Una velada con Jackie Kennedy
Ensayo en tres actos
(1962)
Algunos de ustedes tal vez recuerden que el 14 de febrero, el invierno pasado, nuestra Primera Dama nos ofreció un recorrido de la Casa Blanca en televisión. Por motivos que serán explicados dentro de un momento, yo no estaba en un estado de ánimo caritativo esa noche y sometí a la señora Kennedy a un escrutinio estrecho. Como cualquier otro, tengo un poco de tolerancia por mis vicios, al menos por aquellos que no llegan a los diarios, pero no me enorgullezco de darle un vistazo duro a una dama cuando está en televisión. Las damas son creadas para un encuentro cara a cara. Ningún hombre puede decidir que una dama es trivial hasta que ha pasado algunos minutos a solas con ella. Ahora bien, aunque he estado en el mismo cuarto con Jackie Kennedy dos veces, por unos minutos en cada ocasión, nunca fue muy a solas, y en ese sentido no creo que el corazón de cualquiera estuviera especialmente calmo. El clima era demasiado agitado. Era el verano de 1960, después de la Convención Demócrata, antes de que la campaña presidencial hubiese empezado formalmente, en Hyannis Port, lugar de la Casa Blanca de Verano —aquellos de ustedes que conozcan Hyannis (« High-anus », «ano alto», como dicen los nativos del lugar) sabrán lo divertido que es el título; todos esos moteles y además una Casa Blanca de Verano: el complejo edilicio de los Kennedy, un recinto con tres casas de verano que pertenecen a Joe Kennedy, Sr., RFK, y JFK, con una cantidad modesta de prado y playa para compartir entre ellos—. En aquellos días históricos el prado estaba invadido por periodistas, camarógrafos, escritores de revistas, políticos, delegaciones, amigos y gente bien de la vecindad, intelectuales del gobierno, familia, un príncipe, algunos soldados estatales de Massachusetts, y turistas de nucas coloradas y narices duras que patrullaban al otro lado de la cerca para darle un vistazo al muchacho. Él estaba muy en evidencia, un poco en todas partes esa mañana, incluyendo el prado, y particularmente apuesto a veces como uno lo ha descrito en otra parte ( Esquire , noviembre de 1960), luciendo como una buena versión de Charles Lindbergh a mediodía en un ardiente día de agosto. Bueno, Jackie Kennedy estaba adentro en el living sentada hablando con algunos de nosotros, Arthur Schlesinger, Jr., y su esposa, Marian, el príncipe Radziwill, Peter Maas el escritor, Jacques Lowe el fotógrafo, y Pierre Salinger. Éramos un surtido curioso por cierto, reunidos tan extrañamente como algunos de los benefactores y auténticos malos del prado exterior. Habría requerido una anfitriona de dones amplios y tal vez dudosos, Perle Mesta, sin duda, o Ethel Merman, o Elsa Maxwell, tejer algún tipo de estado de ánimo en esta ocasión, porque ¡pop! hacían los flashes afuera en el loco sol de agosto sobre la terraza bañada por el sol justo más allá del ventanal a nuestras espaldas: un político —estilo máquina robusta sudando en un traje oscuro de camisa blanca y corbata de seda azul— estaba haciendo que el hijo, tal vez de diecisiete, bajo, rechoncho, vestido del mismo modo, sacara una foto de él y la esposa, un plato mediterráneo de unos sesenta años con un vestido brillante, feliz, floreado. El muchacho sacó una foto del padre y la madre, el padre sacó una foto de la madre y el hijo —otro esbirro se acercó a sacar una foto de los tres—; era un poco como un rito que rodeaba el droit du seigneur , como si después la familia pudiera apretar un relicario en tu mano y decir «Toma, aquí están contenidos tres cabellos de la juventud del Conde, descubiertos por mí sobre mi esposa a la mañana siguiente». Había algo de ordinario y codicioso en esta toma de fotos, tal vez el estallido de los bulbos de flash en la luz del sol, como si algo monstruoso y extralimitado en nuestra insana tierra pública fuera apisonado en el acto infalible de sacar una foto bañada de sol a mediodía sin sombras y con un flash : ¿acaso vendemos seguros para proteger los cadáveres contra la corrosión de la tumba?
Y tuve la impresión de que Jackie Kennedy estaba casi sufriendo en la carne la invasión de su casa, su terraza, su parte del terreno, que si el estallido de los flashes seguía hasta medianoche en la terraza exterior ella tendría un tic para siempre en el costado del ojo. Porque esa era la segunda impresión de ella, de una dama con nervios delicados y exacerbados. Jackie no era una anfitriona amplia, en absoluto; las anfitrionas amplias son animales monumentales que se han vuelto mansos: hipopótamos, rinocerontes, leones gordos, gorilas dulces, osos cálidos. Jackie Kennedy era un gato, estrecho y salvaje, y le estaban frotando la piel para todos lados. Esta era la segunda impresión. La primera había sido más simple. Había sido meramente la de una chica universitaria que era bonita. Bonita y limpia y muy alegre. Yo había entrado en su casa sudoroso… hablando de políticos, estaba llevando un traje negro yo mismo, lavable, el único de mi ropero no del todo desplanchado esa mañana, y me había visto obligado a elegir una camisa blanca con las puntas del cuello abotonadas: todas las camisas de verano estaban en la lavandería. Qué discusión había tenido con Adele Mailer en el desayuno. Comida a medio digerir con furia; sudando como una cabra, tenso en la boca del estómago porque iba a estar entrevistando a Kennedy en media hora, me estaba sintiendo más que un poco nervioso cuando nos presentaron, y tropezamos con unas pocas observaciones corteses mutuas, lo cual fue culpa mía, estoy seguro, más que de ella, porque debo de haber tenido una cierta mirada en los ojos: recuerdo que me sentía como un marine borracho, que sabe con total claridad que, si no tiene una pelea pronto, será bueno para su carácter pero terrible para su constitución.
Jackie Kennedy me ofreció un trago fresco —té de verbena helado, sin duda, con una ramita de menta— pero la expresión de mi cara debe de haber sido intensa porque agregó, aún de pie junto al mosquitero de la puerta de entrada: «Por supuesto tenemos algo más fuerte», y algo divertido y duro le apareció en los ojos, como si yo fuera realmente un chico de ocho años muy fastidioso. Más de una fotografía de Jackie Kennedy ha hecho aparecer esta mirada descarada: obviamente era la vida misma de su encanto. Pero yo no había estado preparado para otra cualidad, posiblemente de timidez. Había en ella algo bastante remoto. No terco, no frío, no dirigido a alguien en particular, sino distante, distanciado, como dicen los psicólogos, temperamental y abstraído solían decir los novelistas. Mientras estábamos sentados alrededor de la mesa de café en divanes de verano, sillas de verano, un agradable living en colores livianos, el limón blanco y el oro parecían predominar, el tipo de living que uno podía esperar encontrarse en Cleveland, tal vez, en el hogar de un ejecutivo joven bastante importante cuya esposa tuviera buen gusto, sentados allí, mirando pasar a la gente, el grupo que mencioné antes mantenía una especie de conversación en funcionamiento. Su centro, si es que lo había, era obviamente Jackie Kennedy. Había una tendencia natural a mirarla y ver si estaba divertida. Jacqueline no estaba sentada ahí como una estrella de cine con una aceituna madura en cada ojo como cerebro, sino que de hecho participaba en la conversación, provocaba parte de ella, se reía a menudo. Tuvimos una breve conversación sobre Provincetown, lo cual era agradable. Observó que había estado parando a no más de ochenta kilómetros todos esos veranos, pero nunca lo había visto. Le aseguré que debía hacerlo. Era una de las pocas aldeas de pescadores de Norteamérica que seguía siendo bella. Además, era el Salvaje Oeste del Este. La policía local eran los indios y los beatniks eran los habitantes pobres y trabajadores. Los ojos se le pusieron alegres. «Oh, me encantaría verlo», dijo. ¿Pero cómo llegaba uno? ¿Con tres limusinas negras y una escolta de cincuenta policías, o en un coche deportivo a las cuatro de la mañana con lentes negros? «Supongo que ahora nunca llegaré a verla», dijo con melancolía.
Tenía un agudo sentido de la risa, pero giraba alrededor de los absurdos del mundo. Es probable que no fuera del todo distinta de un soldado que ha estado en el frente dos semanas. Había un indicio de risa desaparecida. Los soldados que lo han pasado bastante mal pueden reírse del hecho de que a algún recluta lo mataron mientras cruzaba una zona abierta porque quería cambiarse las medias de color caqui al verde. El prado delantero de esta casa debe de haber sido, supongo, una especie de tierra de nadie para una dama. La historia que recuerdo haberle oído contar era sobre Stash, el príncipe Radziwill, su cuñado, que había entrado en el baño del segundo piso esa mañana para afeitarse y descubrió, para su falta de placer total, que una multitud de turistas lo estaba mirando desde el otro lado de la carretera. Sí, la casa había sido sitiada, y uno sabía que ella pensaba en los excursionistas como en una turba, un abigarramiento de gárgolas, como la horda que se amotina en las últimas página de El día de la langosta .
Dado que había algo de autoindulgencia en ella, sutil pero concreto, uno estaba seguro de que le gustaba tener tiempo para serenarse. Mientras estábamos sentados allí se debe de haber levantado media docena de veces para irse por dos minutos, y regresar en tres. Tenía la impaciencia exasperante de una chica universitaria. Uno esperaba oírla jurar suavemente: «¡Oh, Cristo!» o «¡Me cansan!» o «¡Caracoles!». Y cada vez que se levantaba, había un atisbo de las pantorrillas, sorprendentemente delgadas, bastante febriles. Me hicieron recordar las piernas de aquellas chicas adolescentes sureñas que solían salir juntas y caminar de aquí para allá en las calles de Fayetteville, Carolina del Norte, en el verano de 1944 en Fort Bragg. En el aire sureño petulante de su aburrimiento muchos de nosotros habíamos encontrado algo humorístico aquel verano, una mezcla de risa, calor, inocencia y estupidez que era nuestro cóctel ante el conocimiento de que pronto iríamos a Europa o a otra guerra. Uno menciona esto para destacar el aura decididamente romántica en la cual uno había elegido contemplar a Jackie Kennedy. Había un encanto en este otro verano corto de 1960 en la idea de que un joven con una joven esposa atractiva podía convertirse pronto en presidente. Ofrecía posibilidades y perspectivas; llevaba un toque de vida a las monotonías de la política, esas monotonías tan profundamente atrincheradas en las bisagras y la argamasa de la administración Eisenhower. Era así más interesante mirar a Jackie Kennedy como mujer que como probable primera dama. Tal vez se originó en algún motivo semejante, tal deseo del aire limpio y el sabor del montaje inesperado, que yo hablara sobre ella justo en el modo en que lo hice después en esa tarde.
—¿Crees que es feliz? —preguntó una dama, una vieja amiga, en la playa de Wellfleet.
—Creo que ella preferiría pasar la vida en la Riviera.
—¿Qué haría allí?
—Terminar como la mujer misteriosa, tal vez, en un buen caso de asesinato.
—Guau —dijo la dama, dándome mi recompensa.
Había sido mi manera de decir que me gustaba Jackie Kennedy, que ella no era para nada remilgada, que tal vez tenía un toque de aquella locura astuta que sugiere el drama futuro.
Mi entrevista el primer día había sido un poco corta, y me invitaron a volver para otra al día siguiente. Muy amable, el senador Kennedy me invitó a traer a quien quisiera. Alrededor de una semana después me di cuenta de que era parte de su agudeza. Puedes distinguir mucho sobre un hombre según a quién invita en semejante circunstancia. ¿Será un experto político o la esposa? Invité a mi esposa. La presencia de esta segunda dama no deja de ser importante, porque esta vez ella tuvo la conversación con Jackie Kennedy. Mientras yo estaba ocupado en alguna otra cosa, las presentaron. Junto al muelle familiar de los Kennedy. El senador estaba por llevar a Jackie a dar una vuelta en velero. Las dos mujeres tenían una cierta y pequeña semejanza general. Eran más o menos de la misma altura, las dos tenían cabello oscuro, y cada una de ellas había estado usando un estilo de ropa semejante durante muchos años. Tal vez esto bastó para crear una rápida intimidad política. «Me gustaría», dijo Jackie Kennedy, «no tener que salir en este tonto velero, porque me habría gustado mucho hablar con usted, señora Mailer». Un golpe. A la señora M. no le gusta mucha gente con rapidez, pero ahora Jackie tenía una defensora. Tiene que haber sido un espectáculo agradable. Dos brujas atractivas al borde del agua.
II
Jimmy Baldwin una vez entretuvo a los lectores de Esquire con un texto dulce y generosamente escrito llamado «El muchacho negro y el muchacho blanco», en el que hablaba muchísimo sobre él mismo y un poquito sobre mí, proporción que pensé buena porque él está en los mejores términos con Baldwin y no capta casi nada sobre este muchacho blanco. Como método, creo que tiene sus méritos.
Después que vi a los Kennedy agregué unos pocos párrafos a mi texto sobre la Convención, aliviado en secreto de que me hubieran gustado, porque mi texto era muy favorable para el senador, y ¿cómo lo habría reescrito si él no me hubiera caído bien? Con varios contratiempos, fue impreso tres semanas antes de las elecciones. Varios días después, recibí una carta de Jackie Kennedy. Era una carta amable, generosa en la alabanza, exacta en los detalles. Recordaba, por ejemplo, el color del suéter que mi esposa había usado, y mencionaba que ella tenía uno en el mismo color púrpura. Contesté con una carta desmesurada. Me encontraba en un humor napoleónico, había decidido presentarme como candidato a intendente de Nueva York; en pocas semanas iba a precipitarme y estrellarme: mi sentido de la realidad era extravagante. Así que en respuesta a una idea expresada con modestia, donde la señora Kennedy se preguntaba si el modo «impresionista» en que había tratado a la Convención podía aplicarse a la historia del pasado, contesté con la cadencia de un Goethe que, aunque ahora estaba ocupado en ciertas dificultades para escribir sobre el presente, esperaba que un día en que el trabajo estuviera terminado emprender una biografía del Marqués de Sade y el «extraño honor de ese hombre».
Supongo que esto es tan cerca del borde como pude acercarme alguna vez. En aquella época parecía razonable que la señora Kennedy, con su interés publicitado en Francia y el siglo XVIII , pudiera estar fascinada por Sade. El estilo de su pensamiento, después de todo, era un clímax justo para la Edad de la Razón.
Ahora bien, la sociología tiene pocas virtudes, pero una de ellas es la sensatez. Al escribir una carta semejante a la señora Kennedy estaba dejando a un lado mi sociología. La esposa católica de un candidato católico a la presidencia no era probable que encontrara a Sade tan familiar como un té acogedor. No recibí respuesta. Había destrozado los límites de esa correspondencia. En política, una ruptura en sociología es tan nítida como una ruptura de etiqueta.
En aquella época lo vi bastante diferente. Decidí que las posibilidades de una respuesta estaban en contra por tres a uno, o por ocho a uno. No percibí que estaban en contra por ochocientos a uno. Es la pequeña incapacidad de sopesar posibilidades lo que le resulta familiar al romántico, el desesperado y el demente. «Ese hombre va a matarme», piensa alguien con temor, al percibir un extraño. En ese momento, calculan las posibilidades incluso apostando dinero, pueden estar dispuestos incluso a morir por su apuesta, cuando, si el hecho pudiera ser medido, hay una posibilidad entre mil de que el peligro sea cierto. El apalancamiento excepcional sobre la vida inconsciente de otra gente es la fuerza del artista y el tormento del loco.
Ahora bien, si me he molestado en mostrar mi ausencia de sentido de la proporción es porque quiero presentar una idea que les parecerá criminal a algunos de ustedes, pero que era creída por mí, aun es creída por mí, y así afecta lo que escribo sobre los Kennedy.
Jack Kennedy ganó la elección por cien mil votos. Mucha gente podría reclamar, por lo tanto, haber sido la mente detrás de la victoria. Jake Arney podría decir que el acabado de la foto habría ido en el otro sentido a no ser por la pista de carrera cerca de su maquinaria de Chicago. J. Edgar Hoover podía decir que él salvó la victoria porque no investigó la pista. Lyndon Johnson podía señalar el LBJ Ranch, y el voto de Texas. La revista Time podía decirte que la intrepidez abstracta de su apoyo a Nixon le dio el « duke » a Kennedy. Sinatra no se sorprendería si los últimos que se engancharon con Kennedy no fueran más numerosos que los primeros madrugadores que él desparramó. Y uno ni siquiera necesita hablar de las corporaciones, la Mafia, el dinero que entregaban con mensajeros, el crédito que usarían más tarde. Así que, si llego a la serena conclusión de que yo le di la elección a Kennedy con mi artículo de Esquire , la idea podía parecer una exagerada presunción, pero no era única. Había hecho algo curioso pero indispensable para la campaña: lograr hacerla dramática. No había desplazado cien mil votos directamente, claro que no. Pero un millón de personas podía haber leído mi artículo y algunos hablaron con otra gente. Los cuadros demócratas de Stevenson cuya moral estaba baja podían ahora revivir con el argumento de que Kennedy era distinto en sustancia de Nixon. Dramáticamente distinto. El artículo titulado Superman va al supermercado afectó el trabajo voluntario por Kennedy, lo suficiente como para hacer una nítida diferencia crítica a través del país. Pero tal tipo de cuentos es una objeción de poca monta. En el fondo, tenía la sensación de que, si existía un poder que hacía los presidentes, un poder que podía ser denominado Wall Street o Capitalismo, o el Establishment, una Mente o Mente Colectiva de algún Espíritu, algún Amo, o en realidad el Amo, nada menos, entonces tal vez mi artículo había hecho girar en esa inteligencia un delgado cabello en sus circuitos. Esto era lo que yo pensaba. Acertado o equivocado, lo pensaba, aún lo hago, y ahora lo cuento, no para convencer a otros (el acto de manifestar semejante reivindicación no es feliz), sino para remarcar el tono de propietario que tomaba cuando Kennedy invadió Cuba.
Usted ha cortado —escribí en The Village Voice , el 27 de abril de 1961— la forma de su plan para la historia, y huele […] rico y engreído y asustado del poder de los hombres peores, más aburridos y más opresivos de nuestra tierra.
Había más. Mucho más. Quiero citar más. Nada podría convencerme nunca de que la invasión de Cuba no fue una de las metidas de pata más malvadas de nuestra historia:
Usted es un virtuoso en el manejo de la política pero nunca comprenderá la pasión revolucionaria que invade a quienes fueron de un modo u otro demasiado pobres como para aprender cuán buenos podrían haber sido; la codicia de los ricos ya les había mutilado la juventud.
Sin esta comprensión usted nunca sabrá qué hacer con Castro y Cuba. Nunca comprenderá que el hombre es el país, revolucionario, tiránico […] histérico […] valiente como el mejor de los animales, tal vez condenado a terminar en tragedia, pero una de las grandes figuras del siglo XX , en este momento una figura mucho mayor que usted mismo.
Más tarde, a través de las fuentes que corren desde Washington a Nueva York, podía oírse que Jackie Kennedy estaba indignada ante el artículo, y uno tuvo la oportunidad de especular si su enojo provenía de la posdata:
El otro día estuve en una manifestación […] cinco revistas literarias (que Dios me ayude) que marchaban en un pequeño círculo de protesta contra nuestra intervención en Cuba. Uno de los manifestantes era una poeta muy alta de cabello negro que le llegaba casi a la cintura. Estaba vestida como un paje medieval, y llevaba un cartel dirigido a su esposa:
Jacqueline, vous avez
perdu vos artistes
Soldadito, nos estás privando de la Musa.
Meses más tarde, cuando la ira se enfrió, uno podía preguntarse qué hacía ahora con Washington, porque no era un lugar fácil de entender. Era inteligente, sí, pero no era original; había agudeza en el detalle y pesadez en el programa; vivacidad y opacidad a la misma altura; brillantez táctica, timidez política; los hechos seguían siendo superiores a las profundidades, la crítica era menos admirable que la capacidad de ser divertido —o así decían los perdedores—; la igualdad y la justicia divagaban; los canales y los cerrojos burocráticos; los barrios bajos fueron reemplazados por edificios que parecían prisiones; el éxito estaba para ser admirado otra vez, la autoconciencia era sospechosa; la televisión era atacada, pero por su violencia, no por su falsedad, por su falta de programas educativos, no por su carencia de gracia. Parecía no haber arte, ningún arte real en la nueva administración, y todo el tiempo la nueva administración proclamaba su ansiedad por proteger las artes. O como le dijo el señor Collingwood a la señora Kennedy: «Esta administración ha mostrado una afinidad especial por los artistas, los músicos, los escritores, los poetas. ¿Es porque usted y su esposo sienten de ese modo o cree que existe una relación entre el gobierno y las artes?».
«Eso es tan complicado», contestó la señora Kennedy con sentido común. «No lo sé. Sólo creo que todo en la Casa Blanca debiera ser lo mejor».
Stravinsky había sido invitado, desde luego, y Robert Frost. Pablo Casals, Leonard Bernstein, Arthur Miller, Tennessee.
«¿Pero qué pasa con nosotros?», gruñeron los monos. ¿Por qué uno sabía que Richard Wilbur cruzaría la puerta caminando antes que Allen Ginsberg; o que Saul Bellow y J. D. Salinger mucho antes que William Burroughs y Norman Mailer? ¿Qué bien especial haría fundar un Establishment si los pocos que daban indicios de gran talento eran excluidos por instinto? Yo quería una oportunidad de aconsejarle al Presidente y a la Primera Dama. «Hable al pueblo un poco más», me hubiera gustado decir, «hable en televisión sobre las cosas que no entiende. Use su popularidad para ser difícil e intelectualmente peligroso. En la grandeza hay algo más que legislación liberal». Y a ella me habría gustado seguirle hablando acerca de cuál podía ser el auténtico significado de un artista, de cómo la médula de una nación estaba contenida en su arte, y uno amortiguaba a los artistas con riesgo para uno, porque los artistas no eran tanto talentosos como dotados; les ha sido dado todo lo que era secreto y mejor en los padres y en toda la demás gente a su alrededor que había sido generosa o los influyeron o hicieron, y así los artistas encarnaron la esencia de lo que era mejor en la nación, lo encarnaron en su talento más que en su carácter, que podía ser pequeño, pero su talento —este fruto de todo lo que era rico y alimenticio en sus vidas— estaba relacionado directamente con los sueños y las ambiciones de la parte más imaginativa de la nación. Así que el destino de una nación no estaba separado en absoluto del destino de sus artistas. Me habría gustado decirle a ella que cada vez que un artista fracasaba en completar la mansión, jungla, jardín, arsenal o ciudad de su obra la nación era sutil pero permanentemente más pobre, que es por lo cual regresamos con tanta obsesión a la muerte de Tom Wolfe, el aire quebrado de Scott Fitzgerald, y el olor lúgubre de la bóveda que ya recoge el horror de la partida de Hemingway. Me habría gustado decirle a ella que una guerra por el derecho de expresarse a uno mismo se había estado desarrollando en este país por cincuenta años, y que había contraataques amontonándose porque había muchos que odiaban al artista ahora, que a medida que el mundo se zambullía en el agujero totalitario del siglo XX hubo una manía de aborrecimiento por todo lo que fuera impredecible. Para demasiados, la seguridad era el único baluarte contra el vacío, la eternidad y la muerte. El vacío era lo que Norteamérica temía. Comunismo era un nombre que le daban a ese vacío. Lo desconocido era comunista. Las muchachas que usaban pantalones con pechera eran comunistas, y los muchachos que se dejaban crecer la barba, la gente que sacaba a pasear el perro sin correa. Era cómico, pero era virulento, y había una rabia fanática en una parte demasiado grande de la población. El odio al beatnik borboteaba como rabia en las bocas de los policías de los pueblos pequeños.
Oh, había mucho que yo quería decirle a ella, incluso —sale la sociología, entra la demencia— que lo obsceno tenía derecho a existir en la novela. Por cada chico de quince años que sería perjudicado por la exposición prematura, en algún lugar otro, o dos o tres, surgirían de la experiencia sexual que había estado tan llena de tonos morales al terreno más duro del sexo vivificado por la cultura, que el propósito de la cultura en última instancia era enriquecer toda la psiquis, no sólo parte de nosotros, y el daño a alguna gente en particular era un precio que debíamos pagar. Treinta mil norteamericanos morían cada año por choques automovilísticos. Nadie hablaba de abandonar el automóvil: era necesario para la civilización. Como era necesario, quería decir yo, el arte. El arte en todas sus manifestaciones. Incluidas las rudas, las obscenas y las indecibles. El arte era tan esencial para la nación como la tecnología. Le habría dicho estas cosas basado en la abundancia romántica, porque ella me gustaba y pensé que comprendería de qué estaba hablando uno, porque como primera dama era la reina de las artes, era nuestra Musa si decidía serlo. Tal vez no sería todo un desastre si Norteamérica tenía una Musa.
Ahora bien, no es de mucho interés para la mayoría de ustedes que leen esto que una pelea pequeña pero mítica entre los editores de Esquire y el escritor fue hecha circular en Año Nuevo. Lo que no está tan lejos del asunto era la sugerencia, hecha en la época por uno de esos editores, de que debía hacerse una historia sobre Jackie Kennedy.
A uno le gustaba la idea. Lo que ya se había escrito era una prosa extraña y no es obvio decir cuánto le gustaba a uno la idea. La revista contactó a Pierre Salinger, y estuvo de acuerdo en presentar la misma idea a la señora Kennedy. Vi a Salinger en su oficina por unos minutos. Me dijo: no había tenido siquiera una oportunidad de hablar con la Dama, pero podía hacerlo esa noche. Yo me estaba yendo de Washington. Algunos días más tarde, uno de los editores habló con él. Respuesta de la señora Kennedy: negativa.
Uno no sabía. Uno no sabía cómo había sido presentada la idea, uno no sabía justo cuándo había sido presentada. No importaba demasiado. Fueran cuales fuesen los detalles, la respuesta había llegado del núcleo mismo. La presencia de uno no era requerida. Lo cual irritaba la vanidad. Sin duda la vanidad era exagerada, pero uno pensaba en uno mismo como en uno de los pocos escritores del país. Había un derecho a entrevistar a la señora Kennedy. No era sólo una mujer buscando la intimidad, sino además una institución que estaba siendo armada ante nuestros ojos. Si el pueblo de Norteamérica fuera a tener un símbolo, uno tenía derecho a leer más sobre la creación. El país permanecería vivo volviéndose más extraordinario, no más previsible.
III
Así que no fue con una mirada bondadosa como observé a la señora Kennedy ofrecer un recorrido a la nación. Uno sería justo. Justo con ella y justo con la verdad de las reacciones de uno. Ahora había una ventaja en no haber obtenido la entrevista.
Puse el programa un minuto después de la hora. La imagen en la pantalla no era la de la señora Kennedy, sino de la Casa Blanca. Durante unos minutos ella habló, leyendo de un guion preparado mientras la cámara se volvía hacia impresos antiguos, planos antiguos, y vistas actuales del edificio. Dado que Jackie Kennedy no estaba visible durante ese tiempo, había una oportunidad de escuchar la voz. Provocaba un pequeño shock continuo. Al principio, antes de que surgiera la imagen del aparato, pensé que había sintonizado el canal equivocado, porque la voz era una parodia serena del tipo de voz que uno oye en la radio tarde por la noche, dejada caer con suavidad en el oído por chicas que venden colchones suaves, depiladoras o cremas para aclarar la piel.
Ahora bien, había oído a la Primera Dama de vez en cuando en noticiarios y en breves entrevistas por televisión, y pensé que mostraba una voz pública extraña, pero nunca le presté atención, porque la primera vez que la oí fue en el living de Hyannis Port y allí había sido clara, alegre, y casi excelente. Así que di por descontada la voz pública, concluí que quizás era amortiguada por la timidez o era demasiado urgente en su deseo de sonar como las demás voces, sonar, digamos, como una atractiva vendedora de pueblo chico, o como la versión Jackie Kennedy de una de ellas; la gente bien de Norteamérica tiene un oído débil para los matices de los toscos y los pobres. Yo había decidido que probablemente era algún tipo de burla de las ambiciones políticas del esposo, un juego sobre el cual los consejeros a mano habían estado tratando durante años de guiarla para borrar todo lo que fuera demasiado patricio o cultivado en su habla. Pero la voz que estaba escuchando ahora, la voz pública, la voz después de un año en la Casa Blanca se había vuelto innegablemente peor, se había alimentado con sus propios defectos. ¿Alguno de ustedes recuerda a la chica con el magnífico suéter que solía dar el pronóstico del tiempo en la televisión en un pegajoso tono cantarín? Era una parodia autoconsciente, muy divertida por un corto momento. «Temperatura: cuarenta y ocho. Humedad: veintiocho. Vientos imperantes». Tenía el estilo de la « pin-up » de revista, captaba la prosa de ellas. «Sandra Sharilee tiene medidas 90-64-90, y le gusta quedarse levantada por la noche». La chica que daba el pronóstico del clima capturaba la voz de esas « pin-up » de revista, soñadora, narcisista, visiones de sexo sobre la luna. Y la voz de Jackie Kennedy, su voz pública, bien podría haber sido influida por la voz de la chica del clima. Qué locura anda suelta en nuestra comunicación pública. Y qué ridículo que consciente o inconscientemente, a sabiendas, de cualquier manera, con la ayuda de profesores de dicción o todo con la tozuda voluntad propia, esa fuera la voz manufacturada a la que Jackie Kennedy había decidido llegar. Uno las había oído mejores en Navidad en la tienda Macy’s vendiendo aparatos a los ariscos.
Una vez terminada la introducción, la cámara se movió hacia Jackie Kennedy. Nos mostraron los planos amplios de la cara más agradable de la Primera Dama. Ahora fuera de los bosques profundos. Uno podía regresar a ellos cerrando los ojos y escuchando la voz otra vez, pero la imagen era razonable, tranquilizadoramente tiesa. Mientras la mirada seguía a la señora Kennedy y su interlocutor, Charles Collingwood, a través de las salas, las galerías y cuartos de la Casa Blanca, a través del Cuarto Azul, el Cuarto Verde, el Cuarto del Este, el Comedor de Estado, el Cuarto Rojo: a medida que se les ofrecía a los oyentes una referencia al sofá favorito de Dolly Madison, o el reloj Minerva del presidente Monroe, el sofá de Nellie Custis, la pobreza final de la señora Lincoln, el sofá de Daniel Webster, el escritorio de Julia Grant, el espejo roto de Andrew Jackson, el cofre que el presidente Van Buren dio a su nieto, al igual que las pinturas que nos fueron mostradas, pinturas tituladas Cataratas del Niágara, Uvas y manzanas, Batalla naval de 1812, Guías indios, Vistazo montañés, Boca del Delaware ; a medida que uno contemplaba la vida de este ofrecimiento, la presentación empezó a tomar un aire subalimentado, demasiado hecho, de espectáculo de caridad, un maratón televisivo para una nueva enfermedad. No era culpa de la señora Kennedy: se esforzaba honorablemente. Qué agonía debe de haber sido establecer la secuencia de todos esos nombres, todos esos objetos. Es probable que ella los conociera bien, tal vez estaba interesada en su tema —aunque la cualidad distanciada de su presencia en el programa no lo hacía fácil de creer—, pero fuera creíble o no que se había tomado un interés cotidiano en el botín que ahora estaba dentro de la Casa Blanca, aun así había tenido un guion parcialmente escrito para ella, por un guionista de televisión sin duda con anteojos con marco de carey, se había visto obligada a memorizar porciones de ese guion, se había entrenado para el papel. De algún modo era simpático que caminara como una estrellita totalmente desprovista de talento. La señora Kennedy se movía como un caballo de madera. Un caballo maravilloso, tal vez incluso un caballo vivo, con las patas maneadas, la cabeza no dispuesta a darse vuelta por temor a un latigazo. Tenía esa intensa falta de descanso inexpresiva, esa falta de comprensión por cada palabra presentada que uno encuentra sólo en unas pocas de esas curiosas estrellas de cine que son un éxito de taquilla enorme. Viene a la mente Jane Russell, y Rita Hayworth cuando le daban un mal papel, Jayne Mansfield en aguas profundas, Brigitte Bardot antes de que aprendiera a actuar. Marilyn Monroe. Pero uno podría ser demasiado bondadoso. Jackie Kennedy era más semejante a una estrellita que nunca aprenderá a actuar porque la irrealidad extraordinariamente lívida de su vida, lejos de la cámara, le ha nublado tanto el cerebro y seducido su atención que es incapaz de la exigencia más simple y esencial, que es vivir y respirar serenamente con el sentido de las palabras que uno habla.
Este programa era el tipo de cosa que Eleanor Roosevelt podría haber hecho, y hecho bien. Había crecido entre objetos como esos —estos sillones rellenos, estos candelabros—, y sin duda vivían para ella con cierto encanto del pasado. Pero Jackie Kennedy no era convincente. Uno no sentía que ella amara particularmente el pasado de Norteamérica —por otra parte, no todos nosotros lo hacemos, incluso puede no ser un crimen—, pero uno nunca tenía la impresión, ni por un momento, de que la Casa Blanca encajara con su estilo. A medida que uno observaba este programa manso, deslucido y vacilante, uno deseaba tomar a la actriz por el hombro cercano. Porque los nombres, las fechas y los objetos bajaban aburridos hacia los secretos mismos de su ser —o así uno haría la apuesta— y esto alentaba un fraude que sólo podía enfermarla. Por extensión, nos insensibilizaría. Lo que necesitábamos y lo que ella podía ofrecernos era mucho más complejo que esta imagen pública de una pompadour, un vestido para té bailable, y una ventana colonial fundidos juntos en comisión. ¿Acaso los Kennedy no serían más inteligentes que el pasado cercano, acaso no habían aprendido que Norteamérica no iba a ser salvada por Madison Avenue, que ningún método que indujera la náusea más rápido que las píldoras que empujamos para alejarla podía funcionar?
Después, uno podía preguntar qué era lo que uno deseaba de ella, y la respuesta era que se mostrara a nosotros como es. Porque de lo que sufrimos en Norteamérica, en esa tierra baldía moral de nuestra vida en expansión, es el terror no reconocido en cada uno de nosotros de que poco a poco, año a año, nos estemos volviendo locos. Muy pocos de nosotros sabe realmente de dónde hemos venido y adónde estamos yendo, por qué lo hacemos, y si alguna vez vale la pena. Para mejor o para peor hemos perdido nuestro pasado, vivimos en esa tierra de nadie sin aire del presente perpetuo, y así sufrimos doblemente cuando damos con el futuro porque no tenemos raíces mediante las cuales proyectarnos hacia adelante, o juzgar nuestro viaje.
Y esta recorrida de la Casa Blanca no nos dio precisamente ningún sentido del pasado. Muy por el contrario, infligió el pasado sobre nosotros, nos aporreó con él, nos deprimió con datos. Conté los apellidos, los nombres propios y las fechas en la transcripción. Más de doscientos artículos se amontonaron sobre nosotros durante esa hora. Si uno cuenta las repeticiones, la cantidad está más cerca de cuatrocientos. A uno no le ofrecían educación, sino ansiedad.
Estamos en el Cuarto Verde; cito de la transcripción:
Señor Collingwood: ¿Qué otros objetos de interés especial hay en el cuarto ahora?
Señora Kennedy: Bueno, está este sofá que perteneció a Daniel Webster y es realmente una de las piezas más espléndidas en este cuarto. Y después está este espejo. Era de George Washington y lo tenía en la Mansión Ejecutiva de Filadelfia, después se lo dio a un amigo y fue comprado para Mount Vernon en 1891. Y estuvo allí hasta que Mount Vernon nos lo prestó en este otoño. Y debo decir que aprecio eso más de lo que puedo decir, porque cuando Mount Vernon, que es probablemente la casa más reverenciada de este país, presta algo a la Casa Blanca, sabes que tienen confianza en que será cuidado.
Un neurótico puede sufrir agonías al regresar a su pasado, lo mismo puede pasar con un país que no se encuentra bien. El neurótico recita listas interminables de sus actividades y no presenta ninguna reacción ante ninguna de ellas. Así enseñamos, por cierto, con contenido vacío y conducta rígida, dónde existe ansiedad en el saber popular. La historia norteamericana vomita esta ansiedad. ¿Dónde, en las versiones placenteras de ella que nos son suministradas, podemos encontrar una explicación para la enfermedad que nos alienta a flagelar nuestro campo, sofocar nuestras ciudades, matar el sentido físico de nuestro pasado, y lanzar nuevos edificios de oficinas terriblemente totalitarios en todas partes para sobrecargar el panorama de nuestro fin? Esta enfermedad, ¿está dictada por las evasiones, las injusticias y las evasiones del pasado, o llega a nosotros desde un terror que aún tiene que llegar? Sea como fuere, sin embargo, no creamos una nación mejor enseñándoles a los escolares los catálogos de la Casa Blanca. Ni usamos decentemente a la Primera Dama si se siente halagada con esto, porque los catálogos son una prisión para la sensibilidad delicada, silenciosa, que uno siente pasar a través de Jackie Kennedy de vez en cuando como un pequeño viento estival sobre un buen jardín.
Sí, antes de que la recorrida hubiese terminado, uno tenía que sentir compasión. Porque, por más tonto, mal aconsejado, inútil, hueco, aburrido y servil que fuera este programa, igual ella seguía esforzándose tanto, ella quería complacer, se había entregado a ese trabajo, y era algo desesperado porque no había nadie que le dijera cuán desesperado era, cuán completamente sin ofrecimiento al atormentado espíritu de la vida norteamericana. A veces, en los ojos, había una mirada en blanco que uno podía reconocer. Uno ya había visto esa mirada en una chica dulce de diecinueve años que estaba de juerga en la ciudad y había llegado demasiado lejos. Se cortó las muñecas una noche y trató de dejarse cicatrices en las mejillas y el pecho. La había visitado en el hospital. Tenía los ojos en blanco, una amplia sonrisa cálida, una falta de vida en la voz. No importaba sobre qué hablaba: sólo la boca seguía las palabras, nunca los ojos. Así que no me preocupó ver esa mirada en la cara de Jackie Kennedy, y esperaba a medias —más habría sido falso— que la sensación que uno tenía en las fotos de los diarios, de una dama joven, saludable y dinámica, pudiera acudir con su presencia ante nuestros televisores de mala muerte. Norteamérica necesitaba el humor de una dama para alivianar las solemnidades de nuestro poder inexpresivo: al final enviaremos un hombre a Marte y los marcianos dirán: «Por Dios, es aburrido».
Sí, es de esperarse que Jackie Kennedy llegará a estar viva. Porque creo que en el fondo es una de nosotros. Con esto quiero decir que no tiene una cara sino varias, no tiene una voz verdadera sino acentos, no tiene un pasado tanto como recuerdos que no puede contar a otros. Provoca la compasión. En algún lugar de su vitalidad muda hay un lavado de nuestra fatiga, de la fatiga existencial, de la gran fatiga que viene de ser arriesgado en un mundo donde la mayoría de las apuestas son cubiertas en frío y prosperan los estadísticos. Ella me gustaba, ella me sigue gustando, pero era falsa: era la cosa más cruel que uno podía decir, ella era una falsa de la realeza. Había algo muy difícil y muy peligroso que ella estaba tratando de hacer desde muy profundo dentro de ella misma, peligroso no para la seguridad sino para el alma. Estaba tratando, supongo, de ser una primera dama correcta y ese fue su error. Porque no había necesidad de copiar a las damas que habían estado antes de ella. ¿Supongan que Norteamérica no había tenido aún una primera dama que se sintiera ni aun remotamente lo bastante cálida para nuestras necesidades? ¿O suficientemente imaginativa? ¿Pero quién podría haber allí para aconsejarle sino la compañía de hombres organizados, destetados con el manual del pasado precedente? Si ella pudiera ser de alguna utilidad para la nación debe primero recobrar la libertad de mirarnos a los ojos. Y ofrecer el trago fuerte. Porque entonces tres veces hurra, y sombreros, nuestros sombreros, lanzados al aire. Si ella estuviera interesada realmente en su Casa Blanca, se la daríamos, no nos alejaríamos de su recorrido, no si pudiéramos creer que ella estaba empezando a aprender la diferencia entre las artes y las seguras artesanías antiguas. Y en realidad había un modo en que podía mostrarnos que estaba empezando a aprender, era el modo de la anfitriona; uno le ofrecería la propia espada cuando le pidieran a Henry Miller que fuera a la Casa Blanca tan a menudo como Robert Frost y el Andy Hardy de la poesía beat —el buen Gregory Corso— pudiera bailar una danza india en el Cuarto del Este con Archibald MacLeish. Norteamérica sería tan grande como el rajá real de las artes cuando la Academia dejara de estar tan feliz como una almeja con cereza, y el más débil de los poetas beat volviera a estar en forma. Porque nuestra tragedia es que, como compatriotas, divergimos tanto el uno del otro como una espacionave destrozada en vuelo que ahora deriva tristemente en órbitas aisladas, satélites entre sí, sin planetas, con comunicación débil.
Norman Mailer (Long Branch, New Jersey, 31 de enero de 1923 - Nueva York, 10 de noviembre de 2007), fue un escritor, novelista, periodista, ensayista, dramaturgo, cineasta, actor y activista político estadounidense. Junto con Truman Capote, está considerado el gran innovador del periodismo literario
En 1948, justo antes de entrar en la Sorbona en París, escribió la obra que lo haría famoso en el mundo, The Naked and the Dead (Los desnudos y los muertos), basada en sus experiencias durante la guerra. Fue aclamada por muchos como una de las mejores novelas estadounidenses tras la guerra y la Modern Library (sección de la editorial Random House) la calificaría como una de las cien mejores novelas.
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