Cisnes salvajes', de Jung Chang, fue un extraordinario éxito editorial, con diez millones de ejemplares vendidos, y se convirtió en el libro sobre China más leído en todo el mundo. Ahora, Chang y el historiador Jon Halliday, su marido, han escrito una biografía de Mao realmente sobrecogedora.
Basada en diez años de investigaciones y en las entrevistas realizadas a muchas de las figuras que se movieron en los círculos más cercanos a Mao -y que hasta ahora no habían hablado- y con casi todo aquel que, fuera de China, mantuvo alguna relación significativa con el líder chino, ésta es la biografía de Mao más seria y autorizada que se ha escrito. Está repleta de revelaciones sorprendentes, hace añicos el mito de la Larga Marcha y nos presenta a un Mao totalmente desconocido: no le impulsaban la ideología ni el idealismo; su íntima e intrincada relación con Stalin se remonta a los años veinte y fue decisiva para alzarle al poder; saludó con buenos ojos la ocupación japonesa de buena parte de China; y labró su camino por medio de conjuras, chantajes y envenenamientos. Después de conquistar China, a partir de 1949 tuvo el secreto objetivo de dominar el mundo. En la persecución de esta fantasía causó la muerte de 38 millones de personas en la mayor hambruna de la historia. En conjunto, bajo el gobierno de Mao perecieron, en tiempos de paz, más de 70 millones de seres humanos.
Combinando una meticulosa investigación histórica con las extraordinarias facultades literarias que la autora ya demostró en 'Cisnes salvajes', esta biografía nos traslada a la vertiginosa vida de Mao, a las intrigas y las luchas intestinas en que se embarcó para imponer sus impopulares decisiones. La autora nos lleva a las sombrías estancias de su corte y nos deja observar el drama hasta en los rincones más recónditos. La personalidad de Mao y su relación con sus esposas, hijos y amantes salen a la luz por primera vez.
Un libro sobre Mao absolutamente rompedor por su contenido y enfoque, que asombrará tanto al lector general como al historiador.
Jung Chang
Mao, la historia desconocida
ePub r1.0
SoporAeternus 11.03.15
Título original:
Mao, the unknown story
Jung Chang, 2005
Traducción: Amado Diéguez Rodríguez
Diseño de cubierta: SoporAeternus
Editor digital: SoporAeternus
ePub base r1.2
Abreviaturas utilizadas en el texto
Kominform : Oficina de información del Partido Comunista
GRU: Glavnoye Razvedyivatelnoqye Upravleniye (Directorio Central de Inteligencia), Servicio de inteligencia militar soviético
N4E: Nuevo 4ª Ejército
8ER: 8º Ejército de Ruta
PC: Partido Comunista
PCCh: Partido Comunista Chino
ZZZ: Zhang Zhizhong
Nota sobre la transcripción del chino
En los nombres propios chinos [1] , lo primero que aparece es el apellido. En algunos casos, cuando el apellido es muy común, a partir de la primera mención del personaje nos referimos a él, o a ella, por su nombre de pila.
Los términos y nombres chinos se han transcrito de modos muy diversos durante muchos siglos, y en su mayoría nos han llegado a través de referencias procedentes del mundo anglosajón. En el siglo XX , tras la fundación de la República Popular China, se estableció el pinyin como transcripción oficial en todo el país. Paulatinamente se ha ido extendiendo su uso y actualmente se trata de la transcripción más utilizada, adoptada por todas las bibliotecas importantes y archivos del mundo. En la edición castellana se ha optado por unificar todos los nombres de personas y lugares en pinyin . Sin embargo, Sun Yat-sen y Chiang Kai-shek se han dejado con la transcripción anglosajona y otros nombres como Mao Zedong (Mao Tse-tung), la primera vez que aparecen en el texto se incluyen entre paréntesis las antiguas transcripciones popularizadas en el mundo de habla inglesa. Los nombres rusos se han transcrito aplicando las normas básicas de transcripción fonética que sugiere El libro de estilo de El País .
Primera parte. El creyente tibio
1. En el umbral entre lo viejo y lo nuevo
(1893-1911; 1-17 años)
Mao Zedong (Mao Tse-tung), que durante décadas ejerció un poder absoluto sobre la cuarta parte de los habitantes de la Tierra, fue responsable de la muerte de más de setenta millones de personas en tiempo de paz. De ningún otro líder político del siglo XX puede decirse tanto. Mao nació el 26 de diciembre de 1893 en el seno de una familia de campesinos del valle de Shaoshan, provincia de Hunan, el corazón de China, un lugar en el que sus antepasados llevaban viviendo quinientos años.
Era un mundo de antigua belleza, una región húmeda y templada cuyos montes, brumosos y ondulados, acogían a los hombres desde el Neolítico. Los templos budistas de la zona se remontaban al reinado de la dinastía Tang (618 d. C.-916 d.C.), época de la introducción del budismo en China, y estaban todavía abiertos al culto. En los bosques cercanos crecían casi trescientas especies de árboles —arces, alcanfores, metasecuoyas y los rarísimos ginkgos— que cubrían la región y daban cobijo a los tigres, leopardos y jabalíes que todavía rondaban por la zona. (El último tigre lo mataron en 1957). Esos montes, que no atravesaban ningún camino ni río navegable, aislaban el pueblo de Mao del resto del mundo. Ni siquiera a principios del siglo XX acontecimientos tan relevantes como la muerte del emperador (1908) tenían eco en aquellos parajes, hasta el extremo de que Mao no conoció esa noticia hasta dos años después de haberse producido y cuando estaba fuera de Shaoshan.
El valle de Shaoshan mide aproximadamente 5 por 3,50 kilómetros. Las seiscientas familias que habitaban en él en 1893 cultivaban té y bambú y uncían búfalos para arar los arrozales. La vida cotidiana giraba en torno a estas actividades ancestrales. Yichang, el padre de Mao, nació en 1870. A los diez años se prometió en matrimonio con una niña de trece de un pueblo situado a unos diez kilómetros de Shaoshan, al otro lado del Paso del Tigre que Reposa, donde los tigres se tumbaban a tomar el sol. Esa distancia tan corta era suficiente, sin embargo, para que en los dos pueblos se hablaran dialectos que no tenían casi nada en común. Por ser niña, la madre de Mao no tenía nombre: como era la séptima hembra del clan Wen, la llamaban Séptima Hermana Wen. De acuerdo con una costumbre centenaria, llevaba los pies encogidos —prensados— y vendados, para que se convirtieran en «lirios dorados de ocho centímetros», que en la época constituían el epítome de la belleza.
Su compromiso con el padre de Mao respondía a una costumbre consagrada por la tradición. Los progenitores de ambos lo habían concertado por consideraciones prácticas: la tumba de uno de los abuelos de ella se encontraba en Shaoshan y había que atenderla regularmente y con rituales muy elaborados, de modo que contar con un pariente en el valle resultaría muy útil. La séptima Hermana Wen se mudó a casa de los Mao después de formalizar el compromiso y se casó a los dieciocho años, en 1885, cuando Yichang tenía quince.
Poco después de la boda, Yichang se marchó para hacerse soldado y ganar dinero suficiente para pagar las deudas de la familia —lo conseguiría al cabo de unos años—. Los campesinos chinos no eran siervos, sino granjeros libres, y alistarse por motivos puramente pecuniarios era una práctica generalizada. Por fortuna, Yichang no intervino en ninguna guerra. En vez de ello, vio mundo e hizo acopio de ideas para montar un negocio. A diferencia de la mayoría de los aldeanos, sabía leer y escribir con la soltura suficiente para llevar un libro de cuentas. A su regreso, crio cerdos y cultivó arroz de calidad para venderlo en el mercado de una ciudad cercana. Finalmente, recuperó las tierras que su padre había empeñado, compró más y se convirtió en uno de los hombres más ricos del pueblo.
Aunque relativamente acomodado, Yichang no dejó de trabajar en toda su vida y fue bastante avaro. El hogar familiar tenía media docena de habitaciones que ocupaban uno de los pabellones de una gran casa con los tejados de paja. Con el tiempo, Yichang sustituyó la paja por tejas, una mejora notable, pero no modificó el suelo de tierra ni las paredes de adobe. Las ventanas no tenían cristales —un raro lujo para la época—, eran aberturas cuadrangulares con barrotes de madera que por la noche se cerraban con tablas (la temperatura casi nunca descendía a bajo cero). El mobiliario era sencillo: camas, mesas y bancos de madera desprovistos de todo adorno. Fue en una de aquellas espartanas estancias donde, bajo una manta azul pálido tejida a mano y protegido por un mosquitero también azul, nació Mao.
Mao fue el tercer hijo varón y el primero que sobrevivió a la infancia. Su madre, budista, se hizo más devota todavía para que Buda le protegiese. Mao recibió un nombre de pila compuesto: Zedong. Ze significa «que ha de brillar sobre» y era el nombre que, tal y como habían prescrito las crónicas del clan, escritas en el siglo XVIII , debían recibir todos los miembros de su generación. Dong quiere decir «el Oriente», así que el nombre completo era «el que ha de brillar sobre el Oriente». Luego, en 1896 y 1905, Mao tuvo dos hermanos. Los llamaron Zemin ( min significa «el pueblo») y Zetan (es muy posible que tan aluda al nombre de la zona, Xiangten).
Estos nombres reflejaban la inveterada aspiración de los campesinos chinos de que a sus hijos les fuera bien en la vida —y el deseo de que así sucediera—. Los cargos elevados estaban abiertos a todos a través de la educación, que desde hacía siglos se basaba en el estudio de los clásicos confucianos. La excelencia permitía a los jóvenes de cualquier condición que pasaran los exámenes de ingreso en la administración imperial y que se convirtieran en mandarines, primera etapa del camino hacia el empleo de primer ministro. Ser funcionario era la máxima expresión del éxito y los nombres de Mao y de sus hermanos expresan las esperanzas puestas en ellos.
Pero un nombre ambicioso era también una carga onerosa y, potencialmente, tentaba al destino, así que la mayoría de los niños recibía un apodo más bien tosco o humilde, o ambas cosas. A Mao le llamaban Shi san y azi , «Niño de piedra». Para este segundo bautismo , su madre lo subió a una roca de casi dos metros que, según se decía, tenía un manantial debajo y estaba encantada. Mao prestó juramento de obediencia y se postró: y fue adoptado por la roca. A Mao le encantaba su apodo y continuó empleándolo de adulto. En 1959, cuando regresó a Shaoshan y se reunió con los lugareños por primera —y única— vez en su condición de líder supremo de China, dio inicio a la cena que le habían preparado con la siguiente ocurrencia: «Ya veo, ha venido todo el mundo menos mi Madre Piedra. ¿La esperamos?»
Mao quería a su madre real más que a nadie. Séptima Hermana Wen era una mujer amable y tolerante que, como su hijo recordaría más de una vez, jamás le levantaba la voz. De ella heredó Mao su cara redonda, sus labios sensuales y la tranquila contención de su mirada. Mao hablaría de su madre con emoción toda su vida. Por ella se convirtió al budismo cuando era niño y siendo ya el máximo dirigente de China dijo a algunos de sus subordinados: «Yo adoraba a mi madre […] La seguía a todas partes […] a las ferias de los templos, a quemar incienso y dinero de papel, a venerar a Buda […] Yo creía en Buda porque mi madre creía en Buda». Pero Mao abandonó el budismo antes de cumplir los veinte.
Mao tuvo una infancia libre de preocupaciones. Hasta los ocho años vivió con los Wen, la familia de su madre, en el pueblo de estos, porque Séptima Hermana Wen prefería vivir con sus padres. Su abuela materna lo idolatraba. Sus dos tíos y sus esposas lo trataban como si fuera su propio hijo, y uno de ellos se convirtió en su Padre Adoptivo, equivalente chino del padrino de los católicos. En la granja, Mao desempeñaba tareas menores como recoger pienso para los cerdos y llevar a los búfalos a pasear a un bosquecillo de camelias y a un estanque al que daban sombra unos plátanos. Años después recordaría con cariño esos días idílicos. Además, se iniciaba en la lectura mientras sus tías tejían y cosían bajo la luz de una lámpara de aceite.
Mao regresó a Shaoshan con ocho años, en la primavera de 1902, para acudir a las clases de un profesor particular. Los clásicos confucianos, que integraban la mayor parte del currículo, resultaban incomprensibles para los niños, que sin embargo tenían que aprendérselos de memoria. A Mao, dotado de una memoria excepcional, le fue bien. Sus compañeros le recordarían después como un niño diligente que no solo era capaz de recitar de memoria sino también de reproducir por escrito —también de memoria— aquellos textos tan difíciles. Además, Mao consiguió una beca para estudiar chino e historia y dio sus primeros pasos en caligrafía y en la escritura de prosa de calidad y de poesía —escribir poesía era parte esencial de la educación confuciana—. Leer se convirtió en su pasión. Normalmente, los campesinos se acostaban a la puesta de sol a fin de ahorrar combustible, pero Mao colocaba un banco al otro lado del mosquitero, encendía una lámpara de aceite y leía hasta bien entrada la noche. Años después, convertido ya en líder supremo de China, la mitad de su enorme cama estaba ocupada por pilas de clásicos chinos —siempre adornó sus discursos y escritos con referencias históricas, pero sus poemas perdieron soltura—.
Mao chocaba frecuentemente con sus tutores. Se escapó de su primer colegio a los diez años aduciendo que su profesor era un tirano. Fue expulsado —o «le pidieron que se marchara»— de al menos tres colegios por obstinado y desobediente. Su madre se mostraba indulgente con él, pero su padre no condescendía y el hecho de que Mao fuera de profesor en profesor constituyó una continua fuente de tensiones entre padre e hijo. Yichang pagó la educación de Mao con la esperanza de que, cuando menos, fuera capaz de llevar la contabilidad de la familia, pero a Mao le desagradaba la tarea. Toda su vida fue impreciso con las cifras y un desastre en asuntos económicos. Tampoco aceptaba de buen grado los trabajos físicos y los rehuyó en cuanto dejó atrás sus días de campesino.
Pero Yichang no podía soportar que Mao estuviera mano sobre mano. Tras pasar todos y cada uno de los minutos de sus horas de vigilia trabajando, esperaba que su hijo hiciera lo mismo y le pegaba cuando el chico no se plegaba. Por su parte, Mao odiaba a su padre. En 1968, después de poner en marcha la venganza a gran escala sobre sus adversarios políticos, dijo a los torturadores que trabajaban para él que le habría gustado que a su padre lo hubieran tratado con la misma brutalidad que ellos empleaban: «Mi padre era malo. Si estuviera vivo, habría que hacerle el avión ».
El avión era una postura atroz en la que se tiraba hacia atrás de los brazos de la víctima al tiempo que se empujaba su cabeza hacia abajo.
Pero Mao no era una simple víctima de su padre. Se rebelaba contra él y, muchas veces, le vencía. Le decía que, al ser mayor, todo padre debía trabajar más que su hijo; claro que, de acuerdo con la educación tradicional china, este argumento era de una insolencia inconcebible. Cierto día, según Mao, padre e hijo se pelearon en presencia de unas visitas. «Mi padre me reprendió delante de ellos, me llamó vago e inútil. Yo me puse muy furioso, le insulté y me marché […] Mi padre […] me persiguió, maldiciéndome y ordenándome que volviera. Yo llegué al borde de una laguna y le amenacé con saltar si se acercaba […] Mi padre se echó atrás». En cierta ocasión en que Mao contaba esta historia una vez más, se echó a reír y añadió la siguiente observación: «A los viejos como él no les gusta perder a sus hijos. Esa es su debilidad. Yo ataqué su punto débil ¡y vencí!»
El dinero era la única arma del padre de Mao. En 1907, después de que el cuarto profesor particular de Mao lo expulsase de sus clases, Yichang dejó de pagar la educación de su hijo, y el chico, que tenía trece años, se convirtió en agricultor a tiempo completo. Pero pronto encontró la forma de escabullirse del trabajo de la granja y volver al mundo de los libros. Yichang estaba impaciente por casarle. En su opinión, era el único modo de que sentase la cabeza. Por otra parte, su sobrina tenía una edad ideal para contraer matrimonio: diecisiete años, cuatro más que Mao. Este aceptó la propuesta de su padre: se casaría y reanudaría su educación.
La boda se celebró en 1908. Mao tenía catorce años y la novia dieciocho. Pertenecía a la familia Luo y no tenía nombre propio. Era, simplemente, «Mujer Luo». Que se sepa, Mao se refirió a ella una sola vez: en 1936, al periodista norteamericano Edgar Snow. Se mostró extraordinariamente despectivo y exageró su diferencia de edad: «Cuando tenía catorce años mis padres me casaron con una chica de veinte. Pero no llegué a vivir con ella […] No considero que fuera mi esposa […] y he pensado muy poco en ella». Por sus palabras, se diría que Mujer Luo seguía viva, pero había muerto, en 1910, cuando no llevaba casada con Mao más que un año.
Esa boda temprana convirtió a Mao en un feroz adversario de los matrimonios concertados. Nueve años después escribió un artículo rabioso contra esta práctica: «En Occidente, las familias admiten la libertad de elección de sus hijos; por el contrario, en China, las órdenes de los padres no son en absoluto compatibles con la voluntad de los hijos […] Es una especie de violación indirecta . Los padres chinos están todo el tiempo violando indirectamente a sus hijos».
En cuanto murió su esposa, Mao, convertido en un viudo de dieciséis años, dijo que deseaba abandonar Shaoshan. Su padre quería que trabajase como aprendiz en un almacén de arroz de la capital del condado, pero Mao había puesto el ojo en un colegio moderno situado a 25 kilómetros de allí. Se había enterado de que habían abolido los exámenes de ingreso en la administración imperial y de que habían fundado colegios modernos en los que se enseñaban ciencias, historia universal, geografía y lenguas extranjeras. Serían estos colegios los que abrirían las puertas de una vida alejada del campo a muchos campesinos como él.
A finales del siglo XIX , China se había embarcado en una transformación social espectacular. La dinastía manchú, que regía el país desde 1644, abandonaba un mundo antiguo para entrar en la modernidad. Impulsó el cambio una serie de derrotas catastróficas a manos de las potencias europeas y de Japón. Esa serie había comenzado con la victoria de Gran Bretaña en la Primera Guerra del Opio (1839-1842) y la llamada de Occidente a las puertas cerradas de China. Desde los integrantes de la corte manchú hasta los intelectuales, casi todos coincidían en que la nación tenía que cambiar si quería sobrevivir. Se introdujo una batería de reformas básicas. Una de ellas consistía en la implantación de un sistema educativo completamente nuevo. Comenzaron a construirse ferrocarriles, aunque la mayor prioridad eran las industrias modernas y el comercio, se autorizaron las organizaciones políticas y se publicaron periódicos por vez primera. Los estudiantes viajaban al extranjero para estudiar ciencias; los mandarines también viajaban, pero para estudiar los sistemas parlamentarios y aprender de las democracias. En 1908 la corte anunció un programa para convertir China en monarquía constitucional en un plazo de nueve años.
Hunan, la provincia de Mao, con unos treinta millones de habitantes, se convirtió en uno de los lugares más liberales y activos de China. Aunque no tenía salida al mar, estaba unida a la costa por varios ríos navegables y, en 1904, Changsha, su capital, se había convertido en puerto abierto al comercio. Llegaron numerosos comerciantes y misioneros extranjeros y, con ellos, modos de comportamiento e instituciones occidentales. Cuando Mao oyó hablar de los colegios modernos, ya había en Hunan un centenar, más que en ninguna otra provincia china, y muchos de ellos eran femeninos.
Casualmente, a Mao uno de esos colegios le quedaba muy cerca, en la Colina Oriental del condado de los Wen, la familia de su madre. La matrícula y el alojamiento eran caros, pero Mao consiguió que los Wen y otros familiares presionasen a su padre, que acabó por sufragar su enseñanza durante cinco meses. Acorde con la modernidad del colegio, la esposa de uno de sus primos de la familia Wen sustituyó el viejo mosquitero azul de Mao hecho a mano por otro de muselina blanca cosido a máquina.
El colegio le abrió los ojos. Entre otras asignaturas, daba educación física, música e inglés, y los materiales de lectura contaban con biografías resumidas de Napoleón, Wellington, Pedro el Grande, Rousseau y Lincoln. Mao oyó hablar de América y de Europa por primera vez y desarrolló un gran aprecio por un hombre que había estado en el extranjero, un profesor que había estudiado en Japón y a quien sus alumnos apodaban «Falso Diablo Extranjero». Décadas después, Mao recordaba aún una canción japonesa que este hombre les había enseñado, una canción que celebraba la asombrosa victoria que Japón había conseguido sobre Rusia en 1905.
Mao no estuvo en la Colina Oriental más que unos cuantos meses, pero ese tiempo le bastó para vislumbrar un nuevo camino. En Changsha había un colegio que acogía sobre todo a los jóvenes del condado de Wen. Mao convenció a su profesor de que lo aceptase pese a que, estrictamente hablando, él no pertenecía a ese condado. En la primavera de 1911 llegó a Changsha. Según sus propias palabras, se sentía «extraordinariamente excitado». Tenía diecisiete años y había dicho adiós para siempre a la vida campesina.
Más tarde, Mao afirmaría que cuando era niño y vivía en Shaoshan sentía una honda preocupación por los campesinos pobres. No existe ninguna prueba de ello. Decía que, mientras estaba en Shaoshan, se había visto muy influido por un tal Pang, un fabricante de ruedas de molino arrestado y decapitado tras liderar una revuelta de los campesinos locales, pero tras una búsqueda exhaustiva de este héroe, los historiadores del Partido no encontraron trazas de él.
Nada indica que las raíces campesinas de Mao despertaran en él inquietud social alguna y mucho menos que lo impulsara un profundo sentido de la justicia. En su diario, Yang Changji, uno de los profesores de Mao, escribió (en la entrada correspondiente al 5 de abril de 1915): «Mi alumno Mao Zedong ha dicho que […] su clan […] está integrado en su mayoría por campesinos y que para ellos es fácil ser ricos » [la cursiva es nuestra]. Mao no daba pruebas de sentir una particular simpatía por los campesinos.
A finales de 1925, con treinta y un años, y cinco después de haberse hecho comunista, Mao hacía muy escasas referencias a los campesinos en sus conversaciones y escritos conocidos. Abundaban en una carta de agosto de 1917, pero lejos de expresar simpatía, Mao afirmaba que la forma en que un comandante llamado Zeng Guofan había «liquidado» la mayor revuelta campesina de la historia de China, la Rebelión de Taiping (1850-1864), le había dejado «admirado». Dos años después, en julio de 1919, Mao redactó un trabajo donde relacionaba condición social y profesión. En él debían aparecer por fuerza los campesinos, pero la enumeración de sus problemas era muy genérica y el tono inconfundiblemente neutro. Una notable ausencia de emoción caracteriza todas sus menciones de los campesinos, sobre todo cuando se las compara con la pasión con que habla de los estudiantes, cuya vida describía como «un mar de amargura». En una exhaustiva relación de temas de investigación —setenta y uno— que elaboró en el mes de septiembre de ese mismo año, solo uno de ellos —el décimo— estaba dedicado a la mano de obra. De entre quince subtemas, solo uno trataba sobre los campesinos y su título era el siguiente: «El problema de que los peones de granja intervengan en política». A partir de finales de los años veinte, una vez integrado en la órbita comunista, Mao empezó a emplear expresiones como «trabajadores y campesinos» y «proletariado», pero no eran más que frases hechas, parte de un vocabulario obligado.
Décadas después, Mao hablaría de cuan honda era su preocupación cuando era joven y vivía en Shaoshan por las personas que se morían de hambre. Pero no hay documento que ofrezca evidencia alguna de tal preocupación. En 1921, Mao se encontraba en Changsha durante la hambruna que azotó la zona. Un amigo escribió en su diario: «Hay muchos mendigos, debo de ver más de cien al día […] La mayoría […] parecen esqueletos envueltos en piel amarilla, es como si fueran a salir volando con la primera ráfaga de viento. He oído que muchos de los que han venido […] para escapar del hambre de su región han muerto, que los que venían regalando tablas [para hacer ataúdes] ya no pueden permitírselo». En los escritos de Mao de la época no hay mención de este hecho y ningún indicio de que prestase atención a este problema.
Pese a sus antecedentes rurales, Mao no se vio imbuido del idealismo necesario para mejorar las condiciones de vida del campesinado chino.
2. Mao se hace comunista
(1911-1920; 17-26 años)
Mao llegó a Changsha en la primavera de 1911, en vísperas de la Revolución Republicana que iba a poner fin a dos mil años de gobierno imperial. Aunque una década más tarde el filósofo británico Bertrand Russell opinaría que Changsha era, en todo, «una ciudad medieval», con «callejuelas estrechas […] sin otro tráfico posible que el de palanquines y rickshaws », no solo había entrado en contacto con nuevas ideas y tendencias, sino que bullía de actividad republicana.
La corte manchú había prometido una monarquía constitucional, pero los republicanos se habían propuesto librarse de ella de una vez por todas. Para ellos, el manchú era un gobierno de dominación «extranjera». Y es que los manchúes no eran chinos han, el grupo étnico más numeroso de la nación, con un noventa y cuatro por ciento de población. Los republicanos prendían la chispa de la revolución desde periódicos y revistas, que en China proliferaban desde la década anterior, y por medio de una práctica enteramente nueva en una sociedad que hasta entonces había sido casi totalmente privada: los debates públicos. Además, fundaron organizaciones y pusieron en marcha varios levantamientos armados —que cosecharon poco éxito—.
Rápidamente, Mao se puso al corriente de lo que estaba sucediendo a través de los periódicos, que leyó por primera vez a los diecisiete años —era el comienzo de una adicción que se prolongaría de por vida—. Escribió su primer ensayo político —bastante confuso— para expresar sus opiniones republicanas y, en línea con lo que ya se había hecho habitual, lo colgó de una pared de su colegio. Como muchos otros alumnos de esa misma escuela, se cortó la trenza que, como costumbre impuesta por los manchúes, era el símbolo más evidente de la autoridad imperial. Luego, y acompañado por un amigo, se lanzó sobre otra docena de chicos y les cortó sus trenzas a la fuerza.
Ese verano, muy caluroso y húmedo —lo normal en Changsha—, los estudiantes debatieron febrilmente la mejor forma de derrocar al emperador. Un día, en medio de una discusión apasionada, un joven rasgó de pronto su larga toga escolar, la tiró al suelo y exclamó: «¡Vamos a practicar ejercicios marciales y a prepararnos para la guerra [contra el emperador]!»
En octubre, un levantamiento armado en la vecina provincia de Hubei ponía en marcha la Revolución Republicana. La dinastía manchú, que había regido China durante más de doscientos sesenta años, no tardó en caer. El 1 de enero de 1912 fue proclamada la república. Pu Yi, el emperador niño, abdicó al mes siguiente.
Yuan Shikai, comandante en jefe del ejército, se convirtió en presidente tras suceder a Sun Yat-sen (Sun Zhongshan), el presidente interino. Las provincias estaban controladas por jefes militares fieles a Yuan. Cuando Yuan murió (1916), el gobierno central de Pekín quedó debilitado y el poder se fragmentó entre los jefes provinciales, que se convirtieron en señores de la guerra semiindependientes. A lo largo de la década siguiente, estos señores de la guerra libraron guerras discontinuas que perturbaron el desarrollo de la vida civil, afectada por la división en zonas de combate. Por lo demás, los señores de la guerra apenas importunaron a la mayoría de la población. En realidad, la incipiente república, en manos de un gobierno muy laxo, dio pie a todo tipo de oportunidades profesionales y de negocio. Ante el joven Mao se abrió un asombroso abanico de opciones: la industria, el comercio, el mundo del derecho, la administración, el periodismo, la educación, la cultura, el ejército. Se alistó en uno de los ejércitos de la república, pero lo abandonó al cabo de unos meses. No le gustaba la instrucción, ni tareas como llevar agua a las cocinas, para lo cual contrataba, a fin de que lo hiciera por él, los servicios de un aguador. Decidió volver al colegio y escudriñó los periódicos en busca de anuncios (los anuncios, vistosos y elaborados, eran otra de las novedades que inundaban China). Seis instituciones le llamaron la atención, entre ellas una academia de policía, la facultad de Derecho y una escuela especializada en la fabricación de jabón. Escogió un instituto de enseñanza media en el que permaneció durante seis meses antes de que el aburrimiento le impulsara a estudiar por su cuenta en la biblioteca provincial.
Mao había encontrado por fin algo que le gustaba. Se pasaba el día en la biblioteca devorando libros de reciente publicación, incluidas algunas traducciones de obras occidentales. Más tarde diría que en aquel tiempo había sido como un búfalo que, tras irrumpir en un huerto, se hubiera comido todo cuanto crecía en él. Las lecturas le ayudaron a liberar su mente de las limitaciones de la tradición.
Pero su padre le amenazó con interrumpir su asignación si no volvía a un colegio como es debido, así que ingresó en una escuela de Magisterio. No tuvo que abonar la matrícula, y el alojamiento y la comida eran baratos —sucedía lo mismo en muchas otras facultades aquellos días: formaba parte de los esfuerzos de China por fomentar la educación—.
Era la primavera de 1913 y Mao tenía diecinueve años. En la escuela de Magisterio imperaba un espíritu abierto, el propio de la época, que se ponía de manifiesto incluso en su sede, un edificio de inspiración europea con arcos románicos y un amplio patio con columnas. A este edificio lo llamaban yanglou : «edificio extranjero». Las aulas tenían elegantes suelos de madera y ventanas de vidrio, y los estudiantes estaban expuestos a todo tipo de ideas nuevas: se les alentaba a pensar libremente y a organizarse en grupos de estudio y pusieron en marcha nuevas publicaciones sobre anarquismo, nacionalismo y marxismo (durante un tiempo, en el salón de actos de la institución colgó un retrato de Marx). Por su parte, Mao, que se había topado con el término «socialismo» en una publicación periódica, se encontró en ese momento con la palabra «comunismo». Fue un periodo al que bien puede aplicarse la frase «Dejad que florezcan cien flores», que Mao emplearía más tarde para una época de su propio gobierno en la que, sin embargo, no permitió ni una pequeña fracción de la libertad de la que él gozó cuando era joven.
Mao no era un solitario y, como cualquier estudiante de cualquier lugar del mundo, hablaba con sus amigos mucho y en términos acerados. La escuela estaba situada cerca del río Xiang, el mayor de Hunan. Una de sus zambullidas en él le inspiró un exuberante poema (1917). Por las noches daba con sus amigos largos paseos junto al río y disfrutaba con la visión de los juncos que se deslizaban frente a la isla de las Naranjas, que estaba cubierta de huertos de naranjos. En verano trepaban a última hora de la tarde hasta una colina que se encontraba a espaldas de la escuela y se quedaban charlando hasta bien entrada la noche sentados en la hierba, escuchando el canto de los grillos y a la luz de las luciérnagas, ajenos a la llamada que les convocaba a acostarse.
Además, Mao y sus amigos viajaban. La libertad para trasladarse era completa y no había necesidad de presentar documentos de identidad. Durante las vacaciones estivales de 1917, Mao y un amigo estuvieron vagando por el campo un mes entero. Se ganaban el cobijo y la comida decorando con su hermosa caligrafía la puerta principal de muchos hogares campesinos. En otra ocasión, Mao y dos compañeros recorrieron a pie una nueva línea férrea y a la caída de la noche llamaron a la puerta de un monasterio construido en la cima de una colina situada a orillas del río Xiang. Los monjes les dejaron pasar allí la noche. Después de la cena, los amigos bajaron la escalinata de piedra que conducía al río, se dieron un baño y, después, sobre la arena de la ribera, conversaron durante largo rato ante la superficie rizada del agua. La habitación de invitados tenía una terraza que los amigos aprovecharon para continuar hablando en la quietud de la noche. Uno de ellos se dejó conmover por la calma del lugar y confesó que deseaba convertirse en monje.
En estas y en otras conversaciones Mao se burlaba de sus compatriotas. «La gente del campo tiende a la inercia —dijo—, es su naturaleza. Veneran la hipocresía, se contentan con ser esclavos, les gusta la estrechez de miras». Era una opinión muy extendida entre las personas instruidas y deseosas de encontrar las causas de la fácil derrota de China ante las potencias extranjeras y de sus dificultades para adaptarse al nuevo paso del mundo moderno. Pero lo que Mao dijo a continuación era de un extremismo infrecuente. «Además, el señor Mao propuso quemar todas las colecciones de prosa y poesía escritas después de las dinastías Tang y Song», anotó un amigo en su diario.
Que sepamos, era la primera vez que Mao mencionaba un tema que habría de ser recurrente de su gobierno: la destrucción de la cultura china. Pero en aquellos años, y en la terraza de aquel monasterio bañado por la luz de la luna, no parecía una idea en absoluto estrafalaria. En una época de libertad personal e intelectual sin precedentes, en el momento de mayor libertad de la historia china, era preciso poner en tela de juicio todo lo que hasta entonces se daba por sentado y proclamar la bondad de cuanto se había considerado malo. ¿Era necesaria la existencia de las naciones? ¿Y la de las familias, el matrimonio y la propiedad privada? Nada era demasiado extravagante, escandaloso o impronunciable.
Fue en este entorno donde los principios morales de Mao tomaron forma. En el invierno de 1917-1918 cumplió veinticuatro años. Todavía como estudiante, anotó extensos comentarios en un libro titulado A System der Ethik [«Un sistema de ética»] escrito por un filósofo menor de finales del siglo XIX , el alemán Friedrich Paulsen. En esas notas, Mao puso de manifiesto los rasgos básicos de su propio carácter. En realidad, esos rasgos no se alterarían en las seis décadas que le quedaban de vida y definen bien lo que fue su gobierno.
Su actitud moral giraba en torno a un solo núcleo, el «yo», que estaba por encima de todo lo demás:para actuar según la moral, el motivo de las propias acciones ha de ser el beneficio de los demás. No hay por qué definir la moral en relación con los demás […] Las personas como yo queremos […] dar satisfacción a nuestro corazón de forma plena y al hacerlo poseemos, automáticamente, el más elevado de los códigos morales. Por supuesto que en el mundo hay sujetos y objetos, pero están ahí tan solo para mí.»
Mao evitaba todas las limitaciones que pudieran imponer la responsabilidad y el deber. «Las personas como yo solo tenemos un deber con nosotros mismos; ningún deber nos vincula a los demás». «Solo soy responsable de la realidad que conozco —escribió— y en absoluto responsable de nada más. Nada sé del pasado, nada sé del futuro. No tienen nada que ver con la realidad de mi propio ser». Mao rechazaba explícitamente cualquier responsabilidad con las generaciones futuras. «Algunos dicen que tenemos una responsabilidad con la historia. Yo no lo creo. A mí lo único que me preocupa es mi propio desarrollo […] Yo tengo mi deseo y actúo sobre él. No soy responsable ante nadie».
Mao no creía en nada de lo que no pudiera extraer un beneficio personal. Un buen nombre tras la muerte, decía, «no puede reportarme ninguna satisfacción porque pertenece al futuro y no a mi propia realidad». «Las personas como yo no acumulamos éxitos o hazañas para las generaciones futuras». A Mao no le importaba lo que pudiera dejar.
Sostenía que la conciencia bien podía irse al infierno si entraba en conflicto con sus impulsos:
«Ambas cosas deberían ser una sola y la misma. Todas nuestras acciones […] vienen motivadas por un impulso, y la conciencia, si es sabia, coincide con ese impulso en todo. A veces […] la conciencia restringe impulsos como comer demasiado o excederse con el sexo. Pero la conciencia está ahí solo para poner límites, no para oponerse. Y esos límites redundan en un mejor cumplimiento del impulso.»
Como la conciencia siempre supone mayor preocupación por los demás y no es el corolario del hedonismo, Mao la rechazará como concepto. Este era su punto de vista: «No creo que estas [proscripciones como “no matar”, “no robar” y “no difamar”] tengan nada que ver con la conciencia. Creo que se derivan del propio interés en la conservación de uno mismo». Toda consideración moral no ha de ser más que «puro cálculo en torno a uno mismo, y en absoluto en torno a la obediencia de códigos éticos externos o en torno al llamado sentido de la responsabilidad […]».
El egoísmo absoluto y la irresponsabilidad más completa se encuentran en el núcleo del pensamiento de Mao.
Son atributos que, en su opinión, están reservados a «los Grandes Héroes», grupo en el que él mismo se incluía. De esta élite, afirmaba:
«Todo lo que está fuera de su naturaleza, como las restricciones y los límites, ha de ser barrido por la gran fuerza de su naturaleza […] Cuando los Grandes Héroes dan rienda suelta a sus impulsos, son magníficamente poderosos, violentos e invencibles. Su poder es como el huracán que surge de una profunda garganta, como un maniaco del sexo en plena excitación y en busca de una amante […] no hay forma de pararlos.»
En esas notas escritas en su ejemplar de «Un sistema de ética», Mao manifiesta otro elemento central de su carácter: su gusto por la agitación y la destrucción. «Las guerras gigantes —escribió— durarán lo que duren el Cielo y la Tierra y jamás tendrán fin […] El ideal de un mundo de Gran Equidad y Armonía [ da tong , la sociedad utópica de Confucio] es equivocado». Pero no se trata solo de la predicción que podría hacer un pesimista, sino del propio desiderátum de Mao, de lo que, en su opinión, la mayoría del género humano desea.
Una paz duradera resulta insoportable para los seres humanos y hay que crear maremotos de perturbación en ese estado de paz […] Si nos fijamos en la historia, nos deleitamos en esos tiempos [de guerra] en que los dramas se suceden uno detrás de otro […] por lo cual, leer sobre ellos constituye una gran diversión. Cuando llegamos a los periodos de paz y prosperidad, nos aburrimos […] A la naturaleza humana le gustan los cambios rápidos y repentinos.
Con gran simpleza, Mao elimina la distinción entre leer acerca de acontecimientos conmovedores y vivir de cataclismo en cataclismo. Ignora el hecho de que, para la mayoría de las personas, la guerra es sinónimo de desgracia.
Incluso articula una actitud caballeresca hacia la muerte:
«Los seres humanos están dotados del sentido de la curiosidad. ¿Por qué en esto la muerte ha de ser diferente? ¿Acaso no deseamos experimentar cosas extrañas? La muerte es lo más extraño y jamás la experimentaremos si continuamos viviendo […] Algunos la temen porque el cambio sobreviene de un modo drástico, pero yo creo que eso es precisamente lo más maravilloso: ¿en qué otra cosa de este mundo se puede encontrar un cambio tan drástico y fantástico?»
Mao prosigue utilizando una primera persona del plural muy regia: «A nosotros nos encanta surcar el mar de la agitación. Ir de la vida a la muerte es experimentar la mayor de las transformaciones. ¡Es espléndido!» En un principio, esta manifestación puede parecer surrealista, pero más tarde, cuando millones de chinos se morirían de hambre bajo su égida, Mao manifestó en el seno de su círculo de confianza que el hecho de que la población muriese importaba muy poco —había, incluso, que celebrar la muerte—. Como en tantas otras ocasiones, aplicaba a los demás un rasero distinto que a sí mismo. Porque lo cierto es que Mao se pasó la vida buscando formas de burlar a la muerte, haciendo cuanto estaba en su mano por perfeccionar su seguridad y mejorar la atención médica que recibía.
Al llegar a la pregunta «¿Cómo cambiamos [China]?», Mao hizo hincapié en la destrucción: «El país debe ser […] demolido y luego reconstruido». Una receta válida no solo para China, sino para el mundo, para el universo: «Algo que hay que poner en marcha en el campo, en la nación y en la humanidad […] Y respecto a la destrucción del universo sucede lo mismo […] Las personas como yo ansiamos esa destrucción, porque cuando el viejo universo sea destruido, un nuevo universo surgirá. ¿No es mejor así?»
Estas opiniones, expresadas con tanta claridad ya a los veinticuatro años, constituyen el núcleo del pensamiento de Mao. En 1918 pocas posibilidades había de que las pusiera en práctica y no tuvieron ninguna consecuencia, pero, al parecer, sí hubo alguien en quien causaron cierta impresión. El 5 de abril de 1915, Yang Changji, uno de sus profesores, anotó en su diario: «Mi alumno Mao Zedong ha dicho que […] su […] padre era campesino, pero que se está convirtiendo en comerciante […] Y, pese a todo, [Mao] es bueno y sobresaliente. Resulta realmente difícil llegar a él […] Como a menudo el campo produce talentos extraordinarios, le aliento […]». Por otra parte, da la impresión de que Mao no tenía cualidades de liderazgo: más tarde, otro de sus profesores diría que en la escuela no demostró «ningún talento especial para el liderazgo». En cierta ocasión trató de organizar una especie de club. Pegó carteles con tal propósito, pero muy pocos se presentaron y la cosa quedó en nada. En abril de 1918, fundó con unos amigos la Nueva Sociedad de Estudio del Pueblo, de la que no fue elegido presidente.
Incluso le resultó difícil encontrar empleo después de graduarse en la facultad de Magisterio en junio de 1918. En aquella época era frecuente que los jóvenes licenciados aspirasen a viajar al extranjero para proseguir sus estudios, y aquellos cuyas familias no podían permitírselo, como le sucedía a Mao, podían acogerse a un programa de trabajo y estudio patrocinado por el gobierno francés. Tras perder a tantos jóvenes en la Primera Guerra Mundial, Francia necesitaba mano de obra (entre otras tareas, los trabajadores chinos tenían que retirar cadáveres de los campos de batalla).
Algunos de sus amigos viajaron a Francia. Mao no. La perspectiva del trabajo físico le desencajaba. Aunque, al parecer, otro factor contribuyó a que se quedase en China: su dificultad con los idiomas. Durante toda su vida no habló más lengua que su dialecto local, ni siquiera aprendió el putonghua —«lengua común»—, que su propio régimen convirtió en idioma oficial. En 1920, cuando viajar a Rusia estaba de moda y sin duda le habría gustado ir (a una amiga le dijo: «Mi mente se llena de alegría y esperanza [ante la idea]»), le detuvo el hecho de tener que aprender ruso. Lo intentó, pero según Serguéi Polevoy, el emigrado ruso (y agente soviético) que le daba clase, los demás alumnos se burlaban de él porque ni siquiera era capaz de repetir el alfabeto, y él se lo tomaba muy mal. A diferencia de muchos de sus coetáneos más radicales, entre ellos muchos jefes de la futura China comunista, Mao no estuvo ni en Francia ni en Rusia.
En vez de ello, tras dejar la facultad de Magisterio, pidió prestado algún dinero y viajó a Pekín, la capital. Quería probar suerte. En 1918, Pekín era una de las ciudades más bellas del mundo. En ella, los camellos se paseaban por calles jalonadas de magníficos palacios. Los jardines imperiales, próximos al domicilio de Mao, habían sido abiertos al público hacía poco. Con la llegada del invierno, sus amigos y él —todos sureños que, por tanto, rara vez habían visto la nieve o el hielo— se maravillaron ante los lagos helados y rodeados de ciruelos con carámbanos y fruta madura.
Pero la vida en la capital era dura. La gran libertad y las oportunidades que la modernización había introducido en China habían conllevado pocas ventajas materiales y gran parte del país continuaba sumida en una pobreza extrema. Mao se alojaba con otros siete amigos en tres pequeñas estancias. Cuatro de ellos se apretujaban en un kang , un lecho de ladrillos calentados, con una sola manta y tan prietos que cuando uno de ellos quería darse la vuelta tenía que avisar a los que dormían a su lado. Solo tenían dos abrigos para los ocho, así que para salir a la calle tenían que turnarse. Como en la biblioteca había calefacción, Mao se pasaba allí las tardes, leyendo.
Mao no consiguió nada en Pekín. Durante un tiempo estuvo trabajando como ayudante de bibliotecario con un sueldo de ocho yuanes al mes —un salario digno—. Entre sus tareas estaba la de registrar los nombres de las personas que acudían a la biblioteca a leer los periódicos. Muchos de ellos eran intelectuales conocidos, pero Mao no causaba gran impresión y no repararon en él. Se sentía desairado, acumulaba rencor. Más tarde afirmaría: «La mayoría de ellos ni siquiera me trató como a un ser humano». Menos de seis meses después de su llegada, Mao abandonó Pekín. Estaba sin blanca, así que tuvo que pedir dinero prestado para viajar a su casa, cosa que, pese a todo, tuvo que hacer por etapas. En abril de 1919 regresó a Changsha vía Shanghai, donde despidió a los amigos que marchaban a Francia. Después de observar, aunque desde el exterior, la vida política e intelectual de una gran metrópoli, se vio obligado a aceptar un empleo menor, el de profesor de historia a tiempo parcial en una escuela primaria de su provincia natal.
Mao no se comportó precisamente como un profesor modelo. Era descuidado y, al parecer, nunca se cambiaba de ropa. Sus alumnos le recordarían despeinado, con agujeros en los calcetines y alpargatas de algodón caseras y a punto de romperse en pedazos. Pero, al menos, observaba un mínimo decoro. Dos años después, en otro colegio, algunos se quejaron porque daba las clases desnudo de cintura para arriba. Cuando le pidieron que se vistiera de un modo más apropiado, replicó: «Nada escandaloso habría en dar las clases completamente desnudo. Considérense afortunados de que al menos traiga algo de ropa».
Mao volvió a Changsha en un momento histórico crucial. En aquella época, las potencias extranjeras mantenían en China gran número de concesiones, enclaves sobre los que las autoridades chinas no tenían jurisdicción y que, además, estaban protegidos por cañoneras extranjeras encargadas de salvaguardar a los expatriados. La opinión pública china, que experimentaba un reciente despertar, exigía la devolución de esas pequeñas colonias, pero la Conferencia de Paz de París de 1919, donde se diseñó el mapa global de la posguerra y en la que intervino una delegación china, permitió que Japón conservara Shandong, provincia que había arrebatado a Alemania durante la guerra. Esto prendió la chispa del sentimiento nacionalista. El 4 de mayo de 1919, y por vez primera en toda su historia, se produjo en Pekín una gran manifestación callejera. ¿El motivo? Denunciar al gobierno por vendido y lamentar el hecho de que Japón se quedase con una parte del territorio nacional. Las protestas se extendieron por toda China. En pueblos y ciudades se quemaron artículos japoneses y se produjeron atentados contra los comercios que los vendían. Para muchos chinos fue una enorme decepción que las autoridades republicanas no consiguieran de las potencias extranjeras mejor trato que su predecesor manchú. En todo el país se extendió la sensación de que era necesario un gobierno más radical.
En Changsha, donde se acumulaban ya tantos intereses extranjeros que Japón, Estados Unidos y Gran Bretaña abrieron nuevos consulados, se fundó, con la colaboración de algunos profesores, un sindicato de estudiantes muy militante. Mao participó activamente con la edición de la revista del sindicato, la Revista del Río Xiang , y desde el primer número confirmó sus opiniones radicales: «Es hora de poner en duda lo que no nos atrevíamos a poner en duda, de emplear métodos que no nos atrevíamos a emplear». El presupuesto de la publicación era exiguo. Mao estaba obligado a escribir la mayoría de los artículos —bajo un calor sofocante y mientras las chinches corrían sobre la pila de ediciones baratas de clásicos chinos que acumulaba junto a la almohada— y a vender la revista en las esquinas. Solo se publicaron cinco números.
Mao continuó escribiendo de forma ocasional para otras publicaciones. Entre su producción se encuentran diez artículos dedicados a la mujer y a la familia. En ellos se manifiesta como un defensor de la independencia de la mujer, de la libertad de elección matrimonial y de la igualdad entre ambos sexos —puntos de vista en absoluto infrecuentes entre los radicales de la época—. Según parece, fue la muerte de su madre, a la que amaba, la que inspiró esos artículos. Se produjo el 5 de octubre de 1919. Mao le había estado enviando recetas para tratar la difteria y un nudo linfático que la aquejaban y había hecho los preparativos necesarios para trasladarla a Changsha, de modo que pudiera seguir un tratamiento. Allí, en la primavera de 1919, se hizo su primera y única fotografía. Tenía cincuenta y dos años y aparece con sus tres hijos en una imagen llena de paz interior. Mao tiene una expresión de tranquila determinación y distancia. Aparece ataviado con una larga túnica, que era la vestimenta tradicional de estudiantes y aristócratas, y a diferencia de sus hermanos, que llevaban atuendos propios de granjeros y tenían aspecto de campesinos más bien toscos, transmite elegancia y buen porte.
Respecto a la relación con su madre, mientras que ella parecía mostrar amor incondicional e indulgencia, Mao la trataba con una mezcla de intensos sentimientos y cierto egoísmo. Posteriormente, contaría a uno de sus colaboradores más estrechos una anécdota reveladora: «Cuando mi madre se estaba muriendo, le confesé que no podía soportar verla sufrir. Quería guardar de ella una imagen hermosa, así que le dije que prefería marcharme. Mi madre, que era una persona muy comprensiva, se mostró de acuerdo conmigo. Así que conservo de mi madre una imagen llena de vigor y de belleza». Ante la muerte de su madre, Mao pensó más en sí mismo que en ella, y no vaciló en confesarlo.
Menos sorprendente es la frialdad con que trató a su agonizante padre. Yichang, que falleció de fiebre tifoidea el 23 de enero de 1920, quiso ver a su hijo mayor antes de morir, pero Mao no hizo nada por visitarle y no dio la menor señal de tristeza.
En un artículo escrito el 21 de noviembre de 1919, esto es, poco después de la muerte de su madre, y titulado «Acerca de la independencia de la mujer», Mao afirmaba: «Las mujeres pueden desarrollar tanto trabajo físico como los hombres, solo que no durante el parto». Su solución a «la independencia de la mujer» era: «Las mujeres deberían prepararse […] antes de contraer matrimonio para poder mantenerse por sí mismas». Y añadía: «Las mujeres deberían acumular por sus propios medios artículos de primera necesidad para el momento del parto». Evidentemente, Mao no quería, en tanto que hombre, verse obligado a cuidar de una mujer. Rechazaba toda responsabilidad relacionada con ellas. Además, su insistencia en que las mujeres son capaces de desempeñar los mismos trabajos manuales que los hombres —lo que, evidentemente, no se corresponde con la realidad— demuestra la escasa ternura que le inspiraban. Cuando llegó al poder, el núcleo de sus propuestas para la mujer consistía en encargarlas trabajos manuales pesados. En 1951 escribió su primera dedicatoria para el Día de la Mujer. Rezaba así: «Unidas para participar en la producción…».
A finales de 1919, estudiantes y profesores radicales de Hunan iniciaron un movimiento de protesta que se proponía acabar con el señor de la guerra Zhang Jingyao, gobernador de la provincia. Mao se dirigió a Pekín como miembro de una delegación encargada de presionar al gobierno y lo hizo escribiendo peticiones y panfletos sobre el altar del templo tibetano donde se alojaba. Aunque esta delegación no consiguió su objetivo, en su condición de militante de importancia de los radicales de Hunan, Mao pudo conocer a algunos personajes famosos como Hu Shi, brillante figura del liberalismo chino, y Li Dazhao, un marxista eminente.
Pero fue en su viaje de regreso vía Shanghai cuando Mao tuvo el encuentro que cambiaría su vida para siempre. En junio de 1920 visitó al profesor Chen Duxiu, el intelectual marxista más destacado de China, que en aquellos días se encontraba inmerso en la formación del Partido Comunista Chino (PCCh). Mao había escrito un largo artículo donde lo calificaba de «rutilante estrella del mundo del pensamiento». Chen, que tenía cuarenta años, era el líder indiscutido del marxismo chino, un verdadero creyente, carismático pero voluble.
Pero la idea de formar un partido comunista en China no partía del profesor ni de ningún otro chino. Tenía su origen en Moscú. En 1919, el nuevo gobierno soviético había fundado la Internacional Comunista, o Komintern, con el objetivo de fomentar la revolución en todo el mundo e influir en la política internacional en favor de Moscú. En agosto, los soviéticos lanzaron un enorme programa secreto de acción y subversión en China que, basado fundamentalmente en el envío de fondos, hombres y armas, se prolongó durante tres décadas y culminó en 1949 con el ascenso de Mao al poder —se trata, en realidad, del éxito más duradero de la política exterior rusa—.
En enero de 1920 los bolcheviques conquistaron Siberia Central, lo que suponía la adquisición de una frontera directa con China. En abril la Komintern envió un representante a China, Grigori Voitinski, que en mayo se estableció en Shanghai con vistas, según la declaración de otro agente, «a poner en marcha un Partido Chino». A continuación, Voitinski propuso al profesor Chen la formación de un Partido Comunista y, en junio, informó a Moscú de que Chen sería secretario general y de que ya había entrado en contacto con «revolucionarios de otras ciudades».
Fue entonces cuando Mao conoció a Chen, en el momento en que, casualmente, se fraguaba la formación del PCCh. Pero el profesor no le invitó a integrarse en el Partido, ni siquiera, al parecer, le informó de su inminente fundación. El Partido Comunista Chino fue fundado, según parece, por ocho personas, todas ellas marxistas eminentes cuando, de momento, Mao ni siquiera había declarado su fe en el marxismo. El Partido fue fundado en agosto, después de que Mao abandonara Shanghai [2] .
Pese a todo, aunque no formó parte del grupo fundador del Partido, Mao se encontraba en sus círculos más próximos. El profesor Chen le encargó que abriera una librería en Changsha para vender publicaciones comunistas. Por otra parte, Chen se encontraba inmerso en la fundación de su influyente revista mensual Nueva Juventud , la voz del Partido. El número de julio llevaba artículos dedicados a Lenin y al gobierno soviético y, a partir del otoño del mismo año, la publicación fue subvencionada por la Komintern.
Mao, que tenía encomendada la tarea de distribuir Nueva Juventud y otras publicaciones comunistas (amén de vender otros libros y diarios), no era un comunista comprometido, aunque sin duda sí un radical. Además, era un amante de los libros y recibió de buen grado su nuevo empleo. Poco después de su regreso a Changsha, en uno de los anuncios de la nueva librería apareció la siguiente y extraña declaración escrita por él: «No hay cultura nueva en ninguna parte del mundo. Solo hemos descubierto una pequeña flor de nueva cultura en Rusia, en las playas del océano Ártico». La librería no tardó en recibir un pedido de 165 ejemplares del número de julio de Nueva Juventud , con mucho el mayor pedido de esta revista. De Mundo Laboral , la publicación del Partido para los trabajadores, recibió otro pedido numeroso (130 ejemplares). La mayoría de las publicaciones que se vendían en el establecimiento eran radicales y pro soviéticas.
No suponía ningún riesgo que Mao llevara a cabo actividades procomunistas, porque esto no era delito. En aquellos momentos, la Rusia comunista estaba de moda —no en vano, en Changsha se fundó una Sociedad de Estudios Rusos que tenía por presidente nada menos que al gobernador del condado—. La popularidad de Rusia entre los chinos se debía en gran parte a uno de los grandes fraudes perpetrados por el nuevo gobierno bolchevique: la renuncia a los antiguos territorios y privilegios del zar en China, que en realidad conservaba. El territorio controlado por los rusos abarcaba más de cien mil hectáreas y constituía la colonia extranjera más extensa del país.
Mao estaba a cargo de la librería del Partido, pero consiguió que un amigo se ocupase de ella. Fue en esta época cuando se puso de manifiesto uno de los rasgos definitorios de su personalidad: tenía un don para delegar tareas y para dar con las personas adecuadas para desempeñarlas. Mao se dio a sí mismo el título de «enlace especial» y se encargó de pedir donaciones a los ricos y de tratar con editoriales, bibliotecas, universidades e intelectuales prominentes de todo el país. El profesor Chen y muchas otras figuras relevantes eran los avalistas de la librería, lo cual incrementaba enormemente la importancia de la posición de Mao y le ayudaba a conseguir el meritorio cargo de director del colegio de enseñanza primaria adscrito a la antigua facultad de Magisterio donde había estudiado.
No existen evidencias de que Mao se afiliase al Partido en aquellos momentos, pero en noviembre, y gracias a la librería, ya era «uno de los nuestros». Más tarde, cuando Moscú decidió fundar en Hunan una organización llamada Liga de Juventudes Socialistas con el fin de reunir a potenciales miembros del Partido, fue a Mao a quien se encargó la tarea. En diciembre, en una carta a los amigos que estaban en Francia, declaró su «profunda adhesión» a la idea de «recurrir al modelo ruso para reformar China y el mundo». Era su primera manifestación de fidelidad al comunismo.
A punto de cumplir los veintisiete, Mao se había convertido en comunista. No tras una trayectoria impulsada por el idealismo, no arrastrado por una fe apasionada, sino por encontrarse en el lugar preciso en el momento oportuno, y por desempeñar una tarea que le iba como anillo al dedo.
Xiao Yu, su mejor amigo de la época, creía que el precio a pagar por seguir el modelo soviético era demasiado elevado y escribió a Mao desde Francia confirmando lo que él y otros opinaban:
«Nosotros no pensamos que por el bien de una mayoría haya que sacrificar a algunos. Estamos a favor de una revolución moderada, a través de la educación, y de buscar el bienestar de todos […] En nuestra opinión, las revoluciones del estilo de la rusa —marxistas— son éticamente malas […].»
Mao resumió el punto de vista de su amigo como «buscar la felicidad de todos por medios pacíficos». Y argumentó en su contra no desde el idealismo, sino invocando el más puro pragmatismo: «He de hacer dos comentarios […]: Todo eso está muy bien en teoría, pero en la práctica no puede hacerse». «Los ideales son importantes —afirmaba—, pero la realidad lo es mucho más».
Mao no era un creyente fervoroso. Esta ausencia de un compromiso sincero redundaría en una relación con el Partido singular y en absoluto convencional. Una relación que no cambió nunca, ni siquiera cuando se erigió en máximo dirigente de la organización.
3. El creyente tibio
(1920-1925; 26-31 años)
Al tiempo que iniciaba su relación con el Partido Comunista, Mao empezaba una relación muy distinta con la hija de Yang Changji, uno de sus antiguos profesores. Finalmente, Yang Kaihui, que era ocho años menor que Mao, se convertiría en su segunda esposa.
Kaihui nació en 1901 en un paraje idílico cercano a Changsha. De niña era delicada y sensible y, mientras su padre vivía en el extranjero, fue educada por su madre, que provenía de una familia de profesores. Yang Changji, en efecto, pasó once años en Japón, Gran Bretaña y Alemania estudiando ética, lógica y filosofía. Cuando, en la primavera de 1913, regresó a Changsha, había adoptado muchas costumbres y modos de pensar europeos, así que, cuando llegaba la hora de la comida, invitaba a su hija a sentarse a la mesa con él y con sus estudiantes, lo que resultaba completamente insólito en la China de la época. Guapa, elegante, nostálgica y bien educada, causaba asombro entre los jóvenes alumnos de Yang.
Su padre estaba muy impresionado con la inteligencia de Mao y le recomendó encarecidamente ante personas muy influyentes. «Se lo digo muy en serio —le escribió a una de esas personas—, estos dos caballeros [Mao y otro de sus alumnos, Cai Hesen] constituyen en China raros talentos y tienen un gran futuro por delante […] No podemos perderlos de vista». Cuando, en 1918, ingresó en la Universidad de Pekín como profesor de Ética, Yang recibió en su casa a Mao, que convivió con su familia durante su primera e infructuosa aventura en la capital. Kaihui tenía diecisiete años y Mao se sentía muy atraído por ella, pero la muchacha no se decidía. Años más tarde escribió:
«Cuando yo tenía diecisiete o dieciocho años, desarrollé mi propio punto de vista sobre el matrimonio. Era contraria a toda boda que supusiera algún ritual. Además, pensaba que si buscaba el amor deliberadamente, perdería con facilidad y de forma inevitable el más elevado, hermoso e inigualable amor verdadero, sagrado e increíble. […] Ninguna frase expresaba mejor lo que pensaba que “Di no si no es perfecto”.»
Yang Changji murió en enero de 1920. Mao estaba en Pekín por segunda vez y pasó mucho tiempo con la familia. Fue entonces cuando Kaihui se enamoró de él. Luego escribiría:
«¡Padre había muerto! ¡Mi amado padre había muerto! Por supuesto, yo estaba muy triste, pero también pensaba que la muerte había sido un alivio para él, y eso aliviaba mi tristeza.»
«Pero no esperaba tener tanta suerte. Había un hombre al que amaba, al que quería mucho. Me enamoré después de oír hablar mucho de él y de leer muchos de sus artículos y sus diarios […] Aunque lo quería, no daba muestras de ello. Estaba convencida de que el amor se encontraba en manos de la naturaleza y de que yo no debía, hacerlo era presuntuoso, pedirlo ni buscarlo […].»
Mao y Kaihui, que seguía sin dar muestras de sus sentimientos, se separaron porque la muchacha acompañó al cadáver de su padre de regreso a Changsha, donde ella ingresó en un colegio misionero. La distancia solo sirvió para exacerbar sus sentimientos. Más tarde recordaría:
«Él me escribió muchas cartas manifestándome su amor, pero yo me resistía a creer que tuviera tanta suerte. De no ser por una amiga que conocía sus sentimientos y que me habló de ellos —diciéndome que era muy desgraciado por mi causa—, creo que me habría quedado soltera de por vida. Desde que supe cuáles eran sus verdaderos sentimientos hacia mí, a partir de ese día, mi vida cambió. Sentía que además de vivir para mi madre, también vivía para él […] Me imaginaba que si llegaba el día de su muerte y ese día mi madre ya no estaba conmigo, ¡yo seguiría sus pasos y moriría con él!»
Cuando, ese mismo año, Mao regresó a Changsha, Kaihui y él se hicieron amantes. Mao residía en el colegio del que era director y Kaihui acudía a visitarlo, aunque no se quedaba a pasar la noche: en 1920 era impensable que una dama viviera con un hombre sin estar casada con él. Por otro lado, Mao no quería ataduras. El 26 de noviembre dirigió a un amigo una carta furibunda: «En mi opinión, todos los hombres y mujeres que están dentro del sistema matrimonial no son más que una “liga de la violación” […] Y yo me niego a ingresar en esa liga de la violación». También mencionaba la posibilidad de formar una «Alianza de Resistencia al Matrimonio» y afirmaba: «Aunque nadie más esté de acuerdo conmigo, yo formo mi propia “alianza unipersonal”».
Cierta noche, después de que Kaihui se hubiera ido, Mao, que no podía dormir, escribió un poema que empezaba así: Pena apilada en mi almohada, ¿qué forma tienes?
Como las olas de los ríos y los mares, te revuelves sin cesar.
Qué larga la noche, qué oscuro el cielo, ¿cuándo llegará la luz?
Inquieto, me siento con el camisón por encima de los hombros, rodeado de frío.
Cuando el alba llegue por fin, solo ceniza ha de quedar de mis cien pensamientos […].
Con la ayuda de este poema, Mao convenció a Kaihui de que se quedara una noche. Las paredes eran como finas tablas y algunos huéspedes protestaron cuando la pareja hizo el amor apasionadamente. Un vecino citó una norma: las mujeres de los profesores tenían prohibido dormir en el colegio. Pero Mao, que era el director, cambió la norma. Y sentó un precedente. A partir de entonces, las esposas de los profesores podían quedarse a dormir con sus maridos.
Para Kaihui, quedarse toda la noche equivalía a entregarse por completo. «Mi voluntad había cedido hacía tiempo —escribiría posteriormente— y me abandonaba por entero a mi romance. Había llegado a la siguiente conclusión: “¡Que el Cielo se caiga, que se hunda la Tierra!”. ¿Qué sentido tenía mi vida si no vivía para mi madre y para él? En efecto, me había hundido en el amor […]».
Pero los sentimientos de Kaihui no eran correspondidos y Mao continuaba viendo a otras novias, en particular a una profesora viuda llamada Siyong a la que llevaba tres años y que, entre sus alumnos de familias acaudaladas, le ayudaba a recaudar fondos para la librería. Juntos emprendieron distintos viajes.
Cuando Kaihui lo supo, se le vino el mundo encima. «Y entonces, de pronto, cayó una bomba sobre mi cabeza. Mi frágil vida sufrió un golpe devastador y estuvo a punto de hacerse añicos». Pero perdonó a Mao. «Sin embargo, me sentí así solo en el momento de enterarme. Al fin y al cabo, él no es un hombre cualquiera. Ella [Siyong] lo amaba tan apasionadamente que lo habría dado todo por él. Y él también la amaba, pero no habría sido capaz de traicionarme y, en el fondo, no me traicionó». Al parecer, Mao explicó su aventura aduciendo que no se sentía seguro del amor de Kaihui. Y ella optó por creerle:
«[…] la tapa de su corazón y la del mío estaban abiertas. Yo veía su corazón enteramente y él veía el mío. (Los dos éramos orgullosos; en realidad, quizá por aquel entonces yo lo fuera más. Yo había hecho cuanto podía por ocultarle mi corazón —un corazón lleno de amor por él— hasta el extremo que llegó a dudar de mí y a pensar que no le quería. El orgullo le había impedido demostrarme sus sentimientos. Solo ahora llegamos a comprendernos por completo el uno al otro). A partir de aquel momento, estuvimos más cerca que nunca.»
Kaihui se mudó a vivir con Mao y se casaron a finales de 1920. Por aquel entonces, los radicales rehuían los viejos ritos familiares que consolidaban el matrimonio, pero todavía no se había renovado el método de registro, así que Kaihui y Mao ni siquiera contaron con un certificado de boda oficial.
Tras casarse, Kaihui fue expulsada del colegio misionero. Mao continuó con sus aventuras —en realidad, inició otras dos poco después de contraer matrimonio—. Esto nos lo contó un amigo de Mao en aquel tiempo, mientras escribía con el dedo sobre la mesa los caracteres bu zhen , «infiel». Una de sus amantes era prima de Kaihui. Cuando Kaihui averiguó lo que ocurría, le dolió tanto que fue a buscar a su prima y la pegó. Sin embargo, Kaihui rara vez montaba escenas. Y siguió siendo fiel a Mao. Más tarde escribiría, con resignación:
«Y me enteré de muchas otras cosas, y al final, poco a poco, llegué a comprenderle. Y no solo a él, sino a la naturaleza humana que a todos nos caracteriza. Cualquiera que no posea una discapacidad ha de tener dos atributos: el primero es el impulso sexual, el otro la necesidad emocional del amor. Adopté la siguiente actitud: dejarle ser, dejar que ocurriera.»
Kaihui no era, en modo alguno, una esposa china convencional maniatada por la tradición y obligada a soportar las infidelidades de su marido. En realidad, era una feminista y más tarde escribiría acerca de los derechos de la mujer: «Las mujeres somos seres humanos como los hombres […] ¡Hermanas! Debemos luchar por la igualdad de los hombres y las mujeres y bajo ningún concepto debemos tolerar que los hombres nos traten como si fuéramos un accesorio».
Al tiempo que Mao contraía matrimonio por segunda vez, Moscú multiplicaba sus esfuerzos por fomentar la subversión en el interior de China. Empezó por formar en secreto a un ejército chino en Siberia y por explorar las posibilidades de una intervención armada semejante a la que ya había puesto en marcha, sin éxito, en Polonia. Simultáneamente, el Kremlin organizaba en China una de sus mayores redes de espionaje: el KGB ya tenía una delegación en Shanghai y numerosos agentes civiles y militares (del GRU [3] ) en otras ciudades importantes como Cantón y, por supuesto, Pekín.
El 3 de junio de 1921 llegaron de Moscú, y bajo seudónimo, representantes del más alto nivel: un militar de los servicios de inteligencia rusos al que llamaban Nikolski y un holandés conocido como Maring que había ejercido de agitador en las Indias Orientales Holandesas. Estos dos agentes manifestaron a algunos miembros del PCCh de Shanghai que era preciso convocar un congreso para formalizar el Partido. Enviaron cartas a las siete regiones de China donde ya habían establecido contactos y solicitaron a cada una que mandase dos delegados. En los sobres adjuntaron doscientos yuanes para gastos de viaje. Mao era uno de los destinatarios de esas misivas. Doscientos yuanes equivalían a casi dos años del salario que percibía como profesor y eran, desde luego, mucho más de lo que costaba el viaje. En realidad, y que se sepa, se trató del primer pago en efectivo que Mao recibió de Moscú.
Mao escogió como codelegado a un amigo de 45 años llamado He Shuheng. Zarparon con mucha discreción la tarde del 29 de junio en un pequeño vapor y bajo un cielo encapotado tras declinar la compañía de unos amigos que querían despedirlos. Aunque ninguna ley prohibía las actividades comunistas, tenían motivos para no llamar la atención puesto que, en realidad, estaban inmersos en una conspiración: connivencia para consolidar una institución financiada con fondos extranjeros y cuyo objetivo era hacerse con el poder por medios ilegales.
El I Congreso del PCCh se inició en Shanghai el 23 de julio de 1921 con la asistencia de trece periodistas, estudiantes y profesores que representaban a un total de 57 comunistas que en su mayoría tenían ocupaciones similares. No había ningún obrero. Ninguno de los dos miembros más prestigiosos del Partido, los profesores Li Dazhao y Chen Duxiu, estaba presente, aunque el segundo había sido nombrado jefe del Partido. Los dos enviados de Moscú dirigían el espectáculo.
Maring, alto y con bigote, pronunció la alocución inaugural en inglés. Uno de los delegados tradujo sus palabras. Al parecer, a los asistentes se les quedó más grabada la duración del discurso —siete horas— que su contenido. En la China de aquellos tiempos, los discursos largos eran una rareza. Luego habló Nikolski. Los presentes le recordarían como el extranjero que había pronunciado el discurso más corto.
La presencia de extranjeros y su posición dominante se convirtió en motivo de discusión de inmediato. La presidencia quedó en manos de Zhang Guotao (posteriormente, uno de los mayores rivales de Mao) porque había estado en Rusia y conocía a los extranjeros. Luego, un delegado recordaría que en cierto momento Guotao propuso cancelar la resolución de la tarde anterior. «Me opuse a ello: ¿a qué venía eso de cancelar sin más una resolución aprobada por la asamblea? Él respondió que era lo que opinaban los representantes rusos. Yo me enfadé mucho […] “En ese caso no necesitamos reunimos, nos basta con recibir órdenes de los rusos”». La protesta cayó en saco roto. Otro delegado sugirió que antes de seguir adelante con los planes de los rusos era preciso investigar si el bolchevismo era eficaz y propuso que se enviara una misión a Rusia y otra a Alemania —propuesta que alarmó a los hombres de Moscú y que, por tanto, fue debidamente rechazada—.
Mao intervino poco y apenas dejó huella. Comparado con los delegados de las grandes ciudades, tenía algo de provinciano, vestido como iba con el tradicional atuendo de algodón y alpargatas negras y no con el traje de estilo europeo que se había impuesto entre muchos jóvenes progresistas. En realidad, no se esforzó lo más mínimo por impresionar a los demás y se contentó con escuchar.
Las reuniones tenían lugar en una casa del sector francés, un enclave que, como las demás «concesiones», la policía tenía muy vigilado sobre todo en previsión de actividades comunistas. La tarde del 30 de julio se coló un extraño, y Maring, suponiendo que era un espía de las autoridades, ordenó a los delegados que abandonaran el lugar. Los participantes chinos se reunieron en Jiaxing, una pequeña población de las afueras de Shanghai situada al borde de un lago rodeado de castaños de agua. Los hombres de Moscú no asistieron a esta última reunión del Congreso por miedo a llamar la atención.
La esposa de uno de los delegados de Shanghai, oriunda de Jiaxing, alquiló un barco de recreo. En él, todos los delegados se sentaron a una espléndida mesa llena de comida, bebida y un juego de mahjong . Una gruesa mampara de madera tallada separaba esta sala de la proa del barco, donde la mujer se sentó, con la espalda apoyada en la madera. Ella nos relató de qué modo, cuando otros barcos pasaban por delante, daba unos golpecitos en la mampara con su abanico; era la señal para que, en el interior, empezara el ruido de las piedras de mahjong , que los delegados revolvían para disimular. No tardó en empezar a llover y el barco se vio envuelto en una cortina de agua. En este escenario tan teatral se produjo la proclamación del Partido Comunista Chino —de forma un tanto inconclusa, porque sin la presencia de los hombres de Moscú no podía concretarse ningún programa—. Pero del Congreso no salió ningún manifiesto, ningún estatuto.
Para el viaje de vuelta los delegados recibieron otros cincuenta yuanes, que a Mao le permitieron hacer algo de turismo en Hangzhou y Nanjing, donde volvió a reunirse con una de sus novias, Siyong [4] .
La dependencia de Moscú y del dinero soviético continuó siendo motivo de fricción entre muchos miembros del Partido. El profesor Chen, que llegó a Shanghai a finales de agosto para hacerse cargo de la secretaría general, dijo a sus camaradas: «Si aceptamos su dinero, habremos de aceptar sus órdenes». Propuso, en vano, que ningún miembro del Partido se convirtiera en revolucionario profesional y a tiempo completo. En vez de ello, debían mantener empleos independientes y aprovecharlos para difundir las ideas de la revolución.
Chen discutió con vehemencia con Maring ante la insistencia de este en que el PCCh se convirtiera automáticamente en una sección de la Komintern y, sobre todo, ante la idea de que Nikolski supervisara todas sus reuniones. «¿Es necesario tanto control? —protestó a gritos—. Pues, sencillamente, ¡así no merece la pena!» A veces pasaba semanas negándose a ver a Maring, otras veces gritaba, daba puñetazos en la mesa, tiraba las tazas por los aires. Maring le puso como apodo «El Volcán». Durante sus frecuentes estallidos, Maring solía desaparecer en el cuarto contiguo y se fumaba un cigarrillo aguardando a que Chen se calmase.
Pero sin la financiación de Moscú, el PCCh ni siquiera podía pensar en llevar a cabo actividades como publicar literatura comunista y organizar un movimiento obrero. En el periodo transcurrido desde octubre de 1921 hasta junio de 1922, el PCCh tuvo unos gastos de 17.655 yuanes, de los cuales menos del 6 por ciento fueron sufragados con fondos recaudados en China. El otro 94 por ciento de los fondos provenía de Rusia, como el mismo Chen informó a Moscú. En realidad, en aquella época había en China otros grupos comunistas —al menos siete entre 1920 y 1922, y uno de ellos afirmaba contar con más de once mil afiliados—, pero, como no disponían de la ayuda de la financiación soviética, todos desaparecieron.
A diferencia de Chen, Mao no tenía ningún reparo en recibir dinero de Moscú. Era un pragmático. Además, los fondos rusos transformaron su vida. Después del Congreso empezó a recibir del Partido entre 60 y 70 yuanes al mes para la sede de Hunan, pero ese dinero no tardó en ascender primero a 100 yuanes y luego a 160 o 170. Estos ingresos, elevados y regulares, suponían un gran cambio. Mao siempre había andado escaso de dinero. Tenía dos empleos, director de un colegio y periodista a tiempo parcial, y le tenía pavor a tener que depender de ellos para sobrevivir. En dos cartas escritas a una amiga a últimos de noviembre de 1920, se lamentaba amargamente: «Una vida basada en el empleo exclusivo de la boca y el cerebro es la miseria extrema […] A veces no descanso en tres o cuatro horas [sic], trabajo incluso de noche […] Mi vida es demasiado dura».
A unos amigos les dijo: «En el futuro es muy probable que tenga que vivir con el salario de estos dos trabajos. Creo que los trabajos en los que solo se utiliza la cabeza son muy duros, así que estoy pensando en aprender un oficio manual como zurcir calcetines o hacer pan». Como detestaba el trabajo manual, el hecho de que llegase a plantearse esa opción demuestra que se sentía en un callejón sin salida.
Su asignación como revolucionario profesional le proporcionaba un colchón económico. Abandonó el periodismo y renunció al cargo de director de colegio, capaz por fin de gozar de la clase de existencia con la que hasta ese momento solo había podido soñar. Todo indica que fue entonces cuando desarrolló la costumbre de dormir hasta tarde y de leer durante buena parte de la noche. A los dos meses del I Congreso, escribió una carta a su buen amigo Xiao Yu. Estaba casi eufórico:
«Ahora paso la mayor parte de mi tiempo cuidándome y mi forma ha mejorado mucho. Me siento extraordinariamente feliz porque, aparte de haber ganado en salud, no tengo las cargas del trabajo ni de la responsabilidad. Me preocupo de comer bien todos los días, dando satisfacción a mi estómago y mejorando la salud. Además puedo leer todo lo que quiero leer. Es realmente ¡fantástico!»
Comer hasta hartarse y leer cuanto quería era la idea que Mao tenía de la buena vida. En octubre de 1921 se estableció con Kaihui en una casa situada en un paraje llamado Estanque de Agua Clara y, al parecer, contaba con dinero suficiente para contratar servicio doméstico. El entorno era precioso: un arroyo fluía hacia un estanque donde el agua pasaba de turbia a cristalina, dando nombre al lugar. La casa era tradicional, con vigas de madera negras y paredes de ladrillo. La fachada tenía vistas a unos huertos y a su espalda se elevaban unas colinas.
En teoría, esa casa era la sede del Partido en Hunan. Como jefe provincial del Partido, Mao tenía, entre otras, la tarea de reclutar a nuevos afiliados, pero lo cierto es que no demostraba gran celo. Cuando, en noviembre de 1920, le pidieron que buscase nuevos miembros para la Liga de Juventudes, delegó el encargo en otra persona y se marchó de vacaciones con su amiga Siyong con la excusa de que iba a «investigar en educación».
A diferencia de muchos dictadores fundacionales —Lenin, Mussolini, Hitler—, Mao no tenía una oratoria brillante: no inspiraba una adhesión apasionada ni le valía para ganar nuevos adeptos. Así pues, se limitó a buscar reclutas voluntariosos en su círculo más inmediato, a personas que, estaba convencido, aceptarían sus órdenes. Su primer recluta, Yi Lirong, su amigo y superior en la librería, relató más tarde que, a su regreso del I Congreso, Mao lo invitó a salir del establecimiento y una vez fuera, en un patio con una cerca de bambú, le dijo que debía unirse al Partido. Y masculló sus reservas —había oído que durante la revolución rusa habían muerto millones de personas—, pero explicó: «Mao me pidió que me uniera al Partido, así que lo hice». Fue así como Mao consolidó la sección del Partido en Changsha, una sección que constaba de tres miembros: Yi, el amigo que lo había acompañado al I Congreso y él mismo.
Los siguientes en afiliarse fueron miembros de su familia: su esposa y sus hermanos, a quienes había enviado a buscar. Mao Zemin se había ocupado de los negocios de la familia y, como se le daban bien las cuentas, se encargó de las de Mao. Este llevó a Changsha a más parientes y les proporcionó varios empleos. Algunos ingresaron en el Partido. Fuera de su círculo familiar y de amistades, su labor de reclutamiento dio pocos frutos. Al parecer, le gustaba pescar sin salir de casa.
En realidad, en aquella época muchos jóvenes de Hunan sentían el atractivo del comunismo, incluido Liu Shaoqi, el hombre que habría de convertirse en número dos de Mao y presidente de China, y otros futuros jefes del Partido. Pero no fue Mao quien los introdujo en la organización, sino He Minfan, un marxista que pasaba de los cincuenta y que había pertenecido al gobierno del condado de Changsha. Minfan patrocinó el ingreso de Liu y de otros en la Liga de Juventudes Socialistas a finales de 1920 y les facilitó el viaje a Rusia. No asistió al I Congreso del Partido porque la invitación le fue enviada a Mao y este sentía hacia él unos celos extraordinarios —que aumentaron a raíz de sus éxitos como reclutador—. Cuando, en 1922, Liu Shaoqi regresó de Moscú, Mao lo acribilló a preguntas con la intención de desentrañar la clave de esos éxitos.
En cuanto Mao se convirtió, de forma oficial, en cabecilla del PCCh en Hunan, empezó a planear la expulsión de su involuntario rival. Minfan dirigía un centro público de conferencias situado en unos terrenos magníficos, un gran templo llamado Monte del Barco. Aduciendo que lo necesitaba para el Partido, Mao se trasladó al lugar acompañado de su grupo. Minfan, a quien Mao hacía la vida imposible, no tardó en abandonar el centro y el Partido. Un año después, Mao contó a Liu Shaoqi que Minfan, mentor de Liu, había sido expulsado del Monte del Barco por «desobediente». El empleo de la palabra «desobediente» referido a alguien mayor que él revela la cara más hosca de Mao, su cara de matón. En realidad, jamás hasta entonces se había portado así. Al conocer a su mejor amigo, el liberal Xiao Yu, Mao había inclinado la cabeza en señal de respeto. Asimismo, siempre había sido cortés con sus pares y con sus superiores. Pero, según parece, el contacto con el poder alteraba su forma de ser [5] . A partir de entonces, Mao solo trabaría amistad con personas que no podían desafiarle, esto es, con personalidades apolíticas. Entre sus camaradas de la política no tenía amigos. Con ellos apenas confraternizaba.
La defenestración de Minfan fue la primera pelea por el poder en la que Mao se enfrascó. Y la primera que ganó. Con Mao no había comité del Partido y las reuniones eran escasas. Básicamente, la delegación del PCCh en Hunan funcionaba del siguiente modo: Mao daba las órdenes y punto. Eso sí, se ocupaba de informar puntualmente a Shanghai, como le habían pedido.
Mao no hacía nada en otra materia importante: la organización sindical. No sentía por los obreros mayor simpatía que por los campesinos. En noviembre de 1920 escribió a un amigo quejándose de las condiciones que tenía que padecer como intelectual, y le decía: «Creo que, en China, los trabajadores no sufren malas condiciones físicas de trabajo. Solo las personas dedicadas al mundo de las letras las sufren».
En diciembre de 1921, los trabajadores de Anyuan, importante centro minero situado en la frontera entre Hunan y Jiangxi, escribieron a los comunistas para pedirles ayuda. Mao se dirigió a la mina —era la primera vez, al menos según lo que registran los archivos, que se acercaba a unos trabajadores— y pasó en ella unos días. Luego se marchó, delegando el trabajo práctico en otra persona. Tras esta breve inmersión en el mugriento mundo de los mineros del carbón, dijo a Shanghai que no sabía «qué más hacer con las organizaciones sindicales».
A su alrededor había organizadores sindicales más eficaces, especialmente los dos no comunistas que fundaron el Sindicato de Hunan, que integraba a más de tres mil trabajadores de los aproximadamente siete mil que habitaban en Changsha. Los dos sindicalistas fueron arrestados en enero de 1922 mientras encabezaban una gran huelga y ejecutados poco después —según el método tradicional: a hachazos—. El hecho dio lugar a una oleada de protestas en toda la nación. Cuando, más tarde, al gobernador de la provincia le preguntaron por qué no había arrestado a Mao, respondió que, en su opinión, Mao no representaba una amenaza.
Gracias a su ineficacia en la organización sindical y el reclutamiento de nuevos afiliados, Mao quedó excluido del II Congreso del Partido, que se celebró en julio de 1922. Fue un acontecimiento importante, porque se aprobaron unos estatutos y la adhesión a la Komintern, lo cual significaba la aceptación formal del control de Moscú. Más tarde, Mao trataría de explicar su ausencia aduciendo que había «intentado asistir», pero que había «olvidado el nombre del sitio» y que, como no pudo encontrar «a ningún camarada», no pudo asistir. En realidad, Mao conocía a muchos afiliados del Partido en Shanghai, incluidos algunos delegados, y es imposible que se perdiera accidentalmente un acontecimiento tan importante y oficial. Su ausencia del Congreso ponía en peligro su cargo de jefe del Partido en Hunan, lo cual significaba dejar de administrar los fondos rusos y recibir órdenes de otra persona. Esta perspectiva bastó para espolearle: en primer lugar, visitó una mina de plomo y de zinc en abril de 1922 y, en mayo, regresó a Anyuan, un centro carbonífero importante. Además, encabezó varias huelgas y manifestaciones. El 24 de octubre, día en que Kaihui dio a luz al primer hijo del matrimonio, Mao no estaba con ella, sino negociando en nombre del sindicato de constructores. Dio a su hijo el nombre de Anying: An era el nombre que correspondía a los de su generación, ying significa «persona sobresaliente».
Finalmente, a finales de mayo, Mao fundó el comité del Partido en Hunan, esto es, un año después de que lo nombraran cabecilla del Partido en la provincia. El comité tenía treinta miembros, la mayoría no habían sido reclutados por él [6] . El futuro presidente, Liu Shaoqi, describió en su lecho de muerte el funcionamiento de ese comité: «Yo asistí a muchas reuniones en casa del presidente Mao —escribió— y, aparte de hacer preguntas, no tuve oportunidad de hablar. Al final, siempre se hacía lo que el presidente Mao decía […] en Hunan el Partido tenía ya su propio líder y su propio y singular estilo, muy distinto al de la delegación del Partido en Shanghai». En efecto, tan explícitamente como podía, Liu dejaba dicho por escrito que Mao había empezado a actuar como un dictador ya en los primeros tiempos del PCCh.
Entretanto, mientras se esforzaba por limar asperezas con el poder central, Mao tuvo un golpe de suerte. En enero de 1923 la mayoría de los cuadros del Partido que trabajaban en Shanghai se quedaron muy sorprendidos al recibir una orden de Moscú bastante extraña y arbitraria: unirse a otro partido político, el Nacionalista (también conocido como Guomindang, o GMD). Moscú necesitaba a algunos comunistas de provincias que apoyaran la medida… y encontraron a Mao.
El Partido Nacionalista había sido fundado en 1912 a raíz de la fusión de varios grupos republicanos. Su máximo dirigente era Sun Yat-sen, quien fue el primer presidente provisional de la República, aunque por poco tiempo, antes de ceder el cargo al comandante en jefe del ejército, Yuan Shikai. Desde ese momento, Sun se esforzó por formar su propio ejército para derrocar al gobierno de Pekín.
Esa fue la razón de que Sun buscase la alianza de Moscú. Los rusos compartían el objetivo de los nacionalistas, querían acabar con el gobierno chino porque se negaba a consentir su ocupación de Mongolia Exterior, que por aquel entonces pertenecía a China. El PCCh era demasiado pequeño para poner en peligro al gobierno de Pekín, así que los enviados soviéticos investigaron qué ayuda podían prestar los diversos provinciales chinos y averiguaron que el único dispuesto a aceptar la colaboración de Moscú era Sun Yat-sen.
Sun actuaba desde Cantón, capital de la provincia costera de Guangdong. Pidió a los soviéticos que le ayudaran a formar un ejército lo suficientemente poderoso para conquistar China. En septiembre de 1922 le dijo a un enviado de Moscú que deseaba organizar «un ejército con armas y material militar suministrado por Rusia». A cambio, amén de apoyar la ocupación rusa de Mongolia Exterior, propuso que Rusia ocupara la rica provincia minera de Xinjiang. Adolf Joffe, jefe de la misión soviética, informó a Moscú en noviembre: «[Sun] dice que una de nuestras divisiones debería tomar Xinjiang» donde tan solo hay «cuatro mil soldados chinos», «así que es imposible que haya gran resistencia». Además, Sun sugirió a los soviéticos que, desde Xinjiang, penetraran hasta el corazón de China, que llegaran hasta Chengdu, en la provincia de Sichuán, para ayudarle.
Sun no solo tenía mucha ambición y pocos escrúpulos, sino un gran partido con miles de afiliados y una base territorial con un puerto importante: Cantón. Así pues, en enero de 1923 el Politburó soviético decidió: «Dar pleno apoyo a los nacionalistas con los fondos de la Komintern». El encargado de firmar la orden fue un personaje que estaba en alza en el gobierno soviético, Iósif Stalin, que empezaba a interesarse por China. Como Joffe dijo al propio Lenin, Sun se había convertido en « nuestro hombre» (la cursiva es del original). Su precio era «dos millones de dólares mexicanos como máximo», esto es, poco menos de dos millones de rublos en oro. «¿Y no vale lo que ofrece dos millones de rublos?», preguntó Joffe.
Moscú sabía que Sun tenía su propia agenda y que intentaba utilizar a Rusia tanto como Rusia intentaba utilizarlo a él. Y quería que su cliente en la zona, el PCCh, estuviera presente para controlar sus movimientos. Por eso ordenó a los comunistas chinos que se unieran al Partido Nacionalista. Durante una sesión secreta, Stalin dijo: «No podemos dictar directivas desde aquí, desde Moscú, hemos de hacerlo a través del Partido Comunista de China y de otros camaradas, y hacerlo de forma confidencial […]».
Moscú se proponía emplear al PCCh como caballo de Troya para manipular al Guomindang, un partido mucho mayor, pero todos los dirigentes del PCCh, empezando por el profesor Chen, se oponían a unirse a Sun aduciendo que el Partido Nacionalista estaba en contra de los principios del comunismo y que su líder no era más que otro político «mentiroso» y «sin escrúpulos» en busca de poder. Manifestaron a Moscú que apoyar a Sun era «malgastar la sangre y el sudor de Rusia y, tal vez, malgastar la sangre y el sudor del proletariado del mundo».
Maring, el enviado de la Komintern, tuvo que hacer frente a una revuelta. Este es, casi con toda seguridad, el motivo de que Mao ingresase en la cúpula del Partido. Mao el pragmático estaba de acuerdo con la estrategia de Moscú. No tardó en unirse al Partido Nacionalista. Un comunista más ferviente —y viejo amigo de Mao—, Cai Hesen, dijo a la Komintern que cuando Maring pronunció el eslogan «Todos a trabajar para los nacionalistas […] solo Mao lo secundó».
Mao no creía en las posibilidades de su pequeño partido ni en que el comunismo consiguiera gran implantación. Lo dejó bien claro en junio de 1923, en el III Congreso del PCCh. Solo había esperanza de crear una China comunista, dijo, si se producía una invasión rusa. Maring (que presidió el Congreso) escribió que Mao «era tan pesimista que cifraba la salvación de China en la intervención de Rusia», al afirmar ante el Congreso «que la revolución tenía que llegar a China desde el norte y por medio del ejército ruso». Lo cual, básicamente, es lo que ocurrió, aunque dos décadas más tarde.
Su entusiasmo por la línea de actuación que proponía Moscú catapultó a Mao al núcleo dirigente del PCCh, supervisado por Maring. En él, y ahora que podía vislumbrar alguna esperanza en lo que estaba haciendo, se empleó como nunca. Vilde —el extorsionador jefe de Moscú en China y vicecónsul soviético en Shanghai— mencionó a Mao y a otra persona en uno de sus informes a Moscú, diciendo de ellos que eran «buenos militantes, sin la menor duda». Mao fue nombrado ayudante del profesor Chen, máximo dirigente del Partido, con responsabilidad sobre la correspondencia, los documentos y las actas de las reuniones. Además, Chen y él debían encargarse de todas las cartas del Partido. Por imitar a su jefe, Mao comenzó a firmar a la manera inglesa: T. T. Mao. Una de las primeras cosas que Chen y él hicieron fue escribir a Moscú solicitando más fondos, «ahora que nuestro frente de trabajo se ha ampliado».
Tras lograr que sus clientes comunistas en China se uniesen a los nacionalistas, Moscú envió un emisario de mayor rango para controlar tanto al PCCh como al Partido Nacionalista y para coordinar sus acciones. En agosto de 1923 Mijaíl Borodin, un agitador carismático, se convirtió en asesor político de Sun Yat-sen por recomendación de Stalin. Borodin había desarrollado actividades revolucionarias en Estados Unidos, México y Gran Bretaña. Era un buen orador, de voz poderosa, un organizador dinámico y un astuto estratega (fue la primera persona que recomendó que los comunistas chinos se trasladaran al noroeste de China a fin de quedar más cerca de la frontera rusa, cosa que hicieron diez años después). Inspiraba adjetivos como «majestuoso» e irradiaba energía allí donde iba.
Borodin reorganizó a los nacionalistas siguiendo el modelo ruso, aplicando a sus instituciones nombres comunistas como, por ejemplo, Departamento de Propaganda. En el I Congreso Nacionalista, que tuvo lugar en Cantón en enero de 1924, tomaron parte Mao y otros comunistas. El diminuto PCCh se aseguró un número de cargos desproporcionado para su tamaño. Por su parte, Moscú empezó a financiar a los nacionalistas con grandes sumas y se prestó, lo cual era mucho más importante, a organizar e instruir un ejército y a fundar una academia militar. Situada a diez kilómetros de Cantón, en una pintoresca isla del río Perla, la Academia de Whampoa también seguía el modelo de las instituciones soviéticas. Además, contaba con asesores rusos y con muchos profesores y estudiantes comunistas. De la Rusia soviética llegaron cañones y aviones. Finalmente, gracias a las tropas instruidas por los rusos y respaldadas en campaña por cohortes de asesores militares soviéticos, los nacionalistas consiguieron un aumento sustantivo en el número de sus partidarios.
Mao desempeñó una labor muy activa en el Partido Nacionalista y se convirtió en uno de los dieciséis miembros que, alternativamente, formaban su órgano más alto: el Comité Ejecutivo Central. Durante el resto de 1924 desarrolló la mayor parte de su trabajo en la oficina del Guomindang en Shanghai. Fue él quien ayudó a organizar la sección del Partido en Hunan, que acabaría por convertirse en una de las más importantes.
Mao llegó incluso a faltar a las reuniones de su propio Partido. Su entusiasmo a la hora de trabajar con los nacionalistas enervó a sus camaradas. Su viejo —y más ideologizado— amigo Cai protestó ante la Komintern: «[en Hunan] nuestra organización ha perdido casi todo su significado político. Todas las cuestiones políticas se deciden en el comité provincial de los nacionalistas, no en el Comité Provincial del Partido Comunista». Otro esforzado organizador sindical dijo: «En aquel entonces, Mao estaba en contra de un movimiento sindical independiente en favor de los trabajadores».
Además, Mao se dio cuenta de que, de pronto, algunos enviados de Moscú le hacían el vacío (Maring, su mentor, había abandonado China en el mes de octubre). Aunque se llevaba bien con Borodin, tuvo que defenderse con uñas y dientes frente a los de ideología más purista. Moscú había ordenado que los comunistas chinos mantuvieran una identidad separada e independiente mientras se infiltraban en las filas nacionalistas, pero Mao, abonado a la imprecisión ideológica, no era capaz de trazar con nitidez el límite entre ambos partidos. El 30 de marzo de 1924 uno de los ideólogos enviados por Moscú, Serguéi Dalin, escribió a Voitinski:
«Lo que oigas del Secretario del CC [Comité Central] Mao (sin duda un hombre de Maring) te pondrá los pelos de punta —por ejemplo, que el Partido Nacionalista era y es un partido proletario y que, por tanto, la Internacional Comunista debe reconocerlo […]—. Este personaje representó al Partido en la Liga de Juventudes Socialistas […] He escrito al CC del Partido para pedirles que designen a un nuevo representante.»
Y Mao, cumplidamente, fue expulsado de su cargo. Algunos le tacharon de «oportunista» y de ser «de derechas» y ni siquiera fue invitado al siguiente congreso del PCCh, previsto para enero de 1925 [7] . Por otra parte, su salud se resintió y estaba delgado y enfermo. Una de las personas que por aquel entonces vivía con él nos contó que Mao «tenía problemas en la cabeza […] estaba preocupado con sus asuntos». La situación de sus nervios encontró reflejo en sus intestinos, que en ocasiones solo se movían una sola vez a la semana. Sufriría de estreñimiento —y estaría obsesionado con la defecación— toda su vida.
Postergado, Mao tuvo que abandonar Shanghai a finales de 1924. Volvió a Hunan pero, sin cargo alguno en el Partido, no le quedaba más que marcharse a su pueblo natal. Llegó a Shaoshan el 6 de febrero de 1925 cargado con más de cincuenta kilos de libros y afirmando que estaba «convaleciente». Llevaba cuatro años en el Partido Comunista, cuatro años de altibajos. Tenía treinta y un años, y su falta de claridad y de fervor ideológicos le habían hecho dar con sus huesos en la casa familiar. Los reveses sufridos por Mao en sus primeros años en el PCCh se siguen ocultando con esmero. Mao no quería que se supiera que había trabajado para el Partido de forma bastante ineficaz, o que había estado muy próximo al Partido Nacionalista (que habría de convertirse en el enemigo principal de los comunistas en los años venideros), o que en el terreno ideológico mantenía una posición bastante difusa.
1920 |
4. Ascenso y caída en el Partido Nacionalista
(1925-1927; 31-33 años)
Mao pasó ocho meses en la casa familiar de Shaoshan. Sus dos hermanos y él la habían heredado junto a una cantidad nada despreciable de tierras y unos parientes habían cuidado de todo. Reclutados por el propio Mao, sus hermanos habían estado en Changsha trabajando para el Partido, pero habían regresado con él. En Changsha, a tan solo cincuenta kilómetros de Shaoshan, los comunistas de Hunan organizaban huelgas y manifestaciones, pero Mao no intervenía. Pasaba en su casa la mayor parte del tiempo, jugando a las cartas.
Andaba al acecho de una oportunidad para volver a la política, pero a un cargo importante. En marzo de 1925 falleció Sun Yat-sen, el líder de los nacionalistas. Su sucesor fue un hombre a quien Mao conocía y a quien caía bien: Wang Jingwei.
Wang había trabajado con Mao en Shanghai el año anterior y los dos habían hecho buenas migas.
Wang había nacido en 1883, es decir, era diez años mayor que Mao. Era un orador carismático y elocuente y tenía aspecto de estrella de cine. Había desempeñado un papel muy activo en las actividades republicanas contra los manchúes y cuando se inició la revolución (octubre de 1911), estaba en prisión condenado a cadena perpetua por sus repetidos intentos de matar a altos funcionarios de la corte manchú, incluido el regente. Lo pusieron en libertad tras la caída del régimen manchú y se convirtió en uno de los cabecillas del Partido Nacionalista. Estuvo junto a Sun Yat-sen durante sus últimos días y firmó su testamento como testigo, lo cual era una de sus mayores bazas para sucederle. Sin embargo, más importante era que contase con las bendiciones de Borodin, el asesor soviético de mayor rango de todos los destinados en China. Gracias a la presencia de unos mil agentes en la base nacionalista, Moscú se había convertido en el amo de Cantón, que, llena de banderas rojas y pancartas, más parecía una ciudad soviética. Los coches pasaban a toda velocidad ocupados por soviéticos y con guardaespaldas chinos subidos en los estribos; los mercantes soviéticos llenaban el río Perla; tras las puertas cerradas, los comisarios se sentaban bajo la atenta mirada de Lenin alrededor de mesas cubiertas con un paño rojo e interrogaban y juzgaban a los agitadores .
En cuanto se enteró de la muerte de Sun Yat-sen, Mao envió a su hermano Zemin a Cantón para que averiguase qué posibilidades tenía. Zetan, su otro hermano, no tardó en seguirle. En junio se hizo evidente que Wang Jingwei se había convertido en el nuevo jefe nacionalista, así que Mao comenzó a preparar su ascensión ampliando la implantación del Partido Nacionalista en su región. Tras ser expulsado de la cúpula del PCCh, Mao deseaba probar suerte con los nacionalistas.
Entre los principios básicos del programa nacionalista estaba el «antiimperialismo». El Guomindang había convertido la defensa de los intereses de China frente a las potencias extranjeras en su principal activo, de modo que Mao dedicó todas sus energías a este tema, pese a que afectaba muy poco a la vida del campo. No es de extrañar que los campesinos reaccionaran con indiferencia. El 29 de julio uno de sus colaboradores consignó en su diario: «Solo ha aparecido un camarada, los otros no han venido, así que no ha habido reunión». Y a los pocos días: «La reunión se ha suspendido porque han venido pocos camaradas». Una noche, este hombre y Mao tuvieron que ir de casa en casa para convocar a los afiliados, así que la reunión empezó muy tarde y no terminó hasta la 1:15 de la madrugada. Mao dijo que se marchaba a casa, «con neurastenia, porque había hablado demasiado. Dijo que aquí le resultaría imposible dormirse […] Anduvimos dos o tres li [entre 1 y 1,5 kilómetros] y no pudimos avanzar más. Estábamos agotados, así que pasamos la noche junto al arroyo de Tang».
Mao no organizó ninguna acción de campesinos pobres contra terratenientes ricos, por así decirlo. En parte porque le parecía absurdo. El 18 de enero de 1924 ya se lo había dicho a Borodin y a otros comunistas:
«Si nos oponemos a los grandes señores de la guerra, estamos abocados al fracaso. [En algunas zonas, algunos comunistas] organizaron primero a los campesinos analfabetos y luego los indujeron a luchar contra grandes terratenientes relativamente ricos. ¿Cuál fue el resultado? Nuestras organizaciones fueron prohibidas, disueltas de inmediato, y esos campesinos no solo no se dieron cuenta de que estábamos defendiendo sus intereses, sino que empezaron a odiarnos, afirmando que, de no haber intervenido nosotros, no habrían sufrido ningún desastre ni ninguna desgracia.»
Por lo tanto, hasta estar seguros de que contamos con una base firme en el campo […] no podremos dar pasos significativos contra los terratenientes relativamente ricos.
Mao era pragmático. Un comunista de su zona de influencia llamado Wang Xianzong organizó a los campesinos más pobres cuando Mao se encontraba descansando en Shaoshan. Le acusaron de bandidaje y fue arrestado, torturado y decapitado por la policía local.
Prudentemente, Mao decidió alejarse de actividades tan peligrosas y fútiles. Pese a ello, las autoridades de Hunan continuaron observándolo con suspicacia, no en vano tenía fama de ser un radical importante. Ese verano hubo sequía y, como con tanta frecuencia había ocurrido en el pasado, los campesinos pobres se opusieron por la fuerza a que los ricos sacasen grano de la zona para venderlo en otros pueblos y ciudades. Algunos sospecharon que había sido Mao quien había alentado las protestas. Por otro lado, en la capital de la provincia se habían desarrollado numerosas protestas «antiimperialistas» a raíz de un incidente acaecido en Shanghai el 30 de mayo: la policía británica mató a diez manifestantes en el sector británico. Aunque Mao no desempeñó ningún papel en las manifestaciones de Changsha y se encontraba descansando tranquilamente en su casa, a muchos kilómetros de allí, las autoridades le tomaron por instigador de los sucesos, una idea que ya aparece en los archivos de la época del gobierno norteamericano. El consulado de Estados Unidos en Changsha envió a Washington un informe del presidente de una institución llamada Yale-in-China referente a los «disturbios bolcheviques» que se produjeron en la capital de Hunan el 15 de junio. En ese informe, el presidente de Yale-in-China afirmaba: «[el gobernador de Hunan] ha recibido una relación de los veinte cabecillas responsables de la agitación en la que se encuentra Mao Zedong, conocido líder de la propaganda comunista en la provincia». Mao era ya alguien incluso para un norteamericano (singularmente bien informado).
Así pues, a finales de agosto las autoridades dictaron una orden de arresto contra Mao. Este, que en todo caso tenía pensado marcharse a Cantón, decidió que había llegado la hora de desaparecer. Lo hizo en un palanquín. Primero se dirigió a Changsha, diciéndoles a los porteadores que, si les preguntaban quién era, respondieran que un médico. Pocos días más tarde aparecieron en Shaoshan unos soldados. Estaban buscando a Mao. Al no encontrarlo, cogieron algún dinero y se marcharon sin molestar a su familia.
La víspera de su partida hacia Changsha, Mao estuvo paseando por la ribera del Xiang y escribió un poema sobre el futuro:
« Las águilas planean en la alta bóveda, los peces vuelan en la ribera, bajo un cielo de escarcha, diez mil criaturas compiten por imponer su voluntad. Tocado por su enormidad, pregunto a la tierra sin límites: y al final, ¿quién será tu señor? »
A Mao no le falló su olfato. En septiembre de 1925, cuando llevaba dos semanas en Cantón, el nuevo líder de los nacionalistas le encargó varios trabajos de relevancia. Mao debía sustituir a Wang Jingwei en algunas tareas, dirigir el Departamento de Propaganda y la nueva publicación de los nacionalistas: Semanal de Política . Subraya su importancia el hecho de que, en el mes de enero de 1926, fuese uno de los cinco miembros del comité de veto del II Congreso del Partido Nacionalista, al cual, por lo demás, aportó uno de los informes de mayor significado. El papel de Wang Jingwei en el ascenso de Mao fue silenciado diligentemente por Pekín en el pasado y lo sigue siendo hoy, tanto más cuanto que, en los años cuarenta, Wang fue presidente del gobierno títere implantado por los japoneses.
La gran capacidad de trabajo de Mao en Cantón se debió en no poca medida a su descubrimiento de los somníferos. Anteriormente, había sufrido insomnio agudo, que le mantenía en un permanente estado de agotamiento nervioso. Primero se sintió liberado, más tarde situó a su inventor a la altura del mismísimo Marx. En noviembre de 1925, mientras trabajaba para los nacionalistas, Mao manifestó por vez primera cierto interés en los campesinos chinos. En cierto formulario dijo: «Actualmente presto especial atención» a las decenas de millones de personas que componen el campesinado chino. El 1 de diciembre publicó un largo artículo dedicado a los campesinos en un diario nacionalista y, un mes más tarde, otro en el primer número de la revista nacionalista Campesinos Chinos . Este nuevo interés no surgía a raíz de ninguna inspiración o inclinación personal, sino de una orden urgente de Moscú emitida en octubre: los soviéticos habían dado a nacionalistas y comunistas instrucciones de que dieran prioridad a la materia y los nacionalistas respondieron a la convocatoria sin dilación.
Pero, tiempo atrás, los soviéticos ya habían ordenado al PCCh que prestara atención al campesinado. En mayo de 1923 Moscú ya había aludido a «la cuestión de los campesinos». Según los soviéticos, la cuestión era «el núcleo de toda nuestra política» y en virtud de ello habían ordenado que los activistas chinos llevaran a cabo «una revolución agraria contra los restos del feudalismo». Esto significaba dividir al campesinado chino en distintas clases en función de la riqueza y acicatear a los pobres contra los ricos. En aquel tiempo, Mao no demostraba gran entusiasmo por este enfoque, así que cuando a Moscú llegaron noticias de sus reservas, fue relevado de uno de sus cargos. Dalin escribió a Voitinski en marzo de 1924. Su carta se detenía a describir la postura de Mao: «En la cuestión del campesinado, hay que abandonar las divisiones de clase, no se puede conseguir nada de los campesinos pobres y es necesario establecer vínculos con los terratenientes y los shenshi [aristocracia de propietarios] […]».
Pero Mao había cambiado de opinión y se había sumado a la corriente imperante, no sin antes entablar con los rusos una discusión terminológica. En sus artículos, Mao procuraba aplicar el «análisis de clase» comunista al campesinado e incluía a los pequeños propietarios en la categoría de «la pequeña burguesía» y a los peones de labranza dentro del «proletariado». Apareció una crítica virulenta en la revista de los asesores soviéticos, Kanton , que leían las más altas personalidades de Rusia —el primer nombre de su lista de cuarenta suscriptores era Stalin—. El autor de la crítica, llamado Volin, experto soviético en el campesinado, acusaba a Mao de argumentar como si los campesinos chinos vivieran en una sociedad capitalista cuando China se encontraba en una etapa feudal: «Un error de bulto destaca de inmediato: […] que la sociedad china, según Mao, tiene una estructura de sociedad capitalista desarrollada». Volin tachaba el artículo de Mao de «acientífico», «carente de criterio» y «exageradamente esquemático». Ni siquiera ofrecía cifras contrastadas: afirmaba que China tenía 400 millones de habitantes cuando, según el censo de 1922, la población ascendía a 463 millones.
Por fortuna para Mao, el Partido Nacionalista no exigía tanta corrección teórica. En febrero de 1926 el mentor de Mao, Wang Jingwei, lo designó miembro fundador del Comité del Movimiento Nacionalista Campesino y director del Instituto de Enseñanza del Movimiento Campesino, que había sido fundado dos años antes con fondos rusos.
Fue entonces cuando, a sus treinta y dos años, Mao —a quien hasta esa fecha muchos tenían por el campeón en la defensa de los campesinos pobres— se tomó algún interés por ellos. Bajo la dirección de Mao, el Instituto del Campesino empezó a formar agitadores en cadena. Viajaban por los pueblos, sublevaban a los pobres contra los ricos y organizaban «asociaciones campesinas». En Hunan, muy particularmente, cosecharon grandes éxitos a partir de julio, mes en que los ejércitos nacionalistas ocuparon la provincia. Los nacionalistas acababan de iniciar una marcha hacia el norte desde Cantón (conocida como «Expedición del Norte») con la intención de derrocar al gobierno de Pekín. Hunan era la primera etapa de una ruta de dos mil kilómetros.
Al ejército nacionalista lo acompañaban unos asesores soviéticos. La Unión Soviética había abierto un consulado en Changsha y la delegación del KGB en la ciudad tenía, después de la de Shanghai, el segundo presupuesto más alto de las catorce delegaciones de China. En diciembre de ese mismo año, un misionero norteamericano escribió lo siguiente en una carta dirigida a Estados Unidos: «Tenemos un cónsul soviético. Pero aquí los soviéticos no tienen intereses que representar […] su tarea aquí […] es evidente […] China puede pagar muy caro su simpática presencia […]». Con la estrecha supervisión soviética, las nuevas autoridades nacionalistas de Hunan dieron su bendición —y financiación— a las asociaciones campesinas, y a finales de año, tales asociaciones habían proliferado en la mayor parte de las zonas rurales de aquella provincia de treinta millones de personas. El orden social se invertía.
En aquella época, los señores de la guerra llevaban diez años de guerras esporádicas y desde la proclamación de la República en 1912 el gobierno central había cambiado cuarenta veces. Pero los señores de la guerra se habían cuidado de preservar la estructura social y para los civiles la vida continuaba como siempre mientras no se vieran cogidos en mitad del fuego cruzado. Ahora, como los nacionalistas seguían órdenes de Rusia y el fin último de estas era el advenimiento de una revolución social como la soviética, el orden social se quebró por vez primera.
Los campesinos se procuraban directamente el alimento y el dinero de los propietarios relativamente ricos y surgió la violencia. Menudeaban las venganzas y los matones y los sádicos campaban a sus anchas. En diciembre de 1926 el campo de Hunan estaba en llamas. En su calidad de líder del movimiento campesino, Mao fue invitado a regresar a su provincia natal para guiar la revolución.
Cuando Mao volvió, Changsha era una ciudad cambiada en la que, a modo de humillación, a las víctimas de la revolución se las paseaba con orejas de burro (una invención europea). Los niños correteaban por todas partes cantando «Abajo las potencias [imperialistas] y muerte a los señores de la guerra», el himno de la revolución nacionalista cantado al son de «Frère Jacques».
El 20 de diciembre de 1926 unas trescientas personas se reunieron en el teatro de sombras de Changsha para escuchar a Mao, que compartió el escenario con un agitador soviético llamado Borís Freyer. (Como casi todos los agentes soviéticos destinados en China en aquella época, Freyer desaparecería durante las purgas de Stalin). Mao no era un buen orador; su discurso duró dos horas y fue plano. Pero era moderado: «Todavía no es hora de derrocar a los terratenientes —dijo—. Debemos hacerles algunas concesiones». En aquel momento, había que limitarse a «reducir sus rentas e intereses y a aumentar el salario de sus trabajadores». Citando palabras de Mao, «no nos estamos preparando para tomar la tierra de inmediato», Freyer dijo al órgano de control soviético, el Departamento del Lejano Oriente, que su discurso había estado básicamente «bien» y que, si acaso, había sido un tanto moderado.
Aunque Mao no abordó el problema de la violencia, no tenía al respecto una opinión militante. Poco después de su discurso, inició una gira de inspección por el campo de Hunan. Para el final de su viaje, que duró treinta y dos días, había experimentado un cambio dramático. El propio Mao diría que si antes de su periplo era partidario de una línea moderada, después de pasar en Hunan «más de treinta días» cambió «por completo de actitud». Lo que en realidad ocurrió fue que Mao descubrió en sí mismo una enorme atracción por la violencia y el derramamiento de sangre. Este apego visceral, rayano en el sadismo, fue anterior a su afinidad con la violencia leninista. Mao no llegó a la violencia por medio de la teoría. Su propensión era fruto de su carácter y habría de tener un profundo impacto en su método de gobierno.
Como él mismo escribió en su informe, a lo largo de la gira constató que los cabecillas de las asociaciones campesinas eran sobre todo «rufianes», activistas surgidos de entre los grupos más pobres, más toscos y más despreciados. Pero ahora tenían el poder, se habían convertido en «amos y señores», y en sus manos las asociaciones campesinas se habían transformado «en algo terrible». Escogían a sus víctimas de forma arbitraria; habían acuñado el lema: «Todo el que tenga tierra es un tirano, todos los grandes propietarios son malos». Habían «derribado a los terratenientes y los habían pisoteado […] mancillaban los lechos de marfil de las señoritas y de las damas y retozaban con ellas […] cogían a la gente que les venía en gana, les ponían orejas de burro y los hacían desfilar por las calles […] En resumen, daban rienda suelta a todos sus caprichos» y habían «desencadenado el terror en el campo».
Mao observó que a los matones les encantaba jugar con sus víctimas y quebrar su dignidad, y lo describió con aprobación:
«Le ponen un sombrero de papel [a la víctima] que lleva escrito terrateniente, tirano, etcétera, etcétera, o maldito aristócrata, etcétera, etcétera. A continuación, tiran de la persona con una cuerda [como se tira de un animal] y les sigue una gran multitud […] Este castigo les hace temblar [a las víctimas]. Después de recibir este trato, esas personas están rotas para siempre […].»
La amenaza de la incertidumbre y la angustia le resultaban particularmente atractivas:
«La asociación de campesinos es muy lista. Cogieron a un caballero malo y declararon lo que tenían pensado hacerle […] Pero entonces decidieron que no se lo harían ese día […] Ese caballero malo se quedó sin saber cuándo le aplicarían el tratamiento, así que pasó muchos días sumido en la angustia y sin conocer un solo instante de paz.»
Había un arma que a Mao le llamaba mucho la atención: el suobiao , un cuchillo muy cortante y de doble filo con una empuñadura larga como una lanza. «Todos los tiranos de la tierra, todos los malvados aristócratas tiemblan al verlo. Las autoridades revolucionarias de Hunan deberían […] asegurarse de que todos los jóvenes y adultos posean uno. Y no deberían establecerse límites a su uso».
Mao fue testigo de muchas barbaridades y oyó otras tantas. Parece que todas le gustaron. En su informe posterior, escrito en marzo de 1927, afirmó que había experimentado «una especie de éxtasis que nunca había sentido antes». Sus descripciones de la brutalidad rebosan frenesí y adrenalina. «¡Es maravilloso! ¡Es maravilloso!», afirmaba con exultación.
Mao relató que a algunas personas las golpearon hasta matarlas. Cuando le preguntaron qué había que hacer —y por primera vez la vida o la muerte de una persona dependió de una palabra suya—, dijo: «Matar a golpes a uno o dos es poca cosa». Inmediatamente después de su visita a una aldea, se organizó una concentración. Un hombre acusado de oponerse a la asociación campesina de la localidad fue salvajemente asesinado.
Antes de la llegada de Mao, los líderes del movimiento campesino de Hunan intentaron en diversas ocasiones rebajar el nivel de violencia y detuvieron a los responsables de algunas atrocidades. Mao ordenó la puesta en libertad de los detenidos. Una revolución no era una fiesta, dijo a los líderes locales con tono admonitorio, requería violencia: «Es necesario desencadenar […] un reino del terror en todas las naciones». Y esos líderes le obedecieron.
Mao no abordó de inmediato la cuestión que más preocupaba a los campesinos, esto es, la redistribución de la tierra. En realidad, existía una necesidad urgente de jefatura, puesto que algunas asociaciones campesinas ya llevaban a cabo redistribuciones por su cuenta modificando lindes parcelarios e incendiando propiedades en arrendamiento. Algunas personas propusieron medidas concretas, pero Mao no. Todo cuanto dijo en la reunión de un comité agrario del 12 de abril fue:
«Confiscar la tierra viene a ser lo mismo que no pagar el alquiler. No hace falta más».
Lo que fascinaba a Mao era la violencia que subvertía el orden social. Fue esta inclinación lo que llamó la atención de Moscú, porque encajaba en la idea soviética de revolución social —el diario de la Komintern publicó un artículo de Mao por primera vez: su informe de la situación en Hunan, aunque no iba firmado—. Mao había demostrado que, pese a sus vacilaciones ideológicas, tenía instinto leninista. Otros comunistas —y sobre todo el profesor Chen, líder del Partido, que montó en cólera al enterarse de las atrocidades cometidas por la muchedumbre e insistió en que había que poner fin a los excesos— no eran comunistas del tipo soviético en última instancia. Fue entonces, más de dos años después de haberlo defenestrado, cuando el PCCh readmitió a Mao en su cúpula dirigente. En abril de 1927 reingresó en el Comité Central, aunque sin voto y en el segundo nivel (el de los llamados miembros suplentes).
En esta época, Mao trabajaba desde Wuhan, una ciudad situada en la ribera del Yangzi (Yangtze) y a unos 300 kilómetros al noreste de Changsha, a donde se había trasladado desde Cantón con el cuartel general nacionalista mientras el ejército nacionalista avanzaba hacia el norte. Entre los nacionalistas desempeñaba un papel todavía más eminente que con los comunistas, pues era el supervisor del movimiento campesino. Aceleró la formación de nuevos agitadores del campo a fin de extender la actividad violenta a las nuevas áreas tomadas por el ejército. Un texto que Mao escogió para orientar a sus pupilos describía de qué forma tenían que tratar a sus víctimas los activistas de las asociaciones campesinas. Si las víctimas se ponían «tercas»: «hay que seccionarles los tendones del tobillo y cortarles las orejas». El autor del texto saludaba los castigos con éxtasis, y en particular el mencionado, ciertamente truculento: «He estado escuchando absorto, como sumido en el estupor de una borrachera o en un trance. Y, de pronto, me ha despertado un grito, “¡Maravilloso!”, al que no he podido evitar sumarme: “¡Maravilloso!”». Un relato extraordinariamente similar al de Mao en estilo y vocabulario, tanto que es posible que ese autor fuera el propio Mao.
A medida que, bajo la tutela de Mao, iba aumentando la violencia, el ejército nacionalista se volvía contra el modelo soviético, que su propio partido apoyaba. Una gran parte de los soldados de ese ejército eran oriundos de Hunan y los oficiales, que provenían de familias relativamente prósperas, se encontraban muchas veces con que sus parientes o sus propios padres habían sido arrestados o maltratados. Pero no solo padecieron los más ricos, también los más humildes fueron apaleados. En el mes de junio, el profesor Chen informó a la Komintern: «Incluso las pequeñas cantidades de dinero que los soldados enviaban a casa eran confiscadas» y muchos sentían «repulsión por sus excesos» al ver que, como resultado de su lucha, a sus propias familias les sobrevenía el desastre.
En el Partido Nacionalista muchos habían disentido desde un principio, desde la ascensión de Sun Yat-sen, de la decisión de la cúpula de seguir las directrices de Moscú. El desagrado de los disidentes alcanzó su Punto álgido después del II Congreso del Guomindang, que tuvo lugar en enero de 1926. De él, el PCCh, que con menos de diez mil militantes era un partido mucho menor que el Nacionalista (el cual tenía varios centenares de miles de afiliados), salió mucho más reforzado de lo que por número de militantes le correspondía. Con Wang Jingwei, un tercio de los 256 delegados eran comunistas y otro tercio pertenecían «a la izquierda» —y entre ellos se había infiltrado un gran número de comunistas—. Moscú no solo había introducido su caballo de Troya en el Partido Nacionalista, sino que había situado en este partido a muchos topos. Más de un año después de que, condonada por su partido, se iniciase la violencia campesina, muchos nacionalistas eminentes apelaron a la ruptura con Moscú y con los comunistas chinos.
La situación pronto desembocó en crisis. El 6 de abril de 1927, a mil kilómetros al norte de Cantón, las autoridades de Pekín ordenaron el asalto de varias delegaciones de Moscú y se hicieron con gran cantidad de documentos que revelaban que Moscú estaba inmersa en una amplia conspiración cuyo objetivo era derrocar al gobierno de Pekín y sustituirlo por un gobierno cliente. Además, los documentos demostraban que existían vínculos secretos entre los soviéticos y los comunistas chinos. En realidad, Li Dazhao, importante dirigente del PCCh, y otros sesenta comunistas chinos fueron arrestados en unas instalaciones de propiedad soviética en las que estaban viviendo. (Li no tardó en morir estrangulado).
Los asaltos recibieron mucha publicidad y también los documentos. La revelación de que existía una conspiración soviética a gran escala ofendió a la opinión pública china y alarmó a las potencias occidentales. Si los nacionalistas no se separaban de forma definitiva de los rusos y del PCCh se arriesgaban a que los vieran como parte de la conjura para convertir China en un satélite soviético. Muchos nacionalistas abandonarían el partido, la repulsa sería generalizada y las potencias occidentales podrían dar marcha atrás en su decisión de respaldar plenamente al régimen de Pekín. Fue ese el momento en que el comandante en jefe del ejército nacionalista, Chiang Kai-shek, entró en acción. El 12 de abril dio órdenes de «limpiar el Partido» de la influencia comunista y elaboró una relación de candidatos a la expulsión compuesta por 197 comunistas: la encabezaba Borodin y en ella figuraba Mao Zedong.
Chiang Kai-shek pertenecía a una familia de comerciantes del sector de la sal de la provincia costera de Zhejiang y había nacido en 1887, esto es, seis años antes que Mao. En el extranjero lo conocerían como «el Generalísimo», y no era más que un militar de carrera que en público ofrecía una apariencia estólida, distante y sin gracia. Se había formado en Japón y, en 1923, siendo jefe de Estado Mayor del ejército nacionalista, había encabezado una delegación a la Rusia soviética. Los soviéticos le tenían por integrante «del ala izquierda nacionalista» y «muy próximo a nosotros», pero después de su visita a la Unión Soviética, que duró tres meses, se volvió profundamente antisoviético, sobre todo en lo que se refería a la lucha de clases: manifestaba una profunda aversión a la idea soviética de dividir a la sociedad china en clases y forzarlas a luchar entre sí.
Pero cuando Chiang regresó a China, no manifestó en público una palabra de lo que pensaba. Al contrario, Borodin tuvo la impresión opuesta: «[es] extraordinariamente cordial con nosotros, y [está] lleno de entusiasmo». Chiang ocultó lo que en realidad opinaba por una sencilla razón: los nacionalistas dependían de la ayuda militar soviética para lograr su objetivo de conquistar China. Pese a todo, Chiang, que en 1927 era el número dos del Partido Nacionalista, llevaba tiempo preparando la ruptura y en marzo de 1926 ya había apartado a algunos comunistas de cargos clave, lo cual, por otro lado, impulsó a los soviéticos a iniciar los movimientos necesarios para librarse de él. Según uno de los agentes soviéticos destinados en Cantón, la idea era «ganar tiempo y preparar la liquidación de este general». Un año después, es decir, a principios de 1927, Borodin había emitido una orden de arresto secreta contra Chiang que no llegó a materializarse.
Cuando el gobierno de Pekín publicó los documentos que revelaban la conspiración soviética, Chiang actuó. El 12 de abril de 1927 emitió un comunicado que, en esencia, no era sino una orden de arresto contra los comunistas. Primero intervino en Shanghai, donde el PCCh había tenido su cuartel general y donde él mismo se encontraba. Los comunistas habían organizado piquetes armados, pero Chiang hizo lo necesario para quitarles las armas: contrató a unos gánsteres y les encomendó que se enfrentasen a los piquetes, lo cual le proporcionó la excusa que necesitaba para que su ejército entrase en acción y confiscase todas las armas. Sus tropas asaltaron todos los bastiones comunistas, arrestaron a todos los líderes sindicales y fusilaron a algunos de ellos; poco después abrieron fuego con ametralladoras sobre unos manifestantes que protestaban por su intervención. En el espacio de unos cuantos días, murieron en torno a trescientos comunistas. Después del golpe de Chiang, los comunistas de Shanghai ya no podrían actuar de forma organizada, aunque la mayor parte de su cúpula estaba intacta. En realidad, lo más asombroso es que sus miembros continuaron operando y residiendo, si bien clandestinamente, en la ciudad, hasta el extremo de que, durante los cinco o seis años siguientes, «Shanghai» fue sinónimo de «dirección del PCCh» (y en ese sentido lo empleamos en los siguientes capítulos).
Después de que Chiang Kai-shek empezara a matar comunistas en Shanghai, Wang Jingwei, el máximo dirigente nacionalista, que estaba en Wuhan, a unos 600 kilómetros hacia el interior, rompió con el PCCh y se sometió a Chiang. A partir de entonces, Chiang Kai-shek se convirtió en el líder del Partido Nacionalista. Edificaría un régimen que aguantó veintidós años en la China continental, hasta que Mao lo expulsó a Taiwán en 1949.
En medio del proceso que condujo a la ruptura con Wang, Mao tuvo que hacer frente a un dilema. Wang lo apreciaba mucho más que sus camaradas comunistas y que la mayoría de los rusos, y había llegado mucho más alto entre los nacionalistas que en el PCCh. ¿Qué debía hacer? ¿Continuar con Wang? A propósito de aquella época, posteriormente diría: «Me sentí desolado y durante un tiempo no supe qué hacer». En medio de este dilema subió un día a un bonito pabellón situado frente al Yangzi a su paso por Wuhan. Construido en el año 223, el Pabellón de la Grulla Amarilla era un magnífico monumento. La leyenda que le daba nombre decía que, en cierta ocasión, después de saludar con la mano a una grulla amarilla que sobrevolaba el Yangzi, un hombre había subido a su lomo y se había alejado hacia el palacio celestial para no volver nunca. La Grulla Amarilla, por tanto, llegó a significar todo lo que se ha ido para siempre y, en aquellos momentos, parecía una metáfora muy adecuada para el periplo de Mao en el Partido Nacionalista. El día era oscuro y llovía torrencialmente. En pie ante la balaustrada tallada del Pabellón, con la vista perdida sobre el inmenso Yangzi, «atrapado», como dijo en un poema, entre el Monte Serpiente y el Monte Tortuga, que se extendían hacia el infinito por efecto del diluvio que caía del cielo, Mao sopesó sus alternativas. En una libación tradicional, echó su bebida en el torrente que discurría más abajo, y acabó su poema con el verso: «La marea de mi corazón se eleva con las olas poderosas».
Mao intentó que Wang permaneciese del lado de los comunistas por medio del repudio de los matones de las asociaciones campesinas a quienes antes había calificado de maravillosos. El 13 de junio Wang Jingwei dijo a otros líderes de Wuhan: «Solo después del informe del camarada Mao Zedong hemos sabido que las asociaciones campesinas están controladas por gánsteres. No tienen nada que ver con los nacionalistas ni con los comunistas, lo único que saben hacer es matar e incendiar». Pero los intentos de Mao de pasar la pelota a otros fueron inútiles. Su mentor nacionalista ya estaba planeando romper con los comunistas y culparlos de todas las atrocidades cometidas en el campo. En tanto que principal alentador de esa violencia, Mao debía poner fin a su relación con Wang y con los nacionalistas. En realidad, figuraba ya en la relación de personajes más buscados. Pero aparte de todo esto, quedarse con Wang le obligaba a transformarse en un moderado, a respetar el orden social, y Mao no estaba dispuesto a ello, no después de haber descubierto, en el campo de Hunan, su atracción por la brutalidad. Casi diez años antes, con veinticuatro, había expresado su pugnaz deseo por un cambio social drástico y violento: «El país tiene que ser […] destruido y luego reformado […]. La gente como yo desea su destrucción […]». De acuerdo con sus impulsos, nada mejor que el modelo soviético.
Por vez primera, Mao tuvo que jugarse el cuello. Cuando, dos años antes, habían estado a punto de arrestarlo, había tenido tiempo para contratar un palanquín y trasladarse a Changsha. Ahora, escapar no le resultaría tan fácil. No había refugio seguro y la matanza de comunistas había empezado: el primogénito del profesor Chen fue arrestado y decapitado el 4 de julio. A finales de año, después de que los comunistas hubieron protagonizado sublevaciones violentas que se habían cobrado muchas vidas, decenas de miles de activistas y sospechosos fueron masacrados. Cualquiera podía ser arrestado y asesinado bajo una sencilla acusación: comunismo. Muchos murieron proclamando su fe, algunos gritando eslóganes, otros cantando La Internacional .
Los periódicos saludaron las ejecuciones con titulares implacables.
Ante todo, Mao tenía que garantizar su seguridad personal. A continuación, decidió emplear al PCCh y a los soviéticos para sus propios fines. Esta decisión, tomada en el verano de 1927, cuando tenía treinta y tres años, marcó la mayoría de edad política de Mao.
1925 |
1930 Segunda parte. La Larga Marcha hacia la supremacía sobre el Partido
5. De cómo hacerse con un ejército rojo y tomar el país de los bandidos
(1927-1928; 33-34 años)
En abril de 1927, cuando Chiang Kai-shek rompió con los comunistas, Stalin era ya el número uno del Kremlin y dictaba personalmente la política soviética en China. Como reacción a la ruptura de Chiang, ordenó que el PCCh formase su propio ejército sin dilación y ocupase una parte del territorio. El objetivo a largo plazo era conquistar China por las armas.
La opción militar —el uso de la fuerza para llevar a los comunistas chinos al poder— era la preferida por Moscú desde la fundación de la Komintern en 1919. Mientras los nacionalistas estuvieran en juego, la estrategia de Moscú consistía en infiltrar a los miembros del PCCh entre los nacionalistas y subvertir desde dentro al ejército nacionalista. En cuanto se produjo la ruptura, Stalin ordenó a los comunistas que consiguieran la adhesión de todas aquellas tropas que pudieran controlar y que formasen «un nuevo cuerpo de ejército».
Stalin envió a China a Beso Lominadze, un amigo georgiano de confianza. Yan Bersin, jefe del GRU, el servicio de inteligencia militar soviético, escribió a Kliment Voroshílov, que presidía la Comisión para China en Moscú, para decirle que la mayor prioridad de la Unión Soviética en China era la formación de un ejército rojo. Con este objetivo se organizó en la Unión Soviética una enorme red secreta de apoyo y asesoría militar a los comunistas chinos. El GRU introdujo hombres en las principales ciudades chinas para proporcionar armas, financiación y medicinas, amén de para llevar a cabo las tareas de espionaje necesarias para la supervivencia del comunismo en China. Además, Moscú envió asesores de alto nivel a China a fin de orientar las operaciones militares del PCCh, al tiempo que, en la propia Unión Soviética, ampliaba considerablemente la preparación militar de algunos cuadros del Partido.
El plan inmediato, diseñado en Moscú, consistía en que las unidades comunistas formadas a raíz de la escisión del ejército nacionalista se desplazasen hacia la costa meridional para establecer allí una base donde recibir las armas enviadas por la Unión Soviética. Al mismo tiempo, los soviéticos ordenaron la puesta en marcha de levantamientos campesinos en Hunan y en otras tres provincias en las que ya habían intervenido organizaciones campesinas militantes —sin otro objetivo que la toma del poder—.
Mao coincidía con los soviéticos en que había que poner en marcha la opción militar, y en efecto, el 7 de agosto de 1927, durante una reunión de urgencia del Partido presidida por Lominadze, afirmó: «El poder emana del cañón de una pistola» (la frase que posteriormente lo haría célebre). Pero en el seno de este amplio proyecto, Mao pretendía desarrollar su propia agenda, esto es, ponerse al mando del Partido y de las pistolas del Partido. Su plan consistía en formar un ejército propio para tratar con Moscú y con Shanghai desde una posición de fuerza. Poseer un feudo propio era lo mismo que lograr la supervivencia. Por supuesto, seguiría dentro del Partido; en su asociación con Rusia se cifraba su única oportunidad de ser algo más que un mero bandido.
En aquella época, el profesor Chen no era ya el secretario general del Partido. Lominadze lo había depuesto. En realidad, lo había convertido en el chivo expiatorio de la ruptura con los nacionalistas. Su sustituto era un hombre mucho más joven llamado Qu Qiubai, cuyo principal activo era su cercanía a las posiciones soviéticas. Mao fue ascendido y pasó del Comité Central al Politburó, en el cual, no obstante, continuaba siendo una figura de segundo nivel.
Fue entonces cuando Mao se embarcó en una serie de iniciativas que lo elevarían a la cima del escalafón comunista en cuatro años. En el verano de 1927 no contaba con ningún hombre armado a su servicio y no estaba al frente de ninguna unidad militar, pero su intención era hacerse con un ejército asumiendo el mando de las tropas que otros comunistas habían formado.
En aquella época, la unidad principal que los rojos habían conseguido arrancar al ejército nacionalista constaba de 20.000 efectivos y se encontraba apostada en la capital de la provincia de Jiangxi, Nanchang, que está situada a unos 250 kilómetros de Wuhan y a 300 kilómetros al este de Changsha. Pero Mao no tenía nada que ver con esa unidad. El 1 de agosto, siguiendo instrucciones de Moscú, los soldados acuartelados en Nanchang se amotinaron. El principal instigador de la revuelta era Zhou Enlai (Chou Enlai), el hombre a quien el Partido había encargado la dirección del ejército bajo la supervisión directa de un asesor militar soviético: Kumanin [8] . Tras el motín, las tropas se dirigieron directamente a la localidad de Shantou, a 600 kilómetros en dirección sur, donde los soviéticos tenían previsto desembarcar armas.
Mao se propuso dar con estos hombres que, en su ruta hacia la costa, debían pasar cerca del sur de Hunan. Así pues, a principios de agosto propuso a la cúpula del PCCh que se podía alentar una revuelta campesina en esa zona a fin de establecer lo que llamó una «gran base roja» que abarcaría «al menos cinco condados». En realidad, Mao no tenía ninguna intención de poner en marcha tal levantamiento. Jamás había organizado uno y ni siquiera pensaba que pudiera hacerse. (La violencia campesina que previamente se había desencadenado en Hunan había sido alimentada por el gobierno radical). El único objetivo de su propuesta era conseguir la aprobación de otra propuesta: que un contingente numeroso de los amotinados acudiera en su ayuda antes de proseguir su ruta hacia la costa. Sin darse cuenta de que lo que proponía Mao no era más que un ardid para desviar a las tropas, Shanghai aprobó el plan.
Los líderes de la revuelta de Hunan debían reunirse el 15 de agosto en el consulado soviético de Changsha a fin de planear la acción. Pero Mao, que se encontraba en los alrededores de la ciudad, no apareció. Puesto que era él quien estaba a cargo de la misión, la reunión hubo de posponerse hasta el día siguiente. Pero al día siguiente Mao tampoco se presentó. Finalmente, hizo acto de presencia el día 18 —y solo porque tuvo que trasladarse al consulado soviético por motivos de seguridad—. A sus furiosos y frustrados camaradas les puso la excusa de que había estado haciendo ciertas «investigaciones dentro del campesinado».
Mao ocultó la verdadera razón de su ausencia de cuatro días: darse tiempo para ver a los amotinados y comprobar que no hubieran variado de ruta y que pasarían, como en un principio estaba previsto, por la parte sur de Hunan. En caso contrario, no tenía la menor intención de acudir a esa zona.
Los amotinados habían comenzado con mal pie. A los tres días de abandonar Nanchang, una tercera parte ya había desertado y muchos otros murieron poco después por beber, sofocados por la humedad y temperaturas superiores a treinta grados, agua contaminada de unos arrozales. Por lo demás, los supervivientes habían perdido casi la mitad de su munición. Así pues, las menguantes filas de los amotinados luchaban por sobrevivir y abrirse paso hacia la costa y sus posibilidades de desviarse para ayudar a Mao eran nulas.
Poreso, cuando Mao se reunió por fin con sus camaradas en el consulado soviético, exigió la cancelación del levantamiento del sur de Hunan, aunque había sido él quien lo había propuesto. En vez de ello, insistió en atacar solo Changsha, la capital de la provincia, argumentando que debían «ceñirse a un plan más modesto».
Para Mao, el objetivo del nuevo plan era exactamente el mismo que el del plan anterior: hacerse con algunos hombres armados. En ese momento, las únicas fuerzas rojas próximas se encontraban fuera de Changsha. Se trataba de tres grupos distintos: activistas campesinos con armas arrebatadas a la policía, mineros en paro y guardias de las minas de Anyuan, que habían cerrado, y una unidad del ejército que se había desviado para unirse a los amotinados de Nanchang. En conjunto, varios miles de personas. Mao apostaba por atacar en Changsha a fin de que estas fuerzas llegaran a desplegarse para la acción y, entretanto, él pudiera maniobrar para hacerse con el mando.
El ardid tuvo éxito. La propuesta de asaltar Changsha fue aceptada y Mao fue nombrado comandante del «Comité del Frente», lo que le convertía en representante del Partido en primera línea y, por tanto, en el hombre que tenía la última palabra en ausencia de una autoridad superior. Mao carecía de formación militar, pero aceptó su nuevo cargo. Además, demostró un entusiasmo exagerado ante las órdenes de Moscú delante de los dos soviéticos que asistieron a la reunión del consulado de Changsha. «La última orden de la Komintern» sobre las sublevaciones era tan brillante, dijo Mao, «que salté de alegría trescientas veces».
Su siguiente paso consistió en evitar que las tropas fueran a Changsha y, en vez de ello, reunirlas en un lugar propicio para hacerse con ellas, un sitio lo suficientemente alejado de Changsha como para que ningún representante del Partido ni ningún soviético pudieran llegar. Por lo demás, aquella tropa variopinta no contaba ni con teléfonos ni con radios a través de los cuales comunicarse.
El 31 de agosto Mao abandonó el consulado soviético afirmando que iba a unirse a las tropas. Pero no lo hizo. En vez de ello, se dirigió a Wenjiashi, una localidad situada a cien kilómetros al este de Changsha. El día del lanzamiento, fijado para el 11 de septiembre, Mao no estaba con las tropas, sino que decidió estar fuera de la circulación una temporada en Wenjiashi. El día 14, antes de que sus tropas se hubieran aproximado a Changsha o sufrido alguna derrota de envergadura, Mao ordenó que abandonasen la marcha y fuesen a su encuentro. Como resultado de ello, la sección del Partido en Changsha tuvo que abortar el plan del día 15. Maier, el secretario del consulado soviético, afirmó que aquella retirada era un acto de «la más despreciable traición y de cobardía». Moscú tachó el suceso de «sublevación de broma». Al parecer, nadie se dio cuenta de que Mao había diseñado toda la operación para hacerse con aquellas tropas.
El acontecimiento que relatamos aparece en los libros de historia como Levantamiento de la Cosecha de Otoño, que suele describirse como una revuelta campesina encabezada por Mao. Se trata del momento fundacional del mito internacional de Mao como líder campesino, pero es, sin duda, uno de sus mayores engaños (para encubrirlo iba a inventar una historia de lo más elaborado ante su vocero estadounidense, Edgar Snow). La revuelta no solo no fue una empresa campesina, sino que Mao no intervino en absoluto en ninguna acción [9] , todo lo contrario, hizo todo lo posible por sabotearla.
Pero consiguió lo que quería: el control de una unidad armada compuesta por unos 1.500 hombres. Alrededor de 170 kilómetros hacia el sur desde Wenjiashi se encuentra la sierra de Jinggang, un territorio tradicionalmente dominado por forajidos. Mao decidió convertirlo en su base de operaciones. En general, y a falta de buenas carreteras, existían muchas regiones montañosas de China a las que no llegaba la autoridad del Estado. Aquella en particular ofrecía una ventaja añadida: marcaba la frontera entre dos provincias y, por tanto, se encontraba en el límite de las competencias de dos gobiernos provinciales.
Mao conocía a Yuan Wencai, uno de los forajidos más importantes de la región. Yuan y su socio Wang Zuo contaban con un ejército de 500 hombres y controlaban la mayor parte del condado de Ninggang, que tenía 130.000 habitantes. Vivían de los alquileres y tributos que recaudaban entre la población local.
Mao previo que tendría problemas con los comandantes de la fuerza que había secuestrado por el hecho de internarse en un territorio dominado por bandidos sin órdenes expresas del Partido, de modo que en Wenjiashi habló con algunos hombres a los que ya conocía y se aseguró su apoyo antes de convocar la reunión de jefes, que finalmente se produjo el 19 de septiembre. Dispuso que sus partidarios sirvieran té y cigarrillos, para que los comandantes los tuvieran bien presentes. La discusión fue feroz. En ella, el comandante en jefe exigió que procedieran con el plan original de dirigirse a Changsha, pero Mao era el único jefe del Partido presente (los demás estaban precisamente en Changsha, a cien kilómetros de allí) e impuso su criterio. Las tropas se desviaron hacia la sierra de Jinggang. Mao era un desconocido para los soldados, que lo tomaron por un lugareño y quisieron obligarle a transportar unas armas.
Mao vestía como un profesor de escuela: larga toga azul y pañuelo de algodón al cuello. Durante la marcha, habló con los soldados; quería valorar su condición y calibrar sus fuerzas: «Como si hiciera el recuento de un tesoro familiar», recordaría uno de ellos.
Cuando Mao dijo a las tropas que estaban a punto de convertirse en «señores de la montaña» —esto es, en bandidos—, los hombres se quedaron atónitos. No se habían sumado a la revolución comunista para eso. Pero hablando en nombre del Partido, Mao les aseguró que serían unos bandidos especiales, que formarían parte de una revolución internacional. Por lo demás, el bandidaje era su mejor opción: «Los señores de la montaña nunca han sido vencidos, pues mucho menos lo seremos nosotros».
Pese a todo, algunos estaban decepcionados. El agotamiento era generalizado y la malaria, las heridas supurantes en las piernas y la disentería causaban estragos. Siempre que se detenían, les inundaba su propio hedor, tan pestilente que podía olerse a dos kilómetros de distancia. Los heridos y los enfermos se tendían en la hierba y, con frecuencia, no volvían a levantarse. Hubo muchas deserciones. Sabiendo que no podía retener a nadie a la fuerza, Mao permitió marcharse a todo aquel que quiso hacerlo, eso sí, sin armas. Dos de los comandantes optaron por abandonar y se dirigieron a Shanghai. Más tarde, ambos se pasaron a las filas nacionalistas. Cuando llegó a Jinggang, a Mao solo le quedaban seiscientos hombres: en un par de semanas había perdido a la mitad de sus efectivos. La mayoría de los que se quedaron lo hicieron porque no tenían alternativa. Se convertirían en el núcleo a partir del cual el ejército de Mao crecería, lo que más tarde él llamaría «la chispa que inició el incendio de la llanura».
A primeros de octubre, Mao llegó al país de los bandidos. Lo primero que hizo fue visitar a Yuan, cosa que, para no inquietar al forajido, llevó a cabo acompañado de unos pocos soldados. Yuan había ocultado a unos cuantos hombres cerca del lugar del encuentro por si Mao llevaba tropas consigo. Al comprobar que Mao, al menos en apariencia, no representaba ninguna amenaza, Yuan mandó descuartizar un cerdo para un banquete y los dos jefes se sentaron a beber té y tomar cacahuetes y pipas de melón.
Mao comenzó por afirmar que solo se encontraba de paso hacia la costa, que su intención era unirse a los amotinados de Nanchang. Y llegaron a un trato. Mao podría permanecer en las montañas temporalmente y alimentaría a sus tropas mediante expediciones de saqueo. Durante un tiempo, sin embargo, los forajidos vigilarían sus movimientos.
Cuatro meses más tarde, en febrero de 1928, Mao era ya más fuerte que sus anfitriones. La transferencia definitiva de poderes tuvo lugar el 18 de febrero, cuando los hombres de Mao arrebataron la capital del condado de Ninggang al gobierno en lo que, a ojos de los bandidos, constituía una gran victoria militar. Por lo demás, esta fue la primera batalla en la que Mao intervino —a través de unos binoculares, observando la operación desde la montaña de enfrente—.
Tres días después, el 21, Mao preparó una manifestación en la que una muchedumbre organizada de miles de personas celebró la victoria. La ceremonia alcanzó su momento culminante con la ejecución del gobernador del condado, que acababa de ser capturado. Un testigo describió la escena (con un lenguaje muy cauto, como si contase la historia bajo un gobierno comunista): «Hundieron en la tierra una estructura de madera en forma de tenedor […] y a ella ataron a Zhang Kaiyang [el gobernador]. El lugar estaba delimitado por cuerdas sujetas con postes de madera de las que se podían colgar pancartas. La gente fue tirando sus suobiao y así lo mataron. […] El comisario Mao habló en la reunión». Mao había expresado anteriormente su predilección por el suobiao . Ahora, ante sus ojos, esa arma acababa con la vida de un gobernador de condado.
Las ejecuciones públicas en mitad de una manifestación se habían convertido en uno de los grandes acontecimientos de la vida local desde la llegada de Mao, quien había demostrado cierto gusto por la muerte lenta. En cierta concentración organizada para celebrar el éxito de una expedición de saqueo efectuada en el Año Nuevo chino de 1928, había escrito unos versitos sobre unas hojas de papel rojo que luego fueron colgadas sobre los pilares de madera de ambos lados del escenario.
Decían así:
« Mirad cómo hoy matamos a un mal caudillo. ¿Pero es que no tenéis miedo? Es cuchillo que corta sobre cuchillo ».
Mao dirigió la concentración, y un señor de la guerra local, Guo Weijian, fue ejecutado de acuerdo con los preceptos marcados por la poesía de Mao.
Mao no inventó las ejecuciones públicas, pero añadió a esta espantosa tradición una dimensión moderna. Organizaba concentraciones, con lo cual obligaba a una gran parte de la población a presenciar la matanza. Ser arrastrado por una multitud, impotente para hablar, forzado a observar la sangrienta y agónica muerte de otro, oír sus gritos, producía un miedo cerval en los presentes.
Los bandidos tradicionales no podían igualar el terror orquestado de Mao, ante el cual se asustaron incluso ellos. Yuan y Zuo se sometieron a la autoridad de Mao, y poco después permitieron que sus hombres formasen un regimiento bajo su mando —en el que ellos mismos se integraron—. Superando sus métodos, Mao había acabado sometiendo a los bandidos.
Nada más llegar a la tierra de los bandidos, Mao envió un mensaje al cuartel general del Partido en Changsha. El mensaje llegó en octubre de 1927, cuando Shanghai ya tenía informes acerca de los acontecimientos que habían rodeado el Levantamiento de la Cosecha de Otoño. No podía dejar de saber que Mao había abortado la operación y, a continuación, había partido con las tropas sin autorización. Shanghai envió a buscarle (a él y a algunos otros). Quería investigar el fiasco. Mao hizo caso omiso de las convocatorias, así que el 14 de noviembre fue relevado de todos sus cargos en el Partido.
El Partido se esforzó cuanto pudo por librarse de él. El 31 de diciembre Shanghai dijo a Hunan que «el Comité Central» consideraba que «el ejército liderado por el camarada Mao Zedong […] ha cometido errores políticos extraordinariamente graves. El Comité Central [les] ordena que envíen allí a un camarada relevante con las Resoluciones [de destitución de Mao] […] para convocar a un congreso a los camaradas del ejército […] para reformar la organización del Partido en la zona». Previendo que Mao plantearía problemas, el mensaje añadía: «Designen como representante del Partido a un camarada trabajador, valeroso e inteligente».
Para Mao, el estandarte del Partido era esencial porque, personalmente, tenía poco magnetismo. Su solución a la orden del Partido era sencilla: evitar que sus hombres supieran que lo habían destituido.
Una semana después de que Shanghai cursara la orden y muy oportunamente —para algunos, muy sospechosamente—, los nacionalistas arrestaron a todo el comité del Partido en Hunan. Las tropas de Mao nunca supieron que el Partido le había retirado su confianza. El primer enviado del Partido no apareció en la base de Mao hasta marzo de 1928. Llevaba el mensaje de su expulsión, pero Mao se burló de Shanghai aduciendo que el enviado solo podía entregar el mensaje a algunos lacayos escogidos y fingiendo, a continuación, que se sometía. Renunció en efecto a sus cargos, pero los dejó en manos de uno de sus esbirros. Por lo demás, se dio un nuevo cargo, comandante de división, y continuó controlando al ejército.
La sierra de Jinggang, en la que abundaba la comida y la bebida, era una base ideal. Pese a que su pico más alto tenía solo 995 metros, las montañas eran abruptas y estaban rodeadas de precipicios, lo cual las convertía en un refugio muy seguro, y bosques de abetos y de bambúes sumidos permanentemente en la bruma y habitados por monos, tigres, jabalíes y toda suerte de serpientes venenosas. Era un lugar fácil de defender y de abandonar en caso de emergencia, puesto que había pasos ocultos hacia las dos provincias entre las que se encontraba —senderos estrechos y llenos de barro enterrados bajo masas de vegetación que ninguna persona ajena a aquellos parajes podría descubrir—. Para los forajidos, era un refugio seguro.
Mao y sus tropas vivían del saqueo de los condados vecinos o de territorios algo más alejados. Con no poca grandilocuencia, llamaban a sus incursiones da tuhao —literalmente, «aplastar a los tiranos terratenientes»—. En realidad, eran razias indiscriminadas, típicas de bandidos. Mao decía a sus hombres: «Si la masa no comprende lo que significa “tirano terrateniente”, decidles que quiere decir “persona con dinero” o “rico”». Pero el término «rico» era muy relativo y podía aludir a una familia con un par de docenas de litros de aceite para cocina o con unas cuantas gallinas. «Aplastar», por otro lado, cubría una amplia gama de actividades, desde el robo al secuestro y el asesinato.
Esas razias dieron pie a muchos titulares de prensa y elevaron no poco el perfil de Mao. Fue entonces cuando adquirió notoriedad como importante jefe de forajidos.
Pero el bandidaje no servía para ganarse el apoyo de la población local. Más tarde, un soldado rojo recordaría lo duro que era convencer a los lugareños de que les ayudaran a identificar a los ricos o unirse a los asaltos o, incluso, compartir el botín. Otro describiría lo que ocurrió cierta noche en particular:
«Normalmente, rodeábamos la casa del tirano terrateniente y primero lo cogíamos a él y luego empezábamos a confiscar sus cosas. Pero esa vez, en cuanto entramos, empezaron a sonar unos gongs […] y aparecieron cientos de enemigos [aldeanos] […] Capturaron a unos cuarenta de los nuestros, los encerraron en el templo del clan […] les dieron una paliza, los ataron, y las mujeres los pisotearon. Luego pusieron sobre ellos toneles de grano con una piedra enorme encima. Los torturaron de una forma horrible […]»
Aunque Mao afirmaba que sus acciones tenían una base ideológica —combatir a las clases explotadoras—, el hecho de que sus incursiones no se distinguieran en esencia de las típicas razias de bandidaje era un permanente motivo de descontento entre sus filas y, más particularmente, entre sus comandantes. En diciembre de 1927 Chen Hao, su comandante en jefe, intentó alejarse con las tropas, que se encontraban en una expedición de saqueo. Mao se desplazó apresuradamente al lugar con un grupo de partidarios y arrestó a Chen. Poco después lo ejecutó delante de todas las tropas. En realidad, Mao estuvo a punto de perder a todo su ejército. Desde que se había apropiado de aquellos soldados y en el espacio de unos pocos meses todos los oficiales de mayor rango le habían abandonado.
A fin de ganarse el favor de las tropas, Mao estableció «comités de soldados» para satisfacer el deseo de estos de tener voz en el reparto del botín. Al mismo tiempo, formó células del Partido secretas que solo respondían ante él. Ni siquiera los jefes militares sabían quiénes eran los miembros del Partido. Es decir, Mao creó una organización secreta para controlar a su ejército. En realidad, no hizo otra cosa que recurrir a un mecanismo de vigilancia propio del comunismo para mantener un control férreo del ejército.
Sin embargo, Mao no consiguió ejercer ese control férreo y, ciertamente, su jefatura no fue popular. Jamás pudo relajarse por temor a que se revolvieran contra él y fue entonces cuando empezó a perfeccionar las medidas de seguridad que, más tarde, acabaron por consolidar un sistema formidable —aunque invisible—. Para empezar, contaba con unos cien guardias, un número que iría en aumento. Se hizo con varias casas en distintos lugares y las dotó de medidas de seguridad. Todas esas casas tenían salidas de emergencia —normalmente, agujeros en la pared— que conducían a las montañas. Más tarde, durante la Larga Marcha, incluso cuando estaba en pleno desplazamiento, la mayoría de sus moradas se caracterizó por una circunstancia notable: una salida especial de emergencia que daba a una ruta de huida.
Mao vivía con estilo. Una de sus residencias, llamada el Pabellón Octogonal, era de una gran distinción arquitectónica. La parte principal era muy espaciosa —y se abría a un gran patio que daba a un río— y su techo consistía en tres cubiertas de madera octogonales que se elevaban en espiral hacia un tejado de vidrio, lo que le daba aspecto de pagoda con cúpula de cristal. Había pertenecido a un médico de la zona que fue condenado a vivir en una esquina del patio pero que continuaba ejerciendo —lo cual resultaba de lo más conveniente para Mao, que jamás estaba libre de algún padecimiento—.
Mao ocupaba otra casa en la gran ciudad de Longshi. También pertenecía a un médico y también era magnífica. Poseía una extraña belleza que hablaba de la antigua prosperidad de la región. Esta casa enorme era mitad villa europea de mampostería, con una elegante galería sobre una fila de arcos románicos, y mitad mansión china de ladrillo y madera, con varios aleros curvados hacia arriba y delicadas ventanas de celosía. Las dos partes estaban unidas por una exquisita puerta octogonal.
El cuartel general de Mao en Longshi era una espléndida mansión de dos plantas situada en un terreno de dos mil metros cuadrados que había sido la mejor escuela de tres condados —hasta la llegada de Mao—. La planta superior estaba abierta por tres lados y tenía vistas a varios ríos. Había sido diseñada pensando en que los alumnos pudieran disfrutar de la brisa en los sofocantes días de verano. Con la ocupación de este edificio, Mao marcaba una pauta. Allí donde iban, él o sus tropas ocuparían colegios, templos e iglesias católicas —que con frecuencia eran las construcciones más recias de la China rural remota—. Eran los únicos edificios lo bastante grandes para organizar reuniones, además de ser los que estaban mejor construidos. Por supuesto, el curso escolar quedaba interrumpido.
Durante su estancia en el país de los bandidos, que se prolongó quince meses, Mao se aventuró en las montañas tan solo tres veces que, en total, sumaron menos de treinta días. Y, cuando lo hizo, no puede decirse que pasara precisamente por condiciones extremas. Durante su visita al bandido Zuo, se alojó en una mansión blanca y reluciente conocida como Casa Blanca que había sido propiedad de un maderero cantonés. En ella organizaron los forajidos para él estupendas diversiones y mataron algunos cerdos y corderos en su honor.
Los rasgos del estilo de vida que Mao desarrolló cuando llegó al poder comenzaron a perfilarse en esta época. Se había hecho con un personal doméstico numeroso que incluía un administrador, un cocinero, un ayudante del cocinero con la especial tarea de llevarle agua a Mao, un mozo que cuidaba de un caballo pequeño que tenía su amo y varios secretarios. También tenía un chico de los recados que desarrollaba una «labor especial»: proporcionarle cigarrillos de una marca en concreto fabricados en Longshi. Otro ordenanza se encargaba de reunir para él periódicos y libros siempre que tomaban una ciudad o saqueaban la casa de algún rico.
Mao también adquirió una esposa —la tercera— casi tan pronto como se instaló en el territorio de los bandidos. Era una joven guapa y de grandes ojos, hermosos pómulos, rostro almendrado y esbelta figura. Su nombre era Guiyuan, y acababa de cumplir dieciocho años cuando conoció a Mao. Procedía del rico condado de Yongxin, situado al pie de la montaña, y sus padres, que poseían una casa de té, le habían puesto Guiyuan ( Gui : osmanto [10] ; yuan : redondo) porque había nacido una tarde de otoño en la que la luna llena brillaba sobre un osmanto en flor. Había asistido a clase en un colegio misionero dirigido por dos damas finlandesas, pero no se contentaba con ser educada como una dama. Su carácter ardoroso e inquieto repudiaba la claustrofóbica vida que la tradición prescribía para las mujeres y le hacía ansiar un mundo más ancho, diversión y algo de acción. Así pues, en medio de la agitada atmósfera que en el verano de 1926 suscitó la entrada del ejército de Expedición del Norte en su ciudad natal, se unió al Partido Comunista. No tardó en pronunciar discursos en público, como una animadora que diera la bienvenida a las tropas. A los dieciséis años la nombraron directora del Departamento de la Mujer del nuevo gobierno del condado. Cortar sus largos cabellos fue su primera iniciativa, hecho que todavía se consideraba revolucionario y causaba el pasmo de muchos.
Un año después, tras la ruptura con Chiang Kai-shek, los comunistas y los activistas volvían a actuar y, con ellos, los padres de Guiyuan y una hermana menor que ella, que también se habían unido al Partido. Su hermano mayor, también comunista, fue encarcelado junto con otros comunistas pero, como mantenía una buena relación con Yuan, el bandido le ayudó a escapar. Su hermano y ella se unieron a los forajidos, y Guiyuan se hizo muy buena amiga de la señora Yuan. Zuo, el otro jefe de los bandidos, que tenía tres esposas, le regaló una pistola Mauser.
Cuando Mao llegó, Yuan le puso a Guiyuan de intérprete. Mao no hablaba el dialecto local. En realidad, nunca lo aprendió. En la sierra de Jinggang, como en posteriores peregrinaciones, tenía que comunicarse con los lugareños por medio de un intérprete.
Mao empezó a cortejarla de inmediato y, a comienzos de 1928, se casaron , sin ceremonia oficial pero con un suntuoso banquete preparado por la señora Yuan. Apenas habían pasado cuatro meses desde agosto, mes en que Mao había dejado a Kaihui, la madre de sus tres hijos. Le había escrito tan solo una vez, mencionando que tenía problemas en un pie. A partir de su nuevo matrimonio, consumó el abandono de su familia.
A diferencia de Kaihui, que se enamoró locamente de él, Guiyuan se casó con Mao con reticencias. Era una mujer hermosa en medio de un mar de hombres. Tenía, pues, muchos pretendiente y consideraba a Mao, que había cumplido los treinta y cuatro, «demasiado mayor» y «no digno» de ella, como le dijo a una de sus amigas. El hermano pequeño de Mao, Zetan, apuesto y alegre, también se sentía atraído por Guiyuan. «Mi hermano ya tiene esposa —dijo—. Estarás mejor conmigo». Guiyuan escogió a Mao porque, como diría más tarde, sentía que, «en aquel entorno, necesitaba protección política».
En un mundo de escasas mujeres y muchos hombres frustrados sexualmente, la relación de Mao con Guiyuan dio pábulo a muchas habladurías. Mao actuaba con cautela y evitaba aparecer en público con ella: cuando la pareja tenía que pasar ante el edificio que albergaba a los soldados heridos, le pedía a Guiyuan que lo hicieran por separado.
Tras un año de matrimonio, Guiyuan decidió dejar a Mao. Confesó a una amiga que no había tenido suerte con su matrimonio y que tenía la sensación de «haber hecho un gran sacrificio». Cuando, en enero de 1929, Mao decidió abandonar la tierra de los bandidos, ella trató desesperadamente de quedarse. Es muy posible que estuviera pensando en algo más que en dejar a Mao. Se había visto arrastrada por un torbellino cuando ni siquiera había cumplido los veinte y ahora tenía un deseo tan intenso de abandonar que estaba dispuesta a correr el riesgo de caer en manos de los enemigos de los rojos. Pero Mao le ordenó que lo acompañara. Ella se pasó el camino llorando y no dejaba de rezagarse. Siempre por poco tiempo, porque los guardias de Mao no tardaban en ir a buscarla.
La posición de Mao en el Partido empezó a cambiar en abril de 1928, cuando una gran unidad roja —los supervivientes de los amotinados de Nanchang, esto es, varios miles de hombres— buscó refugio en su base. Pero se trataba de unas tropas derrotadas y maltrechas: habían caído en el sur el mes de octubre anterior, porque los soviéticos no consiguieron entregarles las armas prometidas. Los restos de la unidad original solo se habían reagrupado gracias a un oficial de cuarenta y un años llamado Zhu De, ex militar profesional con el grado de general de brigada y una especie de veterano entre los rojos, que en su mayoría no pasaban de los treinta. Había estado en Alemania a principios de los veinte y se había unido al Partido antes de viajar a la Unión Soviética para recibir formación militar especial. Era un hombre jovial y un soldado entre soldados al que le gustaba mezclarse con la tropa, con la que comía y marchaba, y que transportaba armas y mochilas como cualquier soldado raso y llevaba alpargatas y un sombrero de bambú a la espalda. Y a quien siempre había que buscar en el frente.
Mao siempre había codiciado a los amotinados de Nanchang, así que al llegar al país de los bandidos había enviado un mensaje a Zhu instándole a que se uniera a él. Pero Zhu se había negado. Por otra parte, Shanghai había ordenado impulsar revueltas en el sureste de Hunan en torno al Año Nuevo de 1928 y Zhu, que era un hombre leal al Partido, actuaba en consecuencia. A causa de la brutalidad y el absurdo de las tácticas de Moscú, las revueltas fracasaron estrepitosamente. Según un archivo de la época, tales tácticas consistían en «matar a todos los enemigos de clase y en quemar y destruir sus casas». El lema era: «¡Quemar, quemar, quemar! ¡Matar, matar, matar!»; y todo aquel que se negaba a quemar era «un perro sarnoso de los ricos que merece que lo maten».
En línea con esta política, los hombres de Zhu arrasaron por completo dos ciudades: Chenzhou y Leiyang [11] . A resultas de ello, surgió una sublevación verdadera, pero contra los comunistas. Cierto día, en una concentración organizada para forzar a los campesinos a quemar y a matar más, estos se revolvieron contra los convocantes y los mataron. En todas las aldeas y ciudades en las que intervinieron los hombres de Zhu, menudearon las revueltas contra los rojos. Los campesinos mataron a muchos afiliados de base del Partido: les quitaban los pañuelos rojos que, siguiendo órdenes, se habían puesto al cuello y les colocaban unos blancos para demostrar su adscripción a los nacionalistas.
En cuanto las tropas nacionalistas empezaron a presionar, Zhu se vio obligado a huir. Miles de civiles escaparon con él:
«los familiares de los activistas que habían perpetrado incendios y asesinatos y que no tenían a donde ir. Era lo que Moscú se había propuesto, que los campesinos cometieran tropelías que les impidieran recuperar su vida normal. Para conseguir que se unieran “a la revolución”, había decretado el Partido, solo había “un método: recurrir al terror rojo para empujarlos a hacer cosas que les impidan llegar a algún tipo de solución de compromiso con la aristocracia y la burguesía”. Más tarde, un habitante de Leiyang recordaría: “Había suprimido [es decir, matado] a contrarrevolucionarios, así que ya no podía vivir en paz. Tenía que seguir hasta el final […] Yo mismo quemé mi casa […] y me fui [con Zhu]”.»
Esas personas se marcharon, pero el ciclo de la venganza y las represalias no se cerró sin nuevas víctimas, entre ellas una mujer a quien la propia madre de Mao había adoptado: Hermana Crisantemo. Había seguido a Mao al Partido y se había casado con un comunista con el que había tenido un hijo. Aunque, al parecer, ni ella ni su esposo habían apoyado las matanzas emprendidas por los rojos, él fue ejecutado en cuanto el ejército de Zhu abandonó Leiyang y su cabeza fue exhibida en una jaula de madera que colgaron de las murallas de la ciudad. Hermana Crisantemo fue encarcelada. Insistió en retractarse, pero sus captores se negaron. Escribió a un familiar diciéndole que le habían hecho pasar «sufrimientos que ni siquiera imaginaba que existieran», hasta el extremo de que deseaba la muerte: «Quiero morir, y que dejen de torturarme […] Sería un alivio dejar este mundo. Pero mi pobre [niño], es tan doloroso pensar en él. Tenía tantos planes para él. Nunca soñé que pudiera ocurrir algo así […] Mi niño no debe culparme […]». Poco después, Hermana Crisantemo fue ejecutada.
Cuando Zhu llegó a la base de Mao, era un hombre derrotado. Por el contrario, Mao podía presentarse como la persona que había salvado lo que, a todos los efectos, era el mayor destacamento de tropas comunistas todavía en funcionamiento, cuando muchas bases comunistas se estaban cayendo a pedazos. En los últimos meses, todas las revueltas ordenadas por los rusos habían fracasado. El núcleo más célebre de los rojos, Hailufeng, situado en la costa meridional de China, cayó a finales de febrero de 1928. Durante sus dos meses de existencia, la zona, llamada «el Pequeño Moscú» —incluso tenía una «Plaza Roja» con una puerta que era una copia del Kremlin—, se convirtió en escenario de varias matanzas por causa de su líder, Peng Pai, un hombre sediento de sangre [12] . Más de diez mil personas fueron masacradas y «las aldeas reaccionarias fueron arrasadas por completo».
En esas zonas, en las que los comunistas habían fracasado, los incendios y las matanzas fueron muy superiores a los perpetrados por Mao. Mao no era un fanático. Impedía que sus hombres quemaran iglesias católicas (que con frecuencia eran los edificios más sólidos de las zonas rurales) y las mejores casas diciéndoles que las conservaran para su propio uso. Matar servía a sus propósitos, pero no debía poner en peligro sus intereses políticos.
Cuando Zhu llegó a las tierras donde se encontraba Mao, Moscú ya se había propuesto poner fin a los «absurdos e indiscriminados pogromos y matanzas» a los que llamaba, con ese gusto comunista por la jerga, «propensión a la comisión de acciones ciegas» y «propensión a la comisión de asesinatos e incendios». Así pues, Shanghai ordenó que los asesinatos fueran más selectivos. Era, precisamente, lo que Mao venía haciendo. Muchos le valoraron entonces como un hombre hábil y perspicaz, lo cual le sirvió para volver a entrar en juego y recuperar el aplauso del Partido. Del Partido y también de Stalin. Incluso los roces de Mao con Shanghai se veían ahora bajo una nueva luz, y es que Stalin estaba desesperado por encontrar a un ganador, a alguien con iniciativa, a algo más que un ciego subordinado. La capacidad de Moscú para operar en China, debilitada ya por el cambio de política de Chiang Kai-shek en la primavera de 1927, se había visto aún más dañada a raíz de la implicación de unos diplomáticos rusos en un intento de golpe de Estado que en diciembre de ese mismo año había tenido lugar en Cantón («la Comuna de Cantón»). Algunas misiones diplomáticas, incluida la de Changsha, fueron clausuradas y Moscú perdió la cobertura diplomática de la que gozaban muchos de sus agentes.
Tan pronto como Zhu De se presentó en su cuartel general, Mao dio los pasos necesarios para privarle de la autoridad que le había otorgado el Partido. Escribió a Shanghai el 2 de mayo para exigir la formación de un Comité Especial que él mismo encabezaría y, antes de recibir la respuesta, anunció, a propósito de la concentración organizada para celebrar su unión con Zhu, que él era el comisario del Partido —y Zhu el comandante militar— del que llegaría a ser conocido como «el ejército rojo de Zhu y Mao». A continuación, puso en marcha un congreso del Partido al que asistieron delegados designados por él mismo y formó el mencionado Comité Especial, del cual él era la figura más relevante.
Pero Mao necesitaba que el Partido refrendara cuanto antes su autoridad por otra razón. Si Zhu contaba con cuatro mil hombres, él no tenía más de mil; además, más de la mitad de los hombres de Zhu eran soldados propiamente dichos y tenían experiencia en combate. Por tener ante los hombres de Zhu aspecto de marcialidad, Mao lució pistola cuando se reunió con ellos; fue una de las escasas ocasiones en que se le vio con una. Pero no tardaba en devolvérsela a los miembros de su guardia personal. Mao creía en el poder de las armas, pero no era un guerrero.
Mientras esperaba el aval de Shanghai, Mao empezó a comportarse como un buen afiliado: aceptaba las órdenes del Partido y a sus inspectores y rellenaba largos informes. Hasta ese momento no se había preocupado de averiguar cuántos afiliados había en su territorio y había respondido de forma vaga —y exagerada— a uno de esos inspectores: en cierto condado el partido tenía «más de cien» afiliados, en este otro «más de mil». Fue entonces cuando comenzaron a funcionar los comités del Partido.
Asimismo, Mao acometió la redistribución de algunas tierras, lo que constituía una parte esencial del programa comunista. Era algo de lo que, hasta ese momento, no se había preocupado no en vano resultaba irrelevante para las actividades que hasta el momento llevaba a cabo, es decir, principalmente el saqueo.
Entretanto, Shanghai había remitido a Moscú la carta de Mao. Stalin la recibió el 26 de junio de 1928, durante el desarrollo del VI Congreso del PCCh, que tenía lugar en secreto en un punto situado en las afueras de Moscú. Que esa fuera la única vez que un partido extranjero celebraba un congreso en la Unión Soviética habla de la excepcional importancia que Stalin concedía a China, lo cual también se deduce del hecho de que los soviéticos organizasen el viaje clandestino de más de cien delegados chinos a la Unión Soviética y lo sufragasen.
Fue el presidente de la Komintern, Nikolái Bujarin, quien delineó las líneas maestras de la política de Stalin en un discurso inaugural de nueve horas que puso a prueba a los traseros más resistentes. Mao, por supuesto, no estaba presente. Había adoptado la regla de oro propia de los tiranos —la respetaría toda su vida—: no abandonar la guarida a menos que fuera completamente necesario.
Moscú albergaba algunas reservas sobre Mao. Zhou Enlai, la figura clave del VI Congreso, afirmó en su informe de la situación militar que las tropas de la sierra de Jinggang tenían «un carácter en parte patibulario», como queriendo decir que Mao no siempre mantenía la disciplina. Pero, en esencia, Moscú veía a Mao con buenos ojos, como lo confirma el hecho de que en el VI Congreso apareciera muchas veces citado como líder guerrillero de primer orden. Lo cierto es que era el hombre que con más eficacia aplicaba la política del Kremlin, la cual, como el propio Stalin reiteró a los delegados chinos el día 9 de junio, consistía básicamente en la formación de un ejército rojo. Por otro lado, mientras estuvieron en Rusia, todos los delegados del Congreso recibieron instrucción militar y trazaron, con los rusos, planes militares detallados. Stalin, el viejo ladrón de bancos, se implicó personalmente en la financiación del ejército chino por medio de un gigantesco plan de falsificación de dinero.
Mao reunía las condiciones que Stalin andaba buscando. Tenía un ejército y una base y era uno de los miembros más antiguos del Partido. Además, era conocido por todos los comunistas de China —aunque su fama no era todo lo limpia que cabía desear—. Como Stalin diría más tarde a los comunistas yugoslavos, era un insubordinado, pero un ganador. Por otra parte, por rebelde que fuera, era evidente que Mao necesitaba al Partido y también a Moscú, lo cual le convertía en una persona fácil de controlar.
Todas las peticiones de Mao fueron satisfechas. En noviembre, le comunicaron que estaba al mando del ejército rojo de Zhu y Mao y a cargo de los territorios que rodeaban el país de los bandidos. Fue uno de los momentos clave de su ascensión al poder. Se había enfrentado al Partido —y al propio Moscú— y había resultado vencedor.
6. La postergación del comandante en jefe del ejército rojo
(1928-1930; 34-36 años)
En noviembre de 1928, en cuanto recibió la carta en la que Shanghai le nombraba jefe del ejército de Zhu y Mao, este inició los planes para abandonar la tierra de los bandidos con sus tropas y tomar otros territorios y hacerse con nuevas unidades armadas. Además, se marchaba porque la sierra de Jinggang estaba a punto de ser atacada. En junio Chiang Kai-shek había derrotado al gobierno de Pekín y, con la mayor parte de China bajo su control, había establecido su capital en Nanjing. Las tropas de Chiang ya se encontraban de camino a la base de Jinggang cuando, el 14 de enero de 1929, Mao emprendió la marcha. El grueso de su ejército, compuesto por unos tres mil hombres, le siguió, y también Zhu De, a quien Shanghai había nombrado comandante en jefe.
Quince meses después de su llegada, Mao dejaba tras de sí una tierra agotada. Era su primera experiencia en la dirección de una base y había demostrado que no tenía más estrategia económica que el saqueo, esto es, «la cuchillada y el incendio». Uno de los inspectores del Partido escribió a Shanghai:
«Antes de que llegase el ejército rojo […] la existencia era pacífica y feliz […] los campesinos […] tenían suficiente para vivir […] Desde la llegada del ejército rojo, las cosas cambiaron drásticamente. Porque el ejército rojo solo se sustentaba robando a los ricos […] como incluso los pequeñoburgueses, los campesinos ricos y los pequeños comerciantes fueron tratados como enemigos, y como después de una gran destrucción, no se puso el menor interés en la reconstrucción o en la crisis económica, el campo está en la bancarrota más absoluta y a punto de derrumbarse.»
Los hombres de Mao habían desangrado la zona y los lugareños los odiaban. Se marchó abandonando a sus heridos y a los comunistas civiles. Los que fueron capturados por el ejército gubernamental tuvieron suerte, solo los fusilaron con ametralladoras. Quienes cayeron en manos de las fuerzas locales fueron destripados, quemados vivos o acuchillados lentamente. Fueron asesinadas cientos de personas.
Un informe remitido a Shanghai por el comité del Partido que permaneció en Jinggang revelaba que la amargura dejada por el régimen de Mao era tan profunda que aunque los nacionalistas «también quemaron casas y mataron a algunos cabecillas, las masas no albergaban hacia ellos el menor resentimiento». Los aldeanos abandonaron la fe comunista en cuanto pudieron: «Naturalmente, bajo el gobierno rojo no se atrevían a actuar como unos reaccionarios», declaraba el informe. Pero los aldeanos que los comunistas no controlaban se pasaban «en masa a las filas nacionalistas». El informe culpaba de ello a los lugareños: «Nunca fueron buena gente», afirmaba.
A los bandidos que ya estaban en la zona antes de la llegada de Mao —en su mayoría eran oriundos de la sierra y en ella se quedaron— les fue mucho mejor: la mayoría sobrevivió. También se salvaron los dos jefes, Yuan y Zuo, que sin embargo morirían un año después, en marzo de 1930 a manos de los comunistas que regresaron a la zona. Moscú había ordenado traicionar a todos los «bandidos», esto es, utilizarlos primero y luego matarlos.
Aliarse con bandidos y otros grupos similares solo es posible antes de una revuelta —afirmaba un documento—. Después, tienen que desarmarlos y acabar con ellos sin compasión […] A sus jefes hay que tenerlos por líderes de contrarrevolucionarios, por mucho que colaboren con los levantamientos. Hay que eliminar por completo a esos jefes.
Los partidarios de Yuan y Zuo huyeron a las montañas y se convirtieron en anticomunistas feroces. Una unidad roja de investigación afirmó: «La población nos odia e hizo cuanto pudo por protegerles [a los forajidos]». Después de vivir con los bandidos y con los comunistas, los lugareños sabían muy bien a quién preferían.
Durante la marcha que le alejó del país de los bandidos, Mao no dejó de gastar bromas a sus camaradas. Tenía motivos para la alegría. Que Shanghai y Moscú hubieran aceptado sus demandas demostraba que podía continuar con sus planes. En realidad, en ese preciso momento, enero de 1929, en Moscú, el jefe del GRU, Yan Bersin, y el apparatchik de Stalin en China, Pável Mif, mantenían una reunión en la que se discutía la manera de «ayudar de forma práctica a Zhu-Mao», cuyos movimientos seguía Moscú con mucho interés. Era la primera ocasión en que el Kremlin se ocupaba de proporcionar ayuda militar específicamente al ejército de Zhu y Mao, al que, públicamente, se calificaba ya como «el más formidable de los ejércitos comunistas».
Las tropas gubernamentales emprendieron la persecución del ejército de Mao, que tuvo que librar varias batallas. En una de ellas cayó prisionera la mujer de Zhu De, que luego sería ejecutada en Changsha. Allí la decapitaron y clavaron su cabeza en una pica. Y fue precisamente en ese momento cuando Mao se dispuso a arrebatarle todo su poder. Dos semanas después de haber salido de la tierra de los bandidos, Mao abolió el cargo de comandante en jefe militar, que Shanghai había otorgado a Zhu, y concentró todo el poder en sus manos. Como el ejército rojo estaba siendo atacado por los nacionalistas, Zhu no respondió. A la hora de explotar una crisis, no era rival para Mao.
Mao no informó de las nuevas circunstancias. En vez de ello, escribió al Partido manifestando cuánto se alegraba de someterse a las órdenes del mismo. «¿Cómo debe proceder el ejército rojo? —escribió—. Estamos particularmente hambrientos de instrucciones. Por favor, ¿pueden comunicarme sus órdenes cuanto antes? […] Las resoluciones del VI Congreso son extraordinariamente acertadas. Las aceptamos con saltos de alegría. […] Esperamos que, en el futuro, el Comité Central nos remita una carta al mes». Mao pretendía ganarse el favor de Shanghai con la esperanza de que, cuando la cúpula conociera su golpe contra Zhu De, estuviera mejor dispuesta hacia él.
Pese a todo, Zhu De se abstuvo de revelar los movimientos de Mao. Zhu no tenía una particular ansia de poder y nulas dotes para la intriga. Y puesto que informar a Shanghai era tarea del jefe, escribir por su cuenta equivalía a declarar la guerra a Mao.
En marzo Mao tuvo otro golpe de suerte, pero esta vez relacionado con los nacionalistas. Aunque el Guomindang llevaba en el poder casi un año, Chiang Kai-shek se enfrentaba a poderosos adversarios. Algunos de ellos le declararon la guerra, así que las tropas que perseguían a Mao tuvieron que dar media vuelta para ocuparse de los rebeldes. Mao comunicó satisfecho a Shanghai que el enemigo, que se encontraba ya a medio kilómetro de su retaguardia, había «dado media vuelta de repente», dejándole escapar.
Para entonces, Mao se encontraba ya en la provincia costera de Fujian, en el sureste de China, donde logró conquistar Tingzhou, una población de tamaño considerable pero débilmente defendida. Situada a orillas de un río navegable rebosante de barcazas y mercantes, era una ciudad rica que mantenía fuertes vínculos con ultramar. Imponentes edificios de estilo europeo se alzaban puerta con puerta con recargados bazares que vendían productos de todo el Sureste Asiático. Mao llenó sus arcas robando a los ricos. «No tenemos ningún problema de suministro —escribió a Shanghai— y la moral está muy alta».
El ejército comunista adquirió un uniforme por primera vez, de una factoría que los fabricaba para los nacionalistas. Hasta entonces, los soldados rojos llevaban atuendos de todo tipo y color, a veces incluso vestidos y sotanas católicas. (Un sacerdote italiano se mostró particularmente preocupado cuando los rojos se llevaron su camisa fascista). El nuevo uniforme comunista era gris, igual que el nacionalista pero con una estrella roja en la gorra y una insignia roja.
De acuerdo con las órdenes de Mao, los invasores capturaron con vida al defensor de la ciudad, el general de brigada Guo, y lo mataron. A continuación, los comunistas organizaron una manifestación y colgaron el cadáver boca abajo de un castaño que estaba junto al estrado desde el que habló Mao, y luego lo pasearon por las calles de la ciudad. Para demostrar que el viejo orden había sido suplantado, Mao mandó arrasar hasta los cimientos el ayuntamiento de la ciudad.
Mao estableció su cuartel general en una magnífica villa con vistas al río, pero en mayo la tranquilidad de este nuevo refugio se vio alterada con la llegada de un hombre llamado Liu Angong. Era un enviado de Shanghai y tenía el cometido de asumir el tercer puesto en importancia en el ejército de Zhu y Mao. Angong acababa de llegar de la Unión Soviética, donde había recibido formación militar, y se quedó espantado al ver lo que Mao le había hecho a Zhu De y por su forma de dirigir al ejército. Mao, acusó, tenía «un ansia ilimitada de poder», era «dictatorial» y «actuaba siguiendo sus propios métodos y desobedeciendo a la jefatura».
Mao no podía seguir ocultado su usurpación. El 1 de junio de 1929, casi cuatro meses después de haber arrinconado a Zhu De, escribió a Shanghai comunicando que «el ejército» había «decidido relevar temporalmente del mando» a Zhu porque concurrían ciertas «circunstancias especiales». Procuraba minimizar el impacto de la noticia situándola en el número diez de un conjunto de catorce medidas. El resto de su informe estaba formulado en un tono obediente, conciliador, salpicado de afirmaciones de impaciencia por recibir órdenes del Partido: «Por favor, […] organicen un departamento de comunicaciones», solicitó, para comunicarse directamente con Shanghai. Y añadía: «Les envío opio por valor de diez mil yuanes para iniciar un fondo para organizar ese departamento». En efecto, Mao lo intentó todo para que Shanghai diera el visto bueno a su toma del poder.
Con Angong a su lado —y el ejército rojo libre por fin de la amenaza nacionalista—, Zhu De plantó cara a Mao. Contaba, además, con el apoyo de la mayoría de las tropas. Mao era extraordinariamente impopular, como aseguraba un informe
oficial que Shanghai recibiría posteriormente: «La masa estaba descontenta con Mao […] Muchos camaradas estaban resentidos con él […] le consideraban dictatorial […] Tiene mal carácter y le gusta insultar a la gente». En aras del equilibrio, Zhu también recibía algunas críticas, pero por detalles triviales como su afición a «fanfarronear» y su falta de decoro: «En pleno discurso, se subió inconscientemente los pantalones por encima de las rodillas. Parecía un gamberro sin dignidad».
Entre los comunistas existía todavía algún resto de procedimientos democráticos y era frecuente debatir algunos asuntos y votarlos. Los representantes del Partido en el ejército se reunieron el 22 de junio y votaron a favor de expulsar a Mao como comisario del Partido en el ejército y de restituir a Zhu en el cargo de comandante en jefe. Más tarde, Mao diría que se sintió «muy aislado». Antes de la votación, había proferido una amenaza: «Yo tengo un pelotón, ¡y lucharé!» Pero no podía hacer nada, porque sus partidarios habían sido desarmados antes de la reunión.
Nada más perder el control de su propia unidad, Mao comenzó a maniobrar para recuperarlo. Su plan consistía en hacerse con el dominio de la región donde se encontraba, un territorio recién ocupado y próximo a la costa situado en la provincia de Fujian, con su propio ejército rojo. Además, se trataba de la región más rica controlada por los comunistas, con 1.250.000 habitantes. Mao comunicó a la nueva cúpula del ejército que, ya que lo habían expulsado, deseaba marcharse y «trabajar con los civiles». Al parecer, nadie se percató de que esta tarea no era más que una tapadera para introducirse en los círculos rojos locales y hacerse con su control.
Mao salió del cuartel general de su ejército en una litera y acompañado de su esposa y de sus partidarios más fieles. Tiempo después, uno de ellos recordaría: «Cuando nos marchamos […] confiscaron nuestros caballos, así que nuestro séquito tenía un aspecto muy alicaído». El desaliñado grupo se dirigió al Jiaoyang, donde Mao había conseguido que uno de sus contactos en la zona convocase un congreso. El ejército de Zhu y Mao había contribuido a crear aquella base, así que Mao tenía cierto peso en la región, pese a que Shanghai no se la había asignado a Mao, sino al Comité de Fujian. Mao pretendía manipular el congreso y colocar a los fieles que le acompañaban en los puestos clave.
El 10 de julio y después de que se les comunicara que el congreso se inauguraría al día siguiente, unos cincuenta delegados locales se dieron alta en Jiaoyang. Mao los envió por toda la región para que, durante una semana, llevasen a cabo «toda suerte de investigaciones», según las palabras de un informe escrito poco después. Cuando el congreso se inauguró por fin, Mao fingió una enfermedad y volvió a retrasar el inicio de las sesiones. No estaba enfermo, su secretario lo reveló más tarde. El informe citado lamentó que el congreso «durase tanto» y que tuviese «un estilo tan laxo». Finalmente, se prolongó «nada menos que veinte días» y, para entonces, las fuerzas gubernamentales estaban muy cerca. En este punto, proseguía el informe, «llegaron noticias de que se acercaban los nacionalistas […] así que el Comité del Frente […] cambió de planes […] y el congreso […] fue clausurado […]».
Los delegados se marcharon sin haber votado los puestos clave. Tan pronto como dieron media vuelta, Mao designó para esos cargos a sus partidarios, de tal forma que pareció que era una decisión del congreso. Uno de sus hombres se convirtió en comandante en jefe de facto del ejército rojo de la región. Es preciso señalar que todos los seguidores de Mao eran oriundos de Hunan y no conocían el dialecto local.
Cuando los rojos de la zona descubrieron que Mao les había arrebatado el control de su propia región, montaron en cólera. Al año siguiente se rebelarían contra Mao, lo cual le condujo a desencadenar una sangrienta purga.
Durante el congreso, los delegados ya habían dado prueba de que temían a Mao y de que este no les agradaba. El citado informe señalaba que cuando él estaba presente, «los delegados rara vez hablaban», mientras que cuando estaba ausente «empezaban a debatir apasionadamente y las cosas mejoraban mucho». Mao no tenía autoridad sobre aquella sección del Partido, que era competencia del Comité Provincial de Fujian. Los delegados habían propuesto que este órgano estuviera presente en el congreso a fin de protegerles de Mao. Sin embargo, advertían las conclusiones del informe, «nuestro enviado fue arrestado y nuestra notificación se perdió, así que no había nadie del Comité Provincial para […] guiar el congreso». Esas conclusiones no precisaban si alguien sospechaba que hubiera habido juego sucio, pero lo cierto es que el canal de comunicaciones se había interrumpido en beneficio de Mao.
En cuanto se hizo con el control del nuevo territorio, Mao emprendió la tarea de relegar a Zhu De. Uno de los hombres de Zhu De, Lin Biao, colaboró en el derrocamiento. Lin Biao, que había sido un solitario y un heterodoxo en su primera juventud, había cultivado la amistad de Mao desde que llegó a la tierra de los bandidos el año anterior.
Lin Biao tenía tres cualidades que llamaron la atención de Mao. Una de ellas era su talento militar. Lin quiso ser soldado desde que era niño y había disfrutado mucho durante su estancia en la Academia Militar de Whampoa, una institución nacionalista. Tenía sólidos conocimientos de estrategia y había demostrado sus aptitudes en combate. Además, era un hombre poco convencional. A diferencia de muchos otros comandantes militares del PCCh, no había recibido formación en la Unión Soviética y no estaba empapado de la disciplina comunista. En las filas de Zhu De, todos sabían que Lin se había quedado con su parte del botín de los saqueos y que había contraído la gonorrea. Su tercera cualidad, la que más valoraba Mao, era su rencor hacia Zhu, su superior, que le había reprendido, algo que el exagerado orgullo de Lin no podía soportar.
En cuanto conoció a Lin, Mao buscó su amistad, que se ganó invitándole a aleccionar a sus tropas, un honor que no concedió a nadie más. A partir de entonces, Mao mantuvo con Lin una amistad muy especial. Décadas más tarde lo convertiría en su ministro de Defensa y en su segundo. A lo largo de su prolongada relación, Mao se ocupó de alimentar su vanidad y dejó que actuase sin atenerse a las normas. A cambio de ello, pudo recurrir a su complicidad siempre que fue necesario.
Su primera colaboración se produjo a finales de julio de 1929, en el momento del ataque nacionalista. Como comandante en jefe del ejército, Zhu preparó el plan de batalla, que disponía que todas las unidades debían reunirse el 2 de agosto. Sin embargo, llegado el día, la unidad que mandaba Lin no apareció. Se había quedado atrás, junto con Mao y la unidad de Fujian que Mao acababa de formar. Juntas, ambas unidades congregaban a casi la mitad de las fuerzas rojas, que para entonces sumaban 6.000 hombres, así que Zhu tuvo que presentar batalla con la mitad de efectivos que esperaba. Pese a todo, su disminuida fuerza se comportó bastante bien.
Pero si la mitad del ejército se negaba a obedecer sus órdenes, Zhu no podía ejercer el mando de forma efectiva, así que, con el ejército paralizado, los miembros leales del Partido y el ejército rojo miraron a Shanghai para que resolviera el problema.
En aquella época, el miembro más importante de la cúpula del Partido era Zhou Enlai. El secretario general, Xiang Zhongfa, un estibador, no era más que una figura decorativa. Lo habían designado para el puesto únicamente a causa de sus antecedentes proletarios. Sin embargo, quienes verdaderamente tomaban las decisiones eran agentes enviados por Moscú —que, en aquellos días, no solían ser rusos, sino comunistas europeos—. Los jefes eran un alemán llamado Gerhart Eisler (que posteriormente sería la figura principal del espionaje soviético en Estados Unidos) y un polaco conocido como Rylsky. Estos agentes controlaban el presupuesto del Partido —hasta en sus más mínimos detalles— y las comunicaciones con Moscú. También tomaban todas las decisiones políticas y hacían un seguimiento de sus resultados. Por lo demás, los asesores de Moscú supervisaban todas las actividades militares. Sus colegas chinos los llamaban maozi , «los peludos», porque tenían más vello corporal que los chinos. «El peludo alemán», «el peludo polaco» y «el peludo norteamericano», etcétera, eran expresiones que los chinos solían repetir. Uno de los agentes, probablemente encorvado, era conocido como «El peludo de la joroba». Los peludos daban órdenes a través de Zhou Enlai, que más tarde se haría famoso en todo el mundo como primer ministro de Mao, cargo en el que se mantuvo durante un cuarto de siglo. Pero el auténtico Zhou no era el cordial diplomático que los extranjeros conocieron, sino un implacable apparatchik al servicio de su fe comunista. A lo largo de su vida, sirvió al Partido con una audaz falta de integridad personal.
Zhou conoció el comunismo en Japón, a donde llegó en 1917 como estudiante. Tenía diecinueve años y la Revolución Rusa acababa de estallar. Tomó partido mientras estudiaba en Francia y, en 1921, se unió a la delegación francesa del Partido Comunista Chino. Allí se convirtió en un creyente fervoroso cuya dedicación se veía reflejada en su gran ascetismo. Bien parecido y con gran éxito entre las mujeres, no era en absoluto indiferente a la belleza. Recién llegado a Francia, no dejaba de manifestar en voz alta su admiración por las mujeres francesas: «¡Qué muchachas tan guapas! […] Aquí [en París], las mujeres son muy atractivas», escribió a un amigo. No tardó en echarse una novia muy sensual de la que se enamoró profundamente. Ahora bien, en cuanto se convirtió a la fe roja, hizo lo que muchos misioneros: escogió esposa no basándose en el amor, sino en que su mujer fuera una buena compañera de misión.
Muchos años después, en un raro momento de sinceridad, Zhou reveló a una sobrina cómo se había casado. Luego mencionó a la mujer de la que había estado enamorado y dijo: «Cuando decidí entregar a la revolución toda mi vida, me di cuenta de que no era la mujer adecuada para acompañarme durante el resto de mis días». Necesitaba una esposa tan devota como él, «Y escogí a tu tía […] y empecé a escribirle. Iniciamos nuestra relación por correspondencia». Se casó sin amor a los veintisiete años con una fanática de veintiún años llamada Deng Yingchao notablemente simple y sin gracia.
Tenaz e infatigable —hasta el extremo de hacerse inmune al frío—, Zhou era un buen administrador y un organizador brillante. Cuando Moscú se fijó en él puso en sus manos la crucial tarea de crear el Ejército Comunista Chino. En 1924, tras su estancia en Rusia, regresó a China, donde pronto se convirtió en director del Departamento Político de la Academia Militar de Whampoa, institución fundada por los soviéticos y encargada de formar a los oficiales nacionalistas. Su tarea secreta consistió en situar a agentes comunistas en la plana mayor del ejército nacionalista con vistas a hacerse con él en el momento oportuno —que pudo ser el Motín de Nanchang de agosto de 1927, organizado por Zhou poco después de que Chiang Kai-shek rompiera con el PCCh—. En el instante en que los amotinados fueron derrotados en la costa meridional de China, Zhou sufría delirios a causa de la malaria y no dejaba de gritar: «¡A la carga! ¡A la carga!» Unos compañeros lo trasladaron en una pequeña embarcación y todos huyeron a Hong Kong a través de un mar tan encrespado que tuvieron que atarse al mástil para que las olas no les arrojasen por la borda.
Después de eso, viajó a Shanghai, donde, a partir de principios de 1928, quedó a cargo de la administración del Partido. Dio muestras de ser un genio de la gestión en la clandestinidad, como atestiguarían todos los que trabajaron con él. En el verano del mismo año viajó a Rusia, donde conoció a Stalin antes del inicio del VI Congreso del PCCh. Fue la figura que dominó el congreso, al que aportó no menos de tres informes de gran importancia y en el que ejerció como secretario. Sus competencias eran numerosas: organizó, con los auspicios de Moscú, el KGB chino [13] y dirigió a su escuadrón de asesinos. Pero la formación del ejército rojo chino fue su labor más importante.
Entre los rasgos que convertían a Zhou en un apparatchik ideal estaban la disciplina y su inquebrantable obediencia a las directrices marcadas por Moscú, y también su servilismo. En efecto, era capaz de aguantar todo tipo de reprimendas de sus amos. En el futuro, siendo primer ministro de Mao, accedió a rebajarse en repetidas ocasiones y de buena gana y con un lenguaje tan humillado que quien le escuchaba se sentía abochornado. Pero sus serviles autocríticas habían comenzado décadas antes: «Desearía que todo el Partido me viera y condenara mis errores», afirmó en 1930, suplicando que le dejaran criticar sus propios, «graves y sistemáticos errores» en la prensa del Partido. En cierta ocasión en una de las reuniones del Partido y advirtiendo quizá una vena de masoquismo en Zhou, uno de los enviados alemanes de Moscú dijo: «En cuanto al camarada Enlai, nosotros, deberíamos, por supuesto, darle una patada en el culo. En fin, la verdad es que no queremos expulsarle, solo pretendemos reformarlo […] y ver si corrige sus errores». Zhou se limitó a permanecer sentado en silencio y aceptar las palabras del alemán.
Al parecer, Zhou jamás aspiró a la jefatura del partido; tenía poca iniciativa y necesitaba órdenes de arriba. Además, podía ser muy prolijo. Uno de sus subordinados durante la década de 1920 recuerda: «Una vez que empezaba a hablar, no podía parar. Hablaba con claridad, pero con poca garra […] como un maestro de escuela a sus alumnos». En efecto, podía hablar siete u ocho horas seguidas, y aburrir a los presentes hasta el extremo de quedarse dormidos.
Gracias a su lealtad, y a su indudable capacidad de trabajo, Moscú le nombró máximo dirigente del Partido en 1928, de modo que fue a él a quien correspondió resolver la disputa entre Zhu y Mao. Siguiendo instrucciones de Moscú, escribió al ejército de Zhu y Mao el 21 de agosto de 1929 para respaldar al segundo y zanjar todas las críticas. Mao, insistió, «no era patriarcal en absoluto»; si había relevado de su puesto a Zhu De, sus razones tendría. Por lo demás, Zhou mandó llamar a Angong, el enviado del Partido que había hablado en contra de Mao. Al poco tiempo, Angong murió en combate.
Aunque Mao había roto todas las reglas, Shanghai le apoyó. Mao era insubordinado, pero un ganador. Su ambición era la prueba de que poseía el ansia de poder necesaria para conquistar China, sobre todo cuando un ejército comunista que contaba sus efectivos por millares debía enfrentarse a unas tropas nacionalistas que sumaban millones de hombres. Por otra parte, en aquellos momentos entraban en juego dos factores añadidos a favor de Mao. Dos mil kilómetros al norte del lugar donde se encontraba Mao discurría el ferrocarril de Manchuria, que, controlado por los rusos y con mil quinientos kilómetros de recorrido, atravesaba el noreste de China desde Siberia hasta Vladivostok. Además, la Rusia comunista había prometido renunciar a los privilegios territoriales que, heredados de la Rusia zarista, mantenía en China (los soviéticos habían recibido de los zares la mayor concesión extranjera de China: más de mil kilómetros cuadrados de extensión). Finalmente, en el verano de 1929, cuando parecía evidente que Moscú no cumpliría su promesa [14] , los chinos asaltaron el ferrocarril de Manchuria.
Moscú organizó un Ejército Especial del Lejano Oriente que, comandado por el mariscal Bliujer, ex asesor militar de Chiang Kai-shek, se aprestó a invadir Manchuria. Además, Stalin pensó en organizar una revuelta en la zona a fin de ocupar Harbin, la mayor ciudad del norte de la provincia, «y establecer en ella un gobierno revolucionario». El máximo dirigente de la Unión Soviética concretó el objetivo de la operación entre paréntesis: (masacrar a los terratenientes […]). En noviembre el ejército soviético cruzó la frontera y penetró 125 kilómetros en Manchuria.
Moscú quería que los comunistas chinos realizaran alguna maniobra de diversión, así que ordenó al PCCh que movilizara «a todo el Partido y a la población para que estuvieran preparados para defender a la Unión Soviética con las armas». En este contexto, esto es, proteger los intereses de Estado de los rusos, los movimientos de Mao adquirieron mayor importancia y urgencia. En su carta de restitución de Mao, Zhou añadía: «Su primera y más importante tarea consiste en desarrollar la guerrilla […] y ampliar el ejército rojo». El 9 de octubre y en presencia de Stalin, el Politburó soviético afirmó que «las regiones de Mao Zedong» (adviértase: ninguna mención a Zhu) eran las zonas claves para extender la guerra partisana y contribuir a solventar la crisis del ferrocarril de Manchuria.
Pero Moscú tenía otra razón para apoyar a Mao, una razón relacionada con Trotski, la bestia negra de Stalin, a quien el dictador soviético acababa de enviar al exilio. Trotski contaba con un pequeño pero fiel grupo de partidarios en China. Además, el profesor Chen Duxiu, a quien Moscú había defenestrado dos años antes, daba muestras de inclinarse hacia el trotskismo. Por otra parte, el profesor estaba en contra de que el PCCh apoyase a la Unión Soviética en la cuestión del ferrocarril de Manchuria —una postura, afirmaba, que «solo sirve para que la gente piense que bailamos al son que marcan los rublos»—.
A Stalin le preocupaba que Chen pudiera aprovechar su considerable prestigio en favor de los trotskistas y a los agentes de Moscú en Shanghai les inquietaba que Mao, de quien Chen fue mentor, pudiera coaligarse con él.
Así pues, los rusos respaldaron a Mao, a quien publicitaron con gran celo en todos sus medios de propaganda. Durante los meses que duró la crisis de Manchuria, el órgano clave del Partido Comunista soviético, el Pravda , dedicó no menos de cuatro artículos a Mao. El periódico soviético, en efecto, lo calificó de «líder» ( vozhd , la misma palabra empleada por Stalin). Ningún otro comunista chino recibió una aclamación tan generosa, ni siquiera sus superiores.
Cuando Zhu De y sus aliados supieron, por una carta del propio Zhou, que Mao había sido restituido, se plegaron al dictado de Shanghai e hicieron llegar la misiva a Mao. Para entonces, este se encontraba en una aldea muy pintoresca a varios kilómetros de distancia, en una elegante villa de dos plantas con una palmera en el patio. Estaba pasando unos días de descanso, bebía mucha leche (algo raro tratándose de un chino) y, todos los días, tomaba un kilo de ternera cocida en sopa acompañado de un pollo entero. Describió cuan en forma estaba con un lenguaje habitual en él: «Puedo comer mucho y cagar mucho».
La carta de Zhou le dejó eufórico. Lejos de recibir una reprimenda, tras violar las normas del Partido y sabotear a sus colegas, recibía una recompensa. Saboreando su triunfo, se quedó en la aldea durante más de un mes, aguardando a que, ante la presión de Shanghai, Zhu De acabase por ceder.
Por aquel entonces, Guiyuan, la esposa de Mao, vivía con él, y también una pareja de acólitos. Con las mujeres, Mao no hablaba de política. En su compañía, prefería relajarse. Después de cenar, las dos parejas salían a dar un paseo hasta un pequeño puente y disfrutaban del crepúsculo desde un prado situado junto a un arroyo. Cuando caía la noche, los campesinos prendían antorchas de pino junto al borde del agua. A la luz acudían montones de peces que los lugareños cogían con redes o incluso con las manos. Las cabezas de pescado, que según se decía eran buenas para el cerebro, eran el plato favorito de Mao. De día se sentaba junto a una ventana y, para diversión de sus amigos, leía en voz alta en inglés y con un marcado acento de Hunan. Su torpe desempeño, carente apenas de progresos, era una especie de actividad relajante.
Zhu De y sus partidarios «escribieron varias veces para pedir al camarada Mao que volviese», según informaron a la cúpula de Shanghai, que, obviamente, estaba inquieta. Pero Mao no se desplazó hasta últimos de noviembre y solo porque, como señal de acatamiento, Zhu envió algunas tropas para que le escoltasen.
El 28 de noviembre Mao escribió a Shanghai una carta que Zhou Enlai leyó con mucho agrado por su «muy positivo» espíritu. Según Zhou, Mao aceptó «en su totalidad las instrucciones del Comité Central». Pero Mao reservó para Moscú su primer gesto de deferencia. Tachó al profesor Chen, su antiguo mentor, de «contrarrevolucionario» y propuso una «ofensiva propagandística» para desacreditarle. También habló de denunciar a Trotski. Por su parte, sus tropas asistieron diariamente a charlas que abogaban por «el apoyo armado a la Unión Soviética».
Tras destituir a Zhu, Mao lo mantuvo como figura decorativa y permitió que siguieran llamando a su ejército el ejército de Zhu y Mao. De esta forma, Mao complacía tanto a Moscú como a Shanghai, que habían ordenado «unidad», y explotaba el elevado prestigio de Zhu entre sus tropas. Zhu acabaría por ser el hombre de paja de Mao durante medio siglo, hasta que, en 1976 y con pocas semanas de diferencia, ambos fallecieron.
Pese a todo, algunas veces Zhu dio rienda suelta a su ira y frustración. En febrero de 1931 se presentó ante los jefes militares y, refunfuñando, les dijo que «no era más que una marioneta en manos de Mao, que no tenía ningún poder, que Mao jugaba con él». Moscú fue informado, pero no levantó un dedo por contener a Mao.
El regreso de Mao al mando fue anunciado durante una gran reunión de delegados del ejército convocada en la ciudad de Gutian en diciembre de 1929. Para adelantarse a los posibles disidentes, se valió de una treta. Sabía que no había nada que los soldados odiasen más que la ejecución de desertores. De acuerdo con un informe coetáneo enviado a Shanghai, «cada vez que se emprendía la marcha, se ejecutaba a unos cuantos desertores y se los colocaba en las cunetas a modo de advertencia a los demás». Por otra parte, y contrariamente a lo que tan a menudo se ha afirmado, esto demuestra cuánto costaba mantener cohesionado al ejército rojo. Lo cierto es que ni siquiera las ejecuciones tenían un efecto duradero. «Pero continuamos sin evitar las deserciones», añadía el informe.
En Gutian, Mao insistió en introducir una resolución para abolir esta práctica. La iniciativa resultó tremendamente popular entre los soldados, pero a los pocos meses, cuando las resoluciones de Gutian comenzaron a circular, el asunto no figuraba entre ellas. En cuanto Mao consolidó su posición, desapareció. Y continuaron las ejecuciones de desertores.
Tras conseguir que los delegados presentes en Gutian le mirasen con buenos ojos por su postura ante las ejecuciones de desertores, Mao tuvo el camino expedito para conseguir lo que realmente deseaba: resoluciones de condena de todo aquello que se interponía entre él y el poder absoluto, sobre todo en lo relativo a la dirección del ejército profesional. Mao no era militar. Zhu sí. Así que, muy al estilo soviético, Mao inventó una etiqueta peyorativa, «punto de vista exclusivamente militar», para afirmar que había asuntos demasiado importantes para dejarlos en manos de los militares profesionales. Aborrecía todavía más la práctica de votar, porque había sido una votación libre la que lo había relegado. Así que también buscó una etiqueta peyorativa para el voto, la de «ultrademocracia», y por indicación suya la práctica, esta sí, se abolió.
Mao era un adicto a la comodidad, mientras que Zhu vivía como un soldado raso. Entre las filas del ejército existía una particular aversión a los privilegios porque lo que muchos soldados habían buscado al alistarse había sido precisamente la igualdad, que era el principal reclamo del Partido. Para sofocar toda protesta acerca de los privilegios, Mao inventó el término «igualitarismo absoluto» para designar un delito; el término «absoluto» lo añadió para que a sus adversarios les resultase más difícil disentir. A partir de entonces, los privilegios formaron, oficialmente, parte inalienable del comunismo chino. Cuando 1930 llegaba a su fin, Mao, que acababa de cumplir treinta y seis años, pudo mirar al año que concluía con notable satisfacción. Después de quebrar todas las reglas, el Partido le había entregado el ejército rojo de mayor tamaño fuera del bloque soviético. Moscú y Shanghai lo estaban sobornando de forma palpable, lo cual quería decir que le necesitaban. Y él podía explotar con satisfacción la influencia que esto le proporcionaba. «Y ahora, ¿a dónde voy?», se preguntó Mao y, murmurando un poema, salió a caballo por los húmedos senderos que atravesaban los bosques. Lo sabía perfectamente: a emprender más maniobras que le auparan a la cima del poder. |
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