ASÍ ERAN NUESTRAS NAVIDADES
AQUILES NAZOA
Elite diciembre 1951
Imagen de Aquiles Nazoa Revista Elite 1951 |
“Ahora bien, todos los que amamos a nuestra ciudad porque nacimos de ella y nos hemos realizado para la vida a la luz de sus días, somos – ya a la edad que tengo y habiendo visto lo que he visto- un poco caraqueños de antes.
Tal vez la Caracas que yo evoco y que en muchos aspectos me parece más grata, más humana y simpática que la de mis hijos, no exista realmente en mis recuerdos sino en mi imaginación. Uno tiende a embellecer lo que ha tenido y ya no tiene.
Así son los recuerdos que conservo de las pascuas de mi niñez. Desde tiempos muy remotos de la ciudad, la costumbre más encantadora que conservábamos era la de los aguinaldos impresos en hojitas de cuatro páginas que se vendían a centavo por las calles. Eran a veces malas versificaciones de bardos orilleros, pero tenían un gran encanto poético, una tierna ingenuidad y un interés periodístico que hacia su lectura interesante a todo el mundo, pues casi siempre tenían como temas los sucesos de actualidad. En esas hojitas que yo mismo llegué a vender, recibí mis primeras lecciones de literatura.
Como aguinaldos impresos y sus pintorescos pregoneros que para anunciarlos iban recitándolos o cantándolos por las calles, desapareció también de la ciudad el extraño vendedor de pavos. Los pesados animales, domesticados y mansos, caminaban lentamente por el medio de la calle como un rebaño, guiados por el hombre que los seguía detrás como un pastor a sus ovejas, y para conservarlos agrupados durante la marcha los controlaba con un larguísimo foete como de cochero; de ahí viene la expresión “como foete de arrear pavo” aplicada a alguien que está extremadamente flaco.
Caracas era muy fría entonces; ya desde fines de octubre el exquisito frío tan tónico y juvenil que invadía la ciudad por el área de Catia, imponía el uso de los abrigos, sobretodos, romantones, bufandas y franelas largo tiempo guardados. Flotaba en el ambiente un olor a vetiver procedente de los baúles. Nunca supe de dónde le viene a ese frío en particular el nombre de “Pacheco” que le da el pueblo caraqueño, ni si fuimos nosotros los primeros en usarlo, o los chilenos que también nombran así a los vientos de otoño.
Las misas de aguinaldo le imprimían a las mañanitas de mi niñez una alegría juvenil de vacaciones; los paseos eran a pie; no se había generalizado el patinaje, los patines de rueda, como se sabe, fueron un invento anónimo de los holandeses, un invento folklórico por así decirlo, que los niños de Holanda, el país más patinador del mundo, ingeniaron para tener cómo continuar practicando su deporte favorito una vez que, pasado el invierno, se deshelaban los canales y senos marinos. Un norteamericano, Pinkerton, capitalizó la idea en los Estados Unidos, a mediados del siglo pasado. Yo llegué a conocer los primeros patines que llegaron a Caracas: era una especie de cesta en alambre de acero, muy funcional y elegante en la que el pie iba acuñado; las ruedas eran de madera. Al principio el patinaje era un deporte exclusivo de gente de bien, o sea de las que vivían en zonas ya pavimentadas de la ciudad. Patinar en la Plaza de la Misericordia era uno de los signos de distinción y modernidad de las más distinguidas señoritas de Caracas de los años veinte. Los patines entrañaban para los que en tiempos de Gómez éramos niños, el más grato recuerdo y también el más amargo: Los policías del gomecismo, ladrones y crueles, a veces sin haber llegado uno a ponérselos por primera vez, mientras con ellos en las manos iba en busca de algún lugar pavimentado donde patinar, nos detenían en la calle y nos los quitaban, dejándonos sumidos en la más dolorosa amargura.
Vendedor de Pavo por las calles de Caracas |
un grupo de bellas damas patinado en El paraiso Circa 1920 -1930 |
Patines con ruedas de madera 1930 |
Dos de mis tíos, desde niños, eran panaderos como lo había sido su padre; trabajaron siempre en la panadería de Solís, entonces la más famosa de Caracas, siempre por su pan francés y en pascuas por su pan de jamón, por sus brazos gitanos, por sus dulces con nombres franceses. En los días pascuales los armarios y vitrinas de la panadería se enjoyaban con los colores y formas de aquella artesanía maravillosa del pan y del dulce, y la hormigueante clientela hacía necesario reforzar el personal. Yo era una especie de mascota de Solís, y de tanto andar entre los hornos, las artesas, las harinas y las cremas llegué a hacerme un pequeño maestro de esas artes. En los días de pascuas sobrecargados de trabajo los repartidores, yo participaba en las entregas de encargos a domicilio, y a veces recibía propinas con las que me sentía rico. En la navidad de 1931, cuando llevaba una torta de encargo, por el camino me enteré de que en Miraflores estaban repartiendo regalos. Con torta y todo me incorporé a la larga cola que se había formado junto al palacio. Fue la primera vez que vi de cerca a Gómez. Rodeado de sus hijos y allegados, estaba allí repartiendo personalmente los obsequios. A mí me dio dos bolívares. Cuando uno de mis tíos panaderos, Gabriel, se enteró de la que yo creía una hazaña admirable, sufrió tan crisis de cólera que además de pegarme me sacó con su propia mano la peseta del bolsillo y cómo sería la violencia con la que la batió contra el suelo que la moneda rebotó y de retruque le pegó a él mismo en un colmillo. Ese día descubrimos cosas importantes: que Gómez era un tirano y que mi tío tenía dentadura postiza.
Panaderia de Solís donde trabajaron los tíos de Aquiles Nazoa y de niño una que otra vez fue repartidor de pan y tortas |
Como en aquella época había muy pocas cocinas con horno, el pavo y el pernil destinados a la cena de navidad se aderezaban en la casa y se enviaban a hornear en las panaderías. Allí los panaderos practicaban la costumbre picaresca de “capar” o sea comerse parte de los horneado. En la cena pascual, lo que la gente venía a comerse en realidad eran los sobrados de los panaderos.
En la animadísima plaza del Mercado de San Jacinto se instalaban las diminutas imprentas que se encargaban de imprimir las tarjetas de felicitación con el nombre del felicitante. Eran mínimas y además de unas orlas rameadas muy candorosas, traían versos a escoger según los sentimientos y el humor del cliente:
El cielo tiene una estrella
Y el rosal tiene una flor,
Y el que carga la botella
Es el que bebe mejor.
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