Dentro de dos días, el siglo habrá cumplido un año más sin que la noticia tenga importancia para los que ahora me rodean. Aquí puede ignorarse el año en que se vive, y mienten quienes dicen que el hombre no puede escapar a su época. La Edad de Piedra, tanto como la Edad Media, se nos ofrecen todavía en el día que transcurre. Aún están abiertas las mansiones umbrosas del romanticismo, con sus amores difíciles. Pero nada de esto se ha destinado a mí, porque la única raza humana que está impedida de desligarse de las fechas es la raza de quienes hacen arte, y no sólo tienen que adelantarse a un ayer inmediato, representado en testimonios tangibles,sino que se anticipan al canto y forma de otros que vendrán después, creando nuevos testimonios tangibles en plena conciencia de lo hecho hasta hoy.
Es la última página de Los pasos perdidos, publicada en 1953; pero en este capítulo me ocuparé de otras dos novelas de Carpentier porque Los pasos perdidos, aunque es su obra más ambiciosa, me parece un enigma fascinante. Sin embargo, explica la relación de Carpentier con la historia con más claridad que sus novelas históricas. El “ realismo mágico” , famoso gracias a Cien años de soledad, de García Márquez, fue un invento de Carpentier. Pero la idea de que los latinoamericanos -en Cuba, o en Colombia, o donde sea- habitan en una realidad más mágica que la de Manhattan, por ejemplo, es dudosa. El genio de Borges, el de Carpentier o el de García Márquez podrían convencernos de lo contrario mientras permanecemos sumergidos en sus narraciones, pero cuando salimos a la superficie nos asaltan de nuevo las dudas, tanto metafísicas como psicológicas. El genio auténtico de Carpentier era para la novela histórica, que abordó de la forma más explícita posible con el paradigma de la cábala. Muchos otros novelistas modernos han recurrido a los modelos cabalísticos -Thomas Pynchon, Malcolm Lowry, Lawrence Durrell, para mencionar algunos- pero Carpentier fue el único que descubrió cómo fusionar la cábala y la historia.
Alejo Carpentier, un novelista cubano de padre francés y madre rusa, especialista en la cultura afrocubana, en especial de su música, fue, como el argentino Borges, una de las luminarias fundadoras de la literatura hispanoamericana. Su variedad de realismo mágico descuella en tres de sus novelas: El reino de este mundo (1949), Los pasos perdidos (1953) y El siglo de las luces (1962). La primera y la tercera son romances históricos; El reino de este mundo se ocupa de la caída de Henri Christophe, rey de Haití, en 1820, mientras que El siglo de las luces sucede en el Caribe francés una generación antes, cuando se importa la guillotina desde París, trayendo con ella todos los beneficios del terror revolucionario. Los pasos perdidos es una novela muy diferente: sucede en un pasado visionario que, durante un viaje hacia el interior de América del Sur, nos lleva hacia una intemporalidad aparente. Los pasos perdidos es una novela espléndida pero yo prefiero las dos extravagancias históricas y es allí donde buscaré el genio de Carpentier. Carpentier no es tan conocido en Estados Unidos como Borges, García Márquez, Cortázar y muchos otros autores hispanoamericanos, cosa que me sorprende, pues las fortalezas literarias de sus tres obras principales son por lo menos equivalentes a las Ficciones de Borges y a Cien años de soledad de García Márquez. Quizás haya una explicación política: Carpentier, que prácticamente no había vivido en Cuba antes de la Revolución, apoyó el régimen de Castro hasta su muerte el 24 de abril de 1980 y su obra se vio comprometida por esta nueva tiranía. Su cuerpo fue enviado a Cuba desde París para un funeral de Estado, cosa que no deja de ser una terrible ironía en el caso de este visionario que mostró con tanta inteligencia la degeneración de la revolución en el terror en El reino de este mundo y El siglo de las luces. Podría decirse que Carpentier fue víctima de una historia que no había concluido. Las víctimas abundan en El reino de este mundo, una serie de cuadros que van de las rebeliones de los esclavos en lo que los franceses llaman Saint Domingue a los últimos momentos de Henri Christophe en 1820.
Hay cinco acontecimientos históricos principales: Macandal encabeza la primera revuelta esclava, Bouckman, la segunda; los colonos franceses llegan a Santiago de Cuba y el general Leclerc dirige sus batallas hasta que el imperio de Henri Christophe se derrumba. Sin embargo estos y muchos otros episodios son presentados por separado, de manera que lo que el lector experimenta es una fantasmagoría, un flujo de incidentes fabulosos. Subyace a ese flujo una numerología exacta que Roberto González Echevarría, el más autorizado de los especialistas en Carpentier, explica con deleite y erudición en Alejo Carpentier: The Pilgrim at Home (1977,1990). De acuerdo con el crítico, la narración se mueve entre 1753 y 1828 -un periodo de 75 años- de acuerdo con un patrón cíclico deliberado y complejo. Y sin embargo el lector común, enfrascado en un banquete de sentido y de violencia, puede perfectamente prescindir de esta información. Quizás lo único que debemos tener en mente al empezar es que El reino de este mundo está bajo la égida de Satán, dios de este mundo y el eterno triunfador en la historia porque él es la historia.
El joven esclavo T i Noel escucha fascinado las historias de reyes
africanos que le cuenta el esclavo mandinga Macandal, quien también sabe muchísimo de plantas venenosas. Hay una epidemia de veneno en Santo Domingo, que destruye el ganado y después empieza a hacer estragos entre los hombres blancos. Macandal es un gran chamán que puede adoptar la forma de un ave, de un pez o de un insecto y así elude la captura, pero finalmente es aprehendido y quemado vivo, aunque en una visión los negros lo ven ascender a los cielos. Años más tarde, el jamaiquino Bouckman encabeza una insurrección de esclavos que es contundentemente aplastada. T i Noel sobrevive y es llevado a Santiago de Cuba para ser vendido allí. En Cuba se inicia una historia completamente diferente. Pauline Bonaparte llega con su marido, el general Leclerc, que muere de fiebre amarilla. Después de vivir varios años en Cuba, T i Noel regresa como hombre libre a Santo Domingo, donde la esclavitud ha sido abolida y Henri Christophe es rey. T i Noel, ya viejo, es prácticamente esclavizado de nuevo por guardias que lo obligan a punta de latigazos a cargar ladrillos para construir una fortaleza para el monarca. Hay un levantamiento, Henri Christophe se pega un tiro y T i Noel ayuda a saquear el palacio real.
Nada perdura. La llegada de los mulatos republicanos supone la renovación de la esclavitud para los negros. Para escapar, T i Noel se vuelve chamán y aprende a transformarse en toda clase de animales, aves, insectos. Sin embargo, cuando se une a los gansos, es expulsado:
Ti Noel comprendió oscuramente que aquel repudio de los gansos era un castigo a su cobardía. Macandal se había disfrazado de animal, durante años, para servir a los hombres, no para desertar del terreno de los hombres. En aquel momento, vuelto a la condición humana, el anciano tuvo un supremo instante de lucidez. Vivió, en el espacio de un palpito, los momentos capitales de su vida; volvió a ver a los héroes que le habían revelado la fuerza y la abundancia de sus lejanos antepasados del Africa, haciéndole creer en las posibles germinaciones del porvenir. Se sintió viejo de siglos incontables. Un cansancio cósmico, de planeta cargado de piedras, caía sobre sus hombros descarnados por tantos golpes, sudores y rebeldías. Ti Noel había gastado su herencia y, a pesar de haber llegado a la última miseria, dejaba la misma herencia recibida. Era un cuerpo de carne transcurrida. Y comprendía, ahora, que el hombre nunca sabe para quién padece y espera. Padece y espera y trabaja para gentes que nunca conocerá, y que a su vez padecerán y esperarán y trabajarán para otros que tampoco serán felices, pues el hombre ansia siempre una felicidad situada más allá de la porción que le es otorgada. Pero la grandeza del hombre está precisamente en querer mejorar lo que es. En imponerse tareas. En el Reino de los Cielos no hay grandezas qué conquistar, puesto que allá todo es jerarquía establecida, incógnita despejada, existir sin término, imposibilidad de sacrificio, reposo y deleite. Por ello, agobiado de penas y de tareas, hermoso dentro de su miseria, capaz de amar en medio de las plagas, el hombre sólo puede hallar su grandeza, su máxima medida en el Reino de este mundo14.
Podría parecer demasiado explícito, pero leído en su contexto, al término de este romance sobresaliente, posee dignidad estética y cierta sabiduría, porque este tiene que ser el libro de T i Noel, quien se ha vuelto más admirable que Macandal o Bouckman. Su último gesto es conmovedor:
El anciano lanzó su declaración de guerra a los nuevos amos, dando
orden a sus súbditos de partir al asalto de las obras insolentes de los mulatos investidos15.
Sus súbditos son los vientos y el mar, y cuando el gran viento verde
sopla desde el agua, T i Noel muere de lo que llamaríamos muerte natural. Sólo así podría terminar su libro, que ha condensado 75 años de su vida en una visión de poco menos de doscientas páginas. El efecto sobrecogedor de El reino de este mundo es el de un esplendor barroco, una acumulación espectacular de riquezas increíbles. Carpentier tiene el genio de la condensación visionaria y mientras su narración avanza velozmente, el efecto que produce es el de un desbordamiento violento de incongruencias, como aquí, al comienzo de la rebelión de Bouckman:
Todas las puertas de los barracones cayeron a la vez, derribadas desde adentro. Armados de estacas, los esclavos rodearon las casas de los mayorales, apoderándose de las herramientas. El contador, que había aparecido con una pistola en la mano, fue el primero en caer, con la garganta abierta, de arriba a abajo, por una cuchara de albañil. Luego de mojarse los brazos en la sangre del blanco, los negros corrieron hacia la vivienda principal, dando mueras a los amos, al gobernador, al Buen Dios y a todos los franceses del mundo. Pero, impulsados por muy largas apetencias, los más se arrojaron al sótano en busca de licor. A golpes de pico se destriparon los barriles de escabeche. Abiertos de duelas, los toneles largaron el morapio a borbotones, enrojeciendo las faldas de las mujeres. Arrebatadas entre gritos y empellones, las damajuanas de aguardiente, las bombonas de ron, se estrellaban en las paredes. Riendo y peleando, los negros resbalaban sobre un jaboncillo de orégano, tomates adobados, alcaparras y huevas de arenque, que clareaba, sobre el suelo de ladrillo, el chorrear de un odrecillo de aceite rancio. Un negro desnudo se había metido, por broma, dentro de un tinajón lleno de manteca de cerdo. Dos viejas peleaban, en congo, por una olla de barro. Del techo se desprendían jamones y colas de abadejo. Sin meterse en la turbamulta, Ti Noel pegó la boca, largamente, con muchas bajadas de la nuez, a la canilla de un barril de vino español. Luego, subió al primer piso de la vivienda, seguido de sus hijos mayores, pues hacía mucho tiempo ya que soñaba con violar a mademoiselle Floridor, quien, en sus noches de tragedia, lucía aún, bajo la túnica ornada de meandros, unos senos nada dañados por el irreparable ultraje de los años16.
T i Noel no ha sido idealizado por Carpentier; en la página siguiente, “mademoiselle Floridor yacía, despatarrada, sobre la alfombra, con una hoz encajada en el vientre” . Y sin embargo, qué fascinante es el párrafo de la rebelión. El Dios de los franceses no es muy diferente del amo o del gobernador, y el único “ irreparable ultraje” es el tiempo, uno con el reino de Satán en este mundo. El lector podría preguntarse qué hace que T i Noel —a quien le resultan tan naturales la violación y la carnicería- sea más digno de nuestra simpatía que todas las fuerzas al servicio de la esclavitud. Carpentier, francorruso y no cubano negro, se inclina, no obstante, por el caribe negro -retrata a los mulatos y demás mestizos como una nueva clase de amos—. Pero no es moralista: la grandeza de Macandal y de Bouckman y, sobre todo, la de T i Noel, no es
una grandeza moral. El heroísmo de la rebelión, exaltado en sí mismo y por sí mismo, seguramente refleja la influencia de Camus en el joven Carpentier, pero no hay humanismo ni ateísmo en El reino de este mundo ni en sus obras posteriores. El fardo que debe soportar la novela más ambiciosa de Carpentier, El siglo de las luces, es un misticismo barroco, cabalístico y gnóstico. El epígrafe de la novela está tomado del Zohar, el Libro de la luz de Moisés
de León, la obra maestra de la cábala española: “Las palabras no caen en el vacío” . Por razones que no siempre me quedan claras, la novela está construida sobre una urdimbre cabalística. Borges juega con la cábala pero no construye sus historias con base en ese modelo esotérico, a excepción de “La muerte y la brújula” . Como los cabalistas, Carpentier era apocalíptico -lo que debió de haber influido en su adhesión a la revolución castrista—. No debe de ser
fácil para los escritores que hoy padecen La Habana de Castro leer los escritos ocasionales de Carpentier sobre literatura y política. Yo mismo no los soporto, pero es que siento una aversión particular por la crítica literaria politizada porque me parece que ha destruido mi profesión. El siglo de las luces fue escrito en Caracas, Venezuela, entre 1956 y 1958 y es un apocalipsis puramente cabalístico o visionario que tiene muy poca relación con la Cuba a la cual Carpentier regresó en 1959.
Los ingleses ocuparon La Habana entre 1762 y 1763 y cuando los
oficiales españoles la recuperaron no pudieron borrar los cambios que aquellos habían impuesto. La novela de Carpentier transcurre entre 1789 y 1809 y se desarrolla en La Habana, en otros lugares del Caribe, en Francia y, por último en España, donde combaten la ocupación napoleónica. A primera vista parece una novela anticuada, casi conradiana en su mezcla de historia y de personalidad —cosa que resulta a la vez sorprendente y refrescante- Pero esta aparente simplicidad es engañosa; como lo asegura González Echevarría en Celestina ’s Brood: Continuities o f the Baroque in Spanish and Latin American Literatures (1993), el libro continúa la tradición de la literatura barroca española y latinoamericana, una tradición caracterizada por los excesos, por hacer caso omiso de los límites. El siglo de las luces -periodo que llega a su fin en esta novela- fue traducida al inglés (del francés) como Explosión in a Cathedral, a causa de las referencias de Esteban, el protagonista, a una pintura de Monan Desiderio que él llama Explosión en una catedral y cuyo verdadero nombre es King Asa ofjudah Destroying the Temple [Rey Asa de Judea destrozando
el Templo] (y que se encuentra en el Museo Fitzwilliam de la Universidad de Cambridge). El cuadro, o más bien la interpretación de Esteban/Carpentier, es un paradigma para la novela y establece el modelo apocalíptico con base en el cual se suceden las revueltas de esclavos, la Revolución francesa, el Terror, Napoleón y la renovada esclavitud de los negros (por decreto napoleónico), en lo que la cábala llama la Ruptura de los recipientes, destrozados por luces demasiado poderosas para ser contenidas. Cuando Esteban es arrestado en La Habana por la policía colonial española, acusado de sedición, trata de destrozar la
pintura antes de ser deportado a España, pero aquella sobrevive.
La novela de Carpentier se ocupa de una triada de personajes principales: Esteban, su prima hermana Sofía, y un personaje histórico brillantemente realizado, Victor Hugues, el héroe-villano de la novela y la única personalidad lograda del libro. Esteban, que se crió con Sofía y su hermano Carlos, es una fascinante representación fallida, como Martin Decoud, el idealista corrupto del Nostramo, la gran novela de Conrad. Tanto Esteban como Decoud son estetas y flâneurs, pero Esteban no sufre del alejamiento suicida de Decoud y después de una carrera revolucionaria en Francia y Guadalupe bajo el liderazgo del comisionado jacobino Victor Hugues, el idealismo de Esteban sobrevive tanto al desengaño con Víctor como a los años de prisión en España. Él y Sofía deciden unirse al heroísmo delirante del pueblo de Madrid en su levantamiento contra Napoleón, una aventura sublime que les cuesta la vida a los dos primos. Víctor Hugues, de acuerdo con el modelo de su héroe Robespierre
- y de los tiranos revolucionarios que vinieron después: Stalin, Mao, Castro- pasa del idealismo a la pasión por la guillotina y a transmutarse en el libertador y explotador de Guadalupe, hasta que al fin se convierte en el brutal instrumento napoleónico para el restablecimiento de la esclavitud de los negros en la Guyana francesa. En ese momento concluye su carrera en la novela de Carpentier; es posible que haya muerte en Francia alrededor de 1821-22, o que haya regresado a la Guyana a morir allí. De cualquier forma sobrevivió muchos años a Esteban y a Sofía,
como corresponde a un burgués “ revolucionario” obsesionado con el poder y las riquezas. La relación de Sofía con Víctor y después con Esteban cambia radicalmente en la última parte de la novela. Se entrega aVictor pero lo abandona cuando este se convierte en el carnicero de los negros de Guyana y se va a Madrid a pedir la liberación de Esteban; se une a él y juntos participan en el levantamiento proletario contra el ejército de José Bonaparte en las calles de Madrid y mueren. Esto funciona bien para un
romance barroco, pero los elementos ocultos de El siglo de las luces enriquecen el significado. Es posible que haya una novela además de El siglo de las luces cuyos tres personajes principales hayan sido modelados según los primeros tres sefirot, pero no la he encontrado. En resumen, Esteban sería Keter o la corona,Víctor Hugues sería Hokmah -pero no la sabiduría (a pesar de la palabra) sino el impulso, la voluntad-, el padre de los padres, la fuerza originaria que subyace el significado original de la palabra romana para “ genio” , en tanto que Keter (de nuevo, a pesar de la palabra) se podría interpretar como el otro significado de “genio” , el daimón u otro yo, pues en su empleo cabalístico Keter es sinónimo
dcAyin, la “nada” . El nombre de Esteban viene del griego stephanos, que también significa “ corona” , pero el Keter cabalístico, la corona, es una paradoja (como el joven Esteban): a un tiempo todo la potencia de Dios y la pura pasividad, incapaz de entrar a formar parte del mundo de la acción, donde sólo la fuerza paternal de Víctor es capaz de moverlo. Sofía, como la figura gnóstica de la sabiduría caída, es para Carpentier la Binah cabalística, palabra que significa “ inteligencia” pero que en la cábala se refiere a una comprensión pasiva. Como triada cabalística, Esteban es la autoconciencia divina (compartida con su creador, Carpentier), Víctor es el principio activo del conocimiento y Sofía, lo conocido, la reflexión sobre el conocimiento, un velo a través del cual brilla la luz. Al comienzo de la novela, Víctor llega a la casa de Esteban y Sofía y asume el papel del padre muerto.
El lector podría sentirse un poco perplejo: ¿por qué necesita
Carpentier esta armadura esotérica para escribir su novela histórica
sobre la revolución y sus padecimientos? Cuando Esteban regresa a La Habana después de haber vivido bajo el liderazgo dictatorial de Víctor en Francia y en Guadalupe, se entristece al enterarse de la nueva “caída” de su Sofía gnóstica: “ su” Sofía se ha casado:
Pero el hombre que la miraba lo hacía con enorme tristeza. Nunca se hubiese esperado escuchar, en boca de Sofía, semejante enumeración de lugares comunes para uso burgués: “hacer la felicidad de un hombre” ; “la seguridad que siente la mujer al saberse acompañada en la vida” . Era pavoroso pensar que un segundo cerebro, situado en la matriz, emitía ahora sus ideas por boca de Sofía -aquella, cuyo nombre definía a la mujer que lo llevara como poseedora de “ sonriente sabiduría” , de gay saber-.
Siempre se había pintado el nombre de Sofía, en la imaginación de Esteban, como sombreado por la gran cúpula de Bizancio; algo envuelto en ramas del Árbol de la vida y circundado de Arcontes, en el gran misterio de la Mujer intacta. Y ahora, había bastado un contento físico, logrado, acaso con el todavía oculto júbilo de una preñez incipiente -con la advertencia de que una sangre de manantiales profundos hubiese dejado de correr desde los días de la pubertad- para que la Hermana mayor, la Madre joven, la limpia entelequia femenina de otros tiempos, se volviera una buena esposa, consecuente y mesurada, con la mente puesta en su Vientre resguardado y en el futuro bienestar de sus Frutos, orgullosa de que su marido estuviese emparentado con una oligarquía que debía su riqueza a la secular explotación de enormes negradas. Si extraño -forastero— se había sentido Esteban al entrar nuevamente en su casa, más extraño —más forastero aún- se sentía ante la mujer harto reina y señora de esa misma casa donde todo, para su gusto, estaba demasiado bien arreglado, demasiado limpio, demasiado resguardado contra golpes y daños17.
Sofía es Binah, el espejo o prisma que descompone el domo bizantino de la luz divina en sus muchos colores, un elemento neoplatónico en la cábala. El Arbol de la vida está formado de diez sefirot y los Arcontes rodean a la caída Sofía como sus señores y guardianes en el gnosticismo. Aquí y en otras partes, Carpentier escribe un contrapunto esotérico en el cual sus tres protagonistas funden las tradiciones heréticas: los masones, los rosacruces y los templarios forman parte de la trama revolucionaria de Carpentier, como lo hicieron durante la Revolución francesa y la Caribe. Más en serio que en broma y muy sugestivamente, Carpentier retrata el Siglo de las luces como una época en la que la sabiduría antigua ha regresado para combatir la iglesia estatal, aliada de los regímenes opresivos. Los genios negros de la rebelión, Macandal y Bouckman, son musulmanes y seguidores de los dioses del vudú.
Además de Borges, Carpentier es el genio de la narrativa latinoamericana durante la segunda mitad del siglo xx, en su mejor época. Recuerdo mi sorpresa cuando González Echevarría me contó que Carpentier tenía ancestros rusos y franceses y no negros: me había parecido hasta entonces que su genio era la manifestación literaria de la perspectiva revolucionaria negra. La lección, al menos para mí, es la libertad del genio literario, su autonomía de las políticas culturales que tantos quieren imponerle.
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