Trad. de Javier Calvo. Libros del Silencio, 2011, Barcelona. 605 pp. 26 €
Daniel Sánchez Pardos
Colin Wilson no había cumplido aún los treinta años cuando publicó Ritual en la oscuridad, pero ya era para entonces un escritor con una larga historia a sus espaldas. Cuatro años antes, en 1956, su primer libro lo había convertido de la noche a la mañana en una pequeña celebridad dentro del agitado mundillo de las letras británicas; la prensa saludaba a Wilson como la nueva gran figura de los entonces florecientes Angry Young Men, y colegas de sólido prestigio como Edith Sitwell o Ciryl Conolly no dudaban en colgarle a su obra el calificativo de genial. Aquel primer libro, The Outsider, era un ensayo de 300 páginas que estudiaba la figura del desclasado, del marginal, del hombre ajeno a las formas y a los modos principales de su tiempo, a lo largo de la historia del arte y del pensamiento occidentales de los dos últimos siglos. Su éxito fue tan improbable como instantáneo: varias ediciones agotadas en pocas semanas, reseñas elogiosas en los principales diarios del país, traducciones a diversos idiomas y, como consecuencia de todo ello, una sobreexposición mediática que pronto acabó volviéndose en contra de su joven autor. Varios escándalos de índole personal, más o menos adornados por la prensa, terminaron de minar una reputación ya maltrecha por las declaraciones poco afortunadas del propio Wilson, que no dudaba en publicitarse a sí mismo como un Wunderkind llamado a renovar el pensamiento occidental contemporáneo. Al cabo de unos pocos meses, Colin Wilson había dejado de ser un presunto genio de futuro brillante y se había convertido en un personaje arrogante, histriónico y fácilmente problemático al que ya muy pocos se tomaban en serio. Su siguiente libro, otro ensayo filosófico titulado Religion and the Rebel, cosechó una colección de reseñas casi unánimemente negativas, firmadas en muchos casos por los mismos críticos y colegas de profesión que un año antes habían celebrado con entusiasmo la aparición de The Outsider, y a partir de ese momento cada nueva publicación de Wilson fue recibida con una mezcla general de incomprensión y de desgana, cuando no con un espeso silencio crítico que acabó por convertirle en lo que ya nunca ha dejado de ser: un escritor invisible para el establishment literario, sostenido por una pequeña red internacional de lectores adictos a su peculiar manera de entender la literatura y, a partir de los años 70, por algunas editoriales especializadas en los que parecen ser, a día de hoy, sus temas predilectos: el esoterismo, las paraciencias y la historia criminal.
Ritual en la oscuridad ocupa, en este sentido, un lugar de excepción en la obra de Colin Wilson. No sólo es su primera novela, y por tanto la pieza inaugural de una obra de ficción que ha transitado, a lo largo ya de medio siglo, por géneros tan diversos como el horror pulp, la picaresca, la pornografía, el policíaco o la novela de ideas; también es un libro escrito en dos tiempos y bajo dos circunstancias muy diferentes. Colin Wilson empezó a trabajar en Ritual en la oscuridad cuando era un muchacho de apenas veinte años que acababa de llegar a Londres con el sueño de convertirse en escritor, y la abandonó cuando la idea de The Outsider se cruzó en su camino. Luego llegaron el encumbramiento, la caída en desgracia y el progresivo desencanto con el entorno literario, que lo llevó a retirarse a una casa de campo en Cornualles y a dar rienda suelta a una legendaria grafomanía que se encarna, a día de hoy, en una bibliografía que sobrepasa ya los 150 títulos publicados. Allí fue donde Wilson retomó la escritura de Ritual en la oscuridad; y algo (o mucho) de la amargura acumulada durante todo este proceso se refleja en la novela, que es la obra de un joven cargado de ambiciones y de confianza pero resuena también, en muchas de sus páginas, como el lamento de un hombre maduro hastiado ya de las trampas de la vida.
Gerard Sorme, el protagonista de Ritual en la oscuridad, es un escritor de veintiséis años que se ha pasado el último lustro sumido en una especie de autoimpuesto exilio interior. Vive en una pequeña habitación alquilada en Camden Town, no trabaja, apenas se relaciona con nadie, y pasa sus días meditando sobre la obra literaria y filosófica que se siente destinado a crear, pero que apenas ha comenzado todavía a entrever. Visitando un día una exposición sobre Nijinsky conoce a Austin Nunne, un joven homosexual de buena familia, autor de varios libros sobre ballet y amante de la vida nocturna, que ejerce sobre Sorme una instantánea fascinación y que enriquece su mundo con nuevas relaciones y experiencias, pero también, o sobre todo, con el ejemplo de una forma de vida que a él se le antoja radicalmente nueva y extrema. El vitalista y amoral Nunne es, en muchos sentidos, todo aquello que Sorme se precia de ser en su imaginación, y a la vez es el reverso de todas sus propias ideas: encarnación y negación a un mismo tiempo de una confusa visión filosófica que el joven escritor siente enraizada en lo más profundo de su ser, pero que no sabe aún verbalizar. En poco más de una semana, el tiempo que cubre la novela, la relación de amistad que se establece entre los dos hombres pone en marcha una serie de acontecimientos de orden a la vez público y privado, filosófico y religioso, ético y moral, cuyas consecuencias finales para ambos el lector puede tan sólo imaginar una vez concluida la narración. Sobre el gris telón de fondo de un Londres de posguerra ocupado todavía en la gestión de sus muchas heridas abiertas, y con una serie de asesinatos en Whitechapel que reflejan o remedan los del viejo Jack el Destripador como tenue hilo argumental, Colin Wilson levanta y sostiene a lo largo de seiscientas páginas una suerte de thriller filosófico de alta intensidad, una novela negra existencialista en la que el objetivo primordial no es descubrir quién, cómo ni por qué cometió los crímenes que en ella se investigan, sino qué justificación filosófica pudo amparar al asesino.
En el excelente epílogo que acompaña a su propia traducción de la novela, Javier Calvo señala algunos de los defectos más o menos evidentes de Ritual en la oscuridad, como el exceso de diálogos filosóficos que entorpecen a menudo el avance de la acción, por lo demás escasa, o la poca inquietud que generan ese nuevo asesino de Whitechapel y sus crímenes fantasmagóricos. Yo añadiría también, en el debe de la novela, una cierta monotonía estructural: sus capítulos consisten a menudo en una sucesión de conversaciones, desplazamientos y nuevas conversaciones en las que una de las partes es necesariamente Sorme, la conciencia a través de la cual percibimos la historia, y que no siempre logran retener la atención completa del lector. Estos defectos, propios de una primera novela, quedan sin embargo sobradamente compensados por otras muchas virtudes que convierten Ritual en la oscuridad en un libro de una fuerza y un poder de atracción poco comunes. La profusión de personajes secundarios complejos y en constante evolución, por ejemplo, algunos de los cuales llegan a imponerse incluso en la imaginación del lector a los dos memorables protagonistas; o el retrato acumulativo de la mente del joven Gerard Sorme, confundido e ingenuo como el adolescente que acaso sigue siendo, escritor sin obra y filósofo sin convicciones definidas; o el precario equilibrio que Wilson, imposiblemente, logra mantener entre dos géneros tan disímiles como la novela de ideas y el relato criminal; o el vívido retrato de un Londres que se parece muy poco a la ciudad que todos conocemos a través de cientos de novelas.
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