viernes, 13 de marzo de 2020

'El juicio a Eichmann' Harry Mulisch



Una visión complementaria, más literaria o periódistica que no filosófica, al clásico de Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén.

Pocas veces se dio la ocasión en las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial de un acercamiento tan directo a las tinieblas como durante el juicio al teniente coronel de las SS Adolf Eichmann, uno de los «ingenieros» de la Solución Final, celebrado en Jerusalén en 1961. Ríos de tinta se vertieron aquellos meses. Cientos de periodistas de todo el mundo siguieron el juicio en directo; entre ellos, la filósofa Hannah Arendt, que alumbraría una de las imágenes más turbadoras sobre el horror nazi: tras el espanto no se ocultarían monstruos sino hombres ordinarios, como Eichmann, ejerciendo «la banalidad del mal».

Junto a la madura pensadora alemana, se sentó entre la prensa un prometedor escritor holandés, Harry Mulisch. Todavía joven, encarnaba la desgarradora complejidad de la época: hijo de austriaco y de judía holandesa -«medio judío» por tanto, para los nazis- se libró de la deportación porque su padre colaboró con los ocupantes alemanes. En sus reportajes sobre el juicio, recogidos y afinados en este volumen, Mulisch complementa a Arendt: si ésta parte de su formación académica y del rigor analítico, él ahonda en el abismo desde la perspectiva del novelista. Lo que le interesa no es tanto lo que hizo Eichmann -que también- sino quién era ese hombre de apariencia anodina, qué nos decía a nosotros -y de nosotros-, sus contemporáneos, qué anunciaba de la deriva moral de nuestro propio tiempo. Mulisch no hace historia ni política, escarba en una realidad psicológica y social que nos resulta inquietante, por no decir pavorosa: traza un retrato-robot del mal, o, mejor, el retrato de un robot, del «hombre-máquina» que se engarza con la limpieza de las ruedas dentadas de la obediencia ciega en la maquinaria del horror.

«Mulisch se muestra absorto por el enigma que le suscita la maldad. No por el dolor que haya causado ni por la repugnancia que le produzca encontrarse cara a cara con Eichmann, sino por la inmensa crueldad innata que habita en el universo.» Times Literary Supplement
«Uno de los grandes novelistas holandeses del siglo» Antonio Muñoz Molina
«Emotivo, cínico, a veces especialmente gracioso y siempre apasionante. Sin duda merece la pena leerlo» Renate Rubinstein
EL VEREDICTO Y LA EJECUCIÓN  
26 de marzo de 1961
DESDE LOS ALBORES DE LA HISTORIA, la humanidad ha presenciado la escena de un hombre solitario que se enfrenta a su propia destrucción, una destrucción encarnada por un tribunal que, a su vez, representa a la sociedad. Todos nosotros que, de una u otra manera, dudamos de nuestra propia muerte -es decir, de la realidad- nos encontramos en el juicio cara a cara con la existencia de esa cruda realidad.
     A veces, un juicio resulta inolvidable por su signifi cado simbólico y porque el acusado cuenta con nuestra más absoluta simpatía. Este es el caso del juicio de Sócrates, que se celebró en Atenas en el siglo V antes de Jesucristo. En ocasiones, un juicio cambia el rostro de la humanidad, como en el que se celebró contra Jesús, en Jerusalén, en torno al año treinta de nuestra era. Puesto que la condena del inocente era inherente a la tarea de «cumplir las Escrituras», las posibles actitudes frente a este juicio superan la dimensión humana. A veces, un juicio se recuerda por haber sido un caso sumamente lastimero y sucio, como el proceso contra Juana de Arco, en la ciudad de Ruan, en 1431. En otras ocasiones, el juicio marca unos inmensos cambios políticos, como el proceso contra Luis XVI, en París, en 1793. En este caso se puede discrepar sobre de qué lado deben estar las simpatías. Sin embargo, en la historia del mundo, la humanidad no se había preparado nunca -tan unánimemente exenta de simpatía- para destruir a un solo hombre como en el caso de Adolf Eichmann, en Jerusalén, en 1961.
     Cabría preguntarse por qué no aparecen en esta lista los juicios de Núremberg pues, a fin de cuentas, allí se juzgó a personas que incluso eran culpables de forma más directa y en mayor grado que Eichmann. La respuesta podría ser que, en 1946, nadie quería oír hablar de la guerra: había que colgar cuanto antes a los canallas y pasar página.



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