EL FENÓMENO NIETZSCHE
A finales de marzo de 1883, Friedrich Nietzsche —que por entonces tenía 39 años de edad y residía en Génova— no se encontraba nada bien. Acababa de regresar de Suiza para volver a instalarse en su antiguo alojamiento de la calle Salita delle Battistine, pero no había conseguido con ello ningún alivio inmediato de las migrañas, los problemas de estómago y el insomnio que padecía. Hallándose previamente descompuesto (aunque también confortado) por el fallecimiento, el mes anterior, de su otrora gran amigo, el compositor Richard Wagner, con quien había terminado riñendo, sufrió un grave episodio de gripe, recetándole al efecto el médico genovés que le atendía la toma de varias dosis diarias de quinina. Se daba además la nada habitual circunstancia de que la ciudad había quedado cubierta por el manto blanco de una copiosa nevada, acompañada de unos «extraños truenos y fucilazos», y parece ser que esto también contribuyó a alterar su ánimo y a dificultar su recuperación. Incapaz de dar los estimulantes paseos que formaban parte de su rutina y le ayudaban a pensar, el día 22 de marzo seguía languideciendo en casa, postrado en cama. [26]
Lo que agravaba todavía más esta «negra melancolía», como él mismo diría, era el hecho de que hubieran transcurrido ya cuatro semanas desde que enviara su último manuscrito a su editor, Ernst Schmeitzner, radicado en la localidad alemana de Chemnitz, que parecía no tener la menor prisa en sacar a la luz su nuevo libro, titulado Así habló Zaratustra . Nietzsche había enviado a Schmeitzner una iracunda carta de reproche, consiguiendo que se le respondiera con disculpas —pero un mes después tuvo al fin la oportunidad de conocer las verdaderas razones del retraso—. Así lo refiere el propio Nietzsche en una de sus cartas: «Teubner, el impresor de Leipzig, había dejado a un lado el manuscrito del Zaratustra a fin de poder atender un encargo urgente de quinientos mil himnarios, ya que tenía que entregarlos a tiempo para la Pascua». Evidentemente, aquella sabrosa ironía no pasó inadvertida a los ojos de Nietzsche. «La idea de que su intrépido Zaratustra,humanos son una especie biológica surgida por vías enteramente naturales, habiendo evolucionado gradualmente a partir de animales «inferiores», en un universo que, de manera similar, también ha venido desarrollándose a lo largo de los últimos trece mil millones y medio de años, tras brotar de una «singularidad» llamada «Gran Explosión», la cual es a su vez un proceso de ocurrencia natural (pese a constituir un acontecimiento en el que las leyes de la naturaleza se desmoronen) que algún día alcanzaremos a comprender. Dicho proceso no precisa del concurso de ninguna entidad sobrenatural.
En los últimos asaltos de este combate, Dawkins y Harris han recurrido a la ciencia darwiniana para explicar el panorama moral en el que nos desenvolvemos, mientras que Hitchens ha dado en describir algunas instituciones, como la biblioteca, o prácticas, como la de «comer con un amigo», diciendo que, en la vida moderna, constituyen episodios tan gratificantes como la plegaria o el hecho de acudir a la iglesia, a la sinagoga o a la mezquita.
Puede perdonarse que el lector medio —y especialmente que el lector medio joven — dé en pensar que en esto viene a resumirse toda la enjundia del debate. Es decir, que todo consiste, bien en abrazar una religión, bien en asumir el darwinismo y sus implicaciones. Steve Stewart-Williams ha llevado a sus últimas consecuencias lógicas este razonamiento al decir, en su libro del año 2010 —titulado Darwin, God and the Meaning of Life — que no existe Dios, que el universo es totalmente natural y, en tal sentido, accidental, de modo que la vida no puede tener propósito alguno y no hay más significación última que aquella que nosotros mismos alcancemos a elaborar como individuos.
No obstante, y a pesar de que, entre los ateos, sean los darwinistas quienes más ruido estén haciendo en la actualidad (y con motivo, dado el volumen de investigaciones biológicas que se ha venido acumulando a lo largo de las últimas décadas), sus planteamientos no son los únicos que es preciso tener en cuenta. La cuestión es que, desde que el escepticismo religioso comenzara a ganar fuerza en los siglos XVII y XVIII , y en particular desde que Nietzsche anunciara «la muerte de Dios» en el año 1882 (añadiendo, además, que sus matarifes habíamos sido nosotros, los seres humanos), han sido muchas las personas que se han planteado la difícil pregunta de cómo vivir en lo sucesivo sin una entidad sobrenatural en la que poder confiar.
Filósofos, poetas, dramaturgos, pintores y psicólogos, por no señalar más que algunas de las profesiones que en inglés comienzan por la letra «p», han tratado de pensar hasta el final de qué forma podríamos arreglárnoslas para vivir, sea de manera individual o en común, en una época en la que únicamente podemos contar con nosotros mismos. Son muchos los autores —y pienso por ejemplo en Dostoievski, T. S. Eliot o Samuel Beckett— que han manifestado su espanto ante el sombrío mundo que ha dejado tras de sí, a su juicio, la expulsión de la idea de Dios. Debido quizá al hecho de que el horror tiende a captar lo mejor de nuestra atención, lo cierto es que estos jeremías han seducido la imaginación popular. No obstante, La edad de la nada se propone concentrar sus esfuerzos en esas otras almas —en cierto modo más intrépidas— que en lugar de aguardar y abandonarse a los fríos y tenebrosos páramos de un mundo sin Dios han consagrado su energía creativa a concebir fórmulas para proseguir la andadura con confianza en uno mismo, capacidad inventiva, esperanza, cordura y entusiasmo . Por eso el presente libro habrá de focalizar su empeño en aquellos que, en palabras de Wordsworth, «No debemos afligirnos, pues encontraremos fuerza en el recuerdo». [*]
Esta aspiración, la de comprender cómo podrá vivirse sin Dios, la de hallar significación en un mundo laico, es —tan pronto como le entrega uno sus energías intelectuales— un tema grandioso que han abordado superficialmente algunos de los más audaces escritores, artistas y científicos modernos, pese a que, hasta ahora, sus tesis y dificultades nunca hayan sido reunidas, hasta donde yo sé, en una narrativa global. Una vez establecido ese compendio, su estudio nos ofrece un relato denso y colorido, y así espero saber mostrarlo, un conjunto de ideas originales que no obstante se solapan y que muchos lectores, estoy seguro de ello, habrán de encontrar entretenidas y provocativas, además de juiciosas e incluso consoladoras.
De hecho, si hemos de procurar obtener algún consuelo se debe especialmente a que el debate sobre la fe, sobre aquello que se echa en falta en la vida de la gente, ha degenerado en los últimos años hasta convertirse en una abigarrada mezcla de discursos tan absurdos como letales.
No hay comentarios:
Publicar un comentario