Para abordar el rasgo distintivo de una visión tan compleja y proteica como la de los griegos, comencemos por examinar una de sus peculiaridades más asombrosas: la tendencia enormemente diversificada a interpretar el mundo en términos de principios arquetípicos. Esta tendencia se manifestó a lo largo de la cultura griega ya a partir de la épica homérica, aunque su forma filosóficamente elaborada aparezca por primera vez en el crisol de Atenas, entre la última parte del siglo V a. C. y la mitad del IV . Asociada a la figura de Sócrates, fue en los diálogos de Platón donde recibió su formulación fundacional y, en ciertos aspectos, definitiva. Básicamente se trataba de una visión del cosmos como expresión ordenada de ciertas esencias primordiales o ciertos principios trascendentes, diversamente concebidos como Formas, Ideas, universales, absolutos inmutables, deidades inmortales, archai divinos y arquetipos. A pesar de que esta perspectiva adoptó inflexiones diferentes y aun cuando no faltaran importantes contracorrientes, no sólo Sócrates, Platón y Aristóteles, Pitágoras antes que ellos y Plotino después, sino también Homero, Hesíodo, Esquilo y Sófocles expresaron algo semejante a una visión común, que reflejaba una propensión típicamente griega a ver esclarecedores universales en el caos de la vida.
Para decirlo en términos muy amplios, y pese a la inexactitud de tales generalidades, podemos afirmar que el universo griego estaba ordenado por una pluralidad de esencias intemporales que subyacían a la realidad concreta y le daban forma y significado. Estos principios arquetípicos comprendían las formas matemáticas de la geometría y la aritmética; los opuestos cósmicos, tales como la luz y la oscuridad, lo masculino y lo femenino, el amor y el odio, la unidad y la multiplicidad; las formas del hombre ( anthropos ) y otras criaturas vivas; y las Ideas de lo Bueno, lo Bello, lo Justo y otros valores morales y estéticos absolutos. En el pensamiento griego prefilosófico, estos principios arquetípicos tomaron la forma de personificaciones míticas tales como Eros, Caos, Cielo y Tierra (Urano y Gaia), así como figuras de personificación más plena, tales como Zeus, Prometeo y Afrodita. En esta perspectiva, todos los aspectos de la existencia quedaban modelados e impregnados por esos fundamentos. A pesar del continuo flujo de fenómenos, tanto en el mundo exterior como en la experiencia interna, era posible distinguir estructuras o esencias inmutables específicas, tan definidas y duraderas que se les atribuyó una realidad independiente. Precisamente sobre la base de esta inmutabilidad y de esta independencia edificó Platón su metafísica y su teoría del conocimiento.
Puesto que la perspectiva arquetípica que se acaba de resumir proporciona un punto de partida útil para acceder a la cosmovisión griega, y puesto que Platón fue el teórico y defensor más eminente de esta perspectiva, cuyo pensamiento se convertirá en el fundamento más importante de la evolución de la mente occidental, comenzaremos por analizar la doctrina platónica de las Formas. En los próximos capítulos seguiremos el desarrollo histórico de la visión griega en su conjunto y, en consecuencia, prestaremos atención a la compleja dialéctica que condujo al pensamiento de Platón y a las no menos complejas consecuencias que de él derivaron.
Para abordar a Platón debemos tener presente el estilo asistemático, a menudo tentativo e incluso irónico, con que presenta su filosofía. Debemos tener presente también las ambigüedades inevitables, y a veces indudablemente deliberadas, inherentes al modo literario elegido: el diálogo dramático. Por último, debemos recordar la amplitud, variabilidad y maduración de su pensamiento a lo largo de unos cincuenta años. Con estas advertencias previas realizaremos un intento provisional de mostrar ciertas ideas y principios prominentes que sugiere su obra. Nuestra guía tácita en este esfuerzo interpretativo será la tradición platónica misma, que preservó y desarrolló una perspectiva filosófica específica cuyo origen se atribuía a Platón.
Una vez establecido el eje principal de la mentalidad griega, podremos retroceder hasta las primeras tradiciones mitológicas y presocráticas y luego avanzar hasta Aristóteles.
LAS FORMAS ARQUETÍPICAS
Lo que comúnmente se ha entendido por platonismo gira alrededor de su doctrina cardinal, la afirmación de la existencia de Ideas o Formas arquetípicas. Esta afirmación exige un cambio parcial, pero profundo, respecto de lo que ha llegado a ser nuestro enfoque usual de la realidad. Para comprender este cambio, debemos ante todo preguntarnos: «¿Cuál es la relación precisa entre las Formas o Ideas platónicas y el mundo empírico o la realidad cotidiana?». Toda la concepción platónica reposa en esta pregunta. (Platón usaba las palabras griegas idea y eidos de modo intercambiable. Idea pasó directamente al latín y al castellano, mientras que eidos se tradujo al latín como forma .)
Para comprender a Platón es preciso no perder de vista un rasgo fundamental de su pensamiento: que estas Formas son primarias, en tanto que los objetos de la realidad convencional son sus derivados directos. Las Formas platónicas no son abstracciones conceptuales que crea la mente humana por generalización de una clase de particulares. Por el contrario, tienen una manera de ser y un grado de realidad superiores a los del mundo real. Los arquetipos platónicos forman el mundo y están también más allá de él. Se manifiestan en el tiempo y, sin embargo, son intemporales. Constituyen la esencia oculta de las cosas.
Platón pensaba que la mejor manera de entender lo que se percibe como objeto particular en el mundo es considerarlo una expresión concreta de una Idea más fundamental, de un arquetipo que da a ese objeto su estructura y su condición especiales. Una cosa particular es lo que es en virtud de la Idea que la informa. Algo es «bello» en la medida exacta en que el arquetipo de la Belleza está presente en él. Cuando alguien se enamora, lo que el enamorado reconoce y aquello a lo que se rinde es la Belleza (o Afrodita), y el objeto amado es instrumento o portador de la Belleza. El factor esencial del acontecimiento es el arquetipo, y este nivel es el de significado más profundo.
Podría objetarse que ésa no es la manera en que uno vive un acontecimiento de este tipo. Lo que a uno le atrae en realidad no es un arquetipo, sino una persona específica, una obra de arte concreta o algún otro objeto bello. Belleza sólo es un atributo de lo particular, no su esencia. Sin embargo, el platonismo sostiene que esta objeción se apoya en una percepción limitada del acontecimiento. Es verdad, responde, que la persona común no es directamente consciente de un nivel arquetípico, pese a su realidad. Pero Platón describe cómo un filósofo que haya observado muchos objetos de belleza y haya reflexionado largamente sobre ese tema, puede vislumbrar de pronto la belleza absoluta (la Belleza en sí misma, suprema, pura, eterna, no relativa a ninguna persona ni cosa específica). En consecuencia, el filósofo reconoce la Forma o la Idea que subyace a todos los fenómenos bellos. Desvela la auténtica realidad detrás de la apariencia. Si algo es bello, lo es porque «participa» de la Forma (absoluta) de Belleza.
A fin de evaluar cómo se podía gobernar la propia conducta en la vida, el maestro de Platón, Sócrates, había tratado de saber qué tenían en común todos los actos virtuosos. Sostenía que si alguien deseaba realizar acciones buenas, debía saber qué es «bueno», con independencia de cualquier circunstancia específica. El evaluar una cosa como «mejor» que otra supone la existencia de un bueno absoluto con el que pueden compararse ambos buenos relativos. De lo contrario, «bueno» sólo sería una palabra cuyo significado carecería de fundamento estable en la realidad, y la moral humana carecería, a su vez, de fundamento seguro. Análogamente, a menos que haya alguna base absoluta para evaluar los actos como justos o injustos, todo acto llamado «justo» sería una cuestión relativa de virtud incierta. Cuando quienes dialogaban con Sócrates abrazaban nociones populares de justicia e injusticia, o de bien y mal, Sócrates sometía esas nociones a un cuidadoso análisis y mostraba su arbitrariedad, sus contradicciones internas y su carencia de base sustancial. Puesto que Sócrates y Platón creían que el conocimiento de la virtud era necesario para que una persona viviera una vida virtuosa, los conceptos universales objetivos de justicia y de bondad parecían imperativos para una ética auténtica. En ausencia de esas constantes inmutables que trascendían los caprichos de las convenciones humanas y de las instituciones políticas, los seres humanos no tendrían base alguna sobre la cual afirmar valores verdaderos y, por tanto, quedarían sometidos a los peligros de un relativismo amoral.
Platón comienza con el análisis socrático de términos éticos y la búsqueda de definiciones absolutas, y culmina en una teoría general de la realidad. Así como el hombre, en tanto que agente moral, necesita de las Ideas de justicia y de bondad para conducir bien su vida, así también el hombre, en tanto que científico, necesita de otras Ideas absolutas para comprender el mundo, de otros universales que permitan unificar y hacer inteligible el caos, el flujo y la variedad de las cosas sensibles. La tarea del filósofo incluye tanto la moral como la dimensión científica, y las Ideas proporcionan fundamento a ambas.
A Platón le parecía evidente que cuando muchos objetos comparten una propiedad común (de la misma manera en que todos los seres humanos comparten «humanidad» o en que todas las piedras blancas comparten «blancura»), esa propiedad no se limita a un ejemplo material particular en el espacio y en el tiempo, sino que es inmaterial, está más allá de toda limitación espaciotemporal y trasciende a sus múltiples ejemplos. Una cosa particular puede dejar de ser, pero no así la propiedad universal que esa cosa particular encarna. Lo universal es una entidad separada de lo particular y, puesto que está más allá del cambio y nunca deja de existir, su realidad es superior.
Un crítico de Platón dijo en una ocasión: «Yo veo caballos particulares, no la caballosidad». Platón respondió: «Eso es porque tienes ojos, pero no inteligencia». Para Platón, el Caballo arquetípico que da forma a todos los caballos es una realidad más fundamental que los caballos particulares, que sólo son ejemplos específicos del Caballo, encarnaciones de esa Forma. En sí, el arquetipo no es tan evidente a los limitados sentidos físicos, aunque éstos pueden sugerir el camino y conducir a él, como a la mirada más penetrante del alma, el intelecto iluminado. Los arquetipos se desvelan más a la percepción interna que a la externa.
Así, la perspectiva platónica pide al filósofo que vaya a lo universal a través de lo particular, y a la esencia más allá de la apariencia. No sólo supone que esa mirada interior es posible, sino que la considera imprescindible para alcanzar el conocimiento verdadero. Platón desvía la atención del filósofo de lo exterior y de lo concreto, de la consideración de las cosas por su apariencia, y la dirige «más al fondo» y «adentro», a fin de poder «despertar» a un nivel más profundo de la realidad. Afirma que los objetos que se perciben con los sentidos son, en realidad, cristalizaciones de esencias más primarias que sólo la mente activa e intuitiva puede aprehender.
Platón desconfiaba mucho del conocimiento que se obtiene mediante las percepciones sensoriales, pues ese conocimiento cambia de manera constante, es relativo y particular de cada individuo. Un viento puede ser placenteramente fresco para una persona, pero desagradablemente frío para otra. Un mismo vino es dulce para una persona cuando se encuentra bien, y agrio para esa misma persona cuando está enferma. El conocimiento basado en los sentidos, por tanto, es un juicio subjetivo, una opinión que varía constantemente, sin fundamento absoluto alguno. En cambio, el conocimiento verdadero sólo es posible a partir de una aprehensión directa de las Formas trascendentes, que son eternas y están más allá de la cambiante confusión e imperfección del plano físico. El conocimiento derivado de los sentidos es mera opinión y es falible. El conocimiento derivado directamente de las Ideas es el único infalible y el único al que se puede llamar, con razón, «conocimiento real».
Por ejemplo, los sentidos nunca tienen experiencia de la igualdad verdadera o absoluta, puesto que no hay en este mundo dos cosas exactamente iguales desde todos los puntos de vista, sino sólo más o menos aproximadas. Sin embargo, gracias a la Idea trascendente de igualdad, el intelecto humano puede comprender la igualdad absoluta (que nunca se conoce concretamente) con independencia de los sentidos y, en consecuencia, puede emplear el término «igualdad» y reconocer aproximaciones de igualdad en el mundo empírico. Análogamente, no hay en la naturaleza círculos perfectos, pero todos los círculos aproximados de la naturaleza derivan su «circularidad» del Círculo arquetípico perfecto, y precisamente de esta realidad última depende la inteligencia humana para reconocer cualquier círculo empírico. Lo mismo ocurre con la bondad perfecta o con la belleza perfecta. En efecto, cuando alguien dice que una cosa es «más bella» o «más buena» que otra, esta comparación sólo puede realizarse por referencia a un patrón invisible de belleza o de bondad absolutas: la Belleza en sí misma y el Bien en sí mismo. Todo en el mundo sensible es imperfecto, relativo y está en constante mutación, pero el conocimiento humano necesita y busca absolutos, que sólo existen en el nivel trascendente de las Ideas puras.
La concepción platónica de las Ideas lleva implícita la distinción entre ser y devenir. Todos los fenómenos forman parte de un interminable proceso en que una cosa se transforma en otra, se convierte en esto o en aquello y luego desaparece, cambia en relación con distintas personas, o bien con la misma persona en distintos momentos. Nada en el mundo es, porque todo está, siempre, en estado de devenir otra cosa. Pero hay algo que goza siempre del ser real, en tanto que algo diferente del devenir: la Idea, la única realidad estable, que subyace al flujo de fenómenos, los desencadena y los ordena. Cualquier cosa particular del mundo es un lugar de encuentro de muchas Formas que en distintos momentos se expresan en diversas combinaciones con diferente grado de intensidad. En consecuencia, el mundo de Platón sólo es dinámico en el sentido en que toda la realidad fenoménica está en constante devenir y perecer, en un movimiento dominado por la cambiante participación de las Ideas. Para Platón, la relación del ser con el devenir era directamente paralela a la relación de la verdad con la opinión, lo que capta la razón iluminada en contraste con lo que captan los sentidos físicos.
Como las Formas perduran, mientras que sus expresiones concretas aparecen y desaparecen, se puede decir que son inmortales y, en consecuencia, semejantes a los dioses. Aunque una encarnación particular momentánea pueda morir, la Forma temporalmente implicada en ese particular continúa manifestándose en otras cosas concretas. La belleza de una persona pasa, pero Afrodita sigue viva, pues la Belleza arquetípica es eterna, no la mancilla el paso del tiempo ni la afecta la transitoriedad de sus manifestaciones particulares. Los árboles individuales del mundo natural terminan por caer y desaparecer, pero el Árbol arquetípico continúa expresándose en y a través de otros árboles. Una buena persona puede caer y cometer actos malos, pero la Idea del Bien continúa inalterada para siempre. La Idea arquetípica entra y sale de los seres en una multiplicidad de formas concretas, mientras que permanece trascendente en tanto que esencia unitaria.
El uso que Platón hace de la palabra «idea» (que en griego denota la forma, el modelo, la cualidad esencial o la naturaleza de algo) difiere claramente de nuestro uso contemporáneo. Para el entendimiento moderno común, las ideas son constructos mentales subjetivos, privados, propios de la mente individual. En cambio, Platón se refería a algo que no sólo existe en la conciencia humana, sino también fuera de ella. Las Ideas platónicas son objetivas. No dependen del pensamiento humano, sino que existen por derecho propio. Son modelos perfectos incorporados en las cosas de la naturaleza. La Idea platónica no es, por decirlo así, una mera idea humana, sino también una idea del universo, un ente ideal que puede expresarse externamente en forma concreta y tangible, o bien internamente como concepto en una mente humana. Es una imagen primordial o una esencia formal que puede manifestarse de diversas maneras y en diversos niveles, y es el fundamento de la realidad misma.
Por tanto, las Ideas son elementos fundamentales tanto de una ontología (una teoría del ser) como de una epistemología (una teoría del conocimiento); constituyen la esencia básica y la realidad más profunda de las cosas, así como el medio por el cual es posible el conocimiento humano. Un pájaro es un pájaro en virtud de su participación en la Idea —arquetípica— de Pájaro. Y la mente humana puede conocer un pájaro en virtud de su participación en esa misma Idea de Pájaro. El color rojo de un objeto es rojo porque participa en la «rojidad» arquetípica, y la percepción humana registra el rojo en virtud de la participación de la mente en esa misma Idea. La mente humana y el universo están ordenados de acuerdo con las mismas estructuras o esencias arquetípicas, gracias a lo cual, y sólo gracias a ello, es posible para la mente humana la comprensión verdadera de las cosas.
Para Platón, el ejemplo paradigmático de las Ideas eran las matemáticas. Tras la huella de los pitagóricos, con cuya filosofía parece haber estado especialmente familiarizado, Platón entendía que el universo físico estaba organizado de acuerdo con las Ideas matemáticas de número y de geometría. Aun cuando estas Ideas son invisibles, aprehensibles únicamente por la inteligencia, es posible descubrir en ellas las causas formativas y reguladoras de todos los objetos y procesos empíricamente visibles. Pero, una vez más, la concepción platónica y pitagórica de los principios matemáticos de orden en la naturaleza difería esencialmente de la visión moderna. Para la concepción platónica, los círculos, los triángulos y los números no son meras estructuras formales o cuantitativas que la mente humana impone a los fenómenos naturales, ni tienen una mera presencia mecánica en los fenómenos en tanto que hecho bruto de su ser concreto. Por el contrario, son entes sobrenaturales y trascendentes, que existen con independencia tanto de los fenómenos a los que imprimen orden como de la mente humana que los percibe. Mientras que los fenómenos concretos son transitorios e imperfectos, las Ideas matemáticas que ordenan esos fenómenos son perfectas, eternas e inmutables. De aquí que la creencia platónica básica —según la cual tras la confusión y el azar superficiales del mundo temporal existe un orden más profundo e intemporal de absolutos— encuentre en las matemáticas una demostración particularmente gráfica. Por eso Platón pensaba que la formación matemática de la mente era esencial a la empresa filosófica y, de acuerdo con la tradición, sobre la puerta de la Academia estaban escritas estas palabras: «Que no entre quien no sepa geometría».
La posición descrita hasta aquí corresponde a los juicios más característicos de Platón en lo referente a las Ideas, incluidos aquellos que expone en sus diálogos más famosos — La República, El Banquete, Fedón, Fedro y Timeo —, así como en la Carta Séptima , probablemente la única carta auténtica de las que han llegado hasta nosotros. Sin embargo, en el cuerpo de la obra platónica quedan muchas ambigüedades y discrepancias sin resolver. A veces Platón parece exaltar a tal punto el ideal por encima de lo empírico que todos los particulares concretos aparecen, por así decirlo, como meras notas a pie de página de la Idea trascendente. En otros momentos parece insistir en la nobleza intrínseca de las cosas creadas, precisamente porque son expresiones corpóreas de lo divino y lo eterno. A partir de las múltiples referencias al tema en los diferentes diálogos, es imposible determinar con exactitud el grado de trascendencia de las Ideas; esto es, si están completamente separadas de las cosas sensibles, que sólo serían imperfectas imitaciones de las Ideas, o si, de alguna manera, están presentes en las cosas sensibles, en cuyo caso estas últimas compartirían esencialmente la naturaleza de las Ideas. En términos generales, se tiene la impresión de que a medida que su pensamiento maduraba, Platón se desplazaba hacia una interpretación más trascendente. Sin embargo, en el Parménides , escrito probablemente mucho después de los diálogos antes mencionados, Platón presenta varios argumentos formidables contra su propia teoría al señalar interrogantes relativos a la naturaleza de las Ideas —cuántas clases de Ideas hay, cuáles son sus relaciones mutuas y cuáles sus relaciones con el mundo sensible, cuál es el significado preciso de «participación», cómo es posible el conocimiento de las Ideas—, cuyas respuestas plantean problemas e incoherencias aparentemente irresolubles. Algunas de estas cuestiones, que Platón planteaba quizá tanto por vigor dialéctico como por mor de autocrítica, fueron más tarde la base de las objeciones filosóficas a la teoría de las Ideas.
Análogamente, en el Teeteto , donde Platón analizó con extraordinaria perspicacia la naturaleza del conocimiento, no llegó a conclusión alguna y nunca apeló a la teoría de las Ideas para escapar del marasmo epistemológico que él mismo describía. En El Sofista , no sólo atribuyó realidad a las Ideas, sino también cambio, vida, alma y entendimiento. En otros sitios señaló la existencia de una clase intermedia de objetos matemáticos entre las Ideas y los particulares sensibles. En diversas ocasiones planteó una jerarquía de las Ideas, aunque diferentes diálogos sugieren diferentes jerarquías, en las que el Bien, lo Uno, la Existencia, la Verdad o la Belleza ocupan posiciones supremas, a veces simultáneamente y superponiéndose unas a otras. Está claro que Platón nunca construyó un sistema de Ideas completo y totalmente coherente. Pero también está claro que, a pesar de sus propios interrogantes sin resolver acerca de su doctrina central, consideró verdadera la teoría y pensó que, sin ella, el conocimiento humano y la actividad moral humana no tendrían fundamento. Fue precisamente esa convicción la que constituyó la base de la tradición platónica.
En resumen: desde el punto de vista platónico, los fundamentos de la existencia son las Ideas arquetípicas, que constituyen el sustrato intangible de todo lo tangible. No son los sentidos los que desvelan la verdadera estructura del mundo, sino el intelecto, que en su estado más elevado tiene acceso directo a las Ideas que gobiernan la realidad. Todo conocimiento presupone la existencia de Ideas. Lejos de ser una abstracción irreal o una metáfora imaginaria del mundo concreto, el reino de los arquetipos es considerado aquí la verdadera base de la realidad, lo que determina su orden y lo hace cognoscible. Por eso declara Platón que tener experiencia directa de las Ideas trascendentes es la meta primordial y el destino último del filósofo.
Richard Tarnas en 2017.
Richard Theodore Tarnas (n. 21 de febrero de 1950) es historiador cultural y profesor de filosofía y psicología en el California Institute of Integral Studies de San Francisco y director fundador de su programa de graduado en Filosofía, Cosmología y Conocimiento. Es autor de The Passion of the Western Mind (1991) (La pasión de la mente occidental) y Cosmos and Psyche (2006) (Cosmos y Psique).
Ideas
Tarnas es conocido por su trabajo integrativo en epistemología y cosmología. Su primer libro, The Passion of the Western Mind (La pasión de la mente occidental), proporciona un marco interdisciplinario para "entender las ideas que han formado nuestra visión del mundo", que él describe como "una nueva perspectiva para entender la historia intelectual y espiritual de nuestra cultura... focalizando la esfera crucial de interacción entre la filosofía, la religión, y la ciencia", así como su concepto clave de Epistemología Participativa, discutido más tarde en relación con la Psicología transpersonal por Jorge Ferrer, Cristóbal Bache, y otros. Se ha sugerido que el trabajo de Tarnas es una importante contribución a los movimientos denominados de Pensamiento Integral o Teoría Integral.
Su segundo libro, Cosmos and Psique (Cosmos y Psique), desafía las suposiciones básicas sobre la visión moderna mundial, postulando la existencia de una consistente correspondencia entre movimientos planetarios (expresamente aspectos astrológicos) y el modelo arquetípico de la experiencia humana, también denominado Astrología.
Este volumen examina épocas emblemáticas de revolución cultural como los años 1960 y la Revolución francesa (ambos caracterizados por alineaciones axiales de Urano y Plutón), así como períodos de crisis histórica tales como las guerras mundiales, el Gran Despertar, la Guerra de la Independencia de los Estados Unidos, el Romanticismo, la Ilustración y el 11 de septiembre.
Cosmos y Psique también explora patrones comparativos y correlaciones planetarias en las vidas de muchos individuos, desde Charles Darwin, René Descartes, Nietzsche, Abraham Lincoln, Isaac Newton, Nicolás Copérnico, Freud a Martin Luther King, Betty Friedan, Rosa Parks y John Lennon.
El libro sugiere una nueva posibilidad para integrar religión y ciencia, alma e intelecto, sabiduría antigua y razón moderna, en una búsqueda tendente a entender el pasado y crear el futuro.
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