Cómo los peleles ganaron la guerra
(1991)
El 2 de agosto de 1990 podía decirse que las perspectivas de George Bush en los medios eran funestas. El presupuesto, las cárceles, las drogas, las ciudades internas, el sida, el crack y las personas sin hogar estaban exhibiendo una inclinación obstinada, maliciosa, incluso perversa a resistir toda solución.
Estaba también el escándalo S&L (de Ahorro y Préstamos) de 500 000 millones de dólares. Aunque uno no podía hablar aún de él como un cáncer sobre la presidencia —no, no era tan malo como Watergate—, aun así era un maldito chancro al menos, y el hijo del presidente, fuera inocente, culpable, o un poco manchado, iba a ser tratado por los medios en los seis meses siguientes como un borrón en el escudo de armas de Bush. Los medios no serían los medios si no tuvieran los instintos de una turba dispuesta al linchamiento. George Bush sabía eso bastante bien. Había pasado ocho años en el curso avanzado de manipulación de los medios bajo Ronald Reagan, y difícilmente no aprendieras mucho de Ronald Reagan, que trabajaba con la idea de que la mayoría de los norteamericanos preferiría que les dijeran que eran sanos en vez de ser sanos.
Dado que esta condición puede inspirar una gran cantidad de ansiedad flotante, Reagan también reconocía que los medios habían adquirido el poder de un gobierno oculto, dispuesto a ocuparse de todo el terror de la vida norteamericana. Si una viuda enfrentaba a un asesino con hacha en su dormitorio, la sangre de la dama salía en las pantallas de televisión esa noche, y la sangre a veces era tan roja como el kétchup en el aviso que seguía. Ronald Reagan, el sobreviviente de más de cincuenta películas de clase B, comprendió que la TV era el espíritu de la interrupción: estábamos en la era del posmodernismo, donde todo podía ser conectado con cualquier cosa y a veces te daba una sensación interesante, es decir nueva. Ronald Reagan estaba dispuesto a aplicar el posmodernismo a la historia y su séquito de hechos. Henry Ford, que luchó con el concepto cuando aún era nuevo, había dicho «La historia son bobadas», y lo ridiculizaron; Reagan sacó la noción de los pantanos. La historia no son bobadas sino declaraciones escogidas.
Si fueras presidente, podrías contar historias que no eran ciertas, sin embargo ellas también podían convertirse en hechos en tanto y en cuanto, como negación de la declaración, no acarrearan una cuarta parte de la declaración inicial. Se reducía a saber cómo alimentar a los medios. Los medios eran una válvula instalada en el corazón gobernante de la nación, y decidían qué historias recibirían prominencia. Reagan reconoció que uno tenía que convertirse en la válvula dentro de la válvula. De otra manera, algunas catástrofes podían producir titulares de primera plana equivalentes a arterias chorreando. Podían llevarse el plasma de tu reputación. Cuando 241 marines fueron muertos en Beirut por una bomba llevada en un camión por un terrorista árabe el 23 de octubre de 1983, Reagan dio dos días más tarde la orden de invadir Granada. Una catástrofe debe ser reemplazada por otro acto tan audaz que también puede terminar en catástrofe: y eso requiere sangre fría!
Granada funcionó, sin embargo. Mil novecientos marines conquistaron algo así como la mitad de su número de trabajadores de la construcción cubanos, y a los medios se les prohibió informar los hechos de primera mano durante los tres días de la campaña. Después Norteamérica celebró la victoria. Siguió un fenómeno. El público norteamericano reaccionó como si la victoria de Granada hubiese eliminado la vergüenza de Vietnam.
Sólo un genio político puede convertir una debacle en un éxito en los medios, y George Bush había estudiado a Ronald Reagan con toda la intensidad de un hijo no querido durante ocho duros años, aceptado sus desaires, sufrido las posiciones bobas en las que lo dejó Reagan, y los peleles difamadores de la prensa. George Bush era aplicado, enjuto, competitivo, y quería la presidencia tanto como cualquier vicepresidente antes que él. Sin ella, no podía esperar nada salvo una reputación duradera como el pelele ex vicepresidencial. El orgullo masculino no se aprecia lo suficiente. Puede acercarse a la fuerza de un terremoto. George Bush no iba a ser detenido por los equivalentes de Dole o Dukakis; George Bush sabía que se ganan elecciones besando al gran electorado norteamericano en la boca —«Quiero una nación más bondadosa, más gentil»— y pateando a la oposición en los huevos.
Granada puede haber demostrado que la necesidad del orgullo en el patriotismo de uno era el amor insatisfecho más grande en la vida norteamericana, pero la pesadilla más temida de la vida norteamericana (ahora que el Imperio del Mal era benigno) tenía que ser el vengador criminal negro, ante quien los buenos liberales habían sido lo bastante ciegos como para dejarlo salir de la cárcel el tiempo suficiente para que violara una persona femenina, blanca, sin duda cristiana. El caso de Willie Horton fue un auténtico festival de patadas y pisotones, y el autor creativo, Lee Atwater, que por casualidad era aficionado a la música negra, con el tiempo desarrollaría un tumor en la cabeza y moriría el mes pasado. Quién puede decir hasta qué punto se sintió internamente condenado por concebir y llevar a cabo semejante embrollo sobre una gente cuya música amaba.
George Bush cortó el fino hilo de relación en el Congreso con el Partido Demócrata con Willie Horton (y eso le costaría caro más tarde, dado que los demócratas controlan el Congreso), pero por otra parte, no sabía en aquella época que Michael Dukakis resultaría un candidato con pies de plomo. Bush veía el mundo inmediato de frente. Ganar la presidencia. No debatir la eficacia o exagerar la agresión. Jurar lealtad al primer precepto de Ronald Reagan: Sé tan hueco como una escupida sobre una roca y prevalecerás . Bush prevaleció y entró en la presidencia de la Norteamérica posmoderna del crack , el crimen, el sida… tenemos la lista.
El 2 de agosto de 1990, sin embargo, los iraquíes invadieron Kuwait, y Sadam Husein entró en la vida norteamericana.
Antes de que todo hubiese terminado, habría gente para sugerir —el rey Husein de Jordania, por ejemplo— que Sadam Husein fue provocado a cruzar la frontera por Mubarak de Egipto, el rey Fahd de Arabia Saudita, el Departamento de Estado, y supuestamente la CIA. Esto, desde luego, es paranoide, lo que por las reglas generales de un escritor no entra en los parámetros de mi texto. Supondremos para los propósitos de este reconocimiento a lo largo de la historia reciente que sólo fue la buena suerte de Bush que Sadam Husein malinterpretara algunas señales en camino a tragar a los kuwaitíes. No habría sido difícil cometer ese tipo de errores. Sadam estaba en peligro en casa debido a problemas tan profundos como la necesidad de otra gente de verlo muerto, y estaba rodeado de sicofantes que nunca indicarían que un asunto desdichado podía ser culpa del jefe, condición que es un tónico para la vanidad de un líder, pero que provoca una elefantiasis del ego.
Además, Sadam era un poeta. «La madre de todas las batallas» es una metáfora lo bastante primitiva como para alcanzar las pesadillas de cada soldado de infantería dispuesto contra él. Ningún poeta cree nunca que él o ella es incapaz de movimientos que sacuden el mundo. Cuando conoces el poder de la palabra, cuentas con ella.
Para fortalecer esta mezcla, el presidente de Irak era un jugador degenerado. Había jugado toda su vida con apuestas más grandes que las que podía permitirse. Esa era su fortaleza. Pocos hombres adquieren un sentido del poder personal más grande que el que tiene un jugador degenerado que no ha sido destruido por el vicio. Uno tiende a creer que Dios, o la Providencia, o algún demiurgo misterioso como la Señora Suerte está embelesado con tu presencia sobre la Tierra.
Hitler adhería a esas creencias; puede no haber otra explicación para él. Así que, por una extrapolación de su imaginación, George Bush pudo hablar de Sadam Husein como Hitler, y por cierto eso era una página tomada de las máximas gnómicas de Ronald Reagan: un Hitler musulmán que llega al escenario como tu enemigo puede hacer mucho por salvar la presidencia norteamericana.
Ahora bien, es concebible que Sadam hubiese llegado a ser tan monstruoso como Hitler. Para eso, sin embargo, tendría que haber adquirido Arabia Saudita, Jordania y los Emiratos, después Irán y Siria (dos elementos formidablemente indigeribles) más Israel (una guerra mayor) y Egipto, y África del Norte. Pueden no existir los rudimentos de una capacidad administrativa en todo el islam como para encargarse de semejante imperio, temperamentalmente sobrecargado, tecnológicamente del Tercer Mundo, rico en petróleo, y plagado de revoluciones; sí, si puedes conquistar todo eso en una década, cuando Arabia Saudita sola es una cuarta parte del tamaño de Estados Unidos, entonces eres el igual de Adolf Hitler y sin duda exhibirías la misma indiferencia cavernosa por las muertes de millones enteros de personas; sí, poner a Sadam Husein en la ecuación con Hitler también era una metáfora, pero por otra parte George Bush era incluso competitivo acerca de eso. Sadam Husein era Hitler, que era lo que se quería demostrar, y no habría Múnichs para George.
Con un presupuesto reducido, Husein podría haber sido detenido, probablemente, antes de pasar a Arabia Saudita enviando una división de marines con apoyo naval y aéreo. Las tropas podrían haber sido mantenidas —como lo fueron, de hecho, durante meses— cientos de kilómetros al sur de la frontera con Kuwait. Habría sido militarmente eficaz si uno deseaba evitar la guerra; habría trazado, con precisión, una línea en la arena.
George Bush, sin embargo, necesitaba la guerra. No se requeriría menos que eso para llegar a la carne machista de los sentimientos de las películas clase B, más todas las películas de clase A que no eran más elevadas en la visión sentimental que las películas de clase B. George Bush podría evitar la guerra manteniendo una fuerza simbólica en Arabia Saudita —¿y quién salvo los kuwaitíes se quejarían por Kuwait?—, pero el pronóstico sugería poco potencial para los medios; la acción podría bajar de categoría en una plaga de titulares tras otra. Un grupo de tareas suscribiendo semejante paz limitada en Oriente Medio difícilmente sería lo bastante grande como para cumplir con resultados dramáticos. Abundarían los incidentes. Soldados de juerga tarde o temprano serían matados por policías sauditas (lo cual, en ausencia de otras noticias, llegaría a sobresalir tanto como una batalla de tanques). Gobernar Norteamérica en compañía de los medios es como pasar una luna de miel con la oreja de tu suegra pegada a la puerta. El propósito de George Bush difícilmente iba a enfocarse, por lo tanto, en algo tan mínimo como evitar una guerra; su meta era salvar su presidencia. Para eso, nada menos serviría a una campaña importante.
Muchos líderes políticos tienen la habilidad de ser comparados con Napoleón por una temporada. Maggie Thatcher tuvo las Malvinas en 1982, y eso le dio ocho años y medio más de vida política. El presidente, instigado por las habilidades de su secretario de Estado, tuvo unas semanas semejantes en agosto de 1990: mostrando precisamente el tipo de competencia que Michael Dukakis había publicitado como su propia primera virtud, Bush y Baker lograron entre ellos establecer sanciones de la ONU contra Irak. Veintiocho países se unieron a la coalición. Un movimiento poderoso y magnético hacia la guerra se puso en camino en Norteamérica contra una defensa liberal indignada: «No a la sangre por el petróleo».
Los liberales tenían la lógica del sentido común, la buena ética, la buena moral, las devociones antibelicistas, los lemas, las manifestaciones, y la convicción interna de que estaban del lado de los ángeles, pero estaban entrando en una trampa más amplia y profunda que cualquiera de los fosos en llamas de petróleo ardiendo que Sadam Husein había prometido a las tropas norteamericanas. Intelectualmente hablando, la ideología liberal se había vuelto tan estimulante como el mobiliario de un motel. Podías aguantarlo por una noche siempre que no tuvieras que quedarte a esperar por la mañana. El liberalismo se oponía a la guerra, la pobreza, el hambre, el sida, las drogas, la corrupción en los puestos altos, las cárceles superpobladas, los cortes de presupuesto, el sexismo, el racismo y la oposición a la liberación gay, pero en veinticinco años no había tenido una sola idea para resolver ninguno de esos problemas.
George Bush, sin embargo, había oído la música de El flautista de Hamelin . Sabía que Ronald Reagan había lanzado a Norteamérica a un modo de vida fiduciario practicado en otros tiempos por María Antonieta y diversos integrantes de la aristocracia francesa, inglesa y rusa. Uno gastaba fastuosamente para los placeres propios, vendía los plantíos de cereza de uno (transacción que, en el presente, estamos organizando con los japoneses), y buscaba entretenimientos que ofrecieran un nuevo entusiasmo por la vida, no sólo para la gente que se estaba haciendo cargo de la pelota sino también para el populacho que observaba desde afuera. Reagan estableció el principio: no puedes ser un buen presidente a menos que mantengas entretenido al populacho. Reagan comprendió que trabajadores duros como Lyndon Johnson, Richard Nixon y Jimmy Carter no lo hicieron; vio que el presidente de Estados Unidos era la figura de telenovela central en el gran drama norteamericano, y era mejor que uno tuviera el valor de una estrella. El presidente no debía tener habilidad ejecutiva tanto como una personalidad interesante. Un toque de lo egoísta o lo inescrupuloso —¡sólo un toque!— podía ser necesario para que un héroe siguiera siendo interesante.
Ronnie, desde luego, era perfecto: el más lindo actor de cine que alguna vez hubiese dedicado su juventud a perder la muchacha ante el tipo apuesto que podía no merecerla tanto. Su presidencia fue librada de esa insinuación de insipidez, sin embargo, por la presencia de Nancy. Ella sugería más que unos pocos toques de lo cruel, lo estrecho, y lo exclusivo. Así, eran interesantes. Los seguías. Seguías esperando más de ocho años, como el resto del público norteamericano, para ver alguna pequeña grieta en la superficie de ese matrimonio. Nunca lo lograbas, pero por otra parte, la estética sólida como una roca de los teleteatros prolongados es mantener la misma expectativa viva.
George Bush, como la figura central en la nueva serie, tenía un problema del todo distinto. La esposa era fuerte, decente, graciosa, y una compañera obvia, pero George tenía que demostrar que era digno de ella. Superar la carga de ser un pelele podía resultar entonces un valor narrativo. Dados semejantes parámetros, no iba a buscar un empate con Sadam Husein. Sólo los peleles estaban ansiosos por soportar los dolores de cabeza y los aburridos argumentos obsesivos que seguían después de una contienda que termina sin decisión.
George Bush, que estaba en ella para ganar, sabía que las sanciones, ahora que las tenía, no era probable que funcionaran. ¿Cómo iba uno a mantener a Sadam Husein enquistado dentro del embargo durante los dos o tres largos años que iba a requerir sacarlo por muerte de hambre? Ya había puntos problemáticos en el firmamento de la ONU: Siria, después la Unión Soviética, Marruecos, Alemania y Japón. ¿Y qué pasaba con esas naciones no comprometidas o apenas comprometidas como Irán, Afganistán, Cuba y China? Se requeriría una vigilancia constante para lograr, sí, ¿qué? Husein inundaría la prensa mundial con imágenes de niños iraquíes muriéndose de hambre. Cualquier alimento de la Cruz Roja que entrara al país alimentaría a su Guardia Republicana. Husein podía vivir con hambrunas en grandes zonas de Irak: estaría ocupado en asegurarse de que sus enemigos internos sufrieran la hambruna. Entretanto, podía jugar con las pasiones de los palestinos, y provocar a los israelíes. En ese sentido, cuando el momento fuera propicio, ¿qué le impediría empezar una guerra con Israel? Todo líder musulmán de la coalición tendría entonces que sujetar a su propio pueblo. Desde el punto de vista de George Bush, mantener las sanciones sería más o menos tan sensato como ir a un burdel a anunciar: «Estaré en la ciudad por el año siguiente. Quiero que me prometan, muchachas, que durante este período no se contagiarán una enfermedad venérea». No, las sanciones tenían que ser vistas como un instrumento, una puesta en escena a partir de la cual preparar la guerra a tiros.
Bush, innegablemente diestro en ese juego, logró maniobrar al Consejo de Seguridad de la ONU para que estuviera de acuerdo: si Sadam no acordaba retirarse de Kuwait para el 15 de enero de 1991, entonces los ejércitos aliados, con una fuerza total de 750 000 soldados, estarían autorizados por la ONU para trabar combate con Irak. Aún había que lograr un voto de aprobación en el Congreso, sin embargo, y era el 12 de enero de 1991.
Durante las horas de TV observando ese debate en la Cámara de Representantes y el Senado, nuestro escritor iba a descubrir sentimientos sorprendentes en él mismo. Estaba a favor de la guerra.
No podía creerlo, pero sentía un alzamiento del espíritu. Unos días después, el sentimiento fue confirmado por un estado total de excitación de que la guerra hubiese comenzado. Para un hombre a quien le disgustan los programas de noticias, ahora escuchaba a los generales con hasta medio oído atento. Sabía que si él se sentía visceralmente afín con este combate, entonces casi toda Norteamérica estaría patriotera al extremo con él.
Había ido más allá de la moral. Algunas curas sólo pueden encontrarse en el arte de la borrachera. ¿Era ese el fenómeno en acción ahora? ¿Acaso el país necesitaba una guerra?
Bueno, también necesitó a Ronald Reagan, y Granada, y Panamá, y nuestro escritor se había opuesto a los tres. ¿Dónde estaba la diferencia ahora? Tal vez se debiera a que el país seguía empeorando cada vez más. Todas las revoluciones norteamericanas parecían haber degenerado en enclaves de usuarios de jerga que ni siquiera eran capaces de debatir si su oponente no empleaba la jerga de ellos. No, era peor que eso. Cuando uno se forzaba a contemplar a las falanges de la izquierda, una por una, podía verse que no quedaba ninguna izquierda eficaz en el país. Los sindicatos eran burocráticos, cuando no eran corruptos; la izquierda sexual estaba confundida, fragmentada, desconcertada, y el sida era una catástrofe; pequeños grupos de poder luchaban por los restos de la liberación gay. Empezó a entrometerse en la mente de muchos norteamericanos la idea de que, sin importar lo graves que pudieran ser los casos individuales, no todos los que padecían sida tenían necesariamente el derecho de recibir una medalla. La liberación de la mujer, que no contribuía a ninguna otra causa que no fuera la propia, se había vuelto cansadora. Su agenda era sexista: las mujeres eran buenas y los hombres no eran buenos para nada.
Después estaban los negros. El movimiento del Poder Negro de los años sesenta, que pretendía dar a los negros un sentido de identidad más poderoso, en ausencia de una mejora social real, había logrado meramente que los blancos y los negros se separasen aun más. Encapsulados entre ellos mismos (en relación directa con cuán pobres eran), los negros ahora se dividían entre una mayoría escueta que trabajaba y una minoría socialmente imposible de asimilar que no lo hacía. Legiones de jóvenes negros estaban aislados en la desesperación, la rabia por como los ricos se volvían obscenamente ricos durante los años ochenta, y la autocompasión. Si había una posibilidad razonable de que la gente negra fuera más sensual que la gente blanca, entonces el corolario era que sufrían más la pobreza. Las personas sensuales que son pobres pueden ahogarse en la autocompasión mientras sueñan con cuánto más placer real podrían disfrutar si tuvieran dinero. Es un punto de vista que te llevará a la vida interna luminosa de las drogas. Después, una vez agotada la luminosidad, el hábito hace que uno persiga el clímax a través del crimen, porque el crimen no es sólo dinero rápido sino las recompensas embriagadoras del riesgo, al menos cuando el riesgo es exitoso. La cárcel, la consecuencia no exitosa, llega para ser vista como una educación más alta. Es un modo de vida para los jóvenes negros que no se enganchan con la comunidad negra trabajadora, y no tienen nada que ver con la comunidad blanca trabajadora. El Partido Demócrata tiene un agujero en su flanco por ser la punta de lanza de este problema, y el Partido Republicano tenía un agujero en la cabeza. Los pensamientos republicanos sobre el tema se agotaron hace mucho tiempo.
Mailer había decidido que Norteamérica —sin importar cuánto de ella pudiera seguir siendo generosa, inesperada y llena de sorpresas— se estaba deslizando, no obstante, en las primeras etapas reales del fascismo. La Izquierda, hablando clásicamente, podía ser la defensa más resuelta contra el fascismo, ¿pero a qué era capaz de contestar la Izquierda ahora? Ninguna parte de ella parecía capaz de cooperar con eficacia con cualquier otra parte, ni estaba manifiestamente dispuesta a trabajar con el Partido Demócrata por cualquier tipo de reclamos, salvo los de ella misma. El Partido Demócrata estaba desprovisto de visión y auténtica indignación y, dada la austeridad esencial de la ética cristiana, el Partido Republicano nunca estuvo del todo cómodo con la idea de que los norteamericanos como ellos tuvieran que ser tan ricos. Se volvieron cada vez más coléricos con los negros. Su solución tácita se convertía en la receta honrada: si esos bastardos drogados no quieren trabajar, arrójenlos a la cárcel.
Desde luego, las cárceles eran otro sistema desastroso. Las mejores estaban superpobladas, y no había presupuesto para las cárceles nuevas. Si se presentaban avalanchas de presos nuevos, el único lugar para ellos serían campos, custodiados por los militares.
Esto era simplemente un guion, apenas un guion más de la peor perspectiva hasta que la economía aguante. El dinero aún podría suavizar algún margen crucial de los sentimientos exacerbados de los norteamericanos. Dejen que el río de dinero se seque, sin embargo, ¿y qué mantendría al país unido? Podría haber revueltas en el gueto, toque de queda en los barrios pobres del centro, y ley marcial.
Era difícil creer que Bush o cualquier otro republicano o demócrata pudieran ofrecer una solución al problema real, que era que los niveles de destreza se estaban deteriorando en la fuerza de trabajo norteamericana. Nuestros productos de consumo no eran tan buenos como solían ser. Los alemanes y los japoneses hacían autos mejores y mejores tostadoras. Sus mejores ingenieros estaban trabajando en las industrias para el consumo, mientras que los nuestros estaban siendo contratados por el complejo militar-industrial. Dado el espectáculo de baja calidad, uno podía culpar al empaquetado corporativo, a la publicidad y la TV; uno podía culpar al hedonismo y sus resacas; uno podía culpar a las drogas, los negros, los sindicatos; uno podía culpar al Flautista de Hamelin. No importaba a quién culpabas. Era elección múltiple, y todas las respuestas podían ser correctas. El hecho era que Norteamérica estaba atascada en quejas, desdichas, cálculos equivocados, historia esclavista y obsesiones; la economía lo estaba reflejando.
De hecho, Mailer estaba sorprendido de sí mismo. Algo profundo en él —lo cual es decir ya no censurable— estaba diciendo ahora: «El país necesita una purga, una cana al aire, algún sacrificio sangriento, algún derroche de la sangre de otros, algún acontecimiento colosal, un triunfo. Necesitamos un gran espectáculo que nos saque de nosotros mismos. Somos romanos, al fin, y no queda fuerza moral entre nuestros ciudadanos como para revocar ese hecho. Así que esta guerra será una vacación crucial de los malhumorados asuntos norteamericanos. Si lo logra, el país aún puede ser capaz de enfrentar algunos problemas reales de nuevo».
Era, al menos, una perspectiva. El ego de una nación puede no ser distinto del ego del ser humano: cuando su visión de sí mismo fue capaz de elevarse, hubo más energía disponible; sí, la energía se liberaba mejor bajo la tutela de un ego feliz. Según esa lógica, Norteamérica necesitaba ganar una guerra.
La noche de principios de marzo en que George Bush dio su discurso de victoria al Congreso, fue recibido con una ovación que rivalizaba con cualquier efusión aprobatoria que hubiese recibido Ronald Reagan en el edificio del Capitolio, lo cual no es poca cosa. No sólo había ganado la guerra, sino que lo había logrado con una pérdida asombrosamente pequeña de vidas norteamericanas: una doble victoria para Bush. Cuando se trataba del sacrificio de los compatriotas de uno, el presidente también era un liberal. Simplemente cambió el lema a «Prácticamente ninguna sangre a cambio de petróleo», y ya no hubo menciones de las miles de decenas de bolsas para restos humanos que había ordenado el Pentágono.
No podía decirse lo mismo, desde luego, del oponente. No había cifras confiables para los muertos en acción entre los iraquíes; deben de haber perdido veinticinco mil, ¿o era el doble de esa cifra? En cuarenta y dos días, 88 500 toneladas de bombas y misiles fueron dejados caer o disparados por las fuerzas de Estados Unidos, una cifra que no incluye las incursiones de combate del resto de la coalición ni la artillería estadounidense o aliada. El tonelaje completo, entonces, uno calcularía que llegó a estar bien por encima de las 100 000 toneladas, más que suficiente para pulverizar la voluntad de lucha de los soldados iraquíes. La madre de todas las batallas de Sadam Husein había sido reducida a la hija de la sumisión. Los aviones de Sadam que habían logrado volar volaron, en gran parte, a Irán; los tanques estaban enterrados profundamente en la arena, aunque no lo bastante profundo. Misiles buscadores de calor los hicieron volar (dado que el metal, se descubrió con rapidez, retenía el calor del sol del desierto más tiempo por la noche que el desierto que lo ocultaba). Una porción considerable de sus Guardias Republicanos, sin embargo, nunca se había entregado a la batalla y así quedaron más o menos intactos para la madre de las batallas que iba a tener lugar en Irak después de la guerra. George Bush había tomado la decisión de aceptar un alto el fuego antes de que todo Irak quedara impotente. Después de todo, ¿qué quedaría en Bagdad para oponerse a Irán? Irán en control de un Irak sin Sadam Husein pesaba en la balanza como una perspectiva más pesada para Norteamérica que Sadam aún en el poder pero con un pulmón menos.
Desde luego, había ironías. Una guerra sin ironías cauterizando lo suficiente como para marcar a fuego la carne mortal de uno no es una verdadera guerra. El triunfo del Golfo puede ser caracterizado, con el tiempo, por los historiadores militares como la campaña preparada masivamente que resultó ser no más que un ensayo técnico para la guerra. Una coalición poderosa que ejecutaba un plan militar brillante no encontró más que un horizonte desierto de prisioneros que habían estado esperando durante semanas para rendirse. Un Leviatán tecnológico se había convertido en un mago de las metáforas.
Siguieron otras ironías. Habíamos liberado Kuwait, pero estaba ecológicamente mutilado. La restauración durante las horas diurnas de cielo azul por cielo negro iba a costar una fortuna: ¿demostraría ser tan grande como el desembolso de la guerra misma? La vida marina en el Golfo podía recobrarse o no de aquel derrame de petróleo siete u ocho veces más grande que el del desastre del Exxon Valdez . Las metáforas del poeta oscuro habían resultado oscuras por cierto. Vastamente menos sólido que Hitler en la escala histórica, Sadam había estado dispuesto sin embargo a vengarse del Dios que no lo había apoyado; Sadam descargó fuego y destrucción contra la naturaleza. Derrumbaría los muros del templo del petróleo. En el desastre, Sadam sería impresionante. Nadie que habitara Kuwait en los pocos años siguientes sería capaz de dejar de pensar en su venganza activa, presente en cada aliento agrio. La ira del infierno estaba en los pulmones de uno.
Había tomado siete meses de dormir teniendo pesadillas para que los jóvenes soldados norteamericanos encontraran un equilibrio entre su moral y sus miedos. El endurecimiento de su decisión de estar dispuestos a morir se había convertido al fin en no más que un bluf de póquer gargantuesco. Pueden haberse sentido no muy distintos de aquellos atletas norteamericanos entrenándose para los Juegos Olímpicos en 1980 que no pudieron ir a Moscú porque los rusos habían invadido Afganistán. Ahora los soldados del Golfo iban a vivir con la obsesión: ¿cómo habría sido yo en combate si hubiese sido tan malo como los campos minados, las zanjas ardientes, el alambre de púas y los campos de fuego que contemplé en mis sueños?
Esa era una obsesión con la cual vivir el resto de la vida de uno. Después de todo, muchos de estos soldados norteamericanos habían sido obligados a reunir la voluntad de luchar basados en no más que una tautología de tópicos: tenemos que terminar el trabajo para poder volver a casa. Si encontraron cualquier sanción moral más alta, sin duda venía de admirar la voluntad de trabajar bajo condiciones atroces que caracteriza al juego en la Liga Nacional de Fútbol Norteamericano.
Desde luego, los soldados que se vieron en la televisión habían sido elegidos con cuidado por la insipidez de afecto. Esta era una campaña que los militares no iban a perder en la prensa. Así que la guerra más interesante en dos décadas para los norteamericanos estuvo obligada a menearse en la TV con cabezas parlantes y zooms de alejamiento de aviones de combate perdiéndose en el más allá rosa salvaje del desierto al atardecer. El Pentágono era el productor de este entretenimiento, y sus filas estaban compuestas de gente solemne. No formaban parte de esa economía de consumo, ahora tan sutilmente perezosa como todos los centros comerciales suburbanos a medio alquilar; no, los militares no habían adquirido las mentes de los mejores ingenieros de las últimas dos décadas, y después rumiado como hombres serios sobre sus propias faltas y defectos en Vietnam (la primera de las cuales fue que habían sido demasiado atentos con la prensa), como para volver a cometer los mismos errores; no, la economía de consumo no podía mostrar las comparaciones más felices con los alemanes y los japoneses, pero los militares estaban preparados para probar que ahora, por lejos, eran la más espléndida fuerza de combate sobre la Tierra.
Los militares viven misiones vitalicias de orgullo. Como sus actividades tienen lugar dentro de los enclaves de la seguridad nacional, parte de su ética es sufrir en silencio. En silencio, el Pentágono había sufrido los estragos de una investigación del Congreso acerca de por qué gastó 600 dólares en un inodoro para un avión y 1600 dólares por una llave inglesa para otro; los militares habían tenido que vivir con el conocimiento público de que el bombardero Stealth B-2 fue una desilusión monumentalmente cara. Todo el tiempo, los generales estuvieron obligados a guardar silencio acerca de que, si en Norteamérica todo lo demás podía estar empeorando, ellos estaban mejorando.
¿Cómo podría George Bush no haberlos soltado? Eran lo que teníamos para mostrar por los años de Reagan. Desde 1980 a 1988, el Flautista de Hamelin había gastado 2,1 billones de dólares en los militares: lo cual es cuatro veces la suma del escándalo de Ahorros y Préstamo. Tal vez ya no podíamos hacer automóviles o tostadoras, pero habíamos obligado a los rusos a gastar, en esos mismos ocho años, 2,3 billones de dólares, 200 000 millones de dólares más que nosotros mismos, y los soviéticos no podían permitírselo. Ni siquiera podían hacer un jabón decente.
Los militares, heridos por la vergüenza de Vietnam y fortalecidos por el presupuesto, se habían convertido en una fuerza de combate superior como corolario de la principal estrategia de Reagan, que había sido destrozar a los rusos económicamente. En eso triunfamos, pero con el costo de entregar la hegemonía económica del mundo a Alemania y Japón mientras ampliábamos la lista de nuestras crisis irresolubles en las ciudades.
Ahora que la Unión Soviética ha fracasado como enemigo, todo lo que teníamos que mostrar eran las fortalezas de vanguardia de nuestras fuerzas. Así que George Bush las usó en la primera oportunidad que tuvo. El despliegue tecnológico estaba lleno de polvo de estrellas. El caza Stealth F-117A con sus bombas guiadas por láser le dio al 95% de sus blancos. En cantidades, era sólo el 2,5% de los aviones estadounidenses, pero logró sumar el 31% de los golpes exitosos de su primer día. Pepitas de oro interminables de estadísticas tan deslumbrantes ahora estaban flotando en el fluido vítreo de los medios. Sí, la guerra aérea, descontando demoras por mal tiempo y pasando por alto toda falta de oposición, había sido un éxito masivo; el temor profundo, aunque natural, de la administración Bush y el Pentágono a que las tropas de tierra pudieran no estar lo suficientemente bien motivadas como para combatir a los iraquíes no tuvo que ser puesta a prueba. George Bush había subido hasta el gran dentista en el cielo, pero no le habían sacado ningún diente. Es probable que hayamos descargado una cifra cercana a los 200 millones de kilos sobre Irak y Kuwait, y eso equivalía a prácticamente 5 kilos por persona para todos los 21 millones de personas. Desde luego, las bombas y los cohetes no habían sido dirigidos contra la gente, pero, de todas maneras, el Pentágono no estaba difundiendo las cifras. Esos tonelajes aún podían ocupar las sombras largas de la matanza excesiva. El país prefirió disfrutar, en cambio, de la victoria.
En una aparición en marzo ante los legisladores estatales en la Casa Blanca, George Bush llegó al punto de sugerir que los fantasmas de Vietnam habían sido exorcizados, y la vergüenza del pasado había sido superada. La desgracia de perder una guerra con un poder del Tercer Mundo podía ser olvidada. Nuestra gran victoria en el Golfo podía reemplazar nuestra obsesión con el Sudeste de Asia.
George Bush, sin embargo, podía encontrar algunos problemas sutiles con su tesis en los tiempos por venir. Si la nación iba a disfrutar los frutos de la victoria, lo cual es decir un fortalecimiento del ego nacional que, uno así lo esperaba, podría ser capaz de producir un vigor nuevo para enfrentar nuestros problemas, entonces tal vez la guerra de Vietnam no debería ser exorcizada con tanta rapidez. El presidente, después de todo, iba a meterse en el mismo abismo de razonamiento turbio que los liberales. Ellos habían decidido por adelantado que la Guerra del Golfo era una repetición de Vietnam, y eso había sido un ejemplo perfecto del pensamiento norteamericano en su forma más simplista. Ahora, la administración Bush iba a recorrer los mismos errores en el otro extremo de la línea ideológica. Cuando uno lo piensa bien, la única semejanza entre las dos guerras era que Norteamérica había estado en las dos. Una, después de todo, había sido un combate luchado en la selva, y el dosel vegetal ofrecía cobertura para las tropas terrestres desde los aviones y un acceso muy restringido para los tanques. Los soldados se encontraron uno frente al otro en las sombras profundas. En el Golfo, la guerra había sido llevada a cabo en los panoramas abiertos del desierto contra un poeta loco que era odiado por demasiados integrantes de su propia tropa. En Vietnam, estábamos aliados contra un pueblo dispuesto a morir por su líder, que no sólo parecía un santo sino que también encarnaba los esfuerzos de una liberación demorada largo tiempo. Ofrecía la idea de que esas muertes no serían en vano, y que un mundo más humano seguiría para sus hijos. Los demócratas habían mantenido la guerra en el Sudeste de Asia por ocho años más allá de su tiempo, y después Nixon la siguió manteniendo por otros seis, y para el momento en que abandonamos Saigón ya no quedaba futuro para nadie allí. Dos millones de vietnamitas habían muerto, y los cuadros del poder-por-el-poder-mismo habían rellenado el hueco. Seguirían más de un millón de nuevas muertes en Camboya, y la opresión reinaba en todas partes.
Desde luego, tenemos mala conciencia respecto a Vietnam. Formaba parte del honor nacional recordarnos que nosotros, una nación grande y democrática, habíamos sido capaces de actos monstruosos. Nos reveló que Norteamérica podía no llegar nunca a la madurez, ni a desarrollar una cultura lo bastante rica y resonante como para contrabalancear nuestra tecnología. No, podemos terminar como piratas de la computadora y matones físicos —los últimos supermatones en la historia del mundo—, pero si tuvimos una conciencia nacional, y si aún prevaleciera, entonces estamos obligados a vivir con Vietnam y seguir midiendo el costo. Entierren los fantasmas de esa guerra demasiado pronto y la última ironía de las arenas del desierto sería liberada. Esa gran maquinaria de noticias, que se come nuestra historia tan rápido como es creada, podría incluso moverse tan rápido que nuestro poder de disfrutar el éxito de la guerra en el Golfo también podría ser cubierto prematuramente y podríamos perder lo que de bueno fuera a hacerle a nuestra visión muy lastimada de nosotros mismos. Aunque fue una guerra que aun podría hacer una diferencia para bien o para mal en los avisperos enredados de Oriente Medio, también podría resultar ser no más que su propio peso, un ejercicio militar a un nivel colosal, panoramas de virtuosismo técnico en un matorral moral, y si eso es todo lo que fue, entonces por cierto la maquinaria de las noticias se lo comerá. El recuerdo de Vietnam, sin embargo, no va a desaparecer. Vietnam está incrustado en nuestra historia moral.
Desde luego, antes de que la Guerra del Golfo pueda mostrar incluso una tendencia a desaparecer, nuestro comandante en jefe va a traerla de nuevo. George Bush ha prometido recordarnos su existencia y lo que le debemos a la gente que luchó en ella. Será una celebración especial para nuestros veteranos que regresan, tan pronto como este cercano 4 de Julio.
En esa ocasión, Bush nos recordará su guerra. Lo hará. Lo hará.
Norman Mailer (Long Branch, New Jersey, 31 de enero de 1923 - Nueva York, 10 de noviembre de 2007), fue un escritor, novelista, periodista, ensayista, dramaturgo, cineasta, actor y activista político estadounidense. Junto con Truman Capote, está considerado el gran innovador del periodismo literario
En 1948, justo antes de entrar en la Sorbona en París, escribió la obra que lo haría famoso en el mundo, The Naked and the Dead (Los desnudos y los muertos), basada en sus experiencias durante la guerra. Fue aclamada por muchos como una de las mejores novelas estadounidenses tras la guerra y la Modern Library (sección de la editorial Random House) la calificaría como una de las cien mejores novelas.
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