Evocación en una cena de gala
¿Qué estoy haciendo aquí en el New College Hall, a punto de leer mi poema ante un centenar de invitados? ¿Cómo ha acabado aquí este veinteañero subjetivo, objetivamente sorprendido de encontrarse celebrando su septuagésima órbita alrededor del sol? Mientras miro la larga mesa iluminada con velas, con su reluciente cubertería de plata y sus copas de cristal, buscando destellos de genio y frases brillantes, mi mente se entrega a una serie de evocaciones fugaces.
Me retrotraigo a mi infancia en el África colonial entre mariposas grandes y perezosas; el gusto picante de las hojas de capuchina robadas del jardín perdido de Lilongüe; el sabor más que dulce del mango, condimentado con un tufillo de trementina y azufre; el internado en las montañas con olor a pino de Vumba en Zimbabue, y de vuelta a «casa» en Inglaterra bajo los capiteles de Salisbury y Oundle; mis días de estudiante soñador entre las canoas y los capiteles de Oxford, y el despertar de un interés por la ciencia y las cuestiones filosóficas profundas que sólo la ciencia puede responder; mis primeras incursiones en la investigación y la docencia en Oxford y Berkeley; el retorno a Oxford como profesor joven y entusiasta; más investigación (mayormente en colaboración con mi primera esposa, Marian, a quien puedo ver sentada a la mesa aquí en el New College) y luego mi primer libro, El gen egoísta . Esos recuerdos fugaces me llevan hasta los treinta y cinco años, a mitad de camino de mi aniversario de hoy, y jalonan los años cubiertos por mi primer libro de memorias, Una curiosidad insaciable .
Mi trigésimo quinto cumpleaños me trajo a la memoria un artículo del humorista Alan Coren, a quien le deprimía el pensamiento de haber llegado a la mitad del camino y de que en adelante todo sería cuesta abajo. Yo no sentí lo mismo, quizá porque estaba dando los últimos toques a mi primer, y primerizo, libro, y estaba ansioso por publicarlo y ver qué impacto tenía.
Un aspecto de ese impacto fue que las ventas inesperadamente elevadas del libro me hicieron entrar en el gremio de opinadores regularmente requeridos por periodistas con columnas por rellenar, para que les den su lista ideal de invitados a cenar. Cuando aún atendía esta clase de peticiones, solía invitar a grandes científicos, por supuesto, pero también a escritores y espíritus creativos de toda clase. De hecho, cualquiera de esas listas probablemente habría incluido al menos a quince de los asistentes a mi cena de cumpleaños de hoy, entre ellos novelistas, dramaturgos, profesionales de la televisión, músicos, comediantes, historiadores, editores, actores y magnates.
Mientras reconozco rostros familiares en torno a la mesa, me digo a mí mismo que semejante presencia de personalidades literarias y artísticas en la cena de cumpleaños de un científico habría parecido improbable hace treinta y cinco años. ¿Ha cambiado el Zeitgeist desde que C. P. Snow se lamentara del abismo entre las culturas científica y literaria? ¿Qué ha pasado en los años que acabo de recorrer en mis cavilaciones? Mi ensimismamiento me lleva a la mitad de ese lapso y me viene a la memoria la gigantesca e inolvidable figura de Douglas Adams, por desgracia ausente. En 1996, cuando yo tenía cincuenta y cinco años y él diez menos, tuvimos una conversación televisada para un documental llamado Break the Science Barrier [Romper la barrera de la ciencia], cuyo propósito era precisamente mostrar que la ciencia tenía que abrirse paso en la cultura general, y mi entrevista con Douglas fue el punto álgido. He aquí un fragmento de lo que dijo:
Pienso que el papel de la novela ha cambiado un poco. En el siglo XIX se acudía a la novela para plasmar reflexiones y preguntas trascendentes sobre la vida. No hay más que leer a Tolstói y Dostoievski. Hoy día, en cambio, está claro que los científicos nos dicen mucho más de tales cuestiones que lo que pueden decirnos los novelistas. Así pues, me parece que, si se trata de leer algo con sustancia, prefiero acudir a los libros de ciencia, y leo novelas sólo para distraerme.
¿Podría ser esto lo que ha cambiado, al menos en parte? ¿Acaso los novelistas, periodistas y otras gentes de letras que C. P. Snow habría encuadrado decididamente en su «primera» cultura han comenzado cada vez más a abrazar la segunda? Si Douglas aún viviera, ¿podría volver ahora a la novela y, veinticinco años después de haber estudiado literatura inglesa en Cambridge, descubrir algo de lo que él había ido a buscar en la ciencia en la obra de Ian McEwan o A. S. Byatt, por ejemplo, o en otros novelistas amantes de la ciencia como Philip Pullman, Martin Amis, William Boyd o Barbara Kingsolver? También hay obras de teatro de gran éxito inspiradas en la ciencia, en la tradición de Tom Stoppard y Michael Frayn. Esta cena llena de estrellas, organizada para mí por mi esposa Lalla Ward (ella misma una artista y actriz versada en ciencia), ¿podría ser un símbolo del cambio cultural, además de un hito personal en mi vida? ¿Estamos asistiendo a una confluencia constructiva de las culturas científica y literaria, quizás esa «tercera» cultura por la que mi agente literario John Brockman ha estado trabajando entre bastidores mientras atiende su salón intelectual en línea y engrosa su rutilante lista de autores científicos? ¿O es la fusión de culturas a la que yo aspiraba en mi propio libro Destejiendo el arco iris , donde, bajo la influencia de Lalla, intenté tender un puente entre el mundo de la literatura y el de la ciencia? Où sont les C. P. Snows d’antan ?
Tengo dos anécdotas reveladoras (si a alguien no le gustan las digresiones anecdóticas, quizá se haya equivocado de libro). Uno de mis invitados a esta cena en el New College, el explorador y aventurero Redmond O’Hanlon, autor de libros de viajes grotescamente divertidos como En el corazón de Borneo o Entre el Orinoco y el Amazonas. (De nuevo en apuros) , organizaba fiestas y cenas literarias con su esposa Belinda, a las que por lo visto estaba invitado todo el Londres literario. Novelistas y críticos, periodistas y redactores, poetas y editores, agentes y leones literarios bajaban hasta su remoto rincón en la campiña de Oxfordshire para ir a una casa llena de serpientes disecadas, cabezas reducidas, cadáveres momificados y libros encuadernados en piel, curiosidades exóticas de la antropología y —sospecho— la antropofagia. Aquellas veladas siempre eran un acontecimiento para el gremio literario y, cuando la fiesta incluía a Salman Rushdie, también para el gremio de los guardaespaldas.
En una de tales ocasiones, Lalla y yo estábamos hospedando a Nathan Myhrvold, director técnico de Microsoft y uno de los mayores genios informáticos de Silicon Valley. Nathan es físico matemático de formación. Tras doctorarse en Princeton, trabajó un tiempo en Cambridge con Stephen Hawking cuando éste aún podía hablar, aunque de manera ininteligible salvo para sus colaboradores cercanos, quienes hacían de intérpretes para beneficio del resto del mundo. Nathan se convirtió en uno de estos amanuenses altamente calificados. Tal como prometía, ahora es uno de los pensadores más innovadores en alta tecnología. Cuando Redmond y Belinda nos invitaron les dijimos que teníamos un huésped y, tan hospitalarios como siempre, nos dijeron que podía venir con nosotros.
Nathan es demasiado educado para monopolizar una conversación. Sus vecinos de mesa presumiblemente le preguntaron a qué se dedicaba, y la conversación derivó en una discusión sobre las supercuerdas y otros temas arcanos de la física moderna. Y los iluminados literarios se quedaron embelesados. Seguramente comenzaron intercambiando aforismos con sus vecinos, como de costumbre. Pero, inexorablemente, una ola de curiosidad científica se propagó desde la posición de Nathan a lo largo de toda la mesa, y la velada acabó convirtiéndose en una suerte de seminario informal sobre la extrañeza de la física moderna. Cuando un seminario incluye inteligencias del calibre de aquel puñado de compañeros de mesa, ocurren cosas interesantes. Lalla y yo nos cubrimos de gloria como responsables de la presencia del inesperado invitado a aquel ejemplo arquetípico de «tercera cultura». Después Redmond nos llamó por teléfono y le dijo a Lalla que, en todos los años que llevaba organizando aquellos eventos, nunca había visto a sus eminentes invitados de letras quedarse tan enmudecidos.
La segunda anécdota es casi una imagen especular de la anterior. El dramaturgo y novelista Michael Frayn se hospedó en nuestra casa con su esposa, la distinguida escritora Claire Tomalin, mientras su excelente obra Copenhagen se estaba representando en el Oxford Playhouse. La obra trata de la relación entre dos gigantes de la física moderna, Niels Bohr y Werner Heisenberg, y de un enigma de la historia de la ciencia: por qué Heisenberg visitó a Bohr en Copenhague en 1941, y qué papel tuvo el primero en la guerra. Tras la representación, condujeron a Michael a una sala superior del teatro, donde los físicos de Oxford allí reunidos lo pusieron a prueba. Fue un privilegio escuchar a este aristócrata de la literatura y la filosofía responder a las preguntas de la crema de los científicos de Oxford, incluyendo varios miembros de la Royal Society. Otra velada que los defensores de la tercera cultura deben atesorar, para sorpresa —y deleite— del C. P. Snow de treinta años antes.
Me atrevo a albergar la esperanza de que mis libros, comenzando por El gen egoísta en 1976, estén entre los que han cambiado el paisaje cultural, más allá del revuelo periodístico y crítico que han generado, junto con las obras de Stephen Hawking, Peter Atkins, Carl Sagan, Edward O. Wilson, Steve Jones, Stephen Jay Gould, Steven Pinker, Richard Fortey, Lawrence Krauss, Daniel Kahneman, Helena Cronin, Daniel Dennett, Brian Greene, los dos M. Ridley (Mark y Matt), los dos Sean Carroll (el físico y el biólogo), Victor Stenger y otros. No estoy hablando de periodistas científicos que divulgan la ciencia al pueblo llano, aunque eso también es bueno, sino de libros escritos por científicos profesionales y dirigidos a colegas científicos de su misma disciplina o de otras, pero escritos en un lenguaje accesible al gran público. Me gustaría pensar que puedo haber sido uno de los impulsores de esta «tercera cultura».
A diferencia de Una curiosidad insaciable , este segundo volumen de mi autobiografía no es simplemente cronológico, ni siquiera una retrospectiva general desde mi septuagésimo cumpleaños. Más bien es una serie de retrospectivas dividida en temas, con digresiones y anécdotas intercaladas. Puesto que no me he atenido a una cronología rígida, el orden de los temas es un tanto arbitrario. En el primer volumen dije que «si algo me convirtió en lo que soy, fue Oxford», así que, ¿por qué no comenzar por mi retorno a aquellos deslumbrantes muros de caliza?
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