domingo, 26 de abril de 2020

Terry Eagleton Por qué Marx tenía razon FRAGMENTOS





  PREFACIO
    Este libro se originó a partir de una única y llamativa posibilidad: ¿y si todas las objeciones que se plantean más habitualmente a la obra de Marx estuvieran equivocadas? ¿O, cuando menos, aun no siendo desatinadas del todo, sí lo fueran en su mayor parte?
    Con esto no pretendo insinuar que Marx no diera jamás un paso en falso. No soy de ese género de izquierdistas que, por un lado, proclaman devotamente que todo es susceptible de crítica y, al mismo tiempo, cuando se les pide que propongan aunque solo sean tres puntos importantes que se puedan reprochar a las tesis de Marx, reaccionan con malhumorado silencio. Yo mismo tengo mis propias dudas acerca de algunas de las ideas marxianas y creo que este libro lo pondrá suficientemente de manifiesto. Pero la verdad es que Marx tuvo la suficiente razón a propósito del razonable número de cuestiones importantes como para que llamarse marxista pueda ser una descripción juiciosa de uno mismo. Ningún freudiano se imagina que Freud jamás cometiera errores, de igual modo que ningún aficionado del cine de Alfred Hitchcock defiende todas las tomas y todas las líneas de los guiones del maestro. Me propongo exponer no la perfección de las ideas de Marx, sino su plausibilidad. Y para demostrarla, en este libro tomo diez de las críticas más convencionales formuladas contra el pensador alemán, sin seguir ningún orden concreto de importancia, y trato de refutarlas una por una. En el proceso, también pretendo ofrecer una introducción clara y accesible a su pensamiento para quienes no estén familiarizados con su obra.
    De El manifiesto comunista se ha dicho que es, «sin duda, el texto más influyente de los escritos en el siglo  XIX [1] ». A diferencia de los estadistas, los científicos, los soldados, las personalidades religiosas y otras figuras por el estilo, son muy pocos los pensadores que han cambiado tan decisivamente el curso de la historia real como el autor de esa obra. No hay gobiernos cartesianos, guerrilleros platónicos ni sindicatos hegelianos. Ni los más contumaces críticos de Marx negarán que él transformó nuestra manera de entender la historia humana. El pensador antisocialista Ludwig von Mises comentó a propósito del socialismo que se trataba del «movimiento de reforma más poderoso que la historia jamás haya conocido, la primera tendencia ideológica no limitada a un sector de la humanidad, sino apoyada por personas de todas las razas, naciones, religiones y civilizaciones [2] ». No obstante, circula por ahí la curiosa idea de que ya es hora de que enterremos definitivamente a Marx y sus teorías, incluso ahora, cuando no hemos salido aún de la estela dejada por una de las más devastadoras crisis del capitalismo de las que tenemos constancia histórica. El marxismo —que durante mucho tiempo fue la crítica de ese sistema (el capitalista) más rica desde el punto de vista teórico y más inflexible en el plano político— es hoy displicentemente relegado por algunos al pasado más primitivo.
    Esta última crisis ha implicado, como mínimo, que la palabra «capitalismo» (camuflada por lo general bajo algún pseudónimo evasivo, como «la era moderna», «la industrialización» u «Occidente») haya vuelto a ser moneda de uso corriente. Y cuando la gente empieza a hablar del capitalismo, podemos estar seguros de que el sistema capitalista pasa serios apuros, pues es un claro indicio de que el sistema en sí ha dejado de ser tan natural como el aire que respiramos y que puede volver a ser considerado como el fenómeno bastante reciente (en términos históricos) que es. Además, todo lo que nace está sujeto a morir en cualquier momento; de ahí que los sistemas sociales prefieran presentarse a sí mismos como inmortales. Igual que un episodio de dengue hace que quien lo padece cobre nueva conciencia de su cuerpo, una forma de vida social puede percibirse como realmente es justo en el momento en que empieza a descomponerse. Marx fue el primero en identificar ese objeto histórico conocido como capitalismo: el primero en mostrarnos cómo surgió, por qué leyes se regía y cómo podría ponérsele fin. Si Newton descubrió las fuerzas invisibles que llamamos leyes de la gravedad y Freud dejó al descubierto el funcionamiento de un fenómeno invisible conocido como el inconsciente, Marx desenmascaró nuestra vida cotidiana y desveló la hasta entonces imperceptible entidad que denominó modo capitalista de producción.
    En este libro digo muy poco acerca del marxismo como crítica moral y cultural. Esto es debido a que no suele ser en ese aspecto en el que se plantean objeciones al marxismo, por lo que abordarlo en estas páginas no se ajustaría al objetivo que aquí persigo. De todos modos, la extraordinariamente rica y fértil literatura marxista de ese signo es, a mi entender, razón más que suficiente para alinearse con el legado marxista. La alienación, la «mercantilización» de la vida social, la cultura de la codicia, la agresividad, el hedonismo sin sentido y el nihilismo creciente, la constante hemorragia de sentido y de valor que padece la existencia humana: cuesta dar con un análisis inteligente de estas cuestiones que no esté sensiblemente en deuda con la tradición marxista.
    En los primeros tiempos del feminismo había autores varones que, de manera tan torpe como bienintencionada, solían escribir: «Cuando digo “hombres” me refiero por supuesto a “hombres y mujeres”». Yo debería señalar aquí, en una vena similar, que cuando digo Marx suelo referirme muy a menudo tanto a Marx como a Engels. Ahora bien, la relación entre ambos sería ya harina de otro costal.
    Estoy agradecido a Alex Callinicos, Philip Carpenter y Ellen Meiksins Wood, que leyeron un borrador de este libro y aportaron críticas y sugerencias de incalculable valor.





1
    El marxismo está acabado. Tal vez tuviera cierta relevancia en un mundo de fábricas y de revueltas por hambre, de mineros del carbón y de deshollinadores, de miseria generalizada y de concentración de las masas obreras. Pero no tiene sentido alguno en las actuales sociedades occidentales posindustriales, caracterizadas por una diferenciación por clases cada vez menor y por una creciente movilidad social. No es más que el credo de quienes son demasiado obstinados, temerosos o ilusos como para aceptar que el mundo ha cambiado para siempre y para mejor.

    El final definitivo del marxismo sería una noticia que resonaría como música celestial en oídos de los marxistas de todo el mundo. Estos podrían por fin dejar de manifestarse y de organizar piquetes, regresar al calor de sus sufridas familias y disfrutar de una velada hogareña en vez de asistir a otra tediosa reunión de comité. Los marxistas no quieren más que dejar de ser marxistas. En este sentido, ser marxista no se parece en nada a ser budista o ser multimillonario. Es más bien como ser médico. Los médicos son unas perversas criaturas con tendencia a la autoanulación, pues eliminan la fuente misma de su trabajo y su sustento curando a pacientes que, una vez sanos, ya no los necesitan. La tarea de los radicales políticos es similar, pues consiste en llegar a ese punto en el que dejarían al fin de ser necesarios porque se habrían cumplido sus objetivos. Llegado ese momento, serían libres de retirarse, quemar sus pósteres del Che Guevara, retomar aquel violonchelo que llevaban tanto tiempo sin tocar y conversar sobre temas más fascinantes que el modo asiático de producción. Si dentro de veinte años quedan aún marxistas o feministas, será una verdadera pena. En la esencia misma del marxismo está el que sea una empresa estrictamente provisional; de ahí que quien invierta en ella toda su identidad esté cometiendo un claro error de concepto. Que siga habiendo vida después del marxismo es precisamente lo que justifica la existencia del marxismo.
    Esta (por lo demás) seductora imagen presenta únicamente un problema. El marxismo es una crítica del capitalismo: concretamente, la más perspicaz, rigurosa y exhaustiva crítica de su clase jamás formulada y emprendida. Es también la única crítica de ese estilo que ha transformado grandes zonas del planeta. De ello se desprende, pues, que mientras el capitalismo continúe activo, el marxismo también deberá seguir en pie. Solo jubilando a su oponente podrá pedir su propia jubilación. Y la última vez que lo vi, el capitalismo parecía estar tan batallador como siempre.
    La mayoría de quienes critican actualmente el marxismo no discuten ese punto. Lo que afirman, más bien, es que el sistema se ha transformado hasta extremos casi irreconocibles desde los tiempos de Marx y que, por eso mismo, las ideas de este han dejado de ser relevantes. Antes de que examinemos esta afirmación más a fondo, vale la pena señalar que el propio Marx era perfectamente consciente de la naturaleza siempre cambiante del sistema que él se dedicó a cuestionar. Es precisamente al marxismo al que debemos el concepto de las diferentes formas históricas del capital: mercantil, agrario, industrial, monopólico, financiero, imperial, etc. Así pues, ¿por qué un hecho como el de que el capitalismo haya cambiado de forma en décadas recientes iba a desacreditar una teoría que concibe el cambio como esencia misma de ese sistema? Además, el propio Marx predijo el declive numérico de la clase obrera y el aumento pronunciado del trabajo intelectual. Esto es algo que examinaremos un poco más adelante. También previó lo que hoy llamamos globalización, cosa extraña para un hombre cuyas ideas son supuestamente arcaicas. Aunque tal vez el carácter «arcaico» de Marx es lo que hace que siga siendo relevante hoy en día. Quienes lo acusan de obsoleto son los adalides de un capitalismo que está retrocediendo rápidamente hacia niveles victorianos de desigualdad.
    En 1976 eran muchas las personas que en Occidente creían que el marxismo tenía un argumento razonable que defender. En 1986, buena parte de ellas habían dejado ya de considerar que fuera así. ¿Qué fue exactamente lo que sucedió entre tanto? ¿Habían tenido hijos y el peso de la paternidad y la maternidad los había abrumado? ¿O acaso algún nuevo estudio había conmocionado al mundo poniendo de manifiesto el carácter falaz de la teoría marxista? ¿Tropezamos con un viejo manuscrito perdido de Marx en el que este confesaba que todo había sido una broma? Desde luego, no fue por la consternación que nos causó descubrir que Marx trabajó a sueldo del capitalismo, porque eso era algo que ya habíamos sabido todo este tiempo. Sin la factoría textil Ermen & Engels de Salford, propiedad del padre de Friedrich Engels, industrial del ramo, es muy posible que un pobre crónico como Marx no hubiera logrado siquiera sobrevivir para escribir sus invectivas contra los empresarios del textil.
    Algo había pasado, sin duda, en el transcurso del periodo en cuestión. A partir de mediados de la década de 1970, el sistema occidental experimentó ciertos cambios cruciales [3] . Hubo una transición desde la producción industrial tradicional a una cultura «posindustrial» de consumismo, comunicaciones, tecnología de la información y auge del sector servicios. Las empresas pequeñas, descentralizadas, versátiles y no jerárquicas pasaron a estar a la orden del día. Los mercados se desregularon y el movimiento obrero fue objeto de una salvaje ofensiva legal y política. Las lealtades de clase tradicionales se debilitaron, al tiempo que otras identidades (locales, de género y étnicas) cobraron mayor relevancia. La política pasó a entrar cada vez más de lleno en el terreno de la gestión y la manipulación.
    Las nuevas tecnologías de la información desempeñaron un papel clave en la creciente globalización del sistema, impulsada cuando un puñado de empresas transnacionales optó por distribuir la producción y la inversión por todo el   planeta en busca de las fuentes de rentabilidad más fácil. Buena parte de la producción fabril se deslocalizó hacia países de salarios bajos del llamado mundo «subdesarrollado», lo que indujo a algunos occidentales de mentalidad localista a concluir que las industrias pesadas habían desaparecido ya de la faz de la Tierra en su conjunto. A raíz de esta movilidad global se produjeron migraciones internacionales de carácter masivo y, con ellas, el resurgimiento del racismo y del fascismo en respuesta a la afluencia torrencial de inmigrantes pobres a las economías más avanzadas. Los países «periféricos» se veían sometidos a un régimen de explotación de su mano de obra, a la privatización de servicios públicos, a recortes en las prestaciones sociales y a una relación real de intercambio comercial desigual hasta extremos surrealistas, mientras que, por otro lado, los nuevos ejecutivos de las naciones metropolitanas cambiaban de imagen con respecto a sus predecesores: con barbas de varios días y cuellos de camisa desabrochados y sin corbata, estos genios de los negocios modernos mostraban su lado sensible desviviéndose por el bienestar espiritual de sus empleados y empleadas.
    Nada de esto sucedió porque el sistema capitalista estuviera flotando en la despreocupación y el optimismo, sino más bien por todo lo contrario. Su por entonces recién estrenada belicosidad —como la mayoría de formas de agresividad— obedecía a la profunda ansiedad que lo invadía. Si el sistema se volvió frenético, fue por la depresión latente en que se hallaba sumido. Lo que impulsó aquella reorganización fue, por encima de todo, el repentino apagón del boom de posguerra. La intensificación de la competencia internacional estaba forzando a la baja las tasas de rentabilidad, secando las fuentes de inversión y ralentizando los índices de crecimiento. Hasta la socialdemocracia había pasado a ser una opción política demasiado radical y cara. El escenario era, pues, el propicio para el ascenso de Reagan y de Thatcher, quienes ayudaron a desmantelar el tejido industrial tradicional, a coartar al movimiento obrero, a dejar que el mercado se desatara, a fortalecer el brazo represor del Estado y a capitanear una nueva filosofía social: la de la más descarada codicia. El desplazamiento de las inversiones desde el sector de la industria al de los servicios, las finanzas y las comunicaciones fue la reacción a una crisis económica prolongada, y no el salto que nos sacó de un viejo panorama desolado para impulsarnos hacia un nuevo mundo feliz.
    Aun así, es dudoso que la mayoría de los radicales que cambiaron de opinión sobre el sistema entre las décadas de 1970 y 1980 lo hicieran simplemente porque se hubiera reducido el número de fábricas textiles existentes. Eso no fue lo que los indujo a abandonar el marxismo, a la vez que las patillas y las cintas del pelo, sino más bien su convencimiento creciente de que el régimen al que se enfrentaban no iba a dar su brazo a torcer tan fácilmente. No fueron tanto las ilusiones despertadas por el nuevo capitalismo como la desilusión ante las escasas posibilidades de cambiarlo la que resultó decisiva en ese sentido. Hubo, justo es reconocerlo, un número sobrado de antiguos socialistas que racionalizaron su pesimismo proclamando que, si no se podía cambiar el sistema, tampoco había necesidad alguna de transformarlo. Pero lo que resultó concluyente de verdad fue la falta de fe en una alternativa. Porque el movimiento obrero había quedado tan maltratado y ensangrentado, y el retroceso de la izquierda política era tan contundente, que el futuro parecía haberse esfumado sin dejar rastro. Entre algunos de los componentes de las filas de la izquierda, la caída del bloque soviético a finales de la década de 1980 no hizo más que profundizar el desencanto. Tampoco ayudó que la corriente radical más exitosa de la era moderna, el nacionalismo revolucionario, estuviera prácticamente agotado por entonces. El factor que más contribuyó a engendrar la cultura del posmodernismo, con su rechazo de los llamados grandes relatos y su anuncio triunfal del «fin de la historia», fue el convencimiento de que el futuro iba a ser simplemente más de lo mismo que ya teníamos en el presente. O, en palabras de un eufórico posmoderno: «el presente con más opciones».
    Lo que contribuyó más que ninguna otra cosa a desacreditar el marxismo, pues, fue la sensación de impotencia política que se había ido apoderando de mucha gente. Resulta difícil mantener la fe en el cambio cuando el cambio mismo parece estar fuera del orden de prioridades, aunque sea en el momento que más se necesita esa fe (a fin de cuentas, si uno no se resiste a lo aparentemente inevitable, jamás sabrá cuán inevitable era en realidad). Si los débiles de ánimo hubieran logrado aferrarse a sus antiguas tesis durante un par de décadas más, habrían sido testigos de cómo ese capitalismo exultante e inexpugnable a duras penas lograba mantener abiertos los cajeros automáticos de las sucursales de los grandes bancos en 2008. También habrían visto todo el continente situado al sur del canal de Panamá desplazarse decididamente hacia la izquierda política. El «fin de la historia» parece haber tocado a su propio fin. Además, y en cualquier caso, los marxistas deberían estar más que habituados a la derrota. Ya habían conocido catástrofes mayores que esta. El sistema en el poder tiene siempre las probabilidades de cara, aunque solo sea porque cuenta con más tanques que quienes se oponen a él. Pero el desplome de tan embriagadores ideales y efervescentes ilusiones como los de finales de la década de 1960 resultó especialmente difícil de asumir por parte de los supervivientes de aquella era.
    Así pues, lo que restó plausibilidad al marxismo no fue un supuesto cambio de pelaje del capitalismo. De hecho, la realidad fue justamente la contraria: en lo que al sistema respecta, las cosas siguieron como siempre, pero más aún que antes. Lo irónico de la situación, por lo tanto, es que los mismos factores que contribuyeron a que el marxismo fuese objeto de rechazo otorgaban renovada credibilidad a sus reivindicaciones. Se vio abocado a la marginalidad porque el orden social al que se enfrentaba, lejos de tornarse más moderado y benigno, se volvió más despiadado y extremo que antes. Y esto hizo que la crítica marxista de ese orden resultara aún más pertinente. A escala global, el capital estaba más concentrado y se comportaba de forma más predatoria que nunca, mientras que el tamaño de la clase trabajadora no hacía más que aumentar en realidad. Empezaba a vislumbrarse la posibilidad de un futuro en el que los megarricos vivieran refugiados y parapetados en sus vecindarios exclusivos de acceso restringido y protegidos por vigilancia armada de los mil millones aproximados de habitantes de los asentamientos urbanos marginales, hacinados en sus fétidas casuchas y rodeados por torres de vigilancia y alambradas. En semejantes circunstancias, afirmar que el marxismo estaba acabado era como decir que los bomberos estaban pasados de moda porque los pirómanos se habían vuelto más hábiles e inventivos que nunca.
    Como ya predijera Marx, en nuestra propia época las desigualdades de riqueza se han profundizado hasta niveles extraordinarios. La renta actual de un solo multimillonario mexicano equivale a los ingresos de sus 17 millones de compatriotas más pobres. El capitalismo ha creado más prosperidad de la que nunca antes había contemplado la historia, pero el coste (por ejemplo, en términos de la indigencia casi absoluta de miles de millones de personas) ha sido astronómico. Según el Banco Mundial, en 2001, 2740 millones de personas vivían con menos de dos dólares al día. Nos enfrentamos a un futuro probable de Estados nuclearizados en guerra por el control de unos recursos escasos, escasez que es consecuencia en buena medida del propio capitalismo. Por vez primera en la historia, nuestro modo de vida preponderante tiene el poder no solo de engendrar racismo y propagar el cretinismo cultural, de impulsarnos a la guerra o de conducirnos como ganado a campos de trabajos forzados, sino también de erradicarnos del planeta. El capitalismo actuará antisocialmente si le resulta rentable hacerlo, y hoy en día eso podría significar una devastación humana de una escala inimaginable. Lo que solía ser fantasía apocalíptica no es hoy más que sobrio realismo. El tradicional eslogan izquierdista, «socialismo o barbarie», ya ha dejado de ser una mera floritura retórica: nunca antes fue tan tristemente pertinente. En tan funestas condiciones, como bien ha escrito Fredric Jameson, «es necesario que el marxismo vuelva a hacerse realidad [4] ».
    Las espectaculares desigualdades de riqueza y poder, las guerras imperiales, la intensificación de la explotación, el creciente carácter represor del Estado: si todas estas son características del mundo actual, no lo fueron menos de la realidad sobre la que el marxismo ha reflexionado tradicionalmente y contra la que lleva actuando desde hace casi dos siglos. Es de esperar, pues, que tenga algunas lecciones que enseñar al presente. De hecho, el propio Marx quedó especialmente conmocionado por el proceso de extraordinaria violencia mediante el que, en su propio país de adopción, Inglaterra, se fue forjando una clase obrera urbana a partir de un campesinado desarraigado de su anterior entorno, y ese es un proceso que Brasil, China, Rusia y la India están viviendo en la actualidad. Tristram Hunt señala que el libro de Mike Davis, Planet of Slums , que documenta las «apestosas montañas de mierda» que son los extensos asentamientos urbanos marginales que nos encontramos en ciudades como las actuales Lagos o Dhaka, puede ser leído como una versión puesta al día de La condición de la clase obrera , de Engels. En un momento en el que China se está convirtiendo en la fábrica del mundo, según Hunt, «las “zonas económicas especiales” de Guangdong y de Shanghai evocan inquietantes reminiscencias del Manchester y el Glasgow de la década de 1840 [5] ».
    ¿Y si lo anticuado no fuera el marxismo, sino el capitalismo en sí? Marx creía, ya en tiempos de la Inglaterra victoriana, que el sistema había perdido todo su fuelle. Aunque en su momento de máximo apogeo había favorecido el desarrollo social, pasado este, se había convertido en una rémora, más que en un factor de prosperidad. Para él, la sociedad capitalista derrochaba fantasía y fetichismo, mito e idolatría, por mucho que alardeara de su modernidad. La propia explicación que esta daba a su éxito (una petulante fe en la superioridad de su propia racionalidad) no dejaba de ser una forma de superstición. Si, por una parte, el capitalismo era capaz de progresos asombrosos, en otro sentido estaba obligado a correr denodadamente solo para seguir donde estaba. El límite final del capitalismo, según comentó Marx en una ocasión, es el capital mismo, pues la reproducción constante de este es una frontera más allá de la cual no se puede aventurar. Así pues, este régimen histórico —el más dinámico de todos— exhibe un curioso carácter estático y repetitivo. Y el hecho de que su lógica subyacente se mantenga bastante constante es uno de los motivos por los que la crítica marxista sigue conservando la mayor parte de su validez. Esta crítica solo perdería vigencia si el sistema fuese verdaderamente capaz de romper con sus propios límites y trascenderlos inaugurando algo inimaginablemente nuevo. Pero el capitalismo es incapaz de inventar un futuro que no reproduzca ritualmente su presente (el mismo de siempre, aunque, eso sí, «con más opciones»).
    El capitalismo ha propiciado grandes avances materiales. Pero por mucho que su modo de organización ha tenido tiempo de sobra para demostrar esa supuesta capacidad suya para satisfacer todas las necesidades y las reivindicaciones humanas, hoy parece más alejado de conseguirlo que nunca. ¿Cuánto estamos dispuestos a esperar hasta que se muestre a la altura de lo que de él se espera? ¿Por qué continuamos consintiendo el mito que abona la vana esperanza de que la fabulosa riqueza generada por el modo de producción capitalista acabará llegándonos a todos y a todas tarde o temprano? ¿Acaso sería el mundo tan indulgente (tan prudentemente dispuesto a esperar la evolución de los acontecimientos) con parecidas promesas incumplidas si estas vinieran de las filas de la extrema izquierda? Por lo menos, los derechistas que admiten que siempre habrá injusticias colosales en ese sistema, pero que así son las cosas, pues las alternativas son aún peores, son más honestos (a su descarado modo) que quienes predican que todo terminará saliendo bien. Si en el mundo hubiera personas ricas y personas pobres en el mismo sentido en el que las hay negras y blancas, entonces las ventajas de los acaudalados podrían acabar extendiéndose con el tiempo a los necesitados. Pero decir que algunas personas están en la miseria mientras otras llevan vidas económicamente prósperas se parece más bien a afirmar que el mundo está dividido entre policías y delincuentes. El caso es que lo está, pero que si nos quedamos únicamente en ese hecho, estaremos ocultándonos a nosotros mismos la verdad: que es que hay policías precisamente porque hay delincuentes.



3

    El marxismo es una forma de determinismo. Concibe a hombres y a mujeres como meras herramientas de la historia, y, por consiguiente, los desposee de su libertad y de su individualidad. Marx creía en la existencia de ciertas leyes de hierro de la historia que se manifiestan con una fuerza inexorable que ninguna acción humana puede resistir. El feudalismo estaba condenado a dar origen al capitalismo, y el capitalismo dejará paso inevitablemente al socialismo. En ese sentido, la teoría de la historia de Marx no es más que una versión laica de la Providencia o el Destino. Ofende a la libertad y la dignidad humanas en la misma medida que lo hacen los Estados marxistas.
    Podríamos empezar preguntándonos cuál es el rasgo distintivo del marxismo. ¿Qué tiene que no tenga ninguna otra teoría política? Es evidente que no se trata de la idea de revolución, que es muy anterior a la obra de Marx. Tampoco es la noción de comunismo, de antigua procedencia. El movimiento obrero europeo había adoptado ya por su propia cuenta varias de las premisas socialistas cuando Marx era aún un liberal. De hecho, cuesta pensar en una sola característica política que sea exclusiva de su pensamiento. Desde luego, no lo es la idea del partido revolucionario, que ya nos legara la Revolución Francesa. Marx, además, tiene muy poco que decirnos a ese respecto.
    ¿Y el concepto de clase social? Tampoco sirve, porque el propio Marx negó (y con razón) ser el inventor de la idea. Es cierto que efectuó una importante redefinición del concepto, pero no lo acuñó. Como tampoco fue el primero en concebir la idea de proletariado, que ya era conocida entre diversos pensadores del siglo  XIX . Su concepto de alienación derivaba principalmente del de Hegel. También fue avanzado en su momento por el gran socialista y feminista irlandés William Thompson. Igualmente, veremos más tarde que Marx no es el único que atribuye una prioridad tan especial a lo económico en la vida social. Él cree en una sociedad cooperativa y sin explotación, gestionada por los propios productores, y sostiene que esta solo podría materializarse por vías revolucionarias. Pero también lo pensaba así el gran socialista del siglo  XX Raymond Williams, que no se consideraba un marxista. Muchos anarquistas y socialistas libertarios, entre otros, secundarían ese proyecto social pero rechazarían con vehemencia el marxismo.
    Dos grandes doctrinas laten en el corazón mismo del pensamiento de Marx. Una de ellas es el papel primordial asignado a lo económico en la vida social; la otra es la idea de la sucesión de modos de producción a lo largo de la historia. Más adelante veremos, sin embargo, que ni la una ni la otra fueron innovaciones del propio Marx. ¿Acaso lo verdaderamente peculiar del marxismo, entonces, es el concepto, no tanto de clase, como de lucha de clases? Se trata de una idea muy próxima al núcleo mismo del pensamiento de Marx, pero no es más original suya que la de clase en sí. Vean, si no, este pareado sobre un rico hacendado tomado del poema The Deserted Village ( El pueblo abandonado , 1770), de Oliver Goldsmith:
    The robe that wraps his limbs in silken sloth.
    Has robbed the neighbouring fields of half their growth [17]
    La simetría y la economía de los versos en sí, con su elegantemente equilibrada antítesis, contrastan con el despilfarro y el desequilibrio de la economía que describen. El pareado se refiere claramente a la lucha de clases. Lo que, por un lado, «trajea» al terrateniente, por el otro, «ultraja» a sus arrendatarios. O tomemos, por ejemplo, estos otros versos del Comus (1634) de John Milton:
    If every just man that now pines with want.
    Had but a moderate and beseeming share.
    Of that which lewdly pampered luxury.
    Now heaps upon some few with vast excess.
    Nature’s full blessings would be well dispensed.
    In unsuperfluous even proportion [18] …
    Un sentimiento parecido se expresa en El rey Lear. De hecho, Milton roba calladamente esa idea de Shakespeare. Voltaire, por su parte, creía que los ricos se hinchaban hasta abotargarse con la sangre de los pobres, y que la propiedad era un factor central del conflicto social. Como veremos, Jean-Jeacques Rousseau sostenía algo muy parecido. La idea de la lucha de clases no es ni mucho menos particular y exclusiva de Marx, y él mismo era muy consciente de ello.
    Aun así, ocupa un puesto de extraordinaria preeminencia en su pensamiento. Tan preeminente resulta para él que, en realidad, la considera nada menos que la fuerza impulsora de la historia humana. Es el motor o la dinámica misma del desarrollo humano, algo que jamás se le habría ocurrido a John Milton. Muchos pensadores sociales han concebido la sociedad humana como una especie de unidad orgánica, pero, para Marx, el verdadero elemento constitutivo de esta es la división. La sociedad está formada de intereses mutuamente incompatibles. La lógica que la guía es la del conflicto, más que la de la cohesión. Así, por ejemplo, si a los capitalistas les interesa mantener bajos los salarios, a los asalariados les interesa que suban.
    Marx proclama en El manifiesto comunista su famosa sentencia de que «la historia de toda sociedad hasta nuestros días no ha sido sino la historia de las luchas de clases». Es evidente que no pudo afirmar algo así en sentido literal. Si el hecho de que me cepillara los dientes el pasado miércoles forma parte de la historia, cuesta ver de qué modo podríamos enmarcarlo dentro de la lucha de clases. Lanzar un leg break jugando al críquet o tener una obsesión patológica por los pingüinos tampoco parecen ser cuestiones de relevancia candente para la lucha de clases. Quizás el concepto de «historia» se refiera a acontecimientos públicos y no privados como el cepillarse los dientes. Pero esa pelea que hubo en el bar anoche fue bastante pública también. Así que, tal vez, la historia en sí se circunscriba a los grandes acontecimientos públicos. Pero ¿según qué definición de «grandeza»? Y, además, ¿en qué sentido fue el Gran Incendio de Londres producto de la lucha de clases? Si el Che Guevara hubiera sido atropellado por un camión, ¿habríamos podido encuadrar el hecho dentro de la lucha de clases? Quizá, pero solo si un agente de la CIA hubiera estado al volante. De otro modo, no habría sido más que un accidente. La historia de la opresión de las mujeres está muy entrelazada con la historia de la lucha de clases, pero no se limita a ser un mero aspecto de esta. Lo mismo podemos decir de la poesía de Wordsworth o de Seamus Heaney. La lucha de clases no puede abarcarlo todo.
    Quizá Marx no se tomara su propia sentencia en sentido literal. A fin de cuentas, El manifiesto comunista es un escrito de propaganda política y, como tal, está repleto de adorno retórico. Pese a todo, es importante preguntarse cuánto pensamiento marxista contiene en realidad. Algunos marxistas parecen haberlo tratado como una especie de «teoría de todo», pero seguramente no lo es. El hecho de que el marxismo no tenga nada de interés que decir a propósito del whisky de malta, de la naturaleza del inconsciente, de la embriagadora fragancia de una rosa o de por qué hay algo en vez de nada, no lo desacredita en lo más mínimo. No pretende ser una filosofía total. No nos proporciona explicaciones de la belleza ni del erotismo, ni de cómo consigue un poeta como Yeats alcanzar tan curiosa resonancia con su verso. También ha mantenido un silencio casi absoluto en lo referente a las cuestiones del amor, la muerte y el sentido de la vida. Tiene, sin duda, un inmenso relato que mostrarnos, que se extiende desde los albores de la civilización hasta el presente y el futuro. Pero hay otros grandes relatos además del marxismo, como pueden ser los de la historia de la ciencia, de la religión o de la sexualidad, que interactúan con la historia de la lucha de clases pero no son reductibles a esta. (Los posmodernos tienden a asumir que existe un único gran relato o bien una multitud de minirrelatos. Pero no tienen razón en ninguno de los dos casos). Así que, fuera lo que fuere lo que el propio Marx pensaba, «toda la historia ha sido una historia de luchas de clases» no debería entenderse como que todas y cada una de las cosas acontecidas desde siempre han sido una cuestión de lucha de clases. Significa, más bien, que la lucha de clases es el factor más fundamental de la historia humana.
    Ahora bien, ¿fundamental en qué sentido? ¿Por qué es más fundamental, por ejemplo, que la historia de la religión, la de la ciencia o la de la opresión sexual? La clase no es necesariamente fundamental porque proporcione la motivación más fuerte para la acción política. Pensemos en el papel de la identidad étnica en ese sentido, un aspecto, por cierto, al que el marxismo ha prestado muy escasa consideración. Anthony Giddens sostiene que los conflictos entre Estados y las desigualdades raciales y sexuales «tienen la misma importancia que la explotación de clase [19] ». Pero ¿la misma importancia para qué? ¿La misma importancia moral y política, o la misma importancia para la consecución del socialismo? A veces decimos de algo que es fundamental si constituye la base necesaria de otra cosa, pero resulta difícil advertir en qué sentido es la lucha de clases la base necesaria de la fe religiosa, de los descubrimientos científicos o de la opresión de las mujeres, por muy entremezclada que esté con estos factores. No parece ser cierto que, de derribar ese cimiento, el budismo, la astrofísica o el concurso de belleza de Miss Mundo fueran a desmoronarse sin él. Todos ellos cuentan con sus propias historias relativamente independientes.
    Así que ¿para qué es fundamental la lucha de clases? La respuesta de Marx es aparentemente doble. Por una parte, se trata de un factor que condiciona y moldea muchísimos acontecimientos, instituciones y formas de pensamiento que, a simple vista, parecerían inocentes de la participación en tal lucha; y, por otra, desempeña un papel decisivo en la turbulenta transición de una época de la historia a otra. Por historia, Marx no quiere decir «todo lo que ha sucedido desde siempre», sino una trayectoria específica subyacente a todo eso. Él utiliza el término «historia» con el sentido de curso significativo de los acontecimientos, no como sinónimo del conjunto total de la  existencia humana hasta nuestros días.
    Entonces, ¿en qué quedamos? ¿Es la idea de lucha de clases lo que distingue el pensamiento de Marx de otras teorías sociales? Pues la verdad es que no. Ya hemos visto que la noción no es original suya, como tampoco lo es el concepto de modo de producción. Lo que sí es singular de su pensamiento es el hecho de ligar esas dos ideas (la lucha de clases y el modo de producción) entre sí para producir un escenario histórico que resulta ciertamente novedoso. La relación concreta entre ambas ideas ha sido objeto de largo debate entre los marxistas, y el propio Marx no se mostró nunca particularmente elocuente sobre el tema. Pero si andamos tras la pista de aquello que es peculiar y característico de su obra, no haremos mal en detenernos aquí. En esencia, el marxismo es una teoría y una práctica del cambio histórico a largo plazo. El problema, como veremos, es que esto que define de manera más singular al marxismo es también lo que más problemático resulta de él.
    En términos generales, para Marx un modo de producción significa la combinación de ciertas fuerzas de producción con determinadas relaciones de producción. Una fuerza de producción significa cualquier instrumento mediante el que aplicamos nuestro trabajo al mundo para reproducir nuestra vida material. La idea abarca todo aquello que facilita el dominio o el control humano sobre la naturaleza con fines productivos. Los ordenadores son una fuerza productiva cuando se utilizan para participar en la producción material en general y no para chatear con asesinos en serie disfrazados de amables extraños. Los burros eran una fuerza productiva en la Irlanda del siglo  XIX . La fuerza de trabajo humana es una fuerza productiva. Pero estas fuerzas jamás están presentes por sí solas. Siempre aparecen vinculadas con ciertas relaciones sociales, concepto este último por el que Marx entiende las relaciones entre clases sociales. Una clase social, por ejemplo, puede ser dueña y señora de los medios de producción, mientras que otra puede estar siendo explotada por aquella.
    Marx cree que las fuerzas productivas tienen tendencia a desarrollarse a medida que avanza la historia. Con ello no quiere decir que estén progresando todo el tiempo, pues, por otra parte, también parece dar a entender que pueden caer en prolongados periodos de estancamiento. El agente de ese desarrollo es la clase social que se halle al mando de la producción material. Conforme a esta versión de la historia, es como si las fuerzas productivas «seleccionasen» la clase más capacitada para expandirlas. Llega un momento, sin embargo, en el que las relaciones sociales imperantes, lejos de favorecer el crecimiento de las fuerzas productivas en cuestión, empiezan a funcionar como un obstáculo para las mismas. Relaciones y fuerzas chocan en una especie de contradicción directa, lo que crea el marco propicio para una revolución política. La lucha de clases se agudiza y la clase social capaz de hacer avanzar esas fuerzas de producción es la que asume el poder de manos de sus antiguos dueños. El capitalismo, por ejemplo, va dando tumbos de crisis en crisis y de depresión en depresión debido a las relaciones sociales que entraña, y, en un determinado momento de ese declive suyo, la clase obrera estará ahí para conquistar la propiedad y el control de la producción. En un momento de su extensa obra, Marx llega incluso a afirmar que ninguna nueva clase social releva en el poder a otra hasta que las fuerzas productivas han sido desarrolladas en la máxima medida posible por la anterior.
    El argumento queda expuesto en sus más sucintos términos en el siguiente y conocido pasaje:
    Al llegar a una determinada fase de desarrollo, las fuerzas productivas materiales de la sociedad entran en contradicción con las relaciones de producción existentes, o, lo que no es más que la expresión jurídica de esto, con las relaciones de propiedad dentro de las cuales se han desenvuelto hasta allí. Estas relaciones pasan de ser formas de desarrollo de las fuerzas productivas a trabas para tal evolución. Y se abre así una época de revolución social [20] .
    Esta teoría presenta numerosos problemas que bien se han aprestado a señalar los propios marxistas. Para empezar, ¿por qué asume Marx que las fuerzas productivas continúan evolucionando? Cierto es que el desarrollo tecnológico tiende a ser acumulativo, pues los seres humanos somos reacios a renunciar a los avances que conseguimos en cuanto a prosperidad y eficiencia. Esto se debe a que, como especie, somos un tanto racionales, pero también ligeramente indolentes y, por consiguiente, proclives a ahorrarnos trabajo. (Estos son precisamente los factores que determinan que las colas de las cajas de los supermercados sean siempre más o menos de la misma longitud). Es difícil que, habiendo inventado el correo electrónico, vayamos a recuperar las inscripciones en las rocas como forma de comunicación. Disponemos, además, de la capacidad para transmitir tales avances a las generaciones futuras. El conocimiento tecnológico rara vez se pierde, incluso después de que la tecnología en sí se haya destruido. Pero esta es una verdad tan genérica que no nos sirve para arrojar luz sobre mucho, que digamos. No explica, por ejemplo, por qué las fuerzas de producción evolucionan muy rápido en ciertos momentos, pero pueden luego estancarse durante siglos. La existencia o no de un gran desarrollo tecnológico depende de las relaciones sociales imperantes y no de ningún impulso inherente. Hay marxistas que entienden la compulsión que nos empuja a mejorar las fuerzas de producción no como una ley general de la historia, sino como un imperativo particular del capitalismo. Discrepan, pues, del supuesto según el cual a todo modo de producción debe seguirlo otro más productivo aún. Lo que ya es más discutible es que Marx se incluyera a sí mismo entre estos 
marxistas.

    Por otra parte, no está claro cuál es el mecanismo por el que unas clases sociales (y no otras) son «seleccionadas» para la misión de hacer avanzar las fuerzas productivas. Después de todo, estas fuerzas no son un personaje fantasmal capaz de otear el panorama social en busca de un candidato particular que llamar en su ayuda. Las clases dominantes no fomentan las fuerzas productivas por altruismo, está claro, como tampoco toman el poder con el propósito expreso de dar de comer a los hambrientos y vestir a los harapientos. Más bien tienden a guiarse por sus propios intereses materiales, tratando de cosechar un excedente del trabajo de otros. Ahora bien, al obrar así, hacen que avance el conjunto de las fuerzas productivas sin saberlo y, con ellas (al menos, a largo plazo), la riqueza tanto espiritual como material de la humanidad. Fomentan la generación de recursos de los que la mayoría de miembros de esa sociedad de clases están excluidos, pero que van acumulando un legado que el conjunto de los hombres y las mujeres heredarán algún día en el futuro comunista.
    Es evidente que Marx cree que la riqueza material puede dañar nuestra salud moral. Aun así, él no aprecia el abismo entre lo moral y lo material que sí ven algunos pensadores idealistas. Según él, el despliegue de las fuerzas productivas supone también el de las facultades y las capacidades humanas. En un cierto sentido, la historia no tiene nada de relato de progreso, sino que vamos tambaleándonos de una sociedad de clases —de una forma de opresión y explotación— a otra. En otro sentido, sin embargo, ese lúgubre relato puede concebirse como un desplazamiento hacia delante y hacia arriba, pues los seres humanos van adquiriendo necesidades y deseos más complejos, van siguiendo vías más intrincadas y gratificantes de cooperación, y van creando nuevas formas de relación y de realización personal.
    En el futuro comunista, el conjunto de los seres humanos accederá a esa herencia, pero el proceso de acumulación de esta es inseparable de la violencia y la explotación. Al final, las que se afianzarán serán unas relaciones sociales que permitirán desplegar la totalidad de esa riqueza acumulada en beneficio de todos y todas. Pero el propio proceso de acumulación conlleva que una gran mayoría de hombres y mujeres se vean excluidos, entre tanto, de su disfrute. Es así, según comenta Marx, cómo la historia «progresa por su lado malo». Tal parece cual si la injusticia del momento presente fuera inevitable para la justicia del posterior. El fin está en desacuerdo con los medios: sin explotación, no habría una expansión considerable de las fuerzas productivas, y, sin tal expansión, el socialismo carecería de base material suficiente.
    Marx tiene seguramente razón al advertir que lo material y lo espiritual están tanto en conflicto como en connivencia. No se limita a condenar la sociedad de clases por sus atrocidades morales (aun cuando bien que lo hace), sino que reconoce asimismo que la realización espiritual requiere de una cimentación material. No podemos tener una relación aceptable y digna si nos estamos muriendo de hambre. Toda ampliación de la comunicación humana trae consigo nuevas formas de comunidad y de división. Las nuevas tecnologías pueden frustrar el potencial humano, pero también pueden favorecerlo. La modernidad no es algo que quepa exaltar sin reflexionar, pero tampoco debemos desecharla desdeñosamente. Sus cualidades positivas y negativas son, en su mayor parte, aspectos del mismo proceso. De ahí que solo un enfoque dialéctico (uno que logre captar hasta qué punto la contradicción forma parte de su esencia misma) pueda hacerle justicia.
    En cualquier caso, la teoría de la historia de Marx no está exenta de problemas reales. ¿Por qué, por ejemplo, es siempre el mismo mecanismo —el conflicto entre las fuerzas y las relaciones de producción— el que actúa en el paso de una era de sociedad de clases a otra? ¿Qué explica esta extraña continuidad a lo largo de tan prolongados intervalos de tiempo histórico? ¿Acaso no es posible derrocar una clase dominante cuando está aún en pleno apogeo si la oposición política que le hace frente es suficientemente poderosa? ¿De verdad tenemos que esperar hasta que las fuerzas productivas empiezan a fallar? ¿Y no podría darse el caso, más bien, de que el crecimiento de las fuerzas productivas debilitase en realidad la clase inicialmente preparada para tomar el poder (porque hiciera posible, por ejemplo, el diseño de nuevas formas de tecnología opresiva)? Y es que, si bien es verdad que, a medida que crecen las fuerzas productivas, los trabajadores tienden a estar mejor cualificados, organizados y educados, y adquieren (tal vez) mayor sofisticación política y mayor confianza en sus propias posibilidades en ese terreno, por la misma regla de tres también puede haber más tanques, más cámaras de vigilancia, más diarios derechistas y más vías de subcontratación de puestos de trabajo. Las nuevas tecnologías pueden empujar a más personas al paro y, por lo tanto, a la inercia política. De todos modos, el hecho de que una clase social esté lista para llevar a cabo una revolución depende de mucho más que de si tiene o no las potencialidades para promover las fuerzas de producción. Las capacidades de una clase vienen condicionadas por una amplia variedad de factores. ¿Y cómo sabemos entonces que un conjunto concreto de relaciones sociales será de utilidad para ese fin?
    Ningún cambio de relaciones sociales puede explicarse por una expansión de las fuerzas productivas sin más. Tampoco todos los cambios rompedores en el ámbito de las fuerzas productivas dan necesariamente como resultado unas nuevas relaciones sociales, como la Revolución industrial bien ejemplifica. Unas mismas fuerzas productivas pueden coexistir con conjuntos diferentes de relaciones sociales. El estalinismo y el  capitalismo industrial, sin ir más lejos. La agricultura no industrial, por poner otro ejemplo, ha demostrado haber dado cabida desde la Antigüedad hasta la Era moderna a una amplia diversidad de relaciones sociales y de formas de propiedad. Y un mismo conjunto de relaciones sociales puede ser propicio también para diferentes tipos de fuerzas productivas. Pensemos, si no, en la industria y la agricultura capitalistas. Las fuerzas y las relaciones productivas no han ido permanentemente de la mano y en armonía a lo largo de la historia. Lo cierto es que cada fase de desarrollo de las fuerzas productivas abre todo un abanico de posibles relaciones sociales y nada garantiza que un grupo concreto de ellas sea el que al final se acabe imponiendo. Tampoco existe garantía alguna de que un agente revolucionario potencial esté oportunamente preparado para intervenir cuando llegue la hora histórica de la verdad. A veces, simplemente no hay ninguna clase a mano para llevar las fuerzas productivas un paso más allá: así sucedió en el caso de la China clásica.
    Pese a todo, la conexión entre fuerzas y relaciones es muy esclarecedora. Entre otras cosas, nos permite reconocer que solo podemos experimentar ciertas relaciones sociales si las fuerzas productivas han evolucionado hasta un determinado punto. Para que unas personas vivan con mucho mayor confort que otras es necesario producir un excedente económico apreciable, pero esto solamente resulta posible a partir de un cierto estadio de desarrollo productivo. No se puede mantener a toda una nutrida corte real, con sus juglares, sus pajes, sus bufones y sus chambelanes, cuando toda la población está obligada a pastorear cabras o a recolectar plantas para sobrevivir.
    La lucha de clases es, en esencia, una lucha por el excedente productivo y, como tal, es muy probable que continúe mientras no haya suficiente para todos. La clase surge cuando la producción material está organizada de tal modo que unos individuos se ven forzados a transferir su plus trabajo (o trabajo excedente) a otros para sobrevivir. Cuando el excedente es escaso o nulo, como sucede en el llamado comunismo primitivo, todo el mundo tiene necesidad de trabajar y nadie puede vivir del esfuerzo de otras personas, por lo que no puede haber clases. Más adelante, sí se genera suficiente excedente para fundar clases como la de los señores feudales, que viven del trabajo de sus siervos. Pero solo con el capitalismo puede crearse suficiente excedente como para que la abolición de la escasez (y, con ella, la de las clases sociales) sea posible. Lo que sucede es que únicamente el socialismo puede llevar esto último a la práctica.
    Ahora bien, no está claro por qué deben triunfar siempre las fuerzas productivas sobre las relaciones sociales, es decir, por qué estas últimas muestran tan humilde deferencia ante las primeras. Además, la teoría no parece concordar en realidad con la descripción que Marx hace de la transición del feudalismo al capitalismo ni, en ciertos aspectos, de la de la esclavitud al feudalismo. No es menos cierto tampoco que, con no poca frecuencia, hay clases sociales que se mantienen durante siglos en el poder incluso después de haber perdido toda capacidad para favorecer el crecimiento productivo.
    Uno de los fallos evidentes de ese modelo es su determinismo. Nada parece capaz de resistirse al avance inexorable de las fuerzas productivas. La historia se desarrolla con arreglo a una lógica interna inevitable. Hay un único «sujeto» de la historia (las fuerzas productivas en constante crecimiento) que se despliega a lo largo de toda ella generando diferentes escenarios políticos a su paso. Se trata, pues, de una imagen impenitentemente metafísica. Pero no estamos ante un escenario simplista de Progreso (con mayúsculas). Al final, las facultades y las capacidades del ser humano que evolucionan mano a mano con las fuerzas productivas permiten configurar una humanidad mejorada. Pero el precio que pagamos por ello es terrible. Cada avance de las fuerzas productivas es una victoria tanto para la civilización como para la barbarie. Trae consigo nuevas posibilidades de emancipación, pero también se presenta envuelto en sangre. Marx no era ningún adorador ingenuo del progreso. Tenía sobrada conciencia del brutal coste que supondría el comunismo.
    Es verdad que también hay una lucha de clases, lo cual vendría a sugerir que los hombres y las mujeres son libres. Cuesta imaginar que las huelgas, los cierres patronales y las ocupaciones sean acciones dictadas por una fuerza providencial. Pero ¿y si esa libertad misma fuese algo preprogramado, por así decirlo: un factor integrado ya en la imparable marcha de la historia? Existe en este punto una cierta analogía con la interrelación cristiana entre la providencia divina y el libre albedrío humano. Para el cristiano, uno actúa libremente cuando estrangula al comisario jefe de la policía local, sí, pero Dios ha previsto ya esa acción dentro del marco de la eternidad y la ha incluido en su plan concreto para la humanidad. No me obligó a disfrazarme de criada el pasado viernes y a hacerme pasar por una tal Milly, pero en su omnisciencia, él ya sabía que yo iba a hacer algo así y, por consiguiente, fue perfectamente capaz de conformar sus planes cósmicos teniendo en cuenta mi numerito de la doncella. Cuando le rezo para conseguir un osito de peluche más bonito que el sobado y manchado de cerveza que reposa sobre mi almohada actualmente, no lo hago porque Dios jamás hubiera tenido la más mínima intención de concederme semejante favor y, al escuchar mi plegaria, acceda a cambiar de opinión. Dios no puede cambiar de opinión. Lo que sucede, más bien, es que decide de antemano para toda la eternidad, y entre todo lo ya decidido por él está el darme un osito de peluche nuevo a raíz de mi plegaria, cosa que también había previsto de antemano entre sus susodichos planes para toda la eternidad. En cierto sentido, la venida del futuro reino de Dios no es algo predestinado: se hará realidad solamente si los hombres y las mujeres se esfuerzan en el momento presente para que sea así más adelante. Pero el hecho de que realicen o no ese esfuerzo por su propia y libre voluntad es en sí un resultado inevitable de la gracia divina.
    Una interrelación similar es la que se observa entre libertad e inevitabilidad en Marx. Él parece creer en ocasiones que la lucha de clases, aun siendo libre en cierto sentido, se intensificará sin remedio bajo ciertas condiciones históricas y que, a veces, se puede predecir su resultado con total certeza. Tomemos como ejemplo la cuestión del socialismo. Marx parece concebir como inevitable el advenimiento del socialismo. Así lo afirma en más de una ocasión. En El manifiesto comunista , la caída de la clase capitalista y la victoria de la clase obrera son calificadas de «igualmente inevitables». Pero esto no es debido a que Marx crea en la existencia de una ley secreta e inscrita en la historia que traerá el socialismo hagan lo que hagan los hombres y las mujeres del mundo. Si así fuera, ¿a santo de qué iba a apremiarnos con la necesidad de emprender y proseguir la lucha política? Si el socialismo fuera en verdad inevitable, podríamos pensar que bastaría con que nos sentáramos a aguardar su llegada, pidiéndonos quizás unos platos de curry o haciéndonos unos cuantos tatuajes para amenizar la espera. Y es que el determinismo histórico invita al quietismo político. En el siglo  XX tuvo, de hecho, un papel clave en el fracaso inicial del movimiento comunista a la hora de combatir el fascismo, convencidos como estuvieron durante mucho tiempo los seguidores de aquel de que el fascismo no era más que el canto del cisne de un sistema capitalista al borde mismo de la extinción definitiva. Podría decirse que hoy ya no esperamos con ansia la llegada de lo inevitable como ocurría en el siglo  XIX . Quien empieza una frase diciendo «actualmente es inevitable que…» evoca por lo general malos presagios.
    Marx no cree que la inevitabilidad del socialismo signifique que podemos quedarnos todos tranquilamente en la cama. Piensa, más bien, que, en cuanto el capitalismo haya quebrado definitivamente, las gentes trabajadoras no tendrán ya excusa para no tomar el poder y sí todos los motivos del mundo para hacerlo. Se darán cuenta de que les conviene cambiar el sistema y de que, al ser mayoría, disponen del poder necesario para conseguirlo. Así que actuarán como animales racionales que son y fundarán una alternativa. ¿Para qué iban a soportar una existencia desdichada bajo un régimen que pueden cambiar a su favor? ¿Por qué iba nadie a dejar que le picara el pie hasta extremos intolerables si es perfectamente capaz de rascárselo? Del mismo modo que, para el cristiano, la acción humana es libre aunque forma parte de un plan preordinado, para Marx la desintegración del capitalismo inducirá inexorablemente a los hombres y a las mujeres a erradicarlo por su propia y libre voluntad.
    De lo que él habla, pues, es de lo que los hombres y las mujeres libres se sienten obligados a hacer bajo ciertas circunstancias. Pero ahí radica seguramente la contradicción, pues la libertad significa que no haya nada que uno se sienta forzado a hacer. Nadie está obligado a devorar una suculenta chuleta de cerdo aunque el hambre le devore las entrañas. Puede que un musulmán muy devoto prefiera incluso morir antes que hacer algo así. Si solo tengo una manera posible de actuar y me resulta inviable no seguirla, entonces, en esa situación, no soy libre. El capitalismo tal vez se dirija en estos momentos dando tumbos hacia el precipicio de su ruina final, pero bien podría no ser el socialismo lo que viniera a reemplazarlo. Podría ser más bien el fascismo o la barbarie. Quizá la clase obrera esté demasiado debilitada y desmoralizada por el desmoronamiento del sistema como para actuar de un modo constructivo. De hecho, en un momento de pesimismo, desacostumbrado en él, Marx admite que la lucha de clases podría desembocar en la «ruina común» de las clases en pugna.
    También podría darse el caso (que él no logró prever del todo) de que el sistema conjurara la posibilidad de insurrección política recurriendo a la reforma. La socialdemocracia es un baluarte entre ella misma y el desastre. Implanta un esquema por el que el excedente arrebatado a las fuerzas productivas desarrolladas puede usarse para sobornar a la revolución, un escenario que no encaja nada bien en el esquema histórico planteado por Marx. Él creía, al parecer, que la prosperidad capitalista no podía ser más que temporal; que el sistema acabaría por irse a pique, y que la clase obrera se alzaría entonces inevitablemente para tomar el poder. Pero con ello pasó por alto, para empezar, las múltiples vías (mucho más sofisticadas en nuestros días que en los de Marx) por las que el capitalismo (incluso en crisis) puede seguir procurándose el consentimiento de sus ciudadanos y ciudadanas. Marx no tuvo nunca que vérselas con Fox News ni con el Daily Mail , por ejemplo.
    Existe, por supuesto, otro futuro imaginable: el de la ausencia absoluta de futuro. Marx no podía prever en su tiempo la posibilidad de un holocausto nuclear o de una catástrofe ecológica. O, quién sabe, la clase dominante también podría ser derribada por el impacto de un asteroide (un destino final que algunos de sus miembros quizá consideren preferible a una revolución socialista). Hasta la más determinista de las teorías de la historia puede quedar arruinada por semejantes contingencias. Nada de ello es óbice para que nos sigamos preguntando cuán determinista histórico es Marx en realidad. Si su obra se redujera a la idea de que las fuerzas productivas dan origen a unas determinadas relaciones sociales, la respuesta sería muy simple. Estaríamos ante un caso de determinismo en toda regla, y de tal condición que muy pocos marxistas actuales estarían dispuestos a suscribirlo [21] . Desde esa perspectiva, no serían los seres humanos quienes crean su propia historia, sino las fuerzas productivas, dotadas de una extraña y fetichista vida propia.
    Sin embargo, hay una corriente de pensamiento diferente en los escritos de Marx conforme a la cual son las relaciones sociales de producción las que tienen prioridad sobre las fuerzas productivas y no al revés. Si el feudalismo dio paso al capitalismo, no fue porque este último pudiera hacer que las fuerzas productivas avanzaran con mayor eficiencia, sino porque las relaciones sociales feudales en el mundo rural se vieron paulatinamente expulsadas por las capitalistas. El feudalismo creó las condiciones en las que pudo crecer la nueva clase burguesa, pero esta no emergió a consecuencia del crecimiento de las fuerzas productivas sin más. Además, si las fuerzas de producción se expandieron bajo el régimen feudal, no lo hicieron porque tuvieran cierta tendencia intrínseca a desarrollarse, sino por razones de interés de clase. Y en lo que al periodo moderno respecta, si las fuerzas productivas han crecido con la rapidez con la que lo han hecho a lo largo de los dos últimos siglos, ha sido porque el capitalismo no puede sobrevivir sin una expansión constante.
    Según esta teoría alternativa, los seres humanos, ya sea mediante el vehículo de las relaciones sociales o de las luchas de clases, son en el fondo los autores de su propia historia. Marx comentó en una ocasión que tanto él como Engels se habían pasado cuarenta años enfatizando «la lucha de clases como fuerza impulsora inmediata de la historia [22] ». La importancia de esa insistencia en la lucha de clases estriba en que el resultado de esta es impredecible y en que las alegaciones de determinismo carecerían, por lo tanto, de toda base. Siempre se podría argumentar que lo que está determinado es el conflicto mismo: es decir, que las clases sociales tienden por naturaleza a perseguir intereses mutuamente contradictorios y que eso es algo determinado por el modo de producción. Pero solo muy de vez en cuando adopta ese conflicto «objetivo» de intereses la forma de una batalla política declarada, y cuesta ver de qué modo podría estar tal contienda preparada de antemano. Marx tal vez creyera que el socialismo era inevitable, pero seguro que no se le ocurrió que las leyes fabriles ( Factory Acts ) inglesas o la Comuna de París lo fueran. Si de verdad hubiera sido un determinista de pura cepa, tal vez habría sido capaz de decirnos cómo y cuándo llegaría el socialismo. Pero él era un profeta solamente en tanto que denunciaba la injusticia, no porque se dedicara a mirar el futuro en una bola de cristal.
    «La historia —escribe Marx— no hace nada, no posee una riqueza inmensa, no libra combates. Ante todo es el hombre, el hombre real y vivo, quien hace todo eso y realiza combates; estemos seguros de que no es la historia la que se sirve del hombre como de un medio para realizar (como si ella fuera un personaje particular) sus propios fines; no es más que la actividad del hombre que persigue sus objetivos [23] ». Cuando Marx comenta las relaciones sociales en el mundo antiguo, en el medieval o en el moderno, suele escribir como si estas fueran el verdadero elemento primario. También hace especial hincapié en que cada modo de producción —desde la esclavitud al capitalismo, pasando por el feudalismo— ha tenido sus propias leyes distintivas de desarrollo. Si esto es así, ya no tenemos por qué pensar en el proceso histórico como si este fuera rigurosamente «lineal», es decir, como si cada modo de producción siguiera los pasos del anterior con arreglo a cierta lógica interna. No hay ningún elemento endémico del feudalismo que haga que este se transforme inexorablemente en capitalismo. Así pues, de pronto, la historia deja de ser un tapiz recorrido de punta a punta por un mismo hilo para convertirse en un conjunto de diferencias y discontinuidades. La que piensa en términos de leyes evolutivas universales es la economía política burguesa, no el marxismo. De hecho, el propio Marx protestó contra la acusación de que pretendiera someter la historia entera a una única ley. Como buen romántico, él era profundamente reacio a tan desabridas abstracciones. «El método materialista se torna en su opuesto —insistió— si se toma, no como un principio orientador de la investigación, sino como un patrón preparado con el que moldear los hechos de la historia a nuestra conveniencia [24] ». Su concepción de los orígenes del capitalismo, advierte, no debería transformarse «en una teoría filosófico-histórica del camino general prescrito por el destino a todas las naciones, cualesquiera que fueran las circunstancias históricas en las que estas se hallaren [25] ». Si en la historia obraban ciertas tendencias, también intervenían otras contrarias, lo que implica que no hay resultados garantizados de antemano.
    Algunos marxistas han restado importancia al argumento de la «primacía de las fuerzas productivas» y se la han dado a la teoría alternativa que acabamos de examinar. Pero esta es probablemente una actitud demasiado defensiva. El primero de esos dos modelos aflora en demasiados lugares relevantes de la obra de Marx como para no creer que él mismo se lo tomaba muy en serio. No da la impresión de ser una aberración puntual. Se trata, además, de la interpretación que Lenin y Trotski hicieron por lo general de las tesis del autor alemán. Algunos analistas afirman que, en la época en la que escribió El capital , Marx había abandonado ya más o menos su creencia anterior de que las fuerzas productivas fueran las protagonistas de la historia. Otros no están tan convencidos de ello. En cualquier caso, los estudiosos de Marx son libres de seleccionar aquellas ideas de la obra del autor que les parezcan más plausibles. Solo los integristas del marxismo dan a esa obra el tratamiento de unas sagradas escrituras, y de estos quedan hoy muchos menos que de los de la variedad cristiana.
    No existe prueba alguna de que Marx sea en líneas generales un determinista, entendido como alguien que niega que las acciones humanas son libres. Al contrario: él da muestras evidentes de creer en la libertad y hace continuas referencias (en sus artículos periodísticos sin ir más lejos) a cómo los individuos podrían (y, a veces, deberían) haber actuado de otro modo con independencia de los límites históricos que restringían sus alternativas. Engels, a quienes algunos ven como un determinista redomado, se interesó toda su vida por la estrategia militar, que difícilmente puede considerarse un asunto de fatalidad inexorable [26] . A Marx también lo vemos en ocasiones recalcando la importancia esencial de la valentía y de la constancia para la victoria política, y parece aceptar la influencia decisiva de los sucesos aleatorios en los procesos históricos. El hecho de que el cólera causara estragos entre la clase obrera militante francesa en 1849 es uno de esos ejemplos.
    En cualquier caso, existen diferentes tipos de inevitabilidad. Podemos considerar que hay cosas inevitables sin por ello ser deterministas. Hasta los liberales libertarios tan al uso en Estados Unidos creen que la muerte es ineludible. Es evidente que si un nutrido grupo de texanos decide entrar y apretujarse en el interior de una cabina telefónica, alguno de ellos acabará gravemente aplastado. Es una cuestión de física, más que de fatalidad. Eso no varía en absoluto el hecho de que se apiñaran allí dentro por su propia y libre voluntad. Muchas de las acciones que realizamos libremente acaban convertidas en fuerzas ajenas y contrarias a nosotros. Las teorías de Marx sobre la alienación y el fetichismo de la mercancía se basan precisamente en esa verdad.
    Hay también otras acepciones de inevitabilidad. Afirmar que el triunfo de la justicia en Zimbabue es inevitable no implica necesariamente que se vaya a producir sin remedio. Puede tratarse, más bien, de una especie de imperativo moral o político con el que se pretende dar a entender que la alternativa es demasiado espantosa como para verla como una posibilidad. Una máxima como «socialismo o barbarie» tal vez no sugiera que vayamos a acabar indudablemente viviendo en un escenario o en el otro. Puede tratarse más bien de un modo de poner de relieve las consecuencias inconcebibles del hecho de no alcanzar el primero de ellos. Marx argumenta en La ideología alemana , que, «en el momento actual, […] los individuos deben abolir la propiedad privada», pero ese «deber» tiene más de exhortación política que de constatación de que no tienen otra alternativa. Es posible, pues, que Marx no sea un determinista en general, pero son muchas las formulaciones presentes en su obra que transmiten una sensación de determinismo histórico. A veces llega incluso a comparar las leyes históricas con las naturales, como cuando escribió en El capital acerca de las «leyes naturales de la producción capitalista […] que operan y se imponen con férrea necesidad [27] ». Marx estaba de acuerdo, al parecer, con la apreciación de un comentarista que describió su obra como un tratado de la evolución de la sociedad entendida como un proceso de historia natural. También citó en sentido aprobatorio una reseña de su obra en la que se decía que esta demuestra «el carácter necesario tanto del orden actual de las cosas como de otro orden hacia el que el primero debe inevitablemente transitar [28] ». No está claro de qué modo encaja este austero determinismo con el papel central otorgado por el propio autor a la lucha de clases.
    Hay ocasiones en las que Engels distingue nítidamente las leyes históricas de las naturales, y otras en las que defiende las afinidades que las unen. Marx da ciertas vueltas a la idea de encontrar en la naturaleza una fundamentación para la historia, pero subraya asimismo el hecho de que nosotros hacemos la segunda y no la primera. A veces critica la aplicación de la biología a la historia humana y rechaza el concepto de leyes históricas de validez universal. Como muchos pensadores decimonónicos, Marx quiso apropiarse de la autoridad de las ciencias naturales (modelo supremo de conocimiento en aquel entonces) para legitimar su propia obra. Pero quizá creyera también en la posibilidad de conocer las llamadas leyes históricas con la misma certeza que las científicas.
    Aun así, cuesta creer que considerara que la que él llamó tasa decreciente de la ganancia del capitalista fuera literalmente una ley como la de la gravedad. Es imposible que creyera que la historia evoluciona como lo hacen las tormentas con aparato eléctrico. Bien es cierto que, para él, el curso de los acontecimientos históricos revela una determinada forma significativa, pero él no ha sido ni mucho menos el único en sostener algo parecido. De hecho, no son muchas las personas que conciben la historia humana como un fenómeno completamente aleatorio. Si no hubiera regularidades ni tendencias predecibles a grandes trazos en la vida social, seríamos incapaces de llevar a cabo acciones intencionales. No se trata de elegir entre leyes de hierro, por una parte, y el caos absoluto, por la otra. Toda sociedad —como toda acción humana— abre la posibilidad de ciertos futuros al tiempo que cierra la de otros. Pero esta interrelación entre libertad y constreñimiento dista mucho de constituir ningún tipo de necesidad férrea. Si alguien intenta construir el socialismo en condiciones de absoluta miseria económica, es muy probable que acabe implantando alguna variante del estalinismo. Este es un patrón histórico bien atestiguado y confirmado por toda una serie de experimentos sociales fallidos. A los liberales y a los conservadores no suele hacerles gracia hablar de leyes históricas, pero bien que hacen una excepción cuando se trata de esta ley en particular. Ahora bien, afirmar que el estalinismo es el resultado inevitable de tal escenario inicial es pasar por alto las contingencias de la historia. Tal vez el pueblo llano se alce y tome el poder; o tal vez un grupo de naciones ricas acuda inesperadamente en ayuda del experimento socialista; o tal vez los nuevos líderes descubran que bajo sus pies se encuentra el mayor yacimiento petrolífero del planeta y empleen ese nuevo recurso para construir la economía de su país conforme a criterios democráticos.
    Más o menos lo mismo sucede con el curso de la historia. Marx no parece creer que los diversos modos de producción que se han venido sucediendo desde la esclavitud de la Antigüedad hasta el capitalismo moderno se sigan necesariamente unos de los otros conforme a un patrón inalterable. Engels comentó en su momento que la historia «se mueve a menudo a grandes saltos y en zigzag [29] ». Para empezar, los diferentes modos de producción no se suceden unos a otros en sentido estricto, ya que pueden coexistir dentro de una misma sociedad. Por otra parte, Marx afirmó que sus tesis sobre la transición del feudalismo al capitalismo eran aplicables específicamente a Occidente y no podían universalizarse. En lo que a modos de producción se refiere, no todas las naciones tienen que seguir el mismo recorrido de unos a otros. Los bolcheviques fueron capaces de dar el salto de una Rusia parcialmente feudal a un Estado socialista sin pasar por un prolongado interludio de capitalismo generalizado.
    Marx creyó incluso en un cierto momento que su propia nación, Alemania, tendría que pasar por un estadio de gobierno burgués antes de que la clase obrera pudiera acceder al poder. Más tarde, sin embargo, abandonó aparentemente esa idea y recomendó en su lugar una «revolución permanente» que permitiera abreviar todas esas etapas. Según la visión ilustrada típica, la historia es un proceso que evoluciona orgánicamente y en el que cada fase surge de forma espontánea de la anterior dando lugar a un todo que conocemos como Progreso. El relato marxista, por el contrario, está marcado por la violencia, la ruptura, el conflicto y la discontinuidad. Hay progreso, sí, pero, como el propio Marx comentó en sus escritos sobre la India, este se parece más bien a un dios atroz que bebe su néctar directamente de las calaveras de los asesinados.
    Lo de hasta dónde cree Marx en la necesidad histórica no es solo una cuestión política y económica: también tiene una relevancia moral. No parece que supusiera que el feudalismo o el capitalismo tenían que surgir. Para todo modo de producción hay siempre varias rutas posibles de salida. Existen, claro está, ciertos límites a esa laxitud. Nadie pasaría del capitalismo de consumo al estadio de los cazadores-recolectores (salvo, quizás, en el caso de que hubiera intervenido una guerra nuclear de por medio). Las fuerzas productivas desarrolladas harían que semejante regresión resultara del todo innecesaria y harto indeseable. Pero sí que hay un paso en particular que Marx parece considerar inevitable. Se trata de la necesidad de que exista el capitalismo para que pueda surgir el socialismo. Impulsado por el interés propio particular, por la competencia despiadada y por la necesidad de expansión incesante, solo el capitalismo es capaz de desarrollar las fuerzas productivas hasta el punto en que, bajo una forma de administración política diferente, el excedente que aquellas generan puede ser utilizado para proporcionar suficiente de todo para todos y todas. Para tener socialismo, antes debemos tener capitalismo. O, mejor dicho, tal vez nosotros no tengamos por qué tener capitalismo, pero alguien debe tenerlo. Marx creía que Rusia podría ser capaz de alcanzar una forma de socialismo basada en la comuna campesina, ya que no en su inexistente historia de capitalismo industrial. Pero él no se imaginaba que esto pudiera conseguirse sin la ayuda de unos recursos capitalistas procedentes de algún otro lugar. Una nación en concreto no tiene por qué pasar por el capitalismo para hacerse socialista, pero solo podrá lograr tal transformación si el capitalismo existe ya en alguna parte.
    Esto plantea algún que otro espinoso problema moral. Del mismo modo que algunos cristianos aceptan el mal como algo necesario en cierto sentido dentro del plan de Dios para la humanidad, hay una posible lectura del marxismo que vendría a decir que, por muy avaricioso e injusto que sea el capitalismo, es un mal que conviene soportar por el bien del futuro socialista que aquel traerá inevitablemente tras su estela. Y, de hecho, no conviene solo soportarlo, sino incluso fomentarlo activamente. Hay ciertos pasajes en la obra de Marx en los que este jalea el crecimiento del capitalismo como único modo de allanar el camino hacia el socialismo. En una conferencia que pronunció en 1847, por ejemplo, defendió el papel del libre comercio como acelerador del advenimiento del socialismo. También estaba a favor de la unificación de Alemania pues, según él, favorecería el capitalismo alemán. Son varios los lugares en la obra de este socialista revolucionario en los que deja entrever un excesivo entusiasmo ante la perspectiva de la intervención de una clase capitalista que ponga fin a la «barbarie» en nombre del progreso.
    La moralidad de lo anterior se antoja, ciertamente, dudosa. ¿En qué se diferencia esa actitud de la de Stalin o la de Mao y sus pogromos criminales, ejecutados en nombre del futuro socialista? ¿Hasta dónde puede el fin justificar los medios? Y en vista de los pocos que hoy creen que el socialismo sea inevitable, ¿no es esta más razón aún para renunciar a tan brutal sacrificio del presente en aras de un futuro que quizá no llegue jamás? Si el capitalismo es imprescindible para el socialismo y, al mismo tiempo, es injusto, ¿no está sugiriendo Marx entonces que la injusticia es aceptable desde el punto de vista moral? Para que exista justicia en el futuro, ¿debe haber habido injusticia en el pasado? Marx escribe en Teorías sobre la plusvalía que «el desarrollo de las capacidades de la especie humana se produce a costa de la mayoría de individuos e, incluso, clases [30] ». Quiere decir con ello que el bien de la especie triunfará finalmente en forma de comunismo, pero que esto conllevará una gran dosis de sufrimiento e injusticia ineluctables por el camino. La prosperidad material que, en última instancia, servirá para financiar la libertad es fruto de la ausencia misma de libertad.
    Hay una diferencia entre, por un lado, hacer el mal con la esperanza de obtener un bien y, por otro, tratar de dar un buen uso al mal de otros. Los socialistas no perpetraron el capitalismo y son inocentes de los crímenes de este. Pero dado que ya existe, parece racional intentar sacarle el máximo partido. Esto es posible porque, es evidente, el capitalismo no es simplemente malo sin más. Pensar lo contrario es ser radicalmente tendencioso, un defecto del que el propio Marx rara vez pecó. Como ya hemos visto, el sistema engendra tanto libertad como barbarie, y tanto emancipación como esclavización. La sociedad capitalista genera una enorme riqueza, pero lo hace de tal modo que inevitablemente coloca esta fuera del alcance de la mayoría de sus ciudadanos y ciudadanas. Pese a todo, esa riqueza está ahí y siempre es posible volver a ponerla al alcance de todos nosotros. Podemos desenlazarla de las formas codiciosas e individualistas que la crearon, invertirla en el bien del conjunto de la comunidad y emplearla para reducir al mínimo el trabajo desagradable. Puede así liberar a los hombres y a las mujeres de las cadenas de la necesidad económica para que lleven una vida en la que sean libres de realizar su potencial creativo. Ese es el ideal comunista según Marx.
    De nada de lo anterior se deduce que el ascenso del capitalismo fuese un bien absoluto. Habría sido mejor que la emancipación humana se pudiera haber logrado con mucha menos sangre, sudor y lágrimas. No se puede decir en este sentido, pues, que la teoría de la historia de Marx sea «teleológica». Una teoría teleológica es la que sostiene que cada fase de la historia se deriva de forma inexorable de lo que aconteció antes de ella. Cada estadio del proceso es así necesario en sí mismo, y junto con los demás forman un todo indispensable para alcanzar una determinada meta. Esta meta es en sí inevitable y funciona como fuerza dinámica oculta de la totalidad del proceso. Nada sobra en ese relato y todo —por aparentemente nocivo o negativo que resulte— contribuye al bien del conjunto.
    Eso no es lo que enseña el marxismo. Decir que el capitalismo puede servir de base para un futuro mejor no implica que exista con esa única razón en mente. Tampoco el socialismo es una consecuencia necesaria del capitalismo. El marxismo no sugiere que los crímenes del capitalismo estén justificados por el posterior advenimiento del socialismo, ni afirma que el capitalismo emerja por necesidad histórica. Los modos de producción no surgen necesariamente. No están ligados a todas las etapas previas por ninguna lógica interna. Ningún estadio del proceso existe por causa de los otros. Siempre es posible saltarse fases, como hicieron los bolcheviques. Y el fin no está ni mucho menos garantizado. Para Marx, la historia no se está moviendo en ninguna dirección en particular. El capitalismo puede usarse para construir el socialismo, pero no hay ningún sentido concreto en el que el conjunto del proceso histórico esté empujándonos en secreto a todos hacia ese fin.
    Así pues, la era capitalista moderna tiene una serie de beneficios indudables. Y son muchos —desde la anestesia y la reforma penal hasta los sistemas eficientes de higiene pública y la libertad de expresión— y valorables por sí mismos, y no simplemente porque un futuro socialista encuentre algún día el modo de sacar provecho de ellos. Pero eso no significa de forma necesaria que el sistema quede así definitivamente justificado. Se puede argumentar que, incluso en el caso de que la sociedad de clases conduzca al final al socialismo, el precio que la humanidad se habrá visto obligada a pagar por tan feliz desenlace habrá sido sencillamente demasiado elevado. ¿Cuánto tiempo tendría que sobrevivir un mundo socialista y con qué vigor tendría que prosperar para justificar en retrospectiva los sufrimientos causados por la historia de clases? ¿Acaso tendría, alguna vez, mayores oportunidades de justificarse que Auschwitz, por ejemplo? Ya lo dijo el filósofo marxista Max Horkheimer: «La ruta de la historia recorre la pena y el sufrimiento de los individuos. Hay una serie de conexiones explicativas entre esos dos hechos, pero ningún sentido justificativo [31] ».
    La del marxismo no se suele percibir por lo general como una visión trágica del mundo. Su acto final (el comunismo) parece demasiado optimista para eso. Pero no apreciar su vena trágica significa pasar por alto buena parte de su compleja profundidad. El relato marxista no es trágico en el sentido de que acabe mal. Pero un relato no tiene por qué tener un final infeliz para ser trágico. Incluso en el caso de que los hombres y las mujeres encuentren cierta realización en el momento del desenlace, no deja de ser trágico que eso tenga que ser a condición de que sus antepasados soportaran todo un infierno. Y habrá muchos que vayan cayendo por el camino, sin alcanzar realización alguna y sin dejar ni el más mínimo recuerdo. Salvo resucitándolos literalmente, jamás podremos recompensar a esos millones de derrotados. La teoría de la historia de Marx es trágica justamente en ese sentido.
    Esa es una característica que Aijaz Ahmad ha sabido captar a la perfección. Él se refiere concretamente a lo que Marx escribió sobre la destrucción del campesinado, pero su argumento es de aplicación más general al conjunto de la obra marxiana. Esta transmite, según Ahmad, «una sensación de ruptura colosal y de pérdida irrecuperable, un dilema moral por el que ni lo viejo ni lo nuevo pueden afirmarse plenamente, una constatación de que el sufridor era buena y mala persona al mismo tiempo, una confirmación también de que la historia de las victorias y las derrotas es en realidad una historia de producciones materiales, y, entre todo ello, el atisbo de una esperanza: la de que, al final de todo, algo bueno pueda salir aún de toda esta historia despiadada [32] ». La tragedia no está necesariamente exenta de esperanza. Lo que sucede es que, cuando afirma, lo hace temerosa y temblorosa, y con el semblante afligido por el horror.
    Existe, por último, otra cuestión de la que dejar constancia. Ya hemos visto que el propio Marx asume que el capitalismo es indispensable para el socialismo. Pero ¿realmente lo es? ¿Y si tratáramos de desarrollar las fuerzas productivas desde niveles muy bajos pero, en la medida de lo posible, dentro de la compatibilidad con los valores socialistas democráticos? Estaríamos ante una tarea terriblemente difícil. Pero esa, a grandes trazos, era la postura de algunos miembros de la denominada Oposición de Izquierda en la Rusia bolchevique, y aunque el suyo fue un proyecto que se fue a pique, es muy posible que se tratara de la estrategia correcta en aquellas circunstancias. ¿Y si el capitalismo no hubiera existido jamás? ¿No podría haber dado la humanidad con una forma menos atroz de desarrollar los que Marx considera que son sus más valiosos bienes: la prosperidad material, la abundancia de la capacidad creativa humana, la autodeterminación, las comunicaciones globales, la libertad individual, una cultura magnífica, etc.? ¿Acaso una historia alternativa no habría producido genios equivalentes a los de Rafael y Shakespeare? Me viene a la mente, por ejemplo, el florecimiento de las artes y las ciencias en la antigua Grecia, en Persia, en Egipto, en China, en la India, en Mesopotamia y en otros lugares. ¿De verdad era necesaria la modernidad capitalista? ¿Sale bien parado el valor de la ciencia y la libertad humana modernas de la comparación con los bienes espirituales de las sociedades tribales? ¿Qué ocurre cuando ponemos la democracia y el Holocausto en sendos platos de la balanza?
    Esta puede ser una cuestión que trascienda lo académico. Supongamos que unos cuantos de nosotros sobreviviéramos como pudiéramos a un cataclismo nuclear o ecológico y comenzáramos de nuevo la imponente tarea de reconstruir la civilización desde cero. Sabiendo lo que sabríamos acerca de las causas de la catástrofe, ¿no haríamos bien en probar esta vez la vía socialista?


TERRY EAGLETON (Inglaterra, 1943). Eagleton nació en Salford en una familia obrera y católica, cuyos abuelos paternos eran inmigrantes irlandeses, más humildes. De niño hizo de monaguillo y de portero en un convento de carmelitas, como recuerda en su autobiografía, de tono a menudo irónico. Sintió enseguida el elitismo de la universidad en la que estudió, y donde se doctoró, el Trinity College de Cambridge. A continuación, fue profesor en el Jesus College de Cambridge. Tras varios años de haber enseñado en Oxford —Wadham College, Linacre College y St. Catherine’s College—, obtuvo la cátedra John Rylands de Teoría Cultural de la Universidad de Mánchester, donde enseña actualmente.
    Eagleton fue discípulo del crítico marxista Raymond Williams. Empezó su carrera como estudioso de la literatura de los siglos  XIX y XX , para pasar después a la teoría literaria marxista, en la estela de Williams. En los últimos tiempos, Eagleton ha integrado los estudios culturales con la teoría literaria tradicional. En los años sesenta formó parte de Slant, un grupo católico de izquierda, y escribió varios artículos de corte teológico, como el libro Towards a New Left Theology .
    Sus publicaciones más recientes evidencian un interés renovado por los temas teológicos. Otra de las grandes influencias teóricas de Eagleton es el psicoanálisis. Ha sido, además, uno de los principales valedores de la obra de Slavoj Žižek en el Reino Unido.

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