viernes, 24 de abril de 2020

Los ocho pecados mortales de la humanidad civilizada Konrad Lorenz FRAGMENTOS




PRÓLOGO OPTIMISTA
    El presente ensayo ha sido escrito y publicado como homenaje a mi amigo Eduard Baumgarten en su septuagésimo aniversario. Verdaderamente su esencia no armoniza con ninguna circunstancia regocijante ni con la naturaleza festiva de tal celebración, pues hasta cierto punto es una lamentación, una exhortación a la Humanidad entera pidiéndole contrición y enmienda; casi cabría conceptuarlo como un sermón penitencial más propio del famoso agustino vienés Abraham Santa Clara que de un naturalista. Pero en estos tiempos que vivimos es el naturalista quien puede percibir con singular claridad ciertos peligros. Como resultado, el dar conferencias representa un deber para él.
    Mi conferencia, divulgada por la Radiodifusión, tuvo tal resonancia que quedé completamente asombrado. Recibí innumerables cartas en las que me solicitaban el texto impreso, y, por último, uno de mis mejores amigos me exigió categóricamente que hiciera circular el ensayo en una amplia esfera de lectores.
    Todo ello tiende por sí mismo a desmentir el pesimismo que parece emanar del escrito: ¡El hombre que creyera ciertamente predicar en el desierto estaba hablando —según se ha comprobado— ante un auditorio nutrido y excepcionalmente juicioso! Es más, al releer mis propias palabras me han extrañado algunas manifestaciones que fueron ya algo exageradas cuando las escribí y que hoy día carecen de fundamento. Por ejemplo, en la página 106 se dice que la Ecología es una ciencia cuyo significado no encuentra todavía suficiente aceptación. Realmente, hoy día no se puede afirmar tal cosa, pues nuestra organización bávara Gruppe Okologie está hallando una comprensión y una acogida muy satisfactoria por parte de las autoridades competentes. Un número siempre creciente de personas razonables y juiciosas valora acertadamente los peligros inherentes a la superpoblación y la ideología del crecimiento. En todas partes se adoptan medidas contra la devastación del espacio vital; hasta ahora no han resultado suficientes ni mucho menos, pero tal iniciativa basta para hacernos concebir la esperanza de que pronto lo serán.
    En otro aspecto debo corregir también ciertas declaraciones con objeto de darles una orientación más satisfactoria. Por aquellos días, al comentar el conductismo, escribí que esta doctrina es «sin duda culpable, en muy amplia medida, de la amenazadora desintegración moral y cultural sufrida por los Estados Unidos». Desde entonces hasta hoy se han elevado numerosas voces en los propios Estados Unidos para refutar de forma sumamente enérgica ese concepto erróneo; y aunque se les ofrezca todavía mucha resistencia con todos los medios disponibles, también se les escucha , porque es imposible aherrojar la verdad a menos que se le haga enmudecer totalmente. Las enfermedades espirituales epidémicas del presente, procedentes de América, suelen llegar con cierto retraso a Europa. Así pues, mientras el conductismo decae en América, sigue haciendo estragos entre los psicólogos y sociólogos europeos. Sin embargo, cabe pronosticar que aquí la epidemia remitirá pronto.
    Por último, me gustaría agregar una breve apostilla rectificadora acerca del antagonismo reinante entre las generaciones. Pues los jóvenes contemporáneos suelen aguzar el oído ante las verdades biológicas fundamentales mientras no sean objeto de instigaciones políticas o simplemente se resistan a creer todo cuanto les diga una persona mayor. No sería muy difícil hacer ver a esa juventud revolucionaria la veracidad de lo que se expone en el capítulo VIl de esta obra.
    Pecaría de presuntuoso suponer por anticipado que todo cuanto uno sabe con absoluta certeza no pueda hacerse también inteligible para la mayoría de los seres humanos. Ahora bien, el contenido de este libro es mucho más comprensible que, por ejemplo los cálculos diferencial e integral, el aprendizaje de los cuales es obligatorio para cualquier estudiante de enseñanza superior. Todo peligro pierde mucho del temor que inspira cuando se desentrañan las causas. Por consiguiente, creo y espero que este manual contribuya un poco a aminorar los peligros que se ciernen sobre la Humanidad.
    Seewiesen, 1972
    KONRAD LORENZ




I. PROPIEDADES ESTRUCTURALES Y PERTURBACIONES FUNCIONALES DE LOS SISTEMAS VIVIENTES

    La Etología se define como una rama de la ciencia que surgió cuando, en tiempos de Charles Darwin, se aplicaron también los métodos y planteamientos empleados con carácter obligatorio y axiomático por las restantes disciplinas biológicas a la investigación del comportamiento animal y humano. Desde luego, resulta sorprendente una incorporación tan tardía, pero esto tiene sus orígenes en la investigación histórica del comportamiento, a lo que nos referiremos de nuevo en el capítulo sobre formación indoctrinada. Así pues, la Etología estudia tanto el comportamiento animal y humano como la función de un sistema que debe su existencia y su peculiar forma a una génesis histórica , la cual ha tenido lugar en la historia genealógica, en el desarrollo del individuo y —respecto a los seres humanos— en la historia de la civilización. ¿ Por qué se ha creado así un sistema determinado y no de otra forma? Esta pregunta causal genuina sólo puede encontrar una respuesta legítima en la elucidación natural de esa génesis.
    Entre las causas de toda constitución orgánica la selección natural desempeña un papel primordial junto con los fenómenos de la mutación y la combinación original de genes. Esto origina lo que denominamos adaptación , es decir un proceso auténticamente cognoscitivo, por conducto del cual el organismo asimila la información existente en el medio ambiente —información sumamente importante para su supervivencia— y por medio del que adquiere conocimientos sobre el medio ambiente.
    El ser viviente se caracteriza por la existencia asegurada mediante esa adaptación de estructuras y funciones incipientes; en el mundo inorgánico no existe nada semejante. Por consiguiente, el investigador debe afrontar una pregunta a la que no puede responder el físico ni el químico. La pregunta es ésta: ¿para qué? Al interrogarse así, el biólogo no busca una interpretación biológica, sino solamente —y con más modestia— el funcionalismo específico de un atributo. Cuando nos preguntamos por qué tienen los gatos unas garras curvadas y respondemos «para cazar ratones», nos reducimos a plantear someramente esta cuestión: ¿Qué funcionalismo específico de los gatos ha originado esa forma peculiar de garras?

    Cuando se ha formulado innumerables veces dicha pregunta durante toda una vida de investigación, relacionándola con las estructuras y conductas diversas, y cuando se ha recibido un ilimitado número de respuestas convincentes, uno se siente inclinado a opinar que las formaciones complejas —e improbables genéricamente— de la constitución física y del comportamiento nunca tienen lugar como no sea mediante la selección y la adaptación. Ahora bien, este criterio podría desorientarnos cuando abordamos con la pregunta «¿para qué?» determinados comportamientos del hombre civilizado expuestos regularmente a la observación. Pues ¿para qué le sirve a la Humanidad su multiplicación desmedida, su espíritu de competencia que se acrecienta sin límite hasta rayar en lo demencial, el incremento del rearme, cada vez más horripilante, la progresiva enervación del hombre apresado por un urbanismo absorbente, y así sucesivamente? No obstante, si afinamos un poco nuestra observación nos percatamos de que todos esos adelantos erróneos son perturbaciones de unos mecanismos muy concretos del comportamiento, en cuyos comienzos se desarrollaría, con toda probabilidad, como un valor inalterable, la conservación de la especie. Para expresarlo con otras palabras, se les debe conceptuar como rasgos patológicos .
    El análisis del sistema orgánico, en que se funda el comportamiento social del hombre, es la tarea más difícil y codiciada de todas cuantas puedan proponerse las ciencias naturales, pues este sistema es, con mucho, el más complejo sobre la Tierra. Aquí cabría aducir que una empresa tan espinosa en sí puede terminar siendo una imposibilidad absoluta, puesto que las manifestaciones patológicas se sobreponen al comportamiento humano y lo transforman de maneras múltiples e imprevisibles. Afortunadamente no ocurre así. Las perturbaciones patológicas no representan ni mucho menos un obstáculo insuperable en el análisis de un sistema orgánico, sino más bien, y muy a menudo, la clave para comprenderlo. Por la historia de la Fisiología conocemos numerosos casos en los cuales el investigador no percibe la existencia de un sistema orgánico importante hasta que alguna perturbación patológica provoca la enfermedad. Cuando Emil T. Kocher intentó curar la denominada enfermedad de Basedow extirpando la glándula tiroides, al principio ocasionó tetania y espasmos, porque había eliminado también las paratiroides que regulan el metabolismo del calcio. Una vez rectificado este error, Kocher adoptó medidas demasiado radicales todavía en la extirpación del tiroides y provocó un síndrome que él denominó caquexia tireopriva , que muestra cierta semejanza con el mixedema, una enfermedad característica de los valles alpinos pobres en yodo, y cuya manifestación más frecuente es el cretinismo. De esos hallazgos y otros similares se dedujo que las glándulas de secreción interna forman un sistema en el que cada uno de sus elementos se relaciona literalmente con los demás mediante una acción causal recíproca. Toda secreción de las glándulas endocrinas al torrente circulatorio ejerce una acción muy concreta sobre el organismo, con lo cual pueden resultar afectados de diversas formas el metabolismo, las fases de desarrollo corporal, el comportamiento y otras muchas cosas. Por ello, se ha dado a tales secreciones el nombre de hormonas (del griego horman = excitar). Los efectos de dos hormonas pueden ser diametralmente opuestos entre sí, es decir, «antagónicos», tal como suelen serlo las acciones de dos músculos cuya acción contraria tiende a neutralizar sus efectos en una articulación. Mientras se conserve intacto el equilibrio hormonal nadie notará que el sistema de las glándulas endocrinas está integrado por funciones parciales. Pero si se altera la armonía entre unas acciones y otras contrapuestas, el estado general del organismo perderá su deseable «valor estimativo», es decir surgirá la enfermedad, aun cuando dicha alteración sea mínima. El exceso de hormonas tiroideas provoca la enfermedad de Basedow, y la deficiencia, el mixedema.
    El sistema de las glándulas endocrinas y la historia sobre su investigación nos proporcionan valiosos indicios que señalan el mejor camino que debe seguirse en nuestro propósito de comprender el sistema completo de los impulsos humanos. Desde luego, este sistema presenta una constitución mucho más compleja de lo que pueda suponerse, aunque sólo sea porque abarca el de las glándulas endocrinas como un sistema secundario. Evidentemente, el hombre posee fuentes autónomas del impulso en ingente cantidad, y muchas de entre ellas se remontan al comportamiento programático de origen filogénico, es decir el «instinto». Es erróneo caracterizar al hombre cual un «ser reducción-instinto», como incluso yo mismo hiciera tiempo atrás. Por otra parte, es cierto que las largas cadenas cerradas de comportamientos innatos pueden «soltarse» en la mente durante el desarrollo superior histórico de la capacidad para aprender y del entendimiento; asimismo, pierden el acoplamiento obligado entre sus elementos, con lo cual estas piezas sueltas quedan, independientemente, a disposición del sujeto activo, como lo ha demostrado de forma convincente P. Leyhausen con respecto a los animales carniceros y funciones incipientes; en el mundo inorgánico no existe nada semejante. Por consiguiente, el investigador debe afrontar una pregunta a la que no puede responder el físico ni el químico. La pregunta es ésta: ¿para qué? Al interrogarse así, el biólogo no busca una interpretación biológica, sino solamente —y con más modestia— el funcionalismo específico de un atributo. Cuando nos preguntamos por qué tienen los gatos unas garras curvadas y respondemos «para cazar ratones», nos reducimos a plantear someramente esta cuestión: ¿Qué funcionalismo específico de los gatos ha originado esa forma peculiar de garras?
    Cuando se ha formulado innumerables veces dicha pregunta durante toda una vida de investigación, relacionándola con las estructuras y conductas diversas, y cuando se ha recibido un ilimitado número de respuestas convincentes, uno se siente inclinado a opinar que las formaciones complejas —e improbables genéricamente— de la constitución física y del comportamiento nunca tienen lugar como no sea mediante la selección y la adaptación. Ahora bien, este criterio podría desorientarnos cuando abordamos con la pregunta «¿para qué?» determinados comportamientos del hombre civilizado expuestos regularmente a la observación. Pues ¿para qué le sirve a la Humanidad su multiplicación desmedida, su espíritu de competencia que se acrecienta sin límite hasta rayar en lo demencial, el incremento del rearme, cada vez más horripilante, la progresiva enervación del hombre apresado por un urbanismo absorbente, y así sucesivamente? No obstante, si afinamos un poco nuestra observación nos percatamos de que todos esos adelantos erróneos son perturbaciones de unos mecanismos muy concretos del comportamiento, en cuyos comienzos se desarrollaría, con toda probabilidad, como un valor inalterable, la conservación de la especie. Para expresarlo con otras palabras, se les debe conceptuar como rasgos patológicos .
    El análisis del sistema orgánico, en que se funda el comportamiento social del hombre, es la tarea más difícil y codiciada de todas cuantas puedan proponerse las ciencias naturales, pues este sistema es, con mucho, el más complejo sobre la Tierra. Aquí cabría aducir que una empresa tan espinosa en sí puede terminar siendo una imposibilidad absoluta, puesto que las manifestaciones patológicas se sobreponen al comportamiento humano y lo transforman de maneras múltiples e imprevisibles. Afortunadamente no ocurre así. Las perturbaciones patológicas no representan ni mucho menos un obstáculo insuperable en el análisis de un sistema orgánico, sino más bien, y muy a menudo, la clave para comprenderlo. Por la historia de la Fisiología conocemos numerosos casos en los cuales el investigador no percibe la existencia de un sistema orgánico importante hasta que alguna perturbación patológica provoca la enfermedad. Cuando Emil T. Kocher intentó curar la denominada enfermedad de Basedow extirpando la glándula tiroides, al principio ocasionó tetania y espasmos, porque había eliminado también las paratiroides que regulan el metabolismo del calcio. Una vez rectificado este error, Kocher adoptó medidas demasiado radicales todavía en la extirpación del tiroides y provocó un síndrome que él denominó caquexia tireopriva , que muestra cierta semejanza con el mixedema, una enfermedad característica de los valles alpinos pobres en yodo, y cuya manifestación más frecuente es el cretinismo. De esos hallazgos y otros similares se dedujo que las glándulas de secreción interna forman un sistema en el que cada uno de sus elementos se relaciona literalmente con los demás mediante una acción causal recíproca. Toda secreción de las glándulas endocrinas al torrente circulatorio ejerce una acción muy concreta sobre el organismo, con lo cual pueden resultar afectados de diversas formas el metabolismo, las fases de desarrollo corporal, el comportamiento y otras muchas cosas. Por ello, se ha dado a tales secreciones el nombre de hormonas (del griego horman = excitar). Los efectos de dos hormonas pueden ser diametralmente opuestos entre sí, es decir, «antagónicos», tal como suelen serlo las acciones de dos músculos cuya acción contraria tiende a neutralizar sus efectos en una articulación. Mientras se conserve intacto el equilibrio hormonal nadie notará que el sistema de las glándulas endocrinas está integrado por funciones parciales. Pero si se altera la armonía entre unas acciones y otras contrapuestas, el estado general del organismo perderá su deseable «valor estimativo», es decir surgirá la enfermedad, aun cuando dicha alteración sea mínima. El exceso de hormonas tiroideas provoca la enfermedad de Basedow, y la deficiencia, el mixedema.
    El sistema de las glándulas endocrinas y la historia sobre su investigación nos proporcionan valiosos indicios que señalan el mejor camino que debe seguirse en nuestro propósito de comprender el sistema completo de los impulsos humanos. Desde luego, este sistema presenta una constitución mucho más compleja de lo que pueda suponerse, aunque sólo sea porque abarca el de las glándulas endocrinas como un sistema secundario. Evidentemente, el hombre posee fuentes autónomas del impulso en ingente cantidad, y muchas de entre ellas se remontan al comportamiento programático de origen filogénico, es decir el «instinto». Es erróneo caracterizar al hombre cual un «ser reducción-instinto», como incluso yo mismo hiciera tiempo atrás. Por otra parte, es cierto que las largas cadenas cerradas de comportamientos innatos pueden «soltarse» en la mente durante el desarrollo superior histórico de la capacidad para aprender y del entendimiento; asimismo, pierden el acoplamiento obligado entre sus elementos, con lo cual estas piezas sueltas quedan, independientemente, a disposición del sujeto activo, como lo ha demostrado de forma convincente P. Leyhausen con respecto a los animales carniceros y funciones incipientes; en el mundo inorgánico no existe nada semejante. Por consiguiente, el investigador debe afrontar una pregunta a la que no puede responder el físico ni el químico. La pregunta es ésta: ¿para qué? Al interrogarse así, el biólogo no busca una interpretación biológica, sino solamente —y con más modestia— el funcionalismo específico de un atributo. Cuando nos preguntamos por qué tienen los gatos unas garras curvadas y respondemos «para cazar ratones», nos reducimos a plantear someramente esta cuestión: ¿Qué funcionalismo específico de los gatos ha originado esa forma peculiar de garras?
    Cuando se ha formulado innumerables veces dicha pregunta durante toda una vida de investigación, relacionándola con las estructuras y conductas diversas, y cuando se ha recibido un ilimitado número de respuestas convincentes, uno se siente inclinado a opinar que las formaciones complejas —e improbables genéricamente— de la constitución física y del comportamiento nunca tienen lugar como no sea mediante la selección y la adaptación. Ahora bien, este criterio podría desorientarnos cuando abordamos con la pregunta «¿para qué?» determinados comportamientos del hombre civilizado expuestos regularmente a la observación. Pues ¿para qué le sirve a la Humanidad su multiplicación desmedida, su espíritu de competencia que se acrecienta sin límite hasta rayar en lo demencial, el incremento del rearme, cada vez más horripilante, la progresiva enervación del hombre apresado por un urbanismo absorbente, y así sucesivamente? No obstante, si afinamos un poco nuestra observación nos percatamos de que todos esos adelantos erróneos son perturbaciones de unos mecanismos muy concretos del comportamiento, en cuyos comienzos se desarrollaría, con toda probabilidad, como un valor inalterable, la conservación de la especie. Para expresarlo con otras palabras, se les debe conceptuar como rasgos patológicos .
    El análisis del sistema orgánico, en que se funda el comportamiento social del hombre, es la tarea más difícil y codiciada de todas cuantas puedan proponerse las ciencias naturales, pues este sistema es, con mucho, el más complejo sobre la Tierra. Aquí cabría aducir que una empresa tan espinosa en sí puede terminar siendo una imposibilidad absoluta, puesto que las manifestaciones patológicas se sobreponen al comportamiento humano y lo transforman de maneras múltiples e imprevisibles. Afortunadamente no ocurre así. Las perturbaciones patológicas no representan ni mucho menos un obstáculo insuperable en el análisis de un sistema orgánico, sino más bien, y muy a menudo, la clave para comprenderlo. Por la historia de la Fisiología conocemos numerosos casos en los cuales el investigador no percibe la existencia de un sistema orgánico importante hasta que alguna perturbación patológica provoca la enfermedad. Cuando Emil T. Kocher intentó curar la denominada enfermedad de Basedow extirpando la glándula tiroides, al principio ocasionó tetania y espasmos, porque había eliminado también las paratiroides que regulan el metabolismo del calcio. Una vez rectificado este error, Kocher adoptó medidas demasiado radicales todavía en la extirpación del tiroides y provocó un síndrome que él denominó caquexia tireopriva , que muestra cierta semejanza con el mixedema, una enfermedad característica de los valles alpinos pobres en yodo, y cuya manifestación más frecuente es el cretinismo. De esos hallazgos y otros similares se dedujo que las glándulas de secreción interna forman un sistema en el que cada uno de sus elementos se relaciona literalmente con los demás mediante una acción causal recíproca. Toda secreción de las glándulas endocrinas al torrente circulatorio ejerce una acción muy concreta sobre el organismo, con lo cual pueden resultar afectados de diversas formas el metabolismo, las fases de desarrollo corporal, el comportamiento y otras muchas cosas. Por ello, se ha dado a tales secreciones el nombre de hormonas (del griego horman = excitar). Los efectos de dos hormonas pueden ser diametralmente opuestos entre sí, es decir, «antagónicos», tal como suelen serlo las acciones de dos músculos cuya acción contraria tiende a neutralizar sus efectos en una articulación. Mientras se conserve intacto el equilibrio hormonal nadie notará que el sistema de las glándulas endocrinas está integrado por funciones parciales. Pero si se altera la armonía entre unas acciones y otras contrapuestas, el estado general del organismo perderá su deseable «valor estimativo», es decir surgirá la enfermedad, aun cuando dicha alteración sea mínima. El exceso de hormonas tiroideas provoca la enfermedad de Basedow, y la deficiencia, el mixedema.
    El sistema de las glándulas endocrinas y la historia sobre su investigación nos proporcionan valiosos indicios que señalan el mejor camino que debe seguirse en nuestro propósito de comprender el sistema completo de los impulsos humanos. Desde luego, este sistema presenta una constitución mucho más compleja de lo que pueda suponerse, aunque sólo sea porque abarca el de las glándulas endocrinas como un sistema secundario. Evidentemente, el hombre posee fuentes autónomas del impulso en ingente cantidad, y muchas de entre ellas se remontan al comportamiento programático de origen filogénico, es decir el «instinto». Es erróneo caracterizar al hombre cual un «ser reducción-instinto», como incluso yo mismo hiciera tiempo atrás. Por otra parte, es cierto que las largas cadenas cerradas de comportamientos innatos pueden «soltarse» en la mente durante el desarrollo superior histórico de la capacidad para aprender y del entendimiento; asimismo, pierden el acoplamiento obligado entre sus elementos, con lo cual estas piezas sueltas quedan, independientemente, a disposición del sujeto activo, como lo ha demostrado de forma convincente P. Leyhausen con respecto a los animales carniceros felinos. Pero, simultáneamente —según ha expuesto también P. Leyhausen—, cada una de esas piezas disponibles se convierte en impulso autónomo al desarrollarse un comportamiento particular de apetencias, más el afán por satisfacerlas. Sin duda, al hombre le faltan largas cadenas de estímulos instintivos enlazados forzosamente entre sí, pero cabe suponer —si nos fundamos en la extrapolación de los resultados obtenidos hasta ahora con los mamíferos superiores— que dispone de impulsos auténticamente instintivos no inferiores, sino bastante superiores, a los de cualquier animal. Sea como fuere, debemos contar con esta posibilidad en el análisis experimental del sistema.
    Esto reviste especial importancia cuando se ha de dictaminar sobre un comportamiento trastornado por causas a todas luces patológicas. El psiquiatra Ronald Hargreaves, muerto prematuramente, me comunicó, en una de sus últimas cartas, que él se había impuesto como método habitual en el sondeo de cada trastorno mental la formulación de dos preguntas concurrentes. Primera: ¿Cuál es la probable función normal y específica del sistema perturbado en los casos sometidos a observación? Segunda: ¿Cuál es el tipo de trastorno, especialmente si obedece a la híper o hipofunción de un sistema parcial? Los sistemas parciales de un conjunto orgánico complejo están sujetos a una acción recíproca tan íntima que se suele encontrar gran dificultad en delimitar sus funciones, entre las cuales ninguna es concebible en su forma normal sin la participación de todas las demás. Podríamos decir incluso que las estructuras de los sistemas parciales no son siempre definibles con absoluta claridad. Así hemos de entenderlo cuando Paul Weiss afirma en su clarividente ensayo, «Determinism Stratified» , sobre los sistemas subordinados: «Un sistema es todo aquello suficientemente homogéneo para merecer tal denominación».
    Existen muchos impulsos humanos con la suficiente homogeneidad para encontrar una denominación en el lenguaje coloquial. Vocablos como odio, amor, amistad, ira, fidelidad, afecto, recelo, confianza y así sucesivamente, representan otros tantos estados que corresponden a las distintas apetencias hacia conductas muy concretas, según ocurre con las expresiones acuñadas asimismo por la investigación científica del comportamiento, tales como agresividad, tendencia a la ordenación jerárquica, sentido de territorialidad, etc., sin olvidar los términos relacionados con la disposición anímica, es decir incubación, celo y desbandada. Nos está permitido depositar en la sensibilidad adquirida naturalmente mediante nuestro lenguaje para los profundos nexos psicológicos la misma confianza que en la intuición de los observadores científicos del mundo animal, y presuponer —primero sólo como hipótesis experimental— que cada una de estas designaciones para los estados anímicos y los actos humanos corresponden a un sistema de impulsos reales, por lo cual importa poco provisionalmente averiguar en qué proporción extrae su fuerza un impulso dado de las fuentes filogenéticas o culturales. También nos está permitido suponer que cada uno de esos impulsos es un eslabón de un sistema ordenado, armonioso en su funcionamiento y, por consiguiente, imprescindible . Así pues, el preguntarse si odio, amor, lealtad, desconfianza, etc., son «buenos» o «malos» es un planteamiento desprovisto de toda comprensión para la función sistemática de dicho conjunto, y resulta tan desatinado como el preguntarse si las glándulas tiroides son buenas o malas. El concepto habitual de que es posible dividir dichas cualidades en buenas y malas, de que amor, lealtad y confianza son buenas mientras odio, recelo e infidelidad son malas, obedece a este hecho irrefutable; por lo general, nuestra sociedad carece de las primeras y tiene exceso de las segundas. El gran amor se deteriora sin remedio bajo el peso de una numerosa prole, el valor absoluto e intrínseco de la lealtad exaltada al «estilo nibelungo» surte efectos infernales como ya se hiciera evidente en su día, y, recientemente, Erik Erikson ha demostrado con razonamientos concluyentes la indispensabilidad del recelo.
    Una propiedad estructural de todos los sistemas superiores integralmente organizados es la regulación del llamado ciclo periódico u homeostasia. Para dilucidar su efecto imaginemos en primer lugar una estructura funcional compuesta por cierto número de sistemas dispuestos en tales condiciones que el sistema a sustenta los efectos del b , el b los del c y así sucesivamente hasta que, por último el z ejerce una influencia fortalecedora sobre el rendimiento del a . Un círculo semejante de «acoplamiento regenerativo positivo» mantiene un equilibrio inestable en el mejor de los casos; así pues, el más mínimo aumento de un solo efecto desencadena por necesidad una amplificación torrencial de todas las funciones del sistema, e inversamente, la más ínfima disminución origina una reducción de todas las actividades. Tal como lo ha descubierto la técnica hace largo tiempo, resulta posible transformar ese sistema inestable en uno estable introduciendo en dicho proceso circular un eslabón único cuyo influjo sobre el que le sigue en la cadena de acciones es tanto más débil cuanto mayor es la influencia recibida, a su vez, por el del eslabón precedente. Así se crea un ciclo normativo, una homeostasia o «negative feed-back» (realimentación negativa). Es uno de los escasos procesos desentrañados por los técnicos antes de que los descubrieran las ciencias naturales en el terreno de lo orgánico.
    La Naturaleza viviente posee incontables ciclos normativos. Éstos son tan indispensables para el mantenimiento de la vida que apenas es posible percibirla sin el «descubrimiento» simultáneo del ciclo normativo. Los ciclos de acoplamiento regenerativo positivo no existen en la Naturaleza por así decirlo, o, si acaso, son acontecimientos de aparición súbita y desvanecimiento no menos rápido, como ocurre con las avalanchas o los incendios esteparios. Así lo recuerdan también muchas perturbaciones patológicas de la vida social humana, lo cual nos hace evocar lo que dice Schiller en la «Campana» sobre el poder del fuego: «Sin embargo, ¡guardaos cuando se desencadena!».
    El acoplamiento regenerativo negativo del susodicho ciclo hace innecesario que la acción de cada sistema secundario, entre todos cuantos participan en él, se ajuste exactamente a una medida predeterminada. Ahí se compensa con facilidad cualquier híper o hipo función ínfima.
    Por tanto, solamente sobrevendrá una perturbación peligrosa del sistema total cuando alguna función parcial aumente o disminuya en tal proporción que resulte imposible equilibrar la homeostasia, o bien cuando se estropee algo en el propio mecanismo regulador. En las páginas siguientes mostraremos ejemplos de ambos casos.



II. SUPERPOBLACIÓN

    Por regla general, se encuentra muy raras veces un ciclo de acoplamiento regenerativo positivo en un organismo aislado. Tan sólo la vida como un todo puede entregarse a tal desmesura, hasta ahora con impunidad aparente. La vida orgánica se ha encajado como una represa muy peculiar incluso en la corriente de la energía mundial declinante, «engulle» entropía negativa, arrebata energía para desarrollarse y mediante su desarrollo consigue asimilar cantidades siempre crecientes de energía, haciéndolo con tanta más rapidez cuanto mayor es la asimilación, y si esto no ha originado todavía la pululación con todos sus efectos catastróficos, es porque los poderes implacables de lo inorgánico, las leyes de la probabilidad, refrenan la multiplicación de los seres; pero también, en segundo lugar, porque se constituyen ciclos normativos dentro de las diversas especies vivientes. En el siguiente capítulo, donde se reseña la destrucción del espacio vital terrestre, analizaremos brevemente cómo actúan estos ciclos. La reproducción desmedida de los seres humanos parece recomendable como primer tema de nuestra discusión, pues muchas manifestaciones que trataremos ulteriormente son consecuencias suyas.
    Todas las facultades inherentes al hombre y derivadas de sus profundas percepciones en la naturaleza circundante, es decir, el progreso de su tecnología, los adelantos de las ciencias química y médica, todo cuanto parece hecho para aminorar los sufrimientos humanos se traduce, de forma horrible y paradójica, en una corrupción de la Humanidad. Esta amenaza con hacer precisamente lo qué casi nunca han intentado los sistemas vivientes, a saber, estrangularse a sí misma. Pero lo más espantoso de este acontecer apocalíptico es que las cualidades y aptitudes óptimas, las más nobles del hombre, aquellas que conceptuamos y valoramos con razón como específicamente humanas, son las primeras en sucumbir, a juzgar por las apariencias.
    Nosotros, los que vivimos en países civilizados de gran densidad demográfica o en inmensas urbes, ignoramos ya cuánta falta nos hace el altruismo generalizado, entrañable y acogedor. Uno necesita llegar como visitante inesperado a una casa de cualquier país densamente poblado donde muchas calles sórdidas de varios kilómetros separan entre sí a los vecinos, para apreciar lo hospitalario y filantrópico que puede ser el hombre cuando no se le apremia constantemente a desplegar su capacidad para los contactos sociales. Así lo noté de forma consciente gracias a un incidente inolvidable acaecido hace tiempo. Cierta vez me visitó un matrimonio americano de Wisconsin, ambos conservadores profesionales de un parque nacional y cuya casa estaba aislada en pleno bosque. Cuando nos disponíamos a cenar, sonó el timbre de la puerta y yo exclamé encolerizado: «¡Vaya! ¿Quién diablos será ahora?». La consternación de mis invitados fue inenarrable; no creo que se hubieran trastornado tanto si hubiese pronunciado la mayor obscenidad concebible. Les pareció escandaloso que aquel timbrazo imprevisto en la entrada provocara una reacción tan exenta de alegría.
    Sin duda el confinamiento de las masas humanas en los modernos centros urbanos tiene mucha culpa de que no percibamos ya el semblante del prójimo en ese escenario fantasmagórico donde se trocan, superponen y desdibujan incesantemente las imágenes humanas. Nuestro amor al prójimo se atenúa tanto con la excesiva proximidad de los innumerables semejantes, que en última instancia apenas queda rastro de él. Quienes deseen exteriorizar todavía unos sentimientos cordiales y afectuosos hacia su prójimo deberán concentrarlos en un círculo reducido de amigos, pues no hemos sido creados para repartir nuestro afecto entre todos los seres humanos aun cuando la exhortación a hacerlo así sea justa y ética. Por consiguiente, debemos adoptar una determinación, lo cual significa que es preciso «evitar todo contacto sentimental» con otras muchas personas que serían ciertamente dignas de nuestra amistad. La consigna not to get emotionally involved representa una preocupación preponderante entre muchos habitantes de grandes ciudades. Pero ese proceder, absolutamente insoslayable para cada uno de nosotros, va asociado ahora a un soplo pernicioso de inhumanidad ; nos recuerda el del antiguo plantador americano que trataba con excepcional humanitarismo a su «servidumbre negra» y, sin embargo, manejaba a los trabajadores esclavos de sus plantaciones como si fueran valiosos animales domésticos en el mejor de los casos.
    Cuando este acorazamiento premeditado contra los contactos humanos se acentúa, origina, en combinación con las manifestaciones de un sentimiento decadente —acerca del cual hablaremos más adelante—, esos aterradores indicios de insensibilidad sobre los cuales nos informa cada día la Prensa. Cuanto mayor es la «masificación» de los seres humanos, tanto más urgente le parece al individuo la necesidad del not to get involved , y por eso mismo hoy día se pueden cometer robos, asesinatos o violaciones a la luz del día en las grandes urbes sin que intervenga ni un solo «transeúnte».
    El confinamiento de muchos seres humanos en espacios muy angostos no sólo acarrea indirectamente una deshumanización incipiente con el agotamiento y entorpecimiento paulatinos de las relaciones interhumanas, sino que también suscita un comportamiento agresivo y definitivamente directo. Se sabe, por muchos experimentos con animales, que la agresividad dentro de una misma especie suele acrecentarse con el confinamiento. Quien no haya sido prisionero de guerra ni haya vivido en una acumulación similar de muchos seres humanos, no puede imaginar siquiera el alto grado de irritabilidad mezquina que puede asaltarle a uno en semejantes circunstancias. Precisamente, cuando uno procura dominarse y se esfuerza por observar un comportamiento cortés o, mejor dicho, amigable, se acentúa esa disposición anímica hasta representar una verdadera tortura. La conducta incivil generalizada que observamos en todos los grandes centros urbanos es claramente proporcional a la densidad de las multitudes aglomeradas en determinados lugares, y alcanza un grado alarmante, por ejemplo, en las grandes estaciones ferroviarias y terminales de autobuses neoyorquinas.
    La superpoblación contribuye directamente a todas las manifestaciones de malestar y decadencia sobre las que trataremos en los siete capítulos siguientes: En mi opinión, es un delirio peligroso la creencia de que se puede establecer, mediante el correspondiente «acondicionamiento», una nueva clase de seres humanos inmunes a las temibles consecuencias del confinamiento intensivo.



III. ASOLAMIENTO DEL ESPACIO VITAL

    Hoy día goza de gran divulgación la creencia errónea de que «la Naturaleza» es inagotable. Toda especie animal, vegetal o bacteriana —pues las tres clases pertenecen al engranaje— se adapta a su medio ambiente, y, desde luego, no sólo integran este medio ambiente los componentes inorgánicos de una localidad determinada, sino también todos sus restantes moradores. Así pues, todos los seres de un espacio vital se adaptan igualmente entre sí . Esto es válido asimismo para aquellos que parecen antagónicos, como, por ejemplo, el animal carnívoro y su presa, el devorador y el devorado. Si perfeccionamos la observación se pone de manifiesto que estos seres —vistos como especies y no como individuos— jamás se perjudican unos a otros, e incluso constituyen con frecuencia una comunidad de intereses. Evidentemente, el animal devorador tiene sumo interés en la supervivencia de la especie cuyos individuos representan su sustento, sean animales o plantas, y cuanto más exclusiva sea su especialización en un solo tipo de alimento, tanto mayor será la necesidad de ese interés. En tales casos el animal carnicero no extermina jamás a sus presas; si el hambre asolara una comarca, la última pareja de carniceros moriría mucho antes que la última pareja de la especie proveedora del alimento. Cuando la población de las presas disminuye en densidad hasta ser inferior a cierto límite, sus perseguidores sucumben, como ha ocurrido, por fortuna, con casi todas las empresas balleneras. Cuando el dingo —en su origen un perro doméstico— llegó a Australia y allí se volvió salvaje, no exterminó a ninguna de las presas que le alimentaban, pero sí provocó el exterminio de dos grandes rapaces: el lobo marsupial o tilacino y el diablo de Tasmania o sarcófilo. Estos animales carniceros, armados con dentaduras formidables, habrían sido cuatro veces superiores al dingo en un enfrentamiento directo, pero con sus cerebros bastante más primitivos necesitaban una población de presas mucho más densa que el astuto perro salvaje. Este no los mató a dentelladas, sino con una competencia mortífera que les hizo perecer de inanición.
    Es muy raro que la cantidad existente de alimentos regule directamente la multiplicación de un animal. Esto sería antieconómico para los intereses del explotador y del explotado indistintamente. Un pescador que subsista con el producto de cierto río obrará con prudencia si pesca sólo hasta un límite en que los peces supervivientes puedan producir todavía un máximo de descendencia para suplir las capturas. Ese óptimo sólo es definible mediante un cálculo verdaderamente complicado de máximos y mínimos. Si se pesca demasiado poco, las aguas quedarán superpobladas y el desove será insuficiente; la pesca es excesiva, quedarán pocos peces reproductores para procrear esa cantidad justa de descendientes que las aguas puedan alimentar y mantener. Muchas especies animales practican un tipo análogo de economía, como lo ha demostrado V. C. Wynne Edwards. Junto a la delimitación de territorios para evitar una vecindad demasiado compacta, existen diversas formas de comportamiento que impiden toda explotación exhaustiva del sustento.
    Ocurre no raras veces que la especie devorada obtiene excepcionales beneficios de sus explotadores. No todo consiste en adaptar cuantitativamente la reproducción de los animales o vegetales sustentadores al consumo de la especie consumidora, aunque ello sea importante, porque si faltara ese factor sobrevendría la anarquía en su equilibrio vital. Los grandes cataclismos, perceptibles en las prolíferas colonias de roedores inmediatamente después de haberse alcanzado la máxima densidad de población, son, sin duda, más peligrosos para la supervivencia de la especie que el mantenimiento equilibrado de un término medio tal como lo asegura la «eliminación» de los individuos sobrantes por el animal rapaz. Pero eso no es todo, pues la simbiosis entre el devorado y el devorador alcanza muy a menudo cotas más elevadas. Hay muchas variedades de hierbas cuya especial «constitución» requiere constantemente el peso e incluso el pateo de los grandes ungulados para mantener un tallo corto, hecho que debe imitarse en la conservación del césped artificial mediante siegas y apisonamientos continuos. Cuando faltan tales factores, esas hierbas sufren muy pronto la invasión de otras que no soportan semejante tratamiento, aunque tengan más poder de penetración. En resumen, dos formas de vida pueden mantener una interdependencia muy similar a la existente entre el hombre y sus animales domésticos o plantas cultivadas. Así pues, los regímenes que presiden esas acciones recíprocas son también análogos con mucha frecuencia a los de la economía humana, lo cual puede expresarse con un término acuñado por la ciencia biológica para la enseñanza de dichos efectos recíprocos: ésta se denomina ecología . Sin embargo, hay un concepto económico —sobre el cual haremos todavía algunos comentarios— que no está presente en la ecología de animales y plantas: nos referimos al cultivo exhaustivo .
    Las acciones recíprocas en el ensamblaje de muchas especies animales, vegetales y bacterianas que conviven en un espacio vital y elaboran juntas la biocenosis o comunidad de seres vivos, tienen una formidable multiplicidad y complejidad. La adaptación de las diversas especies, acaecida en el curso de distintos períodos cuyo ordenamiento general se rige por la Geología sin el menor nexo con la historia humana, ha originado un estado de equilibrio tan admirable como vulnerable. Muchos procesos reguladores lo preservan contra las inevitables perturbaciones causadas por los elementos climatológicos y otros similares. Ninguna de las lentas transformaciones, como aquellas producidas por la evolución de las especies o el paulatino cambio climatológico, pueden hacer peligrar el equilibrio del espacio vital. Pero las influencias súbitas suelen surtir efectos enormes e incluso catastróficos aunque parezcan insignificantes a primera vista. La implantación de una especie animal aparentemente inofensiva puede asolar vastas comarcas en el sentido literal de la expresión, tal como ha ocurrido a Australia con los conejos. Ese atentado contra el equilibrio de un biotopo es obra humana. Sin embargo, también es posible concebir por principio, aunque con menos frecuencia, otras acciones idénticas sin intervención humana.
    La ecología del hombre se transforma muchas veces más aprisa que la de cualquier otro ser. Y debe acomodarse al ritmo impuesto por su progresiva tecnología cuya aceleración en proporción geométrica es incesante. Por ello, el hombre promueve, sin poder evitarlo, profundas transformaciones y provoca con excesiva frecuencia el desmoronamiento de la bioceosis en donde vive y de la que vive. Ahí sólo cabe exceptuar a unas cuantas tribus salvajes, como, por ejemplo, algunos indios de las selvas de Sudamérica que viven como recolectores de frutos y cazadores primitivos, o los habitantes de diversas islas oceánicas que cultivan un poco la tierra, pero viven esencialmente de cocos y animales marinos. Tales grupos culturales influyen sobre el biotopo tal como lo harían las poblaciones de cualquier especie animal. Esta es una de las dos formas teóricas posibles en que el hombre puede mantener el equilibrio con su biotopo; la otra consiste en crear , como cultivador y ganadero, una nueva biocenosis ajustada estrictamente con sus necesidades, que en principio puede ser tan excelente y tener tanta capacidad para sobrevivir como una formada sin su mediación. Esto es aplicable a muchas culturas campesinas antiguas en las que los hombres ocuparon la misma tierra durante numerosas generaciones, y la amaron y, en virtud de sus notables conocimientos ecológicos, adquiridos con la experiencia, devolvieron al terreno lo que obtuvieron de él.
    A decir verdad, el labrador sabe algo que parece haber sido olvidado por toda la Humanidad civilizada, y esto es que los fundamentos vitales del planeta entero no son inagotables . Cuando en vastas regiones de América las tierras de labor terminaron por convertirse en desiertos a causa de la erosión resultante de una explotación exhaustiva, cuando extensas comarcas sometidas a una tala extensiva adquirieron una consistencia caliza y presenciaron la muerte de incontables animales provechosos, se procedió con suma lentitud a interpretar tales hechos de una nueva forma, aunque principalmente se hiciera así porque las grandes empresas industriales de la agricultura, la pesca y las compañías balleneras empezaban a sentir dolorosamente sus repercusiones en el terreno comercial. Pero ¡hoy, la generalidad sigue sin reconocerlo todavía, y tampoco se ha intentado inculcarlo en la conciencia de la opinión pública!
    El apresuramiento de los tiempos actuales, sobre lo cual se hablará en el próximo capítulo, no da tiempo para que los hombres analicen y reflexionen antes de obrar. Por otro lado, los imprevisores se enorgullecen todavía de ser doers , creadores, cuando en realidad atentan contra la Naturaleza y contra sí mismos. En la actualidad se cometen delitos por todas partes con el empleo de productos químicos, por ejemplo, el aniquilamiento de los insectos en la agricultura y particularmente la fruticultura, pero la miopía es casi idéntica en cuanto se refiere a la farmacopea. Los biólogos inmunoquímicos expresan serias dudas sobre el empleo generalizado de los medicamentos. La psicología del «proveerlo incontinenti por necesidad» —sobre la cual haré unos comentarios adicionales en el capítulo IV — hace culpables de una irreflexión evidentemente delictiva a muchos sectores de la industria química en relación con la venta de remedios cuyos efectos retardados son de todo punto imprevisibles. En cuanto concierne al futuro ecológico de la agricultura —y no sólo eso, sino también respecto a las conveniencias médicas— impera una temeridad rayana en lo inverosímil. Quienes han formulado prevenciones contra el empleo imprudente de sustancias tóxicas, se han visto desacreditados y finalmente obligados a enmudecer sometidos a presiones ignominiosas.
    Así pues, la Humanidad civilizada se encamina por sí sola hacia su ruina ecológica mientras asola, con obcecación y vandalismo, la Naturaleza que le circunda y nutre. Tal vez reconozca sus errores cuando sienta por vez primera las secuelas económicas de tal actitud, pero entonces probablemente será demasiado tarde. Sin embargo, lo que menos percibe es el daño causado a su alma en el curso de ese bárbaro proceso. La ruindad estética y ética de la civilización actual es imputable, en gran medida, al distanciamiento generalizado y acelerado de la naturaleza viva. ¿Dónde encontrará inspiración el hombre de la generación futura para respetar esto o aquello, si todo cuanto ve en torno suyo es obra humana, y, por cierto, una obra humana excepcionalmente sórdida y disforme? Incluso el firmamento estrellado se oculta a la mirada del ciudadano con los rascacielos y el enrarecimiento químico de la atmósfera. Por consiguiente, no es nada extraño que el progreso civilizador lleve como cortejo un afeamiento deplorable de la ciudad y del campo. Comparemos, con los ojos bien abiertos, el recinto antiguo de cualquier ciudad alemana con su moderna periferia, o bien sus contornos engullidos vorazmente por el envilecimiento cultural con las localidades exentas todavía de tal carga. Será como comparar el cuadro histológico de cualquier tejido animal sano con un tumor maligno: ¡hallaremos sorprendentes analogías! Esta diferencia, analizada con objetividad y transportada de lo estético a lo calculable, estriba fundamentalmente en una pérdida de información .
    La principal diferencia entre la célula del tumor maligno y la del tejido normal estriba fundamentalmente en que aquélla ha perdido la información genética que necesita para representar su papel como miembro útil en la comunidad de intereses del organismo. Por ello se comporta como un animal unicelular, o, mejor dicho, como una joven célula embrionaria. Desprovista de estructuras especiales, se divide anárquicamente de tal modo que el tejido tumoral, al infiltrarse en los tejidos todavía sanos, se desarrolla y termina destruyéndolos. Estas analogías manifiestas entre el panorama de los suburbios y del tumor tienen el siguiente fundamento: en los espacios todavía sanos de uno y otro se realizan numerosos planes constructivos muy diversos, pero relacionados entre sí y diferenciándose de forma sutil. Estos planes deben su exacta uniformidad a la información acumulada durante una larga evolución histórica, mientras que en el tumor o las zonas asoladas por la tecnología moderna sólo imperan unas cuantas construcciones simplificadas al máximo. El cuadro histológico de las células tumorales totalmente uniformes y con mediocres estructuras deja entrever una desesperante semejanza con la vista aérea de cualquier arrabal moderno con sus edificaciones monolíticas proyectadas por arquitectos casi incultos o bien imprevisores y animados por un espíritu de competencia. Pues esa competencia de la Humanidad consigo misma —sobre cuyas incidencias tratará el siguiente capítulo— surte efectos aniquiladores cuando se la aplica a la construcción de viviendas. No sólo las consideraciones comerciales sobre el abaratamiento del material cuando se fabrica en serie, sino también la moda, universal niveladora, son causa de que se eleven en las barricadas periféricas de todos los países civilizados millares y millares de edificios masivos cuya única diferencia entre sí es el número sobre el portal; ninguno merece el apelativo «vivienda», pues todos ellos semejan, si acaso, una retahíla de cuadras para los «humanos útiles», si se nos permite emplear por una vez esta expresión para establecer una analogía con la denominación «animales útiles».
    Se dice con razón que el encerrar a las gallinas Leghorn en jaulas alineadas significa una tortura para los animales y un oprobio para nuestra civilización. Sin embargo, se tolera e incluso exige, un proceder análogo con los seres humanos, aún cuando justamente el hombre sea quien peor soporta un tratamiento tan antihumano en la más pura acepción del término. Cuando el hombre procede a la autocrítica, exige con pleno derecho la afirmación de su individualidad. A diferencia de una hormiga o una termita, el hombre no está constituido por su filogénesis de tal forma que pueda conformarse con ser elemento anónimo y permutable entre millones idénticos a él. Basta con observar atentamente una colonia obrera para percibir cuáles son los efectos que causa allí ese afán del hombre por expresar su individualidad. Al habitante de las colmenas para seres humanos útiles sólo le queda un recurso si quiere mantener firme su propia estimación: esto consiste en apartar del pensamiento la existencia de múltiples compañeros similares de infortunio y presentar un frente hermético al prójimo. En muchos bloques de viviendas se levanta entre los balcones de pisos contiguos un tabique que aísle para ocultarse a las miradas del vecino. No se puede, ni se quiere, «saltar el seto» para establecer contacto social con él, pues se teme demasiado percibir en su imagen el reflejo de nuestra propia desesperación. Por ese camino, la masificación conduce también al aislamiento y a la indiferencia en relación con el prójimo.
    Evidentemente, los sentimientos estéticos y éticos están muy vinculados entre sí, y los hombres que deben vivir en las condiciones susodichas sufren a todas luces una atrofia de ambos. Tanto la belleza de la Naturaleza como la del medio ambiente cultural creado por los humanos son ostensiblemente necesarias para mantener la salud moral y espiritual de los hombres. La ceguera anímica total para todo cuanto sea bello —lo que se propaga hoy con suma rapidez por doquier— es una enfermedad mental cuya gravedad se acentuará irremediablemente porque va asociada a una vituperable insensibilidad ante todo lo ético.
    Las consideraciones estéticas no representan el menor papel para quienes han de decidir si conviene construir una carretera, una central eléctrica o una fábrica, la presencia de la cual destruirá para siempre la belleza de toda una comarca. En todos los cargos administrativos desde el alcalde de la localidad más modesta hasta el ministro de Economía de un gran Estado, impera el criterio unánime de que no está permitido hacer sacrificios económicos —ni políticos siquiera— a la belleza natural. Los escasos protectores de la Naturaleza y los científicos que vislumbran el inminente desastre permanecen inermes. El proceso subsiguiente se repite con exasperante frecuencia: algunas parcelas pertenecientes a la comunidad y situadas arriba, en el bosque, adquirirían un interesante valor de venta si una carretera condujese hasta ellas; así pues, se aprisiona en tuberías al encantador arroyuelo que serpentea por la aldea y se endereza y cubre su curso, tras lo cual el maravilloso camino aldeano queda transformado en una espantosa carretera comarcal.


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