PREFACIO
por
STANLEY HOFFMANN
por
STANLEY HOFFMANN
Pocos textos sobre los acontecimientos internacionales recientes, la guerra contra Irak y sus implicaciones o los imperativos europeos frente al neoimperialismo estadounidense, me han parecido tan profundos e incisivos como esta incursión de uno de los mayores intelectuales de nuestro tiempo en el ámbito de las relaciones internacionales. Tzvetan Todorov, un hombre del Renacimiento (o de la Ilustración) que ha tratado asuntos muy diversos, desde la lingüística hasta el totalitarismo y desde la historia intelectual hasta la filosofía y la antropología, con una lucidez y una capacidad de análisis y de concentración excepcionales, nos enseña una lección magnífica con esta obra. Todorov nos explica cómo debería ser la política exterior de una democracia liberal en el mundo de hoy, nos previene contra la tentación de ejercer un poder absoluto y privilegiar el recurso a la fuerza, reivindica el pluralismo y critica el mesianismo, advirtiéndonos contra las falsas ilusiones de la posibilidad de exportar la democracia. Y lo hace con un estilo digno de Montesquieu o de Tocqueville, al hilo de una reflexión que retoma una idea de Camus, para quien los medios empleados son tan importantes como los objetivos perseguidos. Todorov alerta contra los peligros de un poder sin control en el interior y sin contención en el exterior, lo cual le sirve de base para desarrollar una crítica de la nueva estrategia internacional de Estados Unidos, mucho más convincente que las imprecaciones y prejuicios habituales.
Además, Todorov hace una propuesta para contener, o cuanto menos mitigar, la inevitable primacía de la «hiperpotencia»: que Europa no se limite a ser un modelo de unificación próspera y pacífica y un ejemplo de reconciliación entre países con un largo historial de conflictos en un continente desgarrado, sino que llegue a convertirse en lo que denomina una «potencia tranquila». Una Europa así tendría que ser capaz de disminuir su dependencia de Estados Unidos en materia de defensa y asumir sus responsabilidades en materia de política exterior. De este modo, debería poder imponer su postura frente a una potencia norteamericana que, partiendo de una concepción impertinente y desdeñosa de las alianzas, el derecho y los organismos internacionales, no vacila en recurrir a la fuerza sea donde sea. Finalmente, Todorov apunta algunas ideas justas, ambiciosas y originales a la vez, sobre la necesaria adaptación de las instituciones europeas y los valores que la Unión Europea puede y debe defender y fomentar en un mundo peligroso y caótico.
¡Cuántas cosas en tan pocas páginas! Como europeo residente en Estados Unidos desde hace casi medio siglo, es para mí un privilegio y un honor escribir el prefacio a la obra de un hombre cuya sabiduría y erudición me fascinan desde hace mucho tiempo y de quien comparto, en lo esencial, las ideas que desarrolla en este libro.
S. H.
Universidad de Harvard.
EL NUEVO DESORDEN MUNDIAL
Seguramente, muy pocos de los acontecimientos sucedidos lejos de nuestras ciudades y nuestros campos habrán suscitado tantas pasiones y tantos discursos como el conflicto entre Estados Unidos e Irak en los primeros meses del año 2003. Aunque los combates no debían librarse en el territorio de nuestro continente, todos los europeos se sentían implicados, como si pensaran que su destino también estaba en juego. Pocas veces he leído tantos periódicos y escuchado tantas declaraciones, y no debía de ser el único que tenía esta sensación. El debate fue especialmente agitado porque se enfrentaban puntos de vista irreconciliables, aunque decían defender los mismos ideales: el orden democrático y los derechos humanos. Gran parte de la población europea parecía obligada a dividirse entre dos actitudes bien distintas: condenar la guerra o condenar la dictadura de Sadam Husein, a fin que la guerra tenía como objetivo la desaparición de la dictadura. ¿Era posible suscribir las dos posturas a la vez sin caer en la incoherencia? ¿Había que renunciar a una de las dos?, y en ese caso, ¿a cuál?
Y eso no es todo. El conflicto, junto con las polémicas que suscitó, puso también en cuestión la identidad de Europa. Normalmente, el debate sobre las instituciones europeas solo interesa a los expertos o a los escasos políticos consagrados a esta causa, mientras que los interrogantes sobre la naturaleza de la civilización y la sociedad europeas sirven, en el mejor de los casos, para animar discusiones académicas. Y de pronto, por la presión de los acontecimientos —¡la guerra!—, la identidad europea pasaba a ser objeto de un debate común, presente en todos los medios de comunicación. De hecho, la situación era realmente preocupante, ya que era la primera vez desde 1945 en que Europa parecía no querer alinearse con la política de Estados Unidos. O por decirlo de otro modo: en relación con la cuestión militar, se crearon enfrentamientos entre algunos gobiernos europeos. Reaparecieron antiguas fracturas y se les sumaron otras nuevas: entre «atlantistas» y «europeos», entre la «vieja» y la «nueva» Europa, reinaba el desacuerdo. A todo ello se sumó, al menos en algunos países, el divorcio entre la opinión pública y la política gubernamental. Toda esta discordia hizo que los europeos tuvieran que plantearse una cuestión de fondo: ¿En qué consiste la identidad del continente? Y ¿qué Europa queremos para el futuro?
La intensidad de la polémica me obligó a abandonar mis ocupaciones habituales como historiador de las ideas y las culturas, ya que sentí la necesidad de comprender los acontecimientos que acababan de producirse y poner algo de orden en mis propias reacciones como ciudadano. Por eso he escrito las páginas que siguen. Sin duda, mis orígenes y fidelidades personales han motivado también mi interés en el tema. Aunque nací y me eduqué en un lado de Europa (en Bulgaria), llevo
Además, Todorov hace una propuesta para contener, o cuanto menos mitigar, la inevitable primacía de la «hiperpotencia»: que Europa no se limite a ser un modelo de unificación próspera y pacífica y un ejemplo de reconciliación entre países con un largo historial de conflictos en un continente desgarrado, sino que llegue a convertirse en lo que denomina una «potencia tranquila». Una Europa así tendría que ser capaz de disminuir su dependencia de Estados Unidos en materia de defensa y asumir sus responsabilidades en materia de política exterior. De este modo, debería poder imponer su postura frente a una potencia norteamericana que, partiendo de una concepción impertinente y desdeñosa de las alianzas, el derecho y los organismos internacionales, no vacila en recurrir a la fuerza sea donde sea. Finalmente, Todorov apunta algunas ideas justas, ambiciosas y originales a la vez, sobre la necesaria adaptación de las instituciones europeas y los valores que la Unión Europea puede y debe defender y fomentar en un mundo peligroso y caótico.
¡Cuántas cosas en tan pocas páginas! Como europeo residente en Estados Unidos desde hace casi medio siglo, es para mí un privilegio y un honor escribir el prefacio a la obra de un hombre cuya sabiduría y erudición me fascinan desde hace mucho tiempo y de quien comparto, en lo esencial, las ideas que desarrolla en este libro.
S. H.
Universidad de Harvard.
EL NUEVO DESORDEN MUNDIAL
Seguramente, muy pocos de los acontecimientos sucedidos lejos de nuestras ciudades y nuestros campos habrán suscitado tantas pasiones y tantos discursos como el conflicto entre Estados Unidos e Irak en los primeros meses del año 2003. Aunque los combates no debían librarse en el territorio de nuestro continente, todos los europeos se sentían implicados, como si pensaran que su destino también estaba en juego. Pocas veces he leído tantos periódicos y escuchado tantas declaraciones, y no debía de ser el único que tenía esta sensación. El debate fue especialmente agitado porque se enfrentaban puntos de vista irreconciliables, aunque decían defender los mismos ideales: el orden democrático y los derechos humanos. Gran parte de la población europea parecía obligada a dividirse entre dos actitudes bien distintas: condenar la guerra o condenar la dictadura de Sadam Husein, a fin que la guerra tenía como objetivo la desaparición de la dictadura. ¿Era posible suscribir las dos posturas a la vez sin caer en la incoherencia? ¿Había que renunciar a una de las dos?, y en ese caso, ¿a cuál?
Y eso no es todo. El conflicto, junto con las polémicas que suscitó, puso también en cuestión la identidad de Europa. Normalmente, el debate sobre las instituciones europeas solo interesa a los expertos o a los escasos políticos consagrados a esta causa, mientras que los interrogantes sobre la naturaleza de la civilización y la sociedad europeas sirven, en el mejor de los casos, para animar discusiones académicas. Y de pronto, por la presión de los acontecimientos —¡la guerra!—, la identidad europea pasaba a ser objeto de un debate común, presente en todos los medios de comunicación. De hecho, la situación era realmente preocupante, ya que era la primera vez desde 1945 en que Europa parecía no querer alinearse con la política de Estados Unidos. O por decirlo de otro modo: en relación con la cuestión militar, se crearon enfrentamientos entre algunos gobiernos europeos. Reaparecieron antiguas fracturas y se les sumaron otras nuevas: entre «atlantistas» y «europeos», entre la «vieja» y la «nueva» Europa, reinaba el desacuerdo. A todo ello se sumó, al menos en algunos países, el divorcio entre la opinión pública y la política gubernamental. Toda esta discordia hizo que los europeos tuvieran que plantearse una cuestión de fondo: ¿En qué consiste la identidad del continente? Y ¿qué Europa queremos para el futuro?
La intensidad de la polémica me obligó a abandonar mis ocupaciones habituales como historiador de las ideas y las culturas, ya que sentí la necesidad de comprender los acontecimientos que acababan de producirse y poner algo de orden en mis propias reacciones como ciudadano. Por eso he escrito las páginas que siguen. Sin duda, mis orígenes y fidelidades personales han motivado también mi interés en el tema. Aunque nací y me eduqué en un lado de Europa (en Bulgaria), llevo
cuarenta años viviendo en el otro (en Francia). La distancia entre uno y otro país no equivale solamente a la separación entre Oriente y Occidente, sino también a la división entre totalitarismo y democracia. Estando en el lado occidental, asistí con alegría a la caída del Muro de Berlín, y también vi con honda satisfacción, porque ya podía considerarme de Europa en su conjunto, cómo el continente daba sus primeros pasos hacia la reunificación. Por mi sensibilidad, me encuentro tan cerca de la Europa del Este como de la Europa del Oeste. Al mismo tiempo, Estados Unidos no es para mí un país extranjero, puesto que lo visito a menudo, he vivido allí y allí tengo amigos y familiares. En una palabra, he vivido en mis propias carnes las recientes tensiones, tanto en el interior como en el exterior de Europa. Seguramente es por ello por lo que hoy he querido asumir y afirmar mi identidad como europeo del siglo XXI .
LAS RAZONES DE LA GUERRA
La guerra de Estados Unidos contra Irak se ha explicado de maneras muy distintas según el grupo con el que se identificaba cada cual, hasta el punto de que en la mente de los ciudadanos se ha instaurado una inevitable confusión. Para empezar deberíamos plantearnos por qué tuvo lugar, ya que es a partir de la respuesta que demos a esta pregunta como podremos juzgar la legitimidad de esta guerra.
El presidente norteamericano G. W. Bush, en el discurso a la nación pronunciado el 17 de marzo de 2003, momento en que declaró la guerra a Irak, apuntó un doble motivo: «El régimen iraquí continúa poseyendo y ocultando algunas de las armas más mortíferas conocidas hasta ahora… Además, ha prestado apoyo, entrenado y alojado a terroristas, entre ellos a varios agentes de Al Qaeda». La amenaza se define por la conjunción de ambos motivos: Irak fabrica armas, y además puede ponerlas a disposición de los terroristas responsables de los atentados del 11 de septiembre. Pero ¿se trataba de una amenaza verosímil?
En primer lugar, hay que decir que la primera afirmación es claramente hiperbólica: desde cualquier punto de vista, Irak no es ni mucho menos el país del mundo que ha fabricado las armas más destructivas. Bush peca de modesto, ya que este honor recae en los países occidentales, y en primer lugar en el propio Estados Unidos. Pero dejemos este detalle de lado y preguntémonos si Irak estaba en posesión de estas armas poco antes de la intervención.
Damos el nombre de «armas de destrucción masiva» a tres cosas diferentes: el armamento nuclear, el armamento biológico y el armamento químico. Está demostrado que Irak no tenía armas del primer tipo, ya que las perdió con el bombardeo israelí de sus instalaciones nucleares, y la permanente vigilancia de las potencias occidentales impidió que retomara este proyecto. Una vez terminada la guerra se ha sabido que las acusaciones sobre la recuperación del programa nuclear iraquí no tenían fundamento. Por otro lado, también está demostrado que Irak fabricó armas biológicas, aunque, como también se sabe, este tipo de armas pierden su eficacia al cabo de un tiempo y en este caso habían sido fabricadas hacía varios años. Suponiendo que existieran, ya no estarían en condiciones de ser utilizadas. Por último, las armas químicas, que Irak había fabricado también en su momento, quedaron destruidas tras la primera Guerra del Golfo, en el año 1991. Ni antes, ni durante ni después de la intervención militar se ha llegado a demostrar la existencia real de este tipo de armas (escribo esta frase el 19 de junio de 2003).
En cambio, sí que disponemos de una prueba que contradice este argumento. Suponiendo que Irak contara con armas de destrucción masiva, durante este conflicto no llegó a utilizarlas. Sin embargo, era la ocasión adecuada para hacerlo, ya que el país se había visto atacado, su inferioridad en otros tipos de armamento era patente, y el máximo dirigente del país, Sadam Husein, que no era de los que reparan en medios, sabía que no tenía nada que perder. ¿Cómo se explica entonces que no intentara defenderse por todos los medios, incluyendo las armas químicas disponibles? Una de las posibles respuestas es que no contaba con ellas.
Hay otra respuesta posible: no quería usarlas. De hecho, las armas químicas son de doble filo, ya que quien las usa puede también sufrir sus efectos. Por muy pagado de su fuerza que estuviera Sadam Husein, no podía ignorar que Estados Unidos (o Gran Bretaña, o Israel, etc.) disponía del mismo arsenal pero en mayor cantidad y de mejor calidad, con lo que su reacción podría haber sido terrible. Usar el armamento químico hubiera equivalido a un suicidio. En realidad, estas armas solo pueden ser utilizadas contra un rival más débil, es decir, contra quien no dispone de ellas, como la población chií o kurda dentro del territorio iraquí, pero no contra una potencia superior. Sin embargo, el resultado es el mismo: Irak, por no poder o por no querer, no emplearía este tipo de armamento contra Estados Unidos y sus aliados.
La guerra contra el terrorismo islamista entra en el ámbito de la legítima defensa: los países occidentales (como otros) han sido atacados y ahora intentan protegerse. Ahora bien, ¿podemos asegurar que Irak apoyó al terrorismo internacional, y en especial a la red Al Qaeda? En relación con esta cuestión, y hasta el día de hoy, tampoco disponemos de ninguna prueba concluyente. Lo que sabemos es que el Gobierno iraquí concedía una compensación económica a las familias de los kamikazes palestinos que se sacrificaban para cometer atentados mortíferos. Podemos y debemos condenar el apoyo que supone esta postura para tales acciones, pero no hay que confundir este tipo de gestos desesperados, que se circunscriben a un marco muy concreto, con las agresiones terroristas cometidas en los países occidentales, entre ellas el ataque del 11 de septiembre de 2001, cuyas motivaciones fueron puramente ideológicas.
Es más, la conexión entre Sadam Husein y Osama Bin Laden no era demasiado verosímil desde el punto de vista ideológico. El régimen iraquí fue laico desde un principio, razón por la cual cosechó las diatribas de los terroristas islamistas, los cuales reclutan a sus voluntarios en otros países musulmanes, especialmente en Arabia Saudí. La conjunción entre Husein y Bin Laden solo habría podido darse en circunstancias extremas, frente a un enemigo común claramente identificado: por ejemplo, en caso de que se produjera una guerra contra Irak… Es cuestionable, pues, que la intervención estadounidense haya servido para debilitar seriamente al terrorismo.
Combatir el terrorismo no es sencillo; al contrario, es una tarea que exige paciencia y tenacidad. Comparativamente, la guerra contra Irak sí era una tarea sencilla, ya que bastaba con bombardear el país, aplastarlo con una fuerza infinitamente superior. ¿Podemos poner la etiqueta de antiterrorista a esta intervención? Resulta difícil no pensar que en este caso se optó por la vía más fácil, una vía que además ayudaría a recuperar el favor de la opinión pública: ¡como siempre, buscamos la llave al pie de la farola en lugar de buscarla donde la habíamos perdido!
Dado que las primeras razones apuntadas, como la posesión de armas de destrucción masiva o la vinculación con las redes terroristas, no parecían muy concluyentes, se abrió la veda para las especulaciones de los adversarios de la guerra, que empezaron a buscar las razones ocultas y seguramente inconfesables de la intervención. Por ejemplo, se sugirió que tal vez la operación se trataba en realidad de un nuevo intento de revivir el cristianismo conquistador. ¿Acaso el propio presidente Bush no había recurrido a la palabra «cruzada» para describir el proyecto de intervención, sin olvidarse de decir que rezaba cada día e instar a sus colaboradores a hacer lo mismo? Sin embargo, tengo la impresión de que la opinión pública europea, especialmente en Francia, acostumbrada a una estricta separación entre Iglesia y Estado, tiende a sobrestimar el auténtico papel de las motivaciones religiosas. Aunque el presidente se declare cristiano, sus consejeros y colaboradores más cercanos, determinantes en la orientación de su actitud política, no necesariamente hacen lo mismo. Ninguna instancia oficial de la Iglesia cristiana aprobó la guerra; al contrario, hubo numerosas personalidades, empezando por el Papa, que la condenaron y combatieron. Y el propio G. W. Bush dejó pronto de incluir la palabra «cruzada» en sus discursos.
Otra de las opiniones que se oyeron era que la política estadounidense en la región de Oriente Próximo estaba al servicio de los intereses de Israel y que la intervención en Irak era un primer paso hacia la solución del conflicto palestino-israelí. Es cierto que la línea adoptada por el actual Gobierno israelí parece contar con el indefectible apoyo de Estados Unidos, y es un hecho que algunos consejeros presidenciales de alto nivel, como Paul Wolfowitz o Richard Perle, habían trabajado en otros tiempos para los dirigentes del Likud. Y también es cierto que el apoyo incondicional al Gobierno israelí reporta a los dirigentes estadounidenses una no despreciable ventaja en el interior del país, ya que cual quier crítica contra su política puede ser acusada de antisemitismo, uno de los reproches más deshonrosos que pueden escucharse hoy en día en los países occidentales. Pero suponer que la actitud actual de Estados Unidos es consecuencia de una maquinación en beneficio de otro país parece un resultado de la obsesión por los complots. Aunque muchas veces la Administración norteamericana parece seguir el ejemplo del primer ministro israelí Ariel Sharon, que pretende solucionar todos los problemas políticos con la fuerza militar, hay que confiar en que sirve ante todo a los intereses de su propio país.
¿Y si el conjunto de la intervención se hubiera montado con el único fin de apoderarse de las reservas de petróleo iraquíes para que se beneficiaran de ellas las grandes empresas estadounidenses, dirigidas por amigos de los actuales gobernantes? Este tipo de explicación presenta la ventaja retórica de desacreditar a estos mismos gobernantes al atribuirles unos intereses burdamente materiales, disimulados tras el discurso general. Además, adopta un modelo de argumentación típicamente marxista, según el cual los aspectos materiales determinan los espirituales y la política se explica por la economía. Es el tipo de argumentación que utilizaron abundantemente los dirigentes de los antiguos países comunistas cuando criticaban a Occidente, a quien acusaban de perseguir intereses egoístas bajo la tapadera de unos principios elevados. Era una postura bastante paradójica, ya que esos mismos dirigentes contradecían la ley marxista con sus acciones, al llevar al desastre la economía de sus países por querer seguir de cerca determinados dogmas políticos. En la situación actual, la necesidad de petróleo y de beneficios tampoco puede explicarlo todo. La guerra en sí sale muy cara, la ocupación que provoca es ruinosa, y cualquier ventaja en el precio del petróleo podría verse contrarrestada de antemano por culpa de los gastos militares. Es cierto que Estados Unidos es un importante consumidor de petróleo y que controlar una parte de las reservas mundiales le beneficiaría, pero puede conseguirlo sin necesidad de emprender una guerra. Tampoco hay que olvidar que los países productores necesitan vender su producción, ya que la mayor parte de sus ingresos procede del petróleo. Los intereses de una y otra parte convergen sin necesidad de desencadenar una guerra.
Asimismo, se atribuyeron otras razones inconfesables a la Administración estadounidense. Por ejemplo, es bien sabido que los pueblos otorgan su favor a los dirigentes que llevan un país hacia la
victoria militar. Así pues, ¿no podríamos pensar que Bush invadió Irak para asegurarse la reelección? También es bien sabido que el Ejército intenta demostrar su utilidad a ojos del poder político, al igual que los fabricantes de armas quieren demostrar la eficacia de sus productos. ¿Podríamos decir, pues, que la guerra se inició por la presión conjunta de estos grupos, con el fin de poner a prueba el armamento existente, obtener créditos para diseñar armas nuevas y demostrar a todo el mundo la necesidad de un presupuesto militar fuerte? Por otro lado, desde un punto de vista más personal y menos consciente, ¿no podríamos pensar que el presidente Bush intentaba demostrar a su padre que era capaz de gobernar mejor que él o que podía vengar la afrenta del 11 de septiembre? Seguramente, todas estas motivaciones son reales. Todos procurarán beneficiarse de la guerra: las compañías petroleras y los encargados de la reconstrucción, los fabricantes de armas y hasta el equipo presidencial que aspira a la reelección. Pero estos motivos inconfesables no bastan para explicar la declaración de guerra, ya que una política colectiva no se decide únicamente en función de intereses particulares. Será mejor que nos centremos en las declaraciones oficiales, las cuales, después de todo, no tienen como único objetivo disimular la verdad.
Al margen de las acusaciones sobre la posesión de armas peligrosas y las conexiones con terroristas, el presidente de Estados Unidos siempre justificó doblemente su decisión: actuaba tal como lo hacía para llevar la libertad a otras personas y para garantizar la seguridad de su propio país. Por ejemplo, en su discurso programático del 26 de febrero de 2003 ante el American Enterprise Institute, insistió abundantemente en los beneficios que la guerra podría aportar al adversario y, por extensión, a todos sus vecinos: «Un Irak liberado permitirá demostrar que la libertad es capaz de transformar aquella región». Al mismo tiempo, la acción iba en beneficio del interés nacional, que en este caso consistía en asegurar que no siguiera en pie ningún régimen claramente hostil a Estados Unidos y capaz de fabricar armas peligrosas. El presidente coincidía con sus asesores a la hora de afirmar esta doble finalidad: «La causa de Estados Unidos es buena y justa: la libertad de un pueblo oprimido y la seguridad del pueblo norteamericano». ¿Quién podría estar contra un proyecto como este? Además, los dos objetivos parecen solidarios: «Los intereses de Estados Unidos en materia de seguridad y su defensa de la libertad avanzan en la misma dirección».
No debe sorprendernos que los dirigentes de un país defiendan el interés nacional y, por consiguiente, se preocupen por las cuestiones de seguridad, ya que se les votó para que hicieran eso precisamente. El deseo de llevar la libertad a otros pueblos es un argumento más original, y por eso insisten en él los defensores de la actual política estadounidense. Robert Kagan, ideólogo influyente y autor de un ensayo de éxito, Poder y debilidad: Europa y Estados Unidos en el nuevo orden mundial , escribe por ejemplo: «En la medida en que los estadounidenses creen en el poder, estiman que este debe servir para difundir los principios de una civilización liberal y un orden mundial liberal». Ante esta afirmación, no podemos evitar preguntarnos si la seguridad interior y la libertad en el exterior van siempre juntas y si necesariamente deben ir así.
Consideremos en primer lugar la cuestión básica: ¿Es cierto que la pretensión de imponer una democracia liberal en otros países ha regido hasta ahora la política exterior de Estados Unidos y es cierto, a su vez, que este tipo de política le haya beneficiado siempre? La respuesta a esta doble pregunta solo puede ser negativa. En Latinoamérica, por ejemplo, el Gobierno estadounidense aceptó durante muchos años la existencia de dictaduras militares, cuando no contribuyó a implantarlas. No parece que la idea de emprender una guerra para instaurar un régimen más democrático en uno u otro país cupiera en la mente de los presidentes norteamericanos de aquella época. Otro ejemplo: en Asia, Estados Unidos mantiene una excelente relación con algunos países que difícilmente podríamos tomar por una encarnación de la democracia liberal, como Pakistán o Arabia Saudí. Y por otro lado, ¿puede decirse que la política estadounidense respecto a los palestinos se rija exclusivamente por la preocupación de asegurar la libertad de esta población y se base solamente en los principios de la civilización liberal?
Estas infracciones a la regla de la «libertad para los demás» pueden explicarse fácilmente: no es cierto que este tipo de libertad aumente la seguridad en el interior de Estados Unidos y redunde así en beneficio del interés nacional. Un pueblo que se exprese libremente podría terminar, por el motivo que sea, siendo hostil a Estados Unidos. Consideremos por ejemplo algunos países de población árabe y musulmana, como Egipto o Jordania. Si el «pueblo» accediera realmente al poder y actuara en nombre de sus convicciones, podría ser que decidiera adoptar una política mucho menos proamericana de la que siguen actualmente sus dirigentes, que no vacilan en limitar las libertades civiles y reforzar los poderes de la policía. ¿No resulta un poco ingenuo pensar que un pueblo que pudiera expresarse libremente debería sernos siempre favorable? ¿Y si sus ideales fueran distintos? Si hubiéramos dejado que los ciudadanos argelinos se expresaran, el país se habría convertido en una república islámica; si no fue así, fue por la intervención de los militares. El caso de Turquía es similar. En el mundo contemporáneo, como ha señalado Régis Debray, muchas veces hay que optar entre una democracia islamista (hostil a Occidente) y una dictadura laica (favorable a Occidente). Y cuando hay que elegir entre la democracia para los demás y la seguridad del propio país, lo normal es elegir la seguridad.
Ambos objetivos, el de la seguridad y el de la libertad, no son incompatibles de entrada, pero en la práctica, los medios desplegados para conseguirlos son difícilmente conciliables. La protección de la seguridad suele exigir el uso de la fuerza y por lo tanto del Ejército, y la libertad que permite a la ciudadanía expresar su voluntad puede conducir a la instauración de una democracia liberal. Ahora bien, el uso de las bombas no encaja demasiado en el espíritu liberal. No olvidemos que el liberalismo político procede de una exigencia de tolerancia religiosa: surgió en un momento en que, aun estando convencidos de que nuestra religión era la mejor de todas, renunciamos a imponerla por la fuerza a los demás. La idea liberal está vinculada a la aceptación de la diversidad, a la tolerancia con las diferentes formas de vida y comportamientos de los demás. En el momento en que, para defender nuestra seguridad, entramos en un territorio ajeno y le imponemos un régimen que consideramos preferible, nos hemos salido de la óptica liberal y hemos pasado a la lógica imperial. El «imperialismo liberal» del que habla Kagan es, en definitiva, una contradicción entre términos, que merece ocupar su lugar junto a otras expresiones de la neolengua de Orwell, quien nunca habría imaginado que el procedimiento denunciado por él («la guerra es la paz», «la libertad es la esclavitud») tendría hoy tantos adeptos, desde las «bombas humanitarias» de Vaclav Havel hasta la «guerra misericordiosa» del ex general Jay Garner o el «nacionalismo universalista» de Kagan.
No es cierto que estos dos objetivos vayan siempre juntos, y tampoco que deban situarse en el mismo nivel. El criterio decisivo es el interés nacional y por consiguiente, en este caso, la seguridad interior. La instauración de regímenes liberales en otros países se considera un objetivo correcto si redunda en beneficio de lo primero, y malo si va en su contra. Si el Gobierno estadounidense recuerda con tanta insistencia la «liberación del pueblo iraquí» es porque todos creemos que el lenguaje de la virtud es superior al de la fuerza. El imperio soviético lo sabía muy bien, y por ello no dejaba de repetir que luchaba por la libertad de los oprimidos y la paz entre los pueblos. Los ideales nobles son un arma retórica muy peligrosa, que ni siquiera el jefe del Ejército más poderoso del mundo puede permitirse descartar. Los ideales infunden entusiasmo en las tropas, merman la resistencia del enemigo y se ganan las simpatías de terceros.
Sin embargo, la afirmación de estos ideales no es necesariamente una muestra de hipocresía. Es cierto que el régimen de Sadam Husein era una dictadura detestable y que nadie lamenta hoy su caída. En este caso, no había conflicto entre la seguridad interna y la libertad en el exterior. Lo que ocurre es que, si queremos hablar sobre los principios subyacentes a determinada política, es mejor llamar a las cosas por su nombre y describir la auténtica jerarquía de valores en lugar de embriagarnos con palabras bellas. La defensa del interés nacional y la seguridad no tiene nada de deshonroso, y si puede coincidir con la instauración de un régimen liberal en otro país, mejor aún. Lo que caracteriza a la actual política norteamericana no es la mera adopción de estos objetivos, sino el medio que se considera legítimo para conseguirlos, a saber: una intervención militar que no puede verse como legítima defensa. Es decir, lo que se ha dado en llamar la «guerra preventiva».
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