JOSÉ ANTONIO MARINA
Monet: Retrato de Bazille, 1864
Toda la obra de Sartre, incluso sus más abstractos tratados metafísicos, son una gigantesca autobiografía desperdigada, una autobiografía que hace tiempo decidí escribir a partir de sus textos, y que empezaba así:
P
asó ya el tiempo en el que me despertaba atontado por los barbitúricos y recuperaba una lucidez ingrávida tomando medio tubo de Corydrane y un café. Pasaron ya todos los tiempos, pues esta es una autobiografia póstuma. Es la demostración de que puedo escribir en primera persona aunque oficialmente haya muerto. Vivir es tan solo producir significaciones: Un poderoso ejercicio de locuacidad. Mientras signifiquen algo los significados que he descubierto en el mundo, yo sigo viviendo. Lo supe desde niño, cuando empujado hacia la impostura por los adultos, cebado con sus ilusiones muertas, ‘elegí como porvenir un pasado de gran muerto y traté de vivir al revés”. Convencido de que mi auténtica vida sería la inmortalidad confusa de la gloria literaria, consideré mi infancia como un trámite engorroso que me separaba de mi verdadera existencia, esa luz encerrada en mis libros, preservada para siempre en los estantes de la Biblioteca Nacional. Nunca pude librarme de mi niñez, en esto como en tantas otras cosas. Poco antes de morir, repetí al Castor con palabras más claras aquella fantasmagoría que me aquejó entre los nueve y los doce años: “La vida no acaba. Después de la muerte sobrevivo en mis libros. Es una vida inmortal. La verdadera vida en la que no es necesario poseer un cuerpo y una conciencia, pero en la que uno revela hechos”.
En esta afirmación está encerrada toda mi filosofía. El cuerpo y la conciencia no son más que la ocasión para que el mundo se manifieste. Sólo quien cree que vivir es la ambigua congoja de sentirse vivir, esa patética palpitación de las vísceras en la afelpada guarida de una intimidad enrarecida, piensa que morir es el gran mutismo. Semejante creencia es el musgo obsceno de una subjetividad que se repliega sobre sí mismo, el devastador mito de la intimidad, que no es más que el rincón de la ropa sucia, el encenagado lugar de los secretos. La vida está siempre fuera, fosforesciendo en las cosas. Yo no soy ese cuerpo gordo y casi enano, esa cara que tenía la fealdad imprecisa de un montón de escombros. Yo soy el revelador de la contingencia.
Incluso después de muerto gano la batalla del significado, pues hago aparecer realidades. Quien perciba la viscosidad del mundo, esa pegajosa succión del En-si; quien sienta el torpor con que el deseo somete a la conciencia, comprobará que aún sigo vivo, puesto que sentirá mi eficacia. Es indiferente que yo produzca ahora mis significaciones a través de una conciencia ajena. El autor de este artículo, José Antonio Marina, es accidental, actúa como un medium que habla un lenguaje ajeno, el mío, por lo que escribir mi biografia en primera persona no es un artificio retórico, sino la concreción estilística de mi modo vicario de existir.
Voy a contar mi pasado. Tal vez debería decir: Voy a contar el pasado que he elegido para mí. No soy ni un extravagante ni una excepción, pues todos elegimos nuestro pretérito. Una autobiografia es siempre una novela, -aunque sea una novela verdadera-, una obra de creación, ya que nadie se libra de ser cronista fantasioso de su propia historia. No guardo ninguna gratitud por mi infancia. Salí de ella marcado para siempre. Fue una minuciosa historia de impostura. Yo no poseía ninguna verdad. Actuaba siempre. Representaba cuidadosamente el papel que mi familia esperaba de mí. Estaba “condenado a gustar”, una implacable condena que nos incapacita para distinguir la sinceridad de la simulación. Este tema ha aparecido una y otra vez en mi obra, lo que muestra hasta qué punto estaba presente en mi conciencia. Al igual que el protagonista de “Kean”, todos podemos reflexionar sobre nuestro comportamiento y acosarnos con una venenosa pregunta: “¿Fue un acto o un gesto? He ahí la cuestión”. Mi conducta era la representación de los gestos que los otros esperaban de mí. Yo era el virtuoso niño que dispensaba sus gracias a aquellos que representaban el papel de adorarme. Se trataba de un juego de simulaciones que respondía a simulaciones, con lo que la realidad se desvanecía. Detrás de la apariencia no había nada. Al menos yo no era nada. Me retraté en Lucien, el protagonista de El nacimiento de un jefe. Un niño que creía que todos los que le rodeaban representaban una comedia: “Comenzó a jugar al huerfanito. Era divertido porque todos estaban jugando. Papá y mamá jugaban a ser papá y mamá. Y él jugaba también pero acabó no sabiendo muy bien a qué. Lucien tuvo súbitamente la impresión de que la jarra jugaba a ser una jarra. Pensó que estaba harto de jugar a ser Lucien. Sin embargo no podía evitarlo”.
Sucumbí a la magia de la lectura. En los libros de aventuras tropecé por primera vez con la belleza. Ese encuentro me troqueló. Descubrí la belleza en lo irreal y aprendí para siempre que lo real no podía nunca ser bello. Lo real tiene la consistencia de una gelatina espesa. He visto a gente dispuesta a tragarse ese postre indigesto y me ha producido horror. La realidad es fea, casual, y nos limita. Me han repugnado los sabores realmente dulces porque pertenecian a un mundo vegetal proliferante, llamado a la pobredumbre, el dulzor de la fruta madura va reblandeciéndose en la boca,se hace pastoso, “mojado”, viscoso. He preferido los dulces de cocina que poseen un significado humano, ya que son la encarnación de una idea. Esta dualidad de mundos,vestigio de mi platonismo infantil escindía la realidad, es decir, mi vida. Muy pronto supe que mi misión consistiría en salvar a la realidad de su contingencia.
La contingencia era una experiencia suscitada también por las películas. El cine fue para mí la experiencia de lo absoluto desde que acudía de la mano de mi madre. Yo desaparecía en la oscuridad de la sala para reaparecere como protagonista en la pantalla. ¡Qué malestar cuando volvian a encenderse las lámparas! «En la calle, volvía a ser un supernumerario”. Había sido despojado brúscamente de mi importancia. Ya no era necesario, sino excedente. En las películas había necesidad, existía el porvenir. Los sucesos se desarrollaban con la precisión de una melodía. Al final, mágicamente, milagrosamente, coincidían el beso de los protagonistas y el gran acorde del piano.
Tenía veinte años cuando conté al Castor mi descubrimiento. Mostraría que la contingencia era una dimensión esencial del mundo. Mi misión consistiría en liberar al mundo de la contingencia. La belleza era la única salvación. Mi experiencia estética infantil se convertía en el criterio ontológico que me obligó a vivir en un mundo dual. El cine se oponía a la calle; el ser protagonista al ser supernumerario; la irrealidad de las palabras a la realidad de los otros; en una palabra: la belleza se oponía a la contingencia, la necesidad a la existencia. “Todo lo que existe nace sin razón, se prolonga por debilidad y muere por casualidad”.
Es un compendio de todo lo despreciable. El mundo es una enorme presencia blanda, espesa como una confitura. Es lo viscoso. Por el contrario, la obra artística era el Ser, la juventud permanente, firme, pura, idéntica. Por supuesto, sé que éstas son las características de la escisión platónica del mundo. He de reconocer que fui lanzado al existencialismo por mi platonismo consecuente. Me sentía expulsado del mundo ideal y empantanado en lo real. Yo también creía que el cuerpo era la tumba del alma, es decir, de la conciencia. “La conciencia se encenaga en un cuerpo que se encenaga en el mundo”. En lo imaginario expuse en una ecuación reversible mi experiencia de la disonancia: lo bello es siempre irreal. Lo real nunca es bello. Así se explica que durante toda mi vida me empeñase a escribir contra mí mismo.
Yo era real, y nunca estuve seguro de querer serlo».
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