miércoles, 22 de abril de 2020

Valerio Massimo Manfredi Akropolis PROLOGO




Prólogo

    Tenía veinte años y unas ganas inmensas de viajar y de conocer mundo. Preparaba los exámenes de la universidad estudiando con un amigo de un pueblo vecino al mío y acabábamos de superar el primer examen de literatura griega que incluía, entre otras cosas, la lectura integra de la Odisea en su lengua original. Durante meses nos habíamos aplicado en la traducción con la ayuda de un diccionario y la edición bilingüe de Rosa Calzecchi Onesti, hasta que un buen día, pasado el tiempo, nos dimos cuenta de que estábamos leyendo a Homero sin ninguna ayuda ni apoyo, con el diccionario cerrado y el texto de la traducción tapado. Una sensación maravillosa, semejante, me imagino, a la que experimenta alguien que suelta las muletas y echa a correr. La he vuelto a sentir recientemente viendo la escena de la película Forrest Gump , cuando el niño se desembaraza de las prótesis metálicas y corre, raudo como el viento: un momento de extraordinaria e intensa emoción.
    Decidimos, pues, que partiríamos lo más pronto posible para Grecia, donde visitaríamos todos los lugares ligados a la historia, a la épica, a la arqueología; una especie de peregrinaje en el que buscaríamos los paisajes de la memoria, los lugares en que la historia había impreso sus huellas que nuestra ingenuidad imaginaba indelebles. Los medios a nuestra disposición eran muy escasos y no cabía tampoco esperar que nuestros padres alimentaran nuestros magros recursos; sin embargo, habíamos conseguido comprar un billete de ida y vuelta Ancona-Pireo (en toldilla), en un barco bautizado con el nombre de Apollonia , a un precio muy ajustado, y ese billete constituía un seguro ante nuestra aventura: significaba que siempre, en el peor de los casos, podríamos volver.
    Quedaba por establecer cómo nos desplazaríamos una vez que llegáramos, qué comeríamos, cómo dormiríamos, etcétera. El problema del alojamiento lo resolvimos pidiendo prestada una tienda de campaña militar a un amigo boy scout y comprando dos colchonetas hinchables en un mercadillo de segunda mano; en cuanto a la comida, el mismo amigo nos prestó un camping gas de un solo fuego, con el que pensábamos que podríamos prepararnos algunas sopas de sobre en unas escudillas asimismo prestadas.
    Quedaba el problema del transporte. Mi amigo se desplazaba habitualmente en autobús; yo tenía un velomotor e hicimos con él una prueba subiéndonos los dos a él y cargando asimismo nuestras dos mochilas, llenas de todo cuanto íbamos a necesitar para el viaje. El experimento fue una desilusión, pues el pequeño propulsor de 50 cm 3 fallaba a la más mínima subida, por muy leve que ésta fuese, y sabíamos perfectamente, por haberlo estudiado, que el terreno de Grecia figura entre los más montañosos y accidentados.
    Por lo tanto decidimos que nos desplazaríamos en autostop, como hacían en aquel tiempo muchos chavales de nuestra edad. Lo importante era poner pie en suelo griego: una vez que hubiéramos llegado, ya haríamos frente, uno por uno, a todos los problemas que nos fueran surgiendo.
    Fue un viaje de impresiones profundas, de emociones poderosas. Vimos el Partenón bajo un cielo abrileño en el que galopaban negros nubarrones henchidos de lluvia, que de vez en cuando eran perforados por los rayos de sol que iluminaban con una luz violenta ya ésta, ya aquella parte de la gran explanada, así como el pórtico de las cariátides, apenas rociado por una ligera lluvia.
    Sacamos de la mochila el Tucídides en edición de bolsillo y nos pusimos a leer el Elogio fúnebre :
    Amamos la belleza con mesura y rendimos culto al saber pero sin caer en la debilidad. Hacemos uso de nuestra riqueza más como medio de acción que como motivo de jactancia, y no es ningún baldón para nadie aceptar su pobreza, pues lo realmente vergonzoso es no tratar de salir de ella en la medida de lo posible.
    —¡Qué fuerza…! —murmuró mi amigo.
    Nosotros, muchachos de campo, provincianos como éramos, nos sentíamos en aquel momento unos intelectuales, refinados humanistas sólo porque podíamos relacionar una cita de Tucídides con la arquitectura del Partenón: cierto es que no estábamos más que en los inicios, pero aquellas experiencias tan directas y, por así decir, concretas, nos producían verdadero estremecimiento. Nos sentamos en la escalinata de los Propileos esperando la puesta de sol, contemplando la grandiosidad del odeón de Herodes Ático, la colina de Filopapo, el ágora en el lado opuesto y, en lontananza, el Licabeto, rematado por su iglesita bizantina. Nos quedamos allí sentados sin decir nada, con los ojos y el ánimo llenos de asombro, hasta que el hambre nos empujó a buscar algo de comer en una taberna de Plaka. El barrio, apenas frecuentado por los primeros turistas, conservaba su aspecto genuino: en la blanca pared de un pequeño local el dueño había escrito con pincel y pintura roja bona e mercata grecca cuzina (comida griega buena y barata), con la evidente intención de atraer a turistas italianos. Y bien que lo consiguió: descubrimos que la manera más barata de llenarse el estómago era un plato de alubias y una hogaza de pan.
    En una tienda vi un par de gemelos de plata, que imitaban los dracmas atenienses, con la lechuza grabada, y me prometí comprarlos a la vuelta si me quedada algo de dinero.
    Tuvimos que abandonar la ciudad al cabo de un par de días porque no podíamos permitirnos los gastos del alojamiento, y antes de salir hacia el Peloponeso decidimos subir hasta la cima del Skaramangá, la montaña en que el emperador persa Jerjes, según la narración de Heródoto, se hizo construir un trono para contemplar, como desde las gradas de un teatro, la victoria de su flota contra las naves atenienses en el estrecho de Salamina. trono dorado era tal que no le hicimos caso. Nos adentramos, sin advertirlo, en un polígono de tiro de la marina militar griega y por suerte nos encontramos con una patrulla de desalojo que nos echó, pues de lo contrario hubiéramos tenido que correr bajo los proyectiles de los cañones.
    El oficial que nos había echado tuvo la amabilidad de parar un camión que nos llevó hasta Corinto y nos regaló una botella de coñac griego que nos acompañó durante todo el viaje. La gran ciudad del istmo fue una desilusión; por otra parte, sabíamos que la habían destruido los romanos de Lucio Mumia y que lo único griego que había quedado eran las siete columnas dóricas del ángulo del templo de Apolo. Subimos los novecientos escalones que llevaban al Acrocorintio y desde allí pudimos contemplar un paisaje asombroso: por un lado veíase el canal, el golfo Sarónico y la isla de Egina; por el otro se divisaba al norte la costa de Fócide y al oeste el vasto golfo, que aparecía como cerrado por las escarpadas montañas de Acaya que se adentraban en el mar hacia el mediodía.
    Al sur se extendía la Argólida, hasta donde se perdía la vista, destacada por los rayos oblicuos del sol que acentuaban los colores resplandecientes de la primavera. Nos acordamos de Diógenes y de su tonel, que no debía de ser mucho menos acogedor que nuestra tienda de campaña, tanto más cuanto que nuestras colchonetas hinchables de segunda mano no retenían el aire y a eso de las dos de la madrugada invariablemente teníamos que levantarnos para volver a hincharlas si no queríamos dormir sobre las mismas piedras. La mía a menudo duraba sólo hasta la medianoche y desde aquel momento tenía que volver a hincharla dos veces antes del amanecer mientras que mi amigo, más afortunado que yo, se las arreglaba hinchándola una sola vez.
    —Lo barato acaba saliendo caro —comentaba él, como si hubiéramos podido escoger en nuestra adquisición.
    El día siguiente fue muy duro porque aunque hicimos dedo no encontramos a nadie que nos cogiera y tuvimos que caminar durante casi diez kilómetros bajo un sol de justicia. Hacia las once se detuvo un tractor y el conductor nos dejó montar en el remolque entre cajas de naranjas y limones. Llegamos a Micenas después de la puesta de sol, muertos de cansancio, hambrientos y con los huesos molidos por haber viajado en tractores, sentados en los guardabarros o en los adrales de hierro de los carros agrícolas; pero era tal la emoción de encontrarse en la ciudad de Agamenón que nos olvidamos de todas nuestras cuitas.
    Las verjas estaban ya cerradas, los vigilantes se marchaban en aquel preciso momento y también el último autocar de turistas se alejaba con dirección a la «nueva Micenas», un pueblecito de pocos miles de habitantes, situado al pie de las colinas. En cambio nosotros nos quedamos y, al no poder entrar, trepamos por una colina rocosa que domina la ciudad, aquélla desde la cual, en el Agamenón de Esquilo, el vigía ve las fogatas que señalan desde Nauplia la llegada de la flota aquea. Los últimos rayos del ocaso teñían de rojo las ciclópeas murallas y los contrafuertes de la Puerta de los Leones, y desde nuestra posición podía verse por entero el gran megaron y la torre que se asomaba al abismo. Cogí de mi mochila la Odisea y me puse a leer el pasaje del libro undécimo donde Agamenón, evocado por Odiseo, cuenta desde los Infiernos cómo fue asesinado a su regreso: «Fue infamante mi muerte, y conmigo mataron a mis hombres como cerdos… y el suelo cubierto de sangre… Y la cara de perra, enviándome al Hades, ni se dignó siquiera a cerrarme los ojos con sus manos».
    Leía como si fuera un actor trágico y yo mismo me emocionaba por el sonido de mi voz entre aquellas rocas desnudas. Dejé de leer cuando la oscuridad me impidió seguir haciéndolo, pero en ese momento, desde el valle que teníamos abajo, se alzó el grito de la lechuza. Otra le respondió y luego otra más, hasta que la montaña entera resonó con aquel lloriqueo. Cansados, excitados, hambrientos, éramos casi incapaces de controlar la emoción que había hecho mella en nosotros y continuábamos mirando fijamente ese suelo como si asistiéramos en directo a la sangrienta escena. Luego, cuando el canto de las lechuzas cesó casi de golpe, dejamos escapar un largo suspiro y pensamos en cómo podíamos quitarnos el hambre en un lugar tan escabroso y desolado como aquél. Nos acordamos de las sopas de sobre que había al fondo de nuestras mochilas, revisamos nuestras reservas de agua en las cantimploras y encendimos el hornillo tras haber preparado un abrigo con algunas piedras. Era nuestra primera cena bajo las estrellas y aquella sopa caliente y gustosa tenía un sabor industrial de lo más nuevo para nosotros; la habíamos preparado con nuestras propias manos y nos supo a manjar de dioses.
    El terreno era demasiado rocoso para plantar la tienda, por lo que la extendimos en tierra y nos acostamos al abrigo de las rocas todavía tibias: dormimos toda la noche, milagrosamente, sin tener que despertarnos para hinchar las colchonetas, pero antes de caer rendidos nos quedamos un buen rato charlando mientras contemplábamos el ciclo salpicado de estrellas increíblemente luminosas, sorbiendo unas gotas de nuestro coñac militar y fumando un Papastratos, el único que nos permitíamos a lo largo de toda la jornada. Seguramente en toda mi aún breve vida no había sido nunca tan feliz como en aquel momento.
    En Epidauro, en el más hermoso teatro del mundo antiguo que ha llegado hasta nosotros, representaban el Edipo rey con Spiros Fokas y Katina Paxinou, e invertimos una cifra equivalente a cuatro o cinco días de supervivencia para poder asistir al espectáculo, que se representaba en griego moderno. Nos costaba entenderlo y seguíamos el texto antiguo iluminándolo con una linterna, pero lo sugestivo de ver a actores vivos y auténticos con sus trajes de escena en aquella construcción milenaria maravillosamente conservada nos llenaba de emoción y de espanto.
    Llegamos a Delfos entrada la noche, después de haber atravesado a pie la montaña. Habíamos esperado larga e inútilmente que nos llevaran a Itea y luego tomamos una decisión: si seguíamos hacia arriba, todo recto, atajaríamos unos dos tercios. Lo cual era muy cierto, aunque no nos imaginábamos lo que nos esperaba. La oscuridad había caído sobre nosotros mientras trepábamos aún por entre las rocas y zarzales, con un viento muy fuerte que doblegaba las copas de los árboles.
    Llegamos a la cima exhaustos y a oscuras. No había más que una taberna en todo el pueblo, de nombre Parnassos, y entramos; con el pelo alborotado, los vaqueros rotos por debajo de las rodillas, las manos despellejadas y la barba sin afeitar, parecíamos unos auténticos bandoleros, y todos los clientes se volvieron hacia nosotros como cuando dos pistoleros entraban en uno de los salones del lejano Oeste. Nos sentamos en la mesita más apartada y pedimos unas alubias, una hogaza de pan y una botella de agua, pero al poco el camarero trajo medio litro de retsina : una invitación de aquel señor de allí. Luego trajo unas suvlakia de cerdo bien asadas: invitación de aquel otro señor de allá. Habían comprendido que teníamos hambre y que si andábamos con aquellas trazas no era por dar la nota, sino porque no teníamos nada más que ponernos, y les dábamos lástima.
    Desde allí llegamos, a través de Fócide, al desfiladero de las Termopilas. En relación con nuestras expectativas, el lugar resultaba casi irreconocible por su distancia del mar, por el enterramiento del golfo y por el paso de un carretera nacional y de las principales líneas eléctricas que unían el norte y el sur del país. Y, sin embargo, aquel monumento a Leónidas, erigido hacía sólo pocos años y costeado por unos trescientos espartanos emigrados a Estados Unidos, nos pareció hermosísimo, con las palabras de Simónides grabadas en su base («Glorioso es vuestro destino/Vuestro monumento fúnebre es un altar»). Luego, subimos al cerro donde los hombres de Leónidas formaron en cuadro en la última desesperada defensa para proteger la agonía del rey moribundo, y leímos la inscripción que figuraba en la estela funeraria: «Forastero, anuncia a los espartanos que aquí caímos, obedientes a sus leyes». También aquélla era falsa, pero ¿qué más daba? Nuestra emoción era genuina. Buscamos, asimismo, el paso de Anopea, el secreto sendero que el traidor Efialtes mostró a los persas para que pudieran conquistar por la espalda la inexpugnable posición defensiva de los griegos; pero nos perdimos en los bosques al regreso, ya de noche, muertos de hambre y de cansancio.
    La etapa siguiente fue Olimpia y llegamos corriendo al estadio imaginando al público que animaba a los atletas. Pedí que me hicieran una foto con la pose del Discóbolo de Mirón, y cuando entramos en el museo nos quedamos deslumbrados por todas aquellas maravillas: la Centauromaquia , la Carrera de Pélope y de Enómao , el dios Apolo con sus bucles arcaicos y su brazo tenso y enérgico por encima de aquella maraña de cuerpos humanos y bestiales. Parecía increíble. Y nosotros tratábamos de imaginarnos a aquéllos con sus armas de metal dorado, que resplandecían al sol en los frontones gloriosos de los templos. Y luego el Hermes de Praxíteles, desnudo y solo en medio de aquella luz difusa que llovía del cielo y que volvía traslúcida cual cera su piel de mármol parió.
    Volvimos a Patrás y buscamos un embarque para Ítaca, que por nada del mundo hubiéramos dejado fuera de nuestro itinerario. Nos costó el último dinero que teníamos, pero nos quedaban aún siete sobres de sopa y una pequeña bombona de gas para cocinarlos: podríamos sobrevivir. Desembarcamos al amanecer y vimos Samos todavía cubierta por la sombra de los montes de la Tresprotia («La una se encuentra allí donde está el negro ocaso…») e Ítaca resplandecer bajo el sol radiante de la mañana («… la otra más adelante, allí donde apuntan la aurora y el sol»). Buscamos los campos de Humeo, la gruta de las ninfas y finalmente los pobres restos del que Schliemann creyó el palacio de Odiseo. Excavó, incluso, para buscar las raíces del olivo bajo cuyas ramas el hijo de Laertes aparejó su yacija. Por la noche nos sentamos en la plaza a contemplar el puerto de Vathí, aquél en el que Telémaco recaló, evitando el acecho de los pretendientes en la isla de Astéride.
    En cualquier perro tratábamos de reconocer a Argos, en cualquier muchacho a Telémaco, en cualquier pastor a Eumeo o Filecio y, en la figura de un anciano venerable, las canas de Laertes. Pero él, el muy paciente y divino Odiseo, el urdidor de engaños, el destructor de ciudades, el héroe de todo tiempo y lugar, él estaba por doquier, como si fuera el alma de aquella isla, como si su aliento fuera el viento, como si dejara huellas misteriosas en el polvo de los caminos.
    Eran las nuestras nada más que fantasías de muchachos ingenuos, pero tan intensas, tan sugestivas, que dejaban señales profundas, sensaciones capaces de resistir toda una vida y de condicionar nuestro futuro. En aquellos momentos pensábamos en los jóvenes que se pasaban las veladas nocturnas en las pistas de baile contorsionándose con el twist y nos sentíamos unos privilegiados, unos elegidos por los dioses, orgullosos de soportar el hambre y las privaciones para lograr conquistar aquella intimidad profunda e inmaculada con los antiguos cantos de Homero, con las historias de Heródoto y de Tucídides, con el lamento de Edipo, de Áyax, de Prometeo.
    Los últimos cinco días antes del embarque los pasamos a base de pan y pasas de Corinto que un señor misericordioso nos había regalado en Patrás: cinco kilos. Aunque el sabor a la larga cansaba, aquella fruta era una bomba calórica que nos daba energía suficiente para proseguir nuestro viaje. En total

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    En un determinado punto de la subida había una tela metálica y un pastor nos gritó algo que no entendimos, pero nuestra curiosidad por ver el lugar en el que Jerjes había establecido su pasamos en Grecia veinticinco días, dejándonos crecer la barba y perdiendo tres o cuatro kilos cada uno. Antes de embarcarnos en el Apollonia , en el Pireo, pasé por mi querida tienda de Plaka y me gasté el último dinero comprando unos gemelos de plata con la lechuza de Atenas (que aún conservo) y un broche de filigrana para mi madre. Y, sin embargo, el encuentro más bonito estaba todavía por producirse.
    Estábamos en la proa viendo desfilar la costa lentamente ante nuestros ojos, el maravilloso paisaje griego de islas y promontorios, de golfos, ensenadas y escollos, de montañas cortadas abruptamente sobre el mar y la cima salpicada de nieve, de grandes nubes blancas atravesadas por los rayos del sol, y soñábamos con los tagliatelle humeantes de nuestra casa después de cuatro semanas de comer alubias, pan y queso feta , y sopas de sobre, cuando se acercó a nosotros un señor, de pequeña estatura, curiosas facciones y ataviado con un traje azul de impecable corte y una gardenia fresca en el ojal.
    —¿Sois italianos? —nos preguntó.
    —Sí —respondí yo—, de la provincia de Módena.
    —Lo habría jurado. ¿Habéis estado en Grecia?
    —Oh, sí. Somos estudiantes de lenguas clásicas y queríamos visitar todos los lugares históricos.
    Y comenzamos a desgranar la lista de los lugares que habíamos visitado, de los museos, de las zonas arqueológicas, de los templos, de los palacios micénicos, de los santuarios suburbanos, de los oráculos, de las fuentes sagradas, de los ríos y de los lagos, de los campos de batalla. Él nos miraba estupefacto, como cogido por sorpresa y poco menos que arrastrado por nuestro propio entusiasmo. Se presentó: se llamaba Kostas Stavropoulos; luego, nos presentó a su mujer, la señora Alexandra, una mujer de gran belleza, más alta que él y de gran elegancia. Hablaba por los codos como si nosotros pudiéramos encender perfectamente el griego moderno y nos hizo muchos cumplidos. Aquella misma noche nos invitaron a cenar a su mesa en la cubierta de primera clase y nosotros nos pusimos el único par de vaqueros limpios y la última camiseta mínimamente decente, nos afeitamos, nos lavamos el pelo y nos duchamos: estábamos casi presentables; podría decirse incluso que no teníamos mal aspecto, tan bronceados, delgados y musculosos como estábamos. Además, el poder sentarnos a la mesa con una fila de cubiertos y copas resplandecientes, con servilletas de un blanco impoluto y comiendo a la carta se nos antojaba un privilegio maravilloso.
    —¿Veis a ésos? —dijo el señor Stavropoulos señalando a sus compañeros de viaje—. Pues hoy estaban hablando de vosotros a vuestras espaldas. Decían: «Mira a ésos; pero qué asco, qué indecencia. Con esos vaqueros agujereados, el pelo largo, la barba…; no deberían dejarles subir con los demás pasajeros: deberían estar en la bodega del barco con el personal de servicio».
    —¡Ay! —exclamó mi amigo mostrándose molesto.
    —Y entonces yo les he dicho: «Apuesto en cambio a que son unos buenos chicos, casi con toda seguridad estudiantes universitarios; apuesto a que saben griego antiguo y latín y que conocen Grecia mucho más y mejor de lo que la conocéis vosotros». Y éste es el motivo por el que he querido saludaros. Era yo quien llevaba razón y ellos ninguna. Sois unos chicos estupendos y me alegro mucho de haberos conocido.
    Les invitamos a Italia a mi casa y les hablé de mis padres, que eran exactamente de su misma edad, y ellos vinieron. Desde aquel momento nació una amistad maravillosa, un afecto sincero y profundo, una familiaridad intensa: al año siguiente nos hospedaron a ocho en su casa de Atenas, a nuestra vuelta de un viaje por Oriente en un todoterreno americano que habíamos comprado en un desguace y reparado en ocho meses de intenso trabajo. También los compañeros que estaban con nosotros se hicieron amigos suyos, y para siempre.
    Kostas era para nosotros como un filósofo antiguo, nos quedábamos escuchándole fascinados: era nuestro Sócrates, nuestro Platón, nuestro Epicuro. Fumaba unos cigarrillos muy aromáticos y elegantes que se llamaban Santé («porque no hacen daño, son de un tabaco natural»), y en la cajetilla roja se veía la figura de una bonita mujer de largos cabellos rubios, estilo Rita Hayworth, que aspiraba voluptuosamente de una boquilla negra.
    Su mujer, Alexandra, tenía un perrito de lanas. Moreno, y una gata, Gilda, y Kostas tenía que sacar al perro para que éste hiciera sus necesidades en un parque dos veces al día. Por la noche, mientras permanecíamos allí, dormíamos en el suelo del comedor uno al lado del otro, sobre nuestras colchonetas, pero, eso sí, con sábanas recién lavadas, y después de haber comido todos juntos en torno a la mesa redonda ensalada griega, mezedes, suvlakia y cualquier otro don de Dios con un retsina espumoso y helado que él calificaba de «achampañado».
    No tenían hijos, él trabajaba en el ayuntamiento y ella se ocupaba de las labores de la casa con la ayuda de una asistenta. Alexandra provenía de una familia acomodada y estaba acostumbrada al buen vivir: siempre alegre, siempre simpática, siempre deliciosa, perfumada, recién salida de la peluquería.
    —Hay gente que compra un coche de lujo —decía Kostas— y viven como auténticos miserables para poder mantenerlo. Yo he preferido a una mujer de lujo (quería decir «de gran clase») y puedo prescindir del coche.
    Esta filosofía tan simple, elemental, y, sin embargo, nutrida de excelentes lecturas, unida a todas las debilidades pequeño burguesas y casi provincianas, a un humor goliardesco, mezcla de guiños picarones y gustos italianos por todo lo bello y el placer, hacían de él un hombre irresistible.
    Y yo me convertí en su preferido. Me querían como a un hijo y estaban orgullosos de mis éxitos, primero en la universidad y luego profesionales. La espina que Kostas tenía clavada era su fallida carrera de cantante de ópera, por la que incluso había venido a Italia de joven para estudiar en la Scala. Era pariente de un famoso director de orquesta que, sin embargo, no le había prestado la menor ayuda:
    —Porque era arrogante, pagado de sí mismo y acaso también marica —decía con su acento griego, y con el añadido de la sospecha de sodomía le parecía haber pronunciado la condena definitiva, una condena sin apelación.
    Pero continuaba cantando, para los amigos o para asociaciones benéficas. En cierta ocasión cantó en el odeón de Herodes Ático y nosotros estuvimos todos allí, despellejándonos las manos de tanto aplaudir.
    —Puedo cantar I pagliacci —decía sin pecar de falsa modestia— incluso mejor que Mario Lanza.
    Pero nunca me cercioré de si ello era cierto o no. Tal vez no era verdad, pero a nosotros nos gustaba creer que Kostas podía permitirse unos agudos tan altos como los de Mario Lanza.
    Discutíamos de todo: de política, de gramática y de retórica, de literatura antigua y moderna, y él no perdía ripio. En cierta ocasión, a propósito de la Apología de Sócrates y del famoso «gallo de Esculapio», nos pusimos a discutir sobre cómo se decía gallo en griego antiguo. Yo sostenía que se decía alektryón , mientras que él decía que era aléktor . Teníamos razón los dos, pero era siempre un hermoso duelo. Políticamente era partidario de Papandreu; lo fue incluso durante la dictadura de los coroneles, lo cual le acarreó una postergación en su carrera. Mejor dicho, le habían trasladado, decía él, «al hipogeo», es decir, a las secciones subterráneas del ayuntamiento. —Pero la palabra en griego tenía un no sé qué de sepulcral, como si nuestro amigo hubiera sido enterrado vivo.
    Cada vez que llegaba una carta suya era para mí un motivo de alegría. Encabezaban la hoja la lechuza de Atenas y la leyenda: Dimos Athinon , «Ayuntamiento de Atenas», pero a mí me gustaba interpretarla como «El Pueblo de Atenas», como si quien me escribiera fuera Péneles o Temístocles. No tenía ciertamente madera de héroe y por eso su oposición política era sorda y en cualquier caso sumisa, y, sin embargo, cuando el 17 de septiembre de 1973 los coroneles ordenaron el desalojo de la universidad ocupada por los estudiantes, yo estaba allí y asistí a un episodio extraordinario.
    Tenía un sobrino, hijo de un hermano o de una hermana, no lo recuerdo muy bien, un guapísimo chaval de nombre Konstantinos pero al que todos conocían, igual que a su tío, como Kostas, que se vio implicado en la represión. Éste había conseguido poner a salvo a un amigo herido y ensangrentado a través de los tejados de la ciudad y a su vuelta a casa, sucio, hecho una pena y sudado, sus padres, que eran «de derechas, muy de derechas» le pusieron verde, diciéndole que era un comunista, un desgraciado, su vergüenza y su desesperación. Kostas, que se hallaba presente, se puso en pie y, hablando muy lentamente, por lo que también yo pude entenderle perfectamente, dijo:
    —Tienes unos padres indignos de ti. Te has comportado como un héroe y estaremos muy contentos y orgullosos si quieres venirte a vivir con nosotros.
    Nuestra relación ha continuado ininterrumpidamente durante el resto de nuestra vida y en esta relación se han sucedido todas las vicisitudes tristes y alegres propias de cualquier existencia humana. Fui a verles después de casarme, con mi mujer embarazada de pocos meses, que sintió por vez primera moverse a la niña en su seno precisamente en la Acrópolis. Pasamos con ellos la Pascua ortodoxa y cuando se desencadenó la zarabanda de tracas y fuegos artificiales para festejar la medianoche de Resurrección mi mujer sintió a la pobre pequeña sobresaltarse dentro de su útero a cada estallido, hasta el punto de que temió que no fuera a nacer del todo normal. Prometimos regresar pronto, sin embargo, dejamos pasar muchos, demasiados años: el matrimonio, los compromisos, la carrera, los viajes. El nacimiento de mis hijos. La muerte de mi padre.
    Telefoneaba bastante a menudo, les escribía contándoles todo lo interesante que sucedía, lo que hacían los demás amigos, hasta que un buen día Kostas me dijo que Alexandra tenía un tumor, que había sufrido una mastectomía total y que se sometía a un duro tratamiento de quimioterapia. Murió dos años después entre indecibles padecimientos. Mi amigo Kostas nos comunicó a mí y a mi familia su muerte en una carta que parecía el elogio de una antigua matrona: palabras sencillas y emocionadas, expresiones de una increíble nobleza de espíritu. Al final añadía: «Cuando un hombre pierde a la compañera de su vida también él debería morirse».
    Durante dos años no tuve ya noticias de él, hasta que mi editor griego me invitó a Atenas y a otras localidades de Grecia para el lanzamiento de una novela mía. El primer encuentro tenía que consistir en una cena en uno de los mejores restaurantes de Atenas, seguramente el restaurante con las mejores vistas, toda vez que la gran cristalera del piso superior enmarcaba exactamente el Partenón. Me parecía una oportunidad preciosa y pedí a la solícita encargada de prensa, una deliciosa muchacha políglota de nombre Angheliki, que telefoneara al señor Stavropoulos para invitarle al restaurante Dionysios, justo debajo de la Acrópolis, porque le esperaba allí una gran sorpresa. Él adoraba las celebraciones mundanas, acicalarse, rociarse con su mejor colonia, con la fresca gardenia —que guardaba siempre en el frigorífico— en el ojal. Luego, la sorpresa: le abrazaría y le regalaría mi libro en griego con la dedicatoria más hermosa que se me ocurriera.
    Apenas hube bajado del avión le pregunté a la muchacha si había telefoneado al señor Stavropoulos y qué le había respondido. La joven bajó la cabeza.
    —¿Qué pasa, Angheliki? ¿No le has encontrado?
    —No, sí que le he encontrado; sólo que…
    —¿Qué?
    Le había dicho:
    —Siento, señorita, no poder aceptar su invitación; me gustaría mucho participar en esa cena y descubrir de qué sorpresa se trata, pero me estoy muriendo, y como usted comprenderá…
    Me quedé sin habla mientras la muchacha murmuraba, acompañándome hacia el coche:
    —Lo siento…, lo siento…
    Mi programa a partir del día siguiente era muy apretado: entrevistas, presentaciones, encuentros con los libreros…, pero yo, antes que nada, pedí ser acompañado a Odós Larisis 20, para ver al señor Stavropoulos, la persona más importante para mí de toda Grecia.
    Tenía el corazón en un puño mientras acercaba mi dedo al timbre: volvía a ver las escenas de todas las ocasiones que había pasado por aquella calle, desde la primera vez que había ido, a los veintiún años. Los árboles del parque habían crecido un poco, pero seguían estando polvorientos y raquíticos: no estaba ya el bar en la esquina, y el vendedor de retsina al por menor había dejado su establecimiento, que se había convertido en una floristería. Allí seguía el raigón que Moreno elegía invariablemente para hacer pipí, y también el cubo de la basura permanecía en el mismo sitio.
    Cuando salí del ascensor me recibió una señora que frisaría la cuarentena, rolliza y con ralos cabellos amarillentos, que balbuceó unas pocas palabras en un griego que no era ciertamente su lengua materna. Él estaba en la cama, con la televisión encendida, viendo un programa italiano. Flaco, exhausto, pero impecable. Llevaba puesto un pijama azul con la pochette también azul y, cuando le di un abrazo con lágrimas en los ojos, noté que se había rociado con su acostumbrada colonia francesa.
    Había mentido. No se estaba muriendo, sólo que ya no tenía esperanzas de recuperación y no podía caminar sin la ayuda de la persona que le cuidaba, una albanesa de Argirocastro. Se percató de que yo estaba emocionado y me dio unas palmaditas en el hombro. Me sentía mal al pensar que desde hacía no sé cuánto tiempo estaba completamente solo, sin nadie con quien poder intercambiar dos palabras. Sin embargo, vi que sobre la mesita de noche tenía un paquete de cigarrillos.
    —No te hace bien fumar —le dije.
    —No. Pero tampoco mal. Mejor dicho, en estos momentos es mayor la satisfacción que el daño que me causa; como el daño está generalizado, puedo decir que me hace bien. En cambio a ti, que eres joven y te encuentras bien, te haría daño.
    —Veo que no has perdido el gusto por la filosofía.
    —No, pero no se trata de una elección libre. Cuando has perdido el gusto por todo lo demás, la filosofía es todo cuanto te queda.
    —Aparte de los cigarrillos.
    Sonrió. Me ofreció uno y encendió otro para él.
    —Si vivieras aquí —dijo—, vendrías a verme todos los días y lo pasaríamos bien juntos.
    Saqué mi libro y se lo alargué:
    —Por lo menos podré hacerte compañía con esto. ¿Puedes leer?
    —Con esfuerzo. El cuerpo es una máquina: llega un momento en que se avería. Cuando uno queda reducido a mi estado, lo mejor es morirse.
    Se veía que la preocupación por su enfermedad, por su total dependencia de los demás, le angustiaba.
    —No podría cantar —añadió— ni aunque quisiera.
    Como si hubiera hecho falta decirlo.
    —¿Qué andas haciendo por Atenas? —preguntó—. Ah… —añadió inmediatamente—, el libro… ¿Volverás?
    —Sí, porque estoy realizando una investigación para escribir un pequeño ensayo sobre los antiguos atenienses.
    —Ambicioso, pero haces bien: bastantes individuos hay ya que no se ocupan más que de sandeces. Me gustaría seguir lo que haces.
    —Ojalá.
    —Entonces, ¿vendrás a verme de nuevo?
    —Todas las veces que venga a Atenas.
    —Me pregunto si conseguirás terminar tu trabajo antes de que yo me muera.
    —No me parece que estés en un estado tan desesperado. Únicamente necesitas volver a razonar, a discutir, a hablar con alguien. Te mandaré cada capítulo grabado en una cinta y así no tendrás que hacer el esfuerzo de leer. Y cada vez que vuelva lo discutiremos. O bien te telefonearé.
    Me despedí de él con los ojos relucientes porque en realidad no sabía si volvería ya a verle.


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