Definitivamente, habrá que resignarse a la catástrofe de que Kafka sea el autor más emblemático de nuestro siglo. Hasta Harold Bloom, tan accidental y a la vez tan obvio en su escrutinio literario como puede serlo un frutero servicial y taimado al despachar un kilo de tomates, un poco a regañadientes se ha avenido también a situarlo en el centro del canon. No nos dice por qué, y tampoco nosotros le exigimos ninguna explicación. Al contrario: aceptamos la vieja falacia argumental de convertir un enigma en una evidencia, del mismo modo que tampoco esperamos que el enamorado desvele las razones que lo impulsaron a elegir a la persona amada entre otras muchas más bellas y graciosas. En el amor, en el arte, en la religión, en la publicidad, basta con los efectos, y en cuanto a las causas, damos por bueno o inevitable su escamoteo con la misma fe terrenal que nos inspira el "¡sin trampa ni cartón!" del prestidigitador al culminar su número de magia. Cuenta Borges que cierta tribu creía que sus hechiceros tenían el poder de transformarse en hormigas. "Un individuo que advirtió mi perplejidad me mostró un hormiguero, como si éste fuese una prueba". ¿Por qué Kafka, por qué Julieta? Y Bloom y Romeo señalan con el dedo a Kafka o a Julieta, tal como Yavé se señala a sí mismo y declara: "Yo soy el que soy", o tal como el señor Aznar, preguntado sobre la causa de la buena marcha macroestructural de nuestra economía, en un arranque de majeza dialéctica, casi de desplante taurino, respondió: "El milagro soy yo".Pero, de un modo u otro, el caso es que ahí tenemos a Kafka convertido en el autor que (salvo que pase a engrosar la literatura fantástica, como ocurrió con Swift) acaso dé cuenta de nuestra época dentro de un par de siglos, si es que para entonces la literatura sigue dando cuenta de algo. De Kafka se ha dicho que es el creador de la pesadilla moderna. Naturalmente, intentar esclarecer la secreta elocuencia de una obra de arte resulta una tarea tan pretenciosa como inútil, pero basta abrir casi cualquier relato suyo para advertir que uno de los ingredientes fundamentales de esa pesadilla consiste en la confusión delirante entre lo público y lo privado.
A Joseph K. lo detienen una mañana. El está aún en la cama cuando su habitación es allanada por dos funcionarios. Desde la ventana de un inmueble vecino, dos hombres y una anciana se incorporan a la escena en calidad de espectadores. "K. vivía, sin embargo, en un Estado constitucional. La paz reinaba en todas partes. Las leyes eran respetadas. ¿Quién se atrevía a arrojársele encima en su propia casa?". Al domingo siguiente, K. acude a la sala de justicia donde se le ha citado. El juicio se celebra en un piso que sirve de vivienda privada a un ujier. Durante la sesión, y a la vista de todos, la esposa del ujier es forzada por un estudiante de leyes que interrumpe el discurso de defensa del propio K. con el poderoso jadeo de su orgasmo. En otra escena, ese mismo estudiante carga con la mujer bajo el brazo para conducirla a las dependencias (¿públicas, privadas?) del juez de instrucción. Dentro de los pormenores de ese mismo proceso, el verdugo ejerce en el cuarto de escobas de un gran banco. En otra novela, alguien se convierte en un insecto y, como cuando se voltea una piedra, queda expuesto a la luz pública en toda su indefensa privacidad. En otra, K. y su novia (además de dos funcionarios que se han incorporado a la vida íntima de la pareja) se ven obligados a vivir en el aula de una escuela, de modo que los útiles pedagógicos (la mesa, los pupitres, los aparatos de gimnasia) son a la vez enseres domésticos, de la misma forma que un libro de leyes esconde bajo las tapas una novela pornográfica. Son tantos y tantos los ejemplos que podrían aportarse, que uno está tentado de pensar que ése es justamente el eje temático de muchos escritos de Kafka.
Estos episodios, que valen por sí mismos sin necesidad de interpretarlos (de empobrecerlos), vistos sin embargo al trasluz de la historia, nos ofrecen la vaga trama de un horror colectivo. Una de las más nobles y empeñosas aventuras ideológicas de nuestro tiempo consiste en la defensa de los derechos del individuo frente a la voracidad instintiva de los Estados. Llevamos dos siglos intentando encontrar un equilibrio entre ambos términos o, lo que es igual, intentando civilizar a nuestros gobernantes. Basta con hojear cualquier manual de historia contemporánea, o cualquier periódico del día, para saber que ese conflicto es poco menos que insoluble, y que si algo se parece a la tarea de Sísifo, no es tanto el viejo afán ilustrado de educar al pueblo como el de domesticar previamente al poder. De modo que el infierno terrenal que nos ofrece Kafka se inspira a menudo en la invasión (no violenta, sino sigilosa y reglamentaria y hasta razonada) de los poderes públicos en los ámbitos de lo privado. Tales son los monstruos que el sueño pervertido de la razón puede llegar a producir. A veces (y los que hemos vivido bajo una dictadura lo sabemos muy bien) no es necesario que esa intrusión se haga efectiva: basta sólo con el miedo a que tal cosa pueda ocurrir. Y es que quizá no hay nada más terrible que la, mirada ceñuda del Estado cuando sale de su abstracción para fijar amenazadoramente los ojos en algún ciudadano. Como no podía ser menos, no hay más que echar un vistazo a los últimos cuatro o cinco años de la historia de nuestro país para resignarse a la catástrofe de que también aquí Kafka va convirtiéndose en el autor más emblemático del siglo. Aburre hacer siquiera una breve enumeración de la promiscuidad de lo público y lo privado que, de un modo sugerido o explícito, y con la complacencia, y a veces con la complicidad, de más de un medio de comunicación, y de muchos ciudadanos notables, nos abruma a diario. No estamos muy seguros de que tal proceso judicial o político no altere su curso durante una sobremesa de periodistas, jueces y fiscales; de que un vídeo con pasajes íntimos y escabrosos de algún mandatario no determine algún importante acontecer social; de que una alta decisión política no sea sino el. trasfondo de un ajuste de cuentas; de que unas medias palabras no, encubran en realidad una amenaza.
Alguien (y siento no conocer al autor porque el dicho lo merece) observaba que Kafka en México hubiera sido un autor costumbrista. Vagamente, en España está empezando a ocurrir tres cuartos de lo mismo. Tendremos que seguir intentando civilizar a nuestros gobernantes, como no podía ser menos en un país cuya infortunada historia ya todos conocemos.
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