En el catolicismo llama la atención, en un examen libre de prejuicios, cierta lentitud y calma, unidas a una gran amplitud. Su pretensión principal, el ofrecer lugar para todos, se halla contenida ya en su nombre. Se desea que todos se conviertan a él y cada cual es aceptado bajo ciertas condiciones que, sin embargo, pueden percibirse como duras. En esto, en el principio y no en el proceso de recepción, el catolicismo ha conservado un último vestigio de igualdad, que contrasta curiosamente con su índole por lo demás estrictamente jerárquica.
Su calma, que junto con su amplitud ejerce sobre muchos la mayor atracción, la debe a su antigüedad y su aversión a toda violencia masiva. La desconfianza a la masa no abandona al catolicismo desde hace mucho tiempo, quizá ya desde los más tempranos movimientos heréticos de los montañistas, que se dirigieron a los obispos con resuelta irreverencia. La peligrosidad de estallidos súbitos, la facilidad con que llevan más allá su rapidez e imprevisibilidad, y particularmente, sin embargo, la supresión de las distancias obligadas, entre las que debe contarse especialmente las distancias de la jerarquía eclesiástica, todo ello determinó ya muy pronto a la iglesia a ver en la masa abierta su enemigo principal y oponerse a ella de todas las maneras posibles.
Todos los contenidos de su fe, como también todas las formas prácticas de su organización, están teñidas de esta inconmovible cognición. Hasta ahora no ha habido sobre la tierra Estado alguno que haya sabido defenderse con tan múltiples pliegues contra la masa. Comparados con la iglesia todos los poderosos parecen tristes chapuceros.
Hay que pensar ante todo en el culto mismo, que actúa de la manera más inmediata sobre los fieles reunidos. Es de una lentitud y parsimonia sin parangón. Los movimientos de los sacerdotes, en su pesado y rígido ornato, la mesura de sus pasos, lo sostenido de sus frases, todo ello recuerda un poco una lamentación fúnebre infinitamente diluida, repartida por los siglos con tal regularidad que de lo repentino de la muerte, de lo intenso del dolor, apenas si queda algo: el proceso temporal del lamento está momificado.
De más de una manera se impide la vinculación entre los mismos fieles. No se predican unos a otros; la palabra del sencillo creyente no tiene valor alguno de santidad. Cualquier cosa que espere, cualquier cosa que pueda resolver, la presión múltiple que se ejerce sobre él emana de una fuente superior; lo que no le es explicado ni siquiera lo entiende. La palabra santa se le administra pre-masticada y dosificada; es ella, precisamente en cuanto santa, la que se protege de él. Incluso sus pecados pertenecen a los sacerdotes, a quienes debe confesarlos. No es un alivio para él comunicárselos a otros fieles comunes y tampoco debe guardarlos para sí. En todo problema moral profundo,él encara sólo al clero; a cambio de la vida medianamente satisfecha que el clero le ofrece, él se entrega por completo.
Pero incluso la manera como se administra la comunión separa al creyente de los demás que la reciben con él, en vez de vincularlos en el mismo sitio y lugar. El comulgante recibe, sólo para sí, un valioso tesoro. Para sí lo espera, para sí ha de guardarlo. Basta observar las filas de quienes van a tomar la comunión para advertir hasta qué punto cada cual se ocupa sólo de sí mismo. Quien le antecede, quien le sigue, le importa aún menos que el prójimo con quien trata en la vida ordinaria, y la vinculación con este último ya es, de por sí, por cierto tenue. La comunión vincula al destinatario con la iglesia, que es invisible y de dimensiones descomunales. Ella lo arrebata a los presentes. Los comulgantes se sienten entre ellos muy poco como cuerpo, lo mismo que un grupo de hombres que, habiendo encontrado un tesoro, acaban de repartirlo entre sí.
En la naturaleza de este hecho, tan importante para la fe, la iglesia delata su prudencia ante todo lo que sólo pudiera evocar a la masa. Debilita y frena lo que hay de común entre los hombres realmente presentes y coloca en su lugar un misterioso país remoto, suprapotente, que no necesita imprescindiblemente del creyente, y que jamás suprime realmente la frontera que de él, mientras viva, lo separa. La masa autorizada, a la que el catolicismo reenvía una y otra vez, la de los ángeles y bienaventurados, no sólo está relegada a un más allá lejano y, ya por ello, por su apartamiento, inofensiva y fuera del alcance de todo contagio inmediato, sino que es también dentro de sí de una impasibilidad y calma ejemplares. Uno no se imagina que los bienaventurados sean muy activos; su impasibilidad recuerda la de una procesión. Deambulan gozosos y cantan, alaban y perciben su regocijo. Todos están en la misma situación, y hay que reconocer cierta uniformidad en su destino; nunca se ha intentado disimular ni ocultar lo semejante que es su tren de vida. Son muchos; están juntos, muy próximos; y se hallan colmados por la misma bienaventuranza. Pero, en eso mismo, se encuentran enumerados sus rasgos masivos. Se hacen cada vez más, pero tan lentamente que no se nota: nunca se habla de su número creciente. Tampoco tienen dirección. Su estado es definitivo. La corte que constituyen es inmutable. Ya no quieren ir a ninguna parte; ya nada les cabe esperar. Ciertamente es ésta la forma de masa más mansa y menos dañina que pueda imaginarse. Quizás ni siquiera pueda calificársela de tal; está justo en el límite: un coro reunido que entona hermosos cánticos, aunque no demasiado excitantes; la elección como estado eterno, después de todos los quehaceres que sirven a la prueba. Si duración no fuese lo más difícil de alcanzar en todo lo que los hombres anhelan, sería difícil de comprender qué es lo que específicamente constituye la atracción de los bienaventurados en cuanto masa.
En este mundo nada goza del inmovilismo de los bienaventurados: sin embargo, cualquier cosa que muestre la iglesia ha de mostrarlo lentamente. Las procesiones son un ejemplo impresionante. Han de ser vistas en lo posible por la mayoría; su movimiento se orienta a ese fin, es como un tenue fluir. Reúnen a los creyentes, apenas rozándolos para incorporarlos paulatinamente y sin movimientos a no ser el caer de rodillas -en el debido orden de progresión o al final del cortejo, sin la mínima idea, la mínima añoranza de ascender dentro de esta progresión.
La procesión ofrece siempre una estampa de la jerarquía eclesiástica. Cada cual lleva la vestidura de su plena dignidad y es reconocido y designado por cada uno como lo que representa. Se espera la bendición de aquel que tiene el derecho a impartirla. Ya esta articulación de la procesión inhibe en el espectador la aproximación a un estado similar al de masa. Es retenido en muchos escaños de la contemplación a la vez; todo equipararse entre ellos, todo reunirse abrupto está excluido. El contemplador adulto jamás se verá como sacerdote u obispo. Ellos siempre permanecen separados de él, siempre por encima suyo. Pero cuanto más creyente, tanto más se inclinará a testimoniarles su veneración a ellos, que están tanto más arriba y son tanto más santos que él. Exactamente lo mismo y no otra cosa persigue la procesión; quiere alcanzar la veneración conjunta de los fieles. No se desea más comunitarismo, pues podría conducir a actividades y estallidos pasionales ya incontrolables. También la veneración misma está graduada; ascendiendo a lo largo de la procesión, peldaño a peldaño, peldaños conocidos y esperados, estáticos, que neutralizan todo aguijón de brusquedad. Sube quieta e imperturbable como la marea, alcanza su nivel más alto y, lenta, vuelve a caer.
Dada la importancia de todas las formas de organización para la iglesia no es de extrañar que presente un rico número de cristales de masa. Quizá su función en ninguna parte pueda estudiarse tan bien como aquí; lo que sin embargo no hay que olvidar, es que también ellos sirven a la dirección general de la iglesia, que es la de impedir o propiamente demorar las formaciones de masa.
A estos cristales de masa pertenecen los monasterios y las órdenes. Contienen a los cristianos propiamente tales, que viven para la obediencia, la pobreza y la castidad. Han de servir para poner una y otra vez ante la vista de los otros, de los muchos que se llamarán cristianos pero que no son capaces de vivir como tales, gente que de veras lo es. Entrar en una orden religiosa es, desde este punto de vista, dar un ejemplo, el mejor. Significa renunciamiento y desprendimiento del acostumbrado lazo de la familia.
Su función cambia por completo en épocas de peligro. No siempre la iglesia puede permitirse su elegante reserva, su aversión ante la masa abierta, la prohibición que ha impuesto a su formación. Hay épocas en que la amenazan enemigos del exterior, en las que la apostasía se propaga tan rápido, que sólo es posible combatirla con los medios de la epidemia misma. En tales épocas, la iglesia se ve en la necesidad de oponer a las masas enemigas otras propias. Los monjes se convierten entonces en agitadores que predicando cruzan el país e instigan a la gente a una actividad que en condiciones normales se prefiere evitar. El más grandioso ejemplo de una formación deliberada de masas llevada a cabo por la iglesia son las cruzadas.
En Masa y poder
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