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Sí, el mundo de los monstruos está con nosotros. Nos persigue; forma, acaso, las raíces más profundas de nuestra civilizaciónl. Más aún, nos es consustancial. Nos atreveríamos a decir que, el Mare Tenebrarum (Mar Tenebroso), lo llevamos todos dentro del alma… O, aún más, si queréis: el monstruo somos nosotros mismos.
Guillermo Diaz-Plaja, Los monstruos y otras literaturas
Un artículo aparecido hace unos días en la Revista Sans Soleil dentro de los estudios de la cultura visual, se presenta también como una critica a la sociedad contemporánea de consumo. Dentro de la línea de investigación trazada por anteriores analistas, que encuentran en los monstruos de la literatura y el cine fantástico una respuesta a las angustias del imaginario colectivo provocadas por el clima social de cada época, para el joven investigador Ferrer Ventosa actualmente estarían proyectándose en la gran proliferación de secuelas, tanto de la gran pantalla como de tv, donde los zombis se erigen como protagonistas del momento.
Nosotros los zombis
El monstruo en la era del capitalismo avanzado
(Fragmentos)
por
Roger Ferrer Ventosa
(Universitat de Girona)
Si hay una figura que ha encarnado en la representación artística a la monstruosidad durante el tardocapitalismo social y el posmodernismo cultural ha sido el zombi. Desde finales de los años setenta ha servido como metáfora de las condiciones de vida y de los temores sociales. Para ilustrar la tesis principal del presente estudio se comentarán algunas películas que servirán para evidenciar la condición del muerto viviente de monstruo idiosincrásico del momento. (...)
En expresión del teórico Robin Wood, las películas de terror constituyen pesadillas colectivas. Por ello, si en Frankenstein asomaba lo que el cientificismo de principios del XIX temía de su propio código de conocimiento, en Drácula se escenificaban las pulsiones ocultas de la sociedad victoriana, o el cine de psicópatas se incardinaba en la atmósfera paranoica del neoconservadurismo estadounidense reaganiano (con un imaginario marcado por el SIDA, en el que presionaban sectores radicales que tomaban la enfermedad por una venganza divina lista para castigar a los pecaminosos), en el zombi se hallan esbozadas las peculiaridades de la humanidad durante la era del tardocapitalismo caracterizado por la sociedad de consumo, la desregulación de los mercados, la globalización, la degradación de lo comunitario auspiciado por los valores del nuevo sistema, entre otros rasgos definitorios.
¿Qué nos está recordando el muerto viviente en su reinado en el imaginario terrorífico presente? Como cualquier mito cultural con potencia de significación, el fenómeno resulta ambiguo e incluso contradictorio. Para que un mito opere con verdadera fuerza ha de apelar a tendencias opuestas y crear tensión dentro de cada receptor –de gran riqueza, el mito ha de ser ambiguo–. En esta operatividad de impulsos de polaridad opuesta que crean tensión, el zombi interpreta simultáneamente como mínimo dos papeles antagónicos: interviene como el Otro pero también como yo, chivo expiatorio de lo que no queremos aceptar de la condición humana en el capitalismo avanzado y al mismo tiempo encarnación del tipo humano que genera. (...)
En el zombi se critica al ciudadano contemporáneo, abúlico consumidor comprando al dictado de la publicidad, dispuesto a satisfacer su ansia de goce como sea, a sumergirse con gusto en la gratificación instantánea, en la promesa de deseo ilimitado ofrecido por el capitalismo; ahora bien, ¿no está cualquiera infectado por ese veneno? Por otro lado, los muertos vivientes más interesantes narrativamente son aquellos lentos, vacilantes, sin apenas fuerza ni inteligencia, no obstante, ¿cómo pueden hacerse ellos con el mundo? Su victoria constituye una impugnación a las teorías darwinianas: al final serán los más ineptos, humanos podridos, los que se harán con la Tierra. Y no precisamente por su mejor adaptación al medio. El muerto viviente es el consumista pero al mismo tiempo el consumista prototípico aspira a ganar el derecho a una personalidad diferenciada y chic comprando ciertos productos que, estima, le conferirán estatus de individualidad. Con ellos está persuadido de separarse del resto. Cuanto más individual cree ser, más fundamentalmente masa es.
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Mientras los dispositivos narrativos primarios de los filmes del subgénero buscan la identificación con los pocos humanos supervivientes del holocausto zombi, en realidad el espejo deformante de la pantalla retrata a casi todos como el Otro espantoso. Cuanto más lejos cree estar el público de la horda sin voluntad de no-muertos, más próximo se halla inconscientemente. En el descerebrado vacilante se ponen de manifiesto los pecados de la conformidad con las directrices del superior jerárquico a cambio de los brillantes objetos de consumo. Los gruñidos del zombi o su andar de severa embriaguez etílica constituyen un mudo reproche a la corriente principal de la humanidad presente: “Yo soy tú. Así somos en la sociedad de consumo”, podría decirnos el zombi si no se hubieran descompuesto sus cuerdas vocales. De esta manera, los zombis activan la identificación del espectador y pasan a ser el monstruo del momento por su fuerza para simbolizar el tópico exagerado del consumista en su grado extremo; representan un papel social intuido por sus espectadores: el de ellos mismos (nosotros mismos) como base del sistema político y económico; cualquiera actúa como un zombi que ha de devorar comida, espectáculos, diversiones, fetiches si quiere seguir viviendo, un imperativo en el sistema económico actual. Si no hay consumo, la rueda se para. Así, el peso moral sobre los ciudadanos sufre otra vuelta de tuerca. Finalmente, el consumidor es consumido por esa rueda insaciable, tal y como evidencian las alegorías político-sociales rodadas por George A. Romero, que, como veremos, juegan con el nivel metafórico del monstruo.
Fotograma de La noche de los muertos vivientes
Aunque la analogía no fue tan clara al inicio de la nueva forma de entender el zombi nacida con La noche de los muertos vivientes (Night of the Living Dead, George A. Romero, 1968), ahora ya ha pasado a ser un cliché, hecho explícito en películas, ensayos o en la literatura fantástica del subgénero, como en David Moody: “Hasta los cadáveres que se tambaleaban por las calles tenían esa mañana cierto parecido circunstancial con las hordas de consumidores que, menos de una semana antes, habían recorrido las mismas calles en busca de una terapia consumista”. Muchas de las tramas que expondremos ponen sobre el tapete esa cuestión. De hecho, los primeros clásicos fílmicos de zombis presentaban ya analogías entre la sociedad de su momento y la ficción. Las condiciones laborales se presentaban de forma más o menos explicita en Yo anduve con un zombie (I Walked with a Zombie, Jacques Tourneur, 1943) o en La legión de los muertos sin alma (White Zombie, Victor Halperin, 1932), especialmente en esta última. En White Zombie, el clásico de los años treinta de Halperlin, los dominados por el poder hipnótico y los brebajes de un hechicero de vudú (interpretado por Bela Lugosi) caían bajo su dominio mental, para convertirse en mano de obra ya no barata sino gratuita, seres humanos sin voluntad que trabajaban de noche refinando azúcar.
Bega Lugosi como hechicero en White Zombie (1932)
El déspota de la plantación donde están esclavizados los zombis está orgulloso porque sus operarios le son fieles y no piden cobrar las horas extras: el muerto viviente como trabajador ideal para patronales desaforadas.
La figura putrefacta del muerto resurrecto que deambula en los filmes desde los años setenta no se aleja en cuanto a su representación de lo que se ve una madrugada de día laboral en un barrio de trabajadores. En una producción británica, Zombies party (Shaun of the dead, Edward Wright, 2004), se aprovechan recursos cinematográficos para subrayar la comparación. Su director proyecta una mirada socarrona hacia la Inglaterra de principios del siglo XXI. En cuanto a su sentido del humor, Shaun of the dead opta más por la guasa que por el sarcasmo cínico; eso no obsta para que se compare con un zombi a todo aquel que forma parte del entramado social de la Inglaterra postatcheriana, desde los compradores y vendedores de un supermercado hasta los que pasan horas y más horas de su existencia en disputas escolásticas sobre el balompié o castigando a sus pulgares en sesiones interminables de juegos con sus videoconsolas. La película comienza con una sinfonía de ciudad en versión posmoderna en que cada imagen pasa a ser un tratado de los elementos que configuran la cotidianidad en una gran metrópolis europea: el supermercado de barrio, los autobuses, los trabajos en sucursales de las grandes empresas frecuentemente multinacionales con sus impersonales escenarios... (clica AQUÍ para ver el vídeo) Por ahí pululan unos personajes aún vivos pero que se comportan según la iconografía establecida por Romero de los muertos vivientes: el caminar lento e inseguro, la mirada vacía, la voluntad borrada. Nosotros, los zombis.
Fotograma de Shaun of the dead, Edward Wright, 2004
Lecturas:
Roger Ferrer Ventosa, Nosotros los zombis (El monstruo en la era del capitalismo avanzado). Revista Sans Soleil, volumen 7. Los interesados pueden leer el artículo completo AQUÍ
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