miércoles, 25 de marzo de 2020

El Papa de Hitler John Cornwell Prefacio



Prefacio
    Hace algunos años, en una cena con un grupo de estudiantes de doctorado, entre los cuales había católicos, surgió el tema del papado y la discusión se caldeó. Una joven dijo que le resultaba difícil comprender que una persona en su sano juicio pudiera ser católica, dado que la Iglesia se había pronunciado a favor de los más perniciosos dirigentes de derechas del siglo (Franco, Salazar, Mussolini, Hitler…). Su padre era catalán y sus abuelos paternos habían sufrido la persecución de Franco durante la guerra civil. Se planteó entonces la cuestión de la actitud de Eugenio Pacelli (Pío XII, el Papa del período de guerra), y si había hecho algo o no por salvar a los judíos de los campos de la muerte.
    Como a muchos otros católicos de mi generación, el tema me resultaba familiar. La polémica se inició con la pieza teatral de Rolf Hochhuth El Vicario (1963), que presentaba a Pacelli —de forma inadmisible, pensaba la mayoría de los católicos— como un cínico cruel, más interesado por salvar los bienes del Vaticano que por la suerte de los judíos. Pero la obra de Hochhuth desencadenó una controversia acerca de la culpabilidad del papado y de la Iglesia católica en la Solución Final, en la que cada aportación suscitaba una respuesta desde el extremo opuesto. Los principales participantes, cuyos trabajos repaso al final de este libro, se ocupaban sobre todo del comportamiento de Pacelli en los años de guerra. Sin embargo, su influencia en el Vaticano comenzó en la primera década del siglo, y fue creciendo durante un período de casi cuarenta años, hasta su elección como Papa en 1939, en vísperas de la segunda guerra mundial. Me pareció que para hacerse una idea imparcial de Pacelli, así como de sus hechos y omisiones, era necesario contar con una crónica más amplia que las escritas hasta el momento. Tal estudio debía abarcar no sólo sus primeras actividades diplomáticas, sino su vida entera, incluyendo el desarrollo de su evidente espiritualidad desde la niñez. Estaba convencido de que si se estudiaba la totalidad de su vida, el pontificado de Pío XII quedaría absuelto. Por eso decidí escribir un libro que satisficiera a un amplio abanico de lectores, viejos y jóvenes, católicos y no católicos, que siguen planteándose preguntas acerca del papel del papado en la historia del siglo XX . El proyecto, pensé, no debía ser el de una biografía convencional, ya que el impacto de un papa en los asuntos generales borra las acostumbradas distinciones entre biografía e historia. Un Papa, después de todo, cree, junto con cientos de millones de fieles, que es el representante de Dios en la tierra .
    Solicité entonces acceso al material reservado, convenciendo de mi ánimo benévolo a los encargados de los diferentes archivos. Actuando de buena fe, dos jesuitas pusieron a mi alcance materiales no considerados hasta ahora: los testimonios bajo juramento recopilados hace treinta años para la beatificación de Pacelli, así como otros documentos de la Secretaría de Estado vaticana. Al mismo tiempo comencé a revisar y estudiar críticamente la gran cantidad de trabajos relacionados con las actividades de Pacelli durante los años veinte y treinta en Alemania, publicados en los pasados veinte años, pero en general inaccesibles para casi todo el mundo.
    A mediados de 1997, cuando me aproximaba al fin de mi investigación, me encontraba en un estado que sólo puedo calificar de shock moral: el material que había ido reuniendo, que suponía la investigación más amplia de la vida de Pacelli, no conducía a una exoneración, sino por el contrario a una acusación aún más grave contra su persona. Analizando su carrera desde comienzos de siglo, mi investigación llevaba a la conclusión de que había protagonizado un intento sin precedentes de reafirmar el poder papal, y que ese propósito había conducido a la Iglesia católica a la complicidad con las fuerzas más oscuras de la época. Encontré pruebas, además, de que Pacelli había mostrado desde muy pronto una innegable antipatía hada los judíos, y de que su diplomacia en Alemania en los años treinta le había llevado a traicionar a las asociaciones políticas católicas que podrían haberse opuesto al régimen de Hitler e impedido la Solución Final.
    Eugenio Pacelli no era un monstruo; su caso es mucho más complejo, más trágico. El interés de su biografía reside en la fatal combinación de elevadas aspiraciones espirituales en conflicto con su exagerada ambición de poder y control. El suyo no es un retrato del Mal, sino de una fatal fractura moral, una separación extrema entre la autoridad y el amor cristiano. Las consecuencias de esa escisión fueron la colusión con la tiranía, y en último término la complicidad con su violencia.
    Al culminar el Concilio Vaticano I en 1870, el arzobispo Henry Manning de Westminster saludó con alborozo la doctrina de la primaría e infalibilidad papal, como «un triunfo del dogma sobre la historia». En 1997, el Papa Juan Pablo II , en su documento Memoria sobre la Solución Final, hablaba de Cristo como «Señor de la Historia». Seguramente ha llegado la hora de reconocer las lecciones de la reciente historia del papado.
    Jesús College, Cambridge, abril de 1999.

Prólogo
    En el Año Santo de 1950, cuando millones de peregrinos acudieron a Roma para mostrar su adhesión al papado, Eugenio Pacelli, el Papa Pío XII, contaba setenta y cuatro años de edad y era un hombre todavía vigoroso, alto (1,80 m), extremadamente delgado, con menos de 60 kilos de peso, [1] ágil y de hábitos regulares; apenas había cambiado de aspecto desde el día de su coronación once años antes. Lo que más sorprendía a quienes lo veían de cerca por vez primera era su exagerada palidez: «La piel, tirante sobre sus marcados rasgos, casi gris-ceniza, enfermiza, parecía un viejo pergamino —escribía un observador— pero transparente, como si dejara pasar una llama fría y blanca». [2] El efecto que producía sobre hombres de mundo nada sentimentales era a veces asombroso: «Su presencia irradiaba una bondad, calma y santidad que no había percibido antes en ningún otro ser humano —escribía James Lees-Milne—. Sonreía todo el tiempo, de una forma tan dulce y amable que resultaba imposible no sentir amor por él. Tanto me afectaba que apenas podía hablar sin que se me escaparan las lágrimas, y era consciente de que mis piernas temblaban». [3]

    En aquel Año Santo se produjeron muchas iniciativas papales: canonizaciones, encíclicas (cartas públicas a todos los fieles del mundo), incluso la declaración infalible de un dogma (la Asunción de la Virgen María), y Pío XII parecía incuestionablemente asentado en su pontificado, como si siempre hubiera sido Papa y lo fuera para siempre. A ojos de los quinientos millones de fieles de todo el mundo, encarnaba al Papa ideal: santidad, dedicación, autoridad suprema por mandato divino y, en ciertas circunstancias, infalibilidad en sus afirmaciones sobre cuestiones de fe y moral. Hasta hoy día, los italianos más ancianos se refieren a él como « l’ultimo Papa ».
    Hombre de espíritu monacal, soledad y oración, concedía sin embargo frecuentes audiencias a políticos, escritores, actores, deportistas, hombres de Estado y reyes. Pocos eran los que no se sentían encantados e impresionados por él. Tenía unas hermosas y afiladas manos, que utilizaba con gran efectividad en sus constantes bendiciones. Sus ojos eran oscuros y grandes, casi febriles, tras las gafas montadas en oro. Su voz, aguda, una pizca exigente, con tendencia a pronunciar las palabras con exagerada meticulosidad. Cuando celebraba ceremonias religiosas, su rostro aparecía imperturbable y sus gestos y movimientos eran serenos y elegantes. Con sus visitantes se mostraba llamativamente afable, complaciente, haciendo que se sintieran cómodos, y sin la menor impresión de pomposidad o afectación. Tenía un humor fácil y sencillo, proclive a una risa silenciosa, con la boca abierta. Sus dientes, según un observador, parecían de «marfil antiguo».
    Algunos hablaban de sensibilidad «felina», otros de ocasionales tendencias a una vanidad casi femenina. Ante la cámara se detectaba un vago narcisismo. No obstante, lo que más impresionaba a sus visitantes era su casta y juvenil inocencia, como la de un eterno seminarista o novicio. Se sentía a gusto con los niños, y los atraía. Nunca frivolizaba ni hablaba mal de nadie. Sus ojos se helaban, como los de una liebre, cuando le abrumaba una familiaridad excesiva o una frase poco cuidada. Estaba solo, de una forma extraordinaria y sublime.
    ¿Cómo expresar esa soledad única, esa egocéntrica sublimidad en la que los papas recientes han decidido vivir y depositar su ser?
    Abrumado por el aislamiento de su puesto pontifical, Pablo VI , Papa en los años sesenta y setenta, se confesaba en un escrito, que igualmente podría haber pertenecido a Pacelli, a quien Pablo VI (entonces Giovanni Battista Montini) había servido durante quince años:
    Antes era solitario, pero mi soledad se ha hecho ahora completa y desconocida. De ahí el aturdimiento y el vértigo. Como una estatua sobre su pedestal, así es como vivo. Jesús también estaba solo en la cruz. No puedo buscar una ayuda externa que me exima de mi deber, absolutamente sencillo: decidir, asumir la responsabilidad de guiar a los demás, aunque a veces parezca ilógico o absurdo. Y sufrir solo. […] Dios y yo. El diálogo debe ser pleno y sin fin. [4]
    Esta conciencia papal del vértigo seguramente altera al hombre que lleva sobre sus espaldas la carga del papado. En ese aislamiento acechan ciertos peligros, en particular el de un creciente egoísmo y despotismo. Cuanto más largo sea el pontificado, más se afianzará la conciencia papal. El teólogo John Henry Newman, el más famoso converso británico al catolicismo del siglo XIX , ofreció un devastador veredicto sobre otro larguísimo pontificado: «No es bueno para un Papa serlo durante veinte años. Se trata de algo anómalo y no da buen fruto; se convierte en un dios, no hay nadie que le contradiga, no conoce los hechos, y realiza acciones crueles sin quererlo». [5] A los diez años de su coronación, Pacelli había elevado el papado a una exaltación sin precedentes; no tenía ciertamente a nadie que le contradijera, e iba adoptando los gestos de alguien destinado a la canonización.
    En 1950 se publicó un llamativo retrato de Pacelli en el cénit de su gloria y poder. Fotografiado desde arriba y de espaldas, mirando hacia la plaza de San Pedro, saluda a la bulliciosa multitud que le mira abajo como un coloso que abraza a la totalidad de la raza humana. El retrato es adecuado a este atrevido aserto inicial: La ideología de la primada papal, tal como la hemos conocido en nuestra memoria viva, es un invento de finales del siglo XIX y comienzos del XX. En otras palabras, hubo un tiempo, antes de que existieran los modernos medios de comunicación, en que el modelo piramidal de autoridad católica —donde un solo hombre vestido de blanco gobierna la Iglesia con un poder inigualado— simplemente no existía. Hubo un tiempo en que la autoridad de la Iglesia católica estaba ampliamente distribuida, en los grandes concilios y en innumerables redes de discrecionalidad local. Como en una catedral medieval, había muchos chapiteles de autoridad. El más alto de todos ellos era ciertamente el papado, pero la primacía romana fue durante casi dos milenios más la de un tribunal de apelación que la de una autocracia sin límites.
    Esa imagen característica de Pío XII —autoridad suprema, aunque amante, flotando sobre la plaza de San Pedro— sugiere varios rasgos que distinguen a los últimos papas de sus predecesores. Cuanto más elevado se halla el Pontífice, más pequeños e insignificantes parecen los fieles. Cuanto más responsable y autoritario es el Pontífice, menos derechos corresponden al pueblo de Dios, incluidos los obispos, sucesores de los apóstoles. Y cuanto más santo y distante es el Pontífice, más profano y secular es el mundo en que vive.
    Este libro cuenta la historia de la carrera de Eugenio Pacelli, el hombre que fue Pío XII, el eclesiástico más influyente en el mundo desde los primeros años treinta hasta finales de los cincuenta. Pacelli, más que cualquier otro personaje del Vaticano, contribuyó a establecer la ideología del poder papal, ese poder que él mismo asumió en 1939, en vísperas de la segunda guerra mundial, y que mantuvo con mano firme hasta su muerte en octubre de 1958. Pero su historia comienza tres décadas antes de ser elegido Papa. Entre las muchas iniciativas de su larga carrera diplomática, fue responsable de un tratado con Serbia que incrementó las tensiones finalmente conducentes a la primera guerra mundial. Veinte años después llegó a un acuerdo con Hitler que ayudó al Führer a despejar el camino que lo llevaría a la dictadura de forma legal, al neutralizar la potencial oposición y resistencia de 23 millones de católicos (34 millones después del Anschluss ).
    Los objetivos de Pacelli y su influencia como diplomático no pueden desligarse de los auspicios y presiones de la institución impulsora de su notable ambición. No era en absoluto un simple deseo de poder en sí mismo; los papas del siglo XX no han sido hombres soberbios ni codiciosos. Por el contrario, todos ellos han sido hombres de oración y conciencia meticulosa, agobiados por la accidentada historia de la antigua institución que encarnaban. Pacelli no era una excepción. Sin embargo ejerció una fatal y culpable influencia sobre la historia de este siglo, y ése es el tema de este libro.
    Había nacido en Roma, en 1876, en una familia de abogados de la Iglesia, al servicio de un papado dolido por la incorporación de la casi totalidad del territorio y población de los Estados Pontificios al reciente Estado-nación italiano. Esa pérdida de soberanía había dejado al papado sumido en una crisis. ¿Cómo podían los papas considerarse a sí mismos independientes del statu quo político italiano ahora que eran meros ciudadanos de ese reino advenedizo? ¿Cómo podían seguir dirigiendo y protegiendo a una Iglesia en conflicto con el mundo moderno?
    Desde la Reforma protestante, el papado había ido ajustándose a trancas y barrancas a las realidades de una cristiandad dividida, asediada por los retos de la Ilustración y las nuevas formas de entender el mundo. Como respuesta a los cambios sociales y políticos que se iban consolidando tras la gran conmoción de la Revolución francesa, el papado luchaba por sobrevivir y seguir ejerciendo su influencia en un ambiente de liberalismo, secularización, ciencia e industrialización, por no hablar de la evolución de la nación-Estado. Los papas se habían visto obligados a luchar en dos frentes, como primados de una Iglesia cercada por las nuevas realidades y como monarcas de un reino papal que se tambaleaba. Atrapado en una desconcertante serie de confrontaciones con los nuevos amos de Europa, el papado había tratado de proteger a la Iglesia universal al tiempo que defendía la integridad de su poder temporal en bancarrota.
    La mayoría de los Estados de Europa occidental se inclinaban por separar a la Iglesia del Estado (o, en una red más compleja de oposiciones, el trono del altar, el papado del imperio, el clero del laicado, lo sagrado de lo profano). La Iglesia católica se convirtió a lo largo del siglo XIX en una institución oprimida en Europa; sus propiedades y riquezas eran sistemáticamente saqueadas; las órdenes religiosas y el clero, privados de su capacidad de acción; sus escuelas requisadas por el Estado o cerradas. El propio papado se vio repetidamente humillado (Pío VII y Pío VIII fueron hechos prisioneros por Napoleón), y los territorios papales en constante peligro de desmembramiento y anexión conforme ganaba fuerza la tendencia a la unificación italiana.
    A través de las vicisitudes de la época, la Iglesia sufrió un desgarro interno por una cuestión cargada de consecuencias para el papado moderno: en líneas generales, la lucha se planteaba entre los que defendían una primacía papal absoluta desde el centro romano y los que proponían una mayor distribución de autoridad entre los obispos (de hecho, hubo incluso quienes sugirieron la formación de iglesias nacionales independientes de Roma). Ambas tendencias encontraron expresión en Francia desde el siglo XVII en adelante, aunque los antecedentes de la autocracia papal se remontaban al siglo XI y a la fundación del monarquismo pontificio. La autocracia romana fue indudablemente una de las causas principales de la Reforma.
    El triunfo de los centralistas modernos, o «ultramontanos» (término acuñado en Francia para indicar un poder papal situado «más allá de las montañas», es decir, de los Alpes), quedó sellado en el Concilio Vaticano I , celebrado en 1870, con el fondo de la pérdida papal de sus dominios. En ese concilio, el Papa fue declarado infalible en cuestiones de fe y de moral, así como incuestionable primado, esto es, cabeza espiritual y administrativa de la Iglesia. En ciertos aspectos, esa definición satisfizo incluso a los que la consideraban inoportuna: se trataba, después de todo, de un reconocimiento de los límites tanto como del alcance de la infalibilidad y primacía del papado.
    En las tres primeras décadas tras el Concilio Vaticano, durante el pontificado de León XIII , la Iglesia ultramontana se hizo fuerte. Se vivía una impresión de resurgimiento: la Roma eclesiástica florecía con nuevas instituciones académicas y administrativas; las misiones católicas llegaban a los confines de la tierra. Había una vigorizante sensación de lealtad, obediencia y fervor. El resurgimiento de la filosofía cristiana de santo Tomás de Aquino, o al menos cierta versión de sus planteamientos, proporcionaba mampuestos al bastión que se pretendía construir frente a las «ideas modernas» para defender la autoridad papal. En la primera década del siglo XX , sin embargo, comenzaron a emborronarse los límites de su infalibilidad y primacía. Un instrumento legal y burocrático había transformado el dogma en una ideología del poder papal sin precedentes en la larga historia de la Iglesia de Roma.
    Pacelli, entonces un joven y brillante abogado de la curia, colaboró desde comienzos de siglo en una nueva redacción de las leyes de la Iglesia que garantizaban a los futuros papas un dominio incuestionable desde el centro romano. Esas leyes, desligadas de sus antiguas fuentes históricas y sociales, se compilaron en un manual conocido como Código de Derecho Canónico ( Codex Juris Canonici ), publicado y promulgado en 1917. Ese Código, distribuido al clero católico de todo el globo, creó los medios para establecer, aplicar y mantener una nueva relación de poder «de arriba abajo».
    Como nuncio papal en Munich y Berlín durante los años veinte, Pacelli se esforzó por imponer el flamante Código en un Land tras otro, en un país cuya población católica era una de las mayores y más instruidas y ricas del mundo. Al mismo tiempo intentaba llegar a un concordato con el Reich, es decir, un tratado Iglesia-Estado entre el papado y Alemania como un todo. La aspiración de Pacelli se vio más de una vez frustrada, no sólo por la oposición de los indignados dirigentes protestantes, sino también por la de los católicos que creían que su concepción de la Iglesia alemana era inaceptablemente autoritaria.
    En 1933, Pacelli encontró en la persona de Adolf Hitler un oponente adecuado para negociar con éxito su concordato con el Reich. El tratado autorizaba al papado a imponer el nuevo Código a los católicos alemanes y garantizaba generosos privilegios a las escuelas católicas y al clero. A cambio, la Iglesia católica alemana, su partido político parlamentario y sus cientos y cientos de asociaciones y periódicos se comprometían, «voluntariamente», impulsados por Pacelli, a no inmiscuirse en la actividad social y política. Esa abdicación del catolicismo político alemán en 1933, negociado e impuesto desde el Vaticano por Pacelli con el respaldo del Papa Pío XI, permitió que el nazismo pudiera asentarse sin encontrar la oposición de la más poderosa comunidad católica del mundo, justo lo contrario de lo que había sucedido sesenta años antes, cuando los católicos alemanes se enfrentaron y derrotaron a Bismarck en su Kulturkampf . Como alardeó el propio Hitler en la reunión del gabinete del 14 de julio de 1933, la garantía de no-intervención ofrecida por Pacelli dejaba al régimen las manos libres para resolver a su modo la «cuestión judía». Según las actas de aquella reunión, «[Hitler] expresó su opinión de que debe considerarse un gran triunfo. El concordato concede a Alemania una oportunidad, creando un ámbito de confianza particularmente significativo en la urgente lucha contra la judería internacional». [6] La sensación de que el Vaticano respaldaba al nazismo contribuyó en Alemania y en el extranjero a sellar el destino de Europa.
    La historia que se cuenta en este libro abarca pues los años de juventud de Pacelli, su educación y su formidable y temprana carrera antes de convertirse en Papa. La narración encuentra además un nuevo centro de gravedad en las fatídicas negociaciones con Hitler a comienzos de los años treinta. Esas negociaciones, a su vez, no pueden desligarse del desarrollo de la ideología del poder papal a lo largo del siglo ni de su comportamiento durante los años de guerra o de su actitud hacia los judíos. El período de posguerra de su pontificado, durante los años cincuenta, contempló la apoteosis de ese poder, cuando Pacelli presidía una Iglesia católica triunfante y monolítica enfrentada al comunismo, tanto en Italia como más allá del Telón de Acero.
    Pero aquello no podía mantenerse. Las estructuras y el estado de ánimo de la Iglesia católica comenzaron a mostrar signos de fragmentación y declive en los últimos años de Pío XII, despertando un anhelo de reflexión y renovación. Juan XXIII , quien había sucedido a Pacelli en 1958, convocó el Concilio Vaticano II en 1962, precisamente con la finalidad de acabar con el modelo de Iglesia centralizada y monolítica de sus predecesores y abrir la vía a una comunidad humana en movimiento, colegial y descentralizada. En dos documentos clave, humen gentium (Luz de los pueblos) y Gaudium et spes (Alegría y esperanza), aparecía un nuevo énfasis en la historia, una liturgia accesible, la comunidad, el Espíritu Santo y el amor. La metáfora que debía guiar a la Iglesia del futuro sería la del «pueblo peregrino de Dios». Las expectativas eran prometedoras, y no faltaron disputas y preocupaciones; los viejos hábitos y disciplinas no se resignaban a dejar la escena. Tampoco era difícil detectar señales de que el centralismo papal y del Vaticano no iban a ceder el terreno fácilmente.
    A punto de iniciarse el tercer milenio del cristianismo caben pocas dudas de que la Iglesia de Pío XII se reafirma de múltiples formas, algunas de ellas obvias y otras menos transparentes, pero sobre todo confirmando el modelo piramidal, la fe en la primacía del hombre vestido de blanco que dicta infaliblemente la verdad desde la cúspide. En los últimos años del largo pontificado de Juan Pablo II , la Iglesia católica ofrece una impresión general de falta de funcionalidad, pese a la histórica influencia de Juan Pablo II en el colapso de la tiranía comunista en Polonia y el entusiasmo del Vaticano por entrar en el tercer milenio con la conciencia limpia.
    En la segunda mitad del pontificado de Juan Pablo II , la política de Pío XII ha vuelto a surgir para desafiar las resoluciones del Vaticano II , creando tensiones en la Iglesia católica que probablemente culminarán en una futura lucha titánica. Como comenta el teólogo británico Adrián Hastings: «La gran marea impulsada por el Vaticano II ha perdido su fuerza, al menos institucionalmente. Ha vuelto a surgir el viejo panorama, y el Vaticano II se interpreta ahora en Roma con el espíritu del Vaticano I y en el contexto del modelo que Pío XII quería para el catolicismo».
    Pacelli, cuyo proceso de canonización está muy avanzado, se ha convertido cuarenta años después de su muerte en emblema de los que leen y revisan las disposiciones del Concilio Vaticano II desde la perspectiva de una ideología del poder papal que ya se ha demostrado desastrosa en la historia del siglo XX .


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