podría pensar que en París todo estaba patas arriba, pero en realidad los parisinos tenían una manera de vivir secular y bien organizada. Cuando se alquilaba un piso a alguien, la portera preguntaba si el nuevo inquilino tenía un armario de luna; no se podía embargar una cama, una mesa, una silla, pero si el alquiler no se depositaba a tiempo, se le confiscaría el armario de luna. En los entierros los hombres marchaban delante y las mujeres detrás. Los cementerios parecían la maqueta de una ciudad, con su trazado de calles. En las tumbas de la gente acaudalada se leía: «Concesión a perpetuidad»; no había atisbo de ironía, pues las tumbas de los pobres se excavaban al cabo de veinte años. Después del entierro, los asistentes se dirigían a una taberna que había al lado del cementerio, bebían vino blanco y tomaban queso. Por la tarde no se bebía café, sino infusiones: flor de tilo, manzanilla, menta, verbena. Incluso los enamorados discutían animadamente sobre qué infusión era más beneficiosa: él prefería una diurética, ella una digestiva. En los bancos de las calles las viejas en zapatillas hacían calceta. A las diez de la noche se cerraban las puertas de las casas. Cuando un inquilino tocaba la campanilla, la portera, soñolienta, tiraba del cordel y la puerta se abría: era preciso que el inquilino gritara su nombre para que no se colase ningún extraño; para salir de casa había que despertar a la portera con un grito estentóreo: «Cordel, por favor». Los pescadores permanecían sentados con sus cañas a lo largo del Sena, esperando que un gobio imaginario mordiera el anzuelo. A veces los periódicos anunciaban que un condenado a muerte sería guillotinado al amanecer del día siguiente, y junto a las puertas de la cárcel se congregaba un enjambre de curiosos para ver con sus propios ojos al verdugo, al condenado y, después, la cabeza cortada.
Leía los libros de Léon Bloy; él se declaraba católico, pero detestaba a los devotos ricos y a los hipócritas. Sus libros eran el tipo de octavillas que debían de imprimirse en el infierno para despreciar el paraíso. Leía también a Montaigne y a Rimbaud, a Dostoievski y a Guillaume Apollinaire. Ora soñaba con la revolución, ora con el fin del mundo. No pasaba nada. (Más tarde la gente decía que quien no había vivido esos años de preguerra no había conocido la dulzura de la vida. Yo no experimentaba dulzura alguna). Cuando preguntaba a los franceses qué iba a suceder, respondían, unos satisfechos, otros suspirando, que Francia había conocido ya cuatro revoluciones y que estaba inmunizada.
El arte cada vez me atraía más. Los versos no sólo hacían las veces de bistecs, sino también de aquella «idea general» que con tanta nostalgia deseaba el protagonista de Una historia aburrida y, con él, Chéjov. No, la nostalgia persistía: en el arte yo no buscaba el apaciguamiento sino la exaltación de los sentimientos. Trabé amistad con los pintores, comencé a visitar las exposiciones. Cada mes, poetas y pintores proclamaban diversos manifiestos artísticos, derribando todo y a todos, pero nada ni nadie se movía de sitio.
De niño jugábamos a un juego en el que no se podía decir ni «sí» ni «no», ni «negro» ni «blanco». Quien pronunciaba sin querer alguna de estas palabras prohibidas tenía que pagar prenda. A veces me daba la impresión de que París jugaba a ese mismo juego. Ahora pienso que tal vez yo procedía injustamente tanto cuando denigraba París como cuando lo ensalzaba. La exigencia y la inquietud son propias de la juventud. Cuando tenía dieciocho años, Lérmontov escribió: «Y él, rebelde, busca la tormenta, como si el reposo se hallara en las tempestades». Si hubiese vivido en Smolensk, quién sabe si me habría encontrado igual de confuso. Tal vez lo habría estado al cabo de dos o tres años; posiblemente no de una forma tan aguda… Por lo que respecta al juego de «sí» y «no», se trata de la misma esencia del arte. Y en París resulta muy difícil evitar el arte…
París me enseñó muchas cosas, amplió los muros de mi mundo. Suele atribuirse a París la alegría; a mi modo de ver, París sabe sonreír con tristeza: así son sus casas, sus poetas, los ojos de sus muchachas. Esa capacidad de ser feliz en la tristeza y triste en la felicidad a veces le da alas y otras se las corta. Más de una vez volveré a tratar esta cuestión cuando hable de los acontecimientos que tuvieron lugar décadas más tarde. Pero en aquella época yo no sacaba semejantes conclusiones.
París me enseñaba, me enriquecía, me arruinaba, me ponía en pie y me hacía perder el equilibrio. Todo eso pertenece al orden normal de las cosas: cuando una persona consigue algo, pierde algo al mismo tiempo. Al avanzar nos despedimos para siempre de las alegrías y de las penas que hasta ayer constituían nuestra vida.
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