El extranjero debe morir
Con El hombre rebelde, El extranjero es el mejor libro que escribió Camus. Nació como proyecto, al parecer, en agosto de 1937, aunque de manera muy vaga, cuando Camus convalecía en un sanatorio de los Alpes de una de las muchas recaídas que padeció desde la tuberculosis de 1930. En sus Carnets señala que terminó la novela en mayo de 1940. (Pero sólo fue publicada en 1942, por Gallimard, gracias a una gestión de André Malraux, quien había sido uno de los modelos literarios del joven Camus.)
La época y las circunstancias en que fue concebido El extranjero son ilustrativas. En el helado pesimismo que baña la historia en lo que se refiere a la sociedad y a la condición humana tuvieron mucho que ver, sin duda, la enfermedad que debilitaba por épocas ese cuerpo sensible y la angustiosa atmósfera de la Europa que vivía el final de la entreguerra y el comienzo de la segunda conflagración mundial.
El libro fue recibido como una metáfora sobre la sinrazón del mundo y de la vida, una ilustración literaria de esa «sensibilidad absurda» que Camus había descrito en El mito de Sísifo, ensayo que apareció poco después de la novela. Fue Sartre quien mejor vinculó ambos textos, en un brillante comentario sobre El extranjero. Meursault sería la encarnación del hombre arrojado a una vida sin sentido, víctima de unos mecanismos sociales que bajo el disfraz de las grandes palabras —el Derecho, la Justicia— sólo escondían gratuidad e irracionalidad. Pariente máximo de los anónimos héroes kafkianos, Meursault personificaría la patética situación del individuo cuya suerte depende de fuerzas tanto más incontrolables cuanto que son ininteligibles y arbitrarias.
Pero, muy pronto, surgió una interpretación «positiva» de la novela: Meursault como prototipo del hombre auténtico, libre de las convenciones, incapaz de engañar o de engañarse, a quien la sociedad condena por su ineptitud para decir mentiras o fingir lo que no siente. El propio Camus dio su respaldo a esta lectura del personaje, pues, en el prólogo para una edición norteamericana de El extranjero, escribió: «El héroe del libro es condenado porque no juega el juego..., porque rechaza mentir. Mentir no es sólo decir lo que no es. También y sobre todo significa decir más de lo que es, y, en lo que respecta al corazón humano, decir más de lo que se siente. Esto es algo que hacemos todos, a diario, para simplificar la vida. Meursault, contrariamente a las apariencias, no quiere simplificar la vida. Él dice lo que es, rehusa enmascarar sus sentimientos y al instante la sociedad se siente amenazada... No es del todo erróneo, pues, ver en El extranjero la historia de un hombre que, sin actitudes heroicas, acepta morir por la verdad.»
Ésta es una interpretación perfectamente válida —aunque, ya lo veremos, incompleta— y ha pasado a ser poco menos que canónica en los estudios sobre Camus: El extranjero, alegato contra la tiranía de las convenciones y de la mentira en que se asienta la vida social. Mártir de la verdad, Meursault va a la cárcel, es sentenciado y, presumiblemente, guillotinado, por su incapacidad ontológica para disimular sus sentimientos y hacer lo que hacen los otros hombres: representar. Es imposible para Meursault, por ejemplo, fingir en el entierro de su madre más tristeza de la que se siente y decir las cosas que, en esas circunstancias, se espera que un hijo diga. Tampoco puede —pese a que en ello le va la vida— simular ante el tribunal arrepentimiento por la muerte que ha causado. Esto se castiga en él, no su crimen.
Quien quizás haya desarrollado mejor esta argumentación es Robert Champigny, en su libro Sur un héros paien (París, Gallimard, 1959), dedicado a la novela. Allí asegura que Meursault es condenado porque rechaza «la sociedad teatral, es decir, no la sociedad en tanto que se halla compuesta de seres naturales sino en cuanto ella es hipocresía consagrada». Con su conducta «pagana» —es decir, no romántica y no cristiana— Meursault es una recusación viviente del «mito colectivo». Su probable muerte en la guillotina es, pues, la de un ser libre, un acto heroico y edificante.
Esta visión de El extranjero me parece parcial, insuficiente. No hay duda de que la manera como se lleva a cabo el juicio de Meursault es ética y jurídicamente escandalosa, una parodia de justicia, pues lo que se condena en él no es el asesinato del árabe sino la conducta antisocial del acusado, su psicología y su moral excéntricas a lo establecido por la comunidad. El comportamiento de Meursault nos ilumina las insuficiencias y vicios de la administración de la justicia y nos deja entrever las suciedades del periodismo.
Pero de allí a condenar a la sociedad que lo condena por ser «teatral» y reposar sobre un «mito colectivo» es ir demasiado lejos. La sociedad moderna no es más teatral que las otras; todas lo han sido y lo serán, sin excepción posible, aunque el espectáculo que represente cada una de ellas sea distinto. No hay sociedad, es decir convivencia, sin un consenso de los seres que la integran respecto a ciertos ritos o formas que deben ser respetados por todos. Sin este acuerdo, no habría «sociedad» sino una jungla de bípedos libérrimos donde sólo sobrevirían los más fuertes. También Meursault, con su manera de ser, interpreta un papel: el de ser libre al extremo, indiferente a las formas entronizadas de la sociabilidad. El problema al que nos enfrenta la novela es, más bien: ¿la manera de ser de Meursault es preferible a la de quienes lo condenan? Esto es discutible. Pese a lo que insinuó su autor, la novela no saca ninguna conclusión al respecto: es tarea que nos incumbe a sus lectores.
El «mito colectivo» es el pacto tácito que permite a los individuos vivir en comunidad. Esto tiene un precio que al hombre —lo sepa o no— le cuesta pagar: la renuncia a la soberanía absoluta, el recorte de ciertos deseos, impulsos, fantasías, que si se materializaran pondrían en peligro a los demás. La tragedia que Meursault simboliza es la del individuo cuya libertad ha sido mutilada para que la vida colectiva sea posible. Eso, su individualismo feroz, irreprimible, hace que el personaje de Camus nos conmueva y despierte nuestra oscura solidaridad: en el fondo de todos nosotros hay un esclavo nostálgico, un prisionero que quisiera ser tan espontáneo, franco y antisocial como es él.
Pero, al mismo tiempo, es preciso reconocer que la sociedad no se equivoca cuando identifica en Meursault a un enemigo, a alguien que, si su ejemplo cundiera, desintegraría al todo comunitario.
Su historia es una dolorosa pero inequívoca demostración de la necesidad del «teatro», de la ficción, o, para decirlo más crudamente, de la mentira en las relaciones humanas. El sentimiento fingido es indispensable para asegurar la coexistencia social, una forma que, aunque parezca hueca y forzada desde la perspectiva individual, se carga de sustancia y necesidad desde el punto de vista comunitario. Esos sentimientos ficticios son convenciones que sueldan el pacto colectivo, igual que las palabras, esas convenciones sonoras sin las cuales la comunicación humana no sería posible. Si los hombres fueran, a la manera de Meursault, puro instinto, no sólo desaparecería la institución de la familia, sino la sociedad en general, y los hombres terminarían entrematándose de la misma manera banal y absurda en que Meursault mata al árabe en la playa.
Uno de los grandes méritos de El extranjero es la economía de su prosa. Se dijo de ella, cuando el libro apareció, que emulaba en su limpieza y brevedad a la de Hemingway. Pero ésta es mucho más premeditada e intelectual que la del norteamericano. Es tan clara y precisa que no parece escrita, sino dicha, o, todavía mejor, oída. Su carácter esencial, su absoluto despojamiento, de estilo que carece de adornos y de complacencias, contribuyen decisivamente a la verosimilitud de esta historia inverosímil. En ella, los rasgos de la escritura y los del personaje se confunden: Meursault es, también, transparente, directo y elemental.
Lo más temible que hay en él es su indiferencia ante los demás. Las grandes ideas o causas o asuntos —el amor, la religión, la justicia, la muerte, la libertad— lo dejan frío. También, el sufrimiento ajeno. La golpiza que inflige su vecino, Raymond Sintés, a su amante mora, no le provoca la menor conmiseración; por el contrario, no tiene inconveniente en servir de testigo al chulo, para facilitarle una coartada con la policía. Pero tampoco hace esto por afecto o amistad, sino, se diría, por mera negligencia. Los pequeños detalles, o ciertos episodios cotidianos, en cambio, le resultan interesantes, como la relación traumática entre el viejo Salmadano y su perro, y a ellas dedica atención y hasta simpatía. Pero las cosas que de veras lo conmueven no tienen que ver con los hombres, sino con la Naturaleza o con ciertos paisajes humanos a los que él ha privado de humanidad y mudado en realidades sensoriales: el trajín de su barrio, los olores del verano, las playas de arenas ardientes.
Es un extranjero en un sentido radical, pues se comunica mejor con las cosas que con los seres humanos. Y, para mantener una relación con éstos, necesita animalizarlos o cosificarlos. Éste es el secreto de por qué se lleva tan bien con María, cuyos vestidos, sandalias y cuerpo mueven en él una cuerda sensible. La muchacha no despierta en él un sentimiento, es decir algo durable; apenas, rachas de deseos. Sólo la parte animal de su persona, el instinto, le interesa en ella, o, mejor dicho, en lo que hay en ella de instintivo y animal. El mundo de Meursault no es pagano, es un mundo deshumanizado.
Lo curioso es que, pese a ser antisocial, Meursault no es un rebelde, pues no hay en él ninguna conciencia de inconformidad. Lo que hace no obedece a un principio o creencia que lo induciría a desafiar lo establecido: él es así. Rehusa el pacto social, incumple los ritos y formas que sostienen la vida colectiva, de manera natural y sin siquiera advertirlo (por lo menos hasta que es condenado). Su pasividad, su desinterés, son sin duda más graves que su falta, para quienes lo juzgan. Si tuviera ideas o valores con qué justificar sus actos, su manera de ser, acaso sus jueces serían más benevolentes. Podrían contemplar la posibilidad de reeducarlo, de persuadirlo de que acepte la norma colectiva. Pero, siendo como es, Meursault es incorregible e irrecuperable para la sociedad. A su contacto, las limitaciones, excesos y ridículos que forman parte del «mito colectivo» o pacto social saltan a la luz: todo lo que hay de falso y absurdo en la vida comunitaria, desde la experiencia del individuo aislado, de cualquiera, no sólo de un ser anómalo como Meursault.
Cuando el Procurador dice de él que no tiene nada que hacer «con una sociedad cuyas reglas desconoce», dice la verdad. Cierto, entrevisto desde el escaño del magistrado, Meursault es una especie de monstruo. Por otra parte, su caso muestra el lado monstruoso, mutilante, que tiene la sociedad, pues en ella, aun en la más libre, siempre habrá trabas y castigos para la libertad absoluta a la que aspira, en el fondo de su ser, todo individuo.
Dentro del pesimismo existencial de El extranjero arde, sin embargo, débilmente, una llama de esperanza: no significa resignación sino lucidez, y aparece en ese hermoso párrafo final, cuando Meursault, purgado de la cólera que le produjo el capellán que quería domesticarlo con la piedad, asume, con serena confianza, su destino de hombre expuesto «a la tierna indiferencia del mundo».
El pesimismo de Camus no es derrotista; por el contrario, entraña un llamado a la acción, o, más precisamente, a la rebeldía. El lector sale de las páginas de la novela con probables sentimientos encontrados respecto a Meursault. Pero, eso sí, convencido de que el mundo está mal hecho y de que debería cambiar.
La novela no concluye, ni explícita ni implícitamente, que, como las cosas son así, haya que resignarse a aceptar un mundo organizado por fanáticos como el Juez instructor o por histriones leguleyos como el Procurador. Ambos personajes nos producen repugnancia. E incluso el capellán nos desagrada por su inflexibilidad y su falta de tacto. Con su comportamiento perturbador, Meursault muestra la precariedad y la dudosa moral de las convenciones y ritos de la civilización. Su actitud discordante con la del ciudadano normal, pone al descubierto la hipocresía y las mentiras, los errores y las injusticias que conlleva la vida social. Y, asimismo, pone en evidencia aquella mutilación —o, en términos de Freud, su gran descubridor, y el primero en explorarlas, las represiones— de la soberanía individual, de aquellos instintos y deseos que exige la existencia gregaria.
Aunque es muy visible la influencia en ella de Kafka, y aunque la novela filosófica o ensayística que estuvo de moda durante la boga existencialista haya caído en el descrédito, El extranjero se sigue leyendo y discutiendo en nuestra época, una época muy diferente de aquella en que Camus la escribió. Hay, sin duda, para ello una razón más profunda que la obvia, es decir la de su impecable estructura y hermosa dicción.
Como los seres vivos, las novelas crecen y, a menudo, envejecen y mueren. Las que sobreviven cambian de piel y de ser, como las serpientes y los gusanos que se vuelven mariposas. Esas novelas dicen a las nuevas generaciones cosas distintas de las que dijeron a los lectores al aparecer, y, a veces, cosas que jamás pensó comunicar a través de ellas su autor. A los lectores de hoy, sobre todo a los de esta Europa tanto más próspera, confiada y hedonista que aquella, miedosa, atolondrada y cataclísmica, en la que El extranjero vio la luz, el solitario protagonista de esta ficción puede atraerlos por lo que hay en él de epicúreo, de ser contento de su cuerpo y orgulloso de sus sentidos, que asume sus deseos y apetitos elementales sin rubor ni patetismo, como un derecho natural. De todo el fuego de artificio que fue la «revolución de mayo» de 1968, ese gran alboroto de jóvenes insatisfechos con su sociedad y su tiempo, vagamente idealistas, generosos y confusos, eso es lo que parece haber quedado como logro: los deseos humanos salen de los escondites adonde habían sido confinados por el cuerpo social y comienzan a adquirir carta de ciudadanía.
En esta civilización de los deseos en libertad, que parece despuntar, Meursault también hubiera sido castigado por haber matado a un hombre. Pero nadie lo hubiera enviado a la guillotina, artefacto obsoleto, aherrumbrado en el museo, y, sobre todo, a nadie hubiera chocado su desinterés visceral por sus congéneres ni su desmesurado egoísmo. ¿Debemos alegrarnos por ello? ¿Es un progreso de los tiempos que el Meursault fantaseado por Camus hace medio siglo aparezca como premonición de un prototipo contemporáneo? No hay duda de que la civilización occidental ha derribado muchas barreras indispensables y es hoy más libre, menos opresiva, en lo referente al sexo, la condición de la mujer, las costumbres en general, que la que (tal vez) hizo cortar la cabeza a Meursault. Pero, al mismo tiempo, no se puede decir que esa libertad conquistada en distintos órdenes se haya traducido en una mejora sensible de la calidad de la vida, en un enriquecimiento de la cultura que llega a todo el mundo, o, por lo menos, a la gran mayoría. Por el contrario, parecería que, en innumerables casos, apenas obtenidas, aquellas libertades se traducían en conductas que las abarataban y trivializaban, y en nuevas formas de conformismo entre los afortunados beneficiarios.
El extranjero, como otras buenas novelas, se adelantó a su época, anticipando la deprimente imagen de un hombre al que la libertad que ejercita no lo engrandece moral o culturalmente; más bien, lo desespiritualiza y priva de solidaridad, de entusiasmo, de ambición, y lo torna pasivo, rutinario e instintivo en un grado poco menos que animal. No creo en la pena de muerte y yo no lo hubiera mandado al patíbulo, pero si su cabeza rodó en la guillotina no lloraré por él.
Londres, 5 de junio de 1988
En La verdad de las mentiras; ensayos sobre literatura
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