lunes, 6 de abril de 2020

TRANSCENDENCIA FRENTE A POBREZA Peter Watson



TRANSCENDENCIA FRENTE A POBREZA
  

    De este análisis se desprende un buen número de conclusiones. En primer lugar, podemos decir que la teoría original de la secularización era totalmente correcta, pero que han sido muchas las sociedades que no han recorrido (o no han acertado a recorrer) la misma senda de industrialización y urbanización que siguieron en su día las naciones occidentales. En segundo, y posiblemente más importante, lugar podemos decir que hoy nos encontramos en condiciones de afirmar que la mejor forma de entender la religión «pasa más por comprenderla como un fenómeno sociológico que al modo de un fenómeno teológico». [15] Lejos de ver en la «transcendencia» el ingrediente o la experiencia fundamental de la fe, como sostienen Peter Berger y otros autores, la pobreza y la inseguridad existencial revelan ser los factores explicativos de mayor relevancia. Teniendo en cuenta todos estos hechos, y uniéndolos con los descubrimientos del PNUD —esto es, que la distancia entre los países ricos y los pobres continúa agrandándose y que, de manera muy similar, también está creciendo la «inseguridad existencial registrada en unos 50 países o más»—, llegaremos a la conclusión de que el «éxito» de la religión es en realidad un subproducto derivado del hecho de que algunas naciones hayan fracasado en su malogrado intento de modernizar sus sociedades y reducir las inseguridades de sus poblaciones. Desde este punto de vista, la expansión de la religión no constituye un elemento que pueda representar un motivo de orgullo para nosotros —en tanto que comunidad internacional decidida a procurar ayudarse mutuamente—, con lo que todo triunfalismo vinculado con la reactivación religiosa resulta, según este análisis, improcedente.


    El último punto a tratar es más sutil. De hecho, si nos fijamos en el «aroma» de las religiones que prosperan actualmente, si nos detenemos a observar sus características teológicas, intelectuales y emocionales, ¿qué encontramos? Lo que detectamos es, en primer lugar, que son las Iglesias establecidas —es decir, aquellas que cuentan con una teología más finamente elaborada y que no siempre guarda relación con lo transcendente— las que están perdiendo seguidores, siendo sustituidas por las confesiones evangélicas, los movimientos pentecostales, las teologías de la prosperidad, el pietismo carismático y los fundamentalismos de uno u otro tipo. En el año 1900, el 80% de los cristianos del mundo vivían en Europa y en Estados Unidos, mientras que en la actualidad el 60% de las personas de esta fe se encuentran en los países en vías de desarrollo. [16]
    ¿Cómo hemos de enfocar los mensajes evangelistas relativos a las profecías y el poder de sanación de Dios? Si tales extremos se pudieran verificar con la suficiente frecuencia, no hay duda de que estos movimientos acabarían colonizando el mundo mucho más de lo que ya lo han hecho, dado que estarían ofreciendo una explicación de las enfermedades mejor que la que pudiera procurarnos, por ejemplo, cualquier planteamiento de base científica. ¿Qué hemos de pensar del «don de lenguas», una expresión bíblica que viene a conferir una presunta dignidad a un fenómeno que, bajo cualquier luz de carácter racional, roza la patología psíquica? En febrero de 2011, una reportera que estaba informando en directo a través de un canal de televisión estadounidense comenzó a proferir súbitamente un torrente de palabras incomprensibles. Aquello captó un amplísimo interés, tanto en otros canales de la competencia como en Internet, suscitando a un tiempo comentarios impertinentes y empáticos, pero nadie sugirió ni por un momento que la periodista hubiese tenido una experiencia religiosa (y ella misma tampoco lo entendió de ese modo). El debate se centró en las regiones del cerebro de esa profesional que podían haberse visto afectadas para generar un brote de «tipo epiléptico» de tal naturaleza.
    ¿Cómo calificar a las Iglesias que predican la bendición material? ¿Qué papel desempeña la «transcendencia» en su ideología? La teología de la prosperidad apunta directamente al sentimiento de inseguridad existencial.
    Para la mentalidad de un ateo, lo que sugieren todas estas ramificaciones religiosas —la violenta intolerancia del fundamentalismo islámico, la terca ignorancia de los creacionistas que proliferan en algunas regiones de Estados Unidos, el don de lenguas de los evangelistas, las «sanaciones» carismáticas, el culto religioso que se rinde a las motocicletas en la India— es nada menos que un salto atrás. La explicación sociológica más simple, evidente y racional de estos acontecimientos no viene sino a resaltar su tosca vulgaridad.
    Comparadas con las aclaraciones sociológicas relativas a la reactivación del sentimiento religioso, las descripciones de naturaleza psicológica parecen marrar en cierta medida el golpe. En su libro titulado God Is Back , John Micklethwait y Adrian Wooldridge sostienen que existe «un considerable número de pruebas de que, con independencia de las riquezas que posean, los cristianos tienen una mejor salud y una mayor felicidad que sus prójimos laicos». David Hall, un facultativo que ejerce en el Centro médico de la Universidad de Pittsburgh, mantiene que el mero hecho de acudir semanalmente a misa puede llegar a añadir dos o tres años de esperanza de vida a la persona. En el año 1997, un estudio realizado en siete mil personas mayores por el Centro médico de la Universidad de Duke descubrió que la observancia religiosa «podría» fortalecer el sistema inmunológico y reducir la presión sanguínea. En 1992 únicamente había tres facultades de medicina en Estados Unidos que contaran con programas destinados a examinar la posible relación entre la espiritualidad y la salud. En el año 2006 el número había pasado a ser de 141. [17]
    Micklethwait y Wooldridge afirman lo siguiente: «Uno de los resultados más sorprendentes que se desprenden de los periódicos sondeos sobre el grado de felicidad observable en Estados Unidos, según los estudios que realiza el Foro del Centro de Investigaciones Pew, es que los estadounidenses que asisten a los servicios religiosos una o más veces por semana son más felices (con un 43% de personas que afirman sentirse muy felices) que los ciudadanos que únicamente acuden a la iglesia una vez al mes o menos (con 31% de individuos que se declaran felices) y que sus compatriotas que sólo van a misa muy rara vez, o nunca (entre los que hay un 26% de afirmaciones de felicidad)… La correlación puesta de manifiesto entre el grado de felicidad y la frecuentación del templo se ha mantenido razonablemente estable desde que Pew iniciara esta serie de sondeos en la década de 1970, y revela ser también una tendencia más sólida que la del vínculo detectado entre la felicidad y la salud». [18]
    Al decir de Micklethwait y Wooldridge, estos estudios también muestran que la religión no sólo puede contrarrestar la incidencia de las conductas negativas sino promover también el bienestar. «Hace veinte años, Richard Freeman, un economista de la Universidad de Harvard, descubrió que los cuatro jóvenes negros que examinaba, y que solían acudir con regularidad a la iglesia, tenían mayores probabilidades de no faltar a clase y menores posibilidades de cometer delitos o consumir drogas». Desde entonces se han realizado multitud de estudios sobre el particular —entre los que cabe destacar el informe elaborado en el año 1991 por la Comisión nacional estadounidense de la infancia—, llegándose a la conclusión de que la participación en la vida religiosa se asocia con una reducción de los índices de delincuencia y consumo de estupefacientes. James Q. Wilson (1931-2012), que posiblemente sea el más destacado criminólogo de Estados Unidos, ya resumió con toda concisión en su momento «la montaña de pruebas [de carácter social y científico]» que existen en esta materia, diciendo: «Independientemente de cuál sea la clase social a la que se pertenezca, la religión reduce la conducta desviada». Y por último, Jonathan Gruber, «un economista de convicciones laicas» que trabaja en el Instituto Tecnológico de Massachusetts, ha argumentado, «sobre la base de un ingente volumen de materiales probatorios», que la asistencia a los servicios religiosos genera un incremento de los ingresos.
    Dos observaciones resultan pertinentes en este caso. La primera es que todos estos ejemplos proceden de Estados Unidos y, como ya empieza a comprenderse con claridad, este país es excepcional en un gran número de aspectos, de modo que no puede decirse en forma alguna que sus resultados puedan considerarse característicos de lo que pudiera estar sucediendo en otros lugares. La segunda observación resulta posiblemente más relevante para la cuestión que estamos tratando aquí. Aun en el supuesto de que los resultados de algunos de esos sondeos que muestran los beneficios de la fe fueran ciertos, la pregunta es la siguiente: ¿qué es exactamente lo que se pretende argumentar con ello? ¿Que Dios recompensa a la gente que acude regularmente a la iglesia, accediendo con frecuencia a que sean más felices, a que tengan una mejor salud y a que incrementen, hasta cierto punto, sus riquezas? De ser ése el caso, y teniendo en cuenta que Dios es omnipotente y bondadoso, ¿qué ocurre con el 57% de las personas que escuchan misa habitualmente y sin embargo no son felices? Visitan el templo, así que, ¿por qué Dios (siendo todopoderoso y benigno) les ha discriminado negativamente? Y en este mismo sentido, ¿cómo es que hay algunos individuos felices entre quienes no acuden a la iglesia? El 26% de los no practicantes afirma serlo, pese a que sólo muy rara vez, o nunca, se anime a pisar una iglesia. Y para empezar, ¿cómo sabemos si la felicidad o la desdicha de estas personas es independiente o no de sus hábitos cultuales? Sea como fuere, estas cifras muestran que las personas desgraciadas superan en número, y por una significativa mayoría, a los individuos felices —incluso entre los sujetos que practican los ritos religiosos—. Podríamos preguntar por tanto: ¿qué juego se trae Dios entre manos?
    Lo que todavía resulta más atinado, y revelador, es que estos argumentos defienden los beneficios psicológicos de la fe, no sus ventajas teológicas. Podría argumentarse —y así lo han hecho en el pasado los teólogos— que la felicidad no es el objetivo que persiguen las personas religiosas, y desde luego no la meta de los cristianos piadosos, dado que la clave de bóveda de su sistema de creencias sostiene que únicamente puede aspirarse a la salvación en la otra vida. Hay por tanto, en todo este ejercicio tendente a procurar probar los beneficios de la fe en cualquiera de sus niveles, algo que huele a…, bueno, a querer dar forma a los indicios a fin de que concuerden con la conclusión que se deseaba obtener desde el principio. En The Righteous Mind , Jonathan Haidt lleva más lejos el planteamiento al afirmar que «el florecimiento humano requiere orden social e integración» y que el mejor modo de lograrlos es por medio de la religión, la cual actúa al modo de «un elemento al servicio del sentimiento de grupo, el tribalismo y el nacionalismo». Sin embargo, también añade que las investigaciones muestran que las personas religiosas acostumbran a ser mejores vecinos y ciudadanos que las que no lo son, y no porque tiendan a rezar, a leer las Escrituras o a creer en el infierno («Se ha revelado que estas creencias y prácticas importan muy poco»), sino porque mantienen una «estrecha relación» con otros individuos de convicciones religiosas similares. También en este caso la religión se concibe al modo de un fenómeno psicológico, y no teológico.
    Sea como fuere, la vasta imagen de conjunto que se describe en la sociología de Norris e Inglehart tiende realmente a anular las pruebas de naturaleza psicológica. Vale la pena citar por extenso la conclusión a la que llegan estos autores:
    La crítica [de la teoría de la secularización] depende demasiado de las anomalías que ella misma selecciona [ignorando al mismo tiempo algunas llamativas singularidades]. Además, también se centra excesivamente en lo que sucede en Estados Unidos (que resulta ser un caso chocantemente anómalo) en lugar de comparar sistemáticamente los datos, cotejándolos con lo que ocurre en un amplio abanico de sociedades pobres […]. Tanto los filósofos como los teólogos han tratado de averiguar el sentido y el propósito de la vida desde los albores de la historia. Sin embargo, para la gran mayoría de la población, obligada a vivir en los márgenes de la subsistencia, la principal función de la religión ha consistido siempre en atender la necesidad de consuelo y en procurar una sensación de certidumbre. [19]
    Por consiguiente, el primer extremo que hemos de dejar sentado en este libro es que, aunque en el arranque del siglo  XXI haya algunas personas que proclamen que «¡Dios ha vuelto!», lo cierto es que la actual situación es bastante más compleja y considerablemente más espinosa de lo que sugiere esa simple afirmación. Y contrariamente a lo que desearían creer muchas personas devotas, tampoco es verdad que el ateísmo esté retrocediendo —al menos no en el mundo desarrollado.
    Al mismo tiempo, son también muchas las personas que piensan que Charles Taylor tiene razón al afirmar, en su libro del año 2007 — Una edad secularizada —, que la modernidad implica en cierto sentido un «relato menoscabado», una pérdida o un angostamiento de la experiencia, un «desencantamiento» del mundo que «nos deja inmersos en un universo insípido, rutinario, chato…». Un universo que se rige más por normas que por pensamientos, de acuerdo con un proceso que culmina en una burocracia gestionada por un conjunto de «especialistas sin alma, de hedonistas sin corazón», añadiendo que los ateos llevan «una vida más pobre, una vida que de algún modo es menos “plena” que la de los creyentes», que los ateos «ansían» algo más, algo superior a lo que es capaz de ofrecer el autónomo poder de la razón, y que viven ciegos y sordos a esos milagrosos momentos en los que «Dios irrumpe en lo real», como sucede en las obras de Dante o Bach, o aun en la catedral de Chartres, pongo por caso. [20]
    Muchos ateos desestimarían las manifestaciones de Taylor sin pensárselo dos veces, pero no puede decirse que sea el único en considerar las cosas desde este punto de vista. A continuación enumeraré otra copiosa remesa de obras publicadas desde el cambio de siglo: pienso en textos como los de Luc Ferry, El hombre-dios. El sentido de la vida , publicado en el año 2002; en John Cottingham y su On the Meaning of Life , de 2003; en El sentido de la vida y las respuestas de la filosofía , de Julian Baggini, 2004; en Looking in the Distance: The Human Search for Meaning , publicada por Richard Holloway ese mismo año; en Roy F. Baumeister y The Cultural Animal: Human Nature, Meaning and Social Life , de 2005; en el libro de John F. Haught, Is Nature Enough? Meaning and Truth in the Age of Science , de 2006; en El sentido de la vida , de Terry Eagleton, escrito en 2007; en Owen J. Flanagan, The Really Hard Problem: Meaning in a Material World , de 2007; o en Deleuze and the Meaning of Life , publicado por Claire Colebrook en 2010.
    Ahora bien, hubo un tiempo en el que una expresión como «el sentido de la vida» únicamente habría podido emplearse de forma irónica o con intención cómica. Utilizarla en serio se habría considerado embarazoso. En el año 1983, la película de Monty Python, titulada justamente así, El sentido de la vida , se atrevería a proporcionar varias respuestas, de entre las que cabe destacar las de «ser amable con los peces», «llevar más sombreros» o «dejar de comer grasas». Sin embargo, da la impresión de que en el siglo  XXI «el sentido de la vida» ha dejado de constituir un tema incómodo.
    ¿A qué se debe esto? ¿Pudiera ser que Taylor tuviera al menos parte de razón —en el sentido de que muchas de las formas de pensamiento que se han concebido a lo largo de los últimos 130 años han demostrado no poseer todas las respuestas—? Desde luego, muchas de las ideologías e «-ismos» del mundo moderno se han derrumbado o convertido en callejones sin salida: el imperialismo, el nacionalismo, el socialismo, el marxismo, el comunismo, el estalinismo, el fascismo, el maoísmo, el materialismo, el conductismo, la segregación racial… Y en época muy reciente, tras el «desplome crediticio» del año 2008 y su turbulenta estela, incluso el capitalismo ha empezado a convertirse en foco de atención.




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