viernes, 10 de abril de 2020

Prólogo EL MITO DE HITLER Ian Kershaw



Prólogo

    Este libro no es una biografía de Hitler. Todavía hay sitio para un estudio biográfico de amplio alcance, pero este breve ensayo no tiene la pretensión de cubrir ese espacio. He dejado a un lado los detalles personales y apenas paso rozando gran parte de lo que sería de interés en una biografía. Me he acercado al personaje de una forma bastante poco biográfica. De hecho, mi interés se centra solo en el poder dictatorial de Hitler: su naturaleza y mecanismos, su carácter y cómo lo ejerció. Al adoptar el concepto de «dominación carismática» de Max Weber he intentado dar respuesta, por lo menos para mi propio uso, a interrogantes como por qué fue Hitler, de todos los fanáticos nacionalistas y racistas con enfoques más o menos parecidos que había en la Alemania posterior a la Primera Guerra Mundial, el que atrajo tanto interés, o cómo un candidato tan improbable pudo hacerse con el control de la maquinaria de un Estado moderno y complejo, por qué las clases gobernantes tradicionales, en contra de lo que se esperaba, no recortaron un poder que rompió todo tipo de límites, qué significó su propio papel en la configuración de la política, y si realmente era él quien la dirigía en persona y tomaba las decisiones cruciales hasta el final. He considerado esencial subrayar los cambios en el tiempo y, por lo tanto, aunque no tengo intención de presentar una descripción de los acontecimientos, he elaborado un análisis fundamentalmente temático del poder de Hitler dentro de un marco cronológico aproximado.
    Para reducir las notas al mínimo, de acuerdo con los requisitos de esta serie, he tenido que omitir todas las referencias excepto las citas literales que puedan parecer necesarias para la verificación, o las que se refieran a trabajos específicos que puedan ayudar a comprender mejor el tema. En casi todos los casos he manejado los originales alemanes de los textos o fuentes secundarias. Allí donde me ha sido posible encontrar una traducción publicada, la he cotejado con el texto en alemán y la he citado en las notas. En el resto de los casos las traducciones son mías.
    En los últimos años, las condiciones en las universidades inglesas resultan menos propicias para la investigación, la erudición y su materialización en obras escritas dentro de las áreas de letras y ciencias sociales, por lo que me consideré especialmente afortunado al poder disfrutar de una estancia de un año, durante el curso 1989-1990, en el incomparable Wissenschaftskolleg zu Berlín. Escribir sobre Hitler en Berlín justo en el momento en que se desmoronaba el orden establecido durante la Guerra Fría constituyó un gran estímulo. Escribí el grueso de mi trabajo durante la primera parte de mi estancia en el Wissenschaftskolleg. Quiero manifestar mi agradecimiento al rector, a sus compañeros y a los investigadores de la institución por crear un ambiente de tanta vitalidad intelectual. En especial quiero agradecer profundamente a los bibliotecarios y al personal de la secretaría del Wissenschaftskolleg su infinita paciencia y toda su ayuda.
    Quisiera, ante todo, dar las gracias sinceramente ahora y siempre a mi familia, amigos y compañeros de profesión por el aliento y apoyo que tanto valoro. Le estoy especialmente agradecido a mi hijo David por su ayuda en la confección del índice.
    Durante la fase final de elaboración del texto recibí la triste noticia de la muerte de los investigadores Martin Broszat y Tim Mason, tan especiales para mí. Este libro es una prueba de mi permanente consideración.
     
    Ian Kershaw
    Berlin/Manchester 

Por qué Hitler se consideraba el auténtico socialista y hoy lo ...


II. La conquista del poder

    A la hora de analizar cómo el poder del Estado alemán pudo ponerse a disposición de Hitler hay que distinguir tres procesos distintos. El primero se concreta en la consecución por parte de Hitler de un dominio sin discusión dentro del Partido Nazi, que para finales de la década de los años 20 había incorporado y unificado las diversas tendencias de la derecha völkisch y había adoptado el principio del liderato como su rasgo organizativo vital, derivado de la forma en que Hitler percibía la misión histórica de salvar a Alemania. El segundo sigue, a comienzos de los 30, la capacidad de Hitler para extender su atractivo, más allá de los niveles de apoyo iniciales en la extrema derecha radical völkisch , a más de un tercio de los votantes, lo que le permitía reclamar el poder con el argumento de que solo él podía «dirigir» a las masas. El tercero repasa cómo los grupos de elite no nazis, con puntos de vista claramente moderados acerca de las pretensiones «carismáticas» de poseer una misión, pero también con influencia sobre quienes ejercían el poder en la Alemania de Weimar, pudieron interesarse por Hitler, y cómo estos mismos mediadores, cuando Hitler parecía cualquier cosa menos seguro de tener un futuro triunfante, estuvieron dispuestos a alzarle hasta el puesto de canciller. En estos tres procesos, el papel personal desempeñado por Hitler se vio en gran medida eclipsado por asuntos y acontecimientos situados más allá de su propio control.
    Desde que Hitler fue nombrado canciller el 30 de enero de 1933, se ha planteado la pregunta de cómo un candidato tan inverosímil fue capaz de llegar al poder. Se han ofrecido respuestas muy variadas. Para los propios nazis, la respuesta era la que Hitler nunca se cansó de exponer en la invocación de la «historia del partido» que precedió, con extensión desmedida, a muchos de sus discursos importantes durante el Tercer Reich. Según esta versión, el ascenso del nazismo, desde sus comienzos humildes hasta la «conquista del poder», se había logrado solo mediante «el triunfo de la voluntad». Una lucha incesante —siempre se refirieron a este período como «el tiempo de la lucha»—, con todo en contra, pero con el apoyo de la fe ciega de una multitud de partidarios cada vez mayor en pos de una causa justa, finalmente había conseguido superar las adversidades, vencer a enemigos poderosos y unir a la nación para salvar a Alemania de la destrucción por parte del bolchevismo.

    Esta leyenda heroica del partido tenía un valor puramente propagandístico. No había nada inevitable en el triunfo de Hitler en enero de 1933. Cinco años antes, el Partido Nazi constituía un molesto elemento marginal en la política alemana, pero nada más. Las elecciones de 1928 les habían dado solo el 2,6 por 100 del voto y doce escaños en el Reichstag. Acontecimientos externos como el plan Young para ajustar los pagos de las reparaciones de guerra alemanas, el crack de Wall Street y la decisión, totalmente innecesaria, de Brüning de convocar elecciones en el verano de 1930, situaron a los nazis en el mapa político. Aunque en ese momento la democracia tenía un futuro poco halagüeño, una dictadura nazi tenía menos posibilidades que cualquier otra forma de gobierno autoritario, como una dictadura militar o incluso una nueva versión del estilo bismarckiano de gobernar, probablemente bajo una monarquía restaurada. Tanto el azar como los desaciertos de los conservadores representaron en el acceso de Hitler al poder un papel más importante que cualquiera de las acciones del propio líder nazi.
     LA COMUNICACIÓN Y MANIPULACION DE LAS MASAS. -
     
     
    EL MOVIMIENTO
     
    Los movimientos autoritarios, tal y como demuestra la historia del período de Entreguerras y de la posguerra, son por su propia naturaleza especialmente proclives a las divisiones, al surgimiento de facciones y a las batallas internas por el poder. El desarrollo inicial del Partido Nazi indica que no fue una excepción. Como Partido de los Trabajadores Alemanes, comenzó a funcionar en 1919 como una de las más de setenta sectas de extrema derecha que se fundaron entonces. Todas compartían una ideología völkisch similar en lo fundamental —basada en una versión radical del nacionalismo racista—, surgieron durante el año que siguió al final de la Primera Guerra Mundial y florecieron en un ambiente de estrépito contrarrevolucionario, que se extendió sobre todo en Baviera. Desde el comienzo, las desavenencias sobre tácticas y estrategias, las disputas acerca de puntos de vista ideológicos y los choques personales fueron parte esencial de las muchas ramas del movimiento völkisch . Dentro del joven Partido Nazi, el propio Hitler provocó en 1921 la primera pugna por el poder, que tuvo como resultado el asentamiento de su posición estatutaria como jefe del partido. Después del fracaso del golpe de la cervecería, a finales de 1923, el frente unitario provisional que se había alcanzado dentro de la extrema derecha se hundió y el propio Partido Nazi se escindió en una serie de grupos rivales. La rabiosa fragmentación en facciones se prolongó hasta después de la refundación del Partido en 1925 y significó una amenaza para la preeminencia de Hitler, que se resolvió con cierta dificultad a comienzos de 1926.
    Incluso después de 1930, cuando ya la posición de dominio de Hitler estaba consolidada y el movimiento nazi se iba haciendo cada vez más fuerte, hubo momentos en los que el NSDAP se vio amenazado por una rebelión de su brazo paramilitar, la SA, y tuvo que sobrevivir a la separación de miembros destacados, principalmente la de Otto Strasser en 1930 y, sobre todo, la de su hermano Gregor Strasser, el segundo hombre fuerte del partido, a fines de 1932. Además, la pertenencia al partido era en sí misma muy irregular, con una importante rotación de los afiliados. La historia del Partido Nazi hasta 1933 muestra claramente que se trataba de un movimiento muy inestable, que albergaba facciones e intereses extremadamente distintos y fuertes tendencias centrífugas y desintegradoras.
    Por lo tanto, el «liderato» en sí mismo no representaba una garantía de unidad interna. Sin embargo, existen razones para imaginar que, sin la intensificación de la autoridad suprema de Hitler dentro del movimiento, exaltada por un culto a la personalidad inusualmente fuerte, el partido se habría venido abajo a causa de las divisiones faccionales. Sea como fuere, Hitler siguió siendo el mayor activo del partido, su imán populista y el que conseguía más votos. La mayoría de los dirigentes reconocía que las oportunidades de conseguir o no el poder estaban en sus manos. Esto convenció a los cabecillas de las facciones para que aceptaran la necesidad de dar, al menos hacia el exterior, una imagen de unidad. Y alentó a los que se encontraban en el centro del partido a trabajar de manera activa para construir y aceptar el culto al Führer, que ensalzaba a Hitler más allá de toda crítica y era fuente de la ortodoxia ideológica y foco de obediencia ciega. Esto se llevó a cabo desde mediados de la década de los años 20, no solo por quienes, como Hess, sentían veneración sincera por Hitler, sino también por otros personajes destacados como Gregor Strasser, que estaban dispuestos, a pesar de sus reservas hacia Hitler, a colaborar en la instrumentación del culto al Führer. Una vez consolidado, hacia fines de los 20, y reforzado más adelante por los triunfos electorales de 1930 y 1932, el culto al Führer desarrolló su propia autonomía relativa, que hizo más cómoda la posición de Hitler, al debilitar al principio las tentativas de oposición y vincular al partido, cada vez más, a su propia estrategia de «todo o nada» para conquistar el poder.
    Por lo tanto, el culto al liderato resulta clave en el desarrollo global de los fundamentos del poder de Hitler dentro del movimiento nacional-socialista y del carácter y la dinámica de la organización nazi anterior a 1933. La autoridad «carismática» se construyó en el seno de la propia base organizativa del movimiento, lo que hizo que la relación de Hitler con su partido fuera distinta de la de cualquier otro dirigente político en aquellos momentos. Además, lo dotó de un halo de «grandiosidad» desde la que su pretensión de lealtad exclusiva, como encarnación de una misión mesiánica en la construcción de una «nueva Alemania», se expandía desde el círculo más próximo hacia un cuerpo más amplio de creyentes, una «comunidad carismática» ampliada. Le proporcionó la legitimidad necesaria en el partido para contrarrestar las tendencias desintegradoras que caracterizaban al movimiento.
    Como ya se ha señalado, Hitler atrajo la atención primero como un propagandista, agitador y demagogo insólitamente hábil. En solo unos meses, se convirtió en el orador estrella del joven Partido Nacionalsocialista de los Trabajadores de Alemania (que se había llamado hasta febrero de 1920 Partido de los Trabajadores de Alemania). Fue Hitler quien expuso el programa del partido, que él mismo había redactado y preparado en parte, el 24 de febrero de 1920. A lo largo de ese mismo año se dirigió en más de treinta ocasiones a auditorios que oscilaron entre unos cientos y más de dos mil personas. Con Hitler como cabeza visible del partido, la afiliación alcanzó la cifra de 2.000 militantes a finales de 1920 y de 3.300 en agosto de 1921 80 , un aumento muy considerable teniendo en cuenta que el propio Hitler se convirtió en el miembro número 55 del partido en septiembre de 1919 81 . Aunque la mayoría de quienes eran arrastrados por la oratoria de Hitler procedía de las clases medias bajas de Múnich, también algún que otro ricachón influyente en los círculos sociales y políticos de la ciudad mostró interés por el revuelo que provocaba.
    A través de Ernst Röhm, más tarde jefe de la SA y miembro del Partido de los Trabajadores de Alemania desde 1919, Hitler hizo contactos importantes en el ámbito de los dirigentes de la derecha radical y los paramilitares. Su antiguo jefe en la unidad de «educación» de la Reichswehr, Hauptmann Karl Mayr, se encargó de que el ejército pagara 3.000 folletos sobre el Tratado de Versalles, que el partido distribuyó en 1920. En una carta a Wolfgang Kapp, exiliado de extrema derecha que había participado en el putsch , le comentó que tenía grandes esperanzas depositadas en Hitler y su movimiento 82 . Y Dietrich Eckart, uno de los mentores «intelectuales» de Hitler, contribuyó de forma estimable a la recaudación de fondos y a la búsqueda de mecenas acaudalados en el entorno völkisch . Fueron las garantías financieras de Eckart, junto a una aportación de 60.000 marcos de los fondos de la Reichswehr, gestionadas por Röhm y Mayr, las que permitieron al partido comprar su propio periódico, el Völkischer Beobachter , a comienzos de 1921. Por lo tanto, puede afirmarse con cierta razón que estos tres personajes —Röhm, Eckart y Mayr—, fueron las «parteras de la carrera política de Hitler» 83 .
    En 1921, Hitler ya había eclipsado al primer jefe (y cofundador) del partido, Anton Drexler. Fue inevitable que se produjera un choque entre ellos, incitado por maniobras de fusión con facciones rivales del movimiento völkisch. Hitler se opuso sin más a estas tendencias. Sin duda, temía que una fusión pudiera debilitar su propio control del partido y arruinar la tarea —reforzada por la repercusión de su demagogia— que concebía para sí mismo: la de ser el «tambor» de la derecha nacionalista. Cuando Drexler inició las gestiones para la fusión durante la ausencia de Hitler, éste dejó el partido encolerizado, causando una grave crisis que se resolvió cuando Eckart negoció el retorno de la «prima donna» del partido en condiciones que le otorgaban plenos poderes dentro del movimiento.
    Todo parece indicar que los actos de Hitler durante la crisis se debieron más a una reacción acalorada y espontánea, ante circunstancias que no podía controlar, que a una estrategia premeditada para hacerse con el poder absoluto. Sin embargo, el hecho de que fuera un propagandista indispensable significaba que tanto su inflexibilidad como su negativa a hacer concesiones se convirtieron en una ventaja que fortaleció sumamente su posición en el partido.
    La organización siguió expandiéndose con rapidez. A fines de 1922 había alrededor de 20.000 militantes, que en el momento del putsch ascendían a 55.000, sobre todo en Baviera, y fundamentalmente de origen pequeñoburgués. Desde 1921, el partido contaba con su propia organización paramilitar, la Sturmabteilung (SA). Aun así, hasta que se produjo el putsch el movimiento nazi distaba mucho de ser la pieza más importante del conjunto de organizaciones paramilitares «patrióticas» de la extrema derecha en Baviera. El crecimiento continuo del partido se podía atribuir todavía en buena parte al talento de Hitler como agitador y azote del sistema de Weimar, mientras la hiperinflación, la ocupación del Ruhr y la inestabilidad gubernamental parecían apuntar al inminente derrumbamiento de la democracia.
    Para todos los que estaban predispuestos a ser atraídos por el mensaje, los discursos de Hitler resultaban electrizantes. Uno de sus primeros admiradores, Kurt Lüdecke, al recordar su reacción cuando escuchó a Hitler hablar en 1922, escribió que sus facultades críticas se vieron anuladas, que se sintió poseído por el «hechizo hipnótico que provenía de la fuerza viva de su convencimiento», que «la intensa voluntad del hombre, la pasión de su sinceridad» «parecía manar de él hacia mí», que todo ello constituía una experiencia que solo podía comparar con la de una conversión religiosa 84 . No son raros relatos así de los discursos de Hitler. Sin embargo, dadas las condiciones de Baviera a comienzos de los años 20, aunque la demagogia de Hitler arrastraba a las masas de la clientela völkisch , sin apoyo externo ni contactos influyentes podía muy bien haber seguido siendo un mero agitador de cervecería.
    Los primeros conversos acomodados, como Lüdecke y Putzi Hanfstaengl, licenciado en Harvard y vástago de una respetada familia de marchantes de obras de arte de Múnich, le ayudaron a introducirse en los salones de la alta burguesía de Múnich. Los editores Julius Lehmann (que ya simpatizaba con el partido desde hacía tiempo) y Hugo Bruckmann, y el fabricante de pianos Cari Bechstein se encontraban entre los que apadrinaron a un invitado tan poco apropiado en las veladas de la buena sociedad. El mariscal de campo Ludendorff, la figura de mayor prestigio de la extrema derecha, también hizo uso de su influencia para recomendar a Hitler en círculos sociales que de otra forma le habrían estado vetados.
    Más importante todavía fue la protección que Hitler y su movimiento recibieron de las autoridades bávaras. Los nazis pudieron valerse de las simpatías nacionalistas de los dirigentes de la policía, la judicatura y el ejército en un Estado que se veía a sí mismo como el bastión de la derecha patriótica frente al socialismo que se extendía por Prusia, Sajonia, Turingia y otras partes. A medida que se ampliaban las conexiones con Ludendorff y con las otras organizaciones paramilitares en Baviera, junto al importante papel desempeñado por Röhm como intermediario, el movimiento nazi pudo beneficiarse de las ayudas financieras que iban a parar a la derecha «patriótica» en su lucha contra el «peligro rojo». Además, las posibilidades que tenía Röhm de conseguir las municiones que, procedentes de las unidades de milicias contrarrevolucionarias disueltas, había recogido la Reichswehr, resultaron vitales al permitir a Hitler abastecer de armas, vehículos y otros equipos a la SA en 1923. También fue Röhm quien «cocinó» en septiembre de 1923 la jefatura de Hitler sobre el Deutscher Kampfbund , la fusión compuesta por el NSDAP, Bund Oberland y Reichsflagge , que constituyó la organización paramilitar más radical y violenta de todas las de Baviera.
    Sin el auspicio, la protección y la ayuda de la burguesía de Múnich y de las autoridades políticas y militares, no habría sido posible el tránsito de Hitler a una posición destacada dentro de la derecha radical bávara. Y, aunque esta fase de la historia del partido culminó con el desastre del Bürgerbräukeller en noviembre de 1923, que Hitler lograra eclipsar a Ludendorff en el juicio de febrero y marzo de 1924 significaba que podía reivindicar su consideración como la nueva cabeza visible del movimiento völkisch , aun cuando a estas alturas pudiera parecer que sus mejores días ya habían pasado. Resultó apropiado que el momento clave para asentar su predominio viniera dado por una nueva pieza maestra de agitación ante sus comprensivos jueces en Múnich.
    La desintegración del prohibido movimiento nazi durante la estancia de Hitler en la cárcel confirmó lo indispensable de su caudillaje; y, al margen de sus diferencias, las diversas facciones nazis que surgieron de la división compartían su veneración por el jefe encarcelado. Por otra parte, su actuación en el juicio había aumentado la fama de Hitler entre los partidarios de la derecha radical fuera de Baviera. Aunque las disputas entre facciones continuaron con marcada crudeza y encono durante más de un año tras su salida de la cárcel y la refundación del partido en febrero de 1925, su posición había salido enormemente fortalecida gracias al realce de su estatus y más allá de la quiebra del movimiento posterior al golpe. Cuando en febrero de 1926 estalló una crisis de objetivos y estrategia en el partido, Hitler poseía suficiente fuerza, mediante su control de una zona estratégica como Múnich, para acabar con ella.
    En parte, la crisis se debió a enfrentamientos entre dirigentes que se remontaban a las duras luchas de los días de la escisión después del putsch y a la impopularidad en su patria chica de Baviera de algunas de las fuerzas predominantes en el partido, como sobre todo el entonces jefe de propaganda Hermann Esser y Julius Streicher, jefe nazi en Núremberg. Lo que provocó la crisis de manera más destacada fue el desencanto expresado por algunos miembros relevantes de la organización en el norte y el oeste de Alemania (fundamentalmente Gregor Strasser, que había entrado en una facción del norte tras la ruptura del viejo partido en 1924) a propósito de la vaguedad del programa de 1920, el abandono de las reivindicaciones «socialistas» en el tono político de Múnich y la estrategia que se había adoptado. Cuestiones como la participación en las elecciones —siguiendo la táctica posgolpista de Hitler de hacerse con el poder por medio de las urnas y no a través de la insurrección— o el apoyo a un referéndum pedido por la izquierda para expropiar los bienes de las antiguas casas reales, o si la futura política exterior debía inclinarse del lado de Rusia frente a occidente o dirigirse más bien a la conquista de aquélla en favor del «espacio vital» para Alemania, eran todas objeto de discusión. Pero el factor decisivo que llevó a Hitler a actuar fue la demanda de un nuevo programa para el partido. La adopción de un nuevo ideario habría significado no solo la infinita negociación de la «doctrina» partidista, sino también, y este aspecto resultaba fundamental, aceptar que el propio jefe estaba atado por un plan. El dominio de Hitler sobre la organización, que no procedía del programa sino de la personificación de la «idea» en su «misión», se hubiera visto gravemente dañado. Se habría sustituido la esencia «carismática» del partido por un proyecto concreto.
    Hasta principios de 1926, Hitler había permanecido inactivo. Su característica indolencia para la gestión del día a día había dejado a la dirección del partido completamente en manos de otros, lo que le proporcionó tiempo para concentrarse en la escritura del segundo volumen de Mein Kampf . Se mantuvo apartado de la crisis que se avecinaba. Las acciones de los jefes del partido en el norte, que con el permiso expreso de Hitler se habían constituido en «grupo de trabajo», no llegaron a ser una sublevación contra el propio Hitler. Sin embargo, a comienzos de 1926 ya estaba claro que la crisis significaba un desafío a la misma base de su autoridad como líder.
    Como de costumbre, Hitler actuó cuando no tuvo más remedio. En una reunión de jefes del partido convocada para el 14 de febrero de 1926 en Bamberg, su discurso puso fin a las expectativas de la «facción» reformista, que, en cualquier caso, ya estaba dividida desde sus comienzos. Reiteró que la misión del partido consistía en aplastar al «bolchevismo judío», punto que no había aparecido en el programa de 1920, con Italia y Gran Bretaña como aliados naturales de Alemania, en lugar de trabajar para formar una entente con Rusia, y se opuso a la expropiación de los bienes de los príncipes 85 . Y, lo que resultaba más importante, se identificó completamente con el programa vigente. Proclamó que el ideario de 1920 «era el fundamento de nuestra religión, nuestra ideología» y que andar manipulándolo hubiera equivalido a «traicionar a aquellos que perecieron creyendo en nuestra Idea» 86 . Quedaba pues de manifiesto que rechazar el programa era lo mismo que rechazar a Hitler, la «idea» y la memoria de los «mártires» del putsch de 1923.
    El llamamiento a la lealtad salió triunfante. La «oposición», que como tal nunca se enfrentó a Hitler ni a la «idea», sino que había surgido de la indefinición de la propia «idea», se desvaneció. La organización central del partido se hizo más rígida. Los dirigentes del norte aceptaron su derrota y volvieron al redil. Goebbels, que estaba consternado después de la reunión de Bamberg, recibió una invitación de Múnich, donde se le trató como a una celebridad y Hitler lo envolvió con su encanto personal. Goebbels se rindió. «Hitler es grande», escribió en su diario. «Nos estrechó la mano a todos calurosamente. ¡Lo pasado, pasado está!... Me inclino ante el hombre más grande, ante el genio político» 87 . Poco después, en mayo de 1926, el primer congreso del partido después del golpe, celebrado en Weimar, se convirtió en una muestra pública de adhesión a Hitler y declaró que el programa de 1920 era inalterable. La crisis había acabado. Se desterraba cualquier atisbo de democracia interna en el partido. Todo el poder sobre las decisiones que estuvieran relacionadas con asuntos de ideología o de organización recaían, tal y como se aceptó entonces, en la persona de Hitler. Ya estaba preparado pues el camino hacia la plenitud del «partido del Führer».
    En el contexto general de la política alemana del momento, todo esto tenía poca importancia. La democracia había recibido su bautismo de fuego en la crisis de posguerra. La moneda, tres años después de la hiperinflación de 1923, se había estabilizado, la economía repuntaba, los «años dorados» de la cultura de Weimar se encontraban en plena actividad, no había existido otro momento igual de calma en la actividad política desde 1918 y la extrema derecha se limitaba a atraer a un núcleo reducido de votantes. El futuro parecía prometedor y sin el envite de la crisis económica mundial de 1929 podría haber seguido así.
    Sin embargo, en este preciso momento, a fines de los años 20, cuando el Partido Nazi se hallaba en su particular travesía del desierto, se creó una estructura organizativa que permitió al NSDAP explotar la crisis, a raíz de la Depresión, de un modo mucho más eficiente que el que había caracterizado a los variadísimos movimientos de la derecha radical a la hora de afrontar la etapa inflacionista de los años 1922 y 1923. Aunque el voto potencial anterior a 1926 resultaba insignificante, la base de los activistas del NSDAP se había consolidado de forma notable, por lo que cuando estalló la crisis el partido contaba con más de 100.000 militantes.
    En este período, el culto al Führer ligado a Hitler quedó totalmente institucionalizado dentro del movimiento y se establecieron los cimientos para transmitirlo a un electorado más amplio a comienzos de la década de los 30. Un símbolo externo, significativo de la supremacía de Hitler, fue la introducción del saludo «Heil Hitler» como fórmula obligatoria entre los miembros del partido. La figura más destacada del grupo «reformista» de 1925-1926, Gregor Strasser, se situaba abiertamente entre los que idolatraban a Hitler y escribió en una publicación partidista acerca de la «devoción completa a la idea del Nacional Socialismo», combinada con «un profundo amor por la persona de nuestro líder que es el héroe victorioso de los nuevos combatientes de la libertad» 88 . Goebbels, cuya creencia en Hitler flaqueó por un instante en 1926, se mostraba ahora efusivo en su repetida elaboración del culto al Führer en su periódico, Der Angriff.
    Aquello por lo que Hitler se había afanado se había hecho realidad: ahora el ideario del partido estaba subsumido en su propia persona. Sin embargo, este «programa» no equivalía a un número de objetivos políticos claramente definidos y bien expresados a través de un manifiesto. El «programa» —que venía a dar coherencia a un partido intrínsecamente faccioso— tampoco significaba, salvo de manera indirecta, la aceptación de todos y cada uno de los aspectos de la ideología a la medida de Hitler, expuesta en Mein Kampf.
    El propio Hitler nunca había creído que la homogeneidad del partido pudiera apoyarse en un programa rígido. Lo que hacía falta era un acto incondicional de fe en una serie de principios doctrinales vagamente definidos pero inflexibles, encarnados en la persona de Hitler: el mundo entendido como lucha entre razas fuertes y débiles, la selección de los mejor dotados, la necesidad de fortalecer de nuevo a Alemania, librarse de los judíos y luchar por el «espacio vital». Los puntos de fricción se minimizaron en la medida de lo posible. Hitler combinaba la inflexibilidad de los elementos básicos del dogma con un máximo de pragmatismo en las maniobras políticas, manteniéndose al margen cuanto podía de las disputas internas. Se mantuvo distante respecto a las fuerzas más radicales del movimiento, que tenían más posibilidades de alienarse que de atraerse los apoyos necesarios para conseguir el objetivo que constituía el requisito para todo lo demás: el control del poder del Estado.
    Los jefes nazis de segunda fila, divididos entre sí, no se quedaron atrás a la hora de manifestar tanto su devoción al Führer como su fe y su lealtad, en parte por su propia convicción acerca de la grandeza de Hitler y la creencia en su «misión», en parte porque reconocían que su propia ambición de hacer carrera dependía de Hitler y también porque al aceptar un cierto grado de dominio por parte del líder supremo, el resto de los posibles candidatos al liderato quedaban excluidos. Resultaron inevitables los choques de personalidades y las diferencias estratégicas, tanto más cuanto que el triunfo político se mostraba huidizo. Sin embargo, siempre acababan en muestras de lealtad y subordinación a Hitler.
    Un agrio enfrentamiento entre Goebbels y Gregor Strasser en 1927, por ejemplo, trajo consigo una manifestación pública de unión, «alentada por la creencia compartida en una misión elevada y sagrada y por el sentimiento de fidelidad que les vinculaba a la idea en común y también a un mismo líder en la persona de Adolf Hitler». Las dos premisas para la llegada de una «futura victoria en la unidad ideal» se describían ante los miembros del partido como la «autoridad de la idea y la autoridad del Führer», que «formaban una sola cosa en la persona de Adolf Hitler» 89 .
    Más allá de la aparente cohesión del partido, el conflicto —y aun a veces la rebelión—, continuaron hasta finales de 1932. Pero la posición de Hitler en estos momentos era mucho más sólida de lo que había sido en la etapa de las luchas faccionalistas, entre 1925 y 1926. Otto Strasser fue obligado a dejar el partido sin repercusión alguna cuando en 1930 desafió su mando, anteponiendo una vez más la supremacía de la «idea» por encima del «líder». Cuando hubo riesgo de problemas en la SA y estalló una grave revuelta en la primavera de 1931, Hitler salió victorioso haciendo una llamada a la lealtad hacia su persona. Finalmente, durante la crisis más seria de todas, en diciembre de 1932, cuando el segundo hombre fuerte del partido, Gregor Strasser, dimitió tras una discusión esencial sobre la estrategia, se marchó en solitario, no hubo rupturas ni desafíos a la posición de Hitler; y se demostró una vez más que triunfaba la apelación a la fidelidad personal. Después de una reunión en la que Hitler denunció a Strasser, «los presentes» —los Gauleiter de categoría superior— «sellaron de nuevo su viejo vínculo con él mediante un apretón de manos» 90 . Durante las semanas siguientes se sucedieron las declaraciones de lealtad de todas partes de Alemania.
    La solidez de la posición de Hitler dentro del partido se remontaba en buena parte a los años del «desierto», entre 1925 y 1928. Cuando se inició el auge electoral nazi en el otoño de 1929, la naturaleza del NSDAP como «partido del Führer», cuyo concepto y organización resultaban inseparables de su jefe, estaba consolidada. Por algo se le conocía normalmente como «el movimiento de Hitler». El dominio de Hitler sobre el NSDAP era absoluto. Se habían forjado los vínculos de la gran «comunidad carismática», la principal correa de transmisión del «culto al Führer» hacia sectores más amplios de votantes que todavía no eran seguidores convencidos de Hitler.
     
     
     

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