sábado, 22 de febrero de 2020

La banalidad del mal Juan Nuño


El precedente del Holocausto, genocidio del pueblo judío europeo en la primera mitad del siglo XX, no es ni la Inquisición ni los pogroms ni aquella matanza de armenios. El precedente más directo, si hay que buscar alguno, se llama Murder, Inc. y forma parte de la civilización ítalo-norteamericana: el crimen organizado. A menor escala, pero responde al mismo plan: cómo matar (en un caso, selectivamente; en el otro, masivamente) en forma objetiva, impersonal y sistemática.
Es posible que la única ventaja que tenga en este caso el paso del tiempo sea la de permitir un grado de reflexión más avanzado, con la consiguiente reducción de los componentes emotivos que, sobre todo al principio, dominaron en todos los intentos de comprensión del fenómeno del Holocausto. Sólo a fines de ordenación de las ideas, puede intentarse un sencillo esquema que distinguiría tres niveles de captación del fenómeno: (1) nivel superficial, que arroja un primer intento de comprensión meramente descriptiva de lo sucedido: qué fue lo que pasó; (2) nivel medio, que avanza hacia el
conocimiento detallado del Holocausto: cómo sucedió; y (3) nivel profundo, que se interesa por la estructura subsistente en dicho fenómeno: por qué fue posible que sucediera lo que sucedió.
Los primeros documentos gráficos y testimoniales, así como algunos films ya clásicos (Resnais, Rossif, Wajda), ejemplifican el primer nivel: corresponde al momento de máxima emoción mundial por el descubrimiento del horror, pero se queda detenido en los sentimientos que fácilmente suscita una tragedia de tales proporciones.
Obras como las de Hilberg, Reitlinger y Poliakov, entre muchas, alcanzan el nivel medio, en el que habiéndose reducido el tono emocional, se comienza a ganar un conocimiento detallado del fenómeno.
Fue Hannah Arendt quien abrió la puerta que da acceso al tercer y más profundo nivel, con su debatida obra, Eichmann en Jerusalén: Informe sobre la trivialidad del mal, 1963. Pero no ha sido la única. Bien es verdad que son más abundantes las obras simplemente descriptivas o históricas en comparación con las interpretativas y
analíticas. Es posible que ello se deba a que las primeras se limitan a trabajar en el nivel emotivo del hecho, mientras que las interpretativas tocan puntos controversiales, como quedó puesto de manifiesto con la resonancia que en su día tuviera la citada obra de
Arendt. Las diversas comunidades judías siguen detenidas en la visión apocalíptica del suceso y parecen evitar adentrarse en las motivaciones reales del mismo; a ello se agrega el interés geopolítico de los sionistas, que alimenta la visión persecutoria entre la diáspora como expediente inmigratorio.
Después de la obra de Arendt, las más osadas en el camino de la interpretación en profundidad son las del rabino norteamericano Richard L. Rubenstein: After Auschwitz (1974) y The Cunning of History (1978).
En resumen: quien sólo quiera saber lo que pasó (suponiendo que a estas alturas alguien aún lo ignore), debería concentrarse en el largo film (nueve horas y media) de Claude Lanzmann, Shoah (1985), o leer el Auschwitz de Poliakov (1964) o el Treblinka de Jean-François Steiner (1966); quien desee avanzar para enterarse de cómo pasó, no puede prescindir de la obra de Hilberg, The destruction of the European Jews (1961), pero aquel que busque meterse en honduras de por qué pasó semejante catástrofe, deberá acudir a Arendt y a Rubenstein, en las obras ya citadas.
La tesis de la trivialidad del mal, impuesta por Arendt, ha sido deformada y mal entendida: el mal no es banal porque sus ejecutantes lo fueran; no se trata de fijarse en los rostros de Eichmann o de Barbie y llegar a la nada difícil conclusión de que eran hombres tan insignificantes como todos y de que, por consiguiente, el mal que cometieron fue banal sólo porque ellos lo eran. Los grandes asesinos no llevan una marca en la cara a menos que se crea la leyenda de Barba Azul. La trivialidad a que hace referencia Hannah Arendt es la de la burocracia: en este siglo y sólo en este siglo, ha sido posible institucionalizar administrativamente el mal porque existen sociedades altamente burocratizadas, en las cuales los ciudadanos adquieren mentalidad de funcionarios dóciles y obedientes que un día llevan a cabo una tarea y al día siguiente otra, que bien puede ser la contraria, con tal que tales tareas formen parte de actividades previamente ordenadas. Tan banal como fabricar Leicas, distribuir cartas en el correo,
clasificar los comprobantes del impuesto o atender el movimiento de trenes en una estación fue para los burócratas alemanes realizar el conjunto de actos que llevaron a la muerte a millones de personas. Desde las iglesias que extendían los certificados de
pureza racial hasta los encargados de arrojar el Zyklon-B por las trampillas de las cámaras de gas. La trivialidad no está en las gentes, sino en el sistema y en el tipo de vida que el sistema desarrolla y en el tipo de actividad que realizan los hombres en
semejante sistema. Arendt comprueba que nuestra sociedad, como ya diagnosticara Max Weber, es una sociedad burocratizada; dentro de la cual puede ejecutarse cualquier acción con tal de organizarla debidamente a través de los canales administrativos rutinarios. Rubenstein da un paso más allá: semejante banalidad del mal, producto de sociedades altamente burocratizadas y organizadas, es una consecuencia de las tendencias desarrolladas por la civilización occidental; no es ninguna casualidad, no es algo que ha podido dejar de pasar; no es una trivialidad banal, sino que es el lógico
resultado de una forma especial de civilización. Por algo sostiene Rubenstein que «quienes vivimos en la postguerra, hemos visto el surgimiento de un universo moral absolutamente diferente», indicando con ello que el proceso de banalidad prosigue su
marcha. Una vez que en una sociedad se ha implantado lo que con justeza podría denominarse la dominación de los burócratas, pueden indiferentemente fabricarse automóviles, televisores u hornos crematorios en los que matar masivamente a seres
humanos. La misma empresa que produce fertilizantes es la que produce defoliantes que matan toda forma de vida vegetal en el territorio enemigo. Y ha sido posible llegar a semejante tipo de sociedad por la combinación de dos factores: la preponderancia del
Estado, que sólo puede subsistir alimentándose de funcionarios, y la secularización de la conciencia religiosa, propia de las religiones judeo-cristianas; en ellas, lo que cuenta es la aplicación mundanal de los elegidos (o en tanto colectividad o en tanto individuos:
caso de la vía protestante de la gracia) y sus logros materiales. Aquel protestantismo, causa orgullosa del capitalismo, lo es también de los métodos burocráticos, sin los cuales no hay posibilidad de desarrollo capitalista sostenido. En el fondo oscuro de esta civilización antinatural, antipagana, palpita lo que Rubenstein no vacila en llamar la «enfermedad judeo-cristiana». Se ha sustituido las religiones naturales con la burocrática y abstracta y ahora es el Estado el dios al que reverenciar o cuando menos
obedecer. Sólo que semejante explicación básica podría aceptarse en tanto condición necesaria pero no suficiente: es menester que haya burócratas para implementar «soluciones finales» con la meticulosidad alemana, pero esos mismos burócratas podían haberse dedicado a promover kindergarten para los niños judíos o a estudiar la relación entre el aumento de los lepidópteros en el verano a la puesta del sol. ¿Por qué el exterminio?
Hace falta complementar aquella explicación con la condición suficiente, la cual tiene que ver con la evolución histórica occidental en sus relaciones con el mundo judío. Es cierto que la muerte masiva no le ha estado reservada en este siglo a los judíos, pues desde las masacres stalinistas hasta el genocidio camboyano el abanico tiende a abrirse. Siempre quedará por explicar el caso particular de los judíos, víctimas favoritas de una civilización crecientemente represiva. El exterminio judío del siglo XX queda explicado parcialmente en la secuencia histórica que presenta Hilberg en su ya citado libro: primero decidió la sociedad cristiana recién constituida que los judíos no podían vivir entre los cristianos si seguían siendo judíos, y la implementación de semejante política
dio lugar a las conversiones como forma primaria de represión; después, se avanzó otra vuelta de tuerca: se dijo que los judíos no podían vivir entre los cristianos de ninguna manera, convertidos o no, y sobrevino la fase de las expulsiones, que presenta las formas directas, brutales (edicto de 1492 de los Reyes Católicos), hasta las indirectas, pero no menos brutales, de los ghettos; por último, se ha dado el paso definitivo y sin adjetivos ni consideraciones circunstanciales que ha consistido en decir que los judíos no podían vivir. Sin más. Lo que significó muerte colectiva.
Es la anterior una buena explicación esquemática que deja fuera ciertas consideraciones y suscita algunas dudas. Por ejemplo, sería un error creer que en la primera fase represiva (conversión) no se mataba judíos. O que la política de asimilación (Revolución Francesa y Napoleón) no era otra manera de «matarlos»,
convirtiéndolos en citoyens y negándoles especificidad judía. Y por último, esa secuencia tripartita de Hilberg tampoco explica el Holocausto: explica el principio por el que se van a regir los antisemitas del siglo XX, pero no desciende a explicar la forma
característica de represión nazi. Hay que tener en cuenta que lo que diferencia a los nazis de las anteriores formas de represión es muy poco: tan sólo la sistematicidad. No la cantidad, que ésa se encuentra en función de la demografía del momento y de la
naturaleza de la represión, sino la sistematicidad con que los nazis procedieron. En lo demás, fueron prácticamente iguales a todos los otros movimientos represivos antijudíos; en lo que se diferencian es en ese detalle: los nazis fueron sistemáticos en su concepción de la represión. No fue una represión momentánea ni localizada ni
específica ni ocasional ni con excepciones. Fue una represión total y sistemática, como corresponde a una sociedad totalitaria y perfectamente organizada según el modelo burocrático.
Tampoco las explicaciones demasiado globales de Rubenstein o del mismo Hilberg penetran en el caso particular de la represión nazi. Porque no toda sociedad burocratizada lleva a cabo genocidios, y aun suponiendo que se esquive la dificultad con el argumento de que, dadas las condiciones, todas lo harían, aún faltaría por explicar por qué lo hizo precisamente la sociedad alemana y por qué con los judíos. Responder que lo hizo porque el antisemitismo es eterno sigue dejando el problema abierto con un juego de palabras que nada explica. Si el antisemitismo es general y antiguo, puede de
nuevo preguntarse por qué unos persiguen y otros no. O por qué unos lo hacen con más frecuencia o más saña que otros. En cualquier caso, el problema sigue en pie, no respondido, y marca los contornos de la especificidad del caso alemán.
Es un hecho histórico que el Holocausto ha sido obra alemana. Es posible que, como sostiene Rubenstein, la condición de sociedad fuertemente burocratizada haya sido determinante en el tipo de genocidio llevado a cabo. Es evidente que en esta ocasión la
persecución antijudía ha asumido la forma de genocidio absoluto, según la tesis de intensidad creciente que mantiene Hilberg. Pero de todos modos siempre quedará en la sombra de la más indescifrable irracionalidad por qué en Alemania. Decir que hubo persecución a los judíos también en otros países (Polonia, Hungría, Francia) es
enmarañar innecesariamente el problema. Porque el hecho es que sólo en Alemania y sólo a cargo de alemanes y sólo siguiendo directrices alemanas se llevó a cabo el Holocausto en tanto empresa de extirpación total y sistemática.
La mayoría de la gente, por no decir toda, se horroriza ante los resultados. Fue la reacción dominante al final de la guerra cuando los diversos medios de comunicación  dieron a conocer profusamente la realidad de los campos de exterminio: dos clases de cadáveres, los apilados en montones, listos para ser incinerados, y los aún vivientes, espectrales, a un paso de morir definitivamente.
Sería de un optimismo impropio asegurar que era la primera vez que el ser humano mataba tan brutal y masivamente a sus semejantes, pero en cambio era la primera vez que el mundo se enteraba de manera tan gráfica y directa, ya que en esa ocasión se
dispuso de recursos informativos no menos masivos que los crímenes cometidos. El mundo se horrorizó porque por vez primera veía de lo que era capaz la vesania humana.
Sólo que quedarse detenidos en el horror de las imágenes es una forma cómoda de no asustarse demasiado: aún es peor lo que esas imágenes significan. Aquellos dos ejemplares de cadáveres agotan las promesas del universo nazi: por un lado, la disponibilidad absoluta del ser humano; por otro, la aparición de una nueva especie. Fueron posibles las montañas de cadáveres a partir de la noción de disponibilidad: los humanos son como cualquier material modificable, del que se termina por desechar una parte residual. Como si se tratara de aves sacrificadas, reses de matadero o,
simplemente, despojos, piltrafas, bagazo inservible. En cuanto a los muertos vivientes que, a la hora siempre tardía de la liberación, se arrastraban entre la geometría elemental de los campos, anuncian los moradores de la ciudad del futuro: Mil novecientos ochenta
y cuatro nació de los campos de concentración y exterminio. La disposición de la sociedad será decididamente vertical: arriba, la clase superior, la nomenklatura, las SS, el innerparty o como quiera llamarse a la minoría dominante; abajo, al ilimitado servicio
de aquéllos, la masa informe y utilizable de los underdogs, los infrahombres, los proles: buenos para trabajar un tiempo y morir rápido. Por doquier, esas dos ideas: la disponibilidad y maleabilidad. Los nazis pusieron la primera piedra de un edificio que no ha dejado de levantarse: el de la ingeniería social, para tratar al hombre como mero ladrillo, a partir del cual intentar cualquier proyecto, por monstruoso que suene. El proyecto particular de los nazis afectaba directa, aunque no exclusivamente, a los judíos. Era un proyecto bien simple: limpieza del espacio habitable por los dueños de la casa. Todo lo que fuera considerado nocivo, dañino o simplemente impropio de aquel espacio, debía ser eliminado. Los nazis sólo hicieron lo que se conoce como «poner en orden la casa propia». Para ello, partieron de una clasificación elemental: quiénes tienen derecho a vivir en ella y quiénes no. A estos últimos debe hacérselos desaparecer. Más que una ideología racista, la de los nazis era una ideología profiláctica, higiénica, desinfectante: de un lado, lo limpio, lo puro, lo impoluto; del otro, la suciedad, las
impurezas, la basura. De modo tal que las teorías racistas estaban subordinadas a la gran teoría profiláctica, complementándola. Porque hacía mucho que los alemanes (y los ingleses y los franceses) habían elaborado complicadas teorías racistas, pero lo que hicieron los nazis fue poner esas teorías racistas al servicio de una teoría más potente, de naturaleza clínica: como medida de profilaxis, en un espacio bien ordenado, los puros no deben mezclarse con los impuros.
Eso explica las diversas fases de la represión antijudía de los nazis: comenzaron por aislar a los judíos, como quien localiza el germen a eliminar; siguieron con su expulsión y extrañamiento, a modo de aislamiento; para terminar con la medida más radical de todas, la solución final o de exterminio definitivo y total del agente contaminante.
Quien desee extraer consideraciones filosófico-morales de semejante experiencia puede fijarse en lo que sucede cuando la idea se impone a la práctica. La mente nazi fue perfectamente lógica, si por lógica se entiende aquella mente que no se desvía ni un
milímetro de la ejecución del plan previamente trazado. Por psicopatología, es sabido que la logicidad exagerada es propia de los paranoicos. Pero sería demasiado fácil volver a la excusa de que estaban locos al hacer lo que hicieron; quizá algunos de ellos, quizá al principio, quizá en la elaboración de su doctrina, pero sin la mansa, fiel e indefectible colaboración del pueblo alemán, que, por muy burócrata que fuera, no estaba loco, habría sido imposible la realización de tan inmenso proyecto. Es algo muy dicho, pero no estaría de más repetirlo: los nazis no mataron judíos por el placer de matar ni porque los odiaran ni porque quisieran apoderarse de sus bienes ni sólo porque fueran una raza inferior: también los franceses, en tanto celtas, y los italianos, en tanto latinos, eran para ellos, los arios, razas inferiores, y no tuvieron necesidad de
exterminarlos en el tiempo en que pudieron hacerlo. A los judíos los hacen desaparecer simplemente porque contaminaban el espacio ario, el cual debía de ser limpiado de impurezas. De modo que más que sangrientos asesinos, que se recrean sádicamente con
el sufrimiento de sus víctimas, hay que verlos como eficaces desratizadores que llevan a cabo una desagradable pero necesaria e impostergable tarea. Tenían un trabajo que hacer y lo hicieron hasta el límite de sus fuerzas y posibilidades, que fueron muchas.
Al conocer en detalle la empresa profiláctica del nazismo con los judíos, hay un aspecto que no sólo llama la atención, sino que crea cierto malestar intelectual. Desde el primer momento, en todo instante, los nazis se dedicaron a borrar concienzudamente las
huellas de lo que estaban haciendo. Jamás emplearon expresiones directas como «matar», «liquidar» y similares, sino que comenzaron por hablar de «solución final» y siguieron empleando circunlocuciones tales como «reacomodo», «instalación», «disposición» y otras no menos eufemísticas y neutras. Precisamente por eso, por esconder su gigantesca obra de limpieza, se vieron enfrentados a unos tremendos problemas de logística administrativa de los campos. Para hacer desaparecer totalmente los cuerpos, inventaron los hornos crematorios, pues no se conformaron con enterrar a sus víctimas, sino que necesitaban incinerarlos para que, en parte, se fueran en humo, y en parte, en cenizas, que tenían buen cuidado de esparcir luego en los ríos para que desaparecieran por completo. Lo mismo hicieron los soviéticos con sus víctimas: Slansky y sus compañeros, juzgados sumariamente en Praga a principio de los años cincuenta, fueron ahorcados, quemados y luego esparcidas sus cenizas en algún río.
Pero en el caso de los nazis, los problemas fueron descomunales, ya que no es lo mismo hacer desaparecer por ese procedimiento trece cuerpos que aplicárselo a millones y millones. Les costó mucho dinero y esfuerzos y perdieron en ello mucho tiempo. Todo para no dejar ni rastro de lo que hacían con los judíos. A primera vista, parece un contrasentido o, cuando menos, una anomalía, algo
inexplicable según la propia mentalidad nazi. Si tan seguros estaban de su doctrina y de dominar el mundo con un Reich milenario, ¿por qué tomarse el trabajo de hacer desaparecer hasta el último átomo de los judíos asesinados? Eso de ocultar el cadáver y
hacerlo desaparecer por completo es preocupación habitual en cualquier asesino, desde los gangsters del Norte (Chicago, Nueva York) hasta los del Sur (militares de guerras «sucias»). Pero el criminal común y corriente obra así como medida de protección: para no ser inculpado, por aquel viejo principio según el cual no hay delito sin prueba. Ahí es cuando surge el desconcierto al considerar el caso de los eficientes nazis: no es posible que desde el primer momento en que se dedicaron a eliminar judíos estuvieran
preocupados por culpabilidad alguna y las posibles consecuencias en el caso de ser descubiertos. Pero si ellos habían sido los primeros en proclamar a los cuatro vientos lo que iban a hacer y por qué. Además, cada vez que tuvieron que tomar terribles y salvajes represalias, desde Lídice hasta Oradour o las Fosas Ardeatinas, lo hicieron abiertamente, a pleno cielo, y asumiendo la plena responsabilidad de sus actos, ya que obraban así precisamente para aterrorizar al mundo. ¿Por qué, en el caso de los judíos, esa extraña obsesión por esconder la más mínima traza de su eliminación masiva? Llegaron hasta la perfección semántica de prohibir usar el término «cadáver»; en su lugar, quienes operaban con los cuerpos deberían decir «figuras» o «andrajos», pero nunca «muerto» ni similar, so pena de ser duramente castigados. Lo que más molesta es pensar que obraron así por mala conciencia y como arrepentidos de lo que estaban haciendo: les daba vergüenza ser unos vulgares
criminales y se engañaban a sí mismos y pretendían engañar al mundo fingiendo que no hablan hecho nada malo, para lo cual escondían y hacían desaparecer los residuos de sus travesuras. Ni hablaban de lo que hacían ni dejaban rastro alguno, en un afán por hacer olvidar sus crímenes. De tal modo que eran unos asesinos masivos, implacables, organizados, todo lo que se quiera decir, pero al final resultaban ser vergonzantes.
Huían de su crimen hasta en el lenguaje administrativo con que inevitablemente necesitaban referirse a él. ¿De verdad cabe pensar la posibilidad de que sintieran vergüenza y un escondido arrepentimiento? Resultaría una nota demasiado humana
como para creer que semejante debilidad pudiera aquejar a los nazis; de haber sido así, habría una grieta en el edificio, una falla en su visión del mundo y una esperanza en su monstruosa conducta.
La sola explicación posible es la más sencilla y sobre todo la más coherente con el propio pensamiento nazi. Tiene además la ventaja de que también es válida para los crímenes soviéticos similares. Como en tantas otras ocasiones, la clave está en Orwell: es aquello de declarar a los enemigos del Estado «no-personas» al momento de hacerlos desaparecer. Así desaparecen definitivamente. No sólo dejan de molestar, es decir, de existir, en el presente, sino que también desaparecen del pasado, no han existido jamás, son borrados para siempre del libro de la historia, de la memoria de los hombres. Para los nazis, los judíos eran no-personas de entrada: no eran propiamente humanos, sino una raza inferior, subhumana, de modo tal que, al hacerlos desaparecer, además de hacer un favor a los pueblos superiores, propiamente humanos, limpiándolos de
semejante plaga, no estaban eliminando en realidad seres humanos, sino una especie de insectos, de cosas, de desechos, de figuras, de andrajos. ¿De qué manera guarda el hombre memoria de sí mismo, desde tiempos inmemoriales? Mediante el culto a los muertos, que comienza con el enterramiento y la marca del lugar dónde sepulta a sus semejantes. A sus semejantes, pero justamente los nazis no estaban matando semejantes, luego no merecían ni siquiera ser enterrados. De haberlos enterrado, habrían corrido el peligro de que alguien de las futuras generaciones sacara sus restos y los
confundiera con los de los hombres propiamente tales. Los judíos debían desaparecer de la faz de la tierra, no sólo físicamente, sino hasta su memoria, sus nombres, su historia, su más sutil vestigio. Como si nunca hubieran existido. En el Reich milenario, que los
nazis comenzaban a levantar, no habrían existido jamás, y semejante tarea ingente era la que las venideras generaciones de alemanes deberían, sin siquiera saberlo, a los sacrificados hombres de Himmler. Tal fue el mensaje de la conferencia de Wansee a los
fieles SS. Esa es la razón de una saña, que no fue tal, sino sistematicidad de una idea: el mundo pertenece a unos, pero no a otros. Aquel proclamado Lebensraum exigía un complementario espacio de muerte para quienes no tenían derecho al vital. Los campos de exterminio marcan así el Todesraum de la cultura nazi.
A la aplicación de esas ideas, a su puesta en marcha, se ha convenido en calificarlo de «mal». No puede haber mal más vulgarmente administrativo ni, al mismo tiempo, más
propiamente humano. Antes del mal nazi se registraba el habitual, nacido de reacciones instintivas, hipotalámicas; el mal nazi, el Holocausto, es consecuencia directa del cerebro más evolucionado del hombre, el más perfeccionado: nace de la racionalidad de
una idea y se materializa con la racionalidad de un plan. Quien vaya a deducir de ahí que el hombre es más peligroso cuanto más racional y avanzado, no andará muy errado.
Cuenta Jorge Semprún en Le grand voyage su propia experiencia como prisionero que fue en Buchenwald, en tanto español y comunista. Tuvo la suerte de sobrevivir y, tan pronto fueron liberados los pocos afortunados que escaparon al infierno, el protagonista de la novela hace al fin lo que desde el encierro del campo siempre habla deseado hacer: se dirige a una hermosa casa de campo alemana, situada sobre una espléndida colina,
justo enfrente del campo de concentración, casa a la que no había dejado de ver todos los días desde su encierro. Una vez fuera, quiere invertir la posición: ver desde la casa el campo.
En la casa hay una respetable señora mayor, de cabellos grises, que, aunque, un poco asustada al principio, accede höfflich a enseñarle el interior de su acogedora mansión.
Lo que busca el recién liberado está en el primer piso: el magnífico balcón que posee la gemütliche Wohnstube en donde se reúne aquella apacible familia. Una impresionante vista sobre el campo, incluida la chimenea gigantesca del crematorio: como quien dice
entrada de palco para el espectáculo cotidiano. Al preguntar el prisionero a la amable dama qué pensaban cuando en la noche, todas las noches, veían elevarse hasta el cielo las llamas incesantes, ésta sólo acierta a decirle que también perdió sus dos hijos en la
guerra. Es la medida alemana del valor de las vidas: dos contra millones. De resto, todo había transcurrido tranquila y ordenadamente en aquella agradable casa que todos los
días disfrutó de contemplar la atareada actividad de un campo de muerte. La banalidad del mal no sólo cubre a los funcionarios: todos lo aceptaron de la manera más natural. Esa es justamente su trivialidad. Siempre queda el raro consuelo de que la próxima vez será aun más banal.


Ensayos Polémicos Juan Nuño 1988

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