jueves, 20 de febrero de 2020

“Las intermitencias del corazón” FRAGMENTO Marcel Proust



“Las intermitencias del corazón”, entre el primero y el segundo capítulos de la segunda parte de Sodoma y Gomorra. Cansado y enfermo, el narrador llega a Balbec en su segunda visita y se dirige a su habitación en un hotel:



" Perturbación de toda mi persona. La primera noche, como sufría una crisis de fatiga cardíaca, tratando de dominar el sufrimiento, me incliné despacio y con prudencia para descalzarme. Pero apenas toqué el primer botón de la bota, se me llenó el pecho de una presencia desconocida, divina,me sacudieron los sollozos, me brotaron lágrimas de los ojos. El ser que venía en mi ayuda, que me salvaba de la sequedad del alma, era el que, años antes, en un momento de angustia y de soledad idénticas, en un momento en que ya no tenía nada de mí, había entrado y me había vuelto a mí mismo, pues era yo y más que yo (el continente, que es más que el contenido y me lo traía). Acababa de ver, en mi memoria, inclinado sobre mi fatiga, el rostro tierno, preocupado y decepcionado de mi abuela, como aquella primera noche de la llegada; el semblante de mi abuela, no de la  que yo me había sorprendido y reprochado echar tan poco de menos y que de ella sólo tenía el nombre, sino de mi verdadera abuela, cuya realidad viva encontraba ahora por primera vez desde los Champs-Elysées,donde sufrió el ataque. Esta realidad no existe para nosotros mientras no ha sido recreada por nuestro pensamiento (sin esto, los hombres que han intervenido en un combate gigantesco serían todos grandes poetas épicos); y así, en un deseo loco de arrojarme en sus brazos, sólo en aquel momento —más de un año después de su entierro, por ese anacronismo que con tanta frecuencia impide la coincidencia del calendario de los hechos con el de los sentimientos— acababa de enterarme de que había muerto. Desde entonces, muchas veces había hablado de ella y pensado en ella, pero bajo mis palabras y mis pensamientos de muchacho ingrato, egoísta y cruel, no había habido nunca nada que se pareciera a mi abuela, porque, en mi ligereza, en mi amor al placer, en mi costumbre de verla enferma, sólo en estado virtual vivía en mí el recuerdo de lo que ella había sido. En cualquier momento que la consideremos, nuestra alma total no tiene más que un valor casi ficticio, pese al copioso balance de sus riquezas, pues unas veces unas y otras veces otras están indisponibles, trátese de riquezas efectivas o de riquezas de la imaginación, y para mí, por ejemplo, tanto como del antiguo nombre de Guermantes, de las mucho más graves, del verdadero recuerdo de mi abuela. Porque a las perturbaciones de la memoria están ligadas las intermitencias del corazón. Sin duda es la existencia de nuestro cuerpo, semejante para nosotros a un vaso en el que estuviera nuestra espiritualidad, lo que nos induce a suponer que todos nuestros bienes interiores, nuestros goces pasados, todos nuestros dolores están perpetuamente en nuestra posesión. Acaso es también inexacto creer que se van o vuelven.En todo caso, si permanecen en nosotros es, generalmente, en un dominio desconocido donde no nos sirven de nada y donde hasta las más usuales son repelidas por recuerdos de orden diferente y excluye toda simultaneidad con ellas en la conciencia. Pero si volvemos a dominar el cuadro de sensaciones donde se conservan, tienen a su vez el mismo poder de expulsar todo lo que les es incompatible, de instalar, solo en nosotros, el yo que las vivió. Ahora bien, como el que yo acababa súbitamente de volver a ser no había existido desde aquella lejana noche en que mi abuela me desnudó a mi llegada a Balbec, muy naturalmente, no después de la jornada actual,que mi yo ignoraba, sino -como si en el tiempo hubiera series diferentes y paralelas— sin solución de continuidad, inmediatamente después de la primera noche de aquel tiempo, me situé en el minuto en que mi abuela se inclinó hacia mí. El yo que yo era entonces, y que por tanto tiempo había desaparecido, estaba de nuevo tan cerca de mí que me parecía estar oyendo las palabras inmediatamente anteriores y que no eran, sin embargo, más que un sueño, de la misma manera que un hombre mal despierto cree percibir muy cerca los sonidos de su sueño que huye. Ya no era más que aquel ser que quería refugiarse en los brazos de su abuela, borrar las huellas de sus penas besándola, nada más que aquel ser que cuando era uno u otro
de los que se habían sucedido en mí desde hacía algún tiempo, tan difícil me hubiera sido figurármelo como esfuerzos me costaba ahora, estériles por lo demás, resistir los deseos y los goces de uno de los que, al menos por un tiempo, ya no era. Recordaba que, una hora antes de que mi abuela se inclinara así, en bata, hacia mis botas, yo, deambulando por la calle asfixiante de calor delante de la pastelería, creía que, con la necesidad que sentía de besarla, no podría esperar a la hora que tendría aún que pasar sin ella. Y ahora que renacía aquella misma necesidad, sabía que podría esperar horas y horas, que nunca más estaría junto a mí, y no hacía más que descubrirla, porque sintiéndola, por primera vez, viva, verdadera, dilatándome el corazón hasta romperlo, encontrándola en fin, acababa de saber que la había perdido para siempre. Perdida para siempre; no podía comprender, y me esforzaba por sentir el dolor de esta contradicción: por una parte, una existencia, una ternura que sobrevivían en mí tales como las había vivido, es decir, hechas para mí, un amor en el que todo encontraba de tal modo en mí su complemento, su meta, su constante dirección, que el genio de los grandes hombres, todos los genios que habían podido existir desde los albores del mundo no hubieran valido para mi abuela lo que uno solo de mis defectos; y por otra parte, tan pronto como reviví, como presente, aquella felicidad, sentirla transida de certidumbre, lanzándose como un dolor físico de repetición, de un no ser que había borrado mi imagen de aquella ternura, que había destruido aquella existencia, abolido retrospectivamente nuestra mutua predestinación, que había hecho de mi abuela, cuando volví a encontrarla como en un espejo, una simple extraña que por azar pasó unos años junto a mí, como hubiera podido pasarlos junto a cualquier otro, mas para quien, antes y después, yo no era nada, no sería nada."

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"Ya sea que lo llame fetiche, epifanía o cualquier otra cosa, esta lectura me ha dejado inmerso en la agonía de la culpa con los seres que amo y que han muerto o que están muriendo. No es fácil alejarse del poder inmediato de este largo párrafo, pero sólo el desapego que Proust nos enseña puede convertir este oscuro dolor en un placer difícil. La abuela del narrador ha estado muerta desde hace un año pero sólo ahora la realidad de su ausencia permanente le hace daño. ¿Quién no ha vivido algo parecido? ¿Quién no ha lamentado su falta de amabilidad con sus muertos? Y sin embargo nunca me he encontrado con un texto que se  parezca a este, y no deja de sorprenderme el hecho de que un momento que es tan tristemente un lugar común pudiera dar lugar a tan original imaginación. El genio de Proust radica precisamente en su capacidad para continuar con la gravedad de un “dado que los muertos sólo existen en nosotros, es a nosotros mismos a quienes golpeamos sin descanso cuando persistimos en recordar los azotes que les hemos propinado” . ¿Cómo categorizar este poder proustiano? Este supuesto alto sacerdote de la religión del arte está muy lejos de serlo en realidad: es tan primordial como Tolstoi en su universalidad y en su profunda conciencia de la naturaleza humana, tan sabio como Shakespeare. El asunto en cuestión no es la memoria, involuntaria o no, sino la ceguera que necesitamos desesperadamente si queremos continuar - y cuando vemos, nos preguntamos si nosotros somos merecedores de seguir adelante-. Una vez más, Proust no es un moralista, no es Cristo ni Buda; no ha venido a enseñarnos a vivir o cómo ser más amables con aquellos que amamos cuando aún están aquí.
A medida que En busca del tiempo perdido avanza, nos tropezamos
cada vez con más frecuencia con estas iluminaciones (si es que eso es lo que son) y no siempre se trata de los once o dieciocho momentos de la memoria o “ resurrecciones” del espíritu."



Genios. Un mosaico de cien mentes creativas y ejemplares Bloom, Harold

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