
Aunque de una u otra manera expone la trayectoria completa de su autor –hasta el momento de su rehabilitación, el mismo año de 1968-, el libro atiende fundamentalmente a su doble experiencia de procesado y condenado a prisión, sobre la que se extiende con generosa minuciosidad. Su condena, de por vida inicialmente, fue rebajada a veinticinco años. Los ecos de la desestalinización de la URSS supusieron una revisión parcial del proceso Slánský y los que le siguieron; de ello se benefició London, que fue liberado poco después del famoso XX Congreso del PCUS (aquel de febrero de 1956, en que Khrushov denunció el “culto a la personalidad”). Si de los procesos de Moscú ha podido decirse que “subsisten como un documento de gran valor para el historiador: la concepción y el contenido de la acusación y de las declaraciones son un testimonio inestimable de lo que era, en aquel período, la sociedad soviética” (el enunciado es del historiador Pierre Broué), lo mismo cabe afirmar del proceso de Praga o de Slánský, pues ilustra una de las fases cruciales de la transformación de Checoslovaquia en uno de los estados satélite de la URSS, con particular énfasis en lo que corresponde caracterizar no como lealtad sino como el servilismo del gobierno y los organismos de seguridad de aquel país, rendidos en pleno al control soviético. De aquí la relevancia de la denuncia formulada por London: La confesión, testimonio sobrecogedor y difícilmente olvidable, grafica del modo más rotundo la mecánica de los juicios espectáculo escenificados acorde con el guión soviético, arrojando luz sobre aspectos decisivos de la lógica –desquiciada y espantable- del cerrojo impuesto a las sociedades víctimas del totalitarismo comunista. Los fundamentos ideológicos (en complicidad con una específica encrucijada histórica), las argucias y las fórmulas de apariencia legal, los violentos métodos inquisitoriales, la saña y la terquedad de los interrogadores: todo está expuesto en el libro, del que emerge con diáfana claridad el perfil del aparato represivo en uno de sus característicos despliegues.
La orquestación y coreografía de los juicios había tenido sobrada ocasión de ser puesta a punto en los años del Gran Terror. Nada en ellos estaba librado al azar; todos los detalles involucrados en la caída en el abismo inquisitorial estaban celosamente concebidos para la obtención de un único resultado, fijado de antemano: la condena de los acusados. Era toda una enorme, pesada y bien lubricada maquinaria la que se arrojaba sobre las víctimas propiciatorias. Víctimas inocentes, no de complicidad ideológica, claro está, pero sí de los cargos que se les imputaban. En el contexto de otro proceso emblemático, el del Ministro de Asuntos Exteriores húngaro László Rajk (enjuiciado y ejecutado en 1949), Janos Kádar –a la sazón Ministro del Interior- dio en el centro de la farsa al manifestarle (en conversación grabada clandestinamente) que en el gobierno estaban del todo conscientes de su inocencia, por lo que “le admiraban aún más por su sacrificio; no de su vida, porque no lo matarían; sólo sería un sacrificio moral, y luego lo sacarían de ahí”. (Por supuesto, también esto era mentira.) Montaje destinado a impresionar, aleccionar y amedrentar a un público constituido por la nación entera –con amplia resonancia en el exterior, además-, no bastaba con la exhibición de las pruebas acusatorias ni con la condena dictada por el tribunal; había que obtener confesiones, y éstas debían ser públicamente recitadas por los acusados.
De hecho, la clave de los procesos residía en la etapa de las confesiones, verdadero clímax del montaje. Su carácter grotesco y su falsedad saltaban a la vista, tal cual había ocurrido en los procesos moscovitas, pero esto no impedía que muchos –tanto nacionales como extranjeros- se las tragaran limpiamente. La propia esposa de London tuvo por genuina su confesión, a tanto llegaba en ella el compromiso partidista y la ignorancia de los métodos estalinistas. La desproporción de los cargos y la monstruosidad de los crímenes que se echaban encima Slánský y los demás (sabotaje, espionaje, asesinato y mucho más) afectaban no la credibilidad de los juicios sino la de los procesados, minando cualquier presunción de inocencia. ¿Por qué confesaban si no era por su real culpabilidad? Cuando London pudo retractarse de su confesión ante su esposa, una vez iniciado el deshielo en el bloque comunista, la reacción primera de Lise fue justamente de ese tenor: ¿por qué había confesado?, ¿por qué no se había resistido a unas acusaciones tan graves, él, cuya trayectoria daba fe de su inconmovible lealtad al partido y al ideario comunistas? Nada sabía Lise de las maquinaciones ni de las corrosivas técnicas de los servicios de seguridad, nada del abyecto arte de arrancar confesiones forzadas. Los catorce del proceso Slánský soportaron meses y meses de interrogatorios en condiciones devastadoras, sometidos a toda suerte de torturas físicas y sicológicas. London, en particular, sufrió una recaída en la tuberculosis, y el tratamiento paliativo que se le proporcionó en prisión fue apenas el adecuado para mantenerlo con un hilo de vida: lo suficiente para el momento crucial de las confesiones públicas. Afortunadamente, el amor de Lise por su marido y padre de sus hijos era más fuerte que su compromiso político. Enseguida convencida de la inocencia de Artur, y aunque retornada a Francia por insistente sugerencia de su marido y de sus amigos checoslovacos, hizo cuanto estuvo en sus manos por conseguir su liberación.
Pocas denuncias de la arbitrariedad institucionalizada revisten tanta importancia histórica como la de Artur London. En el catastro de libros esenciales sobre los desvaríos y aberraciones del siglo XX, La confesión merece un puesto quizá tan honorable como los de Primo Levi y Alexander Solzhenitsyn.
– Artur London, La confesión: en el engranaje del Proceso de Praga. Ikusager Ediciones, Vitoria, 2000. 520 pp.
https://www.hislibris.com/la-confesion-artur-london/
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