jueves, 26 de marzo de 2020

La Hermenéutica y el ser humano, BEUCHOT, MAURICIO



En La hermenéutica y el ser humano, Mauricio Beuchot indaga en los cimientos filosóficos y antropológicos que justifican su idea de hermenéutica, la de una hermenéutica analógica. Su valoración de las relaciones analógicas se presenta aquí desde la perspectiva de la filosofía de la religión, el arte y el estudio del mito. El autor precisa el lugar ontológico fundamental que tiene la antropología filosófica y revisa la dialéctica, el mito, el símbolo como espacios en que se constituye el devenir peculiar del ser humano. En el discurrir de este proceso, la reflexión del filósofo mexicano se fundamenta ahora en teóricos clásicos: en los derivados de la línea de pensamiento kantiano, como Cassirer y Foucault; en los contemporáneos de la religión y el arte, como Eliade y Girard, y en críticos del humanismo clásico, como Nietzsche y Heidegger. El lector podrá reconocer las condiciones que definen al ser humano como animal simbólico, al tiempo que podrá explorar los vínculos implicados en las nociones de analogía, metáfora y signatura, preocupación primordial que define la amplia trayectoria del trabajo filosófico de Mauricio Beuchot.





La Hermenéutica y el ser humano,  BEUCHOT, MAURICIO

INTRODUCCIÓN
    En este trabajo, me propongo enlazar la hermenéutica analógica con algunos temas de antropología filosófica o filosofía del hombre. Para que sirva de contextualización, ofrezco primero un resumen de dicha hermenéutica. Después de conocer sus rasgos esenciales sabremos a qué nos referimos al hacer su aplicación al campo de lo humano.
    En cuanto a los temas antropológicos, comienzo con el sentido que puede tener la búsqueda de la comprensión del hombre; allí se nos presenta el símbolo como un elemento fundamental para la comprensión del ser humano y para la construcción de una visión filosófica del mismo.
    Y, dado que el hombre es paradójico, abordo el tema de su conocimiento a través de la dialéctica que subyace a la analogía, pues ella trata de reunir en un límite los dos extremos opuestos de la univocidad y la equivocidad. Esto se halla reflejado sobre todo en esa correspondencia, detectada desde antiguo, entre el hombre y el universo, el microcosmos y el macrocosmos.
    Atendiendo al lugar tan especial que obtiene el símbolo en el conocimiento del hombre, se analizan algunos aspectos suyos, así como de la imagen y de la iconicidad, temas que se reúnen en el del concepto de la analogía, la cual los abarca a todos ellos.
    Aledaños a los símbolos están esos pequeños signos que son las signaturas. Son marcas que únicamente el iniciado o el adiestrado alcanza a descubrir y a interpretar. De ellas habló Foucault y las recogió Agamben. Por eso sigue el estudio de las signaturas de las cosas, tema que dejó esbozado Foucault y que Agamben ha continuado, como camino hacia un conocimiento más profundo del hombre. Uno de los que trataron esas signaturas o analogías entre los seres fue Jakob Böhme, y por eso coloco allí un atisbo de su doctrina.
    Ya que se hace tan presente el concepto de la analogía, para reafirmar la comprensión de lo que es esta racionalidad analógica expongo algunos modelos de dicho pensamiento, como Hamann, Nietzsche, Heidegger, Girard y Melandri. Con estos paradigmas se apreciará mejor cuáles pueden ser los usos de la analogía en el discurso filosófico.
    Una de las modalidades del símbolo es el mito. De ahí que tratemos algo de lo que ha sido la investigación sobre la mitología, singularmente en uno de sus preclaros iniciadores, como es el caso de Bachofen; y añado algunas reflexiones sobre el mito realizadas por Maritain, quien asoció el mito al símbolo y este a la analogía.
    Otro pensador que investigó acuciosamente el símbolo y el mito fue Mircea Eliade. A él le dedico cierto espacio, para valorar su estudio de esta región del ser humano y apreciar una metafísica mítica cultivada por él, al modo como la metafísica se dice que proviene del mito.
    Añado unas reflexiones sobre el hombre como diagrama del ser. Peirce decía que el signo icónico se dividía en tres: imagen, diagrama y metáfora. El hombre podría ser imagen del ser, pero está lejos de hacerlo; a veces sólo llega a metáfora de este, pero eso lo aleja del ser mismo. Por eso prefiero que el hombre sea diagrama del ser. Tal vez con eso baste.
    El volumen se termina con unas breves conclusiones y una bibliografía. Me interesa que este trabajo pueda colaborar a un mejor entendimiento de la antropología filosófica, a través de la interpretación, que toma aquí la forma de una hermenéutica de la facticidad del ser humano, es decir, una ontología de la persona, que es donde más se necesita evitar los extremos del univocismo y el equivocismo y alcanzar la analogía. Ella es la puerta hacia la comprensión del hombre.

1
ELEMENTOS ESENCIALES DE LA HERMENÉUTICA ANALÓGICA

Introducción
    En este capítulo expondré los lineamientos fundamentales de la hermenéutica analógica. Para ello comenzaré describiendo las notas básicas de la hermenéutica, después las de la noción de la analogía para terminar en lo que sería la conjunción de ambas en una hermenéutica analógica, es decir, en un instrumento de interpretación que aproveche la analogía para su trabajo.
    Pero antes diré algo acerca del puesto de la hermenéutica en el cosmos filosófico actual. Se ha dicho que estamos en la edad de la interpretación, después de la edad del análisis, todavía dentro del giro lingüístico. Lo cual indica la actualidad que tiene la hermenéutica, la cual es muy semejante en sus objetivos a la pragmática, esa rama de la semiótica que va después de la sintaxis y la semántica, y que es la más difícil porque atiende a lo que quiere decir el hablante. Y en la filosofía analítica se habla de un giro pragmático, después del positivista, ya que este último ha quedado muy atrás.
    Gianni Vattimo llega a decir que la hermenéutica es el lenguaje común o koiné de la filosofía reciente, pero parece referirse a la que denominamos posmoderna . Lo que sí es más cierto es que en las humanidades nuestra labor principal es interpretar textos. Lo hacemos en filosofía, literatura, historia, derecho, etc. Incluso en algunas ciencias como la antropología, la sociología y la psicología ha llegado a cobrarse conciencia de ello.

Conclusión
    He tratado de esbozar las líneas principales de una hermenéutica analógica, partiendo de la noción misma de hermenéutica y luego de la correspondiente de analogía. Al unirlas, queda la de la hermenéutica analógica, una teoría de la interpretación que trata de colocarse entre una hermenéutica unívoca, que pretende interpretaciones claras y distintas, rigurosas y exactas, de los textos, cosa que creo que en las Humanidades no se puede alcanzar; pero también trata de evitar la hermenéutica equívoca, la cual se hunde en un mar de interpretaciones oscuras y confusas, irremediablemente ambiguas e inexactas, llegando a un relativismo excesivo en la comprensión.
    De esta manera creo que se puede ayudar a la filosofía hermenéutica, tan presente en las corrientes de hoy, a tener una perspectiva más adecuada y un terreno más promisorio, que sea más fructífero en esta hora de crisis de la filosofía.

2
EN BUSCA DEL HOMBRE: LA ANTROPOLOGÍA FILOSÓFICA

Introducción
    La antropología filosófica o filosofía del hombre es búsqueda. De alguna manera nos la pasamos persiguiéndonos a nosotros mismos. Tarea inagotable, puesto que nunca acabamos de encontrarnos. Siempre descubrimos alguna faceta más. Pero algo logramos reunir por el procedimiento de la analogía. Fabricándonos no un ídolo del hombre, sino un icono suyo, que nos manifieste al menos un poco y conjeturalmente lo que él es, los rasgos de su esencia. Quizá siempre se nos quedará en conocimiento incompleto, fragmentario, pero algo podremos concluir sobre la naturaleza humana.
    En esa búsqueda agotamos la vida, apuramos el vaso de nuestro tiempo en el mundo. Mirando a la realidad es como detectamos al hombre. Y nos extrañamos cada vez más de él. Y es que lo más importante es acrecentar y profundizar nuestro conocimiento y comprensión de lo humano. Pero eso tiene su complejidad y sus riesgos. Sobre todo, hay que tratar de no simplificar, pues ahí está el peligro de que lo hagamos ser lo que no es. Y eso sería terrible.

La intencionalidad de la antropología filosófica
    Desde Aristóteles se ve la condición humana como núcleo de intencionalidad. El hombre es un nudo de inclinaciones, está disparado hacia sus objetos, de conocimiento y de voluntad, de amor. Por eso los medievales entendieron que el hombre era intencionalmente todas las cosas, y que su perfección residía en tender hacia ellas: hacia lo demás y, sobre todo, hacia los demás. La noción aristotélico-escolástica de intencionalidad fue rescatada en el siglo  XIX por Franz Brentano. Él la transmitió a dos célebres alumnos suyos. Uno de ellos era Freud, el cual la recogió como la pulsión ( Trieb ), que tiene que llegar a sus objetos adecuados, para no caer en la enfermedad. [51] El otro fue Husserl, que hizo a la noción de intencionalidad el centro de su fenomenología.
    El objeto intencional del conocimiento es la adecuación con las cosas reales, es decir, la verdad; es su gnoseología realista. El objeto intencional de la voluntad es el bien, con su axiología o cuadro de valores. El objeto intencional de todo el hombre es vivir, existir, una especie de pulsión ontológica o deseo de ser, impulso de estar. Es el conatus de Spinoza y de Leibniz, cada uno a su manera, pues Spinoza lo veía como un modo de existir que impulsa a realizarse; y Leibniz lo consideraba una fuerza o vis , que tenían todas las cosas por estar vivas y tener espíritu, una cierta alma, en su panpsiquismo.
    Pero el hombre, de suyo, es un análogo intencional. Es un núcleo o nudo de intencionalidades: cognoscitiva, volitiva y entitativa o existencial. Y son todas analógicas, porque en la analogía predomina la diferencia, y en su proyección el hombre debe tender hacia lo diferente, hacia lo otro. Mientras más se polarice hacia la alteridad, hacia los demás, estará más realizado; y, mientras más se vuelva hacia sí mismo, estará más en peligro de enfermar psíquicamente.
    La antropología filosófica ha conocido un resurgimiento. Después de que Heidegger la opacara con su crítica a Cassirer y con su ontología fundamental (que suplía la filosofía del hombre), ahora se ha vuelto a levantar, incluso en contra de la ontología, como lo dice el título de un libro de Ernst Tugendhat, Antropología en vez de metafísica . [52]
    Ha sido precisamente Tugendhat uno de los principales cultivadores de la antropología filosófica hoy en día. Conoce la filosofía continental (Husserl y Heidegger) y la filosofía analítica. Se le ve más cargado hacia esta última, pues prefiere fincar su estudio del hombre en la biología, atendiendo al comportamiento de los animales más que a los datos de la cultura humana. Se le nota, pues, más bien cientificista y univocista, tal vez por prevención contra los culturalistas, que suelen ser equivocistas, en su relativismo exagerado. En cambio, yo creo que hay que tratar de conjuntar el naturalismo o biologicismo con el culturalismo o simbologicismo y encontrar una postura intermedia, analógica, la cual nos puede enriquecer más.
    Un acercamiento así aprovecha las metáforas aplicadas al ser humano. Además de la del hombre como microcosmos, a fuer de mundo en pequeño, ha sido orientadora la del mundo como un libro. Es un texto, y no hay nada más hermenéutico. En su estudio se ha distinguido Hans Blumenberg. [53] Él nos recuerda que en la Patrística y en la Edad Media se veía al mundo como un libro escrito por Dios, junto con la Sagrada Escritura. Dios había escrito dos libros: la Biblia y el Universo.
    Con ello se resaltaba el carácter de símbolo que tiene el mundo, sobre todo en este tiempo en que se ha vaciado de su significado profundo. Tampoco alcanzamos a ver lo simbólico en la historia. Los acontecimientos ya no nos hablan. Hemos olvidado cómo leerlos. Si no, nos recordarían que no alcanzamos a vivir con la sola referencia de los signos, que necesitamos también su sentido, y este abunda en el símbolo. El símbolo da qué pensar (decía Ricoeur), pero, sobre todo, da qué vivir. Y tal era la ontología: leer el mundo, y ahora así es la antropología filosófica: busca leer al hombre. Leer el mundo para encontrar en él el sitio apropiado para el ser humano.
    También tenemos la metáfora de la vida como viaje. Esta va desde la Odisea , de Homero, pasando por el Félix de las maravillas , de Lulio, luego con la búsqueda renacentista de la Utopía , como en Moro. En el Barroco, es el itinerario de Don Quijote , caballero andante, que no se podía estar quieto; en la Ilustración fue el Cándido de Voltaire, también viajero, el Gulliver de Swift y el Robinson de Defoe, náufragos. En el romanticismo, fue el regreso al origen, como en el Hiperión , de Hölderlin.
    Eso nos hace recordar la condición del hombre como caminante, su contingencia, su muerte. Lo vio Heidegger, que anduvo de camino al habla, y por sendas perdidas ( Holzwege ), aunque con algunas marcas ( Wegmarken ). Lo vio Gabriel Marcel, quien adoptó la expresión del homo viator , el viador o viandante, que es el hombre mientras anda por el mundo, en esta vida. Es la condición pasajera de la vida misma. Pero también nos hace ver que hay compañeros de camino, los demás hombres, y que podemos tener el tesoro de la amistad. Que estamos aquí para explorar el mundo, pero sólo de paso, sin aferrarnos a él.
    Y también nos recuerda que Hermes era el señor del camino, el que lo interpretaba. Es que la hermenéutica orienta. Hermes era hermano menor de Apolo. Y al hermano mayor se le dio todo. ¿Qué quedaba para Hermes? Lo que era de nadie y de todos: los caminos. Ellos fueron su heredad, su frágil dominio. Pues bien, Hermes era un análogo, un mestizo. Por eso, para el camino, hace falta una hermenéutica así, analógica. Que nos señale el sentido, la dirección, y nos dirija hacia la referencia, bien afincados en el suelo, para no perdernos.

El símbolo como clave antropológica
    Para conocer al hombre es preciso atender a uno de sus asideros en la realidad: el símbolo. Este forma parte esencial de la condición humana. Además, es donde mejor se manifiesta el animal racional como hermeneuta, porque es donde más se necesita la interpretación. En este entrecruce del hombre con lo simbólico se da una presencia muy fuerte de Hermes, el cual se aparecía precisamente en los cruces de los caminos. Como en la encrucijada de lo lingüístico y lo ontológico. [54]
    Hay una especie de transferencia entre el hombre y el mundo, por medio del símbolo. Este funge como mediador. Además, es unión de extremos. Es coincidencia de contrarios. Así confluyen lo unívoco y lo equívoco, deparando y constituyendo lo analógico. Se hermanan el lado unívoco o metonímico y el lado metafórico o equívoco. Se vuelven contradictorios conciliados.
    Se da aquí una curiosa alquimia, que sublima y acerca los opuestos, tales como la luz y la oscuridad, en el claroscuro que es la analogía. Luces y sombras, como es la vida del hombre. Y es que en el ser humano conviven y se equilibran el polo metafórico y el metonímico. Por su lado metafórico, el hombre se traslada a través de los significados, los pasa de un lugar a otro, como la transferencia que se da en la relación humana.
    Por su cara metonímica, el hombre sabe de su contigüidad con el mundo, lo toca y se pone a un lado de él. Por su cara metafórica se mueve en su espacio, se traslada a través de él, lleno de regocijo. Las pinzas las abre y las cierra la analogía, que tiene los dos aspectos. Pues bien, el símbolo posee estructura metafórica, y nos lanza a través de los sentidos; pero la analogía añade la seria metonimia, y ella nos acerca a la realidad. Cierra el arco de lo lingüístico y lo ontológico.
    El símbolo da identidad, una plural. Pero la suficiente como para que tengamos una claridad cultural. Estos signos estructuran el imaginario social, esa dimensión inconsciente por la que nos conectamos con nuestra comunidad, que nos hace pertenecer a una colectividad o sociedad. Se forma como imaginario individual, pero a partir del social. Va a través de la fantasía o la imaginación. Y también, al igual que el símbolo, requiere la interpretación, la hermenéutica.
    Es que el símbolo une. Conecta el microcosmos, que es el hombre, con el macrocosmos, que es el universo. Nos hace comprender el puesto del ser humano en él. Su misma imagen: el de mundo en pequeño, es unitiva. Al recalcar la relación del ser humano con todos los reinos del ser, le hace ver su hermandad con el universo completo. Por eso, por tener un lugar privilegiado, le toca cuidar de lo demás, ser el guardabosques de la naturaleza. Él es como el pensamiento de la existencia, el punto en el que esta cobra conciencia de sí misma. Es donde el ser se vuelve conocimiento.
    La simbolicidad la vemos, por ejemplo, en el teatro. [55] La tragedia era de Dioniso; la comedia era de Apolo. Pero llegaron a juntarse, al acabar la Edad Media y al despuntar el Renacimiento, en la tragicomedia, como la de Calisto y Melibea. Es la fusión de opuestos que deseaba Nietzsche, al pedir que esos dos hermanos (Dioniso y Apolo) se reconciliaran. Y es que a veces tragedia y comedia coinciden. Las tragedias de la vida en el fondo son cómicas, y la comedia humana tiene su dramatismo. La filosofía existencialista nos hizo creer que la vida es una tragedia; la posmodernidad nos está acostumbrando a pensar que la vida es una comedia.
    También la existencia cotidiana del hombre tiene un lado metonímico y otro metafórico. El metonímico es el que lo asocia a la realidad, el que le da contigüidad con ella, y son las penas y los sufrimientos, que lo atan a la tierra, que le recuerdan su contingencia. En cambio, el lado metafórico es el de la expansión alegre, el que le arranca las pasiones tristes (como las llamaba Spinoza), el que lo hace olvidar un poco el límite de lo humano. El polo metonímico nos pone márgenes, y el metafórico los distiende, ama rebasarlos.
    Hay una tensión de fuerzas en el hombre, como la que se da entre metonimia y metáfora, en el alambique de la poesía. El primero de esos tropos tira a la referencia, al encuentro con el mundo, con la realidad. El segundo tiende hacia el ideal, la utopía y la trascendencia. Uno ata a la tierra y otro empuja hacia el cielo. Por eso uno va hacia la referencia, busca la adecuación con lo dado, y otro va hacia el sentido, busca la apertura a lo posible (y a veces a lo imposible). Ambas cosas las necesita el hombre, extraño alquimista.

Conclusión
    Hemos analizado el propósito de la antropología filosófica, que es precisamente develar los aspectos de la intencionalidad del ser humano. Entre ellos encontramos como muy importante la intención de simbolicidad, del ser simbólico. Esto se reflejó en la simbología de los alquimistas, que supieron plasmar (acaso inconscientemente, o desde el imaginario) las figuras primordiales del hombre. Es una actividad de reunión de contrarios, una dialéctica extraña. Y es que la analogía es mediación, tiene ese aspecto dialéctico de pretender juntar los opuestos. Por eso interesa conocer a los grandes analogistas, para descubrir en ellos esa intencionalidad y ese cumplimiento de una praxis. Son nuestros modelos o paradigmas, los que supieron del manejo de la magia de la analogía.

3
ANALOGÍA Y DIALÉCTICA EN EL CONOCIMIENTO DEL SER HUMANO

Introducción
    Después de haber señalado la relevancia del signo simbólico en la comprensión del hombre, esto es, en la antropología filosófica, y tras haber indicado la fusión de contrarios que el ser humano implica, en este capítulo buscaré algunos de esos signos tenues y muchas veces discutibles, que los renacentistas llamaron signaturas . Son las que no aparecen de modo inmediato, sino de manera indirecta y como parábolas. Son lo más analógico. Y son lo que Michel Foucault, según nos señala Giorgio Agamben, dejó como camino para una posible ontología, una ontología de la actualidad, que es toda metafísica futura.
    Las signaturas son esos signos opacos, sutiles, meramente análogos, ciertas correspondencias, como las que se daban en el macrocosmos y el microcosmos. Por ejemplo, unas plantas semejaban tener ojos humanos, y en ello se encontraba que eran una medicina conveniente para ellos. Era lo semejante curando lo semejante, pero en su máxima expresión, ya la copia, la imagen. Aquí sólo pretenderé acercamientos, como los dejó insinuados Foucault, y los revive su seguidor Agamben. Creo que abren caminos, que dan pistas, también discretas y calladas, como las signaturas mismas.

La paradoja y los contrarios
    Otro que vivió íntimamente la dialéctica, pero una dialéctica extraña, la de la paradoja, fue Kierkegaard. En cuanto a él, Jacques Colette nos dice:
    Al haberse desviado del pensamiento del concepto para ser relación consigo, el espíritu comienza por la angustia, que es lo posible de la libertad. Y la angustia (de esencia espiritual y no carnal) tiene como antecedente la ironía, infinita et absoluta negativitas . Esta negatividad significa la ausencia de un verdadero yo y, si se inmoviliza en sí misma, su destino es encantarse con la nada, evolucionar en el reino de las sombras, flotar entre cielo y tierra en un inter-esse de superficie. Pero, como punto de partida de la dialéctica negativa, es el origen del movimiento por el que el individuo se distancia de la existencia inmediata: Ut a dubitatione philosophia sic ab ironia vita digna, quae humana vocetur, íncipit . Si no quiere fijarse en la abstracción de la ironía total, la vida, empezada así bajo el signo socrático de la dialéctica irónica, debe continuar profundizando el intervalo (el inter-esse ), que es la existencia, entre el ser y el pensamiento. [79]
    La cita es larga pero muy esclarecedora. Kierkegaard vivió la paradoja en sí mismo. Por eso pudo dar testimonio de esa dialéctica diferente, es decir, dialéctica de la diferencia, por cuanto que no destruye los contrarios, sino que los conjunta y los hace coexistir, e incluso laboran el uno para el otro. Esa es la idea de la analogía, de la proporción, por la que los opuestos mismos se ayudan.

Las correspondencias entre los seres
    Más allá de los contrarios, la analogía se encontraba en las correspondencias (a veces ocultas) entre las cosas. Charles Baudelaire las señala, y dice: «Fourier y Swedenborg, el uno con sus analogías y el otro con sus correspondencias , se han encarnado en el vegetal y el animal que tenéis ante vosotros, y en lugar de enseñaros con la voz, os adoctrinan por la forma y el color». [84] Según lo que comenta de estos dos autores, entiende las analogías y correspondencias como algo que, más que decirse, se muestra (de manera cercana a Wittgenstein). Son signos que casi no pueden decirse, sino mostrarse.
    Esta búsqueda de correspondencias entre las cosas, que tanto apasionó a los poetas, es un ejercicio de analogía. Consiste en encontrar proporción donde parece que no la hay, pero está oculta, implícita. Es despertar a las cosas, hacerlas hablar, como lo realiza el poeta. Es tocar la simpatía universal, la analogía cósmica, de la que hablaban los estoicos griegos y romanos. Y las signaturas, pequeños signos, son las que nos orientan hacia esa analogía, que parece perdida desde el Renacimiento, pero que de tiempo en tiempo reaparece y vuelve a brillar.

Conclusión
    La analogía tiene una vitalidad insospechada. Uno de sus aspectos son las signaturas, esos signos en los que hay correspondencias a veces no tan aparentes o tan fáciles de constatar y que, sin embargo, poseen semejanzas con las cosas con las que se relacionan. Foucault dejó las signaturas como resquicio para llegar a la metafísica, según lo ha señalado recientemente su seguidor Agamben. He querido transitar un poco por ese camino.
    Y como la idea de la analogía de las signaturas está entroncada con la idea de la correspondencia entre el macrocosmos y el microcosmos, he querido explotar esta idea del hombre, antigua y actual. Eso nos ha conducido, sí, a la metafísica, pero a través del ser humano, para lograr una ontología que le diga algo al hombre de hoy.

4
EMBLEMA, SÍMBOLO Y ANALOGÍA-ICONICIDAD

La analogicidad en los símbolos y emblemas
    En la emblemática hay analogicidad, la cual consiste en buscar las semejanzas (a veces ocultas y no aparentes) de las cosas, como encontrando que son signos unas de otras, con lo cual se recupera la alegoricidad y hasta se trasciende, porque establece varias relaciones entre los seres, no sólo de alegoría. Hay analogicidad en la emblemática, porque los emblemas y símbolos se elaboran con base en analogías que se dan entre las cosas, inclusive entre las creaturas y el Creador, que es la más difícil de encontrar. La analogía fue uno de los elementos más típicos de la Edad Media, a pesar de que algunos de sus pensadores tendían más al univocismo, como Duns Escoto, o a la teología negativa, como el maestro Eckhart. Fue Santo Tomás el que insistió en la analogicidad del conocimiento, pero muchos otros también supieron verlo.
    La idea de la analogicidad (y de la iconicidad, que revisaremos más adelante) se refleja en la idea del hombre como microcosmos. Esto lo vemos en la misma añadidura al prólogo, hecha por Erath, donde este traductor dice que a terminar esa pesada labor de traducción lo estimularon «la gloria de Dios y la salud del prójimo, o sea el doble eje del microcosmos». [98] Es decir, había en ese entonces una dilatada presencia de la idea del hombre como microcosmos en el ambiente cultural renacentista. Del microcosmos surgen, como dos ejes, la polarización hacia Dios y hacia el prójimo.
    De hecho, la idea de microcosmos es un símbolo de la iconicidad del hombre, de su carácter de limítrofe entre los distintos reinos del ser. Y, a fuer de limítrofe, puede participar de todos ellos y conectarse con todos. ¿Por qué la idea de microcosmos es esencial a la literatura emblemática? La alusión de Erath al hombre como microcosmos no es casual. El emblema tiene algo de extraño, es algo limítrofe, lugar de encuentro: de lo visual y lo lingüístico, de lo literal y lo alegórico. Especie de metáfora, el emblema vive de la tensión de sus dos sentidos, el literal y el alegórico, y de la tensión de sus dos medios, el visual y el lingüístico. El emblema mismo es una especie de microcosmos.

La simbolicidad y la hermenéutica
    Añade Erath, en su prólogo al libro de Picinelli, que interpretó los emblemas siguiendo a buenos autores. Lo cual quiere decir que los símbolos (como lo son los emblemas) pueden interpretarse, son para eso, son susceptibles de hermenéutica. Eso nos ayuda en el tiempo actual, cuando hay algunos que creen que los símbolos no pueden interpretarse, sino que solamente pueden vivirse, son para vivenciarlos. Aquí vemos que sí pueden interpretarse, pero con una hermenéutica mixta, de comprensión y de vivencia, como es la hermenéutica analógica. Esto da un apoyo muy valioso a la analogicidad en la hermenéutica, ya que ella es un intento de conjuntar el decir y el mostrar (que tanto separaba Wittgenstein). Según algunos, la comprensión del signo no se puede decir, sino, en todo caso, mostrar, si no es que se queda como un lenguaje privado, sólo accesible al que ha comprendido el símbolo, sin poder nunca comunicar su comprensión del sentido. Así, la analogicidad permite interpretar no sólo con la inteligencia, sino también con la vivencia. El símbolo no sólo se experimenta, también se interpreta. Justamente con esta interpretación mixta y analógica que combina las dos maneras que tiene el hombre de relacionarse con lo otro, el sentimiento y la razón. [99]
    Esto se ve en la literatura emblemática, singularmente en este texto de Picinelli. El mundo simbólico parece hablarnos de que el mundo mismo es un texto, tejido todo él de significados múltiples. Y se puede interpretar el mundo, y todos los símbolos en él, por nuestra condición de analógicos, de limítrofes, esto es, por ser microcosmos. Esa condición que el hombre tiene de microcosmos le permite experimentar y vivenciar todos los reinos de la naturaleza en sí mismo. De esta manera puede interpretar no sólo desde la inteligencia, sino además desde la experiencia. Puede vivir los símbolos que se le dan, y puede también interpretarlos, hacer que pasen al intelecto, lograr que se conjunten, como en una especie de sinapsis o síntesis, el afecto y el concepto.

Habitantes del límite
    Pasemos a los emblemas como habitantes de un límite, el límite entre el lenguaje y la visualidad. Los emblemas son muestras de mestizaje, híbridos de palabras y figuras, análogos. El emblema es un esfuerzo de conjuntar lo lingüístico y lo visual. Es como lo que dice Sor Juana: «Oímos con los ojos», refiriéndose a los jeroglíficos que tanto estudiaba Kircher, y a los lenguajes cifrados visuales, que se descifraban con los ojos como si fueran palabras de la boca que se descifraran con los oídos. Conjunción de semióticas, junta de signos de diversos tipos. En el emblema se dan cita las figuras y las palabras, no por azar, sino porque en el hombre mismo se conjuntan diferentes facultades. Se tocan en el límite. De hecho, los emblemas son también entidades limítrofes, se encuentran en los límites de lo lingüístico y lo visual, compendian y sintetizan diferentes formas de expresión y de comunicación, enriqueciéndose mutuamente como una especie de hipertexto o multimedia avant la lettre . No se trata sólo de un juego, de un entretenimiento semiótico, sino de un intento de conjuntar el decir y el mostrar, el oír y el ver. Se conjuntan el discurso y el testimonio. [105]
    Al ser limítrofes entre el lenguaje y la visualidad, los emblemas son una especie de espejo que retratan la palabra y el ser, la semiótica y la metafísica. Dicen el ser y son palabra compleja, ambigua. De algún modo, también, reflejan al hombre, ese extraño microcosmos, ya que ellos también juntan diversos reinos de ser y del conocer, como lo relativo al lenguaje y a la vista. Hacen aprender entreteniendo, enseñan sobre todo en materia de moral, pues le señalan al hombre, en su muda apariencia pero sentenciosa realidad, enigmas, misterios, realidades.

Reflexión hermenéutica
    Gracias al hombre el mundo es un emblema. Porque tiene una parte visual y una parte escrita. El ser humano lo habita mirándolo, pero también leyéndolo y, en definitiva, comprendiéndolo.
    Por eso el mundo es un texto que contiene a su intérprete, el hombre, el cual es texto e intérprete a la vez, ya que se escribe poco a poco y también paulatinamente se comprende. Quizá nunca llegará a comprenderse, porque ello significaría acabar de escribirse, y también el fin del mundo.
    Pero lo más impresionante es que, si nos fijamos bien, el hombre es un hermeneuta analógico ya de suyo, pues evita interpretar al mundo de manera puramente naturalista, literal, unívoca; pero también rehúye la interpretación meramente culturalista, alegórica, equívoca; se planta en medio, en la línea fronteriza, pisando ambos lados de la misma, sintetizando el naturalismo de los filósofos analíticos y el culturalismo de los posmodernos; logra una interpretación simbólica, pues el hombre es tal vez más simbológico que biológico. Muchas veces le puede más lo cultural que lo natural.
    El hombre es un ser del símbolo, un ser del límite, un análogo. Es un ser analógico porque el mismo concepto de ser lo es; no se reduce a la pobreza monocromática de lo unívoco, pero tampoco se pierde en la riqueza fragmentada de la equivocidad; es uno y múltiple a la vez, y en él predomina la diferencia.
    Pero el hombre es analógico sobre todo por su relación con el mundo. No se relaciona con él de una manera única, instintiva, sino creativa, imaginativa e inteligente. Sabe crear cultura, a tal punto que esta se ha vuelto segunda naturaleza. El hombre es el único ser que por naturaleza es cultural, es el único ser que produce cultura como algo natural.
    Y esto lo debe a su capacidad simbolizadora, a la voluntad de potencia del símbolo, que es un signo que va más allá de él mismo. Si el hombre, desde que nace, está rodeado de signos (porque vive interpretando), también se rodea de símbolos, que son sus signos más queridos, los que están cargados de su afecto.
    Por eso el símbolo no es un signo más, sino el más especial, rico en contenido, muy poderoso en significado. Pues no solamente le señala al hombre la referencia (parte fuerte de la significación), sino que le muestra el sentido, le señala la ruta que debe seguir, para no desesperarse y desaparecer.
    De este modo, el hombre es un rastreador de símbolos. Sabe encontrarlos. Los busca donde no son evidentes, halla sus trazas, sigue sus huellas, como el cazador va detrás de los animales que lo alimentan.
    Y es que el símbolo nos alimenta, nos hace vivir. Ricoeur decía que el símbolo da qué pensar. Es cierto, pero a mí me gusta añadir que el símbolo da qué vivir, nos hace seguir en la existencia. Y lo hace porque proporciona sentido, dirección en la vida.
    Pero el símbolo, como ya lo dijo el gran Kant, sólo se puede comprender de manera analógica. Su interpretación tiene la estructura de la analogía; Ricoeur decía que la de proporcionalidad, porque de esta manera encuentra el término o significado faltante, y va conmensurándolos a todos los que surgen, como posibles significados del símbolo, para que también sean válidos.
    Por eso es necesaria una hermenéutica analógica, amiga y comprensora de los símbolos. Para que ellos rindan su sentido, ofrezcan a los hombres su significado.
    Gemimos en la orfandad; los hombres somos huérfanos vergonzantes, que no lo reconocen. Y cuando lo reconocemos, podemos aspirar a un poco más de amor, porque nos animamos a pedirlo. Y esto es lo que nos granjea el símbolo, pues no en balde es el que une, el que comunica.
    Y así el emblema, primor de los símbolos, símbolo extraño él mismo, por ser tan híbrido, se nos muestra no sólo necesitado de una hermenéutica analógica para ser interpretado, sino que es analógico él mismo, en su ser, en su constitución propia. Con un ojo mira lo visual y con el otro lo lingüístico. Va al lenguaje, pero no de manera directa, sino a través de la escritura, lenguaje visual. Lingüístico y visual, conjunta las artes pictóricas y las literarias, y con ello alcanza a llegar a lo más profundo del hombre, que tiene como puerta de acceso el lenguaje.

Conclusión
    Vemos en los emblemas la confluencia de muchas tradiciones que se unen. Por eso pertenecen al símbolon , algo que congrega, y no al diábolon , algo que disgrega. Puesto que juntan o comunican, entran en esas disciplinas de Hermes, no sólo herméticas, sino también hermenéuticas, que están sumamente vinculadas. Pues siempre que interviene la hermenéutica es porque hay un pequeño misterio. Los emblemas requieren interpretación, exigen el esfuerzo de desentrañar, y en todo ello se cierne la presencia de un ambiente mistérico. Sólo ciertos iniciados en el secreto pueden desanudarlo, desatarlo —¿y qué otra cosa es el poder decodificar lo que está encodificado, sino descifrar lo que está cifrado?—. Es esfuerzo por atrapar la significación, labor aquí dificultada por la tensión que se da entre lo implícito y lo explícito del texto. Por eso los emblemas dan lugar a una semiótica doble, la de implicar y la de explicar, la de trascender lo aparente para ir a lo profundo; se brinca del sintagma al paradigma, de una lectura sintagmática, puramente superficial, a otra paradigmática, en profundidad, más ardua, más exigente, pero también más plena y llena de gozo.
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5
LAS SIGNATURAS ANALÓGICAS DE LAS COSAS

Introducción
    Según Michel Foucault, la analogía era la clave del conocimiento en la Antigüedad. [106] Añade que esta situación llegó hasta el Renacimiento, y se perdió al surgir la ciencia moderna. Con esta última no se buscan ya las analogías o correspondencias entre las cosas, sino la univocidad, lo claro y distinto. En ese punto propiamente muere la hermenéutica y nace la semiología o semiótica, es decir, la pretensión de un conocimiento diáfano del mundo. Con ello también desaparece la metafísica y nos quedamos con la sola física.
    Y, a pesar de lo que se crea, Foucault lo dice con tristeza, con nostalgia; casi deplora que la analogía se haya perdido. Sin embargo, señala un reducto en el que ella se ha quedado: los paradigmas y las signaturas. En lo que ahora llamamos paradigmas , con tanta insistencia en la filosofía de la ciencia, se esconde la raíz de la metafísica, la semilla de la nueva ontología. Además, es un seguidor suyo, Giorgio Agamben, el que ha retomado el camino de la búsqueda de las signaturas, esos pequeños signos de las cosas, apenas insinuados, que conviene aprender de nuevo a encontrar, a reconocer, para salir de nuestro extravío y volver al sendero del conocimiento, de la auténtica ontología o metafísica. Tratemos de explorar un poco ese camino.

Conclusión
    La noción de analogía universal fue muy cara a los antiguos. Se distiende por los medievales. Foucault dice que termina en el Renacimiento o, quizá más propiamente, en el Barroco. Hasta entonces todo el conocimiento era encontrar analogías, correspondencias entre los seres, interpretación de las signaturas, que eran los aspectos simbólicos de las cosas, los cuales señalaban sus correspondencias y analogías. Eso se acabó con la modernidad, con la ciencia moderna. Surgió la semiótica, que pretende la comprensión unívoca de los signos y de las cosas. Decayó la hermenéutica, por explosión de sí misma, por la equivocidad tan grande en que había incurrido, es decir, por falta de cumplir su promesa, que era ser analógica.
    No se trata de volver nostálgicamente a ese pasado, a esa inflación de la equivocidad, a esa proliferación de símbolos, incontenible e indomeñable. Sino que se trata de recuperar el ideal de la analogía, para evitar el equivocismo en el que había caído la hermenéutica, y temperar el univocismo que pretende la semiótica moderna, tan científica. Hacer de la ciencia algo humano, algo significativo para el hombre, que entre a su sentido, que colabore con él.

6
MOMENTOS DE PENSAMIENTO ANALÓGICO

Introducción
    En este capítulo ensayaré algunas aplicaciones de la analogía, de la racionalidad analógica. Este tipo del pensamiento ayuda a unir, a conmensurar, a encontrar las correspondencias y simetrías entre las cosas. No en balde es la proporción o proporcionalidad, que desde antiguo se atisbó en el universo. Por eso nos puede ser útil para disminuir las dicotomías y reducir los dualismos en los que hemos estado encerrados. Coincide con la manera como lo hacía Peirce, que es buscar un tercero, una terceridad, es decir, un mediador o mediación. Es pensamiento de la mediación, tiene algo de dialéctico, aunque se trata de una dialéctica diferente, extraña, porque precisamente es una dialéctica de la diferencia: respeta las diferencias, no las destruye para superarlas. Incluso las promueve. Las hace colaborar, trabajar conjuntamente.
    Esto lo veremos en Hamann, Nietzsche y Heidegger, a propósito de la cuestión religiosa. Y también en Girard y Melandri, a propósito de la analogía; en el primero, como la pulsión de imitación y, en el segundo, como estudio ex professo de la analogía a lo largo de la historia filosófica. Trataré de aplicar este pensamiento analógico a algunos temas como al lenguaje religioso, a la antropología filosófica y a la filosofía de la cultura (interculturalidad).

Hamann
    Comencemos con Johann Georg Hamann (1730-1788). Él fue muy adverso a Kant, y gran buscador de Dios. Más que en la filosofía o la teología, prefirió buscarlo en los dos libros de la naturaleza y la Biblia. Era un acceso más natural, y que él sentía como más apropiado. Allí encontrará la presencia de la analogía, del analogismo, porque precisamente lo que lleva a Dios son las semejanzas o imágenes suyas que encontramos en las cosas del mundo.
    En cuanto a lo primero, es decir, a los dos libros, nos dice: «Las opiniones de los filósofos son versiones de la Naturaleza, y los enunciados de los teólogos, versiones de la Escritura. El Autor es el mejor intérprete de sus palabras; Él puede hablar a través de sus criaturas —a través de los acontecimientos o a través de sangre y fuego y vapor de humo, que es en lo que consiste el lenguaje de la santidad. El libro de la Creación contiene ejemplos de conceptos universales que DIOS ha querido revelar a la criatura a través de la criatura; los libros de la Alianza contienen ejemplos de artículos secretos que DIOS ha querido revelar al hombre a través del hombre». [139] Se usa el ejemplo, que es el paradigma retórico, el argumento por analogía. Con ello Hamann nos da una analogía viva, un sentido del analogismo actuando donde parece que no vibra.
    A esto añade la analogía universal, que proviene de Dios hacia las creaturas. Allí se encuentra con el hombre como imagen de Dios y por ello mismo como imagen del universo, como microcosmos, lo cual es una gran presencia de la analogía. Por ello señala:
    Esta analogía del hombre con el Creador comunica a todas las criaturas su contenido y su fisonomía, de los que depende la lealtad y la fe en la naturaleza entera. Cuanto más vivaz es esta idea, el retrato del DIOS invisible en nuestro ánimo, tanto más capaces seremos de ver y saborear, de contemplar y asir con las manos Su afabilidad en lo creado. Cada impresión de la naturaleza en el hombre no es sólo un recuerdo, sino prenda de la verdad fundamental: quién es el SEÑOR. Cada reacción del hombre en la criatura es carta y sello de nuestra participación en la naturaleza Divina, y de que somos de su mismo género. [140]
    Esta sensibilidad para la analogía universal, que viene de Dios al hombre y de este a todas las cosas, nos manifiesta la racionalidad analógica que Hamann tenía y con la que hacía su filosofía, considerada por algunos como extraña (tenía el mote de El Mago del Norte), pero es que se basaba en estos supuestos no usuales.

Conclusión
    Con estos ejemplos, como botones de muestra, captamos la fecundidad de la noción de analogía, y la feracidad de una hermenéutica analógica. Ella puede ayudarnos a mitigar las dicotomías, los dualismos de la modernidad, sin caer en las desmesuras
de la posmodernidad. Ella puede enseñarnos a equilibrar fuerzas, a darles un equilibrio proporcional, de modo que se salvaguarde lo más posible lo particular en las culturas, sin perder lo universal, que es lo que defiende a cada cultura de la imposición de alguna de las demás (esto es, protege los derechos humanos).
    Tal es la generosidad del concepto de analogía, pensado desde antiguo para acercar los extremos, para conciliar los opuestos y para construir el saber con bases frágiles, pero suficientes. Y tal es el alcance de una hermenéutica analógica, que aplica esa habilidad para salvaguardar lo particular en el seno mismo de lo universal, para preservar el devenir en medio de la estabilidad.

7
TRAS LAS HUELLAS DEL MITO

Introducción
    Hemos visto que el símbolo es muy importante para el conocimiento del hombre; y el mito es un tipo de símbolo harto connotado. Sin embargo, se dice que la filosofía derrocó al mito, que la razón sustituyó a la religión. Por eso únicamente me atreví a decir en el título de este capítulo que iría tras las huellas del mito, como el cazador que busca sus rastros. Pero no hace falta rastrearlo mucho; está muy presente, aunque no tan explícito como antes. El mito no nos abandona, o no abandonamos los mitos. El mito del progreso indefinido, el de la liberación social, etcétera. Seguimos desplegando mitos para hacer habitable el mundo, o quizás habitamos en ellos.
    Aquí traeré a colación algunas pistas que he encontrado, como denodado rastreador, para perseguir al mito, y comprenderlo. Una de ellas me la proporciona Bachofen, uno de los iniciadores de esta empresa, ya lejano en el tiempo. Él nos brindará algunas nociones, sobre todo la idea de una mitología primitiva materna, con un derecho matriarcal, al que sucedió el patriarcal. Después pasaré a la reflexión sobre el símbolo y el mito que efectuó, más recientemente, Jacques Maritain, para sacar de ambos algunas reflexiones. Los dos autores son muy benéficos para nuestra investigación.

Conclusión
    En síntesis, podemos decir que el mito, a fuer de símbolo, requiere una hermenéutica analógica para ser interpretado adecuadamente. Bachofen lo da a entender cuando basa sus estudios en los órfico-pitagóricos, maestros de la analogía o proporción. Maritain lo asevera al hacer del símbolo un signo de tipo imagen, es decir, que tiene que poseer semejanza con lo que significa, tiene que ser análogo al significado. Por eso únicamente podemos esperar una buena interpretación de los símbolos basándonos en la analogía, así como sólo confiamos en una explicación de su función fundada en el conocimiento analógico (no unívoco, pero tampoco equívoco) que nos da de la realidad.
    Como hemos visto, el mito se resiste a ser desbancado por la filosofía, la razón encuentra sus límites. La mitología nos ha acompañado siempre, como una sombra, quizá la sombra de la razón, ubicada en la imaginación. En todo caso, está presente, sigue actuante, a veces enterrada o disfrazada en el inconsciente. Por eso conviene estudiarla y tomarla en cuenta para nuestra actividad filosófica.

8
HACIA LA REALIDAD SIMBÓLICA

Introducción
    Es preciso combinar la realidad con el símbolo, a través de la razón y la imaginación. Se necesita concordar la ontología y la hermenéutica para que lleguemos al equilibrio proporcional del ser y del conocer, y no repitamos el fracasado epistemologismo de la modernidad, que fue su aspecto más fallido. Hay que recuperar o reconquistar el lado ontológico, que es la cara oculta de la realidad, la cual se muestra poco y se alcanza con dificultad. Pero es la más importante.
    Así como Lacan hablaba del nudo borromeo que configuran lo imaginario, lo simbólico y lo real, yo quisiera hablar aquí, ensayando un poco, del nudo borromeo que han de constituir la realidad y el símbolo, a través de la imaginación o fantasía, que remedie los errores de la razón. Porque ella y la imaginación tienen que trabajar de consuno, actuar al unísono, para darnos una realidad simbólica o, por lo menos, una realidad simbolizada. Pues el símbolo, que es lo que nosotros ponemos en la realidad, es lo que nos permite habitarla.

El mito de la razón y la razón del mito
    Con gran escándalo de muchos, Horkheimer y Adorno, en La dialéctica de la Ilustración , criticaron la razón. La que Habermas llamaría razón instrumental. La Ilustración, que estaba en contra de la mitología y que entronizaba la razón, lo que hizo fue entronizar el mito de la razón, una mitología racionalista. [195]
    La Ilustración, en seguimiento de Bacon, juzgó que saber es poder, que se ha de usar la razón para dominar la naturaleza. Pero ese tipo de razón sólo amenazó al mundo natural con acabar con él, y de paso dio al hombre un paradigma de relación, de modo que incluso entre los hombres se da una de dominación. [196]
    Es que a esa razón ilustrada, predominantemente epistemológica, le hizo falta la dimensión ontológica, la cual le da precisamente el sentido de lo humano. Mira hacia el ser del hombre, y no sólo a su conocer. Trata de conocerlo en lo que él mismo es, aunque parezca paradójico.
    Por eso, esa parte de la Ilustración que maneja una razón instrumental de ese modo hizo que la razón se volviera mito, pero uno malo, en el peor sentido del término. Así como Nietzsche dijo que la realidad había devenido fábula, así la Ilustración hizo que la razón también lo hiciera, que se volviera un mito más.
    Y todo por no atender a otros aspectos de la razón misma. Habermas llega a decir que eso le pasó a la razón por no haber atendido a la ética, lo cual es cierto; pero me parece que, previa a la ética, como fondo de ella, está la ontología, claro que aplicada en forma de antropología filosófica, es decir, como conocimiento del hombre, como comprensión del ser humano.
    Con eso la filosofía atiende a un ser, a un tipo de ser y, por ello mismo, al ser como tal. Mira el panorama del ser en toda su extensión. Por eso digo que es una dimensión ontológica, la de la razón, y que le ha hecho falta para poder ser una razón completa, equilibrada, proporcional, una racionalidad analógica.
    Esta racionalidad no es meramente instrumental, unívoca; pero tampoco puramente subjetiva, relativista y nihilista. Es una razón viva, una racionalidad equilibrada, proporcional, que recoge de la razón instrumental su parte buena, que es la de la precisión y la exactitud, sabiendo que siempre serán limitadas; y que recoge de la razón relativista esa parte buena que tiene de un relativismo moderado, una conciencia de que no alcanzamos un conocimiento absoluto casi de nada.
    Es que la razón tiene que ayudarnos a ponernos en la realidad, a aclimatarnos a la naturaleza, a adaptarnos a nuestro entorno, como pidió el univocismo de Bacon y Hobbes; pero también tiene que ayudarnos a discernir las múltiples facetas de lo humano, que se presta a demasiadas perspectivas, que rehúye la identificación, que requiere la diferencia, como nos exhorta a aceptar el equivocismo de los relativistas exagerados.
    También tiene que ayudarnos a colocarnos en el mundo de la sociedad, donde se recalcan más las diferencias, y nos obliga a tomar en cuenta las aspiraciones de los otros, de las culturas diferentes, y admitir la otredad lo más que sea posible.
    Pero, sobre todo, tiene que ayudarnos a ubicarnos en el mundo interno, el de la psique o, si se prefiere, el mundo que se construye en el entresijo formado por el encuentro de la mente y la realidad, del sujeto y el objeto. Ese mundo interior tiene sus fantasmas, por lo que no basta conocer los del exterior, sino que conviene asomarse lo más que se pueda a lo interno.
    En ese mundo interno se ubican ciertos fenómenos inconscientes que solemos descuidar, o incluso negar, y que conviene tomar en cuenta. Concederles su lugar, para que podamos adaptarnos o aclimatarnos a nuestro entorno, en el que salimos a la vida.
    Extraña conjunción de psicología y ontología es la antropología filosófica, como la de epistemología y ontología, el ser y el conocer, el ser interno y el ser externo. Pero es que uno y otro nos constituyen. Son los que nos hacen aferrarnos a la realidad, los que nos conectan con la vida. No una realidad maciza y concisa, sino envuelta en símbolo, necesitada de hermenéutica.
    Pero va a ser una hermenéutica peculiar, no cualquiera. No una hermenéutica unívoca, porque ella pretendería dar cuenta total de la realidad, erigir una ontología absolutista, prepotente y fija. Tampoco una hermenéutica equívoca, porque ella desistiría de aproximarse a la realidad, y se desbarrancaría hasta el relativismo extremo. Es preciso disponer de una hermenéutica analógica, que no tenga el delirio de grandeza de la unívoca, pero tampoco la derrota vergonzante de la equívoca. [197]

Mircea Eliade: una ontología mítica
    Antropólogo e historiador de las religiones, Eliade se implanta en filósofo y clama por la vuelta o retorno a una ontología original. Lo es en el preciso sentido de que tiene que ver con el origen de las cosas. De manera platónica, habla de arquetipos de las cosas y de las acciones, por imitación y participación de los cuales existen las otras. [205]
    Decididamente, Eliade afirma que toda cosa y acción tiene un arquetipo. Lo imita. Realiza una mímesis, una imitación y una repetición, un retorno o regreso. Las cosas tienen como origen arquetipos, modelos o ejemplares. Las acciones tienen como origen mitos, ya fueron todas realizadas antes.
    De hecho, el mito es algo que debe repetirse, reactualizarse continuamente. Por eso Eliade, en su libro El mito del eterno retorno , sostiene que el mito se actualiza continuamente. [206] El mito del eterno retorno es, en realidad, el eterno retorno del mito.
    En el caso del hombre, este es un ser que habita la repetición, hace lo que hace porque ya fue hecho antes, desde el origen. Todo tiene un modelo ejemplar, existe porque repite un paradigma. Lo que funge como paradigma, arquetipo o modelo no es la idea, como en Platón, sino el mito. Hay un mito detrás de todo y, de repente, se actualiza.
    Y el mito refleja una irrupción de lo sagrado. Por eso se busca el regreso ritual al origen. Dice Eliade: «[U]n objeto o un acto no es real más que en la medida en que imita o repite un arquetipo. Así, la realidad se adquiere exclusivamente por repetición o participación ». [207] Todo es repetición de algo que existe en sí o que fue hecho antes. Todo es, así, eterno retorno.
    El mundo mismo, el universo, tiene un arquetipo celeste, un doble. El hombre desenvuelve su vida en relación con un arquetipo, un doble arcano. Vive repitiendo mitos. Con esa repetición de los mitos, el hombre rebasa el tiempo, se une a la eternidad, supera la muerte y apaga su angustia. Pero hay que comprender (y vivir) el sentido del mito; si no, sólo será algo vacío y sin sentido. No tendrá esa fuerza para dar vida.
    Es, como ya decía, superación del tiempo humano, acceso a un tiempo primordial, reintegración al tiempo mítico, que es el sin tiempo, la eternidad. El rito, la reviviscencia del mito, es la repetición que nos da el eterno retorno o el retorno de lo eterno. Nos lleva al origen del mundo, al del ser.
    El rito, que actualiza el mito, detiene la historia, nos saca de ella, y nos hace asomarnos al mundo arquetípico. Es el in illo tempore , el tiempo del inicio, o el inicio del tiempo. La ficción de un tiempo inicial. Nos lleva a ese otro mundo que sí tiene significado y, por ende, lo puede dar al nuestro.
    La repetición sacraliza el tiempo. Lo redime, es salvación. Por eso la repetición sagrada se vuelve una obligación; se reactualiza el comienzo, para que todo siga, para que el ser continúe. Se repite el ser, para que la esencia preserve su existencia. Para que el ente no deje de ser.
    A diferencia del tiempo propicio, o tiempo profano, el tiempo sacro o mítico —nos dice Eliade— es cíclico. [208] No avanza linealmente, como la historia, sino que da vueltas, retorna, es circular. Es el eterno retorno. Es un continuo presente, porque vuelve y vuelve.
    Eliade señala lo paradójico que es un tiempo cíclico, circular. Pero así es el tiempo litúrgico. Y debe repetirse periódicamente mediante los ritos. Este acceso a otra dimensión —declara Eliade— obliga al hombre a que recupere su equilibrio ontológico. La historia sagrada equilibra la historia humana. Lo sacro convive con lo profano, sin confundirse. A pesar de que se basa en el devenir y la repetición, el eterno retorno nos revela una ontología sin tiempo y sin devenir.
    El hombre contemporáneo, según Eliade, necesita recuperar esa ontología original. Pues, aun cuando se cree que vivir en lo profano es la libertad, se nota una «nostalgia del paraíso», un deseo de volver al origen, de repetirlo, revivirlo para que exista de nuevo. Esto nos recuerda mucho a Hölderlin y a otros románticos, que hablaban de la vuelta al origen, o del regreso a la casa paterna-materna. Fue lo que acabó haciendo Heidegger, en su vuelta ( Kehre ) al origen presocrático de la filosofía.
    Eliade ve que el hombre actual busca una «salida del tiempo» en el arte, la poesía o el cine. Camufla lo religioso. Pero no puede escapar de él, porque desciende del homo religiosus . Este está en su origen, lo trae en las venas.
    Los griegos trataban de saciar su sed metafísica con el mito del eterno retorno, era la recuperación ontológica de lo óntico. Era alimentar lo óntico con lo ontológico, los entes participando del ser. El primitivo, al dar al tiempo una dirección cíclica, superaba su irreversibilidad, cada momento es regreso de otro, nada es definitivo.
    Es lo que se decía: «No hay nada nuevo bajo el sol». [209] El arquetipo, con un gesto, detiene el tiempo en el origen. Es el génesis y el éxodo. Es el éxodo hacia el génesis. Este tiempo primordial es imaginario. La imaginación es lo que nos conecta con ese tiempo. Primero, haciéndonos desearlo; después, conduciéndonos a él. Muchos lo ven como delirio. Quizá. Pero el hombre lo necesita, pues él ha hecho los mitos porque la realidad que lo rodea no le satisface. [210]
    No se trata de regresar simplemente a lo arcaico, sino de reactualizarlo en este tiempo, con su novedad diferente. Es un eterno retorno en el que lo mismo no regresa igual, sino cada vez con matices de diferencia, porque nuestro tiempo humano (en el que se encierra la eternidad divina) es de la diferencia. No es el eterno retorno de lo igual. Es el eterno retorno de lo análogo.
    Por eso nos sirve aquí la semejanza, la analogía, y parece que Eliade nos llama a una conciencia analógica, porque el mundo de la identidad, de lo absoluto, se manifiesta en el mundo de la diferencia, del devenir; y tal es el mundo humano, el de la diversidad, por lo que solamente podremos comprender el mundo divino cuando este se asuma, mediante la analogía, reduciéndolo a alguna semejanza, ya que la identificación es aquí imposible.

Conclusión
    Habitamos en el mundo por el lenguaje, nos aferramos a la realidad mediante el símbolo. Sólo podemos buscar la referencia a través del sentido. Lo caótico se nos vuelve cosmos a través del orden que pone el lenguaje, a través de la estructuración de nuestros marcos conceptuales.
    Ahora bien, el orden es analogía. El orden es proporción, encontrada o puesta, entre las cosas. Es la captación de las causas de las cosas y la organización de las mismas a través de nuestra acción y nuestra producción, praxis y poiesis .
    Es lo que trató de hacer, primeramente, el mito, el cual era una especie de logos , de razón. Pero después fue la razón la que quiso establecer ese orden, dar sentido a los seres humanos. Pero siempre que trataba de hacerlo, la razón convivía con el mito. Tal parece que no pueden desligarse el uno del otro, como si fueran dos hermanos gemelos, pero de signo contrario, que tienen que andar juntos. En todo caso, se ha mostrado que —como diría Kant— la fe sin la ciencia está ciega, pero la ciencia sin la fe está vacía.

9
EL HOMBRE, DIAGRAMA DEL SER

Introducción
    En este capítulo trataré de condensar las principales adquisiciones que nos han dado los anteriores. Ha sido arduo y escabroso el camino, pues es el de los símbolos y no se pliega fácilmente a la razón. No es una senda trillada, sino con muchos recovecos y sorpresas. Sin embargo, tiene sus enseñanzas, para favorecer a la filosofía del hombre o antropología filosófica. Esta es la disciplina que nos ha ocupado en nuestro andar.
    Precisamente la antropología filosófica se debate hoy entre los naturalistas y los culturalistas. Pero aquí no se trata de negar ninguna de esas aristas, sino de conjuntarlas en su debida proporción. Si damos mayor relevancia a la parte simbólica o cultural sobre la natural o biológica es porque nuestro interés nos inclina más hacia allá.
    Sobre todo, trataré de hacer ver que el hombre es el diagrama del ser. El diagrama es un signo muy analógico, perteneciente al icono, medianero entre la imagen y la metáfora, por lo que participa un poco de los dos. Con ello nos da un conocimiento suficiente de su ser, y así adquirimos un poco de comprensión de su naturaleza, la que requerimos para nuestra antropología filosófica.

El hombre como signo
    El hombre, decía Peirce, es un signo. [211] ¿Pero qué tipo de signo? Cassirer precisaba que era un animal simbólico, es decir, que era un símbolo, como seguramente lo admitirán Andrés Ortiz Osés y Luis Garagalza. Luis Cencillo decía que era el animal hermenéutico, por lo que era un intérprete, cosa que sabían Heidegger y Gadamer. También se puede decir que el hombre es un análogo. Mas para Peirce, de acuerdo con Thomas Sebeok, es un icono. Pues bien, la iconicidad es la analogía, o el icono es análogo. Pero, además, el icono puede ser imagen, diagrama o metáfora. Por eso el hombre es capaz de recorrer ese ámbito y ser imagen, diagrama o metáfora del ser. Sobre todo me gusta pensar que el hombre es un diagrama del universo (el microcosmos).
    Derrida promovía una gramatología, aferrado, como estaba, a la escritura ( gramma ); pero más bien habría que hacer una diagramatología, ateniéndonos al diagrama del ser que es el hombre. De hecho, el propio Peirce dice que diagrama puede ser desde una fórmula algebraica hasta una metáfora afortunada. Y el hombre es la fórmula del ser, y su mejor metáfora.
    En efecto, el ser humano tiene una parte literal y otra alegórica. (La imagen tiende a la literalidad y la metáfora a la alegoricidad). La primera es su cuerpo, su biología; la segunda es su mente, su psicología. Por eso es necesario estudiar los dos aspectos: el biológico, que tiene precontenidas muchas de sus características, y también su dimensión cultural, en la que afloran y se manifiestan esas cualidades ínsitas y casi innatas o connaturales. Es decir, radicadas en su naturaleza.
    Natura y cultura son las dos caras del hombre. Sentido literal y sentido alegórico. Ambos lados constituyen al ser humano, y la antropología filosófica tiene que asumirlas, abordarlas. No solamente la biología, como en esas antropologías «naturalizadas» que estilan algunos filósofos analíticos, que se reducen a estudiar el ADN y los ancestros primates. [212] Pero tampoco solamente la cultura, los símbolos del hombre, por más que se tomen desde sus antecesores de las comunidades primitivas, de los orígenes homínidos. Hay que conjuntar las dos caras, la natural y la cultural, la biológica y la simbológica, para tener la antropología (en el fondo la ontología) cabal del hombre.
    Ya que muchos autores, dado el afán positivista de nuestra época, se dedican a entresacar los rasgos biológicos en una antropología naturalizada, aquí me interesará más destacar algunos aspectos culturales y simbológicos del mismo, sobre todo los que tienen que ver con el símbolo o icono, y por eso digo que me conciernen la imagen, el diagrama y la metáfora, pues todo eso es el hombre. Sobre todo como diagrama, pues en este se tocan (y casi se fusionan) la imagen y la metáfora, ya que, según Peirce, puede ser desde una fórmula algebraica (que tiene un carácter de imagen) hasta una metáfora afortunada (que posee, claramente, el carácter metafórico que es el otro lado de la tríada de esos signos).

Metáfora y metonimia en el hombre
    Por otra parte, la metáfora se contrapone a la metonimia. La metáfora funciona por semejanza; es la traslación de una expresión de un sentido literal a otro figurado (el metafórico); la metonimia funciona por contigüidad, es el cambio de significado de una expresión por otra que tiene cercanía con ella, siguiendo los moldes de efecto a causa o de parte a todo. Por ejemplo, la metáfora «El prado ríe» se basa en la semejanza que tienen las flores con la risa, por la alegría que dan, de modo que con ello entendemos que el prado está florido. La metonimia «Hizo proa al sol» nos hace entender que no solamente una parte del barco se desplazó con esa ruta, sino todo él, o «Los charcos de agua cayeron del cielo» se refiere a que su causa fueron las nubes, que soltaron la lluvia.
    De esta manera, el hombre es metáfora del ser, porque tiene la más estrecha semejanza suya; es el modelo o icono del mismo, por lo que los antiguos hablaban de él como el microcosmos, icono o imagen del macrocosmos. [213] El ser humano era el compendio y espejo de todos los reinos de la creación. Y también era metonimia del ser, ya que el hombre es el que está más contiguo a él, es su representante más cercano, su realización más próxima, por ser el único que tiene conciencia de ser, es donde el ser se hace consciente de sí mismo. Es lo más metonímico que puede haber, y también lo más metafórico; y ambos son aspectos de la analogía o iconicidad. Por eso el hombre es el análogo del ser, el icono suyo más propio. Su diagrama.
    Si hablamos, como en el signo, de sentido y referencia, en su parte metonímica, el hombre da predominio a la referencia, se apega a la realidad, se adhiere al ser. Es su lado científico, su saber positivo, donde busca su apego a la realidad, su poner los pies en la tierra. En su parte metafórica, el hombre da predominio al sentido, se suelta a la ilusión, salta hacia el ideal, se despega de la realidad trillada y se lanza hacia el gozo, despliega sus alas y vuela. Por eso necesita ambas fuerzas. Una que lo ate a la tierra, el metonímico apego a la realidad, su apoyo o atadura al ser, y también el vuelo de la metáfora, que lo lanza hacia la utopía, hacia lo inédito.
    Eso es lo que vio Nietzsche cuando dijo que el hombre necesita hermanar en sí mismo a Dioniso y a Apolo. El primero es el de la metáfora, y el segundo el de la metonimia. Si de joven Nietzsche consideraba la metáfora como la verdad y la metonimia como la mentira en sentido extramoral, en su madurez pedía que se hermanaran realmente las dos, como dimensiones del hombre, en un perspectivismo moderado, que no era un relativismo extremo (como muchos lo han interpretado).
    Era también la vivencia de la paradoja, que prescribía Kierkegaard en contra de Hegel. Pues la dialéctica de este último se cerraba en sí misma, y acababa con los opuestos llevándolos a una síntesis, a una reconciliación, mientras que Kierkegaard pensaba que no había síntesis, que los elementos opuestos del hombre podían conservar su carácter antitético y, sin embargo, equilibrarse, hasta trabajar el uno para el otro, aprovechar el conflicto.
    El sentido literal, el metonímico, es el que da seriedad al hombre, y a su estudio. El sentido alegórico, el metafórico, es el que le da placer, gozo de salir de lo usual, alegría de habitar en la poesía. No se trata de decir que la poesía usa la metáfora y la ciencia la metonimia, pues Machado nos demostró que se puede hacer poesía sin metáfora, con metonimia, y Max Black nos demostró que muchos modelos científicos son metáforas útiles. [214] Pero sí hay que entender que se trata de predominios. En la poesía predomina la metáfora; en la ciencia, la metonimia. (Creo que es lo que quiso decir Jakobson, sólo que él exageró un poco la polarización). Por eso el estudio científico (serio) del hombre discurre por su vena metonímica, y el placer de encontrar dimensiones ocultas o impensadas en él procede por la vía metafórica. Pero es lo que hay que reunir en equilibrio proporcional: la vida metonímica y la vida metafórica del hombre.

El hombre como diagrama de intencionalidades
    Por eso el hombre puede interpretar todos los seres, porque los vive en sí mismo. Es el más capaz de comprenderlos, hermeneuta cabal de la totalidad del orbe y, por lo mismo, consumado ontólogo; y sabemos que en lo más granado de la ontología, la metafísica de la persona, es donde comienza la antropología filosófica. Si, como decía Luis Cencillo, el hombre es el animal hermenéutico, lo es porque, como comprendieron Heidegger y Gadamer, existe interpretando, comprendiendo. Pero escruta sobre todo los símbolos, y estos, como ya decía Kant, se comprenden por un razonamiento analógico, por la analogía, según posteriormente se daría cuenta Ricoeur. Y este último pensador fue el que aplicó la analogía o proporción precisamente para comprender el símbolo y la metáfora.
    De hecho, la antropología filosófica ansía conjuntar el decir y el mostrar (que tanto separaba Wittgenstein). Tiene que decir, pues hace discurso, teoría; pero también debe mostrar, señalar modelos o paradigmas del ser humano, pues los ejemplos mueven más que los sermones. Inclusive, podemos decir que por eso los antiguos (siguiendo la retórica) acudían tanto a los ejemplos, porque en el ejemplo diciendo se muestra y mostrando se dice. Y trataban de juntar el decir y el mostrar mediante la analogía en el análogon , el parádeigma o exemplum , recurso retórico que servía para enseñar, para dar moraleja.
    El ser humano es un diagrama de intencionalidades. La noción de intencionalidad es de origen aristotélico. Significa la polarización o dirección de nuestras facultades hacia algo, hacia un objeto. Atravesó la Edad Media, y llegó hasta ese gran aristotelista del siglo  XIX que fue Franz Brentano. Él recuperó la noción de intencionalidad en su Psicología desde el punto de vista empírico . La transmitió a su discípulo Freud, quien la recogió como Trieb , pulsión o impulso. Y a otro discípulo suyo, Husserl, quien la puso como clave de su fenomenología. Tendemos hacia nuestros objetos. Recientemente, Hilary Putnam ha puesto esta noción de intencionalidad como básica e imprescindible, no susceptible de ser suplida por otra del conductismo. Por eso abandonó la psicología funcionalista, como lo explica en su trabajo «Por qué el funcionalismo no funcionó». [217] Tenemos intencionalidad cognoscitiva, volitiva y hasta ontológica, porque tenemos un impulso a existir, lo que Spinoza y Leibniz llamaban conatus .
    La intencionalidad consiste no sólo en tender hacia un objeto, sino incluso en «volverse» ese objeto, de manera psíquica (no física, por supuesto). Cuando conozco un objeto, de alguna manera lo asimilo, es decir, lo hago semejante a mí, pero también me asimilo a él, es decir, me hago semejante a él, o me convierto en él psíquicamente. Lo mismo con el objeto al que amo, deseo o quiero. Esta manera de hablar de Aristóteles nos resulta difícil. Pero por eso los medievales decían que la mente es potencialmente todas las cosas, porque se puede hacer todas ellas intencionalmente, psíquicamente.
    Pues bien, la intencionalidad, el tender a un objeto, es lo que más nos perfecciona. Sobre todo en el amor, ya que nos saca de nosotros mismos, del narcisismo exagerado, y nos vuelca hacia afuera, nos proyecta hacia los demás. Mientras más dirigida esté nuestra intencionalidad hacia lo otro, más salud y realización tenemos; es el cumplimiento de la analogía en la intencionalidad del hombre. Sobre todo cuando es hacia su prójimo, hacia su semejante, su análogo.
    Además, la intencionalidad es significación. Es lo que en realidad interpretamos en los textos. En la pragmática se dice que buscamos el significado del hablante; en la hermenéutica decimos que buscamos la intencionalidad del autor. En ambos casos se trata de qué quiso decir el que se expresó. La hermenéutica es búsqueda de intencionalidad entre los signos.
    Atravesamos las líneas del texto en busca de la intencionalidad que esconde. En busca de la significación que contiene, que es la intencionalidad del autor, la cual no siempre coincide con la del lector, quien llega a cambiarla a su antojo. Es cuando no se logra comprender, aunque se enriquezca el significado para la actualidad. Pero cuando coinciden, cuando se unen, insensiblemente se da el cumplimiento del sentido, la fusión de horizontes, la iluminación del texto.

Conocimiento del ser humano
    El hombre es el diagrama del ser, del universo. Poco a poco, casi sin darnos cuenta, vamos avanzando en su conocimiento, y de manera leve, muy sutil, comenzamos, con azoro, a comprender el ser, a captar la existencia, que sólo se puede atrapar de manera refleja, reflexiva, por reflexión sobre nosotros mismos, y ese milagro del acontecimiento que somos, el de que existimos.
    A partir de ahí aprehendemos nuestra falibilidad, nuestro carácter contingente, la cualidad frágil de nuestro vivir y de nuestro ser. Pero nos reconciliamos con eso mismo, y podemos aspirar a darle plenitud a ese lapso que se ha destinado para nosotros. Somos frágiles y temporales, pero a ese espacio cronológico que nos toque podemos darle calidad, instaurando su plenitud, y gozarlo.
    Eso nos lo enseña la iconicidad del ser humano. Por lo general, cuando se busca cuál es la vida plena o realizada, acudimos a ejemplos, a modelos, paradigmas o iconos de esa vida pletórica. Son los prudentes o phrónimoi , que nos muestran lo que es la realización y los que nos dicen cómo es ella, con su propio testimonio de vida. [218] Por eso en antropología filosófica convence más un modelo de hombre que muchos argumentos. Se capta más en alguien que se ha realizado en su vida, que en muchos discursos sobre la excelencia existencial. Es otra aplicación de la analogía, de la iconicidad. Lo que en la retórica antigua era el parádeigma o exemplum , y era lo que usaban los moralistas (ahora diríamos: los psicólogos) para presentar una vía ideal de realización humana. Algo de eso, aunque sea un poco, es lo que necesitamos recuperar para la filosofía del hombre de nuestro tiempo.
    La diagramatología del hombre, eso es la antropología filosófica. Detectar la imagen del mismo, o por lo menos una metáfora suya, para ofrecerla a los demás, y que puedan seguirla y realizarla en ellos. El ejemplo es el que arrastra, la analogización o iconización es lo que mueve. No en balde René Girard ha insistido en una pulsión mimética del hombre. De manera natural, imitamos al otro; pero, al hacerlo, no siempre hay una identificación buena, suele haber mucha envidia y rivalidad. Por eso es preciso activar una mímesis analógica, pues una mímesis equívoca no conduce a nada y sólo confunde, y una mímesis unívoca provoca celo y agresión, llegando a la violencia «sagrada» de esas víctimas que son los «chivos expiatorios». Ella no es más que un sadismo social y, en cambio, una mímesis analógica llevará al respeto y al afecto hacia aquel a quien se imita, porque se toma como paradigma y modelo bueno, facilitador y amigable o amable.
    Decía Foucault (y lo secundaba Agamben) que había que desarrollar la perspicacia y sutileza para descubrir y descifrar las signaturas, esos signos menudos y casi imperceptibles que nos dan la clave del conocimiento de las cosas. Pues bien, el hombre es la signatura por excelencia. Él es el signo pequeño y fino de todo el ser, de todo lo creado. Es la signatura del Creador, según pensaban los renacentistas. Derrida añadiría que es la firma de Dios, ya que signatura es otro nombre para esta. Y, como la firma nos conecta con el firmante, el hombre nos conecta con el cosmos, con la naturaleza, ya se la vea como natura naturans (Dios) o como natura naturata (la creación). El hombre lleva en sí la signatura del todo, incluso divina.
    Es lo que Michael Polanyi denomina el conocimiento tácito del hombre, diferente del explícito . Este último es científico y bien argumentado; el otro es más intuitivo y menos demostrativo; sin embargo, es un conocimiento muy completo, pues proviene de lo más íntimo del hombre, se basa en sus símbolos, sus cifras. [219] Precisamente, es un conocimiento que lleva a comprender , más que a explicar . Y acerca del hombre requerimos más comprensión que explicación. Siguiendo esa sugerencia de Polanyi es que me he asomado a esas cosas que acerca del ser humano decían los hermetistas, los alquimistas y los simbolistas. Al igual que en los mitos, en esas otras expresiones se puede desentrañar una sabiduría relativa a la esencia del hombre.
    Y es que la esencia se da en la historia. El hombre no es pura esencia, ya predeterminada, como tampoco es mero producto de la historia. Es parte de lo uno y de lo otro. Su naturaleza lo empuja a hacer ciertas cosas (según algunos, lo determina), pero tiene la libertad suficiente para influir en los acontecimientos de la historia. Esta no solamente la padecemos, también la hacemos. Mixtura de determinismo y de libertad, el hombre atraviesa la historia. Es hecho por ella y también la hace. Es esencia en la historia, es natura en cultura. Por eso es híbrido o mestizo, más que limítrofe o fronterizo. Recordemos que en las fronteras se ponían los presidios, en los que los presos se ganaban su libertad peleando contra los vecinos; así como también estaban las marcas desde las que los marqueses defendían el territorio en contra de los vecinos hostiles, e incluso lo ensanchaban. Pero mestizo es el que se compenetra de ambos lados, el verdadero análogo (o icono o diagrama), porque absorbe, en su mediación, los extremos que se mostraban como opuestos.

Apertura epistemológico-ontológica
    La analogía es apertura. Se opone a la cerrazón del pensamiento unívoco, positivista; pero también a la excesiva apertura del pensamiento equívoco de muchos posmodernos. Así, el pensamiento analógico es apertura con límites, se recata en ciertos puntos. Por eso abre la mente hacia lo trascendente, lo divino, pero con honesta seriedad. Con una dialéctica abierta, que no se cierra sobre sí misma, que no se muerde la cola.
    Basada en la analogía y la iconicidad que contiene la imagen del hombre como microcosmos, la mente humana se abre a lo Trascendente. Es llevada por Hermes psicopompo, el conductor de las almas; una hermenéutica analógica conduce a la inteligencia más allá de sí misma. No es otra la condición de Hermes, análogo o mestizo, por lo cual casi exige que la hermenéutica sea analógica.
    Sobre todo, el hombre está llamado al amor. A abrirse a amar. Algunos místicos franciscanos llegaron a creer que con la voluntad se podía conocer. [220] Quizá no, tal vez resulta demasiado. Pero lo que sí es cierto es que el amor, la voluntad, nos puede ayudar a conocer mejor. Por lo menos a tener una apertura mayor hacia lo que se define como el Amor mismo.
    De muchos modos se nos dice que Dios ha muerto, retomando el grito de Nietzsche, que más bien es una acusación de que el hombre lo ha matado, lo ha asesinado con su olvido. Pero sigue dándonos pistas de su ser, cifras de su existencia. Y ellas están en los símbolos, en los mitos, en las signaturas, en esos signos que nuestra vida actual, tan movediza, no nos permite captar; pero que, cuando nos detenemos un poco, a veces hasta sin quererlo, nos hablan.

Conclusión
    Navegamos en nuestra antropología filosófica, laboramos en nuestra filosofía del hombre. Toda empresa humana tiene una, y por eso más nos vale tratar de ser conscientes de la que tenemos o de la que debemos tener, la que conviene que tengamos. De ella dependerá la ética que construyamos, el derecho que brindemos al hombre, y la política que le ofrezcamos. Nunca deja de tener importancia la reflexión que se haga sobre ella. Porque, en definitiva, es la meditación sobre el ser del hombre.
    Pero conviene tener cuidado, ser muy cuidadosos con ello, porque en nuestra concepción del hombre nos va nuestra existencia. Dependiendo de lo que concibamos como su esencia, será la existencia que llevemos; con arreglo a la naturaleza que le atribuyamos será la vida que consideremos como humana. De ahí su gran importancia. Por eso hemos querido ser atentos a este problema, y detenernos en él lo que han alcanzado nuestras fuerzas. Algo hemos obtenido como resultado, pues la filosofía, cuando se hace honestamente, es generosa.
    Podemos decir que el producto de nuestro esfuerzo, en estas incursiones para tratar de comprender un poco más al hombre a través de la consideración del símbolo, es satisfactorio. Con un poco más que avancemos en el conocimiento del ser humano podemos ser mejores nosotros mismos. Y esa es la gran ganancia: poder transformarnos en algo, mejorar aunque sea un poco.

CONCLUSIONES
    Una buena conclusión que podemos extraer de nuestra marcha por los temas abordados es que la hermenéutica tiene mucho que ver con la antropología filosófica, es decir, con el estudio del hombre desde el ángulo de la filosofía, aunque para ello se apoye mucho en la misma antropología científica y en la psicología.
    Si Heidegger veía la ontología como hermenéutica de la facticidad, podemos ver la antropología filosófica o filosofía del hombre como hermenéutica de la facticidad humana. Y he querido para ella una hermenéutica especial, analógica, porque es la que mejor puede señalar las características esenciales del ser humano. Por eso inicié exponiendo ese instrumento interpretativo, para saber cómo lo íbamos a aplicar a nuestro tema de estudio.
    Además, ya entrando en la antropología filosófica o filosofía del hombre, la comparación de la analogía con la dialéctica nos brindó una idea de hombre que es la síntesis o la confluencia de todos los reinos del ser, el icono del universo. Por eso la idea-imagen del hombre como microcosmos nos resultó de mucha utilidad. El hombre es el compendio de la naturaleza, y es, además, un núcleo de intencionalidades (cognoscitiva, volitiva y hasta ontológica). Pero se trata de una dialéctica distinta de la hegeliana, porque no busca disolver los opuestos en una síntesis, sino hacerlos convivir, en la paradoja misma.
    Y es que el ser humano es un ser de conflictos, por eso había que atender al movimiento que se da en él, y este es un movimiento dialéctico, según la dialéctica que se halla en la analogía. Asimismo, la hermenéutica, una hermenéutica analógica, era la que podía ayudarnos a entresacar esa situación humana.
    Algo muy propio del hombre es la cultura, y lo más peculiar de la cultura es el símbolo. Pero el símbolo sólo se puede conocer de manera analógica. Por eso nos condujo a una realidad simbólica, mediada por la imaginación o fantasía. No se renuncia a la razón, por supuesto, pero se la hace acompañar de estas fuerzas humanas. Ello nos ha llevado a un realismo simbólico, que también es (y por lo mismo) un realismo analógico.
    Un tipo de signos que son símbolos son las signaturas, signos pequeños que mencionó Foucault. Vimos cómo, según su seguidor Agamben, nos dejan abierto el camino hacia la ontología o metafísica. Es la senda hacia una ontología simbólica. Nos lleva a una ontología analógica.
    Pero, ya que el símbolo es descifrado por un procedimiento analógico, atendimos a algunos representantes del pensamiento analógico, tales como Hamman, Nietzsche, Melandri y Girard, y alguien que al menos se acercó un poco: Heidegger, aunque este último no lo alcanzó. Se polarizó demasiado primero a la univocidad y al fin a la equivocidad, aunque dijo que su tema de reflexión había sido siempre la tesis de Brentano, sobre la analogía del ser en Aristóteles.
    En esta línea de la antropología filosófica, el tema del símbolo es pertinente porque nos hace habitable la realidad, por eso un realismo simbólico es el propio del hombre. Pero el símbolo es analógico, por ello el realismo al que he aludido se inscribe en un realismo analógico. Y epistemológicamente tiene que accederse a él desde una hermenéutica igual. Un realismo hermenéutico, pues, y también analógico, porque está revestido de simbolismo, y al símbolo sólo se accede por analogía, nunca directamente, de modo unívoco, porque se lo lastimaría profundamente. Esto nos llevó de la mano hacia la ontología, pero también hacia la ética. Por eso exploramos en la historia de la filosofía moral los hitos principales que nos condujeran por ese laberinto, y poder así desembocar en una hermenéutica transformadora.
    Una clase del símbolo es el mito, y eso nos llevó a considerar a algunos de sus estudiosos, como Bachofen y Maritain, ciertamente dejando de lado a otros muy prominentes, pero mi interés me llevó a ellos porque buscaron el aspecto onírico y como de claroscuro en esos terrenos.
    Igualmente, nos asomamos a la realidad simbólica que crea este tipo de signo tan especial para el hombre, al punto que alguien tan prominente en esta clase de estudios, como Mircea Eliade, habló de una metafísica mítica (quizá en continuación de Gusdorf, quien decía que la metafísica era una segunda mitología, y anticipándose a Derrida, que se dirigía a la metafísica como una «mitología blanca», a diferencia de la de los negros).
    También se dedicó un capítulo a compendiar las enseñanzas obtenidas acerca del ser humano en nuestra antropología filosófica o filosofía del hombre. Ahí coloqué lo esencial de nuestro recorrido por los temas anteriores. Por eso hablé del hombre como diagrama del ser. Es el microcosmos, compendio de todo lo existente; por eso es su icono, su imagen y su metáfora, pero mejor aún su diagrama. En esta línea de comprensión del ser humano es en la que se plantea la antropología filosófica como fundamentación de la ética y del derecho, concretamente de los derechos humanos, así como de la política. La ética, el derecho y la política requieren una comprensión del hombre, para poder aportarle algo significativo y que en verdad le sirva.
    Todo eso nos hace ver la pujanza de la hermenéutica, puesto que el hombre existe interpretando, comprendiendo. Y una hermenéutica adecuada le puede ayudar a interpretar y comprender mejor, como lo hace una hermenéutica analógica. Por eso ha sido nuestra herramienta para elaborar estos rasgos de antropología filosófica o filosofía del hombre.

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MAURICIO HARDIE BEUCHOT PUENTE (Torreón, Coahuila, México - 4 de marzo de 1950) es un filósofo mexicano reconocido como uno de los principales filósofos contemporáneos de Iberoamérica. Autor de más de 100 libros individuales que van de la mano con temas desde Filosofía medieval y novohispana, Filosofía del lenguaje, Filosofía analítica, Estructuralismo y ante todo la Hermenéutica. Es fundador de la propuesta llamada Hermenéutica Analógica, reconocida hoy en día como una propuesta original y novedosa en el campo de la hermenéutica filosófica. Desde 1985 es investigador titular «C» de tiempo completo del Instituto de Investigaciones Filológicas (IIFL) de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Desde 1990 es miembro de la Academia Mexicana de la Historia, de 1997 a la fecha es miembro de número en la Academia Mexicana de la Lengua y de 1999 a la fecha es miembro de la Academia Pontificia de Santo Tomás de Aquino. Es doctor honoris causa por la Universidad Anáhuac del Sur. Actualmente es coordinador del Seminario de Hermenéutica del Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM.
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